No deberíamos permitirnos no ya disfrutar sino ni tan siquiera una actitud de mera indiferencia ante el sufrimiento ajeno
Quizás conozcas la historia:
Un maestro enseña un billete de 100 euros a sus alumnos y les pregunta: “¿A quién le gustaría tener este billete?” Todos levantan la mano.
El profesor arruga el billete y pregunta de nuevo: “Ahora, ¿quién lo quiere?” Todos levantan la mano.
El maestro hace una bola con el billete arrugado, lo tira al suelo, lo pisotea y vuelve a preguntar: “¿Aún lo quiere alguien?”
Todos responden que sí y levantan la mano.
Y el profesor les comenta:
“Hoy habéis aprendido una lección muy importante: aunque he arrugado el billete, lo he tirado y lo he pisoteado todos queréis todavía el billete, porque su valor no ha cambiado, sigue valiendo 100 euros.
Con frecuencia la vida aprieta: hay quienes te rechazan, te ofenden, te maltratan y desean o simplemente se alegran ante tu desgracia.
No dejes que jamás se vea afectada tu autoestima: tu valor como persona no cambia”.
Sé que te sonará a chino, perdón, a alemán.
Si te hablo de epicaricacia a lo mejor sí que te suena a chino. Aunque no lo es. No viene en el diccionario de la RAE. Algunos la equiparan a “regodeo”. En el peor sentido del término: el que lo define como el disfrute malicioso con un percance, desgracia, etc., que le ocurre a otra persona.
Alberto me decía: “Puede no gustarte la envidia (que define el diccionario como sentirse mal ante el bien ajeno). ¡Pero lo que es el colmo es gozar ante el mal, ante la desdicha, ante el sufrimiento de otro!”
Y ocurre. En seres humanos. Que disimulan mucho tal condición.
Estos últimos días he podido constatar, cerca de donde vivo, unas dosis de epicaricacia como para matar a un elefante. Personas que se alegran cuando a otros los pisotean, los golpean, los machacan, los maltratan.
Para que nadie le dé vueltas: no iba dirigido hacia (contra) mí. Directamente. Porque cuando hay epicaricacia ese veneno nos hace daño a todos. O debería.
Aunque la epicaricacia no está en el diccionario, está en el corazón de algunos (como un gusano en una fruta). Y a quien más daño le hace es a quien lo alberga. Por más que crea sentir cosquillas… mientras el bicho se lo va comiendo por dentro.
Dicen algunos que una envidia sana (no voy a entrar en debates de salud en esta materia) puede llevarte a la superación, a la emulación.
¿A dónde te lleva la epicaricacia?
El mal ajeno no cura el propio, aunque alguno piense lo contrario. Y en todo caso, la felicidad que se construye sobre la desgracia ajena, nunca puede ser auténtica.
No pretendo dar lecciones a nadie: el que esté libre de epicaricacia, que tire la primera piedra.
Toda ella no es, naturalmente, de la misma gravedad. Depende entre otras cosas de la entidad del daño ajeno y de la del gozo propio. Es decir, no es lo mismo que alguien sea capaz de alegrarse de que agredan a otras personas que se regodee ante una cuestión más bien banal.
En cualquier caso, no es malo tener presente a Schopenhauer cuando escribía: “Sentir envidia es humano; sentir placer por la desgracia de otros, demoníaco”. Aunque quepan matices de diversa entidad.
Lo que no tiene matiz es que frente a la epicaricacia está la compasión: Padecer con y por el otro. Te invito a ella; yo mismo me autoinvito: “Dolor compartido es dolor disminuido”.
No deberíamos permitirnos no ya disfrutar sino ni tan siquiera una actitud de mera indiferencia ante el sufrimiento ajeno.
Pero tampoco es suficiente quedarse en una postura meramente sentimental: no basta con conmoverse, hay además que moverse.
A veces no es fácil, pero… no nos arruguemos.
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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