Durante la Audiencia general esta mañana, el Papa habló del episodio del Evangelio en el que una mujer enferma con flujos de sangre tocó el manto de Jesús, sabiendo que eso la curaría
Queridos hermanos y hermanas
Como hemos escuchado en el Evangelio, una mujer que sufría flujos de sangre se abrió paso entre la multitud para tocar el borde del manto de Jesús. Estaba convencida de que Jesús era el único que podía liberarla de su enfermedad y de la marginación que sufría desde hacía bastante tiempo.
Cuando la mujer tocó el manto, Jesús se volvió hacia ella y la miró con ternura y misericordia. Fue un encuentro personal, un encuentro de acogida, en el que Jesús alabó su fe sólida, capaz de superar cualquier obstáculo y adversidad.
Jesús no sólo la curó de su dolencia, sino que la libra de sus temores y complejos, le restituye su dignidad y la reintegra en la esfera del amor misericordioso de Dios. Jesús es la fuente de todo bien y de él nos viene la salvación; nosotros debemos acogerlo con fe viva y auténtica, como demostró tener esa mujer.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Que el ejemplo de Jesús nos ayude a salir al encuentro de quien está solo y necesitado, para llevar su misericordia y ternura, que sana las heridas y restablece la dignidad de hijos de Dios. Muchas gracias.
El Evangelio que hemos escuchado nos presenta una figura que destaca por su fe y su valentía. Se trata de la mujer que Jesús curó de sus pérdidas de sangre (cfr. Mt 9,20-22). Pasando entre la gente, se acerca por detrás de Jesús para tocar el borde de su manto. «Porque decía dentro de sí: Si tocare solamente su manto, seré salva» (v. 21). ¡Cuánta fe! ¡Cuánta fe tenía esa mujer! Razona así porque está animada por mucha fe y mucha esperanza y, con un toque de pillería, realiza cuanto tiene en el corazón. El deseo de ser salvada por Jesús es tal que la lleva a ir más allá de las prescripciones establecidas por la ley de Moisés.
De hecho, esta pobre mujer desde hace muchos años no está simplemente enferma, sino que es considerada impura porque sufre de hemorragias (cfr. Lv 15,19-30). Por eso está excluida de las liturgias, de la vida conyugal, de las normales relaciones con el prójimo. El evangelista Marcos añade que había consultado muchos médicos, gastando todo su fortuna en pagarles y sobre todo en curas dolorosas, pero solo había empeorado. Era una mujer descartada por la sociedad. Es importante considerar esta condición −de descartada− para entender su estado de ánimo: ella siente que Jesús puede liberarla de la enfermedad y del estado de marginación y de indignidad en la que se encuentra desde hace años. En una palabra: sabe, siente que Jesús puede salvarla.
Este caso hace pensar en cómo la mujer es inmediatamente percibida y representada. Todos estamos en guardia, también las comunidades cristianas, de visiones de la feminidad infectadas de prejuicios y sospechas lesivas de su intangible dignidad. En ese sentido, son precisamente los Evangelios los que devuelven la verdad y la reconducen a un punto de vista liberador. Jesús admira la fe de esta mujer que todos evitaban y transformó su esperanza en salvación. No sabemos su nombre, pero las pocas líneas con las que los Evangelios describen su encuentro con Jesús delinean un itinerario de fe capaz de restablecer la verdad y la grandeza de la dignidad de toda persona. En el encuentro con Cristo se abre para todos, hombres y mujeres de todo tiempo y lugar, la vía de la liberación y de la salvación.
El Evangelio de Mateo dice que cuando la mujer tocó el manto de Jesús, Él «se volvió» y «la vio» (v. 22), y entonces le dirige la palabra. Como decíamos, a causa de su estado de exclusión, la mujer actuó a escondidas, a espaldas de Jesús, tenía un poco de miedo, para no ser vista, porque era una descartada. En cambio, Jesús la ve y su mirada no es de reproche, no le dice: “¡Vete, eres una descartada!”, como si dijese: “¡Eres una leprosa, vete!” No, no regaña, sino que la mirada de Jesús es de misericordia y ternura. Él sabe lo que ha pasado y busca el encuentro personal con ella, lo que, en el fondo, la misma mujer deseaba. Esto significa que Jesús no solo la acoge, sino que la considera digna de tal encuentro hasta el punto de hacerle el don de su palabra y de su atención.
En la parte central del relato, el término salvación se repite tres veces. «Si tocare solamente su manto, seré salva. Pero Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado. Y la mujer fue salva desde aquella hora» (vv. 21-22). Este «ánimo, hija» expresa toda la misericordia de Dios por aquella persona. Y por cada persona descartada.
Cuántas veces nos sentimos interiormente descartados por nuestros pecados, hemos hecho tantos, hemos hecho tantos… Y el Señor nos dice: “¡Ánimo! Ven! Para mí tú no eres un descartado, una descartada. Ánimo, hija. Tú eres un hijo, una hija”. Y este es el momento de la gracia, es el momento del perdón, es el momento de la inclusión en la vida de Jesús, en la vida de la Iglesia. Es el momento de la misericordia. Hoy, a todos nosotros pecadores −que somos grandes pecadores o pequeños pecadores, y todos lo somos−, a todos el Señor dice: “¡Ánimo, ven! Ya no eres descartado, no eres descartada: yo te perdono, yo te abrazo”.
Así es la misericordia de Dios. Debemos tener valor e ir a Él, pedir perdón por nuestros pecados y seguir adelante. Con valentía, como hizo esta mujer. Luego, la “salvación” asume múltiples connotaciones: ante todo devolver a la mujer la salud; después la libera de las discriminaciones sociales y religiosas; además, realiza la esperanza que ella llevaba en el corazón, anulando sus miedos y su desconsuelo; finalmente, la devuelve a la comunidad liberándola de la necesidad de actuar a escondidas.
Y esto último es importante: una persona descartada actúa siempre a escondidas, alguna vez o toda la vida: pensemos en los leprosos de aquel tiempo, en los sin techo de hoy…; pensemos en los pecadores, en nosotros pecadores: siempre hacemos algo a escondidas, tenemos la necesidad de hacer algo a escondidas, porque nos avergonzamos de lo que somos... Y Él nos libera de esto, Jesús nos libera y nos hace ponernos de pie: “¡Levántate, ven, de pie!”. Como Dios nos creó: Dios nos creó de pie, no humillados. De pie. La que Jesús da es una salvación total, que reintegra la vida de la mujer a la esfera del amor de Dios y, al mismo tiempo, la restituye en su plena dignidad.
En definitiva, no es el manto que la mujer tocó el que le dio la salvación, sino la palabra de Jesús, acogida en la fe, capaz de consolarla, curarla y devolverla a la relación con Dios y con su pueblo. Jesús es la única fuente de bendición de la que mana la salvación para todos los hombres, y la fe es la disposición fundamental para acogerla. Jesús, una vez más, con su comportamiento lleno de misericordia, indica a la Iglesia el camino para salir al encuentro de cada persona, para que cada uno pueda ser curado en el cuerpo y en el espíritu y recuperar la dignidad de hijos de Dios.
* * *
Un particular saludo a los jóvenes, enfermos y recién casados. El heroico martirio de San Juan Bautista, que recordábamos el lunes, os anime, queridos jóvenes, a proyectar vuestro futuro sin componendas con el Evangelio; os ayude, queridos enfermos, a ser valientes, encontrando en Cristo crucificado serenidad y consuelo; os lleve, queridos recién casados, a un amor profundo a Dios y entre vosotros, para experimentar cada día la consoladora alegría que surge del don recíproco de sí.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Francisco Montoya.
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