En Semana Santa no hay regalos, no hay una alegría exterior, pero hay una dedicación a una conmemoración que es esencial en la vida de los cristianos: Jesucristo muere en la Cruz por nosotros
Volvemos a celebrar la Semana Santa, este año más pronto de lo habitual, y se acercan, sin duda, unos días especiales. Quizá para algunos se quede en la fiesta de la primavera, y siempre hay quien aprovecha, sin más, para unas buenas vacaciones en la playa, o para hacer turismo. Pero en general sigue siendo Santa, con toda la carga religiosa que nos muestra. Y sin duda en este aspecto España es diferente.
Las procesiones de la Pasión son una manifestación de fe y de tradición. Algunos pensaron, hace unos años, que desaparecerían −y todavía algunos lo pretenden−, pero la realidad es el auge que han cobrado y el cuidado y la atención que se ha puesto en los ayuntamientos para fomentar esos fenómenos de masas, que no son puro espectáculo, son manifestaciones de devoción. Fuera de España apenas existe algo similar. Y los europeos que llegan −muchos miles− regresan maravillados de nuestras piadosas costumbres, nuestras bellas imágenes y de nuestra fe.
En algunos lugares, allí donde las procesiones son más llamativas −Valladolid, Zamora…, y por supuesto en muchas ciudades de Andalucía−, muchos van para ver el espectáculo y otros por devoción. En los pueblos las procesiones son una tradición viva y una manifestación de la fe de la gente. En las ciudades grandes se notan más las vacaciones, gente que viaja; en los pueblos eso se aprecia menos y esa semana, que es Santa, con sus manifestaciones públicas en las calles y otras menos notorias, como los oficios del Jueves o Viernes Santo, ayudan a saborear lo más profundo de nuestra religión.
En el fondo, queremos acompañar a Jesucristo que se ofrece por nosotros. Lo decía Benedicto XVI: “También aquella noche, al llegar a la finca del monte de los Olivos, Jesús se prepara para la oración personal. Pero en esta ocasión sucede algo nuevo: parece que no quiere quedarse solo. Muchas veces Jesús se retiraba a un lugar apartado de la multitud e incluso de los discípulos, permaneciendo «en lugares solitarios» (cf. Mc 1, 35) o subiendo «al monte», dice san Marcos (cf. Mc 6, 46). En Getsemaní, en cambio, invita a Pedro, Santiago y Juan a que estén más cerca” (La Oración de Jesús, p. 52).
Nadie queda al margen del contraste entre los días de tristeza y la alegría de la Pascua. Del dolor de la Cruz por las calles, se pasa, en cuestión de horas, a la alegría de la Resurrección, y para la mayoría llegan unos días de gozo que no son fáciles de explicar, pues exteriormente no ha habido grandes cambios. Es ahí donde se nota que estamos celebrando cosas santas. En Navidad hay una alegría por un nacimiento, el del Niño Dios. Y esas fiestas se han llenado de regalos y luces que a veces pueden ocultar la celebración más profundamente religiosa.
En Semana Santa no hay regalos, no hay una alegría exterior, pero hay una dedicación a una conmemoración que es esencial en la vida de los cristianos: Jesucristo muere en la Cruz por nosotros. Lo sabemos, lo tenemos más o menos asumido, y los días se viven de un modo distinto, con recogimiento, con silencio, y viendo pasar por la calle a esas imágenes que nos recuerdan lo esencial. Un silencio que puede ser penitencia para algunos y, por lo tanto, se convierte en gran alegría con la Pascua. Y ahí sí que nos alegran ya las costumbres culinarias y las campanas de las iglesias, que se gozan con nosotros.