Lo que me atrae de las personas es la belleza de su alma, la limpieza de su corazón, la luz de su inteligencia, la fuerza de su cariño
Hace unos pocos meses el magnífico poeta Joan Margaritme dedicó su libro de ensayos Un mal poema ensucia el mundo con estas palabras: “Para Jaime, deseando que encuentre mundos lo más limpios posibles”. Inicialmente no presté atención a la dedicatoria, pues había quedado deslumbrado por el título del libro y por el rostro estremecedoramente honesto del poeta arquitecto, curtido por el trabajo y el sufrimiento.
Leí esta semana una afirmación del escritor Rafael Sánchez Ferlosio que me impactó: “No despreciéis el poder de la fealdad, porque es la puerta de la estupidez y ésta lo es a su vez de la maldad”. En mi cabeza fealdad y suciedad vienen a ser lo mismo. Yo procuro alejarme siempre de la suciedad y por tanto de la estupidez y de la malicia: la fealdad viene a ser como el nombre de todo aquello que no quiero en mi vida. En cambio, lo que me atrae de las personas es la belleza de su alma, la limpieza de su corazón, la luz de su inteligencia, la fuerza de su cariño.
Me escribía una profesora de secundaria sobre la cita de Sánchez Ferlosio: “Me encanta esa frase. Ayer −me añadía como ilustración− intentaba adivinar la calidad del servicio y del ambiente de trabajo en la oficina de orientación de un Instituto a través del desorden que deja en las estanterías el paso de demasiados interinos, la disposición de los muebles e incluso la fealdad de la decoración, y pensaba para mí: «tu casa no la tendrías así»”. Me pareció un luminoso comentario. Todos tenemos experiencia de que el orden, la limpieza y la buena disposición de las cosas logran que un espacio nos resulte acogedor, mientras que el desorden, la suciedad o la fealdad lo tornan del todo inhóspito.
Sin embargo, me dejó pensando la “defensa de la fealdad” que me escribía Nora F., otra valiosa antigua alumna dedicada a la comunicación:
“A menudo dudo de que la verdad se encuentre siempre en lo bello, porque lo feo es también objeto de expresión y una forma de expresión no menos real ni sincera que la de la belleza. No me parece justo condenar la expresión de lo feo o el poder de la fealdad porque a lo largo de la historia muchos artistas han necesitado expresar lo feo que es el mundo a veces o lo horrible que puede resultar el ser humano como un reflejo de la realidad vivida. No vamos a maquillar siempre la realidad con el arte y, si esta resulta horrible, habrá quien quiera expresarla tal y como la ve. Si expresa maldad, será porque existe esa maldad y si expresa estupidez será porque muchas veces somos así de estúpidos, aunque no queramos reconocernos como tales.
No encuentro nada despreciable en lo feo siempre y cuando lo feo también me cuente algo. Me pasa también con muchas canciones o bandas, quizá la voz no sea la más bonita ni la más afinada, pero para esa persona es el vehículo de sus emociones; es una voz quizá más amarga, pero más sincera, y me llega más adentro que la de muchos otros con cristalinas voces de Disney. Me ocurre igual con muchos artistas y con el arte”.
Cuánta profundidad en esa sencilla reflexión llena de experiencia. Efectivamente, basta con pensar en Los horrores de Goya o en tantas fotografías de hechos terribles para advertir que nos dicen mucho y en ese sentido son también bellas, aunque resulten quizás horripilantes. La belleza no es el mundo edulcorado de Disney, atractivo para tantos niños. La esencia de la obra de arte −al menos para Charles S. Peirce y para mí− es el efecto que causa en quienes la contemplan. La esencia de la obra de arte −como la de todos los artefactos− no es algo que esté dentro de ella, sino fuera: es su finalidad. Si escribo un texto maravilloso y lo borro sin que nadie lo haya leído y ni siquiera yo mismo lo recuerde, no hay obra de arte. Si escribo un texto y por lo que sea −por falta de tiempo, de inspiración o de tema− me sale mal y a pesar de ello lo publico, estoy ensuciando el mundo; pero si en ese texto logro escribir hermosamente −quizá de cosas terribles, pero que emocionan a mis lectores− estoy ayudando a que el mundo sea un poco mejor.
Dedico una parte importante de mi tiempo a corregir textos de mis alumnos de grado o de doctorandos. Casi siempre mi tarea consiste en pulir la redacción, advertir errores ortográficos, sugerir pequeñas mejoras o líneas de posibles desarrollos. A veces pienso que mi trabajo se parece en parte al de quienes se dedican a recoger plásticos y papeles abandonados en la naturaleza o a los padres cuidadosos que se pasan el día limpiando lo que sus hijos pequeños van ensuciando o desordenando.
En el pasado mes de julio pude estar en el manglar de Tanjung Piai, donde el bosque se adentra en el mar en el extremo más suroriental de Asia. Me impresionó el volumen de plásticos y basuras que el océano en sus grandes avenidas va depositando dentro del bosque convirtiéndolo en un vertedero de los desechos que los seres humanos irresponsablemente hemos ido tirando al mar. Lo que esa suciedad denuncia −lo que nos dice− es nuestro grave descuido del entorno natural. Me dio la impresión de que en la batalla de la fealdad contra la belleza podía terminar ganando la primera.
Por todo esto, pienso que merece la pena comprometerse a limpiar el mundo, y eso comienza por nuestra casa, por nuestras cosas y, por supuesto, por todos los espacios comunes, incluidos los textos que escribimos. Solo así, como me escribía el poeta, podremos encontrar mundos lo más limpios posibles.