Unos cursos muy reconfortantes, pues año tras año me sirven para comprobar de manera fehaciente cómo la escritura es capaz de ensanchar la vida de muchos de mis estudiantes
Desde hace años vengo impartiendo en mi Universidad cursos introductorios de filosofía a estudiantes de tercer o cuarto año de las facultades de Ciencias, Farmacia y Educación bajo el título −quizás un tanto pretencioso− de “Claves del pensamiento actual”. Mi aspiración es que los alumnos se lancen a pensar por su propia cuenta sobre su vida y sobre los temas que más les afectan y eso se consigue casi siempre cuando se les invita a escribir con el corazón en la mano y a intentar compartir con otros lo que han escrito, por ejemplo, publicando los textos en un blog personal. Para mí se trata de cursos muy reconfortantes, pues año tras año me sirven para comprobar de manera fehaciente cómo la escritura es capaz de ensanchar la vida de muchos de mis estudiantes.
También me ayudan estos cursos a palpar lo que piensan y sienten los jóvenes de hoy, al menos los universitarios de cursos superiores de mi entorno. Por ejemplo, en una sesión sobre la libertad comprobé que no podía ya utilizar el ejemplo de la obesidad −llevo años luchando personalmente contra el sobrepeso− como efecto de una conducta libre autolesionante. Les parecía a mis alumnos −entre los que no había ninguno obeso− una falta de sensibilidad por mi parte hacia las personas que padecían esa condición. Así me lo hizo notar una valiosa alumna y me prometí a mí mismo no volver a emplear ese ejemplo.
Pero en estas líneas quería llegar a otro punto. En una de las sesiones me gusta presentar con calor una defensa del pluralismo frente al escepticismo relativista en boga: es una de mis tesis fuertes, aprendida quizá de Stanley Cavell, el filósofo de Harvard fallecido recientemente. Me gusta repetir que el pluralismo estriba no solo en afirmar que hay diversas maneras de pensar acerca de las cosas, sino además en sostener que entre ellas hay maneras mejores y peores, y que mediante el contraste con la experiencia y el diálogo racional los seres humanos somos capaces de reconocer la superioridad de un parecer sobre otro.
Intento hacerles ver que quizás un científico o un educador −como aspiran a serlo los alumnos que me escuchan− no es nunca un relativista, no piensa que su opinión valga lo mismo que cualquier otra y, si es honrado, está deseoso de someter su parecer al escrutinio de sus iguales y de contrastarlo con los datos experimentales disponibles. El buen científico o el buen educador está persuadido de que su opinión es verdadera, que es la mejor verdad que ha logrado alcanzar, a veces con mucho esfuerzo. Sabe también que su opinión no agota la realidad, sino que casi siempre puede ser rectificada y mejorada con más trabajo suyo y, sobre todo, con la ayuda de los demás, pues la búsqueda de la verdad no es una tarea solitaria, sino solidaria.
Después de una apasionada defensa de esta posición, suelo organizar una sesión de trabajo en la que los alumnos por grupos de tres o cuatro han de responder a la cuestión de si todas las opiniones son respetables o no y por qué. Después de un animado coloquio en los grupos, solemos hacer una puesta en común y para mi sorpresa más de la mitad sostienen con vigor que todas las opiniones son igualmente respetables; otros afinan más y dicen que depende de cuáles sean las opiniones, pues hay muchas que merecen respeto, pero otras realmente no merecen ningún respeto porque son racistas, xenófobas o simplemente falsas o anticientíficas. Muy de tarde en tarde algún grupo de estudiantes avanza una distinción que me parece a mí que es clave para afrontar con acierto esta cuestión: debe distinguirse cuidadosamente entre una opinión −que a veces puede ser una solemne tontería o un craso error− y quien la sostiene, que por ser una persona humana merece siempre todo respeto.
Si se acepta esta distinción se abre otra discusión acerca de qué respeto merecen aquellas personas que por su conducta han traicionado lo mejor del género humano: asesinos en serie, violadores, terroristas, genocidas y tantas otras personas cuyas vidas airean a menudo los medios de comunicación. Por mi parte, intento −no siempre con éxito− persuadirles de que en cuanto personas merecen nuestro respeto y que corresponde a los órganos judiciales determinar su responsabilidad. Me gusta recordarles con Sócrates que más vale padecer injusticia que cometerla.
Pues bien, a pesar de haber dedicado tiempo a hablar en grupo de esta cuestión, de la distinción entre las personas −que merecen siempre nuestro respeto− y las opiniones −que solo serán respetables en cuanto sean verdaderas−, me ocurre frecuentemente, dos o tres clases después, que algún alumno emplea como argumento de autoridad el mantra de que “todas las opiniones son respetables”. Cuando alguien repite esta fórmula mágica salto casi siempre: el desconocimiento de esa sabia distinción entre las personas y sus opiniones me saca, por así decir, de mis casillas filosóficas.
Quizás el origen de esa confusión pueda encontrarse −me decía una experta educadora− en que realmente no sabemos en qué consiste respetar una opinión. Viene a mi memoria a este respecto lo que aprendí del profesor de Oxford, Christopher Martin, a propósito del argumento de autoridad, al que la cultura moderna tiene una notoria aversión, a pesar de que tanto en la vida académica como en la vida ordinaria se emplee con gran profusión. En contra de lo que se afirma comúnmente, para los pensadores medievales el argumento de autoridad no merecía un respeto ciego. Al contrario, el argumento de autoridad era la vía por la que una opinión −aunque pareciera disparatada− tenía título suficiente para ser considerada en una disputatio, puesto que procedía de un autor conocido como profundo y razonable. Para los escolásticos medievales todas las opiniones formuladas seriamente merecían ser discutidas, porque en algún sentido decían algo verdadero. Para ellos respetar una opinión era estar dispuesto a escucharla y discutirla para aprender lo que sea posible de ella. ¡Qué interesante! ¡Qué lección para nosotros hoy!
Por otra parte, todos advertimos que cuando acudimos a las opiniones de los expertos −al médico, al abogado o al amigo− es precisamente porque pensamos que su opinión no vale tanto como la nuestra, sino que por su formación, su experiencia o su ecuanimidad, su parecer merece más atención que el nuestro. En síntesis, vale la pena que, contra la opinión común, quienes nos dedicamos a la educación insistamos amablemente una y otra vez en que no todas las opiniones son respetables, ni son igualmente válidas; en cambio, sí que todas las personas, aun las que hayan cometido los más abyectos crímenes, en cuanto personas merecen siempre nuestro respeto.