Hasta que no haya una voluntad política y moral de hacer frente a sus verdaderas raíces, esta lacra seguirá creciendo como un cáncer en nuestras instituciones políticas, económicas y educativas
A veces parece que España está viviendo una especie de pesadilla permanente de corrupción, ya sea en forma de plagio de títulos universitarios, robo o desviación de fondos públicos, o exámenes públicos comprometidos. En estas circunstancias tan lamentables, el creciente cinismo del ciudadano promedio hacia sus instituciones públicas es perfectamente entendible.
Es difícil conocer con certeza el verdadero nivel de corrupción en las instituciones económicas y políticas, porque por definición, los actos corruptos que salen a la luz son solo los que son descubiertos públicamente. Sin embargo, parece ser que el fraude y los favores ilícitos afectan un gran número de instituciones públicas, ya sean educativas, económicas o políticas.
La prensa y los tribunales han podido desvelar la identidad de algunos de los protagonistas de la corrupción y describir sus maquinaciones, a veces con un nivel de precisión admirable. Pero el mero hecho de tener un mayor conocimiento de los casos de corrupción no acabará con el problema de base. Hasta que no haya una voluntad política y moral de hacer frente a sus verdaderas raíces, esta lacra seguirá creciendo como un cáncer en nuestras instituciones políticas, económicas y educativas.
Se dice que las instituciones son tan eficaces y justas como las personas que las componen. Muchas de las potenciales reformas en nuestras instituciones públicas serán en vano si no vienen acompañadas de una ardua labor de reforma cultural. Si queremos combatir las prácticas corruptas que están hundiendo nuestra vida pública en deshonradez e injusticia, necesitamos examinar la cultura interna de las instituciones implicadas, tanto como el contexto cultural general que facilita la consolidación de esas prácticas.
La cultura, es decir las actitudes, costumbres y normas informales de un ámbito social, es un factor determinante en el desarrollo de cualquier organización humana. Si nos quedamos en el nivel de los legalismos o del diseño institucional sin atender a estos factores culturales no llegaremos nunca a entender las fuentes de comportamiento criminal e irresponsable. Por ejemplo, si intentamos instituir procedimientos institucionales para vigilar la corrupción financiera, sin reformar las costumbres y actitudes que fomentan y protegen el comportamiento corrupto, los actores financieros podrán aplicar sus talentos y conocimiento de la ley para esquivar las regulaciones anticorrupción. Hecha la ley, hecha la trampa.
Desafortunadamente, nuestros empresarios, líderes políticos y periodistas tienden en muchas ocasiones a enfocarse en los hechos superficiales de la corrupción sin ahondar en sus raíces culturales y sin definir los rasgos definitorios de una cultura institucional corrompida. Por consiguiente, aunque sepamos identificar instancias aisladas de comportamiento corrompido, parece ser que nos faltan las herramientas conceptuales para poder interrogar las patologías culturales que las subyacen.
Si queremos alcanzar un diagnóstico acertado de la corrupción institucional, hemos de comenzar con una mayor comprensión de los fallos personales de los individuos involucrados. La corrupción institucional típicamente no se limita a un solo acto, sino que expresa un vicio, es decir, una disposición estable de actuar de manera injusta o irresponsable, de parte de una persona o un conjunto de personas. Su contrapartida, la virtud, es una disposición estable de actuar de manera honrada, justa o responsable. Los vicios nos vienen con bastante facilidad. Las virtudes, por otro lado, sólo se adquieren a través de un paciente aprendizaje y entrenamiento, con la ayuda de creíbles modelos a seguir.
Si queremos superar el nivel de análisis ofrecido por el circo de acusaciones y contraacusaciones que encontramos con tanta frecuencia en los partidos políticos, necesitamos comprender la cultura ética de nuestras instituciones económicas, políticas y educativas, es decir, el tono humano, las actitudes, narrativas y expectativas que, conjuntamente, definen el sentido humano de la institución. Necesitamos profundizar en nuestra comprensión de las condiciones culturales que tienden a favorecer el desarrollo de las virtudes humanas. Sólo así podremos asegurar que las reformas regulatorias encuentren una cultura institucional más o menos receptiva.
Varios estudios de corrupción institucional han demostrado que el tono ético de una institución, especialmente en cuanto reflejado en su liderazgo y alto mando, es clave para motivar y apoyar a individuos que aspiran a ajustar su conducta a los más altos estándares de su profesión y a actuar en toda ocasión de modo honrado y justo.
Si es así, entonces las reformas regulatorias deberían complementarse con una evaluación rigurosa e independiente del tono ético que permea nuestras instituciones públicas, en particular el carácter y la mentalidad de sus líderes y altos mandos; los estándares expresados en narrativas, costumbres y expectativas institucionales; y las reglas operativas, escritas o no, que guían los empleados en su día a día. Esta evaluación debería encabezarse por personas conocidas por su alta capacidad profesional tanto como su carácter impecable.
Las instituciones públicas, y eventualmente privadas también, podrían sacar beneficios importantes de una evaluación independiente de su cultura interna, ya que el mero hecho de someterse a una evaluación independiente mostraría una voluntad seria de combatir prácticas corruptas en el seno de la institución. Es más, si las instituciones públicas y privadas respondieran de manera proactiva a las recomendaciones de informes independientes, podrían comenzar a reconstruir la confianza y credibilidad pública que han perdido en recientes décadas.
David Thunder es investigador Ramón y Cajal del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra. Es autor de libro Citizenship and the Pursuit of the Worthy Life (Cambridge University Press, 2014).