Palabra
La manifestación de la santidad de la Iglesia en sus miembros es uno de los motivos de credibilidad más fuertes y convincentes en nuestro mundo. A esto hay que añadir que la santidad promueve el humanismo más verdadero y pleno.
La santidad es una característica de la Iglesia confesada en el Credo de los apóstoles (junto con la catolicidad) y una de las llamadas “notas” de la Iglesia (unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad) según el Credo de Nicea-Constantinopla. Estas cuatro notas deben considerarse como “propiedades esenciales” u “objetivas” que la Iglesia tiene por su misma naturaleza. Se dan en todas sus etapas y fases, tanto durante la historia (Iglesia peregrinante, purgatorio y cielo) como en el Reino definitivo. Pueden también considerarse como dimensiones o frutos de la esencia misma de la Iglesia. Están íntimamente vinculadas a la Eucaristía, de donde procede la “comunión” que es la Iglesia incoadamente durante la historia.
Desde el punto de vista histórico la explicación de estas “notas” fue surgiendo por la necesidad de clarificar la doctrina frente a determinados cismas. Concretamente, la santidad de la Iglesia fue declarada expresamente frente al gnosticismo, que reservaba la santidad a unos pocos elegidos.
Hay entre las notas una especie de “circuminsesión” (recíproca o mutua interioridad), de forma que la unidad no puede dejar de ser santa, católica y apostólica, lo mismo que la santidad no puede dejar de ser una, católica y apostólica, etc.: donde está una de las notas están también las otras (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 811-812).
Las manifestaciones históricas o visibles de esas propiedades, no sólo son “notas” de la verdadera Iglesia, sino también signos de su misterio, aunque no siempre sean evidentes en todos los momentos o aspectos de la Iglesia. De hecho las propiedades de la Iglesia sólo pueden percibirse explícitamente desde la fe, precisamente porque pertenecen al misterio de la Iglesia, algo así como los milagros que Cristo realiza, que sólo pueden comprenderse plenamente en la perspectiva de la fe cristológica.
Propiedad esencial
Fuera de la perspectiva de la fe, estas propiedades de la Iglesia pueden suscitar cierta admiración, como sucede cuando se ven desde fuera las vidrieras de una catedral; sólo con la iluminación interior puede verse la armonía y la plenitud del conjunto, con todo su esplendor y colorido. En la medida que alguien acepta la luz de la fe católica, puede persuadirse de la profunda verdad e interconexión de estas cuatro propiedades de la Iglesia, que ella posee en virtud del Espíritu Santo.
Cabría compararlas con la dignidad humana, que no puede perderse, aunque puede haber circunstancias en que esté “herida” o amenazada, o no sea visible por diversos motivos (por ejemplo, si secuestran a una persona, o la torturan, o respetan sus derechos fundamentales). Su dignidad esencial le viene dada por Dios; luego, la realización existencial de su dignidad depende de sí misma y de otros.
Podría evocarse —como hace San Cipriano al tratar de la unidad de la Iglesia (De unitate Ecclesiae, 7; CSEL 3, p. 215)— la túnica inconsútil de Cristo (cf Jn 19, 23s), que conservó cuando los soldados le quitaron sus vestiduras exteriores. Un símbolo de que los hombres podemos rasgar —lo hemos hecho— el elemento humano y visible de la unidad de la Iglesia, pero no su unidad profunda —esencial, constitutiva u ontológica— que es en último término el Espíritu Santo.
Algo semejante ocurre con la santidad. La Iglesia es santa en y por sí misma, con una santidad que no puede perder; y esta santidad es el marco para la santificación de los cristianos (no hay santos al margen del Misterio de la Iglesia). Por eso, propiamente hablando, aunque “en” la Iglesia hay pecado, no debería hablarse de pecado “de la Iglesia”, pues los pecados son siempre de las personas. La Iglesia acoge en su seno a pecadores para convertirlos y purificarlos. Así lo resume el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica:
“La Iglesia es santa porque Dios santísimo es su autor; Cristo se ha entregado a sí mismo por ella para santificarla y hacerla santificante; el Espíritu Santo la vivifica con la caridad. En la Iglesia se encuentra la plenitud de los medios de salvación. La santidad es la vocación de cada uno de sus miembros y el fin de toda su actividad. Cuenta en su seno con la Virgen María e innumerables santos como modelos e intercesores. La santidad de la Iglesia es la fuente de la santificación de sus hijos, los cuales, aquí en la tierra, se reconocen todos pecadores, siempre necesitados de conversión y de purificación” (n. 165).
En una perspectiva escatológica, la Iglesia es santa “ya” —como podría decirse respecto a las otras propiedades—, aunque “todavía no” lo es de forma definitiva y consumada, pues necesita de ser purificada en sus miembros.
En suma, se puede hablar de una santidad “ontológica” o esencial de la Iglesia (a la que todos están llamados), y de la santidad que posee durante la historia, en la que también existe el pecado.
Santidad “ontológica” de la Iglesia
Ontológicamente, la Iglesia es “indefectiblemente santa” (LG 39) porque es la comunidad elegida por el Padre para llevar a cabo el misterio de voluntad (cf Ef 1,9), porque Cristo se entregó por ella y porque el Espíritu Santo la santifica a través de las “cosas santas” (la fe y los sacramentos, sobre todo la Eucaristía), siendo la caridad la sustancia de esa santidad, y la Virgen María su tipo y modelo.
Por tanto, la santidad de la Iglesia —su atributo más antiguo y el que mejor expresar su misterio (Juan Pablo II, Carta Novo millenio ineunte, 2001, n. 7)— es ante todo un don de la Trinidad: la elección del Padre, la autodonación del Hijo y la inhabitación del Espíritu son las fuentes de la santidad de la Iglesia.
Porque la Iglesia es santa, en este sentido, los cristianos pueden ser llamados analógicamente “santos”, como aparece en el Nuevo Testamento (Cf. Hch 9, 13.32.41; Rm 8, 27; 1 Co 6, 1); no porque sean perfectos sino porque están llamados a serlo, a través de la llamada universal a la santidad:
“Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no en virtud de sus propios méritos, sino por designio y gracia de Él, y justificados en Cristo Nuestro Señor, en la fe del Bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos” (Lumen Gentium 40)
La vocación a la santidad es, pues, única (no hay diversas “santidades”) y universal: se dirige a todo tipo de fieles, sean cuales fueran sus circunstancias (sean laicos o sacerdotes, tanto si viven en el “mundo” o en comunidad religiosa, casados o solteros). No es patrimonio de una élite, sino finalidad común y deber de todo cristiano. Siendo personal, de cada uno, la santidad cristiana no es nunca una santidad “individual” o independiente, sino que se sitúa y se desarrolla en el seno de la Iglesia. La santidad no es una idea ni un sentimiento, sino una participación de la vida divina que Dios dona y que pide la correspondencia de las personas. Este es el significado que dio el Concilio Vaticano II a la vocación universal a la santidad (cf. Lumen gentium, n. 41).
Por tanto la santidad del cristiano, insertada y derivada de la santidad de la Iglesia, tiene sobre todo un sentido ontológico. Esto quiere decir que pertenece y es propia de la persona. Como la persona tiene una dimensión social y eclesial, la santidad tiende a manifestarse y reflejarse en la vida de los cristianos. Así lo expresan tanto la primera carta de San Pablo a los Tesalonicenses (4, 3) como la primera carta de San Pedro (1 15, s.; vid. también Mt 5, 48 y Rm 6, 12-23).
La santidad consiste en el crecimiento de la caridad en el alma, como una semilla que fructifique, a partir de la escucha de la Palabra de Dios y del poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia. Otros medios de crecimiento son la participación en los sacramentos (sobre todo la Eucaristía), la oración, el servicio a los hermanos y el ejercicio de todas las virtudes. “Porque la caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (cf Col 3,14), gobierna todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que el amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo” (LG 42).
La manifestación de la santidad de la Iglesia en sus miembros es uno de los motivos de credibilidad más fuertes y convincentes en nuestro mundo. A esto hay que añadir que la santidad promueve el humanismo más verdadero y pleno.
Por todo ello podría decirse que uno de los mayores escándalos, de los que más pueden restar credibilidad a la Iglesia, es la presencia del pecado en sus miembros. Sin embargo, cuando se conoce la esencia de la Iglesia y la promesa de indefectibilidad de Cristo (condensada en las palabras “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”: Mt 16, 18), la presencia del pecado puede reforzar el argumento del origen divino de la Iglesia, a la vez que se lucha contra la presencia del mal.
Ni siquiera la negación de Judas, la defección de los apóstoles durante la Pasión de Jesús o la negación de Pedro pudieron destruir la Iglesia, como tampoco las crisis posteriores acaecidas durante la historia. En cualquier caso, “la mayor persecución de la Iglesia” —ha señalado Benedicto XVI— “no procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia”; y por tanto —como sucede en nuestros días a raíz de los escándalos producidos por algunos sacerdotes— “la Iglesia tiene una profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, de una parte, el perdón, pero también la necesidad de la justicia” (Encuentro con los periodistas en el vuelo hacia Portugal, 11-V-2010).
En nuestros días la llamada universal a la santidad ha resonado particularmente, desde los años treinta del pasado siglo, en las enseñanzas de San Josemaría Escrivá, que afirmaba en la época del Concilio: “Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque ‘Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad’ (Ef 1, 4-5). Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente San Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra (1 Ts 4, 3), ésta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación. No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima” (Amigos de Dios, n. 2).
Santidad en la historia
Durante la historia, la Iglesia es signo e instrumento de santidad (esto se manifiesta, por ejemplo, en las canonizaciones), pero en la Iglesia hay también pecadores. “Santa y siempre necesitada de purificación”, dice LG 8, como traducción católica del principio “ecclesia semper reformanda”, surgido en ámbito protestante. Por eso la Iglesia une, al reconocimiento de su propia santidad, la confesión del pecado de sus hijos, que desfiguran el rostro de la madre. La Iglesia condenó reiteradamente la idea de ser considerada una comunidad sin pecadores, reservada sólo a los puros (Concilio de Constanza contra J. Hus, Clemente XI y Pío V contra los errores jansenistas de P. Quesnel y el sínodo de Pistoya, etc.), siguiendo la doctrina de los Padres de la Iglesia, desde Orígenes y San Agustín.
En la relación entre santidad y pecado en la Iglesia, cabe destacar tres puntos: la llamada purificación de la memoria histórica; la “edificación” de la Iglesia por la santidad; el lugar de una “pastoral de la santidad”.
a) La necesidad de la continua conversión, renovación y santificación en la Iglesia, a causa de los pecados de los cristianos, es el fundamento de los actos de petición de perdón o de purificación de la “memoria histórica” de la Iglesia, como el realizado por Juan Pablo II con motivo del Gran Jubileo (12-III-2000). Se trata de un signo lleno de contenido, precisamente en cuanto a la relación entre santidad subjetiva y santidad objetiva de la Iglesia. Por la acción del Espíritu Santo sobre la Cabeza visible del Cuerpo eclesial, la Iglesia toma progresivamente más conciencia de su ser y su misión. El dolor por los pecados de sus miembros atrae una nueva efusión de gracia, que la purifica y la dispone a ser mejor instrumento al servicio de la Trinidad.
b) Santo Tomás —que sigue en esto a los Padres y especialmente a San Agustín— sostiene que la Iglesia se edifica “objetivamente” por las “cosas santas” (la fe, los sacramentos y la caridad) y, en consecuencia, se construye por los santos y a partir de los santos (cf. In III Sent, d1, q1; d19, a2).
Por la acción del Espíritu Santo, Cristo realiza en la Iglesia acciones santas y santificantes. Por eso, decir “creo (en) la Santa Iglesia” equivale a decir: “creo en el Espíritu Santo que santifica a la Iglesia” (según Santo Tomás, San Alberto Magno, Alejandro de Hales y los demás escolásticos; vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 731-750). Al mismo tiempo, la santidad personal contribuye a la santidad de todo el cuerpo eclesial, pues los miembros son todos ellos solidarios, y se edifican mutuamente.
c) ¿Cuál es —finalmente— la importancia de una “pastoral de la santidad”? Puede decirse que, si los pecados del cristiano “desedifican” a los demás miembros de la familia de Dios y en otro sentido también a la entera humanidad, el esfuerzo por la santidad personal contribuye a la edificación de la Iglesia, en cuanto que manifiesta la santidad de la Iglesia misma (cf. Lumen Gentium 39). De ahí que una “pastoral de la santidad” o —dicho en otros términos— un apostolado que subraye la santidad es una forma básica y fundamental de “hacer la Iglesia” y contribuir a su misión (cf. Carta Novo millennio ineunte, de 2001).
La santidad —el esfuerzo por lograrla, poniendo en práctica la fe, los sacramentos, y los demás dones divinos— no tiene que ver con un intimismo individualista, que se quedase en la relación entre “Dios y yo”, si bien esta relación personal, como decía Newman, está en la base de toda santidad. Pero la evangelización no es el anuncio de una salvación trascendente que tocase únicamente la dimensión espiritual del hombre, según un modelo de comprensión espiritualista de la experiencia religiosa; tampoco según el modelo “liberal” en el sentido de la teología decimonónica; ni tampoco según la perspectiva laicista actual, que pretende relegar el acontecimiento cristiano a la esfera privada. La santidad comporta el afán evangelizador, junto con la promoción humana, la búsqueda de la paz y la justicia. De ahí que la actividad más importante para el cristiano, o la que, en todo caso, debe estar en la base de las demás, es la formación espiritual y teológica que le ayude a conocer y responder al don de la fe con una vida de oración centrada en los sacramentos y que fructifique continuamente en la caridad, que para la mayoría de los cristianos se desarrolla en el ambiente de la vida cotidiana.
“La Iglesia es joven —afirmó Benedicto XVI al comienzo de su pontificado—. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos”.
Ramiro Pellitero
Facultad de Teología. Universidad de Navarra
Para profundizar
– CONGAR, Y., “Propiedades esenciales de la Iglesia”, en Mysterium Salutis IV/1, ed. Cristiandad, Madrid 1972, pp. 472-491
– DE SALIS AMARAL, M., Concittadini dei santi e familiari di Dio: studio storico-teologico sulla santita della Chiesa, EDUSC, Roma 2009
– PELLITERO, R., “Santidad y edificación de la Iglesia”, en J.I. Saranyana y otros (dirs), El caminar histórico de la santidad cristiana (XXIV Simposio Internacional de Teología, 2003), Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2004, pp. 517-533
– RATZINGER, J. “¿Por qué permanezco en la Iglesia?”, en H.U. von Balthasar-J. Ratzinger, ¿Por qué soy todavía cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia? ed. Sígueme, Salamanca 2005, pp. 81-113
– RAVETTI, L., La santità nella Lumen gentium, Pont. Univ. Lateranense, Roma 1980
– SAPHY, D., L’Église est sainte: sens du péché et repentance, ed. Tequi, Paris 2000
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