En su catequesis, ante muchos representantes de otras religiones el Papa invitó a abrazar la diversidad y a trabajar juntos "para afrontar los muchos problemas que afectan a nuestra familia humana”
La Audiencia general de hoy ha tenido un formato diferente a las habituales para conmemorar los 50 años de la Declaración Nostra Aetate, que definió la relación entre la Iglesia católica y las religiones no cristianas.
Palabras del Papa a los enfermos
y discapacitados antes de la Audiencia
¡Buenos días a todos! ¡Hoy estáis aquí (Aula Pablo VI) porque os hemos encerrado! No, porque el tiempo está mal y llovía. Ahora creo que ha parado, pero es inestable, y así estáis más cómodos y tranquilos, y podéis ver la audiencia por la pantalla gigante. Y yo les diré a esos que están en la plaza que vosotros estáis aquí y así nos saludamos y estamos todos juntos. Os pido que recéis por mí, y yo rezo por vosotros. Podéis ofrecer a Jesús los dolores de la enfermedad: las enfermedades son malas todas, todas; podemos ofrecerlas a Jesús y seguir adelante, y pedir la gracia, en la tristeza y en los dolores, de no perder la esperanza, la esperanza que nos dará la alegría. Ahora rezamos juntos el Avemaría y os doy la bendición [Avemaría]. ¡Bue-na audiencia desde aquí, y rezad por mí!
Queridos hermanos y hermanas:
Doy la bienvenida y agradezco a todas las personas y grupos de diversas religiones presentes en este encuentro para recordar juntos el 50 aniversario de la Declaración del Concilio Vaticano II Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
Con este importante documento, la Iglesia manifestaba su aprecio y estima por los creyentes de todas las religiones y todo lo que de bueno y de hermoso hay en ellas. En estos últimos años han sido numerosas las iniciativas, las relaciones institucionales o personales con las religiones no cristianas, encaminadas a promover la amistad y la unión entre los hombres.
El Señor desea que todos los hombres se reconozcan hermanos y vivan como tales, formando la gran familia humana en la armonía de la diversidad.
El mundo nos mira a nosotros los creyentes, nos llama a colaborar entre nosotros y con los hombres y las mujeres de buena voluntad que no profesan alguna religión. Es importante continuar con un diálogo interreligioso abierto y respetuoso, que ayude a conocerse más y afrontar juntos muchos de los problemas que afligen a la humanidad, como el servicio a los pobres, a los excluidos, a los ancianos, la acogida a los emigrantes, el cuidado de la creación, así como asegurar a todas las personas una vida más digna.
Debemos dejar un mundo mejor de cómo lo hemos encontrado. Y para favorecer este diálogo lo más importante que podemos hacer es rezar. Cada uno rece según la propia religión. Con el Señor todo es posible.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los participantes en el V Congreso de la Fundación Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, que se celebra en Madrid, así como a los grupos venidos de España y Latinoamérica. Muchas gracias.
En las Audiencias Generales suele haber personas o grupos pertenecientes a otras religiones; pero hoy, esta presencia es del todo particular, para recordar juntos el 50° aniversario de la Declaración del Concilio Vaticano II Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia Católica con las religiones no cristianas. Este tema le preocupaba fuertemente al beato Papa Pablo VI, que ya en la fiesta de Pentecostés del año anterior al final del Concilio, había instituido el Secretariado para los no cristianos, hoy Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. Expreso por tanto mi agradecimiento y mi calurosa bienvenida a personas y grupos de diversas religiones, que hoy han querido estar presentes, especialmente a cuantos han venido de lejos.
El Concilio Vaticano II fue un tiempo extraordinario de reflexión, diálogo y oración para renovar la mirada de la Iglesia Católica sobre sí misma y sobre el mundo. Una lectura de los signos de los tiempos cara a una actualización orientada a una doble fidelidad: fidelidad a la tradición eclesial y fidelidad a la historia de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo. En efecto, Dios, que se reveló en la creación y en la historia, que habló por medio de los profetas y de manera definitiva en su Hijo hecho hombre (cfr. Hb 1,1), se dirige al corazón y al espíritu de cada ser humano que busca la verdad y las maneras para practicarla.
El mensaje de la Declaración Nostra aetate es siempre actual. Recuerdo brevemente algunos puntos:
− la creciente interdependencia de los pueblos (cfr. n. 1);
− la búsqueda humana de un sentido de la vida, del sufrimiento, de la muerte, interrogantes que siempre acompañan nuestro camino (cfr. n. 1);
− el común origen y el común destino de la humanidad (cfr. n. 1);
− la unicidad de la familia humana (cfr. n. 1);
− las religiones como búsqueda de Dios o del Absoluto, en las varias etnias y culturas (cfr. n. 1);
− la mirada benévola y atenta de la Iglesia a las religiones: no rechaza nada de lo que en hay en ellas de hermoso y de verdadero (cfr. n. 2);
− la Iglesia mira con estima a los creyentes de todas las religiones, apreciando su compromiso espiritual y moral (cfr. n. 3);
− la Iglesia, abierta al diálogo con todos, es al mismo tiempo fiel a las verdades en las que cree, comenzando porque la salvación ofrecida a todos tiene su origen en Jesús, único salvador, y que el Espíritu Santo está a la obra, como fuente de paz y amor.
Son tantos los acontecimientos, las iniciativas, las relaciones institucionales o personales con las religiones no cristianas de estos últimos 50 años, que es difícil recordarlos todos. Un hecho especialmente significativo fue el Encuentro de Asís del 27 de octubre de 1986. Querido y promovido por san Juan Pablo II, quien un año antes, es decir, hace 30 años, dirigiéndose a los jóvenes musulmanes de Casablanca deseaba que todos los creyentes en Dios favorecieran la amistad y la unión entre los hombres y los pueblos (19-VIII-1985). La llama, encendida en Asís, se ha extendido por todo el mundo y constituye un permanente signo de esperanza.
Un especial agradecimiento a Dios merece la verdadera y auténtica trasformación que ha tenido en estos 50 años el trato entre cristianos y judíos. Indiferencia y oposición han cambiado por colaboración y benevolencia. De enemigos y extraños, nos hemos convertido en amigos y hermanos. El Concilio, con la Declaración Nostra aetate, trazó la vía: “sí” al descubrimiento de las raíces judías del cristianismo; “no” a toda forma de antisemitismo y condena de toda injuria, discriminación y persecución que se derivan. El conocimiento, el respeto y la estima mutuos constituyen el camino que, si vale de modo peculiar para la relación con los judíos, vale análogamente también para las relaciones con las demás religiones. Pienso en particular en los musulmanes, que −como recuerda el Concilio− «adoran al Dios único, vivo y subsistente, misericordioso y omnipotente, creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres» (Nostra aetate, 5). Se refieren a la paternidad de Abraham, veneran a Jesús como profeta, honran a su Madre virgen, María, esperan el día del juicio, y practican la oración, las limosnas y el ayuno (cfr. ibid.).
El diálogo que necesitamos tiene que ser abierto y respetuoso, y entonces se revela fructífero. El respeto recíproco es condición y, al mismo tiempo, finalidad del diálogo interreligioso: respetar el derecho a la vida ajena, a la integridad física, a las libertades fundamentales, es decir, libertad de conciencia, de pensamiento, de ex-presión y de religión.
El mundo nos mira a los creyentes, nos exhorta a colaborar entre nosotros y con los hombres y mujeres de buena voluntad que no profesan ninguna religión, nos pide respuestas efectivas sobre numerosos temas: la paz, el hambre, la miseria que aflige a millones de personas, la crisis ambiental, la violencia, en concreto la cometida en nombre de la religión, la corrupción, la degradación moral, la crisis de la familia, de la economía, de las finanzas, y sobre todo de la esperanza. Los creyentes no tenemos recetas para estos problemas, pero tenemos un gran recurso: la oración. Y los creyentes rezamos. Debemos rezar. La oración es nuestro tesoro, al que acudimos, según las respectivas tradiciones, para pedir los dones que anhela la humanidad.
A causa de la violencia y del terrorismo se ha difundido una actitud de sospecha o incluso de condena a las religiones. En realidad, aunque ninguna religión sea inmune al riesgo de desviaciones fundamentalistas o extremistas en individuos o grupos (cfr. Discurso al Congreso USA, 24-IX-2015), hay que mirar los valores positivos que viven y que proponen, y que son fuentes de esperanza. Se trata de alzar la mirada para ir más allá. El diálogo basado en el confiado respeto puede llevar semillas de bien que a su vez se convierten en brotes de amistad y de colaboración en tantos campos, y sobre todo en el servicio a los pobres, a los pequeños, a los ancianos, en la acogida a los inmigrantes, la atención a quien está excluido. Podemos caminar juntos cuidando unos de los otros y de la creación. Todos los creyentes de toda religión. Juntos podemos alabar al Creador por habernos dado el jardín del mundo para cultivar y proteger como un bien común, y podemos realizar proyectos compartidos para combatir la pobreza y asegurar a cada hombre y mujer condiciones de vida digna.
El Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que ya tenemos ahí delante, es una ocasión propicia para trabajar juntos en el campo de las obras de caridad. Y en ese campo, donde cuenta sobre todo la compasión, pueden unirse a nosotros tantas personas que no se sienten creyentes o que están a la búsqueda de Dios y de la verdad, personas que ponen en el centro el rostro del otro, en concreto el rostro del hermano o de la hermana necesitados. Pero la misericordia a la que estamos llamados abraza todo lo creado, que Dios nos ha confiado para que seamos custodios, y no abusadores o, peor aún, destructores. Siempre deberíamos proponernos dejar el mundo mejor de como lo hemos encontrado (cfr. Enc. Laudato si’, 194), a partir del ambiente en el que vivimos, de pequeños gestos de nuestra vida ordinaria.
Queridos hermanos y hermanas, en cuanto al futuro del diálogo interreligioso, lo primero que debemos hacer es rezar. Y rezar unos por otros: ¡somos hermanos! Sin el Señor, nada es posible; ¡con Él, todo lo es! Que nuestra oración pueda −cada uno según su tradición− unirse plenamente a la voluntad de Dios, que desea que todos los hombres se reconozcan hermanos y vivan como tales, formando la gran familia humana en la armonía de las diversidades. Gracias.
Del saludo en italiano destacamos
En el día de la fiesta de los Santos Simón y Judas, espero que el recuerdo de los Apóstoles, primeros testigos del Evangelio, acreciente la fe y anime la caridad. Y dirijo un pensamiento especial a los jóvenes, enfermos y recién casado. Al terminar el mes de octubre invoquemos a María, la Madre de Jesús. Queridos jóvenes, aprended a rezarle con la oración sencilla y eficaz del Rosario; queridos enfermos, que la Virgen sea vuestro apoyo en la prueba del dolor; queridos esposos, imitad su amor a Dios y a los hermanos.
Llamamiento
Nos sentimos cercanos a las poblaciones de Pakistán y Afganistán, afectadas por un fuerte terremoto que ha causado numerosas víctimas e ingentes daños. Rezamos por los difuntos y sus familiares, por todos los heridos y los que se han quedado sin casa, implorando a Dios apoyo en el sufrimiento y valor en la adversidad. Que no les falte a estos hermanos nuestra concreta solidaridad.
Ahora, para acabar esta audiencia, invito a todos, cada uno por su cuenta, a rezar en silencio. Que cada uno lo haga según su propia tradición religiosa. Pidamos al Señor que nos haga más hermanos entre nosotros, y más siervos de nuestros hermanos más necesitados. Rezamos en silencio [rezan en silencio]. ¡Y que Dios nos bendiga a todos!
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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