Tendemos a anotar lo molesto o desagradable, mientras no damos valor, por acostumbramiento, a los gratos momentos cotidianos. Si así fuese, resultaría un negocio ruinoso: hoy no los disfrutamos y si nos faltasen los lloraríamos…
Paradójicamente descubrí esta actitud releyendo El hombre en busca de sentido (Viktor Frankl), un libro que se dibuja sobre el hediondo paisaje de los campos de concentración nazi. Es un breve ensayo para describir cómo influían las atrocidades del internamiento en la psicología de los prisioneros. Por regla general, la gente se embrutecía hasta límites incomprensibles. No obstante, algunos, no muchos, no sufrieron una regresión como hombres; al contrario, armonizaron y fortalecieron su personalidad, mejoraron como personas. Frankl estudió los síntomas que definían a ese grupo. Y el primero de ellos, además de inesperado, me sobrecogió: esos presos experimentaban una fuerte nostalgia por lo cotidiano…
A esos prisioneros, la imaginación los empujaba hacia escenas de su vida habitual, anterior al confinamiento. Lo curioso es que no revivían sucesos o acontecimientos felices, brillantes o destacados, no; generalmente se recreaban, con ternura, en detalles menudos de un día habitual: me veía en la parada del autobús, cerrando el apartamento, contestando al teléfono (Frankl); un sillón cómodo, el crujido del llavín de casa (Szpilman); una cama blanda, la caricia de mi madre (Wiesel); un maravilloso baño caliente (Levi); mi madre ajustándole la corbata a mi padre, la dulzura de la abuela (Sepetys)… Los recuerdos “volaban hacia esos detalles hogareños con tanta intensidad que casi nos hacían llorar” (Frankl).
Quizá podría asaltarnos cierta duda acerca de la autenticidad de esas vivencias, y considerarlas como fantasías provocadas por la fuerte conmoción del internamiento o por la profunda turbación afectiva. La respuesta es no, un no contundente. Esos prisioneros vivían con la muerte escondida detrás de un cercano amanecer; y, ante la muerte, uno no está para lirismos o ternuras artificiosas. Por lo tanto, suscitaban nostalgias auténticas, y despertaban ganas de vivir; de forma y manera que Primo Levi bautizó esas emociones con una bella palabra alemana que se deja traducir por dolor de hogar…
¡Ese dolor de hogar… me conmovió! Y me sacudió para cuestionarme sobre la vida normal: ¿acaso no sucede lo mismo en nuestro día a día?; ¿reparamos en esos detalles hogareños?; ¿los advertimos?; ¿los apreciamos?; ¿los disfrutamos?
Mi primera impresión resultó bastante descorazonadora: prácticamente ni reparamos en ellos; es más, solemos fijarnos solamente cuando nos faltan o fallan: si el café está frío, si el coche no enciende, sin agua caliente, el ascensor no funciona, no contestan a un saludo, se perdió el movil…
Y, muy posiblemente, un día normal guarda muchas de aquellas nostalgias de los prisioneros, quizá inadvertidas: una ducha calentita, un sabroso desayuno, un sillón mullido, el silencio o el bullicio del hogar, la conversación con un amigo, una caricia, alguna sonrisa perdida, el beso de un hijo… Tendemos a anotar lo molesto o desagradable, mientras no damos valor, por acostumbramiento, a los gratos momentos cotidianos. Si así fuese, resultaría un negocio ruinoso: hoy no los disfrutamos y si nos faltasen los lloraríamos…
Por el contrario, imaginemos aplicarnos en la lección de disfrutar esas continuas y menudas situaciones de bienestar. Entonces… gustamos con calma el café mañanero, respondemos a unos familiares buenos días, contemplamos un sereno anochecer, y el agua caliente, y el coche que enciende, correspondemos a un detalle amable o a una sonrisa y, en los tiempos que corren, hasta agradecemos el madrugón para salir a trabajar… ¡Cuántas posibles sensaciones gratas y apacibles tal vez sin atender…!
Lección que ha de leerse sin arrebatos cándidos o peliculeros. Evidentemente, el ajetreo de una jornada habitual conlleva asperezas, contrariedades, disgustos, cansancios, roces en la convivencia… ¡Bien! Pero se entremezclan con cantidad de circunstancias placenteras. La cuestión estriba en realizar un balance realista entre las alegrías y las tristezas, entre lo fastidioso y lo apetecible… Si a las acostumbradas dificultades le restamos los buenos momentos, aliviamos, al menos, la sensación de contrariedad… Y, ¡quién sabe!, tal vez algún día, ¡o algunos días!, las alegrías superen a las pequeñas tristezas… Y puestos a imaginar…: quizás el saldo positivo alcance cien o doscientos días un año… Lo cual disminuiría el estrés interior y asentaría el bienestar. Para lograrlo, no es preciso hacer nada extra o extraordinario, basta con cambiar de actitud: acostumbrarse a disfrutar los momentos agradables que nos regale cualquier día normal.
Pero la cosa no termina ahí… Primo Levi, dos años después de su liberación, escribe a Jean Samuel, antiguo compañero de cautiverio: “como todavía puedo disfrutar realmente de todas las pequeñas cosas de la vida que habitualmente pasan desapercibidas, no me quejo demasiado de las grandes y pequeñas preocupaciones cotidianas”. Apreciación de agudo calado psicológico: la respuesta ante los acontecimientos, depende, también, del sosiego o turbulencia interior, pues no es igual echar una rama seca en un fuego llameante que en uno apaciguado. En definitiva, gozar los menudos momentos de felicidad parece un negocio estupendo: disfrutamos más y nos encabritamos menos…