“Para seguir fielmente a Jesús, pedimos la gracia de hacerlo no de palabra sino con los hechos”, afirmó el Papa en la homilía del Domingo de Ramos
Durante esta Semana Santa iremos actualizando esta entrada con los textos de las intervenciones del Santo Padre, vídeos, etc.
Mensaje del Papa para la Cuaresma 2017
“Para seguir fielmente a Jesús, pedimos la gracia de hacerlo no de palabra sino con los hechos, y de llevar nuestra cruz con paciencia, de no rechazarla, ni deshacerse de ella, sino que, mirándolo a Él, aceptémosla y llevémosla día a día”.
Esta celebración tiene como un doble sabor, dulce y amargo, es alegre y dolorosa, porque en ella celebramos la entrada del Señor en Jerusalén, aclamado por sus discípulos como rey, al mismo tiempo que se proclama solemnemente el relato del Evangelio sobre su pasión. Por eso nuestro corazón siente ese doloroso contraste y experimenta en cierta medida lo que Jesús sintió en su corazón en ese día, el día en que se regocijó con sus amigos y lloró sobre Jerusalén.
Desde hace 32 años la dimensión gozosa de este domingo se ha enriquecido con la fiesta de los jóvenes: La Jornada Mundial de la Juventud, que este año se celebra en ámbito diocesano, pero que en esta plaza vivirá dentro de poco un momento intenso, de horizontes abiertos, cuando los jóvenes de Cracovia entreguen la Cruz a los jóvenes de Panamá.
El Evangelio que se ha proclamado antes de la procesión (cfr. Mt 21,1-11) describe a Jesús bajando del monte de los Olivos montado en una borrica, que nadie había montado nunca; se hace hincapié en el entusiasmo de los discípulos, que acompañan al Maestro con aclamaciones festivas; y podemos imaginarnos con razón cómo los chicos y jóvenes de la ciudad se dejaron contagiar de este ambiente, uniéndose al cortejo con sus gritos. Jesús mismo ve en esta alegre bienvenida una fuerza irresistible querida por Dios, y a los fariseos escandalizados les responde: «Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).
Pero este Jesús, que justamente según las Escrituras entra de esa manera en la Ciudad Santa, no es un iluso que siembra falsas ilusiones, un profeta “new age”, un vendedor de humo; todo lo contrario: es un Mesías bien definido, con la fisonomía concreta del siervo, el siervo de Dios y del hombre que va a la pasión; es el gran Paciente del dolor humano.
Así, al mismo tiempo que también nosotros festejamos a nuestro Rey, pensamos en el sufrimiento que Él tendrá que padecer en esta Semana. Pensamos en las calumnias, los ultrajes, los engaños, las traiciones, el abandono, el juicio inicuo, los golpes, los azotes, la corona de espinas... y, en definitiva, en el vía crucis, hasta la crucifixión.
Lo dijo claramente a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16,24). Nunca prometió honores ni triunfos. Los Evangelios son muy claros. Siempre advirtió a sus amigos que el camino era ese, y que la victoria final pasaría a través de la pasión y de la cruz. Y lo mismo vale para nosotros. Para seguir fielmente a Jesús, pedimos la gracia de hacerlo no de palabra sino con los hechos, y de llevar nuestra cruz con paciencia, de no rechazarla, ni deshacerse de ella, sino que, mirándolo a Él, aceptémosla y llevémosla día a día.
Y este Jesús, que acepta que lo aclamen aun sabiendo que le espera el “crucifige”, no nos pide que lo contemplemos sólo en los cuadros o en las fotografías, o incluso en los vídeos que circulan por la red. No. Él está presente en muchos de nuestros hermanos y hermanas que hoy, hoy sufren como Él, sufren a causa de un trabajo esclavo, sufren por los dramas familiares, por las enfermedades... Sufren a causa de la guerra y el terrorismo, por culpa de los intereses que mueven las armas y dañan con ellas. Hombres y mujeres engañados, pisoteados en su dignidad, descartados… Jesús está en ellos, en cada uno de ellos, y con ese rostro desfigurado, con esa voz rota pide que se le mire, que se le reconozca, que se le ame.
No es otro Jesús: es el mismo que entró en Jerusalén en medio de un ondear de palmas y ramos de olivo. Es el mismo que fue clavado en la cruz y murió entre dos malhechores. No tenemos otro Señor fuera de Él: Jesús, humilde Rey de justicia, de misericordia y de paz.
Al término de esta celebración, saludo cordialmente a todos los aquí presentes, especialmente a quienes han participado en el Encuentro internacional con vistas a la asamblea sinodal sobre los jóvenes, promovido por el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida en colaboración con la Secretaría General del Sínodo de Obispos. Este saludo se extiende a todos los jóvenes que hoy, en torno a sus obispos, celebran la Jornada de la Juventud en cada diócesis del mundo. Es otra etapa de la gran peregrinación, iniciado por san Juan Pablo II, que el año pasado nos reunió en Cracovia y que nos convoca en Panamá para enero de 2019.
Por eso, dentro de un momento, los jóvenes polacos entregarán la Cruz de las Jornadas Mundiales de la Juventud a los jóvenes panameños, acompañados, los unos y los otros, por sus Pastores y por las Autoridades civiles.
Pidamos al Señor que la Cruz, unida a la imagen de María Salus Populi Romani, por allá por donde pase haga crecer la fe y la esperanza, revelando el amor invencible de Cristo.
A Cristo, que hoy entra en la Pasión, y a la Virgen Santa encomendamos las víctimas del atentado terrorista del pasado viernes en Estocolmo, así como por cuantos son todavía duramente probados por la guerra, desgracia de la humanidad. Y rezamos por las víctimas del atentado sucedido desgraciadamente hoy, esta mañana, en el Cairo, en una iglesia copta. A mi querido hermano, Su Santidad el Papa Tawadros II, a la Iglesia Copta y a toda la querida nación egipcia expreso mi profundo pésame, rezo por los difuntos y por los heridos, estoy cerca de los familiares y de toda la comunidad. Que el Señor convierta el corazón de las personas que siembran terror, violencia y muerte, y también el corazón de los que fabrican y trafican con las armas.
Hoy el Papa ha continuado su ciclo de catequesis sobre la esperanza, destacando que durante la Semana Santa, un cristiano debe mirar a la Cruz como un símbolo de eterna esperanza y amor.
En la Misa Crismal, en la que cada obispo consagra los óleos que serán utilizados durante el año en la administración de los sacramentos, Francisco dijo que el Evangelio tiene tres características: es verdad, es misericordia y es alegría.
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena noticia a los pobres, me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos» (Lc 4,18). El Señor, Ungido por el Espíritu, lleva la Buena Noticia a los pobres. Todo lo que Jesús anuncia, y también nosotros, sacerdotes, es Buena Noticia. Alegre con la alegría evangélica: de quien ha sido ungido en sus pecados con el aceite del perdón y ungido en su carisma con el aceite de la misión, para ungir a los demás. Y, al igual que Jesús, el sacerdote hace alegre el anuncio con toda su persona. Cuando predica la homilía −breve en lo posible−, lo hace con la alegría que traspasa el corazón de su gente con la Palabra con la que el Señor lo traspasó a él en su oración. Como todo discípulo misionero, el sacerdote hace alegre el anuncio con todo su ser. Y, por otra parte, son precisamente los detalles más pequeños −todos lo hemos experimentado− los que mejor contienen y comunican la alegría: el detalle del que da un pasito más y hace que la misericordia se desborde en tierra de nadie. El detalle del que se anima a concretar y pone día y hora al encuentro. El detalle del que deja que usen su tiempo con mansa disponibilidad…
La Buena Noticia puede parecer una expresión más, entre otras, para decir «Evangelio»: como buena nueva o feliz anuncio. Sin embargo, contiene algo que cohesiona en sí todo lo demás: la alegría del Evangelio. Cohesiona todo porque es alegre en sí mismo. La Buena Noticia es la perla preciosa del Evangelio. No es un objeto, es una misión. Lo sabe el que experimenta «la dulce y confortadora alegría de anunciar» (Evangelii gaudium, 10). La Buena Noticia nace de la Unción. La primera, la «gran unción sacerdotal» de Jesús, es la que hizo el Espíritu Santo en el seno de María. En aquellos días, la feliz noticia de la Anunciación hizo cantar el Magníficat a la Madre Virgen, llenó de santo silencio el corazón de José, su esposo, e hizo saltar de gozo a Juan en el seno de su madre Isabel.
Hoy, Jesús regresa a Nazaret, y la alegría del Espíritu renueva la Unción en la pequeña sinagoga del pueblo: el Espíritu se posa y se derrama sobre él ungiéndolo con oleo de alegría (cfr. Sal 45,8). La Buena Noticia. Una sola Palabra −Evangelio− que, en el acto de ser anunciado, se vuelve alegre y misericordiosa verdad. Que nadie intente separar estas tres gracias del Evangelio: su Verdad −no negociable−, su Misericordia −incondicional con todos los pecadores− y su Alegría −íntima e inclusiva−.
Nunca la verdad de la Buena Noticia podrá ser sólo una verdad abstracta, de esas que no terminan de encarnarse en la vida de las personas porque se sienten más cómodas en la letra impresa de los libros.
Nunca la misericordia de la Buena Noticia podrá ser una falsa compasión, que deja al pecador en su miseria porque no le da la mano para ponerse de pie ni le acompaña a dar un paso adelante en su compromiso.
Nunca podrá ser triste o neutro el Anuncio, porque es expresión de una alegría enteramente personal: «La alegría de un Padre que no quiere que se pierda ninguno de sus pequeñitos» (Evangelii gaudium, 237). La alegría de Jesús al ver que los pobres son evangelizados y que los pequeños salen a evangelizar (cfr. ibíd., 5). Las alegrías del Evangelio −lo digo ahora en plural, porque son muchas y variadas, según el Espíritu tiene a bien comunicar en cada época, a cada persona en cada cultura particular− son alegrías especiales. Vienen en odres nuevos, esos de los que habla el Señor para expresar la novedad de su mensaje. Comparto con vosotros, queridos sacerdotes, queridos hermanos, tres imágenes de odres nuevos en los que la Buena Noticia cabe bien, no se avinagra y se derrama abundantemente.
Una imagen de la Buena Noticia es la de las tinajas de piedra de las bodas de Caná (cfr. Jn 2,6). En un detalle, reflejan bien ese Odre perfecto que es −Ella misma, toda entera− Nuestra Señora, la Virgen María. Dice el Evangelio que «las llenaron hasta el borde» (Jn 2,7). Me imagino que algún sirviente miraría a María para ver si así ya era bastante y habrá sido un gesto suyo el que les llevó a echar un cubo más. María es el odre nuevo de la plenitud contagiosa. «Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza» (Evangelii gaudium, 286), Nuestra Señora de la prontitud, la que apenas ha concebido en su seno inmaculado al Verbo de vida, sale a visitar y a servir a su prima Isabel. Su plenitud contagiosa nos permite superar la tentación del miedo: ese no animarnos a ser llenados hasta el borde, esa pusilanimidad de no salir a contagiar de gozo a los demás. Nada de eso: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Ibíd., 1)
La segunda imagen de la Buena Noticia es aquella vasija que −con su cucharón de madera−, al pleno sol del mediodía, llevaba sobre su cabeza la Samaritana. Refleja bien una cuestión esencial: lo concreto. El Señor −que es la Fuente de Agua viva− no tenía «con qué» sacar agua para beber uno sorbo. Y la Samaritana sacó agua de su vasija con el cucharón y sació la sed del Señor. Y la sació más con la confesión de sus pecados concretos. Agitando el odre de esa alma samaritana, desbordante de misericordia, el Espíritu Santo se derramó en todos los paisanos de aquel pequeño pueblo, que invitaron al Señor a quedarse con ellos. Un odre nuevo de esa concreción inclusiva nos lo dio el Señor en el alma samaritana que fue la Madre Teresa de Calcuta. Él la llamó y le dijo: «Tengo sed», «pequeña mía, ven, llévame a los agujeros de los pobres. Ven, sé mi luz. No puedo ir solo. No me conocen, por eso no me quieren. Llévame hasta ellos». Y ella, comenzando por uno concreto, con su sonrisa y su modo de tocar con las manos las heridas, llevó la Buena Noticia a todos.
La tercera imagen de la Buena Noticia es el Odre inmenso del Corazón traspasado del Señor: integridad mansa −humilde y pobre− que atrae a todos hacia sí. De Él tenemos que aprender que, anunciar una gran alegría a los muy pobres, no puede hacerse sino de modo respetuoso y humilde, hasta la humillación. No puede ser presuntuosa la evangelización. No puede ser rígida la integridad de la verdad. El Espíritu anuncia y enseña «toda la verdad» (Jn 16,13) y no teme hacerla beber a sorbos. El Espíritu nos dice en cada momento lo que tenemos que decir a nuestros adversarios (cfr. Mt 10,19) e ilumina el pasito adelante que podemos dar en ese momento. Esa mansa integridad da alegría a los pobres, reanima a los pecadores, hace respirar a los oprimidos por el demonio.
Queridos sacerdotes, que contemplando y bebiendo de estos tres odres nuevos, la Buena Noticia tenga en nosotros la plenitud contagiosa que transmite con todo su ser nuestra Señora, la concreción inclusiva del anuncio de la Samaritana, y la integridad mansa con que el Espíritu brota y se derrama, incansablemente, del Corazón traspasado de Jesús nuestro Señor.
Esta tarde el Papa celebró la Misa in Cœna Domini en la Cárcel de Paliano, Provincia de Frosinone. Atravesó los muros de la antigua fortaleza Colonna hacia las 16:00. Fue recibido por la directora de la cárcel, Nadia Cersosimo, el Inspector Jefe Vincenzo Verani y el capellán don Luigi Paoletti. En la plaza de armas saludó al personal de servicio. Luego, en la sala llamada “Unidad de Italia”, realizada en el 150º aniversario del nacimiento de la Nación, encontró a todos los reclusos, 58 en total (en régimen de colaboración con la justicia). A otros dos, un hombre y una mujer los visitó por separado, pues están en régimen de aislamiento, y también visitó por separado a los ocho internos enfermos de tuberculosis.
El Papa entró en la capilla por la que fue la Puerta Santa durante el Jubileo de la Misericordia. Entre los 12 a los que lavó los pies, había 3 mujeres, 2 condenados a cadena perpetua, un musulmán y un argentino. 4 presos ayudaron a Misa. Entre las ofrendas preparadas para la ocasión, la mayoría eran productos de la huerta, dulces típicos y cruces de madera de olivo. Las mujeres confeccionaron una capa de lana.
Durante la misa, un chico hizo la Primera Comunión y ayer hizo su primera confesión; otros dos lo harán en junio y también harán la Confirmación. El Papa ha querido dar personalmente la comunión a los presentes, como signo de la cercanía de Jesús que «se parte» por todos. La celebración terminó con el saludo de la directora que dijo haber recibido al Papa «como a uno de la familia».
Estaba Jesús cenando, con ellos, en la última cena y, dice el Evangelio: “sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre”. Sabía que sería traicionado y que sería entregado por Judas aquella misma noche. “Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Dios ama así: hasta el fin. Y da la vida por cada uno de nosotros, y se gloría de eso, y quiere eso porque Él tiene amor: “Amar hasta el fin”. No es fácil, porque todos somos pecadores, todos tenemos limitaciones, defectos, tantas cosas. Todos sabemos amar, pero no somos como Dios que ama sin mirar las consecuencias, hasta el fin. Y da ejemplo: para hacer ver eso, Él que era “el jefe”, que era Dios, lava los pies a sus discípulos. Eso de lavar los pies era una costumbre que se hacía, en aquella época, antes de las comidas y de las cenas, porque no había asfalto y la gente caminaba por el polvo. Por tanto, uno de los gestos para recibir a una persona en casa, y también a la hora de comer, era lavarle los pies. Esto lo hacían los esclavos, lo hacían los que eran esclavizados, pero Jesús le da la vuelta y lo hace Él. Simón no quería dejarle, pero Jesús le explicó que era así, que Él vino al mundo para servir, para servirnos, para hacerse esclavo por nosotros, para dar la vida por nosotros, para amar hasta el fin.
Hoy, en el camino, cuando venía, había gente que saludaba: “Viene el Papa, el jefe. El jefe de la Iglesia…”. El jefe de la Iglesia es Jesús; ¡no bromeemos! El Papa es la figura de Jesús y yo quisiera hacer lo mismo que hizo Él. En esta ceremonia, el párroco lava los pies a los fieles. Hay una inversión: el que parece el más grande debe hacer el trabajo de esclavo, pero para sembrar amor. Para sembrar amor entre nosotros, yo no os digo hoy que vayáis a lavaros los pies uno al otro: sería de broma. Pero el símbolo, la figura sí: os diré que, si podéis dar una ayuda, prestar un servicio aquí, en la cárcel, al compañero o a la compañera, hacedlo.
Porque eso es amor, eso es como lavar los pies. Es ser siervo de los demás. Una vez los discípulos discutían entre sí sobre quién sería el más grande, el más importante. Y Jesús dice: “El que quiera ser importante, debe hacerse el más pequeño y el servidor de todos”. Y eso es lo que hizo Él, eso hace Dios con nosotros. Nos sirve, es el servidor. ¡A todos nosotros, que somos pobrecillos, a todos! Pero Él es grande, Él es bueno. Y Él nos ama tal como somos. Por eso, durante esta ceremonia pensemos en Dios, en Jesús. No es una ceremonia folclórica: es un gesto para recordar lo que dio Jesús. Después de eso, tomó el pan y nos dio Su cuerpo; tomó el vino, y nos dio Su sangre. Y así es el amor de Dios. Hoy, pensemos solo en el amor de Dios.
El Papa Francisco ha presidido esta tarde la celebración de la Pasión del Señor en la Basílica de San Pedro.
La homilía ha corrido a cargo del predicador de la Casa Pontificia, el padre capuchino Raniero Cantalamessa.
Acabamos de escuchar el relato de la Pasión de Cristo. Nada menos que la crónica de una muerte violenta. Nunca faltan noticias de muertos asesinados en nuestros noticiarios. Incluso en estos últimos días ha habido algunas, como la de los 38 cristianos coptos asesinados en Egipto. ¿Por qué, entonces, después de 2000 años, el mundo recuerda todavía la muerte de Jesús de Nazaret como si hubiera pasado ayer? El motivo es que su muerte cambió el sentido mismo de la muerte. Reflexionemos algunos instantes sobre todo esto.
Al llegar a Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados con una lanza le atravesó el costado, y al instante salió sangre y agua (Jn 19,33-34). Al comienzo de su ministerio, a quien le preguntaba con qué autoridad expulsaba a los mercaderes del Templo, Jesús respondió: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Él hablaba del templo de su cuerpo (Jn 2,19.21), comentó Juan en aquella ocasión, y he aquí que ahora el mismo evangelista nos atestigua que del costado de ese templo «destruido» brotan agua y sangre. Es una alusión evidente a la profecía de Ezequiel que hablaba del futuro templo de Dios, del lado del que brota un hilo de agua que se convierte primero en riachuelo, luego un río navegable y en torno al cual florece toda forma de vida (cfr. Ez 47,1 ss.).
Pero penetremos dentro de la fuente de este río de agua viva (Jn 7,38), en el corazón traspasado de Cristo. En el Apocalipsis, el mismo discípulo al que Jesús amaba escribe: Luego vi, en medio del trono, rodeado por los cuatro seres vivientes y los ancianos, un Cordero, en pie, como inmolado (Ap 5,6). Inmolado, pero en pie, es decir, traspasado, pero resucitado y vivo.
Existe ya, dentro de la Trinidad y dentro del mundo, un corazón humano que late, no sólo metafóricamente, sino realmente. Porque si Cristo resucitó de la muerte, también su corazón resucitó de la muerte; y vive, como el resto de su cuerpo, en una dimensión distinta que antes, real, aunque mística. Si el Cordero vive en el cielo inmolado, pero de pie, también su corazón comparte el mismo estado; es un corazón traspasado pero vivo; eternamente traspasado, precisamente porque está eternamente vivo.
Se acuñó una expresión para describir el colmo de la maldad que puede amasarse en el seno de la humanidad: corazón de tinieblas. Tras el sacrificio de Cristo, más profundo que el corazón de tinieblas, late en el mundo un corazón de luz. En efecto, Cristo al subir al cielo, no abandonó la tierra, como, al encarnarse, no abandonó la Trinidad.
Ahora se realiza el designio del Padre −dice una antífona de la Liturgia de las Horas−, hacer Cristo el corazón del mundo. Esto explica el irreductible optimismo cristiano que hizo exclamar a una mística medieval: El pecado es inevitable, pero todo estará bien, cualquier cosa estará bien (Juliana de Norwich).
Los monjes cartujos adoptaron un escudo que figura en la entrada de sus monasterios, en sus documentos oficiales y en otras ocasiones. Representa el globo terráqueo, rematado por una cruz, con una inscripción alrededor: Stat crux dum volvitur orbis: la cruz permanece, mientras el mundo da vueltas.
¿Qué representa la cruz, para que sea ese punto fijo, ese árbol maestro entre la agitación del mundo? Es el «No» definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que llamamos «el mal»; y, al mismo tiempo, es el «Sí», igualmente irreversible, al amor, a la verdad, al bien. No al pecado; sí al pecador. Es lo que Jesús realizó durante toda su vida y ahora consagra definitivamente con su muerte.
La razón de esta distinción es clara: el pecador es criatura de Dios y conserva su dignidad a pesar de todos sus desvíos; el pecado no; es una realidad espuria, añadida, fruto de las propias pasiones y de la envidia del demonio (Sb 2,24). Es la misma razón por la que el Verbo, al encarnarse, lo asumió todo del hombre, excepto el pecado. El buen ladrón, a quien Jesús moribundo promete el paraíso, es la demostración viva de todo esto. Nadie debe desesperar; nadie debe decir, como Caín: Demasiado grande es mi culpa para obtener el perdón (Gn 4,13).
Así pues, la cruz no está contra el mundo, sino para el mundo: para dar un sentido a todo el sufrimiento que ha habido, hay y habrá en la historia humana. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar el mundo −dice Jesús a Nicodemo−, sino para que el mundo se salve por medio de él (Jn 3,17). La cruz es la proclamación viva de que la victoria final no es de quien triunfa sobre los demás, sino de quien triunfa sobre sí mismo; no de quien hace sufrir, sino de quien sufre.
Dum volvitur orbis, mientras el mundo da vueltas. La historia humana conoce muchos tránsitos de una era a otra: se habla de la edad de piedra, de bronce, de hierro, de la edad imperial, de la era atómica, de la era electrónica. Pero hoy hay algo nuevo. La idea de transición ya no basta para describir la realidad actual. A la idea de mutación se debe agregar la de aplastamiento. Vivimos, se ha escrito, en una sociedad líquida; ya no hay puntos firmes, valores indiscutibles, ningún escollo en el mar, a los que aferrarnos, o contra los cuales incluso chocar. Todo es fluctuante.
Se ha realizado la peor de las hipótesis que el filósofo había previsto como efecto de la muerte de Dios, la que el advenimiento del súper-hombre debería haber evitado, pero que no ha impedido: ¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará ahora? ¿Hacia dónde iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos continuamente? ¿Hacia delante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita?
Se dijo que matar a Dios es el más horrendo de los suicidios, y es lo que estamos viendo. No es verdad que donde nace Dios, muere el hombre (J.P. Sartre); es justo lo contrario: donde muere Dios, muere el hombre.
Un pintor surrealista de la segunda mitad del siglo pasado (Salvador Dalí) pintó un crucificado que parece una profecía de esta situación. Una cruz inmensa, cósmica, con un Cristo encima, igualmente monumental, visto desde arriba, con la cabeza inclinada hacia abajo. Sin embargo, debajo de él no hay tierra firme, sino agua. El crucifijo no está suspendido entre el cielo y la tierra, sino entre el cielo y el elemento líquido del mundo.
Esta imagen trágica (hay también como trasfondo, una nube que podría aludir a la nube atómica), contiene, sin embargo, una certeza consoladora: ¡Hay esperanza incluso para una sociedad líquida como la nuestra! Hay esperanza, porque encima de ella está la cruz de Cristo. Es lo que la liturgia del Viernes Santo nos hace repetir cada año con las palabras del poeta Venancio Fortunato: O crux, ave spes única, Salve, oh cruz, esperanza única del mundo.
Sí, Dios ha muerto, ha muerto en su Hijo Jesucristo; pero no permaneció en la tumba, sino que resucitó. ¡Vosotros lo crucificasteis −grita Pedro a la multitud el día de Pentecostés−, pero Dios lo resucitó! (Hch 2,23-24). Él es quien había muerto, pero ahora vive por los siglos (Ap 1,18). La cruz no está inmóvil en medio de los vaivenes del mundo como recuerdo de un acontecimiento pasado, o un puro símbolo; está en él como una realidad actual, viva y operante.
Sin embargo, confundiríamos esta liturgia de la pasión, si nos detuviéramos, como los sociólogos, en el análisis de la sociedad en que vivimos. Cristo no vino a explicar las cosas, sino a cambiar a las personas. El corazón de tinieblas no es solo el de algún malvado escondido en el fondo de la jungla, ni tampoco el de la nación y la sociedad que lo ha producido. En distinta medida, está dentro de cada uno de nosotros.
La Biblia lo llama el corazón de piedra: Arrancaré de ellos el corazón de piedra −dice Dios en el profeta Ezequiel− y les daré un corazón de carne (Ez 36,26). Corazón de piedra es el corazón cerrado a la voluntad de Dios y al sufrimiento de los hermanos, el corazón de quien acumula sumas ilimitadas de dinero y se queda indiferente ante la desesperación de quien no tiene un vaso de agua para dar a su hijo; es también el corazón de quien se deja dominar completamente por la pasión impura, dispuesto a matar por ella, o a llevar una doble vida. Para no quedarnos con la mirada siempre dirigida hacia el exterior, hacia los demás, digamos, más concretamente: es nuestro corazón de ministros de Dios y de cristianos practicantes, si vivimos fundamentalmente para nosotros mismos y no para el Señor.
Está escrito que, en el momento de la muerte de Cristo, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo, la tierra tembló, las rocas se rompieron, los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos muertos resucitaron (Mt 27,51s). De estos signos se da, normalmente, una explicación apocalíptica, como de un lenguaje simbólico necesario para describir el acontecimiento escatológico. Pero también tienen un significado parenético: indican lo que debe suceder en el corazón de quien lee y medita la Pasión de Cristo. En una liturgia como la presente, san León Magno decía a los fieles: Tiemble la naturaleza humana ante el suplicio del Redentor, rómpanse las rocas de los corazones infieles y salgan los que estaban encerrados en los sepulcros de su mortalidad, levantando la losa que pesaba sobre ellos.
El corazón de carne, prometido por Dios en los profetas, está ya presente en el mundo: es el Corazón de Cristo traspasado en la cruz, lo que veneramos como el Sagrado Corazón. Al recibir la Eucaristía, creemos firmemente que ese corazón viene a latir también dentro de nosotros. Al mirar dentro de poco la cruz digamos desde lo profundo del corazón, como el publicano en el templo: ¡Oh, Dios, ten piedad de mí, pecador!, y también nosotros, como él, volveremos a casa justificados (Lc 18,13-14).
Meditaciones preparadas por la biblista francesa Anne-Marie Pelletier, Premio ‘Joseph Ratzinger’ en 2014.
O Cristo, abandonado y traicionado hasta por los tuyos y vendido a bajo precio.
O Cristo, juzgado por pecadores, entregado por los Jefes.
O Cristo, destrozado en la carne, coronado de espinas y vestido de púrpura.
O Cristo, abofeteado y atrozmente enclavado.
O Cristo, traspasado por la lanza que rompió tu corazón.
O Cristo, muerto y sepultado, tú que eres el Dios de la vida y de la existencia.
O Cristo, nuestro único Salvador, volvemos a Ti también este año abatidos de vergüenza y con el corazón lleno de esperanza:
De vergüenza por todas las imágenes de devastaciones, de destrucciones y de naufragio que se han vuelto ordinarias en nuestra vida;
vergüenza por la sangre inocente que diariamente se derrama de mujeres, de niños, de inmigrantes y de personas perseguidas por el color de su piel o por su pertenencia étnica y social y por su fe en Ti;
vergüenza por las muchas veces que, como Judas y Pedro, te hemos vendido y traicionado y dejado morir solo por nuestros pecados, huyendo cobardes de nuestra responsabilidad;
vergüenza por nuestro silencio ante las injusticias; por nuestras manos perezosas para dar y ávidas para arrancar y conquistar; por nuestra voz estridente para defender nuestros intereses y tímida para hablar de los ajenos; por nuestros pies veloces por el camino del mal y paralizados por el del bien;
vergüenza por todas las veces que nosotros obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas hemos escandalizado y herido tu cuerpo, la Iglesia; y hemos olvidado nuestro primer amor, nuestro primer entusiasmo y nuestra total disponibilidad, dejando que se oxide nuestro corazón y nuestra consagración.
Tanta vergüenza Señor, pero también nuestro corazón tiene nostalgia de la esperanza confiada de que tú no nos trates según nuestros méritos, sino únicamente según la abundancia de tu Misericordia; de que nuestras traiciones no hagan decaer la inmensidad de tu amor; de que tu corazón, materno y paterno, no nos olvide a pesar de la dureza de nuestras entrañas;
la esperanza segura de que nuestros nombres están grabados en tu corazón y que estamos puestos en la pupila de tus ojos;
la esperanza de que tu Cruz transforme nuestros corazones endurecidos en corazón de carne capaces de soñar, de perdonar y de amar; transforme esta noche tenebrosa de tu cruz en alba fulgurante de tu Resurrección;
la esperanza de que tu fidelidad no se basa en la nuestra;
la esperanza de que el número de hombres y mujeres fieles a tu Cruz continua y continuará viviendo fiel como la levadura que da sabor y como la luz que abre nuevos horizontes en el cuerpo de nuestra humanidad herida;
la esperanza de que tu Iglesia intentará ser la voz que grita en el desierto de la humanidad para preparar el camino de tu vuelta triunfal, cuando vengas a juzgar a los vivos y a los muertos;
la esperanza de que el bien vencerá a pesar de su aparente derrota.
O Señor Jesús, Hijo de Dios, víctima inocente de nuestro rescate, ante tu estandarte real, tu misterio de muerte y de gloria, ante tu patíbulo, nos arrodillamos, avergonzados y esperanzados, y te pedimos que nos laves con el lavado de la sangre y del agua que salieron de tu Corazón destrozado; de perdonar nuestros pecados y nuestras culpas;
te pedimos que te acuerdes de nuestros hermanos rotos por la violencia, por la indiferencia y por la guerra;
te pedimos que rompas las cadenas que nos tienen prisioneros en nuestro egoísmo, en nuestra ceguera voluntaria y en la vanidad de nuestros cálculos mundanos.
O Cristo, te pedimos que nos enseñes a no avergonzarnos nunca de tu Cruz, a no instrumentalizarla sino a honrarla y adorarla, porque con ella Tú nos has manifestado la monstruosidad de nuestros pecados, la grandeza de tu amor, la injusticia de nuestros juicios y el poder de tu misericordia. Amén.
Basando su homilía de la Vigilia Pascual en el pasaje de Mateo que relata la visita de dos mujeres, María Magdalena y la otra María, al sepulcro de Jesús, el Papa instó a encontrar en sus rostros, llenos de dolor pero incapaces de resignarse, los rostros de madres, abuelas, niños y jóvenes que “resisten el peso y el dolor de tanta injusticia humana”.
En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro (Mt 28,1). Podemos imaginar sus pasos, típicos pasos de quien va al cementerio, cansados y confusos, pasos débiles de quien no acaba de convencerse de que todo acabe así. Podemos imaginar sus rostros pálidos, llenos de lágrimas, y la pregunta, ¿cómo puede ser que el Amor haya muerto?
A diferencia de los discípulos, ellas están ahí —como acompañaron el último aliento de su Maestro en la cruz y luego a José de Arimatea a darle sepultura—; dos mujeres capaces de no huir, capaces de aguantar, de asumir la vida como se presenta y de resistir el sabor amargo de las injusticias. Y ahí están, ante el sepulcro, entre el dolor y la incapacidad de resignarse, de aceptar que todo tenga que terminar siempre igual.
Y si hacemos un esfuerzo de imaginación, en el rostro de esas mujeres podemos encontrar los rostros de tantas madres y abuelas, la cara de niños y jóvenes que resisten el peso y el dolor de tanta injusticia inhumana. Vemos reflejados en ellas el rostro de todos los que, caminando por la ciudad, sienten el dolor de la miseria, el dolor por la explotación y la trata. En ellas también vemos el rostro de los que sufren desprecio por ser inmigrantes, huérfanos de tierra, de casa, de familia; el rostro cuya su mirada revela soledad y abandono por tener las manos demasiado arrugadas. Reflejan el rostro de mujeres, de madres que lloran viendo que la vida de sus hijos queda sepultada bajo el peso de la corrupción que quita derechos y rompe tantas aspiraciones, bajo el egoísmo diario que crucifica y sepulta la esperanza de muchos, bajo la burocracia paralizante y estéril que no deja que las cosas cambien. En su dolor, son el rostro de todos los que, caminando por la ciudad, ven la dignidad crucificada.
En el rostro de esas mujeres están muchos rostros, quizás encontramos tu rostro y el mío. Como ellas, podemos sentir el impulso de caminar, de no conformarnos con que las cosas tengan que acabar así. Es verdad, llevamos dentro una promesa y la certeza de la fidelidad de Dios. Pero también nuestros rostros hablan de heridas, hablan de tantas infidelidades, personales y ajenas, hablan de nuestros intentos y luchas fallidas. Nuestro corazón sabe que las cosas pueden ser diferentes, pero casi sin darnos cuenta, podemos acostumbrarnos a convivir con el sepulcro, a convivir con la frustración. Más aún, podemos llegar a convencernos de que esa es la ley de la vida, anestesiándonos con desahogos que lo único que logran es apagar la esperanza que Dios puso en nuestras manos. Así son, tantas veces, nuestros pasos, así es nuestro andar, como el de esas mujeres, un andar entre el anhelo de Dios y una triste resignación. No sólo muere el Maestro, con él muere nuestra esperanza.
De pronto tembló fuertemente la tierra (Mt 28,2). De pronto, estas mujeres recibieron una sacudida, algo y alguien hizo temblar el suelo bajo sus pies. Alguien, una vez más, vino a su encuentro a decirles: No temáis, pero esta vez añadiendo: Ha resucitado como había dicho (Mt 28,6). Y así es el anuncio que, generación tras generación, esta noche santa nos regala: No temamos hermanos, ha resucitado como había dicho. Esa misma vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de nuevo (cfr. R. Guardini, El Señor). El latir del Resucitado se nos ofrece como don, como regalo, como horizonte. Se nos regala el latir del Resucitado, y se nos quiere seguir regalando como fuerza transformadora, como fermento de nueva humanidad. Con la Resurrección, Cristo solo no movió la piedra del sepulcro, sino que quiere también hacer saltar todas las barreras que nos encierran en nuestros pesimismos estériles, en nuestros calculados mundos conceptuales que nos alejan de la vida, en nuestras obsesionadas búsquedas de seguridad y en las desmedidas ambiciones capaces de jugar con la dignidad ajena.
Cuando el Sumo Sacerdote y los líderes religiosos, en complicidad con los romanos, creían que lo tenían todo controlado, cuando creían que la última palabra ya estaba dicha y les correspondía a ellos establecerla, Dios irrumpe para trastocar todos los criterios y ofrecer una nueva posibilidad. Dios, una vez más, sale a nuestro encuentro para establecer y consolidar un nuevo tiempo, el tiempo de la misericordia. Esta es la promesa reservada desde siempre, esta es la sorpresa de Dios para su pueblo fiel: alégrate porque tu vida esconde un germen de resurrección, se te ofrece una vida que está esperando despertar.
Y eso es lo que esta noche nos invita a anunciar: el latir del Resucitado, Cristo Vive. Y eso cambió el paso de María Magdalena y de la otra María, eso es lo que las hace volver rápidamente y correr a dar la noticia (cfr. Mt 28,8). Es lo que las hace volver sobre sus pasos y sobre sus miradas. Vuelven a la ciudad a encontrarse con los otros.
Igual que entramos con ellas en el sepulcro, os invito a que vayamos con ellas, a que volvamos a la ciudad, volvamos sobre nuestros pasos, sobre nuestras miradas. Vayamos con ellas a anunciar la noticia, vayamos a todos esos lugares donde parece que el sepulcro ha tenido la última palabra, y donde parece que la muerte ha sido la única solución. Vayamos a anunciar, a compartir, a descubrir que es verdad: ¡el Señor está vivo! Vivo y queriendo resucitar en tantos rostros que han sepultado la esperanza, que han sepultado los sueños, que han sepultado la dignidad. Y si no somos capaces de dejar que el Espíritu nos lleve por ese camino, entonces no somos cristianos.
Vayamos y dejémonos sorprender por este amanecer diferente, dejémonos sorprender por la novedad que sólo Cristo puede dar. Dejemos que su ternura y su amor muevan nuestros pasos, dejemos que su latir transforme nuestro débil palpitar.
Durante la Misa Pascual, celebrada en la Plaza de San Pedro, Francisco rompió la tradición y pronunció una homilía para reflexionar acerca de los dramas actuales: "pensemos un poco cada uno de nosotros en los problemas cotidianos, en las enfermedades que cada uno de nosotros hemos vivido".
Hoy la Iglesia repite, canta, grita: “¡Jesús ha resucitado!”. ¿Y eso? Pedro, Juan, las mujeres han ido al Sepulcro y estaba vacío, Él no estaba. Fueron con el corazón cerrado por la tristeza, la tristeza de una derrota: el Maestro, su Maestro, aquel al que amaban tanto y fue justiciado, ha muerto. Y de la muerte no se vuelve. Esa es la derrota, esa es la senda de la derrota, la senda hacia el sepulcro. Pero el Ángel les dice: “No está aquí, ha resucitado”. Es el primer anuncio: “Ha resucitado”. Y luego la confusión, el corazón cerrado, las apariciones.
Pero los discípulos permanecen encerrados toda la jornada en el Cenáculo, porque tenían miedo de que les pasara a ellos lo mismo que le pasó a Jesús. Y la Iglesia no cesa de decir a nuestras derrotas, a nuestros corazones cerrados y timoratos: “Deteneos, el Señor ha resucitado”. Pero si el Señor ha resucitado, ¿cómo suceden estas cosas? ¿Cómo suceden tantas desgracias, enfermedades, tráfico de personas, trata de personas, guerras, destrucciones, mutilaciones, venganzas, odio? ¿Pero, dónde está el Señor? Ayer llamé por teléfono a un chico con una enfermedad grave, un chico culto, un ingeniero, y hablando, para dar un signo de fe, le dije: “No hay explicaciones para lo que te pasa a ti. Mira a Jesús en la Cruz, Dios hizo eso con su Hijo, y no hay otra explicación”. Y él me respondió: “Sí, pero se lo preguntó al Hijo, y el Hijo dijo que sí. A mí no se me ha preguntado si quería esto”.
Esto nos conmueve, a ninguno de nosotros se nos pregunta: “¿Estás contento con lo que pasa en el mundo? ¿Estás dispuesto a llevar adelante esa cruz?”. Y la cruz sigue adelante, y la fe en Jesús decae. Hoy la Iglesia sigue diciendo: “Deteneos, Jesús ha resucitado”. Y eso no es una fantasía, la Resurrección de Cristo no es una fiesta con muchas flores. Eso es bonito, pero no es eso, es más; es el misterio de la piedra descartada que acaba siendo el fundamento de nuestra existencia. Cristo ha resucitado, eso significa.
En esta cultura del descarte donde el que no sirve toma la senda del usar y tirar, donde el que no sirve viene descartado, esa piedra −Jesús− es descartada y es fuente de vida. Y también nosotros, piedrecitas de la tierra, en esta tierra de dolor, de tragedias, con la fe en Cristo Resucitado tenemos un sentido, en medio de tantas calamidades. El sentido de mirar más allá, el sentido de decir: “Mira, no hay un muro; hay un horizonte, está la vida, está la alegría, está la cruz con esa ambivalencia. Mira adelante, no te encierres. Tú piedrecita, tienes un sentido en la vida porque eres una piedrecita tomada de aquella piedra, esa piedra que la maldad del pecado ha descartado”.
¿Qué nos dice la Iglesia hoy ante tantas tragedias? Esto, simplemente. La piedra descartada no resulta verdaderamente descartada. Las piedrecitas que creen y se apegan a esa piedra no son descartadas, tienen un sentido y con ese sentimiento la Iglesia repite desde lo hondo del corazón: “Cristo ha resucitado”. Pensemos un poco, que cada uno piense en los problemas diarios, en las enfermedades que hemos pasado o que padece alguno de nuestros parientes; pensemos en las guerras, en las tragedias humanas y, simplemente, con voz humilde, sin flores, solos, ante Dios, ante nosotros, digamos: “No sé cómo va esto, pero estoy seguro de que Cristo ha resucitado y yo he apostado por Él”. Hermanos y hermanas, esto es lo que quería deciros. Volved hoy a casa, repitiendo en vuestro corazón: “Cristo ha resucitado”.
Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz Pascua!
Hoy, en todo el mundo, la Iglesia renueva el anuncio lleno de asombro de los primeros discípulos: Jesús ha resucitado — Es verdad, el Señor ha resucitado como había dicho (cf. Lc 24,34; Mt 28,5-6).
La antigua fiesta de Pascua, memorial de la liberación de la esclavitud del pueblo judío, alcanza aquí su cumplimiento: con la resurrección, Jesucristo nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte y nos ha abierto el camino a la vida eterna.
Todos, cuando nos dejamos dominar por el pecado, perdemos el buen camino y vamos errantes como ovejas perdidas. Pero Dios mismo, nuestro Pastor, ha venido a buscarnos y, para salvarnos, se abajó hasta la humillación de la cruz. Y hoy podemos proclamar: Ha resucitado el Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya (Misal Romano, IV Domingo de Pascua, Antífona de Comunión).
En toda época de la historia, el Pastor Resucitado no se cansa de buscarnos a nosotros, sus hermanos perdidos en los desiertos del mundo. Y con los signos de la Pasión −las heridas de su amor misericordioso− nos atrae hacia su camino, el camino de la vida. También hoy, carga sobre sus hombros a tantos hermanos nuestros oprimidos por tantas clases de mal.
El Pastor Resucitado va a buscar a quien está perdido en los laberintos de la soledad y la marginación; sale a su encuentro mediante hermanos y hermanas que saben acercarse a esas personas con respeto y ternura y les hacer sentir su voz, una voz que no se olvida, que los convoca de nuevo a la amistad con Dios.
Se hace cargo de los que son víctimas de antiguas y nuevas esclavitudes: trabajos inhumanos, tráficos ilícitos, explotación y discriminación, graves dependencias. Se hace cargo de los niños y de los adolescentes que son privados de su serenidad para ser explotados, y de quien tiene el corazón herido por las violencias que padece dentro de las paredes de su casa.
El Pastor Resucitado se hace compañero de camino de quienes se ven obligados a dejar su tierra a causa de los conflictos armados, de los ataques terroristas, de las carestías, de los regímenes opresivos. A esos emigrantes forzosos, les ayuda a que encuentren en todas partes hermanos que compartan con ellos el pan y la esperanza en el camino común.
Que, en los momentos más complejos y dramáticos de los pueblos, el Señor Resucitado guíe los pasos de quien busca la justicia y la paz; y dé a los representantes de las Naciones el valor de evitar que se propaguen los conflictos y de acabar con el tráfico de armas.
Que en estos tiempos el Señor sostenga de modo particular los esfuerzos de cuantos trabajan activamente para llevar alivio y consuelo a la población civil de Siria, la amada y martirizada Siria, víctima de una guerra que no cesa de sembrar horror y muerte. El vil ataque de ayer a los prófugos que huían ha provocado numerosos muertos y heridos. Que conceda la paz a todo el Oriente Medio, especialmente a Tierra Santa, como también a Irak y a Yemen.
Que los pueblos de Sudán del Sur, de Somalia y de la República Democrática del Congo, que padecen conflictos sin fin, agravados por la terrible carestía que está castigando algunas regiones de África, sientan siempre la cercanía del Buen Pastor.
Que Jesús Resucitado sostenga los esfuerzos de quienes, especialmente en América Latina, se comprometen en favor del bien común de las sociedades, tantas veces marcadas por tensiones políticas y sociales, que en algunos casos son sofocadas con violencia. Que se construyan puentes de diálogo, perseverando en la lucha contra la plaga de la corrupción y en la búsqueda de válidas soluciones pacíficas ante las controversias, para el progreso y la consolidación de las instituciones democráticas, con pleno respeto al estado de derecho.
Que el Buen Pastor ayude a Ucrania, todavía afligida por un sangriento conflicto, para que vuelva a encontrar la concordia y acompañe las iniciativas promovidas para aliviar los dramas de quienes sufren las consecuencias.
Que el Señor Resucitado, que no cesa de bendecir al continente europeo, dé esperanza a cuantos atraviesan momentos de dificultad, especialmente a causa de la gran falta de trabajo sobre todo para los jóvenes.
Queridos hermanos y hermanas, este año los cristianos de todas las confesiones celebramos juntos la Pascua. Resuena así a una sola voz en toda la tierra el anuncio más hermoso: «Es verdad, ha resucitado el Señor». Él, que ha vencido las tinieblas del pecado y de la muerte, dé paz a nuestros días. Feliz Pascua.
Queridos hermanos y hermanas, dirijo mi felicitación Pascual a todos vosotros, aquí venidos de Italia y de otros países, así como a cuantos están conectados a través de los diversos medios de comunicación. Que el anuncio pascual de Cristo Resucitado pueda reavivar las esperanzas de vuestras familias y de vuestras comunidades, en particular de las nuevas generaciones, futuro de la Iglesia y de la humanidad.
Un agradecimiento especial a los que han regalado y a los que han realizado las decoraciones florales, que también este año provienen de los Países Bajos.
Que sintáis cada día la presencia del Señor Resucitado, y compartir con los demás la alegría y la esperanza que Él nos da. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Feliz fiesta y hasta la vista!
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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