Bastantes jóvenes aseguran hoy que no ven razón alguna para contraer matrimonio. Se quieren, y en ello encuentran una justificación sobrada para vivir juntos. Estimo que están equivocados, pero los comprendo perfectamente
A modo de introducción: «Niño, ¿qué es para ti enamorarse?» Por Marta Román
¿Que si vale la pena casarse? Si te casas para amar y vivir enamorado, por supuesto. ¿Cómo no va a valer la pena triunfar en la vida? Pero si te casas para otra cosa o por otra razón, pues no.
Tomás Melendo es partidario del amor. Y en su artículo se permite el lujo de desgranar deliciosamente su argumentario de pensador y de hombre vivido sobre la estrecha relación entre enamorarse y casarse.
Pero el caso es que de amor y de enamorarse todo el mundo sabe. Así que he hecho una prueba muy curiosa: les he preguntado a mis hijos, como quién no quiere la cosa, a cada uno por separado ¿qué es para ti “enamorarse”? A uno mientras estaba en Facebook, al otro mientras se ponía el pijama, a la otra mientras se iba a hablar por teléfono a escondidas, al otro llamándole como para pedirle algo y soltándole la preguntita a bocajarro… Así, sin mucha reflexión y a sabiendas de que, hasta donde yo llego, no han leído ningún tratado sobre el amor ni nada semejante.
Y ¡oh sorpresa! Sus respuestas parecen las conclusiones del artículo de Tomás Melendo:
• Mi hija de 16 años: —Enamorarse es querer a una persona con la que te sientes bien, sabes que está siempre ahí, te gusta y ves un futuro con ella.
• Mi hijo de 15: —Entregar la vida a la persona que quieres.
• Mi hijo de 13: —Es cuando te rallas la cabeza con alguien.
• Mi hijo de 10: —Es sentir algo por alguien.
— ¿Algo bueno o malo? —le pregunto.
— ¿Qué va a ser?, ¡pues bueno!
• Mi hijo de 6: —Enamorarse es casarse.
• Y mi conclusión: que enamorarse es una cuestión que se tiene muy clara antes de que la tele, la calle o la mala vida la enturbien miserablemente. Por eso, desde el principio de los tiempos, las personas hemos buscado casarnos con alguien por quien valga la pena vivir.
¿Vale la pena casarse?
¿Para qué?
Bastantes jóvenes aseguran hoy que no ven razón alguna para contraer matrimonio. Se quieren, y en ello encuentran una justificación sobrada para vivir juntos. Estimo que están equivocados, pero los comprendo perfectamente.
Y es que las leyes y los usos sociales han arrebatado al matrimonio todo su sentido:
a) por una parte, la admisión del divorcio elimina la confianza de que se luchará por mantener el vínculo;
b) por otra, la aceptación social de “devaneos” extramatrimoniales, considerados casi como una “necesidad“, por no decir un “derecho“… o un “deber”, suprime la exigencia de fidelidad;
c) y, finalmente, la difusión masiva e indiscriminada de contraceptivos, unida a la afirmación de su total inocuidad —espiritual, psíquica y física—, desprovee de relevancia y valor a los hijos.
¿Qué queda, entonces, de la grandeza de la unión conyugal?, ¿qué de
la arriesgada aventura que siempre ha sido?, ¿con qué objeto
“pasar por la iglesia o por el juzgado“?
Vistas así las cosas, a quienes sostienen la absoluta primacía del amor habría que comenzar por darles la razón, para después hacerles ver algo de capital importancia, que otras veces ya he apuntado: es imposible quererse bien, en serio, sin estar casados.
Hacerse capaz de amar
Aunque pueda suscitar cierto estupor, lo que acabo de sostener es bastante cierto. En todos los ámbitos de la vida humana hay que aprender y capacitarse. ¿Por qué no en el del amor, que es a la par la más gratificante, decisiva y difícil de nuestras actividades? Jacinto Benavente afirmaba que «el amor tiene que ir a la escuela». Y es verdad. Para poder querer de veras hay que ejercitarse, igual que, por ejemplo, hay que templar los músculos para ser un buen atleta.
Pues bien, la boda capacita para amar de una manera real y efectiva.
Nuestra cultura no acaba de entender el matrimonio: lo
contempla como una simple ceremonia (mejor cuanto más lujosa
o extravagante), un contrato rescindible, un compromiso…
Algo que, sin ser falso, resulta demasiado pobre.
En su esencia más íntima, la boda constituye una expresión exquisita de libertad y amor. El sí es un acto profundísimo, inigualable, por el que dos personas se entregan plenamente y deciden amarse de por vida. Es amor de amores: amor sublime que, en primer término, “redime” mi pasado; y, además y sobre todo, me permite “amar bien“, como decían nuestros clásicos: fortalece mi voluntad y la habilita para querer a otro nivel; sitúa el amor recíproco en una atmósfera más alta.
Por eso, si no me caso, si excluyo ese acto de donación total,
estaré imposibilitado para querer de veras a mi cónyuge: como
quien no se entrena o no aprende un idioma resulta incapaz de hablarlo.
A su joven esposa, que le había escrito: «¿Me olvidarás a mí, que soy una provincianita, entre tus princesas y embajadoras?», Bismark le respondió: «¿Olvidas que te he desposado para amarte?»
Estas palabras encierran una intuición profunda: el “para amarte” no indica una simple decisión de futuro, incluso inamovible; equivale, en fin de cuentas, a “para poderte amar” con un querer auténtico, supremo, definitivo… imposible sin el mutuo entregarse del matrimonio, sin casarse.
Casarse o “convivir“
No se trata de teorías. Cuanto acabo de exponer tiene claras manifestaciones en el ámbito psíquico.
El ser humano solo es feliz cuando se empeña en algo grande, que
efectivamente compense el esfuerzo. Y lo más impresionante que un varón
o una mujer pueden hacer en la tierra es aprender a amar.
Vale la pena dedicar toda la vida a amar cada vez mejor y más
intensamente, porque solo para eso hemos venido a este mundo.
De ahí que, en realidad, sea lo único que merece nuestra dedicación: todo lo demás, todo, debería ser tan solo un medio para conseguirlo. «Al atardecer de nuestra existencia —repetía san Juan de la Cruz— se nos examinará del amor».
¡Y de nada más!, añado yo: todo lo que, en mi vida, no transforme en amor, resulta inútil, vano o incluso perjudicial.
Pues bien, cuando me caso establezco las condiciones para consagrarme sin reservas a la tarea de amar. Por el contrario, si simplemente vivimos juntos, y aunque no sea consciente de ello, todo el esfuerzo tendré que dirigirlo, a “defender las posiciones” alcanzadas, a que no se me vaya “el ganado (¡sin segundas!)… o la ganada (¡sin terceras!)”.
Todo, entonces, se torna inseguro: la relación puede romperse en cualquier momento. No tengo certeza de que el otro va a esforzarse seriamente en quererme, en acopiar las alegrías y superar los roces y conflictos del trato cotidiano: ¿por qué habría de hacerlo yo? No puedo bajar la guardia, relajarme, mostrarme de verdad como soy, no sea que mi pareja advierta defectos “insufribles” y decida que “hasta aquí llegaron las aguas”. Ante las dificultades que por fuerza han de surgir, la tentación de abandonar la empresa se presenta muy cercana, puesto que nada impide esa deserción.
La simple convivencia crea un clima psíquico que hace peligrar el objetivo fundamental y entusiasmante del matrimonio: aumentar, intensificar y mejorar el amor y, con él, la felicidad.
¿Amor o “papeles”?
Todo lo cual parece avalar la afirmación de que “lo importante” es quererse. ¡Y es que es verdad!
El amor es efectivamente lo importante. No hay que tener miedo
a esta idea. Pero ya he explicado que no puede haber amor cabal
sin donación mutua y exclusiva, sin casarse.
Los papeles, el reconocimiento social, no son de ningún modo lo importante; pero, en cuanto confirmación externa de la mutua entrega, resultan imprescindibles.
¿Por qué?
Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio tiene repercusiones civiles claras, que aumentan todavía más con la llegada de los hijos: la familia compone —o debería componer— la clave del ordenamiento jurídico y el fundamento de la salud de una sociedad; es indispensable, por tanto, que quede constancia de que otra persona y yo hemos decidido cambiar de estado y crear una nueva familia.
Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio, la ceremonia religiosa y civil, la fiesta con familiares y amigos, las participaciones del acontecimiento, anuncios en los medios —¡superguay, si puede ser en la tele!—… todo deriva de la enorme relevancia que lo que están llevando a cabo tiene para los cónyuges. Si eso va a cambiar radicalmente mi vida, a hacerla mejor, si me va a permitir algo que es una auténtica y maravillosa aventura, me gustará que todos o, al menos, los auténticos amigos lo sepan: igual que pregono con bombo y platillo las restantes buenas noticias.
Igual, no.
Mucho más, porque no hay nada comparable a casarse: me pone en una situación inigualable para crecer interiormente, para ser mejor persona y tremendamente feliz (el que no se lo crea… que haga la prueba en serio).
¿Cómo no difundir, entonces, mi alegría?
¿Anticipar el futuro?
Es verdad que, a la vista de lo expuesto, bastantes se preguntan: ¿cómo puedo yo comprometerme a algo para toda la vida, si no sé lo que ésta me deparará?, ¿cómo puedo tener certeza de que elijo bien a mi pareja?
Se trata de una pregunta típica de los dos últimos siglos,
en los que el afán de seguridad se ha desbordado más allá de
lo propiamente humano —a veces con repercusiones psíquicas,
incluso graves— y, a pesar de las proclamas en contra,
de manera inversa al aprecio real por la libertad, que
siempre lleva consigo algo de riesgo.
Y la única respuesta posible, la que doy siempre que me hacen públicamente esta pregunta es: “de ningún modo”, “no hay ninguna manera de saberlo”, “el futuro es… el futuro”: indefinible por naturaleza, con el permiso de los “adivinadores de turno”, aunque son ya tantos que lo del turno es más bien utópico: se nos cuelan por todos lados y a todas horas.
A lo que suelo añadir, antes de que desaparezca el auditorio, que para eso está el noviazgo: un período muy aprovechable, que ofrece la oportunidad de conocerse mutuamente y empezar a entrever cómo se desarrollará la vida en común.
Después, si soy como debo, ya sé bastante de lo que pasará cuando me case: sé, en concreto, que voy a poner toda la carne en el asador para querer a la otra persona y procurar que sea muy feliz. Y si se trata de un propósito serio, y si hemos sido prudentes y nos conocemos lo bastante, será compartido por el futuro cónyuge: el amor llama al amor. Podemos, por tanto, tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos los medios. Y entonces es muy difícil, casi imposible, que el matrimonio fracase.
Observar y reflexionar
Ciertamente, esa decisión radical de entrega no basta para dar un paso de tanta trascendencia. Hay que considerar también algunos rasgos del futuro cónyuge.
¿Cuáles?
En primer término, por pura honradez, he de advertir que la viabilidad de un matrimonio nunca puede conocerse teniendo relaciones íntimas antes o en vez de la boda: como enseguida veremos, por más que choque contra la costumbre y las pretensiones generales, la situación que así se crea es tan artificial, tan abismalmente distinta de lo que sostendrá un matrimonio, que no existe modo peor de calibrar si debo o no casarme con aquella persona.
Los rasgos que debería tener en cuenta son siempre otros:
Por ejemplo, si "me veo" viviendo durante el resto de mis días con aquella persona, incluso cuando esté sin arreglar, ronque o le crezcan los michelines; también, y antes, cómo actúa en su trabajo y con sus colegas, como trata a su familia, a sus amigos; si sabe controlar sus impulsos, incluidos los sexuales: porque, de lo contrario, nadie me asegura que será capaz de hacerlo cuando estemos casados y se encapriche con otro u otra; si me gustaría que mis hijos se parecieran a ella o a él (¡qué horror!)… porque de hecho, lo quiera o no, se le van a parecer; si sabe estar más pendiente de mi bien (y de su bien real, por más que le cueste) que de sus simples y casi inacabables antojos…
En definitiva:
a) No hacer el menor caso a lo que promete.
b) Escuchar —con todo el romanticismo que desee, pero como quien oye llover— lo que me dice.
c) Prestar mucha atención a lo que parece que es.
d) Más todavía a lo que efectivamente hace, a cómo se comporta.
e) Y conceder un peso absoluto a su manera de obrar… justo cuando no está conmigo, puesto que cuando nos vemos, los dos nos encontramos dispuestos naturalmente —sin la menor malicia— a agradar, ya que se trata del momento más esperado del día, en el que ambos podemos y queremos dar lo mejor de nosotros mismos.
Por el contrario; si en su casa, con sus amigos, con sus compañeros
de trabajo… se porta como un o una egoísta o como un o una déspota,
si no tiene en cuenta los deseos y el bien real de
quienes lo rodean, ¿quién puede asegurarme de que
no va a acabar así… también en la cama?
Relaciones anti-matrimoniales
Y aquí suele plantearse una de las cuestiones más decisivas y sobre las que impera mayor confusión. La necesidad de conocerse, de saber si uno y otra congenian, ¿no aconseja vivir juntos un tiempo, con todo lo que esto implica?
Se trata de un asunto muy estudiado y sobre el que cada vez se va arrojando una luz más clara.
Un buen resumen del status quaestionis sería el que sigue: está
estadísticamente comprobado que la convivencia previa
al matrimonio nunca produce efectos beneficiosos: ¡nunca!
Por ejemplo:
a) los divorcios son mucho más frecuentes —parece que el doble— entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio;
b) las actitudes de los jóvenes que empiezan a tener trato íntimo empeoran notablemente, y a ojos vista, desde ese mismo momento: se tornan más posesivos, más celosos y controladores, más desconfiados y gruñones… incluso más feos.
Pero, ¿por qué?
La causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. El cuerpo humano es, en el sentido más hondo de la palabra, personal; y quizá muy especialmente sus dimensiones sexuales. En consecuencia, la sexualidad sabe hablar un único idioma: el de la entrega plena y definitiva.
Pero, en las circunstancias que estamos considerando, esa total disponibilidad resulta contradicha por el corazón y la cabeza, que, con mayor o menor conciencia, la rechazan, al evitar un compromiso de por vida.
Surge así una ruptura interior en cada uno de los novios, manifestada psíquicamente por un obsesivo y angustioso afán de seguridad, cortejado de recelos, temores, rencores y suspicacias, que acaban por envenenar la vida en común.
Por otro lado, como consecuencia de lo anterior, uno y otra empiezan a sentirse mal… y buscan de nuevo “estar juntos” como medio para evitarlo; el malestar se calma momentáneamente, mientras duran las relaciones, para luego crecer con más fuerza, “estar otra vez más juntos“, aumentar la desazón persistente, en una especie de espiral fatídica que culmina casi siempre con la separación… ¡y peor si no es definitiva!
De ahí que, en contra del uso habitual, a este tipo de relaciones
prefiera llamarlas “anti- o contra-matrimoniales“.
Para conocerse de veras
Por otro lado, resulta ingenua la pretensión de decidir la viabilidad de un matrimonio por la “capacidad sexual“ de sus componentes: ¡como si toda una vida en común dependiera o pudiera sustentarse en unos actos que, en condiciones normales, suman unos pocos minutos a la semana!
Pero es que la mejor manera de conocer a nuestro futuro cónyuge en ese ámbito consiste, como antes sugería, en observarlo en los demás aspectos de su vida, y tal vez principalmente en los no se relacionan directamente con nosotros: reflexionar sobre el modo cómo se comporta en su hogar, trabajo o estudio, con sus amigos o conocidos… y con sus “enemigos“, pues en algún momento de nuestra vida matrimonial seremos considerados como tales, etc.
Pues si en esas circunstancias es generoso, afable, paciente, servicial, tierno, desprendido…, puede asegurarse, sin temor al engaño, que a la larga esa será su actitud en la vida cotidiana y en las relaciones íntimas.
Mientras que la “comprobación directa“, e incluso la forma de tratarnos, por responder a una situación claramente “excepcional“ —el noviazgo un tanto “lanzado“—, no solo no proporciona datos fiables sobre su futuro, sino que en muchos casos más bien los enmascara.
Por eso, frente a una opinión muy difundida, cabría afirmar que
“vivir (y acostarse) juntos” es la mejor manera de no saber
en absoluto cómo va a actuar la otra persona durante el matrimonio.
Repito que no se trata de una mera ficción ni una suerte de “invento piadoso” para desaconsejar esa convivencia: como acabo de apuntar, resulta bastante fácil caer en la cuenta de que la situación que se crea en tales circunstancias es absolutamente artificial… y muy diversa de lo que será la vida en común, día a día —no solo “noche a noche”—, cuando ambos estén casados.
¿Probar a las personas?
Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado “probar” a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o de ordenadores. Las personas son algo tan grandioso que, en su presencia, solo cabe la veneración y el amor; por ellas arriesga uno la vida, «se juega a cara o cruz —como decía Marañón—, el porvenir del propio corazón», la vida entera.
Además, la desconfianza que implica el ponerlas a prueba no solo
genera un permanente estado de tensión, difícil de soportar,
sino que se opone frontalmente al amor incondicional —incondicionado
e incondicionable— que está en la base de cualquier buen
matrimonio: y si no hay base o punto de apoyo, el matrimonio… se cae.
A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más determinante: no se puede realizar ese “experimento”, es materialmente imposible, aunque parezca lo contrario: porque la boda cambia muy profundamente a los novios; no solo desde el punto de vista psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica hondamente, los transforma en esposos, les permite amar de veras: ¡antes no es posible ese amor!
Pero este es un tema de tanta trascendencia que prometo volver muy pronto sobre él.
Tomás Melendo
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director de los Estudios Universitarios en Ciencias para la Familia
Universidad de Málaga
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