En este ensayo abordaremos la temática de la libertad desde sus dos dimensiones fundamentales: la dimensión ontológica y la dimensión dinámica. Las enseñanzas de San Josemaría son el trasfondo de las nociones que se exponen, aunque expresadas, quizá, en términos diferentes. La libertad, como energía operativa que el hombre recibe con el ser, es una semilla que puede crecer, desarrollarse y dar fruto. Por eso, veremos cómo se da ese crecimiento bajo el influjo de las virtudes.
ÍNDICE
I. Panorama ético contemporáneo
II. Ontología de la libertad
A. La libertad, efecto del amor creador
B. La respuesta al amor creador
C. La relación entre libertad y entrega
III. Dinamismo de la libertad
A. El crecimiento de la libertad
B. El papel de la educación en el crecimiento de la libertad
I. Panorama ético contemporáneo
A comienzos del siglo XIX, Benjamin Constant en un célebre discurso titulado "La Libertad de los antiguos parangonada a la de los modernos"[1], saludaba el surgimiento de un rasgo característico de los tiempos nuevos: la libertad de los modernos, que había sido ignorada en la antigüedad clásica, cuando las sociedades eran homogéneas y no conocían las profundas divergencias, en credo religioso y en estilo de vida, que configuran a la sociedad moderna. El contenido de esa libertad intentaba responder al problema del pluralismo de los valores humanos, y proponía la limitación de los poderes públicos frente a las convicciones de los ciudadanos.
En nuestros días ese proceso de diversificación moral no ha desaparecido; es más, la omnipresencia del fenómeno del pluralismo ético en la sociedad actual es un hecho incontestable. Vivimos —sobre todo en Occidente— en sociedades complejas, donde las personas tienen ideas muy diversas sobre el uso y la orientación que dan a su libertad. El amplio consenso que reinaba en épocas pasadas sobre los componentes esenciales de la moral se ha perdido. Ahora, una multiplicidad de referencias éticas surca el tejido socio-cultural. La naturaleza del bien, de la libertad y la vida buena son objeto de desacuerdo entre las personas[2]. La situación en que nos encontramos nos pone delante una ética perennemente lacerada por conflictos, a los que parece casi imposible dar solución racional. El idolillo de la libertad, entronizado en los siglos XIX y XX, parece un río fuera de madre, que el mismo hombre no sabe cómo contener[3]. El “yo” contemporáneo ha perdido los recursos intelectuales y morales para resolver los conflictos a que una ilusoria libertad lo condujo. El escenario en que inicia su singladura el siglo XXI es un mundo pluralista integrado por singularidades concretas que carecen de un lenguaje ético común. Ha cundido la desorientación. Sin embargo, también el siglo XX se ha visto enriquecido por figuras señeras, ascuas en el firmamento, que arrojan luz con su doctrina, el ejemplo de su vida y sus enseñanzas, ayudan a enderezar el rumbo y, si es necesario, a salir de la desorientación, cuando ésta se produce.
Una de ellas, es el Fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer, cuya figura deseo honrar ante el próximo aniversario de los 80 años de la fundación del Opus Dei. Escrivá de Balaguer no era un filósofo pero sí un santo y, por tanto, Dios le concedió una honda intelección de los temas que laten fuertemente en el corazón del hombre. Uno de estos temas es la libertad. Escrivá experimentó vivamente la libertad, una libertad, que podríamos llamar, filial: la del hijo que se sabe querido por su Padre-Dios. Debido a que captó y experimentó en su existencia terrena el sentido de la filiación divina como realidad fundante de toda actividad del alma, es muy frecuente encontrar en sus escritos, el adjetivo filial, acompañando a otras realidades del espíritu: “oración filial”, “audacia filial”, “alegría filial”, etc. Este enfoque contrasta con otras actitudes, tradicionales quizá, que pronuncian más el temor servil, y la condición de esclavos ante un Dios severo y lejano, según lo conciben.
San Josemaría fue un apasionado amante de la libertad. Así lo refería de sí mismo en una ocasión: “Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos bastante”[4].
Tuvo, además, una capacidad extraordinaria de promoverla, en él mismo y en los demás: desde la intimidad de la vida personal hasta su despliegue en la actividad externa en todos sus ámbitos: desde la actuación en la vida pública hasta la convivencia familiar; y, desde luego en la vida interior, en el trato personal con Dios, en la lucha por responder a sus llamadas. Dios le dotó también de una gran claridad para penetrar intelectualmente en la esencia misma de la libertad y del obrar libre. Por eso, con toda justicia, se le ha llamado maestro de la libertad cristiana[5].
En este ensayo abordaremos la temática de la libertad desde sus dos dimensiones fundamentales: la dimensión ontológica y la dimensión dinámica. Las enseñanzas de San Josemaría son el trasfondo de las nociones que se exponen, aunque expresadas, quizá, en términos diferentes. La libertad, como energía operativa que el hombre recibe con el ser, es una semilla que puede crecer, desarrollarse y dar fruto. Por eso, veremos cómo se da ese crecimiento bajo el influjo de las virtudes. Estos principios prácticos que guían la acción libre constituyen una categoría antropológica y ética central estrechamente vinculada con el incremento de libertad, y son un tema constante en la predicación y los escritos del Fundador del Opus Dei. A menudo insistía a sus hijos que lo que realmente le importaba era el crecimiento en virtudes. El decreto de virtudes heroicas, que la Iglesia promulgó en 1991 sobre su vida santa[6], es una buena prueba de lo que he dicho, y de la importancia primordial que las virtudes tienen en su predicación.
II. ONTOLOGÍA DE LA LIBERTAD
A. La libertad efecto del amor creador
La libertad no es una propiedad humana más: es la característica trascendental del ser del hombre. Es lo radical, y la radicalidad del hombre está en desear lo que le supera, que en definitiva es el Autor de sí mismo: el Creador. La libertad es el núcleo mismo de toda acción realmente humana, y es lo que confiere humanidad a todos los actos del hombre, y a cualesquiera de las esferas de su actividad[7]. A la luz de las enseñanzas de San Josemaría expuestas en la homilía “La libertad, don de Dios”[8], nos adentraremos en la ontología de la libertad, empezando por el hecho metafísico capital que ocupa el primado del orden temporal y del orden trascendental: la acción creadora de Dios.
Para explicar qué es la libertad, Escrivá parte de nuestra condición de criaturas, y expresa de una manera sencilla y eficaz, que la conciencia de esa condición no se experimenta como un límite, sino como fuente de grandeza y seguridad, como una llamada a ser felices. Mueve, por tanto, al agradecimiento. Todas las criaturas han sido sacadas de la nada por Dios y para Dios (n. 24). La intención de Dios al crear entes distintos de Sí mismo, es la manifestación de su perfección. La acción creadora es acción donadora, acción amorosa y, por eso, máximamente libre, porque nada la condiciona, está ausente de cualquier necesidad. En esto se capta que es amorosa, porque se puede forzar a todo menos a amar. En la acción creadora divina no se da algo a alguien: se le otorga el ser, y Dios no recibe nada, porque nada puede añadirse a su ser perfectísimo. La creación es efecto de su amor infinito.
Crear es sobre todo un don, un regalo. No queda nada en Dios, lo da todo. Y la criatura lo que ha de hacer es aceptar el amor personal de Dios para poderse dar. Tomás de Aquino lo llamaba donatio essendi, porque la causalidad es insuficiente para explicar tal derroche y efusión.
El sentido más profundo de la libertad es la libertad de aceptación, estar de acuerdo con ser criatura, con ser hijo. Es un acto de libertad de intensidad máxima, porque coincide con el ser, con la verdad. No hay posibilidad de entender el sentido de la libertad, si la persona no toma conciencia de su carácter creado, de su relación con lo que le funda, si no acepta nativamente su ser hija de Dios.
Lo veía nítidamente Escrivá: todas las criaturas son para Dios, pero sólo los hombres nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad (n. 24). En consecuencia, sólo el hombre puede rendir al Creador la gloria que le corresponde por ser el Autor de todo lo que existe, o negársela. Al crear al hombre libre, Dios no lo determina a darle gloria, sino que le invita y le impulsa a dársela. Como el amor perfecto comporta reciprocidad, correspondencia, se entiende que Dios haya creado seres capaces de amar, de corresponder libremente a su amor creador.
B. La respuesta al amor creador
La pregunta que surge de inmediato es: ¿Cómo corresponde la criatura libre al amor creador? Vamos a intentar responder a esta pregunta partiendo de algunas nociones filosóficas básicas.
El télos (o fin) es aquel bien por el que algo se hace, como por ejemplo, el fin del profesor es lograr que el alumno aprenda. A su vez, la noción de bien —como algo que todos apetecen[9]— es correlativa a la de perfección, porque la voluntad de la criatura apetece algo en cuanto lo ve como integrante de su plenitud, y por eso obra siempre buscando un bien.
El dinamismo de las criaturas tiene su raíz en la tendencia e inclinación al propio bien, depositada por Dios en lo más profundo de su ser. A esa tendencia constitutiva a la propia plenitud también se le conoce como deseo de felicidad. Este deseo se ve colmado con creces cuando el bien al que se tiende es infinito. La ordenación al bien indica que la criatura está finalizada, o dicho de otro modo, está teleológicamente ordenada a lo que Dios quiere que sea, tiene su télos en Dios.
La libertad tiene como fin que el hombre pueda amar, corresponder al amor creador de Dios. Y, a la vez, como afirma San Josemaría sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena (n. 38 & 5). ¿Cómo corresponde entonces la criatura al amor creador?
Con el reconocimiento agradecido del ser que ha recibido y con el empeño libre por llevar ese ser recibido a su plenitud. La criatura libre corresponde al amor de Dios realizando la perfección a la que su ser personal —donado por Dios— está finalizado.
La mirada de Adán en los frescos de Miguel Ángel de la bóveda de la capilla Sixtina es una expresión artística maravillosa de la aceptación radical del don divino por parte de la criatura. Fijémonos en algunos detalles de la escena de la creación del hombre.
La mano que Adán alza para tocar la mano de Dios ejemplifica, total y cabalmente, el anhelo de ver ascender hacia su Autor el amor desde lo más profundo de su fragilidad. Su mirada manifiesta el reconocimiento agradecido de una criatura que advierte que de todos los dones que ha recibido de Dios es la libertad el que le ha hecho —a diferencia de las demás criaturas irracionales— decir “amén” a Dios y a sí mismo. El rostro sereno y esperanzado no refleja solamente el autodominio o señorío sobre las cosas creadas, sino también el saberse destinatario de una iniciativa divina, que no sólo lo hace criatura predilecta, sino mucho más. No sólo ha nacido de Dios sino que es “con-Dios”[10], porque es su hijo. En la creación hay infinitas criaturas, pero lo que distingue radicalmente al hombre es que es HIJO. Dios eleva la libertad humana, dotándola de un nuevo sentido, un sentido filial.
La respuesta a Dios ha de ser incondicionada, porque es respuesta al infinito amor creador. Condicionarla a algo —al éxito, a la propia satisfacción, al propio gusto,...— sería tanto como usar la propia libertad para amarse a sí mismo más que a Dios. Por eso subraya Escrivá que la disyuntiva es ser: O hijos de Dios, o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse (n. 38 & 1).
Quien no quiere ordenar su libertad al Amor de Dios, la ordena a sí mismo, pero el amor a sí mismo, sin esa ordenación al querer de Dios, es un amor defectuoso. Carlos Cardona afirma que la capacidad infinita de querer que la libertad implica, se pone como tal libertad, sólo amando libremente el Bien infinito de modo incondicionado; de lo contrario se frustra como tal libertad[11]. Por eso a Dios no sólo se le puede elegir como una alternativa entre otras, sino que se le ha de elegir por encima de la misma capacidad de elegir[12]. La alternativa a esta elección no verdadera es quererse a sí mismo de manera incondicionada como bien absoluto. Y en esta elección “deficiente” consiste el mal, porque se elige el bien finito desvinculándolo del infinito, se elige a la criatura y no al Creador, que es el único que ha de ser amado por sí mismo y al que está vinculado todo otro ser.
Toda acción libre, ya sea buena o mala, coloca a la persona ante Dios. Somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente. No caben aquí anonimatos; el hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está el resolverse a vivir como amigo o como enemigo (n. 36 & 1). La vivencia de la libertad se experimenta tanto más intensamente cuanto más relevantes son las elecciones. La libertad es tanto más plena cuanto más importante y decisivo es aquello con lo que se enfrenta. Decidir entre un helado y una taza de café no da lugar a mucho rango de libertad; en cambio, hay elecciones que cualifican hondamente la vida personal y comprometen la libertad radicalmente (la elección de una carrera, decidir con quién voy a compartir la vida, etc.). Por eso, en un mundo de trivialidades no se puede ser libre.
En el pensamiento de Escrivá la libertad no consiste en la ausencia de vínculos, sino en la calidad con que se asumen esos vínculos. Esta idea aparece bellamente expresada en un punto de Surco: “Nunca te habías sentido más absolutamente libre que ahora, que tu libertad está tejida de amor y de desprendimiento, de seguridad y de inseguridad: porque nada fías de ti y todo de Dios”[13]. En otra ocasión, hablando a sus hijos del miedo que algunas personas tienen al compromiso, les hace ver que quien no se compromete, ni asume vínculos voluntariamente, por no querer condicionarse, es quien más condicionado se ve por unos vínculos que insoslayablemente tendrá que asumir en contra de su voluntad. Si un hombre no se deja vincular por afanes nobles y limpios, con los que acepta las obligaciones de una familia, de una profesión, de unos deberes ciudadanos...; si un hombre no tiene iniciativa para tomar esas decisiones, la vida misma se encargará de imponérselas, contra su voluntad. (...) Cuando eso sucede, esa alma queda todavía más condicionada que la que voluntariamente quiso aceptar unos compromisos, que en apariencia coartaban su libertad[14].
C. Relación entre libertad y entrega
A Dios nada le impedía crearnos impecables, –con un impulso irresistible hacia el bien– pero “juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían” (San Agustín, De vera religione, PL 34, 134) (n. 33 & 2). Por eso, afirma San Josemaría que la libertad sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. (n. 31 & 2). Escrivá entiende la obediencia a la voluntad de Dios como la máxima afirmación de la libertad, y no como renuncia a ella. En este sentido también es un pionero, porque en la espiritualidad clásica se destacaba más el aspecto de renuncia, de anonadamiento, de abdicar de la propia libertad para poder obedecer. Escrivá la ve más bien como condición para obedecer, la revaloriza y la dota de un alto sentido. Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad (n. 30 & 2). En la entrega voluntaria, la libertad renueva el amor (...). Por amor a la libertad nos atamos (n. 31 & 3).
El sentido último de la libertad personal es responder al amor de Dios amando el plan de Dios para cada persona, es decir, realizando la perfección a la que el ser personal —donado por Dios— está finalizado. Así, cuando la persona responde libremente con su voluntad a la voluntad amorosa de Dios, alcanza su plenitud humana. Y, al contrario, cuando el hombre decide libremente no amar a Dios es un hombre frustrado: autorreducido a cosa, porque, aunque no quiera, da gloria a Dios, pero sin que haya en ello ninguna intervención de su ser personal[15]. San Josemaría sostenía de acuerdo con la tradición clásica, particularmente Tomás de Aquino[16], que la posibilidad de elegir el mal no pertenece a la esencia de la libertad, aunque sea una manifestación, un signo de que existe libertad: la elección que prefiere el error, no libera (n. 26)[17]. La esencia de la verdadera libertad no está en elegir un contenido contrario al télos del hombre, sino en la decisión de adherirse al plan de Dios y realizar así su ser en plenitud.
Al amar a Dios el hombre realiza el sentido de su vida, porque libremente ama a Aquél que libremente le hace libre y capaz de amar. Intencionalmente se identifica con su télos aquello para lo cual fue constituido en el ser por Dios; y al hacerlo así está “re-creando” su ser por amor. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas (n. 38).
III. EL DINAMISMO DE LA LIBERTAD
A. El crecimiento de la libertad
Decíamos que el sentido de la libertad es llegar al cumplimiento del télos personal, como respuesta a la donación del ser por parte de Dios. Ahora preguntémonos, ¿es posible que se dé un crecimiento en libertad? ¿La libertad humana puede crecer o disminuir?
En este punto conviene que hagamos una distinción de planos. En el plano ontológico, se posee la libertad nativamente, por naturaleza[18]. A este nivel el hombre puede hacer buen o mal uso de su libertad, pero no la puede hacer crecer ni disminuir.
En el plano operativo o dinámico, en cambio, se da crecimiento o disminución. La libertad crece en la medida en que las capacidades operativas de la persona se actualizan, es decir, se perfeccionan. Crece en la medida en que esas capacidades están mejor dispuestas para la realización de su proyecto existencial, que, por otra parte, coincide —si es verdadero— con el proyecto de Dios para esa persona. Al conjunto de hábitos que disponen a las potencias para la realización del télos personal se les denomina virtudes, eje sobre el cual gira toda la dinámica de la vida moral.
Con el fin de entender con mayor lucidez el influjo de las virtudes en la actuación libre, consideraremos algunos datos antropológicos.
En la persona se dan dos niveles de instancias afectivas: sensible (apetito irascible o impulsos, y apetito concupiscible o deseos) y racional o superior (voluntad y razón práctica). Ambas instancias no son fuerzas paralelas; ni tampoco antagónicas, como si cada una tendiese a bienes de por sí excluyentes: son más bien armónicas, una y otra se ordenan a la realización de la vida humana. La afectividad sensible tiene una aptitud natural para ser integrada por la instancia afectiva superior. Es lógico que así sea, porque la componente sensible de nuestra afectividad se dirige a bienes parciales, sectoriales; en cambio, la superior se orienta hacia el bien total de la persona. Por ejemplo, un viaje cultural es un bien, pero si va en detrimento de la atención a la familia o de las obligaciones profesionales, viene a ser un bien parcial al que hay que renunciar en aras al bien total de la persona. Por eso, en los casos, en que el bien total de la persona exige la renuncia a un bien parcial al que afectivamente se tiende, se experimenta una resistencia, una oposición; sin embargo, si se renuncia al bien parcial y se logra dirigir la conducta al fin personal se obtiene el fruto positivo de la victoria del bien mejor. Esta resistencia esforzada y costosa para renunciar a bienes sensibles y alcanzar bienes mejores, es una muestra palpable de la disminución de la aptitud de la voluntad para conducir la afectividad sensible al bien total de la persona. Sabemos por la fe, que después del pecado original, la aptitud de la voluntad quedó disminuida, pero no destruida.
San Josemaría, conocedor de esa reyerta interior que todo hombre libra consigo mismo a la hora de alcanzar el bien como persona, anima continuamente a la lucha, a ganar las batallas, porque ha experimentado la felicidad que produce la conquista del bien total. En Surco afirma: No se puede llegar al triunfo, a la paz, si faltan la lealtad y la decisión de vencer en el combate. Compara la alegría de la victoria en la lucha con la del deportista ante los obstáculos que debe superar e insiste en que el combate no es renuncia, respondemos con una afirmación gozosa, con una entrega libre y alegre[19].
El Fundador del Opus Dei es consciente de que cada victoria de la libertad implica un incremento en virtud, y viceversa. Por eso, las virtudes son los criterios de comportamiento que mejor expresan la recta orientación de todas las energías humanas puestas al servicio de la libertad. Expresan de modo habitual la finalidad de la acción libre, y son criterios infalibles de acción, porque en ellas la acción libre se hace hábito de la tendencia, de la afectividad sensible y de la voluntad.
B. El papel de la educación en el crecimiento de la libertad
El proceso educativo y formativo cobra una enorme importancia en el marco que hemos presentado del crecimiento en libertad y adquisición de las virtudes. La educación es precisamente el proceso de ayuda a un sujeto para que llegue a ser verdaderamente libre. Esta misma importancia tenía para San Josemaría, que era un gran formador de almas. En la mente de Escrivá la actuación educativa tenía como fin la promoción e incremento de la libertad. Estaba convencido de que el sentido más profundo de la educación y de la tarea de formación consiste en hacer a cada hombre capaz de formular y realizar su proyecto personal de vida, tarea que tiene su fundamento en la libertad.
Toda educación se realiza en función y al servicio de la libertad, y la pieza capital del proceso educativo es la formación en virtudes. De nada valdría una educación basada en la transmisión de conocimientos eruditos o de hondas reflexiones teóricas, si no se prestase especial atención a dirigir hacia el bien la energía operativa del sujeto a través de las virtudes.
San Josemaría, maestro de la libertad cristiana, fue un gran práctico de la virtud. Sabía que las virtudes no se aprenden sólo en los libros o en los manuales de autoayuda y superación, ni siquiera en las predicaciones o charlas, por muy elocuentes que sean, sino que se adquieren y se enseñan por repetición de actos positivos. Por eso planteó la formación siempre en clave afirmativa. No a base de represiones o prohibiciones, sino como afirmación gozosa, yendo siempre con el “sí” por delante. Incluso cuando, por exigencias de la formación de sus hijos, tenía que decir que “no”, ese “no” tenía siempre detrás un “sí” gozoso, optimista y esperanzado.
La vida se estrena cada día cuando uno lucha por ser más fuerte y más templado, más sobrio y más alegre, más generoso y más compasivo, más puntual y más casto; y no cuando se establecen normas, prohibiciones y límites, que sofocan el afán de superación. Escrivá reconocía que, cuando en la tarea formativa, lo que se transmiten son “noes puros”, tarde o temprano, se tornan problemáticos. ¿Por qué?
Porque las tendencias humanas están orientadas naturalmente al bien de la persona y cuando se reprimen, dificultan la consecución del bien, porque el deseo se encuentra negado, pisoteado. Indudablemente, la negación dificulta los actos virtuosos y abre la puerta al voluntarismo y a la rigidez. Lo más característico de la virtud es que hace del bien algo estable, fácil y deleitable, porque al inherir en el deseo, se hacen hábito de la tendencia. Son un sobrante de fuerza activa de las tendencias que facilitan la vida y la perfeccionan, porque hacen llevadera la consecución del bien. Son principios que liberan, porque dan pie a que se luche alegre y espontáneamente.
¿Cómo educaba San Josemaría en virtudes? Sobre todo a través del ejemplo. Las vivía él mismo en primera persona y, a base de ejercer operaciones excelentes que dejaban un efecto habitual en las facultades, lograba transmitirlas a otros de modo vivo, práctico y objetivo: viéndole vivir. Escrivá era consciente de que su responsabilidad era actuar bien en todo instante, ser escalera, cuyos peldaños eran las acciones excelentes que incitaban a otros a subir más y más. Verlo subir era lo que animaba a quienes le rodeaban, porque se sentían impulsados a ascender ellos mismos por esa “escalera” vital de la naturaleza cuya cima es la virtud.
Ser virtuoso no es un lujo que sólo pocos puedan permitirse, ni un adorno para la fachada de la casa en tiempos de prosperidad. Las virtudes son la culminación de la vida desde el punto de vista de la naturaleza, son una segunda naturaleza[20], que va configurando nuestra personalidad y constituye el despliegue más auténtico del ser personal. Por eso, se puede concluir que si no se educa en virtudes, no se educa del todo.
Conclusión
Al hilo de las reflexiones que hemos ido haciendo, y como consideración final, cabría sostener que la noción de libertad, tal y como se ha ido configurando en los últimos siglos en la intrincada confrontación que hemos presentado al inicio, puede verse enriquecida si se nutre de las enseñanzas de San Josemaría. Necesitamos insoslayablemente un concepto renovado de libertad, que no abdique de Dios, sino que más bien se entienda como lo que es: efecto de su amor creador y redentor. La libertad guarda una relación esencial con el amor; es más, Dios nos ha dado ese don para que le amemos, y la libertad crece en la misma medida en que se ama más. Cuando el amor se confirma en las elecciones particulares se van desarrollando las virtudes que inclinan a obrar bien con gusto y prontamente.
San Josemaría encarnó en su vida terrena las virtudes de modo heroico: fue muy virtuoso, y a la vez, muy libre, porque apostó en su vida por el Amor.
Cecilia Echeverría Falla. Profesora de la Universidad del Istmo (Guatemala) y doctora en Filosofía por la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma)
[1] Cfr. CONSTANT, B., Antologia di scritti politici, ed. a cargo de ZANFARINO, A., Il Mulino, Bologna 1982, pp. 36-58. En el citado discurso Constant afirmaba que, mientras en la antigüedad la libertad consistía en participar en las decisiones públicas, como individuos privados sometidos al poder del colectivo, en la edad moderna hemos descubierto la libertad que consiste en la independencia del hombre privado con respecto a los eventos públicos realizados de modo representativo, bajo el control de los ciudadanos, por un grupo restringido de la sociedad. Constant es uno de los representantes de la versión del liberalismo como doctrina prevalentemente política. (Cfr. HOLMES, S., Benjamin Constant and the Making of Modern Liberalism, Yale University Press, New Haven 1984; Cfr. RHONHEIMER, M., L'immagine dell'uomo nel liberalismo, ponencia presentada en el Convenio sobre "Immagini dell'uomo. Percorsi antropologici nella filosofia moderna", celebrado en la Pontificia Universidad della Santa Croce, Roma, 29-III-1996).
[2] La contemporaneidad ha hecho frente a este fenómeno. De hecho, no faltan intentos de acoger la problemática de la complejidad desde su estructura constitutiva. Algunos autores como N. Luhmann y, bajo su influencia, Ch. Larmore han tomado el concepto de complejidad como clave de comprensión de la moral. (Acerca de la teoría de la complejidad de Luhmann, véase LUHMANN, N., Komplexität, "Historisches Wörterbuch der Philosophie", vol 4., Schwabe 1976, pp. 939-941; también LARMORE, Ch., Patterns of Moral Complexity, Cambridge University Press, Cambridge 1987).
[3] La absolutización de la libertad como máximo baluarte de la modernidad y sus consecuencias en la sociedad ha sido objeto de reflexión por parte del liberalismo, como filosofía y como doctrina política, desde su gestación en el s. XVI. Un siglo de cruentas guerras por motivos religiosos imprimió en la mente de los liberales la convicción teórica y práctica de que es imposible vivir pacíficamente si se busca imponer en los demás las propias convicciones. El liberalismo de hecho basa toda su concepción de la libertad en el pluralismo de los valores humanos y, en la neutralidad del Estado respecto a estos distintos valores, para garantizar la paz civil. Cuando lo que domina es el conflicto acerca de valores e intereses, la única vía practicable para una pacífica convivencia parece ser la que propone la ética liberal: establecer reglas universales de convivencia aceptables por todos, cuya obligatoriedad absoluta está basada en los derechos de las personas.
En los últimos treinta y cinco años, han surgido en el seno del liberalismo intentos de justificación de la tradición liberal y de los valores inherentes a la cultura política moderna. La discusión se abre con la obra de un autor liberal, John Rawls, A Theory of Justice (Oxford University Press, Oxford 1972), a la que inmediatamente siguen fuertes críticas por parte de Michael Sandel y Alasdair MacIntyre, exponentes de la línea comunitarista. La controversia se centra primordialmente en la visión antropológica implicada en el liberalismo abstracto y formalista del "primer Rawls" y de otros autores como Ackermann, Nozick y Dworkin. Los comunitaristas critican principalmente el intento de basar el sistema político liberal en un concepto de persona como pura autonomía, prescindiendo de sus fines, bienes, valores, tradiciones y comunidad. Critican al liberalismo por desvirtuar la ética con la formulación de reglas universales legalistas que sustraen a los hombres de sus vínculos y de su ethos vital. (Cfr. NINO, C., Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Ariel, Barcelona 1989; RHONHEIMER, M., L'immagine dell'uomo nel liberalismo, cit., pp. 2-14; NAVAL, Concepción, Educar ciudadanos. La polémica liberal-comunitarista, EUNSA, Pamplona 1989; MATTEINI, Maria, MacIntyre e la rifondazione dell'etica, Città Nuova, Roma 1995, p. 148).
[4] ESCRIVÁ DE BALAGUER, J., Es Cristo que pasa, homilía: Cristo Rey, 17ª ed., RIALP, Madrid 1980, n. 3.
[5] FABRO, C., Un maestro di libertá cristiana: Josemaría Escrivá de Balaguer, en L’Osservatore Romano 2-VIII-1977, p. 3.
[6] Promulgado el 9-IV-91, por la Congregación para la Causa de los Santos, un año antes de la beatificación.
[7] Cfr. CARDONA, C., Metafísica del bien y el mal, EUNSA, Pamplona 1987, p. 99.
[8] ESCRIVÁ DE BALAGUER, J., Amigos de Dios, 5ª ed., RIALP, Madrid 1979, nn. 23-38. A partir de ahora, cada vez que citemos algún texto de esta homilía lo haremos en negrita y cursiva, añadiendo a la par el número de parágrafo.
[9] ARISTÓTELES, I Ethic., c. 1, n. 1.
[10] Cfr. SELLES, J. F., El sentido de la vida, Publicaciones Universidad de Navarra, Pamplona, 2008, p. 8.
[11] Cfr. CARDONA, C., Metafísica del bien y del mal, cit., p. 104.
[12] Cfr. CARDONA, C., Metafísica del bien y del mal, cit., p. 105.
[13] 4ª ed., RIALP, Madrid 1986.
[14] AGP, P01, 1968, p. 41.
[15] Cfr. CARDONA, C., Metafísica del bien y el mal, cit., p. 102.
[16] Tomás de Aquino en la Summa Teológica afirma que “pertenece a la perfección de la libertad el poder elegir cosas diversas manteniendo el orden al fin; pero que se incline hacia algo que le aparte de Dios —en eso consiste el pecado— es una imperfección suya: los bienaventurados y los ángeles, que ya no pueden pecar, son más libres que nosotros” (I, q. 62, a. 8, ad. 3).
[17] El contexto en que se encuentra esta frase es el siguiente: “Rechazad el engaño de los que se conforman con un triste vocerío: ¡libertad, libertad! Muchas veces, en ese mismo clamor, se esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no libera” (n. 26)
[18] Es una libertad real, pero finita, porque es la libertad de una criatura compuesta de potencia y acto: de una criatura que no ha alcanzado la perfección, que está en potencia de alcanzarla. No tiene un punto de partida incondicionado y absoluto, porque es una libertad que ha sido donada. Se trata de una libertad con unos rasgos propios que derivan de su condición corpóreo-espiritual, que la hacen limitada.
[19] ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios (Porque verán a Dios), op. cit., n. 182.
[20] Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, q. 26, a. 4.
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