Ha recordado, durante la Audiencia general de este miércoles, que la misericordia de Dios siempre está abierta para acoger a todos
El Santo Padre ha hablado del próximo Jubileo de la Misericordia, que comenzará el próximo 8 de diciembre, y ha hecho referencia a la Puerta Santa, que se abrirá para recibir a todos los que llaman pidiendo perdón y misericordia.
Queridos hermanos y hermanas:
En el umbral del Año de la Misericordia, quiero reflexionar hoy sobre el sentido de la Puerta Santa. Una puerta que se abre en la Iglesia para salir al encuentro de aquellos que por tantas razones se encuentran lejos. También las familias están invitadas a abrir sus puertas para salir al encuentro de Jesús que nos espera paciente, y que quiere traernos su bendición y su amistad. Una Iglesia que no fuera hospitalaria o una familia cerrada en sí misma sería una realidad terrible, que mortifica el Evangelio y hace más árido el mundo.
La puerta abierta nos habla de confianza, de hospitalidad, de acogida. La puerta es para proteger pero no para rechazar, y además no puede ser forzada, porque la hospitalidad brilla por la libertad de la acogida. Jesús siempre llama, siempre pide permiso. Al mismo tiempo, la puerta debe abrirse frecuentemente, aunque sólo sea para ver si hay alguien que espera y que no tiene el valor ni la fuerza del llamar.
En el evangelio de san Juan, Jesús se compara con la puerta del redil, en el que encontramos seguridad. Jesús es una puerta por la que podemos entrar y salir sin temor. La Iglesia debe colaborar con Cristo como el guardián del que habla el evangelio, escuchando la voz del Pastor y dejando entrar a todas las ovejas que Él trae consigo.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos a la Sagrada Familia, que supo lo que significa encontrar una puerta cerrada, que ayude a los hogares cristianos a ser un signo elocuente de la Puerta de la Misericordia, que se abre al Señor que llama y al hermano que viene. Que Dios los bendiga.
Con esta reflexión hemos llegado al umbral del Jubileo que se acerca. Ante nosotros está la puerta, pero no solo la puerta santa, la otra: la gran puerta de la Misericordia de Dios −¡una hermosa puerta−, que acoge nuestro arrepentimiento, ofreciendo la gracia de su perdón. La puerta está generosamente abierta; hace falta un poco de valor por nuestra parte para atravesarla. Cada uno lleva dentro cosas que pesan −¡todos somos pecadores!−; aprovechemos este momento que viene y pasemos el umbral de la misericordia de Dios que nunca se cansa de perdonar, nunca se cansa de esperarnos. Nos mira, y siempre está a nuestro lado. ¡Ánimo! ¡Entremos por esa puerta!
Del Sínodo de Obispos que celebramos el pasado mes de octubre, todas las familias, y la Iglesia entera, han recibido un gran impulso para encontrarse en el umbral de esta puerta abierta. La Iglesia ha sido animada a abrir sus puertas, para salir con el Señor al encuentro de los hijos e hijas en camino −a veces inciertos, a veces perdidos−, en estos tiempos difíciles. Las familias cristianas, en particular, han sido animadas a abrir la puerta al Señor que espera entrar, trayendo su bendición y su amistad. Y si la puerta de la misericordia de Dios está siempre abierta, también las puertas de nuestras iglesias, de nuestras comunidades, de nuestras parroquias, de nuestras instituciones, de nuestras diócesis, deben estar abiertas, para que así todos podamos salir a llevar la misericordia de Dios. El Jubileo significa la gran puerta de la misericordia de Dios, pero también las pequeñas puertas de nuestras iglesias abiertas para dejar entrar al Señor o, muchas veces, salir al Señor, prisionero de nuestras estructuras, de nuestro egoísmo y de tantas cosas.
El Señor no fuerza nunca la puerta: hasta Él pide permiso para entrar. El Libro del Apocalipsis dice: «Estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, vendré a él, cenaré con él y él conmigo» (3,20). ¡Imaginémonos al Señor que llama a la puerta de nuestro corazón! Y en la última gran visión de ese Libro del Apocalipsis, se profetiza así de la Ciudad de Dios: «Sus puertas no se cerrarán nunca durante el día», lo que significa para siempre, porque «ya no habrá noche» (21,25). Hay lugares en el mundo donde no se cierran las puertas con llave, todavía los hay. Pero hay muchos donde las puertas blindadas son lo habitual. No debemos rendirnos a la idea de tener que aplicar este sistema a toda nuestra vida: a la vida de la familia, de la ciudad, de la sociedad; y mucho menos a la vida de la Iglesia. ¡Sería terrible! Una Iglesia inhóspita, como una familia encerrada en sí misma, mortifica el Evangelio y marchita el mundo. ¡Nada de puertas blindadas en la Iglesia, no! ¡Todo abierto!
La gestión simbólica de las “puertas” −de los umbrales, de los pasadizos, de las fronteras− se ha hecho crucial. La puerta debe proteger, ciertamente, pero no rechazar. La puerta no debe ser forzada; al contrario, se pide permiso, porque la hospitalidad brilla en la libertad de la acogida, y se oscurece en la prepotencia de la invasión. La puerta se abre frecuentemente, para ver si fuera hay alguien que espera, y quizá no tenga valor o ni siquiera fuerza para llamar. Cuánta gente ha perdido la confianza, no tiene el valor de llamar a la puerta de nuestro corazón cristiano, a las puertas de nuestras iglesias… Y están ahí, sin valor; les hemos quitado la confianza: por favor, que esto no pase nunca. La puerta dice muchas cosas de la casa, y también de la Iglesia. La gestión de la puerta requiere un atento discernimiento y, al mismo tiempo, debe inspirar gran confianza. Quisiera dedicar unas palabras de agradecimiento a todos los porteros: de nuestras casas, de las instituciones civiles, de las mismas iglesias. A menudo la previsión y la gentileza de la portería son capaces de ofrecer una imagen de humanidad y acogida de toda la casa, ya desde la entrada. Hay que aprender de estos hombres y mujeres, que son porteros de lugares de encuentro y de acogida de la ciudad del hombre. A todos vosotros, porteros de tantas puertas, puertas de casas o puertas de iglesias, ¡muchas gracias! Pero siempre con una sonrisa, siempre mostrando la acogida de esa casa, de esa iglesia, y así la gente se siente feliz y acogida en aquel lugar.
En realidad, sabemos que nosotros mismos somos los porteros y los siervos de la Puerta de Dios. Y la puerta de Dios, ¿cómo se llama? ¡Jesús! Él nos ilumina sobre todas las puertas de la vida, incluidas las de nuestro nacimiento y nuestra muerte. Él mismo lo afirmó: «Yo soy la puerta: si uno entra a través de mí, se salvará; entrará y saldrá y encontrará pastos» (Jn 10,9). Jesús es la puerta que nos hace entrar y salir. Porque el rebaño de Dios es un refugio, ¡no es una prisión! La casa de Dios es un refugio, no es una prisión, y la puerta se llama Jesús. Y si la puerta está cerrada, decimos: “Señor, abre la puerta”. Jesús es la puerta y nos hace entrar y salir. Son los ladrones los que intentan evitar la puerta: es curioso, los ladrones siempre procuran entrar por otra parte −por la ventana, por el techo−, pero evitan la puerta, porque tienen malas intenciones, y se introducen furtivamente en el rebaño para engañar a las ovejas y aprovecharse de ellas. Nosotros debemos pasar por la puerta y escuchar la voz de Jesús: si sentimos su tono de voz, estamos seguros, estamos a salvo. Podemos entrar sin miedo y salir sin peligro. En este bellísimo discurso de Jesús, se habla también del portero, que tiene la tarea de abrir al buen Pastor (cfr. Jn 10,2). Si el portero escucha la voz del Pastor, entonces abre, y deja entrar a todas las ovejas que trae el Pastor, todas, incluidas las perdidas en los bosques, que el buen Pastor fue a buscar. Las ovejas no las escoge el portero, no las elige el secretario parroquial o la secretaria de la parroquia; las ovejas son todas invitadas, son elegidas por el buen Pastor. El portero −él también− obedece a la voz del Pastor. Así pues, podemos decir que hemos de ser como aquel portero. La Iglesia es la portera de la casa del Señor, no es la dueña de la casa del Señor.
La Sagrada Familia de Nazaret sabe bien qué significa una puerta abierta o cerrada, para quien espera un hijo, para quien no tiene refugio, para quien debe escapar del peligro. Que las familias cristianas hagan del umbral de su casa una pequeña gran señal de la Puerta de la misericordia y de la acogida de Dios. Es precisamente así como la Iglesia deberá ser reconocida en cada rincón de la tierra: como la portera de un Dios que llama, como la acogida de un Dios que no te cierra la puerta en la cara, con la excusa de que no eres de casa. Con este espíritu nos acercamos al Jubileo: estará la puerta santa, pero está la puerta de la gran misericordia de Dios. Que esté también la puerta de nuestro corazón para recibir el perdón de Dios y dar a nuestra vez nuestro perdón, acogiendo a todos los que llamen a nuestra puerta.
Llamamientos
Pasado mañana se celebra la Jornada mundial de los derechos de la infancia. Es un deber de todos proteger a los niños y anteponer a cualquier otro criterio su bien, de modo que no sean jamás sometidos a formas de servidumbre y maltratos ni a formas de explotación. Espero que la Comunidad internacional pueda vigilar atentamente las condiciones de vida de los niños, especialmente donde son expuestos al reclutamiento por parte de grupos armados; y puedan ayudar a las familias a garantizar a todo niño y niña el derecho a la escuela y a le educación.
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El 21 de noviembre la Iglesia recuerda la Presentación de María Santísima en el Templo. En esa circunstancia agradecemos al Señor el don de la vocación de los hombres y de las mujeres que, en los monasterios y en las ermitas, han dedicado su vida a Dios. Para que las comunidades de clausura puedan cumplir su importante misión, en la oración y en el silencio operativo, que no les falte nuestra cercanía espiritual y material.
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Hoy, que celebramos la Dedicación de las Basílicas de los Santos Pedro y Pablo, deseo a todos que la visita a las tumbas de los Apóstoles refuerce la alegría de la fe. Queridos jóvenes, que el testimonio de los Apóstoles, que dejaron todo por seguir a Jesús, encienda también en vosotros el deseo de amarle con todas las fuerzas y de seguirle; queridos enfermos, que los gloriosos sufrimientos de los Santos Pedro y Pablo os den consuelo y esperanza en vuestro ofrecimiento; queridos recién casados, que vuestras casas puedan ser templos de aquel Amor del que nadie podrá nunca separarnos.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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