Un dolor que soporta, en silencio, sobre sus espaldas y sobre su corazón, el pueblo ruso
“Después de tanto sufrimiento elevo mi corazón a
Dios y le pido que bendiga a
Rusia con la Paz, con la Verdad, con la Libertad”
Al terminar mi recorrido por las salas del primer museo que se abre en el mundo para dar a conocer −en la medida que eso es posible− el dolor, los sufrimientos, el desprecio, que han sufrido millones de ciudadanos y de ciudadanas rusas, desde los años 20 del siglo pasado, hasta la década de los 80− he dejado escritas esas palabras en una octavilla, pegada a una pared en la que colgaban diversos escritos de otras personas. Mi octavilla era la única que recogía un recuerdo de Dios.
Una mujer, de una cierta edad, que cuidaba de los visitantes nos dio un dato que no figuraba en los paneles explicativos. El número de los Gulag −palabra acrónimo del nombre de la organización: “Jefatura de la administración de los campos de trabajo”−, con más de 5.000 prisioneros en cada uno, estaba alrededor de 460; a los que había que añadir muchos más que sólo podían acoger en torno a los 1.000, y que estaban distribuidos por todo el territorio ruso, Siberia incluido. Y esto durante más de 40 años.
En medio del silencio, y en las sombras del museo, una pantalla transmite la lista de los más de 20.000.000 millones de personas desaparecidas, después de haber cruzado el umbral de uno de estos campos que, en un eufemismo, fueron denominados, “campos de trabajo”.
La memoria hay que dominarla, no vaciarla, para que, de un lado no dé demasiada vida a los recuerdos, y a la vez, nos sirva para no caer en el olvido total de lo ocurrido, que nos haría incapaces de acompañar el dolor de los que sufrieron tantas vejaciones, y están todavía vivos, y de rezar por el eterno descanso de los muertos.
Con esta sabiduría trató de vivir la protagonista de la novela “Una pasión rusa”, en la que Reyes Monforte hace revivir la historia de Lina Prokofiev, esposa y viuda de Sergio Prokofiev, que paso 8 años en uno de esos campos; y con esa misma sabiduría, personas que han sobrevivido al exterminio, narran a lo vivo, en pantallas grandes, su testimonio personal. El dolor se palpa; el odio no aparece.
En la mente del gobierno ruso, promotor del museo, me parece que no está la intención de revivir odios, violencias, deseos de venganzas, y mucho menos la de cargar al pueblo ruso con unos recuerdos y con unas historias que les llenen de pesimismo, y les sitúen los unos contra los otros en la convivencia social de cada día. El Gulag, sin embargo, es una realidad pasada que no se puede ocultar ni a los rusos, ni al mundo entero. No se puede pasar página ante una injusticia semejante.
Este museo es un esfuerzo claro para que la memoria de un pasado tan infame de gobernantes asesinos, abra los corazones de todos para que no se repita jamás nada semejante y, a la vez, agrande los nuevos horizontes de convivencia pacífica entre los rusos, que todos cargan con el peso de esa miseria. Aquí hay un pueblo que sufre, que quiere seguir viviendo. Cubrir con toneladas de tierra los cuerpos de los que encontraron su muerte en esos “campos”, no traen nunca la paz. El alma. El espíritu, no cabe en ninguna tumba.
¿Qué hacer entonces?
Dejar bien de manifiesto lo realmente ocurrido. En el museo se pueden apreciar muchos detalles del mal trato, las condiciones de higiene, de desprecio a la persona, etc., que se vivían en esos lugares, y que hacen de los hechos narrados por Dostoyewsky en la “Memoria de la casa de los muertos”, acciones “cuasi-humanas”.
La pregunta surge inmediata: ¿Cómo seres humanos han podido ensañarse de esta manera contra otros seres humanos, y cargar contra los millones de pobres desgraciados encarcelados con acusaciones inventadas de “enemigos del partido”, “saboteadores”, “traidores a la patria”, etc. etc., con una maldad que envidiaría hasta el mismo “diablo”, si eso fuera posible? ¿Cómo unos hombres han podido pretender por esos caminos destruir a otros hombres, criaturas de Dios, como ellos mismos? ¿Cómo no ha saltado todo antes por los aires? ¿Cómo han podido engañar, y dejarse engañar, de esta manera?
Como recuerdo para la historia van a construir un monumento en un lugar no muy alejado del centro de Moscú, un muro de bronce de unos 30 metros de largo y 5 de alto, en el que aparecen esbozadas figuras humanas en bajo relieve y a diferentes niveles: las sombras de los muertos. “El muro del Dolor” será su nombre. Un dolor que soporta, en silencio, sobre sus espaldas y sobre su corazón, el pueblo ruso. Si algún día se atreven a presentar esos crímenes ante Dios, y pedir perdón, el muro se convertirá en “El muro del Perdón”.
¿Será una llamada para recordar la asombrosa mentalidad de “banalidad del hombre” que han supuesto los Gulag? No ya la “banalidad del mal” de Hanna Arendt, que deja al descubierto hasta qué punto puede llegar un hombre sin conciencia. Ante los Gulag estamos de frente a hombres que han borrado del fondo de su espíritu cualquier origen humano, cualquier sentido de conciencia, cualquier origen en Dios.
Se nos puede hacer difícil entender esta situación. Si pensamos en el “aborto comercializado” de las clínicas abortistas, en las que ya han muerto muchos más millones de seres humanos que en los Gulag, quizá acabaríamos descubriendo que cada una de esas “clínicas” no se diferencia mucho de un “gulag”, y de los muertos no queda rastro.
Ernesto Juliá, en religionconfidencial.com.
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