Podría ser un cuento o una historieta de esas que te cuentan, pero no, esta es una vivencia personal en un viaje reciente que he disfrutado con mi mujer y unos amigos
Hoy vuelve a visitar Dame tres minutos Jesús Portilla, que en su día publicó aquí el post ¡Papá, cuánto duele crecer!
Jesús nos habla hoy de un ciego que enseña a ver.
Me ha traído a la memoria a Xabier, ese joven invidente del que te hablé en esta entrada del blog. También me he acordado de otros posts como Lo que nos une o ¡Reconcíliate! Te lo mereces, donde se menciona aquello de que solo se ve bien con el corazón…
Agradezco a Jesús su generosa aportación y os dejo con él.
Tuya es la palabra, amigo.
Podría ser un cuento o una historieta de esas que te cuentan, pero no, esta es una vivencia personal en un viaje reciente que he disfrutado con mi mujer y unos amigos.
La verdad es que me sorprendió ver que, entre el grupo que íbamos a recorrer diferentes ciudades que prometían una belleza singular, se encontrara una persona ciega. El pensamiento que enseguida vino a mi mente fue: ¿cómo va a disfrutar este hombre de tanta belleza?
Pero por su semblante, por su sonrisa y por su alegría, estaba claro que había venido por su propia voluntad sin que nadie le hubiera forzado, ni amigos, ni su propia mujer, que le acompañaba.
Todos sabemos, hemos oído o nos han contado, que cuando se pierde uno de los sentidos, los demás se agudizan, pero aún así, llama la atención −o por lo menos a mí me la llamaba−, que determinadas bellezas que están ahí para verse, sean visitadas por alguien que no puede ver.
La verdad, es que me parece fantástico, digno de admiración y un gran ejemplo, comprobar que las maravillas que nos proporciona este mundo y sus diferentes lugares, están ahí para que las disfrutemos todos y que nada ni nadie ponga impedimento alguno para recrearse, para admirar y para ver, aún sin poder ver.
Y es cierto, para mí −y seguro que para todos−, fue una gran lección comprobar día tras día que quien más veía era el ciego, ciudad tras ciudad, pueblo tras pueblo, iglesia tras iglesia, paraje tras paraje y rincón tras rincón.
No había momento y lugar, en que la expresión de su cara no me transmitiera la belleza que sentía en su interior a través de sus sentidos totalmente expectantes.
La brisa del mar, el frescor sobre la piel, el calor del sol, las fragancias de los jardines, el aroma de bollos recién hechos, el trinar de los pájaros, el deambular de la gente, el silencio de una iglesia, el replicar de las campanas, las observaciones y comentarios de la gente…
Y seguro que él percibía muchos más sonidos, muchas más experiencias y muchas más sensaciones, que quedaban reflejadas en su cara y en sus gestos, expresándonos con ellos que él estaba allí con nosotros, gozando de las mismas maravillas pero percibidas de otra manera que provocaban en él un deleite especial.
En El podio de los triunfadores, intento con cada artículo haceros sentir dónde se encuentra el verdadero triunfo. Este es un ejemplo más que tal vez alguno no termine de entender, sin darse cuenta de que todo lo que hace crecer, te lleva a triunfar.
Pasamos por la vida sin ver, sin oír, sin sentir y tenemos que cruzarnos con una persona con dificultades de movilidad para que nos enseñe a movernos, con un sordo para que nos enseñe a escuchar o con un ciego para que nos enseñe a ver.
¿Cuántas veces −como decía en un anterior artículo−, oigo pero no escucho, busco pero no encuentro, formo imágenes que después no son, construyo pensamientos que se deshacen mirando pero no viendo, y poniendo delante de mí árboles que no me dejan ver todo lo maravilloso que esconde el bosque?
Solo cerrando los ojos e intentando poner a funcionar todos mis otros sentidos, fui capaz de comprender que este ciego estaba viendo mucho más que yo. Porque no solamente brilla lo que la luz alumbra, sino también lo que la oscuridad esconde.
Muchas gracias, Enrique.
José Iribas y Jesús Portilla, en dametresminutos.wordpress.com.
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