Los más terribles problemas que padecemos como sociedad, nos los creamos nosotros solitos: tienen como origen el corazón del hombre y solo pueden ser zanjados desde ese mismo corazón
El padre de mi amigo Emilio (de quien te hablé en este post) conservó un refinado sentido del humor hasta el final de sus días.
Seguro que te percataste de ello. Recuerda cómo concluía su despedida epistolar (y vital). Con esta postdata: “Ya os decía yo que ese médico no valía mucho…”. Leerla, me hizo acordarme −no sé por qué− de cuando Tomás Moro solicita a su verdugo ante el patíbulo: “Ayúdame a subir las escaleras, que de bajar ya me encargo yo”.
Esta semana, me tomé un café con Emilio. Quería verle y contarle el colosal ‘pelotazo’ del post que nació gracias a él. A él y a su progenitor… Se ha leído y disfrutado quizás como nunca otro.
Le comentaba a Emilio cómo me impactó la última carta de su padre. Y le subrayaba ese quiebro de humor final.
Y mi buen amigo me confesaba:
−No fue el único momento en que he podido sonreír con ocasión de la enfermedad de mi padre.
Poco antes de morir, sucedió lo siguiente, proseguía Emilio: papá tenía junto a su cama, colgado de una barra, un gotero. Era la mejor vía (nunca mejor dicho) de mantenerle hidratado y medicado. Una noche, entré a cambiarle el frasco de suero (este era de cristal, no la típica bolsa de plástico). El caso es que, en la oscuridad de la habitación −no quise encender la luz para no molestarlo−, y teniendo ya en mis manos la botella de recambio, tropecé y… la misma cayó al suelo. ¡Pum! A mi padre le sobresaltó el ruido; me pidió que encendiera la luz y me preguntó qué había ocurrido. Se lo expliqué, mientras le tranquilizaba: a pesar de haber golpeado contra el pavimento, ¡el frasco no se había roto!
La respuesta de mi padre fue breve y muy propia de él: −¡Aún no me he muerto… y ya empiezo a hacer milagros!, sentenció.
En efecto, según me comentaba Emilio, hubo uno mayor: Dos hermanos del enfermo llevaban muchos años muy distanciados. Y todo había empezado por una menudencia… que acabó enredándose. ¡Y de qué forma! El caso es que los tíos de Emilio ni se miraban a la cara ni se dirigían la palabra. La situación era especialmente violenta, ya que ambos vivían, con sus respectivas familias, en el mismo bloque de viviendas. Por ello, no era infrecuente que se toparan, por ejemplo… en el ascensor. Emilio afirmaba que, en tales ocasiones, se producía un silencio sepulcral.
Sucedió, proseguía Emilio, que mis tíos fueron a coincidir, una bendita tarde, no en el ascensor… sino en torno a la cama de mi ya moribundo padre. Este tenía la voz muy quebrada, débil, pero se hizo oír. Vaya que si se hizo oír:
−¿Me queréis?, les preguntó a ambos, mirando fijamente a uno y a otro. Y sin apenas dar tiempo a su respuesta (que era obvia), añadió: −Pues, si me queréis, daos un abrazo. Será para mí vuestro último regalo.
Mis tíos, conmovidos, se miraron a los ojos (quizás por primera vez en años), se acercaron y… se fundieron en un prolongado y caluroso abrazo. Como si se estuvieran cobrando los atrasos…
Papá, desde la cama, al borde de las lágrimas, volvió a hablar, no sin dificultad: −Gracias por perdonaros. Os las doy también de parte de nuestros padres, que me esperan allá Arriba.
Emilio se lamentaba: −José, cuando comienzan las desavenencias, las discordias, y estas se condimentan con dosis de orgullo, de odio y otros venenos… hay espirales que pueden llevarnos a la locura. Y esto ocurre en cualquier dimensión: se rompe la fraternidad… y la humanidad es capaz de los mayores errores y horrores para consigo misma.
−En estas últimas fechas, me recordaba mi amigo, hemos vivido con espanto cómo 315 seres humanos eran asesinados, masacrados, en Somalia, a manos de seres inhumanos: un ataque terrorista. Odio.
También nos invadió un gran dolor con ocasión de los incendios que asolaron Galicia (por no hablar de los de Portugal…). Unos incendios provocados por seres inhumanos, que se cobraron vidas humanas; fuegos perpetrados con premeditación y alevosía; que arrasaron, además, hogares, animales, vehículos, propiedades… Todo el patrimonio, en fin, de hombres y mujeres de bien. Y 35.000 hectáreas de masas forestales, con su fauna… Odio pirómano y destructivo, también.
Y hoy en día, seguimos padeciendo disputas fraternas, concluía Emilio. Tanta división buscada, tanto enfrentamiento, tanta bronca, tanta crispación, soberbia y demás ponzoñas que invaden, dividen y confrontan a nuestra sociedad… Más odio. Y lo peor es que, a veces, permitimos que nos lo inoculen, sin pararnos a pensar. Y sin pararles los pies. Como mucho, nos quejamos, pero ¿somos actores de paz? ¿Lo somos incluso en nuestros hogares? Recuerda que en su día nos relatabas cómo, a veces, un simple portazo ayuda a romper la paz… en el mundo. O algo así. Y es verdad, José: nos sobran discordias y nos faltan abrazos.
Emilio me miraba y se seguía desahogando:
−Me duele en el alma constatar cómo muchos de los más terribles problemas que padecemos como sociedad, nos los creamos nosotros solitos: tienen como origen el corazón del hombre y solo pueden ser zanjados desde ese mismo corazón.
¡Qué manera tan cruel de hacernos daño a nosotros mismos! ¡Nosotros, los que nos decimos seres ‘humanos’! Estamos locos, proseguía. ¡Qué forma tan vil de autodestruirnos! Buscamos, creamos y nos recreamos en nuestros propios infiernos; en la confrontación y no en el bien común. Eso es suicida; y doloroso. Las próximas generaciones nos pedirán cuentas. O deberían.
Emilio y yo nos miramos. Sus ojos brillaban. No supe qué decir…
Al final, fue él quien habló. Y dio un giro:
−Discúlpame, José. Tenía que vomitarlo.
Es verdad −prosiguió− que, ante tanta tragedia, tenemos también la oportunidad de vivir, junto a lo peor, lo mejor del ser humano: personas concretas que, a veces con pocos medios, arriesgan su propia vida mientras ayudan a recuperar cuerpos, a rescatar y curar heridos, a apagar −tómalo literal o metafóricamente− los fuegos que otros encienden… Hombres y mujeres generosos que dan refugio a quienes sufren, que los acogen en sus propias casas, si es menester, y −desde luego− en sus corazones.
−Yo sueño −concluía Emilio− con que un día las personas, cada persona concreta, tú, ella, el otro, yo, apostemos por la unión y no por las divisiones; que desterremos guerras y conflictos; que con el bien ahoguemos el mal, como el agua sofoca un incendio.
Espero que pueblos, familias, personas, se puedan abrazar; se abracen sin preguntarse nada que no sea: ¿por qué no nos abrazamos antes?
Y le pido a mi padre otro milagro: uno más; uno muy milagroso, la conversión del corazón humano. ¡Espero que ahora no piense él que soy yo el que tiene sentido del humor!
Para lograr la concordia, amigo José, como mis tíos, tenemos que empezar por mirarnos a los ojos. Y acercarnos: antes de que la vida se nos escape.
El abrazo está, en buena parte, en nuestras manos. ¡No consintamos que nadie nos manipule, nos maneje las tripas, apele a nuestros peores instintos y nos quiera robar la convivencia y la paz!
Porque un abrazo siempre merece la pena, José. O, mejor dicho, la alegría. Odiar es de cobardes, de débiles. Solo las personas valientes, las fuertes, se arriesgan a amar.
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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