El secreto de un corazón célibe: dejar un amor en la tierra para llenar el mundo entero con la luz del Amor de Dios
«Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gn 1,27). Así cuenta el primer relato del Génesis el origen del hombre y la mujer: Dios los crea a la vez. Ambos poseen la misma dignidad, porque son su viva imagen. El segundo relato se detiene de nuevo en este evento (Gn 2,7-25), pero lo hace como a cámara lenta: Dios crea primero al varón y lo pone en el jardín de Edén. El mundo reverbera belleza en todos sus detalles: el cielo, las aguas del mar, los ríos que atraviesan las montañas y los árboles de todo tipo de especies. Un escenario extraordinario ante el que, sin embargo, Adán se siente solo.
Para sacarlo de esa soledad, el Señor crea toda la variedad de criaturas vivientes que pueblan el Paraíso: las aves del cielo, los peces que surcan los mares, los animales terrestres. Pero nada de todo eso parece bastar al hombre. Es entonces cuando Dios decide concederle una «ayuda adecuada» (Gn 2,18) y, del propio costado del varón, crea a la mujer. Por fin, Adán descubre unos ojos que le devuelven una mirada como la suya: «¡Esta sí es hueso de mis huesos, y carne de mi carne!» (Gn 2,23). Este encuentro le llena de gozo, pero sobre todo ilumina su identidad: le dice de un modo nuevo quién es. Algo le faltaba al hombre, que solo otra persona como él le podía dar.
Estas páginas del Génesis recogen verdades fundamentales sobre el ser humano; y las expresan, más que con una reflexión teórica, de un modo narrativo, con un lenguaje simbólico. La soledad de Adán tiene por eso un hondo significado antropológico. San Juan Pablo II decía que todo hombre y toda mujer participan de esa soledad originaria; en algún momento de su vida tienen que enfrentarse a ella[1]. Cuando Dios dice «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2,18), se refiere en realidad a ambos Cfr. San Juan Pablo II, Audiencia general, 10-X-1979, n. 2.[2]: tanto el hombre como la mujer necesitan un auxilio para salir de esa soledad, un cauce para caminar juntos hacia la plenitud que les falta. Y eso es el matrimonio.
Cuando, siglos después, Jesús recuerde a los fariseos cómo eran las cosas «en el principio», se referirá precisamente a este pasaje de la Biblia (cfr. Mt 19,1-12). El matrimonio cristiano es una llamada de Dios que invita a un hombre y a una mujer a caminar juntos hacia Él. Y no solo juntos, sino además uno a través del otro. El cónyuge es, para una persona casada, camino imprescindible hacia Dios; un camino en el que la carne se convierte en escenario de comunión y de entrega amorosa, materia y espacio de santificación. El amor matrimonial es, así, un encuentro de cuerpos y almas que embellece y transfigura el cariño humano: le da, con la gracia del sacramento, un alcance sobrenatural.
Al mismo tiempo, el amor entre un hombre y una mujer apunta más allá de sí mismo. Cuando es verdadero, es siempre un camino hacia Dios, no una meta. La meta sigue siendo la plenitud que solo se encuentra en Él. Por eso, no tiene nada de extraño que alguien casado pueda sentir algunas veces aquella soledad originaria. Sin embargo, este sentimiento no significa, como a veces se lo presenta, que el amor se haya acabado y que deba empezar otra historia, porque tampoco esa nueva historia sería suficiente. Más bien, es un signo de que el corazón humano tiene una sed que solo se puede apagar completamente en el amor infinito de Dios.
En ese mismo diálogo sobre el matrimonio, tras recordar la enseñanza del Génesis, Jesús da un paso más. La entrega mutua del hombre y la mujer es un hermoso camino que lleva a Dios. Sin embargo, no es el único camino posible. El Señor habla de quienes, por un don especial, renuncian al matrimonio «por el Reino de los Cielos» (Mt 19,12). Él mismo recorrió esa vía: permaneció célibe. En su vida no tenía razón de ser una mediación hacia Dios: «el Padre y yo somos uno» (Jn 10,30); «yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14,11). Y Jesús no solo recorrió esta vía, sino que quiso Él mismo convertirse en Camino para que muchas otras personas pudieran amar de ese modo, que «solo puede tener sentido a partir de Dios»[3].
La historia de la Iglesia está llena de historias de personas que han acogido la llamada de Jesús a identificarse con Él también en este aspecto: algo muy de Jesús, que pertenece a la entraña de su vida, aunque no sea por eso para todos los cristianos. No despreciaban el matrimonio quienes, ya desde los primeros siglos, respondieron a la llamada al celibato. Quizá incluso ese otro camino les había llegado a ilusionar tanto como el que iban a emprender. Pero precisamente por eso, porque percibían la vida matrimonial como algo hermoso, podían entregar ese proyecto a Dios con una alegría radiante. «Sólo entre los que comprenden y valoran en toda su profundidad (…) [el] amor humano −escribe san Josemaría− puede surgir esa otra comprensión inefable de la que hablará Jesús (cfr. Mt 19,11), que es un puro don de Dios y que impulsa a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno»[4]. De algún modo, a quienes llama al celibato Dios les hace descubrir la fuente y la meta de todo auténtico amor. Son alcanzados de una manera especial por el Amor que llenaba el corazón de Jesús y que se ha volcado sobre su Iglesia.
El celibato es, pues, un camino que refleja la gratuidad del amor de Aquel que siempre da el primer paso (cfr. 1 Jn 4,19). Aunque las personas célibes parecen recortar su libertad al ofrecer a Dios la posibilidad de formar una familia, en realidad la ensanchan: su abandono en las manos de Dios, su disposición a dejar por Él «casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras» (Mt 19,29), les hace, de un modo particular, «libres para amar»[5]. Como hace una persona casada, deben custodiar su corazón, para que el amor que llevan dentro no se desvíe de Dios, y para darlo a los demás. Sin embargo, su entrega no se concentra en la persona del cónyuge, sino en Cristo, que los envía al mundo entero, para transmitir «los latidos de su Corazón amabilísimo»[6] a las personas concretas que les rodean.
Así fue la vida de Jesús. Él no se sentía solo, porque se sabía acompañado siempre de su Padre: «Te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre» (Jn 11,41-42). Para nosotros, en cambio, el riesgo de la soledad permanece. Pero cuando Cristo llena de verdad el corazón de una persona, uno ya no se encuentra solo. Decía por eso san Josemaría que Dios le había dado «la psicología del que no se encuentra nunca solo, ni humana ni sobrenaturalmente solo»[7]. En unas líneas en las que se percibe el sabor de lo vivido, escribía: «El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un “crescendo” de cariño que supera todas las barreras. Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»[8].
En la última cena, pocas horas antes de entregar su vida, Jesús abre su corazón a los apóstoles: «Nadie tiene amor más grande −les dice− que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Estas palabras, que concentran todo su amor por los hombres, son a la vez una llamada. El Señor dice por eso a los apóstoles: «A vosotros os llamo amigos» (Jn 15,15). Ellos son, como todos los hombres, destinatarios de su amor «hasta el extremo» (Jn 13,1), pero también son amigos de un modo especial. «El Amigo» los invita a hacer como Él[9]: a dar también la vida por sus amigos. Estas palabras se encuentran, sin duda, en el origen de toda vocación cristiana; pero siempre han resonado de un modo especial en el corazón de quienes le han seguido dejándolo todo.
La Cruz será el lugar de la mayor manifestación del Amor. En esta escena sublime emerge con fuerza, junto a María y las santas mujeres, la figura del apóstol Juan. «A la hora de la verdad huirán todos, menos Juan, que de veras amaba con obras. Sólo este adolescente, el más joven de los apóstoles, permanece junto a la Cruz. Los demás no sentían ese amor tan fuerte como la muerte»[10]. Desde la aurora de la adolescencia había vibrado en su corazón el amor a Jesús. Sabemos cómo guardaba en su memoria el recuerdo del día en que había encontrado al Señor: «Juan cruzó su mirada con la de Cristo, lo siguió y le preguntó: Maestro, ¿dónde vives? Se fue con Él, y estuvo con el Maestro todo el día. Luego lo cuenta, a la vuelta de los años, con un candor encantador, como un adolescente que hace un diario en el que vierte el corazón y apunta hasta la hora: hora autem erat quasi decima… Se acuerda hasta del momento preciso en que le miró Cristo, de cuándo le atrajo Cristo, de cuándo no se resistió a Cristo, de cuándo se enamoró de Cristo»[11].
Podemos imaginar cómo a Jesús, en la Cruz, le emocionaría ver al joven discípulo que «en la cena se había apoyado en su pecho» (Jn 21,20). Quizá no era una sorpresa para Él encontrar a su Madre. De una manera o de otra, siempre había permanecido a su lado. Una madre es siempre la que sostiene a su hijo. Sin embargo, junto a ella, la mirada del Señor descubre a un amigo: Juan. En medio de la angustia de aquella hora, sus ojos se encuentran. ¡Qué gozo tan enorme debió producir en el corazón del Señor! Y es precisamente entonces, nos dice el Evangelio, al verlo junto a su Madre, cuando el Señor introduce a Juan en la relación única que existía entre María y Él. «Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre: −Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo: −Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27).
Años más tarde, Juan escribiría: « Nosotros amamos, porque Él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Esta afirmación sorprendente nace de su vivencia personal. Juan se sabía profundamente amado por Jesús. Era algo que lo llenaba y que daba un sentido nuevo a su existencia: llevar ese mismo amor a todo el mundo. «Juan −decía el Beato John Henry Newman− tuvo el privilegio indescriptible de ser el amigo de Cristo. Y de este modo aprendió amar a los demás; primero su afecto estuvo concentrado, y después pudo expandirse. Tuvo además el encargo solemne y reconfortante de cuidar a la Madre de nuestro Señor, la Santísima Virgen, tras su partida. ¿No tenemos aquí las fuentes secretas de su especial amor por sus hermanos? Aquel a quien el Salvador favoreció con su afecto, para confiarle además la misión de hijo de su Madre ¿podía ser otra cosa que un memorial y un modelo (tanto como un hombre puede serlo) de amor profundo, contemplativo, ferviente, sereno, ilimitado?»[12].
La entrega del corazón entero a Dios no surge simplemente de una decisión personal: es un don, el don del celibato. De igual modo, no es una renuncia lo que lo define, sino el amor que nace de un descubrimiento: «El Amor... ¡bien vale un amor!»[13]. El corazón adivina un Amor incondicional, un Amor que le estaba esperando, y quiere entregarse a Él con esa incondicionalidad, en exclusiva. Y no simplemente para experimentarlo, sino para darlo también a muchas otras personas. Como san Juan, que no solo disfrutó del amor de Jesús, sino que procuró que ese mismo Amor se extendiera por el mundo entero. Para el discípulo amado, esa era la consecuencia natural: «Si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11).
A veces el celibato se asocia fundamentalmente a la dedicación de tiempo, como si esa entrega total se justificara por una cuestión de eficacia: para sacar adelante ciertas obras de apostolado, para no tener otros compromisos. Sin embargo, esa perspectiva es reductiva. El celibato no nace de consideraciones prácticas sobre la disponibilidad para la evangelización, sino de una llamada de Cristo. Es una invitación a vivir de modo particular el estilo de vida de su corazón: a amar como Cristo, a perdonar como Cristo, a trabajar como Cristo; más aún, a ser el mismo Cristo −ipse Christus− para todas las almas. Por eso, «las razones puramente pragmáticas, la referencia a la mayor disponibilidad, no bastan. Esa mayor disponibilidad de tiempo fácilmente podría llegar a ser también una forma de egoísmo, que se ahorra los sacrificios y las molestias necesarias para aceptarse y soportarse mutuamente en el matrimonio; de esta forma, podría llevar a un empobrecimiento espiritual o a una dureza de corazón»[14].
El celibato no es, pues, una soledad de torre de marfil, sino una llamada a acompañar, a despertar corazones. ¡Cuántas personas hay en el mundo que no se sienten importantes, que piensan que su vida no es valiosa, y que a veces caen en comportamientos extraños, porque están buscando en el fondo un poco de amor! Quien recibe el don del celibato sabe que está en el mundo también para acercarse a todas ellas y descubrirles el amor de Dios: para recordarles su valor infinito. Así, el corazón célibe es fecundo del mismo modo en que lo es el corazón fecundo y redentor de Jesús. Ante cada persona, procura descubrir el mismo bien que el Señor sabía descubrir en quienes se acercaban a Él. No ve una pecadora, un leproso, un despreciable publicano… sino la maravilla de una criatura amada por Dios, elegida por Dios, de gran valor.
De este modo, aunque quien vive el celibato no tiene hijos naturales, se hace capaz de una paternidad profunda y real. Es padre −o madre− de muchos hijos, porque «paternidad es dar vida a los demás»[15]. Sabe que está en el mundo para cuidar de los demás, mostrándoles, con su vida misma y con su palabra cercana, que solo Dios puede saciar la sed que experimentan. «Nuestro mundo (…), donde Dios entra en el mejor de los casos como hipótesis, pero no como realidad concreta, necesita apoyarse en Dios del modo más concreto y radical posible. Necesita el testimonio que da de Dios quien decide acogerlo como tierra en la que se funda su propia vida. Por eso precisamente hoy, en nuestro mundo actual, el celibato es tan importante, aunque su cumplimiento en nuestra época se vea continuamente amenazado y puesto en tela de juicio»[16].
El don divino del celibato no es como un sortilegio, que transforma la realidad inmediatamente y para siempre. Dios lo concede, más bien, a modo de una semilla que debe crecer paulatinamente en tierra buena. El celibato es, como toda vocación, don y tarea. Es camino. Por eso, no basta la decisión de entregarse a ser célibe por el reino de los Cielos para que el corazón se transforme automáticamente. Es preciso un empeño continuo por arrancar las malas hierbas, por estar al tanto de insectos y parásitos. La gracia divina actúa siempre en la naturaleza, sin negarla ni suplantarla. En otras palabras, Dios cuenta con nuestra libertad y con nuestra historia personal. Y es precisamente ahí, en ese escenario de barro y gracia, donde crece silenciosamente el hermoso don de un corazón virginal. Donde crece… o donde se echa a perder.
Como el hijo menor de la parábola, incluso los que están llamados a una mayor intimidad con Dios pueden un día sentirse hastiados, vacíos. Aquel joven decidió marcharse a un lugar lejano (cfr. Lc 15,13), porque en la casa de su padre notaba un vacío interior. Fue necesario que llegara hasta lo más bajo, para que, por fin, abriera los ojos y cayera en la cuenta del estado de esclavitud en el que había caído. Es interesante notar que, según el texto evangélico, el motivo por el que volvió no fue muy espiritual: tenía hambre, hambre biológica, física. Echaba de menos el pan tierno de la casa de su padre. Cuando por fin regresó, su padre le estaba esperando y, «corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos» (Lc 15,20). El hijo había imaginado casi un juicio formal (cfr. Lc 15,18-19); en cambio, encuentra un abrazo lleno de vida. Descubre −quizá con más claridad que nunca− su identidad más profunda: es hijo de tan buen Padre.
Otras veces el hastío puede tomar una forma más insidiosa: puede suceder que, permaneciendo en la casa de su padre, uno se sienta más siervo que hijo, como el hermano mayor de la parábola, que «vivía en su casa, pero no era libre, porque su corazón estaba fuera»[17]. En ambos casos, el camino para salir de la tristeza es volver los ojos al Padre y al amor que nos tiene. El hambre del alma lo sacia Dios con el Pan de la Eucaristía, en el que encontramos a Aquel que se ha hecho uno de nosotros, para que podamos quererle como Amigo. Allí podemos saciarnos y, de esa forma, mantener el corazón encendido en un amor que es «fuerte como la muerte» (Ct 8,6).
Juan permaneció junto a la Cruz de Jesús, y estuvo presente también en su Ascensión a los Cielos, «aquel día en que una aparente despedida fue en verdad el comienzo de una nueva cercanía»[18]. El Maestro tenía que separarse físicamente de sus discípulos, a los que había amado hasta el extremo, para poder amarlos aún de más cerca a ellos y a cada una de las personas que creerían en Él. Ese es el secreto de un corazón célibe: dejar un amor en la tierra para llenar con la luz de su Amor el mundo entero.
Carlos Villar
Fuente: opusdei.org.
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[1] Cfr. San Juan Pablo II, Audiencia general, 10-X-1979; 24-X-1979; 31-X-1979.
[2] Cfr. San Juan Pablo II, Audiencia general, 10-X-1979, n. 2.
[3] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22-XII-2006.
[4] San Josemaría, Conversaciones, n. 122.
[5] F. Ocáriz, Carta, 14-II-2017, n. 8.
[6] San Josemaría, Camino, n. 884.
[7] San Josemaría, En diálogo con el Señor, edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 2017, p. 185.
[8] Via Crucis, VIII estación, n. 5.
[9] Así, «el Amigo», llamaba a veces san Josemaría a Jesús. Cfr. Camino, n. 422; Es Cristo que pasa, n. 93.
[10] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 2 (cfr. Ct 8,6).
[11] San Josemaría, notas de un encuentro con jóvenes, 6-VII-1974 (AGP, biblioteca, P04, vol. II, p. 113).
[12] Newman, J.H. “Love of Relations and Friends”, Parochial and Plain Sermons 2, sermón 5
[13] Camino, n. 171.
[14] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22-XII-2006.
[15] Francisco, Homilía en Santa Marta, 26-VI-2013.
[16] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22-XII-2006.
[17] F. Ocáriz, Carta, 9-I-2018, n. 9.
[18] J. Ratzinger, “El comienzo de una nueva cercanía”, en El resplandor de Dios en nuestro tiempo, Barcelona: Herder, 2008, p. 185.
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