El centro de cuidados paliativos tiene un equipo de 100 voluntarios que acompañan a los pacientes terminales
Aunque, al principio, reciben a los voluntarios con cierto pudor y el primer contacto se les hace extraño, acaban charlando como si fueran viejos amigos.
El madrileño hospital Laguna no es un hospital al uso. En lugar del habitual trajín de pacientes y especialistas que se sucede en cualquier ambulatorio, una sensación de paz y calidez invade al visitante que franquea las puertas de este centro especializado en cuidados paliativos. Precisamente, la delicada situación de estas personas, que sufren enfermedades terminales y degenerativas, precisa de un espacio cómodo y agradable para que los enfermos y sus familias se sientan como en casa.
"Tratamos de romper el cliché de que este tipo de pacientes están siempre conectados al gotero. Con un buen tratamiento pueden disfrutar de las cosas buenas de la vida", explica Ana María Pérez, responsable de comunicación del hospital, uno de los 102 centros de toda España en los que la Obra Social "la Caixa" desarrolla su programa de Atención Integral a Personas con enfermedades Avanzadas.
Sin embargo, no todos los pacientes tienen quien les acompañe en estos duros momentos. "Morir completamente solo es muy triste", dice Ana María "y aquí no queremos que pase". Su apoyo es un equipo de más de 100 voluntarios que, con solo coger la mano de los enfermos, ya están ayudando.
Uno de ellos es Ricardo Herrera. Con 76 años, acude todos los martes y jueves a hablar, escuchar, bromear o simplemente sonreír a las personas que llenan los cuartos del centro Laguna. Él mismo explica que rozó la muerte cuando le operaron del corazón en el mismo hospital y, de alguna manera, quiso devolver el favor acompañando a los enfermos en momentos que él también había pasado. "Me gusta sentir ese cariño cuando les estrecho la mano para decirles que no están solos. La cara que ponen algunos lo dice todo", explica Ricardo con voz pausada, a la vez que asegura que es una experiencia buena para pacientes y voluntarios y que los 15 años que lleva viniendo, "así se van pasando muy deprisa".
Ricardo destaca que los enfermos de este centro suelen estar "desorientados": "algunos piensan que van a salir pronto y que esto es como cualquier hospital y otros que saben que esto es el final".
Aunque, al principio, reciben a los voluntarios con cierto pudor y el primer contacto se les hace extraño, acaban charlando como si fueran viejos amigos. Al cabo de unas semanas, la timidez y la extrañeza dan paso a la ilusión de las visitas y las ganas de mantener conversaciones "a veces sin sentido" pero llenas de calidez y cariño. "Lo difícil es cuando un día vas a verles y ves la cama vacía", dice Ricardo con pesadumbre.
También hay momentos de indignación. Es complicado entender por qué una familia puede dejar morir solo a uno de sus miembros. "Eché mis primeras lágrimas de rabia cuando un paciente murió agarrado a mi mano y nadie, más que yo, le vino a acompañar. Es algo que no podía consentir y es la mayor experiencia que he vivido".
La otra cara, la cuenta Ana María, que explica que desde el centro hacen de mediadores para reconciliar a familias que llevan rotas mucho tiempo. "Convencimos a un chico marroquí para que se despidiese de su madre, que había abandonado a sus hijos cuando eran muy pequeños. Aunque al principio se negó, cuando le dijimos que ella estaba a punto de morir aquí sola, accedió a decirle adiós por videoconferencia", recuerda con ilusión.
Y es que, como asegura Ricardo, "en el momento de la muerte, todos recapacitamos. Esto es una universidad de la vida".