La convivencia democrática exige la recuperación de principios éticos decisivos, como señaló en su día el Concilio Vaticano II y han repetido los sucesivos pontífices
El diario Le Monde comenta el documento difundido el pasado 13 de octubre por la comisión permanente del episcopado francés con ese título desafortunado: La leçon politique de l'église. Ni se trata de una lección, ni la imparte la Iglesia. Dicho esto, y antes de seguir, añadiré que el vespertino de París sigue siendo un notorio medio de referencia, a pesar de la participación que tiene en su capital social la empresa titular de El País. No por ser laico cae en el fundamentalismo al que tiende su colega de Madrid. De hecho, en este caso, antes de opinar en el editorial, había dado extensamente la noticia, había publicado una detenida conversación con el presidente de los obispos franceses, y había dado a conocer muchos extractos del documento episcopal.
No es una lección política, porque los prelados pretenden solo aportar estímulo a la solución de la crisis social que padece el país vecino, agudizada por recientes atentados terroristas, y no precisamente fácil de resolver en la proximidad de una campaña electoral para la presidencia. De hecho, ha comenzado ya, con las primarias que intentan dilucidar quién es el mejor candidato de la derecha contra François Hollande y Marine Le Pen, la gran favorita para la primera vuelta, dentro del específico sistema electoral del país vecino.
Tampoco es una lección “de la Iglesia”, porque se identifica con facilidad −incluso entre católicos practicantes− a la Iglesia con su jerarquía. No se acaba de imponer la distinción, a pesar del serio esfuerzo de precisión realizado por los padres del Concilio Vaticano II. No hay ni puede haber soluciones católicas, como llovidas del cielo, para las cuestiones culturales, sociales y políticas, cada vez más complejas.
Sin embargo, los obispos pueden y en tantos casos deben enseñar y repasar −se aprende cuando se repasa− las exigencias de la fe en esos campos: forma parte de la teología moral, que se proyecta en los términos propios de la llamada doctrina social de la Iglesia. De ésta no se derivan recetas, sino sólo principios de reflexión, criterios de juicio, orientaciones para la acción.
Han pasado ya dos meses y medio del asesinato del padre Hamel en su parroquia de Saint-Etienne-du-Rouvray, y los obispos de Francia −precisa Le Monde en el texto de su comentario− traen un mensaje de apertura y fraternidad. No desean, en concreto, que los atentados lleven a una dura desconfianza contra los musulmanes franceses por parte de los demás ciudadanos. En esa línea, y arriesgando mucho, se atreven a hablar de la identidad nacional, tema candente en el actual debate público, desde la descripción de Francia como una sociedad pluricultural, que exigiría quizá un nuevo contrato social.
No se trata, pues, de una lección, sino de una invitación a reflexionar, especialmente dirigida a los responsables de la vida pública, como corresponde al título del mensaje de 94 páginas, según la edición de tres importantes editoriales del país vecino: En un mundo cambiante, redescubrir el sentido de la política. “Más allá de los próximos eventos políticos, en que los debates de fondo corren el riesgo de convertirse en rehenes de cálculos electorales, es una reflexión más fundamental sobre la política en sí misma”, a la que a los obispos les parece urgente invitarles.
Buena parte del mensaje se ciñe, como es lógico, a la realidad francesa. Pero algunos aspectos tienen cierto carácter general, como la referencia al creciente descrédito de la política. Lleva en el mejor de los casos al desinterés; en el peor, a la rabia. En todo caso, aumenta la desconfianza de los ciudadanos respecto de sus gobernantes, encargados de velar por el bien común y los intereses generales. Abonan esa lejanía el exceso de ambiciones personales y de maniobras meramente electorales, que llevan a faltar a la verdad o incumplir la palabra.
Sin duda, la convivencia democrática exige la recuperación de principios éticos decisivos, como señaló en su día el Concilio Vaticano II y han repetido los sucesivos pontífices. No hay nostalgia de la cristiandad en el diagnóstico, pero sí recuerdo de la herencia cristiana: los peligros son olvidar los cimientos sobre los que se ha construido la historia o, al contrario, soñar con la vuelta a una edad de oro imaginaria o aspirar a una Iglesia de puros y a una contra-cultura situada fuera del mundo.