Lo que ahora me sale del corazón con mi hermano Javier no es rezar por él, sino hablarle, acudir a su consejo (…) y pedirle que desde el cielo cuide con cariño de todos nosotros
Ha muerto monseñor Javier Echevarría. Un obispo, un hermano, un amigo querido. No es fácil escribir en estos momentos. Nos sabemos en las manos de Dios y estoy seguro de que Javier −el Padre, como le llaman muchos miles de personas de todo el mundo− goza ya de la bienaventuranza eterna. Nuestra madre la Iglesia nos habla de la piedad con nuestros difuntos y la oración por ellos, pero, por momentos, lo que ahora me sale del corazón con mi hermano Javier no es rezar por él, sino hablarle, acudir a su consejo, contarle tantas cosas, recordar las horas que hemos compartido y pedirle que desde el cielo cuide con cariño de todos nosotros.
Nos conocimos hace ya muchos años. Desde el principio hicimos amistad y ésta se hizo más fuerte con el paso del tiempo. Empecé a tratar a monseñor Echevarría durante mi servicio episcopal en Ávila, en Granada y en Toledo. Recuerdo muy bien su visita a Granada, cuando bendijo una imagen de san Josemaría Escrivá en la parroquia de San Ildefonso. Después, en Roma, durante mi etapa al frente de la Congregación para el Culto Divino, pude estar con él muchas veces. En unas ocasiones, para trabajar juntos. En otras, para almorzar, descansar y charlar. Era un hombre de Dios, con una profunda fe y esperanza sobrenaturales. Y era una persona muy humana. Siempre atento y cariñoso, siempre con la sonrisa en los labios y dispuesto a dedicar su tiempo a quien lo necesitara. Y siempre con el detalle acertado para que los demás se sintieran a gusto. Me permito ahora recordar una anécdota muy doméstica, pero que muestra su delicadeza para acoger a sus amigos. Cuando me invitó a su mesa, se encargó de que no faltara nuestra paella valenciana. Y puedo decir que, a pesar de estar en Roma, las paellas en casa de mi amigo Javier fueron las mejores.
Pero la que queda muy viva en mi recuerdo es su visita a Valencia en abril del año pasado. No imaginaba que tan poco tiempo después estaría escribiendo unas líneas con motivo de su fallecimiento. Era un hombre mayor, con las limitaciones propias de su avanzada edad, pero con fuerza y con la cabeza ágil y rápida. Guardo como un tesoro sus palabras y las horas vividas con él durante esos días.
Le invité a Valencia para que diera una conferencia. Era un hombre muy humilde. Tuve que engañarle amistosamente, pues no habría consentido ese viaje si el motivo de venir hubiera sido él mismo. Como estábamos en el cincuenta aniversario del Concilio Vaticano II y, además, pocos meses antes había sido beatificado Álvaro del Portillo en Madrid, le sugerí que hablara a los sacerdotes sobre la intervención del beato en el decreto conciliar Presbyterorum ordinis y que concelebráramos juntos una misa de acción de gracias por la reciente beatificación del primer sucesor de san Josemaría en el gobierno del Opus Dei. Así sí accedió.
Varios miles de personas le escucharon, especialmente en la misa de la Catedral. Sus palabras fueron alimento y aliento para nuestra vida cristiana. Traigo aquí su oración por todos los valencianos ante la Virgen de los Desamparados. Después de pedir mi permiso −otra muestra de su gran delicadeza− se dirigió así a la Mare de Déu:
«Le he pedido a nuestra madre Santa María que nos atienda como Ella sabe hacerlo y que concretamente se ocupe de la Iglesia, del Papa y de esta iglesia particular para que produzca muchísimo fruto y que proteja a su Pastor. También a esta madre nuestra le pedimos que nos proteja a cada uno y a cada una en las necesidades que tengamos. Encomendamos esta Archidiócesis de Valencia y encomendamos también nuevamente a su Pastor y a todo el pueblo fiel y también a aquellos que por cualquier circunstancia no entienden la maravilla de la Fe y la cercanía de esta madre de Dios. Que Dios os bendiga a través de la intercesión de esta buena Madre».
Con su muerte se cierra una época en el Opus Dei, que podríamos llamar fundacional, sellada por tres grandes figuras: san Josemaría Escrivá de Balaguer, el beato Álvaro del Portillo, y el propio Javier Echevarría. Todos ellos modelos admirables de santidad sacerdotal y promotores de la santidad de los laicos, que creo que es la sustancia del Opus Dei: tres hitos continuados que apuntan una línea neta de futuro y esperanza para la Obra, pero también para toda la Iglesia.
Gracias, Javier, mi hermano, mi amigo. Descanse en paz un hombre bueno y fiel. Acuérdate, en la presencia de Dios, con tu gran corazón, de contarle cosas buenas de nosotros. Un abrazo muy grande.