Dudo que una imagen valga por mil palabras. Estoy bastante más seguro de la importancia de los titulares en la información, que tantas veces la ocultan o falsean: lo he pensado al leer en muy sesudos diarios la noticia de la felicitación navideña del papa Francisco a la Curia Romana el pasado 21 de diciembre: un inciso −una leve riña a los que no se portan bien− oscurecía un gran texto. Aparte de homilías y mensajes en esta época del año, existe cierta tradición de que el pontífice haga balance de la situación de la Iglesia al reunirse con sus más destacados colaboradores en vísperas de la Navidad. Como luego, a comienzos de año, resumirá la perspectiva vaticana sobre la situación del mundo delante de los diplomáticos acreditados ante la Santa Sede.
Sus votos iniciales, ante la gran “fiesta de la fe en los corazones que se convierten en un pesebre para recibirlo, en las almas que dejan que del tronco de su pobreza Dios haga germinar el brote de la esperanza, de la caridad y de la fe”, no podían ser más clásicos: “Que esta Navidad nos haga abrir los ojos y abandonar lo que es superfluo, lo falso, la malicia y lo engañoso, para ver lo que es esencial, lo verdadero, lo bueno y auténtico. Muchas felicidades, de verdad”.
En el discurso del año anterior, el papa hizo una espléndida síntesis del proyecto de reforma de la Curia: un tema de máxima entidad, probablemente de poco interés para el conjunto de los fieles. En cambio, ahora, manifestó sus reflexiones sobre “la Curia ad extra, es decir, sobre la relación de la Curia con las naciones, con las Iglesias particulares, con las Iglesias orientales, con el diálogo ecuménico, con el Judaísmo, con el Islam y las demás religiones, es decir, con el mundo exterior”. Buena parte de esos criterios son aplicables por todos, más allá de cualquier trabajo eclesiástico. Compensa leer el texto íntegro del discurso.
Las palabras introductorias sobre la Curia serían aplicables a toda la Jerarquía de la Iglesia: “es una institución antigua, compleja, venerable, compuesta de hombres que provienen de muy distintas culturas, lenguas y construcciones mentales y que, de una manera estructural y desde siempre, está ligada a la función primacial del Obispo de Roma en la Iglesia, esto es, al oficio «sacro» querido por el mismo Cristo Señor en bien del cuerpo de la Iglesia en su conjunto”.
Esa universalidad −catolicidad− es una de las notas clásicas: un cristiano no puede ser localista ni pueblerino, ni encerrarse en sí mismo. Tiene la responsabilidad del anuncio a todo el mundo de la Buena Noticia: “el Dios Emmanuel, que nace entre los hombres, que se hace hombre para mostrar a todos los hombres su entrañable cercanía, su amor sin límites y su deseo divino de que todos los hombres se salven y lleguen a gozar de la bienaventuranza celestial (cf. 1Tm 2,4); el Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos (cf. Mt 5,45); el Dios que no ha venido para que le sirvan sino para servir (cf. Mt 20,28); el Dios que ha constituido a la Iglesia para que esté en el mundo, pero no del mundo, y para ser instrumento de salvación y de servicio”.
A los responsables de trabajos eclesiásticos se les habla de “actitud diaconal”, no muy distinta del espíritu de servicio que debe caracterizar al creyente. “La comunión con Pedro refuerza y da nuevo vigor a la comunión entre todos los miembros”. Ciertamente, si uno se deja llevar por intrigas o capillitas, se pierde la alegría del Evangelio. Más aún si se traiciona la confianza o se cae en ambición o vanagloria. No es el caso de la “inmensa mayoría de personas fieles que trabajan con admirable compromiso, fidelidad, competencia, dedicación y también con tanta santidad”.
En la Sala Clementina, el papa repasó grandes cuestiones: la diplomacia Vaticana al servicio de la Santa Sede como “un constructor de puentes, de paz y de diálogo entre las naciones”; el apoyo de la Curia a diócesis y eparquías: la compenetración entre lo universal y lo particular parece a Francisco “una de las más bellas experiencias de quien vive y trabaja en Roma”; con una especial atención a las Iglesias orientales y al diálogo ecuménico, así como con especial perspectiva del judaísmo, el islam y las demás religiones, con tres orientaciones fundamentales, enunciadas ya en El Cairo: “el deber de la identidad, porque no se puede entablar un diálogo real sobre la base de la ambigüedad o de sacrificar el bien para complacer al otro. La valentía de la alteridad, porque al que es diferente, cultural o religiosamente, no se le ve ni se le trata como a un enemigo, sino que se le acoge como a un compañero de ruta, con la genuina convicción de que el bien de cada uno se encuentra en el bien de todos. La sinceridad de las intenciones, porque el diálogo, en cuanto expresión auténtica de lo humano, no es una estrategia para lograr segundas intenciones, sino el camino de la verdad, que merece ser recorrido pacientemente para transformar la competición en cooperación”.
Antes de concluir, el papa señaló que “la Navidad nos recuerda que una fe que no nos pone en crisis es una fe en crisis; una fe que no nos hace crecer es una fe que debe crecer; una fe que no nos interroga es una fe sobre la cual debemos preguntarnos; una fe que no nos anima es una fe que debe estar animada; una fe que no nos conmueve es una fe que debe ser sacudida. En realidad, una fe solamente intelectual o tibia es sólo una propuesta de fe que para llegar a realizarse tendría que implicar al corazón, al alma, al espíritu y a todo nuestro ser, cuando se deje que Dios nazca y renazca en el pesebre del corazón, cuando permitimos que la estrella de Belén nos guíe hacia el lugar donde yace el Hijo de Dios, no entre los reyes y el lujo, sino entre los pobres y los humildes”.