Podemos esperar que esta crisis demográfica se convierta en una oportunidad tremenda de enriquecimiento mutuo entre las culturas anfitrionas y las culturas invitadas
Actualmente, como es bien conocido, Europa está pasando un tiempo de relativa inestabilidad demográfica, por varios motivos. Entre ellos, cabe destacar la violencia e inseguridad de algunas partes de África y Oriente Medio, que están forzando un desplazamiento importante de personas en búsqueda de refugio; las bajas tasas de natalidad en Europa, que generan una demanda considerable para la labor de inmigrantes; y los vínculos históricos entre países europeos como Francia y Gran Bretaña y los pueblos que previamente habían colonizado y gobernado.
Si añadimos a estos factores el hecho de que muchos de los grupos recién llegados a Europa tienen una tasa de natalidad más elevada que la de los europeos más establecidos, podemos anticipar que las naciones europeas, o al menos algunas entre ellas, experimentarán un cambio demográfico bastante drástico dentro de unas pocas generaciones.
El mero hecho de un cambio de población, o incluso de un desplazamiento entre naciones, no supone necesariamente un problema especial. El problema ocurre cuando los que llegan a un país no comparten las bases culturales, lingüísticas y morales de sus anfitriones, o las comparten en parte sí y en parte no. El gran desafío de la llegada de inmigrantes y refugiados de una cultura bastante distinta a la de sus anfitriones es que de entrada, no hay ni conocimiento ni confianza establecida entre los dos grupos. A efectos prácticos, son como unos extraños que se topan en la carretera. No saben bien de dónde vienen, no conocen bien sus respectivos estilos de vida, valores, prioridades, experiencias, y aspiraciones. Muchas veces, ni siquiera conocen bien la lengua del otro.
Ante el desconocimiento del otro, fácilmente cedemos al temor y desconfianza y nos ponemos a la defensiva. El extraño se convierte así en una amenaza, e incluso puede llegar a percibirse con un enemigo: uno que amenaza “nuestros” trabajos, que amenaza “nuestro” estilo de vida, que no respeta “nuestras” costumbres y valores, etc. Esta reacción, que se ha visto reforzada por los partidos europeos de ultraderecha, refleja un miedo comprensible frente a lo desconocido, y un apego muy humano a los valores, costumbres, y bienestar de “nuestra” comunidad o pueblo.
Los líderes europeos no han sabido interpretar y responder de modo convincente a esta reacción negativa y han creado así una oportunidad política para los partidos que se oponen agresivamente, supuestamente en nombre del pueblo, a la admisión de inmigrantes y refugiados.
Pero las política xenofóbicas y agresivamente antiinmigratorias, en vez de generar un mayor sentido de solidaridad y cohesión social, generan fuertes divisiones dentro del pueblo, entre el supuesto “nativo” y el “el otro,” el que supuestamente no pertenece a “nuestra” sociedad. Y esta división, si se cultiva a largo plazo, puede dar pie a divisiones y resentimientos sociales muy dañinos, que se expresarían tarde o temprano en serias tensiones sociales, y eventualmente incluso en criminalidad y violencia, como se produce con cierta frecuencia en las afueras de París.
Para superar estas divisiones destructivas, una política inmigratoria sensata debería incluir tres aspectos claves:
Primero, en vez de dividir el pueblo entre los “nativos” y los “extraños,” sería conveniente desarrollar una clara visión de las condiciones esenciales que podemos razonablemente exigir a los que buscan integrarse dentro de las comunidades de Europa y comunicar esta visión de modo eficaz al refugiado e inmigrante. Esto nos permitiría distinguir con más credibilidad entre el refugiado o inmigrante de buena fe, y el delincuente o malhechor que se niega a obedecer las reglas del juego, el que aprovecha de la hospitalidad en vez de apreciarla.
Segundo, se podría desarrollar una infraestructura jurídica y económica que permitiera (a diferencia de la actual) a los recién llegados desempeñar un papel constructivo en la economía y en la sociedad en vez de convertirles en un paciente crónico del estado de bienestar. Si no estamos preparados para darle al extranjero la oportunidad de tener un rol constructivo en nuestras comunidades, lo convertimos en un dependiente del Estado, y él se apaña como pueda, dando lugar tarde o temprano a un sentido de humillación y de exclusión de la comunidad dominante.
Tercero, tendríamos que ofrecer al inmigrante y refugiado programas asequibles de aprendizaje e integración cultural que le permita aprender la lengua, las costumbres, y los valores que unen a nuestra comunidades y facilitan la cooperación social. Pero estos programas tendrían que basarse en un modelo de integración recíproca, no en un modelo de pura “asimilación” a la cultura dominante. No es justo que se le pida a una persona el abandono global de su propia cultura.
El modelo más apropiado es más bien un modelo de mutua integración en el cual la comunidad que acoge, aun teniendo una cierta primacía (si estoy en tu casa respeto las “reglas de la casa”), también se esfuerza para empatizar con la situación, la cultura, y las costumbres de sus invitados. En este modelo, hay un aprendizaje mutuo, y a través de este aprendizaje, el anfitrión y el invitado se van conociendo y van ganando confianza mutua.
Para que este proceso de aprendizaje mutuo arranque y sea sostenible, hacen falta organizaciones, posiblemente coordinadas por el Estado, dedicadas a la formación lingüística y cultural de los recién llegados, además del cultivo de las relaciones sociales entre los recién llegados y las comunidades que les acogen. Solo con estos programas, respaldados por un acceso jurídico y social a oportunidades realistas de desempeñar un papel positivo en la vida social y económica, podemos esperar que esta crisis demográfica se convierta en una oportunidad tremenda de enriquecimiento mutuo entre las culturas anfitrionas y las culturas invitadas.
David Thunder, en levante-emv.com.
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