El machismo es la “hombría” de quien, en realidad, no es un hombre
Recuerdo una vez, cuando era niño, estar viendo un western en la televisión con mi padre. En un momento dado el héroe, interpretado por John Wayne, entra en el salón, se dirige a la barra y pide una cerveza. El camarero sirve la cerveza y la pone ante nuestro héroe. El héroe toma un pequeño sorbo, suelta su frase al malo con la apropiada brevedad de macho [en español en el original] y se va del salón, dejando la pinta de cerveza en la barra, casi llena. “¡Y se considera un hombre!”, dice mi padre, en referencia a la bebida que quedó sin beber. La lección estaba aprendida. Un hombre de verdad no pide una bebida y la deja sin acabar.
Esto fue hace mucho tiempo, pero incluso hoy, tantos años después, no puedo irme de un bar o un restaurante sin acabar mi consumición. ¿Cómo podría considerarme un hombre si lo hiciera? ¿Qué pensaría mi padre?
Es curioso cómo arraigan hábitos de ese tipo, inscribiéndose indeleblemente en nuestra psique. Las lecciones que aprendemos en las rodillas de nuestro padre se convierten casi en parte de nosotros, casi nos definen. Para bien o para mal.
En algunas cosas he llegado a comprender que una parte importante de mi maduración ha necesitado desaprender algunas de las lecciones que aprendí de mi padre. No me interpreten mal. Tuve una gran relación con mi padre, a quien amé sinceramente mientras vivió, y a quien aún amo sinceramente ahora que ha abandonado las vicisitudes de la vida. Lo que pasa es que él no había madurado del machismo [en español en el original] a la auténtica hombría, al menos no durante los años en que me enseñó las lecciones sobre la vida que tuve que aprender a desaprender durante el resto de mi vida.
El problema es que el machismo es un signo de inmadurez. Es el fracaso de madurar hasta la plenitud de lo que significa ser un hombre. La señal distintiva del machismo es la chulería y la jactancia del fanfarrón. Es la máscara del orgullo que llevan aquellos a quienes falta humildad; es el vocear de quien exige sus derechos porque no tiene valor para hacer frente a sus responsabilidades. Es la “hombría” de quien, en realidad, no es un hombre.
En mi propio caso, tengo que confesar que pasé la mayor parte de mi vida como el macho que no es realmente un hombre en absoluto. Hizo falta el matrimonio para hacer un de mí un hombre, que es como decir que hizo falta una mujer para hacer de mí un hombre. Y no solo una mujer: hizo falta una esposa para hacer de mí un hombre. Y no solo una esposa: hicieron falta niños para hacer realmente de mí un hombre. Puedo decir pues, haciendo eco a las palabras de Wordsworth, que el hijo es el padre del hombre [the child is the father of the man]. Mis propios hijos han sido los padres de mi hombría. Sin ellos, seguiría siendo un macho patético haciendo todas las formas posibles de ruido masculino sin tener nada de la auténtica sustancia masculina.
Por esta razón, nuestra cultura actual, que le hace la guerra al matrimonio y a la familia, también le está haciendo la guerra a la hombría genuina. A pesar de su propia fanfarronería, la cultura moderna no le hace realmente la guerra a cosas como el “sexismo" y al abuso de las mujeres y los niños, porque anima al machismo que convierte a los hombres en abusadores al mismo tiempo que les desanima a las responsabilidades familiares y paternales que convierten a los hombres en buenos maridos y padres. Semejante cultura no solo hace a los hombres miserables, sino que hace también miserables a las mujeres y a los niños… ¡y todo ello en nombre de buscar la libertad y la felicidad! ¡Es todo tan patéticamente gracioso! Una tragedia que es también una divina comedia, porque muestra que la virtud es la única vía para llegar a un final feliz.
Mi padre se hizo un hombre antes de morir. Solo que no era un hombre cuando yo era un niño; no fue un hombre cuando yo necesitaba un hombre en mi vida. Con demasiada frecuencia no volvía a casa después del trabajo y prefería emborracharse en el pub con sus amigos, aunque siempre era lo bastante hombre para levantarse por la mañana e ir a trabajar, llevándose con él la resaca. Mis más entrañables recuerdos de él son que me enseñó a jugar al ajedrez y las muchas horas que jugamos juntos, unidos en un glorioso silencio mientras paseábamos nuestras mentes sobre las piezas del tablero. Recuerdo cómo citaba de memoria largos pasajes de Shakespeare, declamando párrafos enteros con intensa pasión, y como recitaba largos poemas como Elegy in a Country Churchyard de Gray o piezas más breves, como el If de Kipling o el The Donkey de Chesterton. Era en aquellos momentos, interpretando lírica con sus hijos, cuando era realmente un hombre.
En cuanto a mí, todavía voy de vez en cuando a un bar a tomar una o dos cervezas con los amigos y, a diferencia de John Wayne, siempre termino la cerveza de mi vaso antes de irme. Pero siempre estoy en casa a tiempo para cenar con mi familia y para el tiempo familiar posterior. Disfruto leyendo los clásicos de la literatura infantil a mi hija de nueve años, y aunque no soy capaz de recitar a Shakespeare como mi padre, recientemente enseñé a mi hija a jugar al ajedrez, transmitiéndole el hermoso regalo que mi propio padre me hizo a mí. La última vez que jugamos, mi hija me derrotó por vez primera. Asumí la derrota con auténtica alegría, regocijándome de que mi hija dominase el juego y, por tanto, me dominase a mí. En otras palabras, asumí la derrota como un hombre.