Durante la Audiencia general de hoy, el Santo Padre concluye sus catequesis sobre la esperanza cristiana hablando del paraíso
Queridos hermanos y hermanas:
A lo largo de este año litúrgico hemos meditado sobre la esperanza cristiana y esta es la última catequesis sobre este tema, que dedicamos al paraíso como meta de nuestra esperanza. La palabra paraíso es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz y está dirigida al buen ladrón. Ante su muerte inminente le hace una petición humilde a Jesús: «Acuérdate de mí cuando entres en tu Reino». No tiene obras buenas para ofrecerle pero se confía a Él. Esa palabra de humilde arrepentimiento ha sido suficiente para tocar el corazón de Jesús.
El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que somos sus hijos y que él viene a nuestro encuentro, teniendo compasión de nosotros. No existe ninguna persona, por muy mala que haya sido en su vida, a la que Dios le niegue su gracia si se arrepiente. Ante Dios nos encontramos todos con las manos vacías, pero esperando en su misericordia.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Esta es la última catequesis sobre el tema de la esperanza cristiana, que nos ha acompañado desde el inicio de este año litúrgico. Y concluiré hablando del paraíso, como meta de nuestra esperanza.
«Paraíso» es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, dirigidas al buen ladrón. Detengámonos un momento en la escena. En la cruz, Jesús no está solo. Junto a Él, a diestra y siniestra, hay dos malhechores. Quizá, pasando delante de aquellas tres cruces izadas sobre el Gólgota, alguno daría un suspiro de alivio, pensando que finalmente se hacía justicia condenando a muerte a gente así.
Junto a Jesús está también un reo confeso: uno que reconoce haber merecido aquel terrible suplicio. Lo llamamos el “buen ladrón”, el cual, oponiéndose al otro, le dice: nosotros recibimos lo que nos merecemos por nuestras acciones (cfr. Lc 23,41).
En el Calvario, en aquel viernes trágico y santo, Jesús llega al extremo de su encarnación, de su solidaridad con nosotros pecadores. Allí se realiza cuanto el profeta Isaías había dicho del Siervo doliente: «Fue contado entre los pecadores» (53,12; cfr. Lc 22,37). Es allí, en el Calvario, donde Jesús tiene la última cita con un pecador, para abrir de par en par también a él las puertas de su Reino. Esto es interesante: es la única vez que la palabra “paraíso” aparece en los Evangelios. Jesús lo promete a un “pobre diablo” que en el leño de la cruz ha tenido el valor de dirigirle la más humilde de las peticiones: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). No tenía obras de bien para hacerse valer, no tenía nada, pero se encomienda a Jesús, a quien reconoce como inocente, bueno, tan distinto a él (v. 41). Fue suficiente aquella palabra de humilde arrepentimiento, para tocar el corazón de Jesús.
El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que somos sus hijos, que Él siente compasión por nosotros, que se queda desarmado cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor. En los cuartos de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro se repite innumerables veces: no hay persona, por mal que haya vivido, a quien solo le quede la desesperación y se le prohiba la gracia. Ante Dios nos presentamos todos con las manos vacías, un poco como el publicano de la parábola que se quedó rezando al fondo del templo (cfr. Lc 18,13). Y cada vez que un hombre, haciendo el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas superan con mucho las obras de bien, no debe desanimarse, sino encomendarse a la misericordia de Dios. ¡Y eso nos da esperanza, eso nos abre el corazón! Dios es Padre, y hasta el último momento espera nuestra vuelta. Y al hijo pródigo que regresa y comienza a confesar sus culpas, el padre le cierra la boca con un abrazo (cfr. Lc 15,20). Ese es Dios: ¡así nos ama!
El paraíso no es un lugar de fábula, ni tampoco un jardín encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, al que entramos gracias a Jesús, que murió en la cruz por nosotros. Donde está Jesús, está la misericordia y la felicidad; sin Él hay frío y tinieblas. En la hora de la muerte, el cristiano repite a Jesús: “Acuérdate de mí”. Y aunque ya no hubiera nadie que se acuerde de nosotros, Jesús está allí, a nuestro lado. Quiere llevarnos al lugar más hermoso que existe. Nos quiere llevar allí con ese poco o mucho de bien que ha habido en nuestra vida, para que no se pierda nada de lo que Él ya había redimido. Y también llevará a la casa del Padre todo lo que en nosotros todavía necesite rescate: las faltas y errores de toda una vida. Esa es la meta de nuestra existencia: que todo se cumpla, y sea transformado en amor.
Si creemos esto, la muerte deja de darnos miedo, e incluso podemos esperar partir de este mundo de manera serena, con mucha confianza. Quien ha conocido a Jesús, ya no teme nada. Y podremos repetir igualmente nosotros las palabras del viejo Simeón, también él bendito por el encuentro con Cristo, después de toda una vida consumada en la espera: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra, porque mis ojos han visto tu salvación» (Lc 2,29-30).
Y en aquel instante, finalmente, ya no tendremos necesidad de nada, ya no veremos de manera confusa. Ya no lloraremos inútilmente, porque todo ha pasado; también las profecías, incluso el conocimiento. Pero el amor no, eso permanece. Porque «la caridad nunca acaba» (cfr. 1Cor 13,8).
Estoy feliz de recibir a los peregrinos francófonos provenientes de Suiza, de Bélgica y de Francia, en particular a los peregrinos de Coutances, Bayeux-Lisieux y Saint-Flour, acompañados por sus respectivos obispos, así como a la capellanía indiana Tamil de Francia. Queridos amigos, os invito a poner toda vuestra confianza en la misericordia y en la ternura de Dios que tiene por cada uno de vosotros. Él nunca abandona a sus hijos. ¡Dios os bendiga!
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en esta audiencia, especialmente a los provenientes de Inglaterra, Noruega, India, Malasia, China, Indonesia, Japón, Filipinas, Canadá y Estados Unidos de América. Dirijo un particular saludo a los sacerdotes ortodoxos de la Metrópolis de Nea Ionia de la Iglesia ortodoxa de Grecia, presididos por Su Eminencia el Metropolita Gabriel. Sobre todos vosotros y sobre vuestras familias invoco la alegría y la paz de nuestro Señor Jesucristo.
Una cordial bienvenida dirijo a los peregrinos de lengua alemana, en particular a los alumnos de la Liebfrauen-Schule de Nottuln, y a los de la Maria-Ward-Schule de Bamberg, venidos a Roma con ocasión del 300º aniversario de su instituto y acompañados por Mons. Ludwig Schick. Jesús, nuestro hermano y maestro, nos anima a salir de nuestras casas para hacer el bien, y Él lleva a cumplimiento lo que nosotros no logramos hacer. Que el Señor os bendiga a vosotros y a vuestras familias.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los animo a poner siempre la confianza en el Señor, pidiendo que en el último momento de nuestra vida también se acuerde de nosotros y abra para nosotros las puertas del Paraíso. Que Dios los bendiga.
Dirijo un saludo especial a todos los peregrinos de lengua portuguesa, en particular a los fieles de Roraima, acompañados por su Pastor y a los diversos grupos de Brasil. Queridos amigos, la fe en la vida eterna nos empuja a no tener miedo de los retos de esta vida presente, reforzados por la esperanza de la victoria de Cristo sobre la muerte. Dios os bendiga.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua árabe, en particular a los provenientes de Irak, de Jordania y de Tierra Santa. El paraíso es la meta y el objetivo de nuestra existencia. Es el don que Dios nos ofrece, no por nuestros méritos, sino por la inmensidad de su misericordia y de su amor infinito; es el abrazo del Padre que nos espera para concedernos su perdón y para devolvernos la dignidad que perdimos a causa de nuestros pecados y de nuestro alejarnos de Él. ¡Que el Señor os bendiga y os proteja siempre del maligno!
Doy una cordial bienvenida a los peregrinos polacos. Queridos hermanos y hermanas, concluyendo hoy nuestras reflexiones sobre la esperanza cristiana, dirijamos la mirada al paraíso, donde −con los brazos abiertos− nos espera nuestro Padre celestial. Nos introducirá Jesús misericordioso que, desde lo alto de la cruz, no cesa de prometer el paraíso a todo pecador arrepentido. A Él le pedimos con esperanza: “Jesús, acuérdate de nosotros…”. ¡Os bendigo de corazón a vosotros y a vuestros seres queridos!
Una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. Me alegra recibir a las Siervas de María Ministras de los Enfermos y a los Padres Eudistas. La peregrinación a las tumbas de los Apóstoles sea ocasión para crecer en el amor de Dios, para que vuestras comunidades sean lugares donde se experimenta la comunión y el servicio. Saludo a las asociaciones y grupos parroquiales, especialmente a los fieles de Santa Lucía y Santa Apolinar en Frisia y del Sagrado Corazón de Jesús en San Ferdinando de Puglia; a los Voluntarios Hospitalarios de Caserta y al Movimiento del Mensaje de Fátima.
Pongo finalmente mi saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Al final del mes de octubre deseo recomendar la oración del Santo Rosario. Que esa plegaria mariana sea para vosotros, queridos jóvenes, ocasión para penetrar más a fondo en el misterio de Cristo operante en vuestra vida; amad el Rosario, queridos enfermos, para que dé consuelo y sentido a vuestros sufrimientos. Se convierta para vosotros, queridos recién casados, ocasión privilegiada para experimentar esa intimidad espiritual con Dios que funda una nueva familia.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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