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El Santo Padre destaca, en su Mensaje para la Cuaresma, tres aspectos sobre el centro de la caridad: “la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal”
El mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma de 2012 no anda con rodeos. Se centra directamente “sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad”. Así sigue fiel al propósito trazado en su primera encíclica ‘Deus caritas est’.
El mensaje tiene como lema un breve texto de la Carta a los Hebreos: “Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras” (10,24). Y sobre el centro de la caridad, el Papa destaca sus tres aspectos: «la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal».
Atención, responsabilidad por el otro
Primero, la atención al otro, la responsabilidad para con el hermano. La carta a los Hebreos nos invita, dice Benedicto XVI, «a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse ajenos, indiferentes a la suerte de los hermanos»; sino «hacernos cargo del otro»; lo que quiere decir «atención al bien del otro y a todo su bien».
Y esto procede del mandamiento del amor: «El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios»; y esa responsabilidad nos atañe como personas y como cristianos.
No es nada teórico ni puramente sentimental: «Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón». El problema es que, según Pablo VI, actualmente «el mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (enc. Populorum progressio).
El Papa actual nos pide —lleva pidiéndolo mucho tiempo— abrir los ojos a las necesidades del otro: «La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual»; no quedarnos en la «anestesia espiritual» que procede de un «corazón endurecido» y que «nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás» (cf. Lc 10, 30-32 y Lc 16, 19).
Y se pregunta Benedicto XVI qué es lo que nos impide hoy esta mirada humana y amorosa hacia el hermano. Apunta dos causas: «Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás». Por eso propone: «Nunca debemos ser incapaces de “tener misericordia” para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre». Así se comprende, continúa, que Jesús llame bienaventurados a los que lloran (Mt 5, 4), «es decir, quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás».
Además de preocuparnos por el sufrimiento y las necesidades materiales de los demás, también «el “fijarse” en el hermano comprende la solicitud por su bien espiritual». El Papa subraya algo que a su parecer ha caído en el olvido: «la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna». Entiende que ese olvido equivale a una falta de “responsabilidad espiritual” para con los demás. Así se enseña en la Sagrada Escritura y se vivía entre los primeros cristianos, como también la Iglesia lo enumera entre las obras espirituales de misericordia: “corregir al que se equivoca”. Y aquí se reafirma claramente: «Frente al mal no hay que callar» por respeto humano o por simple comodidad. Hay que reprender por amor y misericordia, examinándose a la vez a sí mismo. Ayudar y dejarse ayudar es un gran servicio «en nuestro mundo impregnado de individualismo».
Solidarios como personas y como cristianos
Segundo punto. Ese fijarse en los demás se traduce en “el don de la reciprocidad”, que tiene su último fundamento en que pertenecemos a un mismo Cuerpo místico (la Iglesia). «Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación».
En consecuencia, observa el Papa, tanto en el bien como en el mal somos solidarios. «Tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social». Todo cristiano debe, por eso, alegrarse con todos y pedir perdón por todos. Y «todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia», concretamente a través de la limosna.
La santidad es el amor efectivo, no la tibieza
Tercero y último, la carta a los Hebreos invita al “estímulo de la caridad y las buenas obras”, expresión que Benedicto XVI traduce en la “llamada universal a la santidad”. ¿Pero qué es la santidad? Un camino constante en la vida espiritual, que conduce a un amor efectivo cada vez mayor a Dios y a los demás.
Lo contrario es la tibieza: «Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a “comerciar con los talentos” que se nos han dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss)». Atención a esa descripción de la tibieza, que aún se especifica más: «Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18)».
La tibieza es, pues, ese sofocar el Espíritu que produce ceguera y sordera para el bien material o espiritual de los demás. Con palabras de Juan Pablo II, Benedicto XVI nos propone, vencer la tibieza y «aspirar a un “alto grado de la vida cristiana”» (cf. Carta Novo millennio ineunte, n. 31). Sólo así podremos dar el testimonio de la caridad que nuestro mundo necesita, testimonio reflejado en el servicio y las buenas obras.
El Apocalipsis dice que sería mejor ser frío o caliente, pero no tibio (cf. Ap. 3, 15 y 16). Ahora vemos claramente que a la tibieza se opone la responsabilidad del amor.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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