He tenido la fortuna de ser testigo de ese modo de ser en el que todos caben, incluidos los que piensan de modo diverso incluso en temas graves
Una historia enternecedora ha sido recogida en los medios de comunicación y también por las redes sociales. El pasado uno de febrero Nolan Scully fallecía en los brazos de su madre, con cuatro años de edad. Fue una dura batalla contra el cáncer, más dura si cabe por la corta edad y el tremendo sufrimiento que hubo de padecer. Después de un tiempo, la madre ha publicado en su muro de Facebook la última conversación sostenida con el pequeño Nolan. Destacan unas palabras que dirigió a su madre: “Me iré al cielo y jugaré hasta que llegues”. Quizá podamos fijarnos más en la crueldad de una vida segada tan pronto, tal vez logremos usar la historia contra un Dios que permite estos sucesos. Pienso que esas actitudes serían propias de un corazón ruin, pequeño, que intenta explicar lo inexplicable.
La magnanimidad que han mostrado madre e hijo no es muy habitual, o tal vez sí porque hay muchos héroes anónimos que no dan importancia a su modo de ser y actuar. La madre de Nolan ha hecho pública esa última conversación tras pensar que era importante y decidir que podría hacer bien a muchas gentes. En la Ética a Nicómaco, escribió el gran Aristóteles: El magnánimo parece ser el hombre que se siente digno de las cosas más grandes, y lo es en efecto; porque el que tiene esta alta estimación de sí mismo sin merecerla es un insensato; y un corazón conforme a la virtud no es insensato ni irracional. El magnánimo es, pues, lo que se acaba de decir. El que tiene poco valor personal y lo reconoce él mismo, no pretendiendo sino las cosas que están a su alcance, puede ser muy bien un hombre entendido y modesto, pero nunca un corazón magnánimo. La magnanimidad supone siempre lo grande, como la belleza, que sólo se encuentra en un cuerpo grande; porque los hombres pequeños pueden ser elegantes y bien hechos, pero no bellos.
Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios. Así escribía San Josemaría. He tenido la fortuna de ser testigo de ese modo de ser en el que todos caben, incluidos los que piensan de modo diverso incluso en temas graves. Ahí es donde pienso que podemos confluir: en la grandeza de corazón, absolutamente alejada de la chinchorrería, el arribismo, o de un corazón lastrado por el prejuicio. El que peca por defecto en esta materia, tiene un alma sin grandeza, un alma pequeña; y el que, por el contrario, peca por exceso, es un vanidoso.
No sin razón, el DRAE la define como generosidad y grandeza de espíritu. No estoy pensando solamente en la vida política −aunque ahí se hace más visible−, sino en toda la vida social que, por principio, es relacional. Monseñor Fernando Ocáriz ha subrayado recientemente la urgencia que todos tenemos de agrandar el corazón, para que entren en él todas las necesidades, los dolores, los sufrimientos de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los más débiles, refiriéndose a los diversos rostros de la pobreza: enfermos y ancianos abandonados, los refugiados, la miseria en la que vive buena parte de la humanidad como consecuencia de injusticias que claman al Cielo. Nada de esto puede resultarnos indiferente.
Aunque la referencia no entre en el ámbito de la cultura −o tal vez, sí−, María Dolores Pradera, a quien seguí mucho en mi juventud, cantando casi siempre al amor perdido, vocalizaba esta letra: no tienes corazón, tu amor no vale nada. Es cierto que la integridad humana no está forjada solamente de sentimiento, sino que es capital la inteligencia, la voluntad y las relaciones con los demás. Es más, la magnanimidad, la grandeza de corazón demanda todos los restantes aspectos citados, para evitar un sentimentalismo estéril. Sin embargo, insisto en que podríamos confluir en la grandeza del corazón. En cierta ocasión leí que en una espada toledana estaba grabado algo que le decía a su dueño: no te fíes de mí si te falta corazón. Se supone que era fortaleza para herir o matar, algo de lo que aquí no se trata. La moraleja es obvia
La virtud es fortalecimiento de la voluntad para el bien. Será vicio si la voluntad se refuerza para el mal. Podemos hablar de virtudes físicas, intelectuales o morales. Aquí se situaría la grandeza del corazón. Su libre ejercicio ensancha la misma libertad. El desprestigio intelectual de la virtud (Nietzsche) ha cedido el paso a la recuperación de los planteamientos clásicos hacia ella, como escribió con gran acierto A. MacIntyre. Quizá deberíamos pensarlo.