Una sinfonía que nos invita a volver siempre a contemplar las Verdades de nuestra Fe, a abrir los ojos para reconocer nuestros pecados, y saborear así, arrepentidos y pidiendo perdón, el amor misericordioso de Dios
Desde la conversión de san Pablo −de perseguidor de la Iglesia incipiente a defensor y apóstol de la Fe en Cristo−, la voz de los conversos ha tenido siempre un lugar privilegiado dentro de la armoniosa sinfonía de voces, y de clamores, que es la Iglesia fundada por el Señor.
San Pablo, incluso, llevo su celo hasta corregir filialmente a Pedro −que recibió muy bien, humildemente, la corrección−, en un momento de debilidad acomodaticia ante las tradiciones rituales judías. Hoy le llamaríamos, anhelo de estar al paso de la “opinión pública”, si es que alguien es capaz de decir con toda precisión que es la “opinión pública”.
Gilbert Chesterton, Leon Blo, Bernard Nathanson, Card. Newman, Edith Stein −santa Teresa de la Cruz−, Manuel García-Morente, entre otros, por no hacer la lista demasiado alargada, aunque no puede faltar la voz de san Agustín, han alzado la voz en el coro de Fe de la Iglesia Católica. Voces de acciones de gracias; voces de remordimiento; voces de júbilo,... y voces siempre de una cierta llamada de atención. ¿De atención? ¿Por qué y para qué?
La carta de 140 conversos contemporáneos, −algunos obispos y pastores protestantes; hoy sacerdotes y alguno Obispo en la Iglesia− a los padres sinodales rogándoles que se hicieran fuertes en la defensa de la luz divina sobre la realidad humana y sacramental (sobrenatural), de la familia fundada en el matrimonio hombre-mujer, llamó la atención en su día, y fue buen ejemplo de este “clamor”.
Hoy, y entre otras, es la voz del converso Fabrice Hadjadj, judío francés, y filósofo, que llama regularmente a las conciencias católicas para que no se adormezcan. En una reciente entrevista lo ha hecho con palabras claras y precisas. Insiste en que ya es tiempo de dejar el “bajo perfil del catolicismo” demasiado instalado en la “defensiva”, y pasar a vivir lo que ha hecho posible la conversión de tantos hombres y mujeres de tantas naciones y continentes: “Más virilidad en el anuncia del Evangelio”; “saberse, además de buen hermano de todos, buen soldado de Jesús” a la hora de dar testimonio de la Fe. Y redescubrir la “radicalidad” del ser “cristiano”, de echar hondas raíces en la luz de Dios, en los mandamientos de Dios −eso es la “radicalidad”− que es del todo necesaria para la vida del cristiano en medio de los avatares del mundo.
Los conversos conocen bien las tentaciones que sufre tan frecuentemente la Iglesia: la de querer “hacerse entender” por una no bien definida “cultura moderna”; la de querer colocar las “verdades de Fe” a la altura de las capacidades de una “opinión pública” de cada momento que tampoco “ella misma” sabe qué es; la de invitar a los cristianos para que sean más “modernos” y “progresistas” −palabras vacías de contenido donde las haya− para acercarse a todos, convivir con todos, sonreír a todos.
Y no digamos, la perenne tentación de “dialogar” con todos, sin anhelar “convertir” a todos: paganos, gentiles, adoradores de ídolos, para que descubran su vacío, su pecado, y abrirles así las puertas del Bautismo para que reciban la Luz de Dios y puedan vivir, la “vida” de Dios, en los Sacramentos.
El clamor de los conversos es una continua llamada a mantener en toda la grandeza racional la Fe en el “misterio” de Dios Creador y el “misterio de Cristo, Dios y hombre verdadero”; en el “misterio” de la Eucaristía, “Cristo real y sacramentalmente presente en la Hostia Santa”.
El clamor de los conversos es una sinfonía que nos invita a volver siempre a contemplar las Verdades de nuestra Fe, a abrir los ojos para reconocer nuestros pecados, y saborear así, arrepentidos y pidiendo perdón, el amor misericordioso de Dios.