Quizá la brutalidad de nuestro tiempo radique en que queremos someter la verdad y la belleza en vez de someternos a ellas
La belleza y la verdad puras enloquecen a las personas. Ya lo decía el pájaro que sale en un poema de T. S. Eliot: los hombres no pueden soportar demasiada realidad. Me volvió esta idea ayer al leer un reportaje sobre los astronautas que llegaron a pisar la luna.
Casi todos sufrieron trastornos, fueron incapaces de continuar con sus vidas anteriores, con sus familias, dejaron la NASA y varios fundaron cultos religiosos o asimilables. Uno se hizo pintor de cierto éxito y se dedicó a intentar reproducir vez tras vez la misma imagen: aquel contraste furioso de negro y blanco que vivió en la Luna, astronautas sin rostro o mejor, con el rostro tapado por el reflejo de su casco, como si no importara.
Se llamaba Alan Bean, del Apolo 12, año 1969. Otros se negaron a hablar nunca de lo que habían visto, como San Pablo cuando volvió de ver el cielo y se limitaba a decir que ni ojo humano vio ni oído oyó las cosas que Dios tiene reservadas para los que le aman. La belleza es inefable, por eso siempre habrá poetas que intenten mostrarla, como en esos cuadros repetidos que pintaba el astronauta. Con la verdad ocurre lo mismo: es inefable en su núcleo. Tomás de Aquino, que fue uno de los grandes filósofos de la historia, se dio cuenta casi al final de su vida, el 6 de diciembre de 1273, después de una fortísima experiencia mística. Y dejó de escribir.
Decía que su obra era paja comparada con lo que había visto. Que ni se había acercado a la verdad ni podía hacerlo, porque en el fondo la Verdad era demasiado grande e incomunicable. Quizá la brutalidad de nuestro tiempo radique en que queremos someter la verdad y la belleza en vez de someternos a ellas.