Pio Santiago
Índice:
1. Síntesis del pensamiento antiguo sobre la amistad
2. Sumario de la concepción de la amistad en la filosofía medieval
3. Compendio del pensamiento moderno sobre la amistad
4. Sinopsis del pensamiento reciente sobre la amistad
5. El enfoque apropiado para el estudio de la amistad
6. Implicaciones noéticas del enfoque
8. Los principales ámbitos de la amistad
Summary: In this paper we study the method, the subject an the education of the superior human virtue: friendship. In the first place, we review the fundamental thesis of the most important thinkers of the history of philosophy. Second, we indicate that the appropriate method of knowledge for his study is not rational, but characteristic of one innate habit (the sintheresis or I). Next, we show some implications of this approach. After that, we attend to the requirements of the friendship, at the both of them main areas (family and education), and we offer one thesis about the pedagogy of this virtue.
La amistad es tan antigua como el ser humano y aún más. Con todo, parece un bien escaso no sólo a lo largo de la historia de la humanidad, sino también en la del pensamiento occidental, pues en las contadas ocasiones en que la filosofía se ha hecho cargo de esta realidad, se ha limitado a ofrecer unas consignas parcas y repetitivas. En este punto, las últimas décadas parecen constituir una excepción a la filosofía precedente[1], aunque no ciertamente a la vivencia de esta realidad humana[2].
Lo primero a señalar, tras la lectura de los recientes estudios (fenomenológicos, hermenéuticos, etc.) sobre este tema, es que es un acierto atender a esta realidad, no sólo porque hoy éste muy necesitada en todos los ámbitos (familiar, educativo, laboral, etc.) y en todas las edades, sino, sobre todo, porque es una propiedad humana central. Ahora bien, en el modo de tratar este tópico (por ejemplo, en antropología, ética, educación, etc.) se nota –a pesar de los intentos contrarios– falta de sistematicidad[3], porque no se sabe qué lugar ocupa esta virtud entre las demás y, consecuentemente, no se la vincula con otras realidades humanas inferiores y superiores a ella con las que está ineludiblemente unida. Además, por si fuera poco, no sabemos cuál es la instancia cognoscitiva que permite arrojar luz sobre ella, es decir, desconocemos el método cognoscitivo humano apto para comprenderla. Derivado de lo que precede, no sabemos qué método pedagógico emplear para implantarla en nuestra sociedad.
En atención a lo indicado, en este trabajo se intentará dotar de una visión más sistémica a la amistad, es decir, se procurará buscar su engarce o vinculación con otras dimensiones humanas relevantes con las que está directamente unida. Previamente, se ofrecerá un resumen de los hitos filosóficos principales en el tratamiento de la amistad[4], dividido en 4 epígrafes, uno para la filosofía antigua, otro para la medieval, un tercero para la moderna, y el último para la contemporánea del s. XX. Seguidamente se atenderá al método cognoscitivo que se considera más pertinente para conocer esta excelente perfección humana. Tras su exposición se sacarán algunas implicaciones que el nuevo enfoque permite y se aludirá a los dos ámbitos principales en los que es pertinente convivir según amistad. Por último, se atenderá a la educación de esta virtud, la superior entre las naturales.
1. Síntesis del pensamiento antiguo sobre la amistad
Como es sabido, los presocráticos –Empédocles por ejemplo– entendían la amistad en sentido cósmico, como ese motor que vincula los elementos del universo. Pero fueron los grandes socráticos quienes trataron de esta perfección en el hombre[5]. Tras los titubeos de Platón acerca de qué sea un amigo[6], este gran socrático nos da un par de máximas que se reiterarán en la posteridad: que la amistad requiere correspondencia[7], y que sólo se da entre los hombres buenos[8], temas destacados después en la ética aristotélica[9] junto a otro carácter básico de este bien humano, a saber, que se trata de una virtud[10], y no de una cualquiera, sino de esa que es superior a otras tan altas como la justicia[11].
Otras notas que Aristóteles atribuye a la amistad son la igualdad o semejanza entre los amigos[12], la necesidad de convivencia, la limitación en el número de amigos, la posesión en común de bienes, alegrías y –sobre todo– penas, la permanencia, el esfuerzo, el crecimiento de esta cualidad, la mutua corrección entre amigos, etc., a las que añade denuncias de caracteres impropios de esta prebenda humana como son la vinculación entre los hombres por placeres, pasiones, intereses de bienes útiles, honores, riquezas, etc., asuntos todos ellos inferiores al propio ser humano. A pesar de estos aciertos descriptivos, el Estagirita añade una cláusula que compromete la índole de la amistad: su carácter necesario[13], pues, si este punto no se entiende correctamente, se empaña la estrecha vinculación entre la amistad y la libertad personal humana, lo cual comporta considerar a esta virtud, no como una sobreabundancia, sino como un requisito.
Tras la obra aristotélica, el trabajo más atinado sobre la amistad en el pensamiento antiguo fue el de Cicerón, precisamente porque puso de relieve el carácter libre y donal de esta virtud: “ambas palabras (amor y amistad) derivan de `amar´. Y amar, por su parte, no es otra cosa que distinguir con el cariño a la persona que se ama, sin ser inducido a ello por ninguna necesidad”[14]. La describe con una definición que luego copiará San Agustín: “un común sentir en las cosas divinas y humanas, unido a una benevolencia llena de amor”[15]. El noble cónsul romano ofreció también novedades excelentes en la exposición de la índole de la amistad: su apertura al futuro[16], su permanencia tras la muerte[17], su superior vinculación a la que favorecen los lazos del parentesco[18], su exigencia de veracidad[19], su subordinación a lo que objetivamente es justo y honesto[20] y, sobre todo, su fundamento: la fidelidad[21]. No obstante estos aciertos, Cicerón pensó que la amistad era algo propio de la naturalezahumana, pues afirmó que era lo más alto de ella, pero al fin y al cabo un asunto natural[22]. Ahora bien, si no se precisa qué se entiende por “natural”, esta sentencia puede dar lugar a equívocos, pues si por tal término se significa una cualidad originaria perteneciente a la dotación nativa humana, es claro que la amistad no es natural, ya que –como toda virtud– es una perfección adquirida; algo que no se tenía al nacer.
Ya en nuestra era, Séneca señaló como propio de la amistad la confianza[23]. Reiteró que esta virtud crea entre los amigos una comunidad en los bienes y en las adversidades; que es desinteresada, etc. Formuló asimismo la reciprocidad entre amigos según la cláusula “si quieres ser amado, ama”[24]. Otros pensadores de la época romana que aludieron a la amistad fueron Plutarco, Epícteto, Marco Aurelio, Sexto Empírico, Diógenes Laercio, etc., es decir, autores fundamentalmente estoicos, que distinguieron varias formas y grados de amistad, asemejándola en ocasiones a la filantropía cosmopolita, y señalando en otras que sólo los sabios son propiamente amigos. De entre sus explicaciones más afortunadas de esta virtud caben reseñar las que siguen: se trata de una “comunidad de vida”; el amigo es “otro yo mismo”; “otro igual” [25].
2. Sumario de la concepción de la amistad en la filosofía medieval
En el ámbito de la patrística, Clemente de Alejandría adaptó el legado estoico a la doctrina cristiana. Señaló que la amistad primordial es la que media entre el hombre y Dios, a la que llama filía[26]. Esta denominación recorre toda la antigüedad griega clásica (desde Homero a los estoicos, pasando por Platón, Aristóteles y el epicureísmo[27]), pero en Clemente adquiere un matiz peculiar de fraternidad y filiación. Más tarde, San Ambrosio de Milán, para quien la amistad “es la cosa más bella”[28], dotó a esta virtud de un requisito trascendental: “no puede ser amigo de un hombre quien ha sido infiel a Dios”[29]. De manera que no sólo admite explícitamente la amistad del hombre con la divinidad, sino que la humana tiene como condición de posibilidad previa la divina. Esto lo corrobora su discípulo y amigo, Agustín de Hipona, para quien la amistad, junto con la salud, son las dos únicas cosas necesarias en este mundo[30], diciendo que “ama verdaderamente a su amigo quien ama a Dios en su amigo”[31], pues “no puede existir pleno acuerdo sobre las cosas humanas entre dos amigos que están en desacuerdo sobre las cosas divinas… ya que el que no ama a Aquel que ha hecho al hombre no puede amar al hombre como conviene”[32]. Para San Agustín, el objeto de la amistad son las personas concretas, a las que se quiere para que éstas progresen en el amor de Dios. Por eso, para él los deberes de la amistad son el amor, la confianza, la franqueza, y la oración.
Por otro lado, Abelardo recogió la tesis aristotélica de que el amigo es otro yo[33]. Por su parte, ahondando en la línea agustiniana, Pedro Lombardo, fuente de inspiración para los escolásticos posteriores, legó esta sentencia: “fraterna dilectio est Deus”[34]. Aelredo de Rievaulx, en su libro De spirituali amicitia, ofreció asimismo una visión cristiana de la amistad, de la que predicó la intimidad, la incondicionalidad, la eternidad, la posesión en común de los bienes y, en suma, la entrega de la propia la vida por el amigo[35].
En el esplendor de la escolástica, encontramos, entre otras, la amplia doctrina tomista sobre la amistad. Tomás de Aquino sigue, obviamente, la enseñanza aristotélica –y también la de Cicerón–, pero las armoniza con la tradición patrística y la instrucción cristiana sobre la caridad[36]. En apretada síntesis cabe indicar que, además de las tesis tradicionales ya mencionadas, y que el Aquinate acepta[37], añade algunas apreciaciones valiosas: la manifestación de la amistad por medio de las obras[38], el tratarse de una igualdad no cuantitativa, sino “de proporción”[39]; la búsqueda del bien del amigo[40]; la necesidad de restitución para que se dé la reconciliación tras la amistad perdida[41]; el advertir que la murmuración resquebraja la amistad[42]; etc. Con todo, las notas más relevantes que Tomás atribuye a la amistad tal vez sean que ésta se refiere exclusivamente a personas[43], a la par que su distinción de la caridad, pues la primera media entre los hombres, mientras que la segunda es “cierta amistad del hombre con Dios, por la cual el hombre ama a Dios y Dios al hombre”[44], requiriendo el don divino[45] consistente en la participación de la vida divina[46].
¿Cómo describe la amistad Sto. Tomás? Sencillamente indicando que “es el amor mutuo, que procede de dos que se aman entre sí”[47]. Por otra parte, sostiene algunas tesis que requieren posterior discusión. Una de ellas es la afirmación de que tras distinguir la amistad de la justicia[48], la concibe en algunos textos como una parte de ésta o dentro de su género[49], lo cual es cuestionable, pues si la amistad es más intensa que la justicia y, por tanto, implica más activación del querer de la voluntad, no parece reducirse al querer propio de la justicia. Otra consiste en la continuación del aserto aristotélico (que parece opuesto a otros textos en los que se declara que la amistad es una virtud), en el que se indica que “la amistad propiamente no es una virtud, sino que sigue a la virtud. Pues por esto mismo que alguien es virtuoso, se sigue que ama a sus semejantes”[50]. Pero si no se trata de una virtud, sino de una realidad que sigue a la virtud, ¿qué es?, ¿acaso un sentimiento[51]?, ¿tal vez algo superior a una perfección intrínseca de la voluntad?
Como se puede apreciar, los pensadores clásicos antiguos y medievales están más preocupados por la índole de la amistad que por el modo como la conocemos. Efectivamente, si les pudiéramos preguntar cómo se conoce la amistad, seguramente nos responderían que por experiencia personal. Que tal experiencia no es meramente sensible o psíquica, para ellospatet, pero tampoco nos dirían que la conocemos por tal o cual acto o hábito cognoscitivo de la razón. En suma, en su bagaje filosófico no se nos esclarece cómo –según la teoría del conocimiento– se conoce la amistad, aunque es verdad que la conocemos por “experiencia personal”, sólo que –como veremos– esa experiencia es la propia de un conocer personalsuperior a todo conocer sensible y racional.
3. Compendio del pensamiento moderno sobre la amistad
Si se atiende al legado de la filosofía moderna sobre la amistad, se puede comenzar por recoger la opinión de Montaigne, quien conoce la doctrina de Aristóteles, Cicerón y Séneca, y por eso escribe en sus Ensayos –dedicados a sus amigos y redactados en su periodo estoico–, que el amigo es "otro yo", que la amistad, más que en la unidad, consiste en llegar a ser "uno". Sin embargo, se puede añadir que su noción de amistad es moderna y anticipa el romanticismo, porque –a diferencia del pensamiento antiguo– su tesis sobre la amistad carece de fundamento real[52]. Por otro lado, Francis Bacon, que leyó a Montaigne, no se dejó influir por él, pues se limitó a dar consejos prácticos sobre la amistad. El primer fruto de la amistad –dice– es la paz en los afectos. “Bacon es quizá el primer filósofo en concebir la necesidad de que la amistad es amoral”[53]. Como se puede apreciar, en el despertar de la modernidad, la amistad ya no se concibe como una virtud –la clave de la ética– que se corresponde con bienes reales, sino como un sentimiento.
Para Descartes la amistad es cosa rara entre los hombres, pues se trata de un “amor de benevolencia”. Téngase en cuenta que Tomás de Aquino había indicado que la amistad no se reduce a la benevolencia, porque ésta se puede dar entre personas alejadas, pero la amistad no[54]. El pensador galo la describe como el “afecto que las personas honradas tienen por sus amigos”[55], entre los cuales media igualdad y, estos requisitos, obviamente, no abundan. Le atribuye notas aparentemente parejas a las propias de la filosofía clásica griega y medieval, pero como ya no la concibe como virtud, sino como un afecto o pasión y, además, la estima de poca relevancia dentro el panorama de las pasiones humanas, se puede decir que “la amistad con Descartes ha comenzado a perder terreno… Sobre este punto particular Descartes constituye una ruptura con la reflexión filosófica precedente y anticipa una línea de tendencia que caracterizará el pensamiento de la modernidad”[56]. De esta época son también “el libroFriendship, del inglés Jeremy Taylor (1657), el Traité de l´amitie de Luis de Sacy (1703), otro más breve de la Marquesa de Lambert (1736), y aún otro anónimo, probablemente compuesto por cierta Mme. D´Arconville, cuya 2ª ed. es de 1764”[57].
Por su parte, para Voltaire la amistad era el bálsamo de la vida, respecto de la cual todas las grandezas no valen un buen amigo. La consideraba la primera de las virtudes, porque es la primera de nuestras consolaciones. En su Diccionario filosófico (redactado en Ginebra en 1764) escribió que la amistad “es un contrato tácito entre dos personas sensibles y virtuosas”, pero reconoce que “el entusiasmo de la amistad se tomó más fuerte entre los griegos y los árabes que entre nosotros”[58]. Por otro lado, Rousseau era de la opinión que la amistad es unsentimiento[59]. Por otra parte, Kant describió la amistad en su Metafísica de las costumbrescomo la unión de dos personas a través del amor recíproco y del respeto. En su Éticadistinguió tres tipos de amistad: una basada en las necesidades de la vida, llamada deconveniencia; otra, en el gusto o placer, sentimiento sensible, que se procuran mutuamente los amigos en la convivencia, denominada estética; y la tercera, más universal y –según él– más perfecta, la amistad moral, cuyas notas acompañantes son la sinceridad, la confianza, la amabilidad, la jovialidad, etc. Esta amistad universal o cosmopolita, abierta a cualquiera, contrasta con la limitación del número de amigos que Aristóteles recomendaba para quienes lo son íntimos. Las notas centrales de la amistad son, para Kant, el amor y el respeto y, sobre ellas, se basa la confianza. En suma, la amistad es, según el pensador de Königsberg, undeber moral que se otorga a sí misma la voluntad humana autónoma. Ahora bien, un deber no es una virtud. Por lo demás, la voluntad –como se advirtió en el pensamiento griego y medieval– es siempre heterónoma, tanto en su estado nativo (voluntas ut natura) como en su estado perfectivo (voluntas ut ratio); tanto en su tender respecto del fin, como a los medios, pues su intencionalidad es de alteridad.
El estudio de la amistad como virtud se eclipsó durante el s. XIX seguramente porque se olvidó la noción de persona. En efecto, para Hegel “la amistad se apoya sobre la igualdad de caracteres, y en especial sobre el interés de hacer conjuntamente una obra común, no sobre la complacencia en la persona del otro en cuanto tal”[60]. Como se ve, la concepción hegeliana de la amistad se funda más en el hacer que en la esencia humana. Alusiones a la amistad no faltaron en Herder, Jacobi, Schleiermacher, y otros autores que se suelen encuadrar dentro del romanticismo. A éste último, por ejemplo, se debe la sentencia: “el amor tiende a hacer de dos uno; la amistad, a hacer de uno dos”. Aporta, asimismo la siguiente descripción de la amistad, de neto sabor hegeliano: “una fusión orgánica con el amigo que por una parte se endereza a la praxis y que descansa, por otra, en la mutua contemplación de las conciencias de sí, siempre relativamente contrapuestas, hasta hacerse conciencia genérica”[61].
Posteriormente, en la doctrina positivista de Augusto Comte la amistad es concebida como un “sentimiento social”. Por su parte, en el materialismo comunista de K. Marx, la amistad entre “individuos” pasa a ser entendida como “camaradería”. Si eso se entiende por la amistad en el ámbito continental de ese siglo, en el británico lo que viene ser vínculo de cohesión social es el “principio del placer” o de “utilidad”, que caracterizó a los representantes del utilitarismo. En este contexto, la amistad es sustituida por la “filantropía”, la “simpatía” o el “instinto social”. Por su parte, en ultramar, el Ensayo “On Friendship” de R.W. Emerson –sermón publicado con otros en 1841–, interpreta la amistad como un sentimiento”[62].
En otros representantes del s. XIX advertimos que no sólo queda en entredicho la índole devirtud de la amistad, sino que, quedan asimismo comprometidas algunas de las notas clave que los pensadores antiguos le atribuían. Así, Schopenhauer, por ejemplo, declaró que los amigos no son nunca sinceros, pues los que lo son, son los enemigos, y hay que usar del ungüento de estos últimos, como de una medicina amarga, para conocernos a nosotros mismos[63]. Para él la amistad viene a ser una simbiosis de egoísmo utilitario y compasión. En contraste con su opinión resalta la de Rosmini, quien afirmó que la verdadera amistad es confiada, constante, veraz, una buena ayuda para las virtudes a la par que eficaz tala de los vicios[64]. El sentir de Kierkegaard sobre la amistad es prototípico de su deuda luterana: “el amor humano y el valor de la amistad pertenecen al paganismo”[65], mientras que el cristianismo celebra el amor al prójimo, el único con alcance de eternidad. Por tanto, el cristiano debe desconfiar del amor profano y de la amistad, porque su predilección es egoísmo[66]. El contrapunto a esta tesis lo ofrece el pensamiento de Nietzsche: “Vuestro amor al prójimo es vuestro cautivo amor por vosotros mismos. Huís hacia vuestro prójimo huyendo de vosotros mismos… El amigo sea para vosotros la fiesta de la tierra y un presentimiento del superhombre… En tu amigo debes amar el superhombre como causa de ti”[67].
4. Sinopsis del pensamiento reciente sobre la amistad
Hasta aquí se han expuesto, en resumen, algunos pareceres filosóficos del pensamiento occidental que pasan por centrales en el estudio esta perfección humana, todos ellos precedentes al s. XX. En esta centuria también se han sucedido diversos trabajos sobre el tema. Al inicio del siglo, los de Chauvet[68], Montier[69], Faguet[70], Barbier-Jussy[71], etc. Luego, y tras distinguir la amistad del amor –cuyo estudio también ha sido abordado filosóficamente en esta centuria[72]–, de entre los pensadores de cierta relevancia que se han ocupado de esta cualidad humana se pueden mencionar, entre otros, a los fenomenólogos Hildebrand[73] y Stein[74]. En estos autores se percibe cierta afinidad al entender la amistad como un alto sentimiento. En otros escenarios culturales se pueden mencionar los trabajos de Nédoncelle[75], Ortega[76], Morente[77], Zubiri[78], Julián Marías[79], para quienes la amistad no es un sentimiento, sino una forma de vivir, un oficio, una tarea.
Entre los estudios monográficos sobre la amistad son conocidos los de Noble[80], Laín Entralgo[81], Vázquez de Prada[82] y C. S. Lewis[83]. El primero, de perfil tomista, se propone ofrecer un “Código de la amistad” siguiendo los textos del Aquinate. Indica que naturalmente amamos por la semejanza que se da entre los hombres. Distingue el amor como pasión de la amistad, porque el primero es egoísta, mientras que la segunda “pertenece al orden de los sentimientos voluntarios y espirituales”[84]. Considera que los elementos esenciales de la amistad son la benevolencia, la reciprocidad, la asimilación de las vidas y el intercambio[85]. Alude también al desinterés en la amistad y a la identificación de las personalidades. Indica que amamos al amigo por sus méritos y que lo amamos más que lo conocemos. Añade que la amistad tiene un carácter bienhechor, porque procura al amigo su mejor bien. La medida de ese amor es la que usamos al amarnos a nosotros mismos. Agrega que nuestras amistades se deben basar en la caridad a Dios. Al final enumera una serie de faltas contra la amistad y otra sobre los avatares o vicisitudes por los que ésta puede pasar (fluctuaciones, disminución y ruptura).
El médico humanista Laín Entralgo nos ofrece un amplio estudio sobre la amistad de claro sesgo zubiriano. El capítulo central de su trabajo, el IIIº, lleva por título Metafísica de la amistad. En él se nos dice que amistad es dar a otro algo de lo que soy, de mi propio ser. Tal entrega se realiza en la confidencia. Según esto, y poniendo énfasis en las preposiciones, describe el acto amistoso como una “comunión interpersonal y amorosa mía “con” otro hombre, nacida “desde” nuestra común situación y nuestro común fundamento, realizada tanto “para” y “hacia” nosotros mismos como “para” y “hacia” todos y constituida “en” lo mismo”[86]. Las 4 notas que predica de la amistad son: la incondicionalidad, ilimitación, plenitud y el acogimiento. En los capítulos siguientes investiga la amistad desde diversas disciplinas. Desde la psicología distingue 5 determinaciones típicas de la personalidad –edad, sexo, raza, temperamento o biotipo y la situación histórica– y revisa cómo éstas influyen adjetivamente en la amistad. Desde la sociología declara –en oposición a los pensadores clásicos– que la amistad es un hecho trans-social: “la conversación íntima que dos amigos sostienen a solas entre sí no es un acto estrictamente social”[87]. En cuanto a la práctica de la amistad, alude a los siguientes contextos: su nacimiento, su relación con la misericordia, camaradería, simpatía, enamoramiento, trabajo en común, vinculación familiar, etc. Para la conservación la amistad nos aconseja el respeto, la franqueza, la liberalidad, el discernimiento afectivo, la imaginación, y el que sea expansiva. En suma, una amplia disertación fenomenológica con apoyatura en la antropología de Zubiri, pero como en éste filósofo no se contempla la distinción entre acto de ser y esencia en el hombre, terminamos sin saber si la amistad se emplaza en uno u otro plano del hombre.
Para el historiador Vázquez de Prada, la amistad “al identificar el propio yo con el tu: humano, angélico o divino, nos rescata del aislamiento”[88]. La persona humana no es nativamente aislada, sino coexistente con las mencionadas personas; es manifestación del refuerzo libre y personal de dicha coexistencia. El peor mal que tiene la persona es la soledad, porque ésta es la negación misma de la noción de persona. “La amistad –nos dice– es forma asociativa; es la sociedad elevada a intimidad”[89]. Distingue –como otros– entre amor–erótico y amistad. La amistad ésta es libre de pasión, y “se centra en el amor a la persona, que es eminentemente espiritual, aunque le corresponda un cuerpo… El amor erótico se interesa por el sexo”[90]. Esto no significa que nos despreocupemos de la salud corporal de nuestro amigo, pues “quien no toma interés por todo lo que pertenece a una persona –desde su integridad física hasta el culmen de la vida intelectiva– no es verdadero amigo”[91], pero no se olvide que la amistad se refiere a personas, y es obvio que el sexo no es persona ninguna. La amistad, en suma, “es unión espiritual y libre de amor humano mutuo, expansivo y creativo”[92]. Para este autor, la amistad supone una comunidad de pensamientos y obras, aunque todavía se puede decir que esta virtud requiere una vinculación más íntima.
Por su parte, C. S. Lewis considera que la amistad es una de las cuatro formal de amor humano, el más feliz y más plenamente humano de los amores para los antiguos, aunque “el mundo moderno la ignora”[93]. Describe la amistad como “el menos `natural´ de los amores, el menos instintivo, orgánico biológico, gregario y necesario”[94]. Esto indica que se trata de unavirtud de la voluntad que, por espiritual[95] (su vicio opuesto, el odio, también es espiritual); no tiene como “sujeto” a la corporeidad; que es –como toda virtud– selectiva (incluso excluyente –dice–) , y que –como ellas– es manifestación de la libertad humana: “no tengo obligación de ser amigo de nadie… No tengo exigencias, ni sombra de necesidad alguna”. Insiste en que la amistad se fragua cuando dos personas tienen un proyecto cultural común, una actividad compartida, y ven “la misma verdad” en ella. Pero a esa participación se añade “algo más interior” que, a la par, es “un beneficio para la comunidad… que la ayuda a vivir bien”. Con todo, su propuesta es inferior a la del Estagirita cuando admite que se puede dar amistad entre hombres malos. Ahora bien su concepción es superior a la del filósofo griego cuando afirma que la amistad “es el instrumento mediante el cual Dios revela a cada uno las bellezas de todos los demás… Por medio de la amistad Dios nos abre los ojos ante ellas”[96].
Como hemos podido comprobar, las publicaciones recientes sobre el tema que nos ocupa no aluden –tampoco los precedentes– al método cognoscitivo humano apropiado para conocer la amistad. Junto a esta carencia se advierten limitaciones de tipo lingüístico. En efecto, al referirse a la vinculación entre amigos se suelen usar más las expresiones “yo–tú” (de marcado perfil buberiano[97]) que las ciceronianas “segundo uno mismo”[98] y “una sola alma”[99], o la aristotélica de “otro yo”[100], cuyo significado se puede considerar la cima del pensamiento clásico respecto de este punto. Esta denominación es pertinente porque –como veremos– la amistad se forma y se conoce desde esa instancia humana a la que podemos llamar el yo, que es el ápice de la esencia humana, pues desde ella el amigo es conocido como otro yo. También se suele decir que en la amistad se da “perfecta reciprocidad”. No obstante, aunque la reciprocidad es indispensable, “perfecta” no cabe nunca. Asimismo, se habla de “igualdad” o “identidad” entre amigos. Pero “igual” es una palabra que designa una relación exclusivamente mental entre dos objetos pensados, que, en realidad, son el mismo, sólo que pensado dos veces por actos distintos de pensar. Por su parte, “idéntico”, en rigor, sólo es el ser divino, en quien no cabe distinción real entre lo que la filosofía perenne llamaba esencia y acto de ser. No es pertinente, pues, hablar de “igualdad” y de “identidad”, sino de un yo con rasgos comunes a otros yoes, pero que manifiesta, en cada caso, un quién distinto.
5. El enfoque apropiado para el estudio de la amistad
Para conocer la índole de la amistad es pertinente partir de la clásica distinción real en el hombre entre acto de ser (intimidad personal) y esencia (disponer humano). Al saber centrado en el primer ámbito (actus essendi homninis) se puede llamar antropología trascendental[101]; al estudio que versa sobre el segundo (essentia hominis), se puede denominar, sin más,antropología del yo, o también, de la esencia humana[102]. Para empezar, hay que advertir que la amistad pertenece al ámbito de la esencia humana, es decir, al campo del tenerhumano, no al del ser[103]. En el terreno del acto de ser o intimidad humana hay que hablar más bien de amor personal. Ahora bien, la amistad es posibilitada por él. De modo que se da una vinculación entre ambas dimensiones humanas[104].
Las dos dimensiones del hombre (acto de ser y esencia) son nativas, aunque susceptibles de crecimiento. Por eso, no está bien decir que el hombre llegue a ser persona (si por persona se entiende el acto de ser personal humano), porque lo es desde el inicio, pues si no lo fuera en ese momento, no llegaría a serlo nunca[105]. El hombre tampoco llega a ser un yo, es decir, a tener una esencia, porque dispone de esencia nativamente. Lo que sucede es tanto el acto de ser como el yo cambian, crecen o decrecen, se modulan a lo largo de su biografía humana.
Nativamente ni lo más activo o neurálgico del hombre (acto de ser), ni lo que este posee (esencia) son imperfectos. Como del acto de ser humano no se puede predicar la imperfección, para distinguirse realmente la esencia de él, hay que admitir que ésta debe estar dotada de suficiente perfección nativa, pues las distinciones reales no lo son entre carencias. Se puede aceptar que la esencia humana la conforma lo que hemos llamado yo, a lo cual se suma, posteriormente con el desarrollo biográfico, la inteligencia perfeccionada con hábitos y lavoluntad desarrollada con virtudes, pues es claro que esas potencias en estado nativo no son perfectas sino perfectibles, constituyendo precisamente sus hábitos y virtudes su respectivo incremento. Ahora bien, si ellas son nativamente menesterosas, requieren de una instancia activa superior y suficientemente perfecta que, perteneciendo asimismo a la esencia humana, sea susceptible de activarlas y perfeccionarlas. Esta realidad, denominada sindéresis por la tradición filosófica medieval[106], equivale a lo la filosofía moderna llama yo[107].
Inferiores a esta tríada –yo, inteligencia y voluntad–, que conforma la esencia humana, son las demás funciones y facultades sensibles que tienen soporte orgánico en el cuerpo humano, al conjunto de las cuales se puede denominar naturaleza humana. Obviamente la naturaleza corpórea humana también está dotada de cierta perfección nativa, también susceptible de desarrollo y, asimismo, de imperfección, pero es claro que sus perfecciones, y también sus defectos, no son inmateriales como las de la esencia humana y, por tanto, no son susceptibles de progreso irrestricto[108].
En el precedente esquema explicativo de la composición real humana, la amistad se encuadra –como se ha indicado– en el nivel de esencia, en concreto, en la voluntad, siendo la virtud cumbre del desarrollo de esta potencia. No forma parte, pues, del acto de ser (o intimidadpersonal), pero tampoco es una realidad biológica, natural. Por tanto, la amistad será inferior alyo, cima de la esencia humana, y también menor al acto de ser personal, a la par que superior a otras realidades de la esencia humana y a todas las del ámbito de la naturaleza humana.
En efecto, se puede sostener que la voluntad desarrollada con virtudes –en especial, con la amistad– es superior a la inteligencia perfeccionada con hábitos (en todas sus vías operativas), por varias razones. Una, en virtud de su principio activo, porque el yo activa y respalda más a la voluntad que a la inteligencia, pues ésta es más autónoma, ya que se pueden conocer las cosas como son aunque uno no persiga tal conocimiento; en cambio, la voluntad no quiere si elyo no refuerza su querer. Por tanto, si el yo respalda más a la amistad de la voluntad que a los hábitos de la inteligencia, ésta virtud estará más personalizada que aquéllos. Otro motivo radica en que el tema al que se refiere la amistad es superior al de los hábitos de la inteligencia. Efectivamente, la amistad versa sobre personas, mientras que los hábitos de la inteligencia se refieren a realidades no personales, y es claro que lo personal es superior a lo impersonal. La amistad es superior a la ciencia –a la que se considera la cumbre de los hábitos racionales teóricos– y a la prudencia –a la que se considera la cima de los hábitos de la razón práctica– porque ambos hábitos versan sobre actos de pensar, y a través de ellos sobre realidades físicas, y es obvio que las personas son realidades superiores a los actos de pensar y a las realidades materiales.
Si el yo equivale a la cima de la esencia humana, y ésta es nativa en el hombre, hay que tener en cuenta que existe el yo en cualquier edad del hombre, antes del nacimiento, en la infancia, adolescencia, madurez, etc., sencillamente porque no cabe en lo creado acto de ser humano sin esencia. El yo cambia con las edades, es decir, se va conociendo paulatinamente, se va perfeccionando o se va deteriorando. Caben distintos tipos de yo o modulaciones en la esenciahumana, a las que la psicología denomina tipologías, porque se da cierta afinidad entre losyoes. Con todo, los diversos yoes son distintos entre sí porque dependen de actos de serpersonales que son radicalmente distintos. Además, si bien los tipos sociales, psicológicos, etc., son tipos de yo, la amistad, y las demás virtudes, destipifican. Añádase que si la amistad depende del acto de ser personal, y éste no es distinto según tipos (por ejemplo, entre varón–mujer), pues no hay dos personas iguales, serán más amigas ciertas personas independientemente de su naturaleza y tipología. Esto indica que ni el acto de ser ni la esenciahumana son comunes al hombre[109]; o también, que lo único común al género humano es lanaturaleza, es decir, la corporeidad humana o vida recibida de nuestros padres, si bien es manifiesto que también sobre ésta cada quien (acto de ser) plasma a través de su esencia –yo, inteligencia y voluntad– muchos matices distintos (por ejemplo, los modos de hablar y escribir).
La amistad en la voluntad es manifestación de lo que caracteriza a la intimidad personal. Como ésta es intrínsecamente una coexistencia libre, un conocer o verdad personal y un amar personal[110], la amistad no cabe sin coexistencia libre, sin descubrir progresivamente el sentido o verdad personal propio y ajeno y sin la apertura amorosa a las demás personas. Por eso los defectos personales capitales –la falsa libertad, la pérdida de sentido o verdad personal, la soberbia– son lo peores enemigos de la amistad. Las aludidas perfecciones trascendentales de la intimidad personal están abiertas a otras personas (creadas e increadas). El conocimiento de esa apertura no es propio del yo o sindéresis, sino de un hábito cognoscitivo superior a él: la sabiduría. La apertura del acto de ser personal a otro acto de ser personal la favorece este hábito. En cambio, la sindéresis favorece la apertura entre lasesencias humanas o yoes, de donde nace la amistad.
6. Implicaciones noéticas del enfoque
Si la voluntad, en la que radica la amistad, no es sensible (ninguna de las tres instancias que conforman la esencia humana –el yo, la inteligencia y la voluntad– lo son), tampoco la amistad es sensible. Además, si el tema de la amistad son las personas –actos de ser o intimidades personales– y éstas no son sensibles (lo sensible es únicamente la naturaleza corpórea humana), la amistad crecerá irrestrictamente en la medida en que se refiera a personas, pues al adaptarse la virtud a una realidad ontológica superior a ella crece, y menguará cuando se refiera a realidades inferiores a las personas.
Por depender la amistad de la esencia humana, manifiesta en cierto modo el acto de serpersonal humano que cada quién es, pues la esencia no es incongruente u opuesta al acto de ser, sino manifestativa de él. Si la amistad es la perfección superior de la voluntad, será una alta manifestación personal. La voluntad se une más a la persona en la medida en que se deja vincular por el yo y por lo superior a él, a saber, por la intimidad personal. Por tanto, si la amistad es lo superior de la voluntad, de darse esta perfección, manifestará la existencia de una mayor vinculación de la voluntad al yo y a la intimidad personal humana.
Por otra parte, si la amistad es superior a los actos y hábitos de la inteligencia, es supra-racional, pero no por ello irracional o al margen de todo conocer, ya que el yo, de quien depende su conocimiento, es cognoscitivo. La amistad se puede entender como una redundancia en la esencia humana del carácter amoroso íntimo de cada acto de ser personal humano. El yo conoce a la razón y a la voluntad. En efecto, conocer que tengo esas facultades, no es conocimiento racional ninguno (ni tampoco ningún querer de la voluntad), sino un conocer que arroja luz sobre esas potencias desde arriba; un conocer, por tanto, superior a ellas. Se trata de un conocer que es directo, experiencial; por eso se puede decir que se sabe qué sea la amistad por experiencia.
Si la amistad no la puede conocer la razón sino el yo, que es supra–racional, hay que sospechar del rendimiento metódico de la fenomenología al buscar la índole de la amistad, porque este método es exclusivamente racional y, por tanto, no alcanza lo que en este caso se busca. Por lo mismo, tal método tampoco es pertinente para dar cuenta del yo o esenciahumana, y en menor medida del acto de ser personal, que son, asimismo,meta–racionales[111]. Además, la fenomenología no es apta para captar la amistad porque ésta es reunitiva, sistémica, la corona de las virtudes, mientras que la fenomenología es objetivista y, por tanto, aislante de los objetos conocidos, de los que indaga por separado. Se alude a este método porque algunos de los representantes de esta corriente de pensamiento han tratado de la amistad.
Tampoco la hermenéutica es un método apto para hacerse cargo de la índole de la amistad, porque la clave de este método es la interpretación, la cual es propia de la razón práctica. Sin embargo, la amistad no la alcanza la razón práctica, si por ésta se entiende una vía operativa de la razón entendida como facultad, porque este uso racional versa sobre medios, mientras que la amistad no es un medio. Además, la intención de alteridad de la amistad se refiere a personas, no a algo menor, y éstas –ya se ha dicho– no son medios. Se alude asimismo a este método, porque su uso está en alza y se emplea abundantemente por distintos pensadores y corrientes de filosofía para enfocar cualquier asunto.
Tampoco el análisis lingüístico es un método pertinente para encarar la amistad, pues éste es un modo racional de conocer que procede por división, pero la esencia humana no se conoce analizándola por partes, sino de modo sistémico o reunitivo, como lo lleva a cabo el yo. Además, las instancias superiores de la esencia humana (el yo, la inteligencia y la voluntad) no comparecen en el lenguaje, puesto que son superiores e irreductibles a él. Asimismo, el método cognoscitivo del pragmatismo es insuficiente para dar cuenta de la amistad, pues es neto que la amistad no se basa en la utilidad individual o colectiva, pues ella misma es un bien superior a los útiles. De modo que algunos de los métodos filosóficos más representativos de la filosofía actual poco nos pueden ayudar en el estudio de la amistad. Por eso es conveniente superarlos y proponer otra altura cognoscitiva humana adecuada para tal menester. Esta tesis se ofrece a continuación.
Conocemos la amistad desde el yo. El yo (la sindéresis, en terminología medieval) no conoce de modo racional sino intuitivo. Es un conocer reunitivo, pues tiene en cuenta la entera esenciahumana, la propia y la del amigo, moralizada tal cual está en cada quién, es decir, según su tipología. Conocer la amistad no depende, pues, de un conocimiento teórico, porque la amistad es un modo de ser de la voluntad, y el conocer del yo o sindéresis sobre la voluntad espráctico, no teórico. Ahora bien, no se trata de un conocer de la “razón práctica” entendida como razón, pues la sindéresis es un hábito innato superior a dicha potencia. Este hábito nativo es el conocer más alto de los prácticos, pero inferior a otros niveles cognoscitivos humanos teóricos[112]. Es un conocer que depende directamente de la persona humana (acto de ser), no de alguna de sus facultades (esencia). Por eso se puede decir que su conocer espersonal.
La amistad es –de entre los hábitos adquiridos perfectivos de la esencia humana– el superior y el más abierto al futuro. Téngase en cuenta que el futuro influye más en el hombre que el presente y el pasado. Efectivamente, el hombre es un ser de proyectos porque él mismo es un proyecto como hombre, en su acto de ser y en su esencia. Por eso, no es buena señal para el crecimiento humano orientado al futuro la pérdida fácil de las amistades y el cambio frecuente de las mismas. Claro que la presencia personal, que se da en presente –la cercanía permite eldiálogo– es insustituible para la amistad, pero esa presencia y el acopio del pasado son por mor del incremento de la amistad de cara al futuro. En caso de que esa apertura se obture, la amistad está llamada a desaparecer. La virtud de la amistad no va a más cuando se abre a cosas en vez de personas. En esa tesitura, más que de virtud en la voluntad cabe hablar de vicio. Por eso, acertó Aristóteles al decir que no cabe verdadera amistad entre hombres viciosos.
La amistad se puede conocer bien porque depende del yo, que es cognoscitivo. También éste es cognoscible por nosotros. Lo que nunca alcanzamos a desvelar por entero en esta vida es nuestro propio acto de ser personal o intimidad. El yo no permite conocer sólo a la voluntad, sino también a la inteligencia y a toda la naturaleza humana. Por eso se puede decir que esenglobante. Consecuentemente, cuando queremos al amigo queremos su propio bien en todos los órdenes (sensibles e inmateriales), a la par que participamos de tales bienes.
Por otra parte, es pertinente aludir a los afectos en este tema, aunque sólo sea para distinguir la amistad como virtud de ciertos afectos con que se la equipara. Los afectos son la repercusión de los actos de conocer en las diversas instancias cognoscitivas humanas. Son nuestro conocimiento del estado de las facultades cognoscitivas. Pueden ser positivos o negativos. Positivos, cuando los actos de conocer son adecuados al estado de las respectivas facultades; negativos, a la inversa. En consecuencia, si el yo es cognoscente, admite afectos. Los afectos en el yo son la redundancia positiva o negativa resultante en él de su activar, iluminar, el estado positivo o negativo de las diversas potencias o facultades humanas y a los otros yoes.
En el yo se pueden distinguir dos sentimientos positivos: uno, la suavidad, cuando el yo activa sin dificultad la propia inteligencia, voluntad (sobre todo con la amistad) y las facultades sensibles; otro, la empatía, cuando el yo se abre directamente y sin impedimentos a los otrosyoes que guardan afinidad tipológica con el propio yo. La empatía es un sentimiento superior a la suavidad. Pero la empatía no es equivalente a la amistad, pues ésta es una virtud de la voluntad, mientras que aquélla es un sentimiento del yo. La amistad no es una emoción, afecto o sentimiento, sino una virtud activa. No es un resultado o consecuencia, sino un acto primero e intenso. El yo es superior a sus sentimientos y también a la amistad. Por eso, declarar con Aristóteles que el amigo es “otro yo” describe mejor a la amistad, que decir de ella que es cierta “empatía”.
7. Requisitos de la amistad
En cuanto a los requisitos imprescindibles para que se dé la amistad cabe tener en cuenta que son de dos niveles: unos superiores y otros inferiores a ella.
Entre los superiores se pueden destacar los siguientes: 1) Conocer con visión de futuro y aceptar libremente en la intimidad a cada persona como distinta. Ahora bien, como la razón de esa distinción es debida al Creador, sólo cabe verdadera amistad si se conoce y acepta libremente en la intimidad a cada persona como criatura distinta de Dios. Por tanto, es certera la tesis ambrosiana según la cual sólo puede ser amigo hasta el fondo de un hombre quien lo es de Dios. Aquí entroncan la esperanza, la fidelidad y la humildad[113]. 2) La sabiduría, porque como he indicado en otro lugar[114], de quien hay que ser amigo en primer lugar es de la sabiduría. La sabiduría es el conocer personal que tiene por tema el sentido personal propio y ajeno. Como las verdades superiores son las personales, es decir, el sentido personal de cada intimidad humana, la amistad debe subordinarse a la búsqueda de ese sentido. Es más, crece en la medida en que los amigos progresan en esa dirección y decae o se pierde de no proseguir en tal búsqueda. 3) La amistad también requiere el previo reconocimiento de que elfundamento de la realidad externa está bien fundado y no carece de fundador, el cual no es humano sino divino. Por eso la amistad no doblega la índole de realidad externa a sus propios intereses, sino que ella se supedita al decreto de su dueño sobre el universo. A esto se puede llamar generosidad. 4) Otro requisito es el conocer y aceptar libremente la realidad distinta de cada yo. Los yoes admiten muchos tipos (los más distintos son los que median entre varón y mujer). Como esas tipologías o personalidades son manifestación en la esencia humana de la radical distinción del acto de ser o intimidad personal, sólo cabe verdadera amistad si se conoce y acepta libremente tal otro yo como manifestación de un quién distinto y novedoso. Por eso un gran escollo de la amistad es el intento de asimilar a los demás al propio yo. Ahora bien, si el yo y los otros yoes son superiores a la amistad, la amistad debe supeditarse ellos, no a la inversa.
Entre los requisitos inferiores de la amistad se pueden destacar los que siguen: 1) Las demás virtudes de la voluntad. La amistad requiere de todas ellas, que le son inferiores, respecto las cuales la amistad es su cumbre[115]. Esto se puede entender desde el plano de la ética. En efecto, la virtud es la pieza clave de la ética. La amistad se da sólo entre hombres virtuosos, es decir, éticos. Por eso, como el peor enemigo de la ética es el relativismo ético, también lo es de la amistad. 2) La veracidad es imprescindible para la amistad. Esta es la perfección más alta de la razón práctica, incluso más que la prudencia, porque la prudencia impera acciones propias, mientras que la veracidad se refiere a declarar la verdad conocida a otras personas, y es claro que las personas son superiores a nuestros propios actos. Sin ese hábito de la razón práctica el lenguaje no sólo se emplea sin verdad y, consecuentemente en contra de la amistad, sino que además, ese lenguaje no manifiesta la verdad del yo, sino que la oculta globalmente. El yo manifestado es más o menos verdadero (pues puede ser el real o un invento), y como él es el norte de la amistad, no cabe esta virtud ante un falso yo.
8. Los principales ámbitos de la amistad
Por lo que respecta a los ámbitos en los que se desarrolla la amistad se pueden destacar, sobre todo y por orden de importancia, dos: la familia y la educación.
Por lo que respecta a la familia, la amistad es la clave del noviazgo que conformará, con el matrimonio, una familia; y es, por supuesto, el quid de éste[116]. Para que se dé la amistad entre los esposos hace falta cierta proporcionalidad entre ellos, la cual obviamente no se da en el matrimonio poligámico y poliándrico[117]. Si se pregunta si cabe amistad en las uniones homosexuales, es pertinente recordar que la amistad es la corona de las virtudes. Por tanto, la pregunta debe dirigirse a si esos tipos de unión favorecen el incremento en de toda virtud en quienes se vinculan. Conviene tener en cuenta además que la amistad no es ni eros corpóreo ni afecto psíquico, sino una virtud, que –como toda– es inmaterial. Por tanto, si se prescinde de tales elementos psicofísicos, se puede notar que no cabe amistad, no sólo entre homosexuales, sino tampoco entre varón–mujer unidos exclusivamente por lazos corpóreos. La quiebra matrimonial es siempre por falta de virtud, en rigor, de amistad.
Tal vez la tesis más relevante de la pedagogía actual sobre la amistad resida en que “la familia es el ámbito fundamental para el cultivo de la amistad porque es, o debe ser –al mismo tiempo–, centro de intimidad y centro de apertura”[118]. Con todo, esta tesis, aunque poco tenida en cuenta hoy, es muy clásica[119]. También es clásico que la familia es principio de la amistad, y también su fin. El matrimonio sólo se lleva a cabo mediante la amistad, y sólo por razón de ella se consolida y es permanente[120]. En efecto, la amistad intensa es como una nueva fraternidad, y el matrimonio es como una fraternidad adquirida, en el que los dos conyugues se aman, no por intereses o compensaciones, sino por sí mismos.
Por su parte, aunque naturalmente la amistad que los padres mantienen a los hijos es superior a la de éstos respecto de los padres[121], es pertinente, ponerse a la altura de los hijos, pues la amistad favorece la educación. Los padres logran este propósito en la medida en que se dan cuenta de que es más importante ser hijo que ser padre. Notan esta realidad cuando caen en la cuenta de que todos somos hijos, no sólo de nuestros padres, sino, en rigor, de Dios[122]. Sólo se es buen padre–madre cuando se es buen hijo–hija. Lo primero en el hombre es lafiliación, y lo segundo, y derivado de lo precedente, la fraternidad[123]. Precisamente por eso, el hijo es el primer fin del matrimonio, y el inmediatamente segundo, la pluralidad de hijos, porque los hijos son más vinculantes incluso que la amistad, ya que no son una virtud, sino una realidad superior: una persona amante. La amistad familiar se ensancha en la relación con los demás parientes, pues, todos ellos se saben hijos, en definitiva, de los mismos padres[124]; esta amistad constituye el embrión de la amistad social.
Suele decirse que muchos matrimonios pierden su unión porque falta de mutua corrección. También que los padres, los educadores, etc., pierden su autoridad porque no corrigen a los hijos o educandos. Ahora bien, sin amistad no se conoce la verdad de cada yo. Y sin tal verdad ¿cómo corregir? Educar es engendrar espiritualmente lo generado corporalmente. Cabe educación a todo nivel, escolar, medio, universitario, e incluso posterior, es decir, siempre, porque lo espiritual nunca deja de crecer. Generar es más breve que educar[125] y también menos importante, porque en nosotros lo espiritual es superior a lo corpóreo. El desarrollo espiritual se lleva a cabo mediante la educación.
Antaño se comparaba la amistad de los súbditos respecto de los dirigentes como la de los hijos respecto de los padres[126], y esto porque se sabía que el fin del gobernante no es producir mejores realidades culturales, sino lograr ciudadanos virtuosos. A la par, se comparaba la amistad entre los ciudadanos con la de los hermanos de una misma familia[127]. Como se puede apreciar, la amistad en la familia es condición de posibilidad de la amistad social[128], pues si no hay amistad familiar, no cabe verdadera amistad social, pero la familia es también el paradigma del resto de amistades. Vale la pena tener en cuenta este extremo en la sociedad actual donde la familia atraviesa un periodo de crisis.
Tomás de Aquino escribió que “la amistad es el máximo bien en las ciudades, ya que si se da la amistad entre los ciudadanos, las sediciones son escasas. Y esto es lo que buscan todos los legisladores, que la ciudad esté sin sediciones. Por lo cual, todos los que establecen leyes tienden a esto, a que se dé la amistad entre todos los ciudadanos. Ya dijo Sócrates que lo óptimo en la ciudad es que fuese una; pero la unidad de los hombres entre sí es efecto de la amistad”[129]. Con todo, –como se ha reiterado– sólo cabe verdadera amistad entre hombres virtuosos, y éstos, ordinariamente, no abundan[130]. De manera que si los gobernantes no favorecen la mejora de los ciudadanos según la virtud, sino que favorecen el vicio, difícilmente se puede lograr la unidad social. En definitiva, para los clásicos el hombre es un “animal político” porque es “animal familiar”, y la clave de ambos vínculos es la amistad. Con todo, cabe decir que, precisamente por familiar y social según la virtud de la amistad, el hombre no es “animal”.
Por último, como la amistad nace en la voluntad del influjo sobre ella del yo –cúspide de laesencia humana–, y éste nace del acto de ser personal (que es amante), la amistad no cabe sólo respecto de los “otros yoes” manifestativos, sino respecto de actos de ser personales. También por eso se puede ser “amigo de Dios” (recuérdese que éste carece de esencia o yo).
9. La pedagogía de la amistad
Para un pedagogo actual “es verdaderamente sorprendente que se haya escrito (recientemente) tanto sobre la amistad y tan poco acerca de cómo desarrollarla o cultivarla”[131]. Según dicho autor un motivo para implantar esta virtud reside en que con ella se aprende a conocerse mejor a sí mismo, y otro en que la amistad implica mutua exigencia para la práctica de todas las virtudes[132].
Actualmente se repite que los niños y jóvenes son incapaces de amistad debido a su falta de madurez. Ahora bien, del infantilismo juvenil no están exentos de culpa los adultos, por falta de responsabilidad y ejemplo. La dependencia psicológica de los demás a cualquier edad deriva de la falta de correspondencia personal con la verdad, pues ésta es lo que más disciplina. De modo que detrás de la inmadurez de los jóvenes hay que ver la carencia de verdad en los adultos[133]. Puede servir como ejemplo representativo el actual estado de la universidad, cuya tarea –ancestralmente caracterizada por descubrir y transmitir la verdad–, ahora asume oficios no pocas veces retóricos e incluso sofísticos. Muchos investigadores no son fieles con su vida a las verdades de su ciencia porque temen descubrir la verdad de su propia vida. Éstos viven al margen de la verdadera amistad, pues no toleran que se les diga la verdad, por ejemplo, que son famosos pero superficiales.
Ya se ha dicho que la condición de posibilidad de la educación personal es la amistad. Ahora hay que añadir que también es su fin. En efecto, el objetivo de la educación no es la llamada “educación integral” (ética, política, técnica, laboral, cultural, física, etc.), sino ayudar a descubrir a cada quién el sentido de su propio acto de ser personal, es decir, su propiavocación. Implica, por tanto, no quedarse en la esencia humana (o en sus manifestaciones), sino subir cognoscitivamente a través de ella hacia el acto de ser personal. Pero este objetivo sólo se logra con amistad. Sólo la amistad abre la puerta de la intimidad. De la amistad se pasa al conocimiento del yo y del otro yo (esencias humanas), y de éstos a la intimidad (acto de serpersonal)[134].
En suma, ¿cómo educar la amistad? Siendo amigos. Esta respuesta puede parecer de perogrullo, pero no lo es si se expone que tal fórmula equivale a manifestar el ser personal que se es y aceptar el de los demás. Para algunos de los autores mencionados más arriba la amistad se educa si media un esfuerzo intelectual y volitivo; para otros, si se da una apertura sentimental; para algunos, si se realizan acciones positivas en favor de los demás, etc. Sin embargo, ninguna de esas versiones es la raíz de la educación de la amistad. Estas realidades se "tienen" o se "hacen", pero no son nuestro ser. En la respuesta a cómo educar la amistad se ha subrayado el "siendo". Con esta palabra se indica que una persona humana es un acto de ser. El acto de ser personal humano no es aislado nativamente, sino coexistente en su intimidad (con Dios y con las demás personas). También es libre, cognoscente y amante(respecto de dichas realidades personales). La amistad es manifestación adquirida en la voluntad de esos rasgos íntimos naturales. Por tanto, educar la amistad, más que un esfuerzo por adquirir tal perfección, radica en dejar translucir en la voluntad las riquezas nativas de la intimidad, sin introducir defectos ni en ésta ni en la voluntad.
Consecuentemente, educa o favorece esta virtud en su propia voluntad y en la ajena quien no se aísla como la persona que es y está llamada a ser, sino que se manifiesta como tal, es decir, quien coexiste íntima y libremente con los demás, y subordina esa coexistencia libre al descubrimiento de la verdad personal propia y ajena, a la par que acepta amorosamente dichas novedades personales irrepetibles[135]. Ahora bien, como la intimidad personal se alcanza a conocer –aunque parcialmente en la vida presente– sobre todo en apertura a Dios, aprendemos a ser mejores amigos en la medida en que Dios nos manifiesta el ser coexistente que somos y estamos llamados a ser respecto de los demás.
Conclusiones
1.– La amistad, más que necesaria, es libre. Lo libre es superior a lo necesario.
2.– La amistad es querer a cada uno como otro yo. “Querer” es propio de la voluntad. “Otro yo” es la cúspide de la esencia humana. Querer es inferior a amar. “Amar” es propio del acto de ser personal, y se ama a cada quién por ser quien es. La amistad pertenece a la esenciahumana y depende del amor del acto de ser personal.
3.– La amistad es la virtud superior de la voluntad, o el estado más activo de ésta facultad. Es virtud superior a los hábitos adquiridos de la inteligencia, pero inferior a los hábitos cognoscitivos innatos (sindéresis, primeros principios y sabiduría). No es ni pasión ni afecto.
4.– La amistad se conoce desde un hábito innato (sindéresis, en la tradición medieval, yo en la moderna). Este nivel cognoscitivo no es racional sino supranacional, experiencial, directo, englobante. Por eso, no son métodos apropiados para conocer la amistad el fenomenológico, el hermenéutico, analítico, etc., porque todos ellos son racionales.
5.– Sus primeras condiciones de posibilidad son el amor personal, el conocer personal, laapertura libre del acto de ser personal humano y la sabiduría personal. Su segunda condición de posibilidad es el yo, el cual la activa directamente.
6.– Son ayudas menores de la amistad las demás virtudes de la voluntad y los demás hábitos de la razón práctica, en especial, la veracidad.
7.– Su mejor ámbito de aprendizaje es la familia.
8.– La amistad es condición de posibilidad y fin de la educación personal.
9.– La amistad se educa si se abre libremente la intimidad personal a otra persona, siempre que esa apertura se ordene a la búsqueda del propio y ajeno sentidos personales, novedosos e irrepetibles, y si éstos son aceptados amorosamente.
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Notas:
[1] Cfr. Alaiz, A., Amicizia, un dono per vivere, Milano, San Paolo, 1991; Alberoni, F., L´amicizia, Milano, 2002; Alonso, A., Ser amigos, Eiunsa, Barcelona, 1997; Baldini, M., Che cos´ è l´amicizia, Roma, Armando, 1998; D´Avenia, M., - Acerbi, A., Riflessioni sull´amicizia, Roma, Edusc, 2007; De Guido, S., Amicizia e amore, Verona, Il Segno, 1989; Galli, N., L´amicizia, Milano, Vita e Pensiero, 2004; Garzonio, M., La vita come amicizia, Milano, San Paolo, 2007; Ghisleni, M., Dinamiche dell´amicizia, Milano, 2006; Kracauer, S., Sull´amicizia, Genova, Marietti, 1990; Leep, I., Natura e valore dell´amicizia, Milán, Paulina, 1967; Majo, A., Amicizia, Milano, San Paolo, 2000; Riva, A., Amicizia, Milán, Áncora, 1975; Vernon, M., The philosophy of friendship, New York, Palgrave Macmillan, 2005; etc.
[2] Traigamos a colación una sola entre las múltiples denuncias existentes: “No faltan datos y razones para pensar que hoy la amistad está en crisis… En la sociedad actual hay una clara tendencia a las relaciones impersonales”. Castillo, G., La educación de la amistad en la familia, Pamplona, Eunsa, NT, 3ª ed., 1992, 27-30.
[3] Cfr. Di Vita, A., L´amicizia tra gli adolescente. Saggio di pedagogía fondamentale, Tesi dottorale, Pamplona, 2007.
[4] Al margen de la filosofía, es claro que existen otros documentos escritos que tratan sobre este tema. Por ejemplo el bíblico, tanto en el Antiguo Testamento (“Un amigo fiel es protección poderosa, quien lo encuentra, halla un tesoro. Un amigo fiel no tiene precio, es de incalculable valor”, Ecco, 6, 14-15), como en el Nuevo: (“Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando”, Jn., 15, 14). Pero no podemos atender directamente a esos escritos, y a otros, en un contexto propiamente filosófico.
[5] Cfr. Konstant, D., Friendship in the classical world, Cambridge, Cambridge University Press, 1997.
[6] Cfr. Platón, Lisis, 223 b.
[7] Ibid., 212 d.
[8] Ibid., 214 d.
[9] Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. VIII, cap. 1 (Bk 1155 b 29 y 1156 b 6). En el siguiente libro de esta obra declara taxativamente: “los malos no pueden concordar excepto en pequeña medida, como tampoco ser amigos”. Ibid., l. IX, cap. 6 (Bk 2267 b 7).
[10] Cfr. Ibid., (Bk 1125 a 2). Cfr. Jaliff, A., La amistad como comunicación y consenso político en Aristóteles, Tesis Doctoral, Pamplona, Universidad de Navarra, 1997. Lorraine, P., Aristotle and the philosophy of friendship, Cambridge-New York, Cambridge University Press, 2003; Stern-Gillet, S., Aristotle´s philosophy of friendship, Albany, State University of New York Press, 1995.
[11] Cfr. Ibid., (Bk 1155 a 27).
[12] A pesar de la desigualdad que media entre el hombre y la divinidad, el Estagirita acepta que la amistad se pueda dar entre ellos. Cfr. Ibid., l. VIII, cap. 12 (Bk 1162 a 6). Cfr. respecto de este punto: Polo, L., “La amistad en Aristóteles”, Anuario Filosófico, Pamplona, XXXII/2 (1999) 477-485.
[13] Cfr. Ibid., l. VIII, cap. 1, (Bk 1155 a 30); Ibid., l. IX, cap. 9 (Bk 1169 b 1-20).
[14] Cicerón, M. T., La amistad, Madrid, Trotta, 2002, cap. XXVII, n. 100, p. 110. Cursivas nuestras. En otro pasaje de la misma obra escribe: “La vida sin amistad es nula, si al menos quieren vivir como hombres libres en alguna manera”. Junto a esta tesis central, Cicerón repite los asertos aristotélicos de que la amistad escasea entre los hombres, pues sólo cabe entre hombres de bien, entre semejantes. Recoge asimismo su carácter de virtud, su condición desinteresada, su permanencia y estabilidad, la limitación en el número de amigos, su origen en la familia, etc.
[15] Ibid., cap. VI, n. 20, p. 52. Agustín de Hipona recoge esa definición en Contra Académicos, l. III, cap. 6, prr. 13.
[16] “Como quiera que la amistad trae consigo tantísimas y tan grandes ventajas, hay una que seguramente es la mayor de todas: que hace concebir buenas esperanzas para el porvenir y no deja que desfallezca o decaiga nuestro ánimo”. Ibid., cap. VII, n. 23, p. 55.
[17] Cfr. Ibid., cap. IV, n. 13, pp. 44-45; Ibid., cap. XXVII, n. 102, p. 111.
[18] Cfr. Ibid., cap. V, n. 19, p. 50
[19] Cfr. Ibid., cap. VIII, n. 26, p. 59; Ibid., cap. XVIII, n. 65, p. 87; Ibid., cap. XXV, nn. 91-92, p. 105; Ibid., cap. XXVI, n. 97, 108.
[20] Cfr. Ibid., cap. XII, n. 40, p. 69; Ibid., cap. XIII, n. 44, p. 73; Ibid., cap. XVII, n. 61, p. 84.
[21] Cfr. Ibid., cap. XVIII, n. 65, p. 87.
[22] Cfr. Ibid., cap. V, n. 17, p. 48; Ibid., cap. IX, n. 32, p. 63.
[23] “Si tienes algún amigo en quien no confías tanto como en ti mismo, bravamente yerras y no conoces bastante la fuerza de la verdadera amistad… Trabada la amistad, hay que confiar en ella”, Séneca, Cartas a Lucilio, Carta III, Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1966, 444 a.
[24] Ibid., Carta IX, ed. cit., 454 a.
[25] Cfr. Banateanu, A., La théorie stoïcienne de l´amitie, Fribourg, Cerf, Editions Universitaires de Fribourg, 2001.
[26] Cfr. Rizzerio, L., “Clement d´Alexandrie et la filia chrétienne”, Amor amicitiae: On the love that is Frindship, A.F. Kelly-Ph.W. Rosemann (eds.), Leuven-Paris-Dudley, Peeters, 2004, 379-407.
[27] Cfr. Fraisse, J-Cl., Philia. La noción d´amitie dans la philosophie antique, Paris, Vrin, 1974.
[28] San Ambrosio, El deber, III, 132.
[29] Ibid., III, 133.
[30] San Agustín, Sermón, 299, 1.
[31] Sobre diversas cuestiones, 83 (71, 6).
[32] Tomado de McNamara, M.A., L´amitié chez Saint Augustin, Paris, Lethilleux, 1961, 174. El obispo de Hipona añade: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todo tu espíritu; y a tu prójimo como a ti mismo. El primero, es el acuerdo sobre las cosas divinas; el segundo, sobre las cosas humanas… Si tu mantienes firmemente los dos conmigo, nuestra amistad será verdadera y eterna; no nos unirá solamente entre nosotros, sino que nos unirá con el Señor”. Ibid., 175.
[33] “Si no eres enteramente otro yo, no eres para mí un verdadero amigo: y si por mi no eres como yo, no eres enteramente otro yo”. Abelardo, P., Insegnamenti al figlio, trad. it., de G. Ballanti, Roma, Armando, 1993, p. 7.
[34] Cfr. Rossemannn, Ph.W., “Fraterna dilectio est Deus: Peter Lombard´s Thesis on Charity”,Amor amicitiae: On the love that is Frindship, ed. cit., 409-436.
[35] Cfr. Pakaluk, M., Other selves. Philosophers on friendship, Indianapolis, Hackett Publishing Company, 1991, 129-145.
[36] Cfr. Schwartz, D., Aquinas on friendship, Oxford, Clarendon Press, 2007.
[37] Acepta de Aristóteles, al menos, estas características de la amistad. Es un hábito, unavirtud (cfr. In Ethic., lib. VIII, lec. 5, nn. 7, 8, 9; Ibid., lect. 8, n. 8; Ibid., lec. 13 n. 18; Ibid., lect. 8, n. 8; S. Theol., I-II, q. 26, a. 3 co). La similitud entre amigos (cfr. In II Sent., d. 3, q. 4, a. 1 co). La reciprocidad y el carácter electivo de la amistad (cfr. In III Sent., d. 27, q. 2, a. 1 co; In Ethic., lib. VIII, lec. 5, n. 10). El desinterés (cfr. In III Sent., d. 29, q. 1, a. 4, ad 3; ). La limitaciónen el número de amigos (cfr. S.C. Gentes, lib. III, cap. 124, n. 5; De virt., q. 2, a. 4, ad 11; In Ethic., lib. VIII, lec. 6, nn. 3, 5; Ibid., lib. IX, l. 12, n. 9). La participación en alegrías y penas (cfr.S. Theol., I-II, q. 38, a. 3, ad 1), y la comunidad de bienes (cfr. In Ethic., lib. IX, lec. 8 n. 6). El darse entre personas con virtud (cfr. S. Theol., II-II, q. 23, a. 1, ad 3; Ibid., II-II, q. 106, a. 1, ad 3). Su aumento y disminución (cfr. S. Theol., II-II, q. 82, a. 2, ad 2). Su requerir la veracidad(cfr. S. Theol., II-II, q. 114 a. 1 ad 2). Su larga duración (cfr. In Ethic., lib. VIII, l. 6, n. 17; Ibid., lec. 8, nn. 12, 13). El ser superior a la justicia (porque “aequalitas est ultimum in iustitia, sed primum in amicitia”. In Ethic., lib. VIII, lec. 7, n. 8). Su consistir más en amar que en ser amado (cfr. In Ethic., lib. VIII, lec. 8, n. 10). El que comporte comunicación (cfr. In Ethic., lib. VIII, lec. 12 n. 1; Ibid., lib. IX, l. 14, n. 3; Super Io., cap. XIII, lec. 7.) y ser, por ende, una realidad socialo política (cfr. In Ethic., lib. VIII, lec. 9, nn. 1-5). La convivencia (cfr. In III Sent., d. 27, q. 2, a. 2 co; Ibid., d. 32, q. 1, a. 2 co; S. Theol., II-II, q. 25, a. 3 co; Ibid., II-II, q. 115, a. 1 co; In Ethic., lib. IV, lec. 14, n. 5, Ibid., lib. VIII, lec. 3, n. 12).
El orden de la amistad, lo toma de San Ambrosio (cfr. In III Sent., d. 29, q. 1, a. 6 co). De San Isidoro asume las notas que acompañan a la amistad: “la benevolencia, que se llama aquí afecto, la concordia, y la beneficencia que se llama aquí humanidad”. S. Theol., II-II, q. 80, ad 2.
[38] Cfr. In III Sent., d. 27, q. 2, a. 1, ad 10.
[39] In III Sent., d. 28, q. 1, a. 3, ad 3; Ibid., d. 29, q. 1, a. 1, ad 2; In IV Sent., d. 15, q. 1, a. 2 co.
[40] Cfr. In III Sent., d. 35, q. 1, a. 4, qc. 2 co; De Virt., q. 2, a. 8, ad 16; Ibid., q. 4, a. 3 co; In Ethic., lib. VIII, lec. 3, n. 15.
[41] Cfr. In Ethic., lib. IX, lec. 2, n. 1.
[42] Cfr. S. Theol., II-II, q. 74, a. 1, ad 3.
[43] Cfr. In III Sent., d. 28, q. 1, a. 1 co; Ibid., 2 co; S. Theol., I, q. 20, a. 2, ad 3; Ibid., II-II, q. 25, a. 3 co; De Virt., q. 2, a. 11, ad 6; In Ethic., lib. VIII, lec. 11, n. 12.
[44] In III Sent., lib. 3, d. 27, q. 2, a. 1 co. Cfr. también: S. Theol., II-II, q. 23, a. 5 co; Ibid., q. 24, a. 2 co; Ibid., q. 25, aa. 3 y 4 co; Ibid., 26, aa. 1 y 2 co.
[45] Cfr. In III Sent., d. 27, q. 2, a. 2, ad 1; Ibid., d. 30, q. 1, a. 2 co; S.C. Gentes, lib. III, cap. 157, n. 3; S. Theol., II-II, q. 23, a. 1 co; Ibid., 26, a. 3 co.
[46] Cfr. In III Sent., d. 27, q. 2, a. 4, qc. 4 co.
[47] De Pot., q. 10 a. 2 ad 11.
[48] “Amicitia consistit in adaequatione quantum ad affectum; sed justitia in adaequatione rerum”. In III Sent., d. 28, q. 1, a. 6, ad 4.
[49] Cfr. S. Theol., II-II, q. 23, a. 3, ad 1; In Ethic., lib. VIII, lec. 1 n. 1.
[50] De Virt., q. 1, a. 5, ad 5. Cfr. también: Ibid., ad 8; In Ethic., lib. VII, lec. 1 n. 1; Ibid., lib. VIII, lec. 1 n. 1.
[51] En alguna ocasión la entiende como tal. Cfr. In Ethic., lib. II, lec. 5, n. 6
[52] Cfr. Pakaluk, M., Other selves, ed. cit., 186.
[53] Ibid., 200.
[54] “Benevolentia potest fieri ad homines ignotos, quorum scilicet experientiam aliquis non accepit cum eis familiariter conversando. Sed hoc non potest esse in amicitia”. In Ethic., lib. IX, lec. 5, n. 2.
[55] Descartes, R., Le pasioni dell´ anima, Laterza, 1996, 48.
[56] Baldini, M., La storia dell´amicizia, Roma, Armando ed., 2001, 66.
[57] Laín Entralgo, P. Sobre la amistad, Madrid, Revista de Occidente, 1972, 104.
[58] Voltaire, F.M.A., Dizionario filosófico, Roma, Newton Compton, 1991, 9-10.
[59] Cfr. Rousseau, J.J., Emilio, Roma, Armando, ed., 1995, 341.
[60] Tomado de Laín Entralgo, P., op. cit., 127. En otro lugar Hegel añade: “La amistad es una relación ligada a la singularidad individual, y los hombres no son amigos entre sí tanto de un modo directo, como lo son de un modo objetivo”. Ibid., 128.
[61] Ibid., 144-5.
[62] Pakaluk, M., op. cit., 218.
[63] Cfr. Schopenhauer, A., I due problema fondamentali dell´etica, Torino, Boringhieri, 1961, 45.
[64] Cfr. Rosmini, A., Filosofia dil diritto, Roma, Ed. Roma, 1937, 131.
[65] Kierkegaard, S., Gli atti dell amore, Milano, Rusconi, 1983, 195.
[66] Ibid., 206.
[67] Nietzsche, F., Così parlò Zarathustra, Milano, Adelphi, 1968, 70-71.
[68] Cfr. Chauvet, E., L´amitie, Caen, 1904.
[69] Cfr. Montier, E., De l´amitie, Paris, 1910.
[70] Cfr. Faguet, E., De l´amitie, Paris, Sansot, s.a., 1912.
[71] Cfr. Mme. Barbier-Jussy, L., La vie de l´ amitie, 2ª ed., Paris, 1913.
[72] La amplia tesis doctoral de Alfredo Álvarez Lacruz, Concepciones del amor. Libros que jalonan la historia del amor en el s. XX, Pamplona, Universidad de Navarra, 2005, estudia la concepción del amor de los siguientes pensadores de esa centuria: M. Scheler, J. Ortega y Gasset, D. von Hildebrand, J.P. Sastre, H. Marcuse, E. Fromm, M. Nédoncelle, G. Thibon y C.S. Lewis. A esos se podría añadir el trabajo de G. Thibon, Sobre el amor humano, Madrid, Rialp, 1965.
[73] “En la esfera moral, es la voluntad quien posee la última palabra… Sin embargo, en muchos otros terrenos, es el corazón, más que la voluntad o el intelecto, el que constituye la parte más íntima de la persona, su núcleo, el yo real. Esto sucede así en el ámbito del amor humano: el amor conyugal, la amistad, el amor filial y paterno. Aquí, el corazón es el verdadero yo no sólo porque el amor es esencialmente una voz del corazón, lo es también en la medida en que el amor apunta de un modo específico al corazón del amado”. Hildebrand, El corazón, Madrid, Palabra, 1996, 133.
[74] Cfr. Sobre el problema de la empatía, prefacio, trad. y notas de J. L. Caballero Bono, Madrid, Trotta, 2004.
[75] Cfr. Vers une philosophie de l'amour et de la personne, Paris, Aubier-Montaigne, 1957.
[76] Ortega escribió: “Desde ese fondo radical que es, sin remedio, nuestra vida, emergemos constantemente en un ansia, no menos radical, de compañía. Quisiéramos hallar aquel cuya vida se fundiese íntegramente, se interpenetrase con la nuestra. Para ello hacemos los más variados intentos. Uno es la amistad. Pero el supremo entre ellos es lo que llamamos amor. El auténtico amor no es sino el intento de cajear dos soledades”. Ortega, El hombre y la gente, Madrid, Revista de Occidente, 1980, 56-7.
[77] Para García Morente, “la amistad no es sino secundariamente un sentimiento… Es una forma de vivir más que un sentimiento. el matiz sentimental se añade, pero no constituye ni la finalidad, ni el ejercicio, ni la condición de la relación amistosa”. García Morente, M., Ensayos, Madrid, 1945, 37.
[78] Zubiri escribe que “la amistad es una modalidad metafísica de la causalidad interpersonal”. El hombre y Dios, Madrid, Alianza Editorial, 1984, 207.
[79] Para este pensador “la amistad estrictamente personal significa el encuentro de dos personas como tales, en su condición única, no intercambiable, proyectiva, capaz de imaginación y apertura”. Mapa del mundo personal, Madrid, Alianza Editorial, 1993, 109. Para él, el sentimiento, en concreto, la simpatía, es sólo “el suelo en el que suele fundarse la amistad real”. Ibid., 103. Pero lo que se vincula entre amigos es el “núcleo de las personas”.Ibid., 111.
[80] Cfr. Noble, H.D., La amistad, Pamplona, Desclée de Brouwer, 3ª ed., 1957.
[81] Cfr. Sobre la amistad, Madrid, Revista de Occidente, 1972.
[82] “Al sincerarse… se adjunta la fe en el confidente: la confianza. Estamos en la pista segura sobre el oficio de la verdadera amistad, que es amistad de confidencia”. Vázquez de Prada, A.,Estudio sobre la amistad, Madrid, Rialp, 1956, 222.
[83] Cfr. Los cuatro amores, Madrid, Rialp, 1994.
[84] Op. cit., 30. Con todo, esa opinión no es –por lo ya indicado– exactamente certera; tampoco netamente tomista.
[85] Ya se ha indicado que para Tomás de Aquino la amistad es más que benevolencia. Se han anotado asimismo los matices con que deben entenderse esas otras características.
[86] Op. cit., 243.
[87] Ibid., 299.
[88] Op. cit., 151.
[89] Ibid., 156.
[90] Ibid., 176.
[91] Ibid., 177.
[92] Ibid., 185.
[93] Op. cit., 69.
[94] Ibid., 70.
[95] “Este amor, libre del instinto, libre de todo lo que es deber, salvo aquel que el amor asume libremente, casi absolutamente libre de los celos, y libre sin reservas de la necesidad de sentirse necesario, es un amor eminentemente espiritual”. Ibid., 89.
[96] Ibid., 101.
[97] Cfr. Buber, M., Yo y Tú, Madrid, Caparrós, 1993; ¿Qué es el hombre?, México, Fondo de Cultura Económica, 13ª reimp., 1986.
[98] Op. cit., cap. XXI, n. 80, p. 97.
[99] Cfr. Ibid., cap. XXI, n. 81, p. 98; Ibid., cap. XXV, n. 92, p. 105.
[100] Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. IX, cap. 9, (Bk 1169 b 4).
[101] Cfr. Polo, L., Antropología trascendental, I. La persona humana, Pamplona, Eunsa, 2ª ed., 2003.
[102] Cfr. Polo, L., Antropología trascendental, II. La esencia de la persona humana, Pamplona, Eunsa, 2003.
[103] Esto se pone en cuestión en la obra de Albisetti, V., Essere amici o avere amici?, Milano, San Paolo, 1997.
[104] Cfr. Posada, J.M., Lo distintivo del amar, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 191, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2007; Posada, J.M., - García, I., “La índole intelectual de la voluntad y de lo voluntario en distinción con el amar”,Futurizar el presente, Málaga, Universidad de Málaga, 2003, 283-302.
[105] “No llegará a ser nunca humano si no lo es ya entonces”. “Declaración sobre el aborto provocado”, Documenta. Congregación para la doctrina de la fe. Documentos publicados desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros días, Madrid, Palabra, 2007, nº 23, 95 a.
[106] Cfr. Molina, F., “Sindéresis y voluntad: ¿quién mueve a la voluntad?, Futurizar el presente, ed. cit., 193-212. Cfr. asimismo, mi trabajo: “La sindéresis o razón natural como la apertura cognoscitiva de la persona humana a su propia naturaleza. Una propuesta desde Tomás de Aquino”. Revista Española de Filosofía Medieval, 10 (2003), 321-333.
[107] Cfr. Polo, L., El yo. Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº 170, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2004.
[108] La naturaleza humana es más potencial, pasiva, que la esencia humana, menos susceptible de desarrollo y se pierde tras la muerte. En cambio, tras la muerte la esenciahumana (con sus perfecciones: hábitos y virtudes) acompaña al acto de ser personal, porque no se puede escindir de él.
[109] A nivel de lo inmaterial humano (esencia y acto de ser) somos distintos, es decir, más parecidos a los ángeles de lo que se suele sospechar. Recuérdese que Tomás de Aquino señalaba que los ángeles se distinguen entre sí no sólo por sus actos de ser, sino también por sus esencias, indicando que cada ángel agota su especie. Cfr. Tomás de Aquino, De Veritate, 8. El conocimiento de los ángeles. Introducción, traducción y notas de A.L. González y J.F. Sellés, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº 161, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2003.
[110] Cfr. Polo, L., Antropología trascendental, vol. I. La persona humana, ed. cit., Tercera Parte. Los trascendentales personales, 203-245.
[111] El polo subjetivo del método fenomenológico es el yo, pero para conocerlo hay que salir del método. Tal vez por ello tanto E. Stein como D. von Hildebrand, precisamente por estar más preocupados por la amistad y la intimidad personal, dieron un viraje en este punto de la fenomenología al realismo.
[112] Superiores a la sindéresis son el hábito de los primeros principios y el de sabiduría.
[113] En efecto, la humildad no es una virtud de la esencia humana, sino fruto en la intimidadpersonal del conocimiento de la propia intimidad y de la ajena. La confianza y fidelidadtampoco es de la esencia humana, sino del acto de ser personal; es la apertura cognoscitiva de cada intimidad a otra que la acepta. La amistad es, a nivel de voluntad, el influjo que realiza la confianza personal del conocer personal en ella.
[114] Cfr. mi trabajo: “La amistad y el hábito de sabiduría”, D´Avenia, M.,- Acerbi, A. (eds.),Riflessioni sull´ amicizia, Roma, Edusc, 2007, 329-348.
[115] Para Poliseno, la amistad se acompaña de unas determinadas virtudes: benevolencia, afabilidad, tolerancia, franqueza y confianza. Cfr. La amistad sus virtudes, Madrid, San Paolo, 2001. Con todo, hay que indicar que, en rigor, se acompaña de todas las virtudes, pues al ser la más alta de ellas -lo más activo de la voluntad-, supone la existencia de todas las otras, sin las cuales no se da.
[116] Cfr. Tomás de Aquino, In Ethic., lib. VIII, lec. 12, n. 22
[117] “Amicitia in quadam aequalitate consistit. Si igitur mulieri non licet habere plures viros, quia hoc est contra certitudinem prolis; liceret autem viro habere plures uxores: non esset liberalis amicitia uxoris ad virum, sed quasi servilis”. Id., S.C. Gentes, lib. III, cap. 124, n. 4.
[118] Castillo, G., op. cit., 86. Cfr. asimismo: Ibid., 16.
[119] Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. VIII, cap. 1 (Bk 1155ª 17); Ibid., cap. 12 (Bk1161 b 20 ss); Ibid., cap. 12 (1162 a 5 ss y 17 ss). Por otro lado, Tomás de Aquino escribió: “tota amicitia propinquorum fundatur super amicitia patris ad filium; et ideo haec amicitia est major quam aliqua alia propinquorum. In hac autem amicitia quodammodo filii praeponuntur parentibus, quodammodo parentes filiis”. In III Sent., d. 29, q. 1, a. 7 co.
[120] Cfr. Id., In IV Sent., d. 26, q. 2, a. 2 co; Ibid., d. 40, q. 1, a. 3 co; S. Theol., II-II, q. 26, a. 11 ad 3. En otros lugares añade: “Amicitia viri ad uxorem est naturalis”. In IV Sent., d. 41 q. 1 a. 1 qc. 1 co. “Inter virum autem et uxorem maxima amicitia esse videtur”. S.C. Gentes, lib. III, cap. 123, n. 6. “Si autem comparemus coniunctionem ad coniunctionem, constat quod coniunctio naturalis originis est prior et immobilior, quia est secundum id quod pertinet ad substantiam; aliae autem coniunctiones sunt supervenientes, et removeri possunt. Et ideo amicitia consanguineorum est stabilior. Sed aliae amicitiae possunt esse potiores secundum illud quod est proprium unicuique amicitiae”. S. Theol., II-II, q. 26, a. 8 co. la razón de su permanencia estriba en que la amistad es una virtud, y ésta es difícilmente removible. Cfr. In Ethic., lib. VIII, lec. 3, nn. 16 y 18; Ibid., lec. 4, n. 8.
[121] Cfr. In Ethic., lib. VIII, lec. 7, nn. 2, 3, 4; Ibid., lib. VIII, lec. 8, n. 9.
[122] Cfr. Ibid., lib. VIII, lec. 12, n. 14; Super Io., cap. VIII, lec. 5.
[123] “Fratres se amant adinvicem ex eo quod ab eisdem nascuntur”. In Ethic., lib. VIII, lec. 12, n. 11.
[124] Cfr. Ibid., lib. VIII, lec. 12, n. 13.
[125] Cfr. Ibid., lib. VIII, lec. 12, n. 8.
[126] Cfr. Ibid., lib. VIII, lec. 11 nn. 2, 3, 5, 6.
[127] Cfr. Ibid., lib. VIII, lec. 11, n. 8.
[128] Cfr. Ibid.., lib. VIII, lec. 12, nn. 4, 5.
[129] In Politic., lib. II, lec. 3, n. 5.
[130] “Amicitia est virtuosorum. Pauci autem sunt tales propter difficultatem attingendi medium”. In Ethic., lib. VIII, lec. 3, n. 20.
[131] Castillo, G., op. cit., 11. cfr. asimismo: Foppa Pedretti, C., Essere amici. Percorsi di eduazione, Milano, Vita e Pensiero, 2002.
[132] Ibid., 15.
[133] De modo contrario a la actual tendencia de los adultos que desean permanecer prolongadamente en la juventud y comportarse como tales, hay que ver la juventud (así como la educación y la psicología de las diversas edades tempranas) como medio o etapas para alcanzar la madurez: no es pertinente estudiar la juventud como fin.
[134] Por lo demás, tras haber subido, es pertinente relativizar en buena media el yo ideal, el propio y el ajeno. Los más amigos son los que más alcanzan a conocer su intimidad o acto de ser personal, relativizando el proyecto idealizado de yo y sus manifestaciones.
[135] Suele decirse que en la amistad tiene prioridad el aportar sobre el recibir. Sin embargo, esos aspectos son propios del nivel de las manifestaciones humanas. En cambio, a nivel de intimidad personal, hay que indicar que las dimensiones del amor personal son dar y aceptar, y que de entre esas dos, la superior es aceptar, puesto que somos criaturas.
Pio Santiago
Abelardo Rivera
Extracto de la Tesis de Doctorado presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2003.
Índice
Presentación
Hacia una comprensión moral del amor de amistad
1. Precedentes
1.1. La doctrina del “uti” y del “frui” de San Agustín
1.2. La teología medieval
2. Una noción de amor extraída de la doctrina de Santo Tomás
2.1. El sentido de algunos términos relacionados con el amor
2.2. Una noción de amor
3. ¿Qué es para Santo Tomás el amor de amistad?
3.1. Amor de amistad sólo entre creaturas racionales
3.2. Dos modos de tender hacia el bien
3.3. Amor perfecto - amor imperfecto
3.4. Amar a alguien propter-se
3.5. Efectos del amor de amistad
3.6. Una definición de amor de amistad
3.7. A manera de conclusión
Bibliografía
Se lee en el libro del Eclesiástico: «El amigo fiel es seguro refugio, el que lo encuentra, ha encontrado un tesoro. El amigo fiel no tiene precio, no hay peso que mida su valor. El amigo fiel es remedio de vida, los que temen al Señor lo encontrarán»[1].
Santo Tomás de Aquino escribió sobre la amistad y al mismo tiempo supo cultivarla. Este ilustre santo del medioevo, que nunca recibió el título de profesor de teología sino de Maestro en Sagrada Escritura (Magister in Sacra Pagina)[2], nacido en la fortaleza de Roccaseca, cercana a Montecassino, a lo largo de sus casi 50 años de vida estableció especiales vínculos de amistad con quienes fueron sus maestros, condiscípulos, discípulos y colaboradores. Santiago Ramírez escribe en su pequeña introducción a Santo Tomás que «su amistad era fiel, sincera, sacrificada, tierna. De ella dan testimonio el rector y los profesores de la Facultad de Artes de París en su célebre carta al capítulo general de Lyon. Y la que tuvo con su ayudante y compañero Fray Reginaldo es de las más puras y conmovedoras que registra la historia»[3].
Contamos además con testimonios del mismo Tomás de Aquino sobre la amistad que le unía con quienes había compartido trabajo o estudios. Por ejemplo, nuestro teólogo había dedicado la exposición sobre el Evangelio de San Mateo al Papa Urbano IV. Después de la muerte del pontífice, dedica lo restante de la Catena Aurea al anciano discípulo Cardenal Annibaldo d’ Annibaldi, sucesor provisional en la cátedra de Saint Jacques, en la Universidad de París. En laEpístola Dedicatoria de la exposición sobre el Evangelio de San Marcos, comienza con las referencias acostumbradas dirigiéndose al «venerable Presbítero, Cardenal de la Basílica de los Doce Apóstoles, enteramente suyo, el Hermano Tomás de Aquino, de la Orden de los Frailes Predicadores...», y después de hacer algunas consideraciones sobre la obra que presenta, cierra su dedicatoria aludiendo al deseo de someter a su estimable consideración el fruto de su trabajo, para que sea acogido en el afecto del amor, basándose en la antigua amistad que les une («et antiqua dilectio, amoris affectum in offerentis munere comprehendat»[4]).
Nuestro estudio está motivado, en particular, por las ideas del Profesor Servais Pinckaers. Para este teólogo, el hecho primitivo de la moral tomista es nada menos que el sentido del amor de amistad[5], fundado sobre la capacidad que posee la naturaleza del hombre de abrirse y de recibir en sí a otros seres, permitiéndole amar a otra persona por sí misma, y haciéndole encontrar en ese amor su perfección. El amor de amistad se caracteriza porque la intención del que ama se dirige hacia la persona amada, reposa allí y evita retornar sobre sí mismo, considerando tal retorno como un pecado destructor del amor.
El sentido del amor de amistad se completa dentro de la amistad, tal como la define Santo Tomás. Partiendo de este sentimiento -que para él, es el amor en sentido propio-, es como deben interpretarse las nociones de deseo, bien y amor. Por esta razón debemos «redescubrir el tema de la amistad, que se había perdido prácticamente desde la llegada de las morales de la obligación, aunque pertenezca a la experiencia común, así como la noción de amor de amistad, indispensable para comprender lo que es el amor y otorgarle el lugar que le corresponde»[6]. Es una tesis conocida de este autor la influencia negativa que ha tenido en la teología moral el concepto de libertad ockhamista. Es necesario entonces volver a la concepción correcta de esta dimensión del hombre en el pensamiento genuino de Santo Tomás. Por eso también hay que redescubrir las virtudes. «El descubrimiento del amor de amistad tiene una gran importancia, pues nos manifiesta lo que constituye el núcleo de la amistad y de toda forma de amor verdadero; a través de ello, condiciona nuestra concepción del bien y de la felicidad. El bien no es ni lo útil, ni lo agradable, ni siquiera lo que dicta la obligación legal o el deber, sino propiamente lo que merece ser amado por sí mismo y provoca en nosotros un amor semejante. Es como el descubrimiento de un nuevo mundo. Es también el don de una nueva mirada sobre el mundo, que modifica nuestra idea y nuestra percepción de la felicidad (...) La felicidad se descubre como el efecto directo del amor de amistad bajo la forma de alegría, una alegría que brota del corazón y que puede coexistir perfectamente con la pobreza y el mismo dolor»[7].
Para Santo Tomás existen dos clases de amor: el amor de amistad y el amor de concupiscencia. El amor de amistad es el amor propiamente dicho, y realiza perfectamente la noción de amor[8]. La amistad consigue que se opere el milagro de que cada uno reconozca al otro como sujeto, lo cual se ordena al bien del amado. Por eso cada uno de los sujetos desea efectivamente el bien del otro, sin tornar sobre sí mismo, y encuentra al mismo tiempo su propio bienestar en esta amistad, de acuerdo con la voluntad del otro, que responde a este amor.
El profesor de Friburgo advierte además que, cuando se leen ciertas modernas interpretaciones de Santo Tomás sobre el amor puro y el amor de amistad, se tiene la impresión de que en el curso de los siglos –habría que añadir, quizá con buena intención- una especie de tergiversación ha trastocado sus enseñanzas. El criterio básico de la moral tomista ha sido falseado y se ha caído en una moral egoísta, la cual es incompatible con el cristianismo[9].
Ahora bien, cuando hablamos de la distinción entre amor de amistad y amor de concupiscencia es conveniente tener en cuenta que esta dualidad no equivale a una radical separación del amor, como si de dos dimensiones contrapuestas se tratara. «El amor no es la suma o yuxtaposición de tales elementos, sino la unión de los mismos. Esta unidad de sentido en un acto humano, que no se puede reducir a la suma de sus componentes, es un indicio del carácter existencial de la experiencia que la sustenta»[10]. Ocurre que algunos autores, al aproximarse al concepto del amor de Santo Tomás, tratan sus distintos elementos como si fueran actos diferentes. Otros los consideran como distintos momentos que componen el acto. Pero así pierden su unidad existencial, pues estiman equivocadamente el amor como la yuxtaposición de elementos anteriores[11].
Con este trabajo queremos también contribuir y unirnos -aunque sea de forma modesta- a los esfuerzos que se vienen haciendo por aproximarse a la doctrina de Tomás de Aquino sobre ciertas virtudes que, por no estar incluidas en el grupo clásico de las llamadas cardinales, o por otras razones, no siempre han recibido, en la enseñanza de la teología moral, el tratamiento que merecen.
Nos han servido de estímulo las ideas y sugerencias de los escritos del profesor Ramón García de Haro acerca de la importancia que debe concederse a algunas virtudes en apariencia secundarias. En su obra La vida cristiana, cuando describe la tradicional agrupación que se hace de las virtudes morales en torno a las cuatro cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza), avalada por el legado de los filósofos paganos, por los Padres de la Iglesia, por el mismo Santo Tomás –quien justifica que se destaquen estas cuatro virtudes porque constituyen como las condiciones o aspectos generales de todo recto obrar[12]- y hasta por la enseñanza de la Sagrada Escritura, aconseja que no se tome «de manera rígida este esquema», pues también «parece útil destacar junto a las cuatro cardinales algunas otras virtudes fundamentales en la tradición cristiana»[13]. En otras palabras, hace falta potenciar y revalorizar el papel de otras virtudes que no han gozado del mismo interés dentro de la enseñanza de la moral cristiana, pero que también son necesarias para la perfección del hombre. Esto por supuesto, sin menoscabo del lugar que tienen ya asignado las virtudes cardinales.
Entre esas otras virtudes fundamentales pensamos que se puede incluir la amistad y -como hemos dicho- una clase de amor que la involucra: el amor de amistad. De ahí que para entender el amor de amistad en el pensamiento de Santo Tomas, conviene y es hasta exigido estudiar su pensamiento tanto sobre la amistad como sobre el amor.
Existen algunos estudios y trabajos sobre la amistad, a la luz de las ideas de Santo Tomás. Muchos sobre su doctrina del amor y de la caridad; pocos, en cambio, sobre el amor de amistad. En este trabajo se recoge precisamente el capítulo de la Tesis de Doctorado dedicado a perfilar una comprensión moral de lo que Tomás de Aquino entiende por amor de amistad, después de haber analizado en capítulos precedentes la influencia de los principales pensadores de la antigüedad en la noción de amistad y de amor que recibe y que se aprecia en las distintas obras estudiadas. Enfocamos por tanto nuestro estudio en aquellas obras en las que Santo Tomás trata de la amistad y del amor de amistad, que casi sin excepciones coinciden con aquellas en las que expone su doctrina sobre el amor y la caridad. Pero no nos ocupamos de la caridad, aunque necesariamente por su vinculación estrecha con el amor de amistad y como forma perfecta del mismo, se mencione indirectamente.
Una sección inicial está dedicada a los antecedentes que dan origen a la distinción entre amor de amistad y amor de concupiscencia. Para entender el amor de amistad, aparte de estudiar cuál es la doctrina de Santo Tomás de Aquino sobre la amistad, consideramos imprescindible además, partir de ciertas nociones que facilitan una comprensión del amor natural en su misma obra. A ese cometido dedicamos una segunda sección. Una vez analizada la concepción de amor en la doctrina de Santo Tomás, estamos en condiciones de estudiar qué entiende cuando distingue entre amor de amistad y amor de concupiscencia y qué es propiamente el amor de amistad como tal.
En nuestra investigación centramos nuestra atención en el examen de las principales fuentes que configuran la doctrina de Tomás de Aquino sobre la amistad y el amor. Así, pasamos revista a los textos principales, dentro de sus obras, donde apreciamos la originalidad y lucidez de su síntesis.
Santo Tomás estructura una verdadera teología del amor, y en su elaborada respuesta a lo que algunos han querido llamar “el problema del amor”, «es de primordial importancia su distinción entre amor de amistad (amor amicitiae) y amor de concupiscencia (amor concupiscentiae). Esta distinción se halla en el corazón de la casi mayoría de los aspectos de la enseñanza de Santo Tomás acerca del amor y aparece con frecuencia en las cruciales confluencias de su enseñanza moral como un todo»[14].
Por eso ahora intentaremos una comprensión de la doctrina de Tomás de Aquino sobre el amor de amistad. Antes deberemos detenernos someramente en los antecedentes que dan lugar a la distinción del par amor de amistad y amor de concupiscencia. También debemos precisar una noción de amor en su pensamiento, sólo como ayuda a lo que es el objetivo principal de este capítulo. Ya que la doctrina del amor en Santo Tomás es uno de los temas que con más profundidad y extensión se encuentran tratados en la ingente bibliografía tomista -antigua y reciente-, nos servimos de algunas de las excelentes síntesis e interpretaciones que se mencionan en la bibliografía. Nuestro interés prioritario es integrar los elementos esparcidos en las obras de Santo Tomás que hemos estudiado para perfilar una noción del amor de amistad, desde la perspectiva de la Teología Moral.
A San Agustín se puede atribuir la rehabilitación del término amor, equivalente a eros con su connotación positiva[15]. Un autor como Juan José Pérez-Soba identifica una evolución en la concepción del amor del obispo de Hipona, quien además «va perfeccionando el modo de coordinar el amor a Dios y el amor al prójimo. Por una parte, ya no sólo aplica a Dios el término “caritas”, sino también “amor”. La razón de este cambio se debe a motivos teológicos relacionados con el conocimiento analógico de Dios que es el que desarrollará en su libro De Trinitate. La palabra “amor”, por ser más común a la experiencia humana, le sirve para introducirse en el movimiento más natural del hombre que está abierto a una acción divina amorosa que le permite conocer a un Dios Amor. La evolución de su pensamiento se puede resumir en que pasa de la oposición teológica “amor”-“caritas” a la oposición moral entre “caritas” y “cupiditas”»[16]. Otra observación relevante que nos ofrece este autor es que en San Agustín el amor al prójimo, se subordina al amor a Dios, en un inicio por la relación “uti-“frui” que encontramos en algunas de sus obras. Sin embargo en escritos más tardíos cambia. «Esto sucede en una doble vertiente en la que el prójimo cobra un valor singular. Por un lado, su “ordo amoris” se centra en gran medida en el amor al prójimo que es igual a nosotros y requiere un amor honesto. Por el otro, la importancia moral del “ordo amoris” tiene su campo de aplicación en las virtudes que son los frutos del amor. Así, el papel del amor al prójimo aparece como un elemento necesario en el proceso ascendente de conocimiento del amor a Dios, en especial por la sorpresa de que Cristo se ha hecho nuestro prójimo y es la vía de acceso a Dios»[17]. El binomio “uti”-“frui” sirve a San Agustín para dar razón de vicios y virtudes[18] y –a nuestro juicio- tiene una gran incidencia en la valoración que hará Santo Tomás de aquellas cosas que son susceptibles de ser amadas con amor de concupiscencia o de amistad[19].
Raymond Canning se ha ocupado de estudiar la distinción entre amor a Dios y amor al prójimo en San Agustín y también encuentra una evolución en sus ideas[20]. En el periodo 396-410, identifica en San Agustín el empleo de dos expresiones principales para distinguir entre los dos amores y sus preceptos. Por un lado, Dios debe ser amado «propter seipsum», y el prójimo «propter Deum», por el otro, Dios debe ser amado como Dios y el prójimo como a sí mismo[21]. Canning nos ofrece como ejemplo un texto del De Doctrina Christiana:
«Ningún pecador debe ser amado en cuanto es pecador. A todo hombre en cuanto hombre se le debe amar por Dios y a Dios por sí mismo. También se debe amar a otro hombre más que a nuestro cuerpo; porque todas las cosas se han de amar por Dios y el hombre extraño a nosotros puede gozar de Dios con nosotros, lo que no es capaz nuestro cuerpo que vive del alma, con la que gozaremos de Dios»[22].
Un cierto dilema se presenta al Obispo de Hipona, cuando indaga si el hombre debe gozar o usar de sí mismo, o ambas cosas:
«Aquí se suscita la gran cuestión, si el hombre debe gozar de sí mismo, o usar; o si gozar y usar. Se nos ha dado un precepto de amarnos unos a otros. Pero se pregunta: ¿se debe amar al hombre por causa del hombre o por otra cosa distinta? Si le ama por él es gozar; si se le ama por otro motivo, es usar de él. A mí me parece que debe ser amado por otro motivo, pues lo que debe amarse por sí mismo constituye en sí mismo la vida bienaventurada, la cual, aunque todavía no la poseemos, sin embargo, su esperanza nos consuela en esta vida (...) Es más, si bien se considera, ni aun de sí mismo debe gozar el hombre, porque nadie debe amarse a sí mismo por sí mismo, sino por aquel de quien debe gozar (...) Si se ama a sí mismo por sí mismo, no se encamina hacia Dios, pues dirigido a sí propio, se aleja de lo inmutable. Y, por tanto, ya goza de sí con algún defecto, pues mejor es el hombre cuando enteramente se une y se abraza con el bien inmutable que cuando se aleja de él para volverse a sí mismo. Luego si a ti mismo no te debes amar por ti mismo, sino por Aquel que es el rectísimo fin de tu amor, no arda en cólera ningún otro hombre porque también le amas a él, no por él, sino por Dios (...) Cualquiera que ama rectamente a su prójimo ha de procurar que también éste ame a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente; de este modo, amándole como a sí mismo, todo su amor y el del prójimo lo encamina al amor de Dios..»[23].
Gozar (frui) de un ser es exactamente lo que significa amarlo por sí mismo –argumenta Canning-, por eso sólo es apropiado decir que Dios debe ser objeto de gozo. Los otros seres humanos, almas que nos acompañan, dotadas de razón activa y contemplativa, deben ser amados como creaturas que, iguales a nosotros mismos, son capaces de la fruición de Dios. El corolario de la doctrina de S. Agustín es entonces que Dios debe ser amado por sí mismo, y que nosotros debemos amarnos unos a otros en Él y por sí mismo, pues cuando nosotros amamos a un amigo, Dios es amado en él[24]. Al comentar en De Disciplina Christiana[25] el texto de San Mateo 22, 37-40, del doble precepto del amor, San Agustín -señala Canning- «prueba otra dimensión de la distinción al prestar atención al hecho de que Dios no tiene un igual, y por eso, no podemos hablar de amarlo ‘como a otro alguno’; pero el prójimo sí lo tiene, somos nosotros mismos; por tanto, cabe hablar de amarlo ‘como a nosotros mismos’. Conviene mencionar que aquí que San Agustín hace del prójimo el centro de comparación al establecer que nosotros hemos sido creados iguales al prójimo, no el prójimo igual a nosotros; nosotros somos lo que es él, no él lo que somos nosotros»[26]. Amar al otro como a sí mismo no implica ninguna contradicción, pues el amor tiende a la unidad, y ninguna oposición es posible al interior de lo que es uno. Amar al otro por sí mismo es tratarlo con una igualdad perfecta de modo que el que ama se confunde de alguna manera con el amado. El otro es un bien para nosotros, luego su bien y el nuestro se encuentran comprendidos en un mismo amor[27].
Tenemos entonces que -situados en el ámbito del amor al prójimo, según la concepción agustiniana- amar al hombre por causa del hombre -porque es persona- equivale a gozar de él. En sentido estricto, esto sólo deberíamos predicarlo respecto de Dios. La aseveración de San Agustín de que nadie debe amarse a sí mismo por sí mismo, sino por aquel de quien debe gozar es comprensible cuando nos referimos al plano de la caridad. De ahí que el recto amor a sí mismo es un amor con vistas a un fin último y movido por una intención que debe ser la más noble posible, es decir, Dios mismo. Pero en el ámbito de un amor natural, querer a otro por sí mismo no sólo es noble y recto, es un reflejo del amor que Dios tiene por cada hombre. Por la misma razón, querer a otro por un motivo distinto de él mismo, es usar de él.
En esta concepción de San Agustín se basarán algunos autores del medioevo, para desarrollar sus ideas y distinción acerca del amor de amistad y de concupiscencia.
La introducción del método dialéctico en la teología dio un fuerte impulso a lo que hasta entonces era sólo un quehacer restringido principalmente a los ámbitos monásticos. Con la aparición de las universidades en el medioevo, la teología se abre paso como quehacer académico y con una dimensión especulativa muy acentuada.
A partir del momento en que adquiere un carácter más especulativo se dan mejores condiciones y el ámbito de las cuestiones opinables se expande. Las célebres controversias que la historia de la teología recoge hasta nuestro tiempo son prueba fehaciente.
Precisamente una célebre controversia surgida antes del siglo XIII puede identificarse como precedente principal en la distinción entre amor de amistad y amor de concupiscencia. La influencia de San Agustín en el medioevo es indiscutible. Otros autores que también tratan del amor y de la amistad dejan su huella. Sin embargo, la especificación del binomio amor de amistad/amor de concupiscencia es propia del contexto de la escolástica medieval.
La controversia a la que aludimos versa sobre la creación de los ángeles en estado de gracia. «La opinión “común” de los Maestros del siglo XII no admitía en los ángeles in via más que una justicia puramente natural, una creación in naturalibus. Los ángeles caídos no habrían por lo tanto poseído la gracia santificante. Pero enseguida se tropezaba con una grave dificultad. El ángel in via, o sea en estado de justicia puramente natural, ¿podría satisfacer el precepto del amor de Dios super omnia? La respuesta afirmativa parecía contaminada de Pelagianismo (...) Por otra parte, si el amor propio prevalecía sobre el amor de Dios en el ángel antes de la caída, éste era ya pecador desde el primer instante de su ser, antes de la prueba decisiva; ya que, subordinado el bien divino a su propio bien, el ángel prefería lo útil a lo honesto, utendo fruendis, en lo cual consiste toda la malicia y la esencia misma del pecado»[28].
Prévostin de Cremona y sobre todo Godofredo de Poitiers[29] empiezan a utilizar el binomio amor de amistad/amor de concupiscencia, al intentar ofrecer una solución a la cuestión mencionada. Este último se basa en la distinción de San Agustín entre caritas y cupiditas[30].
Al dilucidar si el ángel o el hombre, o cualquier creatura puede amar a Dios, en el fondo, lo que preocupaba a los teólogos del medioevo era establecer si la caridad, el amor a Dios por sí mismo y sobre todas las cosas, era posible a la creatura con las solas fuerzas naturales, problema que podía reformularse en términos de mérito, teniendo en cuenta el riesgo de caer en un semi-pelagianismo.
Algunos teólogos insistían en la necesidad de la caridad, pero dejaban de lado la parte del esfuerzo humano. Sin la caridad el mérito eterno es imposible, pero una vez dado el acto de esta virtud, el mérito también era considerado como don, de ahí la indagación para saber si la caridad es posible a las solas fuerzas naturales[31].
Tomando parte activa en el escenario teológico de esa época, encontramos a Abelardo (1079-1142) y a sus seguidores, quienes admiten que, sin la gracia, la caridad o el “diligere” es posible. Distinguen además entre virtudes naturales y virtudes gratuitas[32].
Abelardo tuvo errores, quizá como consecuencia de ser el precursor en la aplicación del método dialéctico, pero se debe reconocer su aportación en el intento de clarificación de la cuestión. En su Introductio ad Theologiam escribirá que por la caridad o amor honestus se ama a Dios por Sí mismo y al prójimo por Dios[33].
El punto de partida de San Bernardo de Clairevaux (1090-1153) que mantuvo una intensa polémica con Abelardo, es claramente distinto. En su obra De Diligendo Deo, al explicar por qué se debe amar a Dios dice que «la causa del amor a Dios es Dios: se le debe amar sin medida»[34]. Precisa la importancia del “propter-se” ligado al valor singular de la persona que se evidencia en el acto del amor[35].
Guillermo d’Auxerre (1140/1150-1231) utiliza la estructura de amor de amistad/amor de concupiscencia de Godofredo de Poitiers para dar respuesta a la cuestión abierta de si “el ángel por sus propias fuerzas, ¿puede amar a Dios más que a sí mismo?” Para este teólogo medieval el amor de amistad se dirige al sujeto que amamos, el amor de concupiscencia es el afecto a la cosa que deseamos[36]. «El marco de comprensión de este par es ahora nuevo, supera el “uti”-“frui” agustiniano que queda relegado al amor de concupiscencia (...) Por eso, le basta responder que se puede amar a Dios como el fin de nuestro amor, es decir, como “frui”. De este modo, une el “frui” y la “beatitudo” sobrenatural, con el amor de amistad...»[37].
A partir de la distinción que introduce el binomio amor de amistad/amor de concupiscencia, Guillermo d’Auxerre sostendrá la prioridad del amor a sí mismo por encima del amor de Dios, en el ámbito propio del amor de amistad, ya sea por parte del ángel, ya por parte del hombre, antes de la caída[38]. Esta afirmación puede sorprender -dice L. Gillon-, «ya que constituye la negación misma del estado de justicia. Pero se explica sin dificultad, si se tiene en cuenta que Guillermo continúa aferrado a una noción completamente superficial del pecado, esto es, la de un bien, o de una cosa (res), que el apetito eleva indebidamente del rango de los medios al de fin: utendo fruendis. El pecado, en los términos de la célebre definición agustiniana, tiene esencialmente por objeto un concupitum. Ahora bien, Guillermo ha tenido cuidado de distinguir entre amor de concupiscencia y amor de amistad. Por lo tanto, es al amor de concupiscencia y no al de benevolencia, a quien pertenece tomar por objeto, de manera desordenada, la fruición o la delectación de un bien, de una cosa (res). El amor de amistad, que en su orden propio no implica ni uti, ni frui, no se encuentra expuesto a tal peligro. Guillermo piensa de esta manera poder afirmar la prioridad de amor de sí mismo sobre el amor de Dios, en el ángel y en el hombre antes de la caída, sin caer en manera alguna en el crimen de la dilección “simoniaca”»[39].
Sin embargo, Guillermo d’Auxerre no ofrece una respuesta satisfactoria a la cuestión, ya que no resuelve lo que denomina movimiento de concupiscencia espiritual que mueve el apetito del ángel hacia el bien divino. «Este bien soberanamente deseado, ¿lo refería el ángel a su propio yo? O, por el contrario, ¿podía referir este bien divino participado y su propio yo a la plenitud increada del bien divino, fuente de toda bondad?»[40]. Su respuesta es que no debe buscarse ninguna prioridad entre el ángel y Dios, como objetos del amor. Apela al ejemplo del vino y su dulzura –¿influencia de San Agustín?- y argumenta que deseamos ambos sin intentar establecer un orden de preferencia entre dos objetos, así el ángel amaba a Dios por un acto de dilección natural, pero no le amaba ni más ni menos, ni en forma igual que a sí mismo[41].
Hugo de San Caro y Herbert d’Auxerre sostienen posiciones congruentes con el sistema de Guillermo d’Auxerre[42].
Con la aportación de Felipe el Canciller, que posee una concepción antropológica más desarrollada, se perfila y precisa todavía más la dualidad del binomio amor de amistad/amor de concupiscencia. La distinción entre uno y otro amor se nos presenta también más familiar con la que utilizará Santo Tomás[43]
Su forma de distinguir amor de amistad de amor de concupiscencia tiene un valor personal de querer a la persona por sí misma. El amor amicitiae adquiere «un valor moral por sí mismo y se le vincula intrínsecamente a toda la dinamicidad de la naturaleza personal. No sólo se relega el “frui” al amor de concupiscencia, sino que se profundiza en todo el planteamiento de la finalidad de la apetibilidad desde un sentido fuerte de potencia»[44]. Felipe el Canciller afirmará que es posible amar a Dios con amor de concupiscencia en razón de la gracia, como lo amo a El mismo, por causa de la bienaventuranza, con la condición de que “propter” indique el fin por el sujeto y el fin secumdum quid, pues de otra forma, el amor natural de concupiscencia no pone por fin último a Dios sino la utilidad[45].
Al afirmar que el amor personal tiende y corresponde a lo que puede ser conocido sin la fe, mientras que la caridad tiende y corresponde a lo que sólo puede ser alcanzado por la fe -el Dios de los Misterios[46]- ya que su conocimiento sobrepasa las fuerzas naturales, está asentando las bases para entender que «la persona está perfectamente capacitada y dirigida para realizar por sí misma un acto de amor de amistad a Dios, de otro modo le faltaría un elemento básico de su dinamismo natural. Si el mismo acto de amor a Dios sobre todas las cosas fuera algo exterior al acto humano, tal don violentaría el dinamismo intrínseco de la naturaleza (...) Sostener, entonces, el valor intrínseco y natural del amor de amistad es un elemento fundamental para poder defenderlo del peligro del extrinsecismo en la infusión de la gracia (...) Con la respuesta de Felipe el Canciller se resalta en especial el segundo elemento (la gracia no es algo ajeno al dinamismo humano) y se ofrece la categoría del amor de amistad como un modo de establecer una unión de los dinamismos -humano y divino- en relación de causalidad en la que el papel personal tiene una importancia central»[47].
Esos son los precedentes y como el andamiaje a partir del cual ya se tiene una cierta estructura para empezar a edificar una concepción del amor capaz de dar respuesta a las inquietudes e interrogantes que ocupaban buena parte de tiempo del quehacer de los teólogos del medioevo, y que desembocará en la dualidad que estudiamos. Pero aún «no se profundiza en el modo cómo el don divino actúa en relación a un amor de amistad completo, por lo que se deja el tema inconcluso. Ante un problema nuevo, se necesitaba una nueva respuesta que recondujera las distintas cuestiones que estaban presentes en torno a la cuestión en una dirección decidida que ofreciera una nueva luz al conjunto. Esta aportación la ofrece Santo Tomás cuando traza la hipótesis de la caridad como amistad con Dios»[48].
Este recorrido permite identificar los motivos e intereses que preocupaban a los teólogos que preceden a Tomás de Aquino en el estudio del amor. La aparición del par amor de amistad/amor de concupiscencia obedece al intento de solución de una cuestión que lleva también a preocuparse por distinguir un amor natural de la virtud teologal de la caridad, y por discernir si es posible un amor puro por Dios, es decir por Él mismo, “propter seipsum”. De las discusiones sobre el amor sobrenatural Santo Tomás sabrá sacar partido. Al aceptar la división bipartita amor de amistad/amor de concupiscencia sabrá interpretarla resaltando la relación entre personas como fundamento del amor[49]. El influjo del Pseudo Dionisio y sobre todo de San Agustín en los distintos intentos de solución, en la mayoría de los teólogos anteriores a Santo Tomás, es también notable.
Conviene ahora que nos detengamos en analizar la concepción del amor en Santo Tomás. Antes, es útil clarificar algunos conceptos que son elementos claves en su doctrina y que en nuestra época, si deseamos que los mismos sigan siendo fuente de luz –especialmente en el campo moral-, necesariamente debemos emplearlos, sino con la precisión y rigurosidad que caracterizó el quehacer intelectual de Tomás de Aquino, al menos con el deseo de ser fieles a su pensamiento, para no desviarnos del mismo. De ahí que debamos hacer uso de algunas categorías filosóficas empleadas en su obra, con el convencimiento de que son un instrumento privilegiado de toda una tradición cristiana que continúa iluminando el sendero de la teología actual. «Además, se puede comprobar como en todos los intentos de renovación moral de este siglo, siempre se ha buscado la fundamentación, aunque sea remota en Santo Tomás»[50]
Como hemos dicho anteriormente es útil precisar hasta donde sea posible –examinando a veces más de un texto- el sentido de términos como apetito, deseo natural, amor natural, etc. que con frecuencia emplea Tomás de Aquino al hablar de amor y de amistad. A este cometido dedicamos esta sección[51].
Dentro del universo ningún ser posee ya la perfección de lo que debe ser. Llegará a su plenitud al término de un proceso evolutivo. La finalidad -el fin-, puede asociarse así con la ordenación de cada naturaleza a su perfección, aquel impulso que hace que cada naturaleza busque colmar la aspiración de su ser inacabado. Naturaleza, destino y actividad. La finalidad de cada ser hacia su perfección es lo que Santo Tomás llama apetito natural[52]. En las cosas naturales pre-existen tres cosas para la consecución del fin de algo: una naturaleza proporcionada hacia aquel fin; la inclinación propiamente hacia el fin, que es el fin del apetito natural; y, el movimiento hacia ese fin[53].
Para Santo Tomás el término appetitus naturalis tiene un alcance metafísico. Designa una realidad muy amplia; se trata de la finalidad de cada ser, netamente distinta del acto natural que sigue: natura, forma naturalis –inclinatio, appetitus naturalis- motus, actio, operatio naturalis[54].
Otros textos donde también recurre a la expresión inclinatio y que también definen el apetito natural son:
«El apetito no es sino una cierta inclinación del apetente hacia algo»; «El apetito natural no es otra cosa que la inclinación de la naturaleza hacia algo»; «no es otra cosa el apetito natural que cierta inclinación de la cosa, y el orden hacia alguna cosa conveniente para sí, como la piedra es llevada hacia abajo»; «El apetito natural es la inclinación de cualquier cosa hacia algo, a partir de su naturaleza»; «el apetito natural es la inclinación consecuente de la forma natural»; «la forma natural que sigue la inclinación natural, que se llama apetito natural»[55].
Al estudiar la finalidad de la naturaleza humana Santo Tomás utiliza sobre todo el término: deseo natural (desiderium naturae). Ya que la perfección de cada ser animado reside en su actividad suprema, en el hombre su fin radica en la perfección de su actividad intelectual. Pero, ¿qué perfección puede satisfacer el apetito natural de la inteligencia? Santo Tomás acude a un hecho físico: el deseo natural de saber que experimenta la voluntad. Pero está claro que para Santo Tomás, la satisfacción completa del acto del intelecto se alcanzará sólo viendo a Dios, Causa Primera. Fuera de esta visión, el deseo natural de la voluntad y de la inteligencia estará insatisfecho. El deseo natural de la voluntad revela la finalidad, el desiderium naturae de todo ser intelectual[56]. En Santo Tomás el empleo del término desiderium naturae designa la finalidad misma de la inteligencia del hombre:
«Si el intelecto de la creatura racional no alcanza la causa primera de las cosas, eldesiderium naturae permanece insatisfecho»; «Luego, si el intelecto humano, al conocer la esencia de algún efecto creado no conoce a Dios, no alcanza aún la perfección de la causa primera, sino que en él permanece todavía el naturale desiderium que inquiere la causa; de ahí que no es totalmente feliz. Para la perfecta felicidad se requiere que el intelecto alcance la misma esencia primera de las causas»; «todo intelecto desea naturalmente la visión de la substancia divina»[57].
En definitiva, en Santo Tomás -a pesar de las restricciones-, deseo natural y apetito natural son constantemente empleados como equivalentes[58]. Emplea así la expresión desideriumpara designar la finalidad de cualquier creatura: «Cada uno desea naturalmente su perfección última»; «Cada uno desea máximamente su último fin»[59].
Cuando Tomás de Aquino habla de la finalidad de un ser, con frecuencia emplea el términoamor naturalis. El término amor evoca evidentemente la idea de la actividad de un ser animado, pero designa otras veces la simple finalidad que existe en todo ser[60]. Cuando habla de la voluntad, entiende por amor natural no la simple finalidad, sino el impulso natural en cada acto voluntario. Veamos algunos textos:
«Se dice que el amor es principio del movimiento que tiende hacia el fin amado. En el apetito natural, el principio de este movimiento es la connaturalidad del que apetece con aquello a que tiende, la cual puede llamarse amor natural»; «En el apetito natural se pone de manifiesto que cada uno tiene una natural consonancia o aptitud con lo que le es conveniente para sí, que es el amor natural»; «este peso que es principio del movimiento hacia el lugar connatural, a causa de la connaturalidad puede de algún modo llamarse amor natural»[61].
Por otro lado, el término dilectio naturalis viene usado por Santo Tomás, a menudo, en forma más restrictiva. Con este término se entiende la actividad natural de la voluntad, no su simple finalidad[62]. He aquí lo que expresa en la Prima Secundae: «Toda dilección o caridad es amor; pero no al contrario, por cuanto la “dilección” añade sobre el amor una elección precedente, como su mismo nombre expresa, por lo cual la dilección no se encuentra en el apetito concupiscible, sino sólo en la voluntad y únicamente en el apetito racional»[63].
En cuanto al amor natural de Dios en toda creatura, los textos de Santo Tomás también son explícitos. Cada ser persigue por naturaleza su propio fin, ama a Dios autor de su misma naturaleza: «(el amor de Dios) se fundamenta sobre una comunicación natural de bienes; por tanto, subyace naturalmente en todas las creaturas»; «amar a Dios más que a sí misma es natural para cada creatura»[64].
En ese apetito natural resalta además la tendencia, que lleva a cada ser, a buscar por sí mismo lo que constituye una imagen de la bondad divina, quaedam similitudo[65]. En el Libro 3 de la Summa Contra Gentiles se lee: «aun el ser que carece de conocimiento tiende hacia su propio bien, porque tiende hacia la similitud divina, pero no al revés. De donde se tiene que todas las cosas apetecen la semejanza divina como fin último»[66].
Otra noción importante para Santo Tomás al hablar del amor natural es que el bien de la parte es el bien del todo, de ahí que con apetito natural, o amor, cada parte ama su propio bien, por causa del bien común de todo el universo, que es Dios. En otras palabras, cada una de las partes obra con una cierta inclinación hacia el bien del todo, también cuando aquello entraña un peligro propio. Santo Tomas menciona el conocido ejemplo de la mano que se expone para defender la cabeza, pues de ésta depende la salud de todo el cuerpo. Por tanto –señala- cualquier parte –a su modo- ama más al todo que a sí misma, y puesto que es patente que Dios es el bien común de todo el universo y de todas sus partes, cada creatura –a su modo- ama naturalmente más a Dios que a sí misma[67].
Santo Tomás ha establecido que cada ser tiene un apetito natural y una sola finalidad de acuerdo con su naturaleza. Sin embargo, en el caso del hombre no duda en afirmar que este posee un doble destino: un fin natural y un fin sobrenatural: «El hombre...según su naturaleza está dirigido proporcionalmente hacia cierto fin del que tiene un apetito natural; y de acuerdo con sus fuerzas naturales puede obrar para conseguir aquel fin, que no es otra cosa que la contemplación de lo divino, lo cual es posible al hombre según sus facultades naturales, y en el que los filósofos pusieron su felicidad última»[68], pero teniendo en cuenta también que «en el estado de vida presente al hombre no le es posible tener la perfecta felicidad»[69].
Para Santo Tomás la naturaleza de la creatura intelectual, está definida por un fin preciso. Pero también cada una de sus facultades sensitivas se orienta a su propia actividad y persigue -como todo ser- el fin que es propio de su apetito natural. Por eso, en el caso del hombre, Santo Tomás distingue tres tipos distintos de apetitos. El amor es algo que pertenece al apetito y como el objeto de uno y otro es el bien, según los diferentes apetitos así serán las diferencias del amor. Entonces, para Santo Tomás, hay un cierto apetito que no sigue a la aprehensión del mismo apetito, este es el apetito natural. Las cosas naturales apetecen lo que les es conveniente según su naturaleza. Otro apetito sí es consecuencia de la aprehensión del mismo que apetece, pero es un apetito que se da por necesidad, no por libre juicio, se trata del apetito sensitivo del animal, del cual también participa el hombre. Finalmente, Tomás de Aquino distingue un apetito, consecuencia de la aprehensión del que apetece como fruto de un juicio libre. Se trata del apetito racional o intelectivo, que también se denomina voluntad. En cada uno de estos apetitos el amor es principio del movimiento hacia el fin amado. En el caso del apetito natural, el principio de este movimiento se da por la connaturalidad del apetente hacia aquello a que tiende. En el apetito sensitivo e intelectivo la explicación la pone Santo Tomás en la coaptatio hacia el bien sensitivo o intelectivo, respectivamente[70].
Tal como hemos dicho, Santo Tomás asigna a la naturaleza intelectual dos fines: uno natural, asequible al agente intelectual y uno sobrenatural, que sólo Dios puede colmar. De igual forma, la voluntad también persigue dos destinos: uno natural, alcanzable por la misma naturaleza, felicidad real, pero imperfecta; y otro sobrenatural, que es su plena perfección, es decir, la visión beatífica. La voluntad, como todo ser tiene su apetito natural, persigue irresistiblemente su fin. Lo que la voluntad busca siempre, con necesidad, es experimentar la satisfacción completa de su ser intelectual, es decir, la felicidad[71]. El deseo natural de todo ser -en este caso del ser racional- de tender hacia su propia perfección o realización es congruente con la comprensión de la naturaleza de ese ser racional en Santo Tomas. Si nos referimos a la persona humana, «la perfección que es objeto del deseo natural es una formalidad y no un específico ser bueno o una buena acción. Lo que cada persona desea por naturaleza es simplemente “aquello que la perfecciona”, lo que Santo Tomás llama la razón general de la felicidad (communis ratio beatitudinis) o felicidad en general (felicitas in universali). Esto es, el “bonum perfectum” en el sentido en que es el bien que perfecciona totalmente la persona y de esta manera aquieta todos sus deseos»[72]. Se puede afirmar entonces que esta concepción del deseo de felicidad y su papel en la acción voluntaria de la persona es fundamental para entender la noción de amor en Santo Tomás. En otras palabras, el deseo natural por su propia perfección que hay en cada persona, es decir por tender hacia aquellos bienes que colman y aquietan completamente sus aspiraciones; la misma orientación de ese deseo (la perfección individual); y el hecho de que ese deseo sea la fuente de todos los actos de la voluntad[73], son el soporte para asentar una enseñanza basilar en la doctrina del amor de Santo Tomás: el amor es el primer acto de la voluntad[74].
Si cada creatura ama a Dios naturalmente a su medida, ya que encuentra en Dios el arquetipo de su propia perfección, podemos afirmar que el hombre ama a Dios por encima de todo, pues encuentra en Dios la realización ideal de su propia naturaleza y fin[75]. Dejemos nuevamente que sea Santo Tomás quien nos lo diga:
«La naturaleza...ama a Dios sobre todas las cosas, en la medida en que es principio y fin natural del bien»; «el ángel naturalmente ama a Dios en cuanto que es principio natural del ser»; «causa del amor es la similitud. Por tanto, se ama naturalmente al sumo bien sobre todas las cosas, en cuanto que tenemos similitud hacia Aquel a través de los bienes naturales»[76].
Finalmente, es necesario hacer algunas aclaraciones con respecto a la noción de fin en Santo Tomás. Como hemos visto, distingue distintas nociones de fin a partir del acto de la beatitudo.A partir de aquí, se puede aplicar al acto del amor. Así por ejemplo, en la Prima Secundae, q.3 a.1 expresa que el concepto de fin tiene dos sentidos: uno se refiere a la misma cosa que deseamos alcanzar. Es el caso del avaro cuyo fin es el dinero. Otro sentido de fin corresponde a la posesión, uso o fruición del objeto que se desea. Se trata del voluptuoso, cuyo fin es gozar del objeto sensual[77]. En otras ocasiones, Santo Tomás distingue dos tipos de fines: finis cui yfinis quo. El primero (fin objetivo) tiene prioridad en el orden de la causa, primacía que deriva de la primacía que tiene la unión sobre el movimiento. Con esto podrá entenderse el amor como una unión intencional anterior a todo movimiento en cuanto a la causa. De esta forma el amor puede referirse a un acto primero, a Dios. Se superará la reducción del amor al esquema de una simple apetibilidad[78].
Intentemos ahora precisar la concepción de amor según el pensamiento de Santo Tomás. Será necesario echar mano de otros conceptos que aparecen en sus obras, tales comocoaptatio y similitudo[79], y que permiten perfilar mejor esa noción. Nos serviremos también de los comentarios que diversos autores nos ofrecen al interpretar y valorar la elaboración de Santo Tomas en este tema.
Según H.D. Simonin, el texto más importante de toda la obra de Santo Tomás, referido al amor es el artículo 2º de la cuestión 26º de la Prima Secundae[80], cuestión que junto con las dos siguientes comprende precisamente lo que otros autores denominan como el tratado del amor[81]. Pero a este texto pueden añadirse otros tres que constituyen como la estructura mayor de su doctrina sobre el amor: el ad tercium, artículo primero, cuestión primera, distinción 27, del comentario al Tercer Libro de las Sentencias; el Cum autem, del capítulo 19, libro cuarto de la Summa Contra Gentiles; y el inicio de la lección 9, capítulo cuarto (n. 401) del De Divinis Nominibus[82]. Junto a estos cuatro textos “mayores” encontramos otros de menor importancia pero que también ayudan a comprender mejor el pensamiento de Santo Tomás, en este tema[83].
Al examinar los textos donde Santo Tomás habla del amor podemos encontrar aparentes contradicciones y un cierto progreso en su concepción. Para algunos estudiosos de la obra de Santo Tomás, esto no debe extrañarnos pues, al igual que sucede con otros autores cuando se estudia su doctrina en el arco de tiempo de su vida, se aprecia una evolución y hasta modificaciones doctrinales[84]. Por ejemplo, en su estudio sobre el amor, H.D. Simonin menciona que se puede hablar en un sentido estricto pero verdadero de una cierta evolución ya que en este tema Santo Tomás es innovador. Ni Guillermo d’Auxerre, ni San Buenaventura, ni San Alberto Magno presentan sobre esta materia, exigencias intelectuales comparables a las suyas[85]. No obstante, otros son de la opinión de que no existe tal evolución[86]. Nosotros consideramos que sí cabe hablar de un progreso, sin que esto denote menoscabo hacia las ideas de Santo Tomás de una primera etapa de su carrera intelectual[87].
Una primera noción de amor que podemos apuntar a partir de textos tempranos de Santo Tomás es que el amor es esencialmente la transformación de la afectividad en la cosa amada. Es la doctrina del amor del comentario al Tercer Libro de las Sentencias. Y como señala Simonin[88], además de transformatio (In 3 Sent., d.27 q.1 a.1 c; d.27 q.1 a.3 ad 5; d.27 q.1 a.4 ad 10), para referirse al amor, Santo Tomás también emplea: informatio (In 3 Sent., d.27 q.1 a.3 ad 2); formatio (In 3 Sent., d.27 q.1 a.1 ad 2).
Santo Tomás también recurre a analogías cuando trata sobre el amor. Por ejemplo, la que se da entre el conocimiento y el apetito. Se trata de un paralelismo que también sirve a Santo Tomás para explicar el amor. El acto de la voluntad, al apetecer el bien como su objeto propio, experimenta una informatio análoga a la que experimenta la inteligencia, al conocer. «Pero mientras el conocimiento es enriquecimiento intelectual o sensitivo, una posesión, el apetito es tensión, inclinación, tendencia hacia el objeto, indigencia de él»[89].
La estructura del apetecer es una guía al considerar la naturaleza del amor. La raíz intrínseca de todo apetito se encuentra en la limitación del acto de la potencia. Pues «todo ser tiende a obrar para reconstruir la perfección total de su acto porque se siente atraído por esa perfección total. Toda acción es ininteligible si no se hace intervenir este factor finalístico, este bien que atrayendo a un ser, lo hace tender hacia sí (...) Se podría indagar por qué el fin atrae al ser que tiende; Santo Tomás señala como razón de la solicitación que el fin ejerce sobre el ser, su carácter de perfectibilidad respecto de él: el fin que es bien, es apetecido por un ser; este ser tiende a él, porque es perfectivo suyo»[90].
Amor consistit in quadam immutatione
Cuando Santo Tomás indaga en la cuestión 26 de la Prima Secunda si el amor es una pasión, responde afirmativamente y señala que la primera inmutación (inmmutatio) del apetito a causa del objeto apetecible se llama amor, que es a la vez complacencia en lo apetecible. De estacomplacentia deriva el movimiento hacia lo apetecible, que es el deseo. También el reposo o quietud y el gozo. El amor, entendido como pasión, reside en el apetito concupiscible y en la voluntad[91]. Un poco antes, en el corpus del mismo artículo ha empleado también el términocoaptatio[92] al expresar que el objeto del apetito produce en este, desde un inicio quandam coaptationem (cierta adaptación) que es la complacentia appetibilis (complacencia de lo apetecible). Estas nociones de immutatio, coaptatio, complacentia, junto a las de: inclinatio(STh 1-2 q.23 a.4 c), convenientia (STh 1-2 q.29 a.2 c), consonantia (STh 1-2 q.29 a.1 c),connaturalitas (STh 1-2 q.23 a.4 c; q.27 a.1 c) y aptitudo (STh 1-2 q.23 a.4; q.25 a.2 c), son otros tantos términos de los que hace uso Tomás de Aquino para explicar el amor, en este caso, dentro de la Summa Theologiae[93]. El uso de los otros términos permite a Santo Tomás hacer un análisis del amor empezando por los niveles más bajos hasta llegar a su explicación en los seres racionales. «Su ejemplo es el del cuerpo pesado, la piedra, y su interior tendencia a caer hacia el centro de la tierra. Una piedra que no está en el centro tiene una inclinación a moverse hacia aquel punto, y del mismo modo, la piedra en el centro descansa ahí y resiste a ser movida. Hay una cierta adecuación del lugar con la piedra; podemos decir que es el “correcto”, “connatural” o “proporcionado” lugar para la piedra, y a partir de esta connaturalitaso proportio se origina ya sea la permanencia en aquel lugar cuando se da o la tendencia a moverse de aquel lugar cuando no se da. Santo Tomás llama precisamente a esta adecuación o connaturalidad “amor”. El amor no es ni la inclinación a moverse de aquel punto ni a permanecer en aquel punto, sino más bien, lo que subyace a ambos actos y hace que surjan ambos actos. En toda apetencia, debe darse la más básica connaturalidad o proporción entre la inclinación del ser y el bien hacia el cual éste se inclina»[94].
Además de ser pasión, immutatio, transformatio, etc., el amor es también unión del amante con el amado[95]. Y es una unión más fuerte que la que se da entre el cognoscente y lo conocido[96]. Santo Tomás –como hemos visto- hereda del Pseudo Dionisio la categoría de amor como virtus unitiva y la menciona con frecuencia en distintos lugares[97].
Ahora, a partir de los términos y nociones que hemos encontrado, una definición preliminar del amor según el pensamiento de Santo Tomás, que integra sintéticamente esos elementos podría ser la siguiente: «el amor es una unión afectiva, que se origina de la unión participada y que tiende a la unión real; y su definición metafísica podría ser la de una unión afectiva, procurada por la relación del apetito con un bien y que echa sus raíces en la participación de una misma forma; esta unión afectiva tiende a una unión real»[98].
Amor como dilectio
Santo Tomás hace una distinción entre el apetito sensible -propio de los animales y de la voluntad-, y el apetito propio de los seres dotados de razón. El amor de estos últimos es superior. Lo denomina dilectio[99].
La dilectio es distinta del amor sensible que es una pasión, y que tiene por tanto una dimensión corpórea. El objeto y la afección del amor sensible también son sensibles. Por eso Santo Tomás habla del amor en su tratado de las pasiones (STh 1-2 qq. 22-48). Por otro lado, la voluntad es capaz de actos libres. Los movimientos de los sentidos apetitivos en los animales no, pues están regidos por el instinto. Más importante aún es que a nivel del apetito sensible, el bien sensible atrae en la medida en que deleita el sentido, precisamente con un placer sensible. Así, el objeto es amado siempre en razón del bien individual del sujeto que ama. A ese nivel no hay afirmación de la bondad del objeto por sí mismo. Es necesario que exista un apetito racional para poder amar el objeto como bien por sí mismo, y tener complacencia en el otro ser, por el simple motivo del bien que éste encierra en sí mismo. La dilectio se muestra como la estructura básica del amor. Consiste en una coaptatio o en una complacentia en el objeto bueno y conocido. Explica el deseo de estar unido con el objeto amado o el deseo del gozo, si ya está unido a ese objeto amado[100].
En nuestra indagación sobre la concepción del amor según la doctrina de Santo Tomas, debemos entonces incorporar los elementos anteriores y tener en cuenta que, el amor-pasión es un acto del apetito sensitivo, mientras que el amor-volición, es un acto del apetito intelectivo o de la voluntad. Además, como lo hemos encontrado ya, para Santo Tomás el amor implica una complacencia del amante en el objeto amado, y por eso implica también la unión afectiva que tiende a la unión real con su objeto. El amor es también la aptitud o proporción hacia el bien, ya que el amor consiste en una complacencia del bien; a su vez, esa complacencia produce una transformación efectiva. De este modo, el amante tiende a la unión con el amado. Incluso tiende a su identificación[101].
Amare est velle alicui bonum = amans amato bonum velit
Dejando de lado otras consideraciones como una división o clasificación del amor y la llamada cuestión del “amor puro”, aspecto conflictivo que ha suscitado intensos debates entre los estudiosos del pensamiento tomista[102], para concluir esta sección, queremos sintetizar la concepción del amor (claramente nos referimos ahora al amor racional, a la dilectio) que nos sirve de puerta de entrada para abordar el estudio del amor de amistad. Lo hacemos a partir de dos expresiones que utiliza Santo Tomás: «amare est velle alicui bonum»[103] y «est proprie de ratione amoris, quod amans amato bonum velit»[104]. Es una definición en cuya estructura podemos identificar dos objetos: el sujeto que ama (persona) y el sujeto que es amado (también persona, porque se trata del amor racional, que es amor verdadero). Santo Tomás encuentra esta definición en Aristóteles[105], y «si en éste es una afirmación de pasada, en Santo Tomás alcanza una importancia extraordinaria (...)»[106]. Se trata de una definición sustancial y sintética que emplea Santo Tomás cuando desea referirse al “amor verdadero” en sentido moral, sobre todo cuando habla del precepto de la nueva ley y del amor[107].
Una vez analizados los conceptos que se engarzan en la noción de amor en la doctrina de Santo Tomás, y habiendo sintetizado esa noción sobre la base de sus mismos presupuestos, vamos ahora a intentar recomponer la noción de amor de amistad que puede extractarse de distintos lugares de su obra[108]. Y si al analizar el tema de la amistad advertíamos que era necesario reconstruir un tejido a partir de diversas fibras, también ahora conviene señalar que se trata de una recomposición o integración de diversos elementos, diseminados en una u otra de sus obras. Son afirmaciones, cuestiones, argumentos, objeciones, etc., que esgrime para responder, fundamentar y elaborar su doctrina, no porque explícitamente dedique un tratado al amor de amistad como tal, sino porque se vale del binomio amor de amistad/amor de concupiscencia para apoyar sus argumentos y caracterizar casi siempre la virtud teologal de la caridad. Pero esto no reduce el interés por discernir y delimitar sus ideas en un aspecto particular de su pensamiento. Al contrario, lo acrecienta.
Una primera observación que podemos hacer es que la noción de amor de amistad en Santo Tomás es homogénea. Tanto si se trata de obras de su primera producción como de aquellas de su madurez. Siempre encontramos en esa noción una estructura uniforme. Cuando Santo Tomás desea referirse al amor de amistad, en la mayoría de las veces lo hace contraponiéndolo al amor de concupiscencia. El par amor de amistad/amor de concupiscencia se reclama en su concepción y diferenciación. La comprensión de la noción de amor de amistad se facilita al compararla con la del amor de concupiscencia, y viceversa. Encontramos aquí el claro legado que Tomás de Aquino hereda de todo el debate teológico que ha suscitado el uso de esta terminología, en el medioevo. Importante es señalar en este punto que para algunos autores la división y terminología se remonta a Aristóteles, al definir el amor –según vimos en la sección anterior- como amans amato bonum velit[109]. Para otros la influencia primera y más directa se encuentra en San Agustín con el uso del par uti-frui[110].
En el capítulo segundo hemos estudiado los comentarios de Santo Tomás de Aquino a los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco, que se pueden considerar como los textos más extensos donde habla de la amistad. Conviene advertir, sin embargo, que el par amor de amistad/amor de concupiscencia no aparece en esta obra, como bien lo señala Pérez-Soba[111], quien además opina que la división tripartita de la amistad de Aristóteles no es fundamental en la distinción del amor[112]. Partiendo de un texto que se halla en De Perfectione Spiritualis Vitae[113] muestra que para Santo Tomás el amor no puede definirse haciendo referencia sólo al bien honesto (felicidad, virtud, ciencia), hace falta una referencia personal. Por eso afirma que «Santo Tomás para definir el amor verdadero no recurre al “bonum honestum”. En verdad lo hace mediante otra división: la del “amor concupiscentiae-amor amicitiae” (...)»[114].
La división amor de amistad/amor de concupiscencia se basa en el hecho de que el acto voluntario (de amar) supone de alguna forma dos objetos, que a su vez pone en relación dos términos: el bien querido y el sujeto personal, quien –o por causa de quien- se quiere el bien[115].
El amor de amistad se da sólo entre las criaturas racionales, pues como hemos visto, Santo Tomás recoge la enseñanza aristotélica que afirma que no es posible establecer una comunicación de bienes con los seres irracionales. Con las cosas irracionales no se puede tener amistad por iguales razones que no es posible tenerla con los accidentes, ya que no son capaces de comunicar con nosotros ni en cuanto al ser, ni en cuanto a las operaciones de la vida. Por eso, a las cosas irracionales sólo las queremos referidas al hombre[116]. El amor de amistad entraña benevolencia[117]. Para las cosas deseadas como el vino y el caballo –dice también- no queremos el bien, apetecemos su bien. No obstante, si se retoma la definición de Aristóteles de amor como querer el bien para alguien, y se piensa que el sujeto hacia quien se quiere el bien, no es el sujeto de una proposición cualquiera, sino el sujeto de naturaleza racional –la persona-, entonces se supera el punto de vista que podría llamarse “meramente gramatical”. Aquel de quien se habla puede ser anónimo, un individuo desconocido, sin embargo, es siempre un sujeto de naturaleza racional. No se quiere un bien para cualquier sujeto sino sólo para quien puede verdaderamente ejercer el “tener”, para quien es capaz de incorporar ese bien a sí mismo, al recibirlo y hacerlo propio. El acto de tener (dominium) supone la libertad y el florecimiento de una vida consciente. Aquí se encuentra el fundamento de la imposibilidad de que se establezca una verdadera amistad entre el hombre y el animal. El animal usa de los bienes inferiores pero no los posee. En cambio las criaturas racionales pueden querer el bien en sí mismo y por sí mismo[118].
Es evidente entonces que cabe hablar de un amor de amistad entre las criaturas racionales y entre estas y Dios: amor de amistad de Dios hacia el ángel y hacia el hombre, y del hombre y del ángel hacia Dios; amor de amistad del hombre hacia otro hombre. Es más, en el caso del amor a Dios, Santo Tomás afirma que es doble: amor de concupiscencia, con el cual las creaturas quieren gozar de Dios y deleitarse en El, lo que es un bien para el hombre; y amor de amistad por el cual el hombre antepone el honor de Dios al gozo que deriva de amar a Dios[119]. Santo Tomás corrige –sin nombrarlo- la opinión de Guillermo d’Auxerre aludiendo a que éste sostenía que el ángel naturalmente ama a Dios más que a sí mismo con amor de concupiscencia, pues apetece para sí el bien divino más que el propio, aunque también admitía que era capaz de amarlo con amor de amistad ya que desea para Dios un mayor bien que para sí mismo, y la reconduce a la doctrina del amor natural tanto del ángel como del hombre por el que aman más a Dios que a sí mismos[120]. En otra parte de la Summa[121], Tomás de Aquino precisará aún más esta doctrina distinguiendo que el hombre, en el estado de naturaleza íntegra, era capaz de ordenar el amor de sí mismo al amor a Dios como a su propio fin, por eso amaba a Dios más que a sí mismo y sobre todas las cosas; pero, en el estado de naturaleza caída, el hombre es deficiente en esto, debido al apetito racional de la voluntad, que por la determinación natural sigue el bien particular, a no ser que reciba la ayuda de la gracia de Dios. En la Secunda Secundae vuelve sobre el tema y asienta su enseñanza: «más amamos a Dios con amor de amistad que con amor de concupiscencia»[122], identificando así el culmen del amor de amistad con la caridad.
Ya que el amor de amistad se establece entre creaturas racionales, cabe afirmar que Dios ama al ángel y al hombre con amor de amistad, es decir, por el bien que éstos tienen en sí mismo. En cambio, a las creaturas irracionales Dios no las ama con amor de concupiscencia –como debe hacerlo el hombre cuando las ama ordenadamente- sino más bien –define Santo Tomás[123]- con un amor casi de concupiscencia, porque las subordina a las racionales, no porque tenga necesidad de ellas, sino por su bondad y para utilidad del hombre, ya que también nosotros deseamos cosas para nosotros mismos y para los demás.
Una vez asentada la enseñanza de Tomás de Aquino de que sólo es posible el amor de amistad entre creaturas racionales, continuamos examinando los elementos estructuradores de su doctrina sobre este amor.
San Agustín ve una oposición entre apetecer y amar[124], doctrina que recoge Santo Tomás para expresar que la distinción del binomio amor de amistad - amor de concupiscencia se puede entender desde la perspectiva de dos actos diversos de la voluntad, que son precisamente apetecer y amar. En el amor de concupiscencia se desea (se apetece) algo vehementemente porque se percibe que de algún modo es bueno para uno. Con el amor de amistad, en cambio, alguien ama a otro, o la semejanza que tiene en sí; ama al otro (con quien tiene semejanza) queriendo su bien[125]. En otras palabras, según Santo Tomás, hay dos modos de tender hacia el bien de alguna cosa. De un modo se elige el bien de una cosa para otro que carece de ella o, para complacerse a sí mismo si se tiene, pues querer el bien para el amigo –enseña también-, es motivo de alegría y de complacencia[126]. Pero esa tendencia, ese amor, no acaba en la cosa amada, se refleja en aquel para quien ha sido elegido aquel bien. Otro modo de tender al bien se produce cuando el amor es llevado hacia el bien de una cosa y termina en el sujeto amado, en cuanto el bien que tiene se complace en que lo tenga o, escoge para el amado, el bien que no tiene. Así, ese amor de algo referido a otro es amor de concupiscencia, el amor de algo (alguien) por sí mismo es amor de amistad[127]. Se trata entonces, de una superación del amor fundado simplemente en la mera apetibilidad. «Santo Tomás al enmarcar esta división en el amor de caridad entendido como amistad (...) aporta la novedad de fundamentarla en la relación entre el amante y el amado a partir de la mismadignidad del amado (...) En esta división el amado aparece siempre querido con amor de amistad, mientras el bien lo es con amor de concupiscencia. Podría entenderse que en el primer caso es querido como sujeto y en el segundo como objeto»[128].
Esta enseñanza de Tomás de Aquino de que en el amor existen dos modos de tender hacia lo que se ama, guarda también un paralelismo con el par sustancia/accidente. El amor tiende a algo –mencionará Santo Tomás- de manera doble: de un modo como hacia el bien sustancial (el que se da en la sustancia), lo que ocurre cuando amamos a algo (alguien) para el que queremos el bien. Así, amamos al hombre, a otra persona. De otro modo, tiende el amor hacia algo como bien accidental. Es la forma como amamos la virtud, no porque es buena en sí, sino porque por ella el hombre es bueno. Aún profundiza un poco más Santo Tomás y expone que a veces amamos otros bienes en la sustancia, pero según el segundo modo de amor, ya que no amamos esas sustancias por sí, sino algo de sus accidentes, por el bien (deleite, utilidad) que nos reportan. De esta forma, decimos que amamos el vino, por ejemplo, a causa de que queremos disfrutar de su dulzura. El primer modo de tendencia en el amor lleva a amar con amor de amistad, el segundo, con amor de concupiscencia[129]. Todos los bienes de la persona son entonces accidentes que deben ser amados con amor de concupiscencia. No son amados como algo para lo cual deseamos el bien, sino como bienes de la persona. Entre esos bienes, Santo Tomás menciona además de la virtud, la salud, el conocimiento y otras operaciones. Se trata de perfecciones formales de la persona, o sea, que por ellas la persona adquiere su perfección. Por eso, expone también Santo Tomás, la felicidad (beatitudo), en la medida en que es una operación de la persona, es amada con amor de concupiscencia. Se desprende de aquí una importante verdad moral, «Si combinamos la distinción de Santo Tomás entre amor amicitiae y amor concupiscentiae y su comprensión de amor como la primera de las afecciones, tenemos un interesante retrato de la vida moral. La primacía del amor como la más básica de las pasiones que causa todas las otras se aplica también al nivel de la voluntad y de la dilectio (...) La acción moral, en la medida en que es racional, procede del amor racional que es dilectio. Dentro de la dilectio, el amor de amistad tiene prioridad sobre el amor de concupiscencia, y sus objetos son amados per se. Esos objetos son personas. Así, el fin de toda acción moral para todos los agentes morales es siempre una persona o personas; la vida moral consiste en buscar la perfección de las personas»[130].
Siempre dentro de la analogía sustancia - accidente, Tomás de Aquino establece otra relación para caracterizar el amor de amistad. Partiendo de la enseñanza clásica de que la semejanza es causa del amor, expone que esa semejanza puede entenderse también de dos formas: una semejanza en la que los dos que se asemejan poseen en acto una misma cualidad. Otra, cuando uno de los dos tiene en potencia –por lo tanto con cierta inclinación a- lo que el otro tiene en acto. Su modo de concluir es congruente con el de las otras comparaciones: «El primer modo de semejanza produce el amor de amistad o benevolencia, puesto que, por lo mismo que dos seres son semejantes al tener en cierto modo una sola forma, son como uno solo en aquella forma (...), por tanto, la afección de uno se dirige hacia el otro como hacia sí mismo, y quiere para el él bien, como lo quiere para sí mismo. El segundo modo de semejanza causa el amor de concupiscencia o la amistad de lo útil y de lo deleitable»[131]. En el reconocimiento de esta similitud como base para el amor, Santo Tomás encuentra una base del porqué el amor de amistad por los otros es como una extensión del amor por sí mismo[132].
Hay quienes asocian estas dos tendencias como a dos momentos del amor que permiten describirlo y explicarlo suficientemente[133]. Otros resaltan que esta dualidad de Tomás de Aquino obedece a una exposición del bien «no desde su razón de apetibilidad, sino desde su categoría ontológica mediante la distinción “bien substancial”-“bien accidental”...»[134]. En definitiva, lo que Santo Tomás quiere transmitirnos es que se ama algo, (debemos acudir al pronombre neutro porque Santo Tomás muchas veces utiliza este género en el texto latino, en lugar del correspondiente pronombre masculino / femenino, aliquis, aliqua o ille, illa. Claramente, al traducir el texto latino cabe como acepción “alguien”, ya que como hemos visto, el mismo Santo Tomás admite que el amor de amistad sólo se da entre personas[135]) como bien subsistente cuando se quiere el bien de ese algo (alguien); y como bien accidental, cuando se desea para otro[136].
En la división amor de amistad - amor de concupiscencia que es objeto de un extenso estudio en varias cuestiones de la Prima Secundae (qq. 26-28, principalmente), Santo Tomás identifica un orden de prioridad y posterioridad, pues lo que se ama con amor de amistad, se ama por sí mismo y en absoluto. Por el contrario, lo que se ama con amor de concupiscencia no se ama de modo absoluto y por sí mismo, sino por otro[137]. Pero aclara Santo Tomás, después de indagar si conviene hacer esta división que «el amor no se divide por la amistad y la concupiscencia, sino en amor de amistad y en amor de concupiscencia»[138]. Esta afirmación puede verse como la base para considerar el binomio amor de amistad - amor de concupiscencia como expresión de dos dimensiones del amor completamente integradas. Se trata de dos amores distintos pero que no se dan separados. «Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, mantiene que nosotros no amamos objetos como el vino o los caballos simplemente por su propio bien, como cosas para las cuales nosotros deseamos otros bienes. Más bien, los amamos como bienes para alguien, es decir, con amor de concupiscencia, y este amor está siempre unido al amor de aquella persona para la cual deseamos el objeto (...) Así también, no se puede decir que se ama a alguien con amor de amistad sin que esté implícita la presencia de un amor por lo que es bueno para aquella persona. Esto es claro si intentamos articular lo opuesto: “Yo te amo, pero me es totalmente indiferente si tu posees o no lo que es bueno para ti”. Amar a alguien es estar afectivamente interesado por lo que respecta a su deseo de obtener el bien que le hace falta o gozar en el bien que posee, sintiendo deseo o gozo -como vimos antes-, consecuencias inmediatas del amor. Cuando hablamos de amor por una persona, suponemos un amor de concupiscencia ligado hacia lo que es un bien para la persona, y del mismo modo, cuando hablamos de amor hacia algo que no es una persona, siempre suponemos un amor por alguna persona para quien esos bienes son amados»[139]. La perfección en el amor radica entonces en que se quiere a alguien por sí mismo y se quiere el bien para él de forma desinteresada. Santo Tomás pone como ejemplo el amigo que ama al amigo. Es imperfecto, en cambio, el amor con el que se ama algo no por sí mismo, sino para aprovechar su bien, en propia utilidad, como se ama la cosa que se codicia[140]. Si el amor es verdadero, si amamos con amor de amistad, entonces «aquel a quien deseamos algún bien, es más amado por nosotros que el bien mismo»[141].
Amar a alguien por sí mismo, porque en sí representa un bien, porque es una persona y porque queremos para ella el bien, como lo queremos para nosotros, esta es lo que podríamos llamar la gratuidad del amor de amistad. Santo Tomás nos ofrece una explicación muy breve de lo que es amar a otro propter-se. Como es usual en su argumentación, distingue dos modos: uno corresponde a la forma como se ama a algo (alguien) como último fin, y según este modo, sólo a Dios se debe amar propter se, en sentido estricto. Pero también se puede amar propter se a otra persona cuando la amamos queriendo para ella el bien como lo queremos para nosotros. Y esto sucede –recalca Santo Tomás- en la amistad honesta, que como sabemos es la verdadera amistad[142]. Dicho de otra forma, cuando se ama a otra persona con amor de amistad, se quiere el bien para quien se ama como se quiere para sí mismo, por lo tanto, se siente al amigo verdaderamente como otro yo[143]. Vemos entonces que se establece un nexo entre lo similar y el bien. Cuando vemos en el otro bienes similares a los nuestros, es cuando efectivamente consideramos al otro como otro yo. Estamos en capacidad de hacer extensivo el amor que tenemos por nosotros mismos hacia el otro pues en el otro amamos el mismo bien que amamos en nosotros. Considero afectivamente al otro como mi bien porque, por vía de similitud, el otro es ya mi bien[144]. El amigo es el mejor bien del amigo. Sin embargo cabe preguntarse si afirmar eso no equivale a caer en una trampa, ya que el placer que puedo obtener de su presencia, de su conversación, de las diversas riquezas del otro, serían en definitiva el verdadero motivo del amor y de la amistad, es decir se trataría de una amistad de concupiscencia camuflada. A esto se puede responder diciendo que el verdadero amor de amistad no puede considerarse un señuelo, su secreto está precisamente en que el otro es considerado y experimentado como otro yo, los dos son uno en el bien que les es común[145].
El afecto del sujeto que ama –otra de las enseñanzas de Santo Tomás- es atraído, por la inclinación de la cosa amada, tanto en uno como en otro modo del amor, pero no de forma igual.
En el caso del amor de concupiscencia, el afecto del amante es atraído por cierta inclinación hacia lo amado por el acto de la voluntad. Pero luego, por la intención, el afecto vuelve (retorna) sobre el sujeto que ama. Así, con este amor, el amante no “sale” fuera de sí, en lo que se refiere al fin de la intención. En cambio, cuando se ama algo (alguien) con amor de amistad, el afecto es llevado hacia la cosa (persona) amada y no retorna sobre el sujeto amante, pues se quiere el bien de la cosa (persona) amada por sí misma[146]. Comenta Peter Kwasniewski: «El punto crucial que emerge de este texto es que el amor de amistad está en la base de la recíproca amistad de virtud, al mover al amante y al amado a quererse y ayudarse mutuamente, es el medio por el cual cada individuo es capaz de excederse, de salir de sí e ir hacia la voluntad y la vida del otro de modo que un bien común pasa a estar a un nivel donde antes sólo el bien propio aparecía en el horizonte del deseo»[147]. Es decir, en el amor de amistad, «el afecto (de alguno) sale en absoluto fuera de sí, por que quiere el bien para el amigo y lo hace, como llevando sobre sí, el cuidado y providencia de él mismo, por razón del mismo amigo»[148]. El extasis alcanza su perfección cuando el amante enteramente descansa en el bien del amado, como en su último fin, o como la fuente dentro de la cual, el bien del amante subsiste preeminentemente[149]. Por eso, al comentar el texto de la Epístola a los Gálatas 2,20 donde se lee: «vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí», Santo Tomás menciona que un hombre vive de acuerdo con aquello en lo que principalmente afirma su afecto, y en lo que máximamente se deleita. Pone el ejemplo del que se dedica al estudio o a la caza, se dice que para ellos aquello es su vida. Cada hombre tiene entonces su propio interés en aquello que busca como suyo. Así, cuando alguno busca sólo lo que es propio, vive sólo para él mismo, pero cuando busca el bien de otros, se dice que vive para esos otros. De acuerdo con esto el Apóstol ha dejado de lado su amor a sí mismo a través de la Cruz de Cristo. A través de la Cruz su bien propio ha sido removido de él mismo. Por eso, no vive más para su propio bien, Cristo vive en él, en Cristo tiene su afecto y su misma vida[150].
Efecto tanto del amor de amistad como del concupiscencia es lo que Santo Tomás denomina la mutua inhesio, por la cual el amado está en el amante y, el amante en el amado: «el amado está en el amante por lo mismo que se establece dentro de su afecto mediante una cierta complacencia, ya porque se deleita en él o en sus bienes cuando los tiene presentes, ya porque en su ausencia tiende al amado, mediante el deseo por amor de concupiscencia, o a los bienes que para él quiere por el amor de amistad». De forma similar, por el amor de concupiscencia, el sujeto que ama está en el amado pues «no se contenta con cualquiera extrínseca o superficial posesión o goce del amado, sino que trata de poseerlo perfectamente», y por el amor de amistad ya que «juzga como suyos los bienes o males del amigo, y la voluntad de éste como suya; de modo que parece sufrir en su amigo los mismos males y poseer los mismos bienes», es decir, siguiendo la enseñanza de Aristóteles -que poco después recuerda Santo Tomás-, «es propio de los amigos “querer las mismas cosas y alegrarse o entristecerse de lo mismo”»[151]. Al referirnos al extasis y a la mutua inhesio como efectos propios del amor en la doctrina de Tomás de Aquino (y más concretamente, del amor de amistad), puede parecer que se trata de efectos que se oponen. Mientras el primero apunta a un salir fuera de sí, el segundo se caracteriza como una superación de la alteridad. Pero este aparente dilema se resuelve con lo que Gallagher denomina la “paradoja del amor de amistad” recordando que Santo Tomás diferencia muy bien la unitas affectus y la unitas naturalis[152]. Así, «la moción que supera la alteridad, la unión afectiva, no solamente deja intacta la alteridad ontológica sino que depende de hecho de esta. Yo puedo amar al otro como a mí mismo sólo si el otro no soy yo mismo. Más importante aún, yo amo al otro como un bien para mí precisamente a causa del bien que el otro tiene en sí mismo sin primero ser referido a mí (..), en el amor de amistad, yo considero a la otra persona de algún modo como bien en sí misma, y por esta razón como bien para mí. La extensión afectiva de mi mismo puede ser solamente una extensión, si la bondad del otro no se reduce a mi bondad, como ocurre en el amor concupiscentiae, todo lo contrario, es otro bien distinto del que tengo en mi propio yo individual subsistente. Para esto, obviamente, el otro debe ser otro. En la complacencia del amor amicitiae, yo me “apropio” este otro bien y lo hago mío. Y, en correspondencia al hecho de que la base para esta apropiación es el bien que está en el otro mismo, yo me relaciono con el otro con benevolencia; yo deseo fomentar el bien del otro como un bien en su propio y justo derecho tal como lo hago para mí mismo. Esta es la intención-dirigida a otro del amor amicitiae. Así, paradójicamente, es el bien del otro como otro que asumo como mío; aunque afectivamente yo asumo el bien del otro como mío, lo asumo dentro de mí mismo. Esta es la paradoja del amor amicitiae que se expresa cuando tal amor se caracteriza simultáneamente como mutua inhaesio y como extasis (...)»[153].
Por último, debemos hacer una mención a lo que Tomás de Aquino incluye también como efecto del amor, a saber, el celo. Según expone también en el artículo 4 de la cuestión 28(Prima Secundae), es algo que se debe a la intensidad del amor. En el caso del amor de concupiscencia, quien «desea intensamente algo, se mueve contra todo aquello que impide la consecución o fruición pacífica del objeto que ama», se busca una exclusividad que puede llevar hasta a la violencia; cosa distinta es lo que ocurre en el amor de amistad donde se quiere el bien del amigo, por eso el celo de este amor hace que el amigo «se mueva contra todo aquello que repugna al bien del amigo. Y según esto, se dice que alguno tiene celo por el amigo cuando lo que se dice o hace contra el bien del amigo, el hombre lo repele diligentemente»[154].
Estamos ahora en condiciones de “integrar” los distintos elementos que hemos ido analizando a partir de diversos textos de las obras de Santo Tomás, para construir lo que sería una definición del amor de amistad:
El amor de amistad es un amor que sólo se da entre seres racionales (personas). Entraña tanto lo que es propio de la amistad: benevolencia, mutua correspondencia y estar fundado en una comunicación de bienes, como lo que es propio del amor: querer el bien para alguien. Por eso, se quiere el bien de otra persona, por sí misma, en cuanto que ella misma representa un bien, sin importar el beneficio, utilidad o deleite que pueda derivarse de eso. Es decir, se tiende a, y se quiere el bien, como bien sustancial. Se quiere a la otra persona de forma absoluta. Se quiere su bien como se quiere para sí mismo, porque se le considera como otro yo. La similitud es causa de este amor en cuanto que dos que se asemejan son como uno solo, porque participan de la misma forma. Es un amor perfecto y desinteresado (en comparación con el amor de concupiscencia), por el que el amante tiende a la unión con el amado y por el que el amante está en el amado y viceversa, el amado en el amante, ya que hace suyos los bienes y males de la persona amada. Es un amor en el que el afecto del amante, -atraído por la persona amada-, sale fuera de sí y no retorna al amante, pues se desea el bien del amado. Es un amor que lleva a actuar contra todo aquello que es opuesto al bien del amigo, de ahí que busca rechazar todo lo que se hace o dice en contra del bien del mismo, y por el contrario busca y promueve todo lo que lo favorece.
El amor de amistad es además fuente y causa del amor hacia las otras personas creadas. Para Tomás de Aquino no es posible amar a otra persona –buscar su propio bien- sin que el bien de la persona amada sea de una forma u otra el bien de la persona que ama. Se ama y se busca el bien de la otra persona únicamente cuando el bien de esa otra persona es mi propio bien. Y aquel bien se convierte precisamente en mi propio bien cuando se ama a la otra persona específicamente con amor de amistad[155]. Una persona siempre busca y se goza en su propio bien, pero es posible que el bien de otra persona llegue a ser su propio bien, si está unida a esa otra persona por el amor. Como hemos visto, por el amor de amistad el que ama considera al amado como otro yo (alter ego), enseñanza que Tomás de Aquino toma de Aristóteles. De esta forma los bienes de la persona amada se estiman como los propios[156].
Para concluir, podríamos ahora resaltar en esta metafísica del bien, iluminada con la doctrina del amor de amistad de Santo Tomás, que, puesto que el amor se funda precisamente en el bien -y como los bienes son queridos por razón de una persona-, todo amor se funda en la persona como bien supremo. La amistad resalta el valor (ontológico) absoluto de la persona. A las cosas (y seres irracionales) -como hemos visto- podemos amarlas, pero relativa y derivativamente pues no podemos ser sus amigos, les falta la connaturalidad con el hombre[157].
Todavía podemos formularnos una pregunta: si existe un verdadero amor de amistad por las otras personas –tal como lo postula la doctrina de Santo Tomás-, y partiendo de que los seres humanos tienen una inclinación natural hacia ese amor, ¿en qué forma es mejor una persona, a causa de este amor? La respuesta -nos dice David Gallagher[158]- quizá se encuentre en el tratado sobre la felicidad de la Summa Theologiae, donde Santo Tomás argumenta que sólo Dios puede ser el último fin (finis cuius) pues sólo Dios es la bondad infinita. Sólo en Dios –bondad no participada e ilimitada- la voluntad encuentra total satisfacción a sus deseos de bien. Hay una “desproporción” entre la capacidad de amar, de la voluntad, y el bien que una persona (creada) posee en su propio ser, aunque su grado de perfección alcanzado sea muy alto. En otras palabras existe «un deseo subyacente en mí de tener más bien que el que encuentro en mí mismo. Este deseo no puede ser satisfecho por el amor concupiscentiae, o por los objetos de esta clase de amor que son amados como medios para mi perfección individual; un amor como tal no puede causar una extensión afectiva de mi persona hacia otros bienes fuera de mi yo. En el fondo, es sólo a través de una extensión a otras personas -por las que afectivamente las considero como pertenecientes a mi propia persona-, por lo que puedo satisfacer mi deseo de tener, como mi bien, más que el bien que hay en mi propio ser (...), esto no es “instrumentalizar” al otro, al contrario, precisamente a causa de que el otro es asumido como una parte de mi yo, el bien del otro o su perfección, se convierte en un bien para mí, buscado en razón del otro. Yo no arrastro al otro hacia mi “mundo” -por así decirlo-, como ocurre en el amor concupiscentiae, al contrario, extiendo mi “mundo” para incluir a los otros»[159].
Hemos analizado cuáles fueron los factores que influyeron en la teología anterior a Santo Tomás que decantaron en la acepción de la terminología en uso sobre un amor de amistad y un amor de concupiscencia. Analizamos luego algunas ideas relevantes de su doctrina sobre el amor para tratar enseguida de su concepción del amor de amistad. Santo Tomás se ocupa también de dar respuesta a lo que había sido objeto de discusión entre los teólogos. Para eso emplea la dúplice estructura del amor. Pero la utilizará sobre todo para clarificar cuál es el verdadero amor entre personas. Creemos haber conseguido así, la comprensión que nos habíamos propuesto en un inicio.
Al inicio de nuestro trabajo proponíamos analizar y estudiar la amistad y el amor de amistad en el pensamiento de Tomás de Aquino.
Cuando Santo Tomás habla de la amistad utiliza un vocabulario rico, que evoca a la vez la unión real y efectiva entre los amigos. Utiliza conceptos como la benevolencia, la intimidad, la reciprocidad, la igualdad, la pertenencia mutua, la semejanza y el hecho de compartir experiencias de la propia vida.
Precisamente, nociones como benevolentia, mutua inhaesio y communicatio, tienen ya, antes de Santo Tomás, un largo pasado dentro de la historia de la filosofía y de la Revelación. Pero él ha sabido integrar el patrimonio que ha heredado sobre la amistad y el amor y ha elaborado su propia doctrina. Consideramos que así como en su época fue una poderosa luz que guió los pasos de la teología de entonces, también hoy sigue iluminando el quehacer de la teología moral. En una sociedad como la actual, amenazada por el individualismo, se corre el riesgo de que la persona quede aislada dentro de su propio mundo, olvidándose del valor del otro en cuanto persona e incluso trastocando el orden de valores que puede llevar a considerar a la persona como cosa y a “personificar” los seres irracionales y los objetos. Se hace necesario redescubrir el valor de la amistad y del amor de amistad a la luz del pensamiento de Santo Tomás pues su filosofía y su teología se estructuran a partir de lo real y de lo que es conforme a la naturaleza y a la recta razón.
Redescubrir la amistad
Para Santo Tomás no hay amistad sin correspondencia de amor. Siguiendo a Aristóteles enseña que no todo amor tiene razón de amistad sino aquél que entraña benevolencia, cuando de tal manera se ama a alguien que queremos para esa persona el bien. Pero además de la benevolencia, para que exista amistad es necesario que se de un amor recíproco, pues el amigo es amigo para el amigo, y que ésta correspondida benevolencia esté fundamentada en alguna comunicación. Cinco cosas -dirá Santo Tomás- son propias de la amistad: querer que el amigo exista y viva; querer su bien; hacerle el bien; gozarse con su presencia y compartir sus penas y alegrías, asumiéndolas como propias.
Redescubrir la amistad como virtud
La noción de virtud que hereda Santo Tomás está determinada, en parte, por el esquema cuádruple que recibe la teología medieval por influencia de la patrística, principalmente de San Agustín. A su vez, los Padres de la Iglesia han forjado esta concepción a partir de los elementos helénicos que enriquecen el patrimonio cristiano. El estudio de las virtudes –virtudes humanas- en torno a las cuatro llamadas cardinales, se consolida a través del tiempo como una constante en la teología moral. Sin embargo, otras virtudes necesarias también para la fundamentación del edificio moral del cristiano han quedado relegadas, cuando no prácticamente olvidadas. Es necesario rescatarlas de ese plano secundario sin rebajar ni ignorar el peso y preponderancia que las primeras han tenido y continúan teniendo dentro de la teología moral, pero al mismo tiempo sin olvidar que cuando se quieren los bienes parciales en función del bien que es absoluto, se hace necesaria la conexión entre todas las virtudes. La inseparabilidad de las virtudes era un argumento convincente para los antiguos. Para San Agustín, si existe una virtud, existen las demás. Y, por el contrario, si falta una, faltan también las otras. No cabe pensar en una prudencia débil, injusta o destemplada, pues si sucede así, no existe como verdadera virtud. Para que lo sea, la prudencia debe ser justa, fuerte y templada. Igualmente, la fortaleza, debe ser prudente, templada y justa. Y donde comparece la justicia, comparece también la prudencia, la templanza y la fortaleza[160]. Aunque Santo Tomás no haya elaborado un tratado sistematizado de la amistad como virtud al mismo nivel que las virtudes teologales y cardinales, esto no es obstáculo que impida aprovechar su reflexión en este punto.
En consecuencia, una moral cristiana que diere muy poca o ninguna importancia al papel de virtudes como la humildad, la generosidad, la laboriosidad, la amistad..., es insuficiente como propuesta de perfección para el cristiano. Y tratándose de una interpretación de la moral de Santo Tomás, es un justo y preciso servicio para la misma teología moral ahondar y profundizar en su concepción de aquellas virtudes que han quedado silenciadas sea por la fuerte dependencia del legado clásico, sea por la mentalidad legalista que lleva a retirar el estudio de ciertas virtudes de la teología moral para adscribirlas a la ascética y mística.
Consideramos que el estudio de la amistad y de aquél amor que implica amistad -el amor de amistad- en el pensamiento de Santo Tomás, es un paso positivo que impulsa en esa dirección de redescubrimiento y de revaloración que mencionábamos antes.
Amor de amistad: Amor racional
Hemos tenido oportunidad de estudiar la concepción de amor de amistad que se extrae de los escritos de Santo Tomás. El verdadero amor –para Tomás de Aquino- es el amor de amistad. Se trata de un amor que se da sólo entre personas. Puesto que amar –a nivel de dilección, según su enseñanza- es querer el bien para alguien (amare est velle allicui bonum), por este amor queremos a la persona amada como otro yo. Deseamos para la persona amada el bien, por sí misma (amans amato bonum velit, el amante quiere el bien para el amado), no porque de ahí derive ningún beneficio para nosotros. Se le quiere en cuanto persona, capaz de establecer una relación, en la que además de benevolencia[161] hay reciprocidad y comunicación, condiciones necesarias para hablar de una disposición amistosa. El amor de amistad es un amor desinteresado y extático. El amante está en el amado y viceversa, el amado en el amante. El amante –al amar- sale de sí, pero la intencionalidad de ese acto no torna sobre el amante –como en el caso del amor de concupiscencia- sino que reposa en la persona amada.
Amor de amistad y amor de concupiscencia no han de entenderse, sin embargo, como dos dimensiones contrapuestas. Se trata más bien de un acto que apunta hacia dos direcciones. En el acto del amor recto y ordenado hay una persona –amada con amor de amistad-, y al mismo tiempo algún bien querido para aquella persona, con amor de concupiscencia. Estos dos amores constituyen un único acto[162]. Utilizando los mismos conceptos de Santo Tomás, podemos distinguir el amor de amistad y el amor de concupiscencia en cuanto al objeto porque el amor de amistad tiene por objeto una sustancia, un subsistente, una realidad absoluta. En cambio el objeto del amor de concupiscencia es un accidente, un bien secumdum quid. Se distinguen también en cuanto al apetito ya que en el amor de concupiscencia el objeto amado es deseado al ser aprehendido por los sentidos, se trata de un apetito sensitivo, mientras que en el caso del amor de amistad la persona amada es reconocida como bien en sí misma. Esto sólo sucede cuando media un juicio de razón. Es necesario que intervenga el intelecto. Eso lleva a hablar de otro nivel dentro del amor. Ya no se trata de una mera complacencia entre el objeto aprehendido por los sentidos y el apetito sensitivo, sino de una complacencia entre alguien que es en sí mismo bien y la voluntad que se complace con aquella bondad. Como sólo la voluntad puede reconocer que algo (alguien) es amable por sí mismo, que es un bien en sí y no sólo en relación al sujeto que ama, en el amor de amistad el objeto amado (la persona amada) es escogido (a), es decir, se da una elección. Hay dilección. Por último, ambos amores también se diferencian en cuanto al acto. En ambos casos el amor es una fuerza unitiva y se da una complacencia con el bien amado, pero en el amor de concupiscencia se traduce en el deseo de posesión del amado (que no subsiste por sí); por el contrario, en el amor de amistad el amado nunca es una posesión, por tanto, amarlo significa más bien querer su bien o su perfección[163].
El amor de amistad es base del amor hacia las otras personas creadas. Cada persona ama su propio bien y se goza en ese bien. Pero puesto que por el amor de amistad consideramos a la persona amada como otro yo, se da una unidad de afectos que se sustenta sobre la percepción de una unidad ontológica, la de compartir una misma forma. El resultado es que se consideran los bienes de la otra persona como los propios. Se desea y se busca para la persona amada el bien, como se desea para sí mismo. La concepción de amor de amistad de Santo Tomás permite explicar así el origen del amor de amistad hacia otras personas creadas.
El fin de toda acción moral es siempre una persona
Cuando nos introducimos en la comprensión del amor encontramos que, para Santo Tomás, éste tiene una primacía en el nivel de la voluntad. Por eso afirma que el acto de todo agente, al referirse al fin, está causado por el amor. Y como hemos visto, dentro del amor racional, entre personas, el amor de amistad tiene prioridad sobre el amor de concupiscencia. De esa primacía deriva una conclusión: la acción moral, en la medida en que es propia de una criatura racional, procede del amor, de la dilectio. El objeto del amor de amistad es siempre una persona. Luego el fin de toda acción moral es siempre una persona. La actividad moralmente buena consiste en la búsqueda recta de la perfección –el bien apropiado- de la persona[164].
El amor de amistad en la vida del hombre
En nuestro estudio sobre el amor de amistad según el pensamiento de Santo Tomás, nos hemos encontrado con referencias y alusiones a la persona. En moral, partir del amor significa partir del sujeto. Antes hemos dicho que todo amor, si es verdadero –y es el caso del amor de amistad-, se funda en la persona. El amor es algo subjetivo, propio del sujeto, pero cuando es verdadero tiene también dimensiones objetivas. Amar a otra persona por sí misma, descubriendo que por sí misma encierra bondad, deseando para esa persona que adquiera el bien (si no lo posee) o que lo conserve (si ya lo tiene), asumiendo como propios sus alegrías y sufrimientos, es decir, amándola con una unidad afectiva por la cual el que ama considera a la persona amada como parte de sí misma, y los bienes del otro como los suyos propios, todo eso, necesariamente nos hace pensar en el valor que tiene lo afectivo y lo humano en la perfección del hombre: «Es verdaderamente buena la vida de aquel sujeto que no sólo sabe elegir rectamente, sino que participa emotivamente en la buena conducta: se apasiona por el bien y por el mal moral, lo desea o lo rechaza también pasionalmente, por él siente amor u odio, placer o tristeza, esperanza o temor, etc.»[165]. Según la doctrina de Santo Tomás, con la Encarnación del Verbo, al asumir en sí la naturaleza humana, son asumidas todas las perfecciones y realidades del mundo concomitantes a la naturaleza humana, donde se concentran, se intensifican, se expanden y se encuentran de un modo superior e interior[166]. Por eso, el perfeccionamiento moral de los actos humanos, la plenitud de bondad de que son susceptibles, exige la participación de los sentimientos y emociones correspondientes. A la par de una rectitud del juicio de la inteligencia y de una bondad en el acto de la voluntad conviene que se dé lo que podríamos denominar la rectitud del mundo afectivo de la persona, aquellas características que hacen que esos actos sean propios y únicos de una persona determinada. Cristo es el mejor ejemplo de esto. Como hombre, ama con amor de amistad a las personas con las que convive durante sus años de vida en la tierra: «...nada nos mueve tanto al amor de una cosa como la experiencia de su recíproco amor. Mas el amor de Dios a los hombres de ningún modo pudo demostrarse más eficazmente que por el hecho de haber querido Él unirse al hombre en persona, pues es propio del amor unir al amante con el amado en cuanto es posible»[167]. Si queremos vivir el amor de amistad hacia nuestros semejantes, el camino es fijarnos en su Humanidad Santísima. De hecho, el ejemplo de Cristo es una de las razones de conveniencia de la Encarnación, según Santo Tomás: «...para consolidar al hombre en la virtud, fueron necesarios la doctrina y los ejemplos de virtud del Dios humanado»[168].
El amor de amistad en la convivencia con nuestros semejantes puede tener diversas manifestaciones, y su ejercicio en la vida ordinaria pone de manifiesto el primado de la persona. «La ética contemporánea se caracteriza por el hecho de que se ocupa casi exclusivamente de cuestiones relativas a la justicia, de cuestiones concernientes a las relaciones interhumanas. En el campo de las demás virtudes, que atañen más bien a cuestiones relacionadas con la conducta individual, le parece imposible llegar a enunciados vinculantes intersubjetivamente. Ahora bien, siempre y cuando no se trate de una ética específicamente política, estamos aquí ante un fatídico reduccionismno. La ética clásica de virtudes es una ética de la “primera persona”. Centra su atención en el hombre que actúa, viendo en él un sujeto que tiende al bien y a la felicidad. La ética clásica vive de la percepción de que la conducta individual y la moral interhumana guardan una estrecha relación interna. Esto no significa en modo alguno que haya que volver al paradigma aristotélico de las relaciones entre política y ética, pero sí que hay que partir de que es imposible hablar de la virtud de la justicia sin entenderla como parte del organismo global de las virtudes morales»[169]. Y entre esas virtudes morales –lo hemos dicho ya- ha de incluirse el amor de amistad. Pues este amor nos permite reconocer la rica dimensión de la alteridad, nos enseña a hacer grata la convivencia a las personas que nos rodean; a interesarse por sus problemas, por sus angustias, por sus alegrías, haciéndolas nuestras. Por el amor de amistad cada persona –en especial el cristiano- se ha de esforzar por cultivar un trato verdaderamente humano y cordial con quienes están más próximos: los miembros de su familia, los vecinos, los compañeros y colegas de trabajo, etc. Piénsese, por ejemplo, en el clima de cordialidad que se puede crear en un ambiente de trabajo donde hay respeto mutuo entre los mismos subordinados y entre éstos y quienes detentan cargos de autoridad. Cuando hay interés por las personas, se acogen sus inquietudes, se dedica tiempo a conocer sus problemas y buscarles soluciones, se da respuesta a sus consultas, por escrito o de palabra, se valoran y reconocen sus méritos y esfuerzos, y se corrige con las debidas medidas de prudencia lo que es necesario corregir.
Si el amor de amistad forma parte de lo que se inculca en la familia y en los primeros años de educación a los niños, será más fácil forjar en ellos el reconocimiento de la dignidad de la persona, por sí misma, independientemente de su edad, salud o belleza física[170].
El rechazo de una publicidad que considera a la persona como objeto y a los objetos como susceptibles de ser amados por sí mismos (consumismo), es también un noble cometido que conviene afrontar desde la perspectiva del amor de amistad.
La necesidad que tiene nuestra sociedad actual de valorar en su justa dimensión los desarrollos y avances que hacen posible la ciencia y la tecnología, es algo en lo que muchos coinciden. Es necesario saber discernir cuándo la ciencia sirve al hombre y cuándo se convierte en una amenza. Antes nos hemos referido al tema de la experimentación con embriones con fines terapéuticos. A la luz de los principios del amor de amistad, del valor de la persona y de su dignidad, dichos experimentos se pueden enjuiciar desde una perspectiva objetiva, que no pasa por alto la naturaleza del hombre y su destino trascendente.
La revaloración de la amistad y del amor de amistad en la vida moral del hombre es tarea que debe continuar. En su obra Collationes de Decem Preceptis, después de mencionar dos tipos de amores que no se consideran verdaderos, Tomás de Aquino menciona un tercero: «es el amor que se da a través de la virtud, y sólo este es verdadero. Porque entonces no amamos al prójimo por causa de nuestro bien, sino por su propio bien»[171]. El amor de amistad sólo se ejercita con otra persona cuando se busca su propio bien. Por el amor de amistad se adquiere una mayor capacidad de amar y de actuar, con la solicitud de alcanzar las cualidades morales que ayudan a superar el lastre egoísta que termina en uno mismo, abriéndonos a otros y permitiéndonos ser mejores[172]. Si este trabajo ha contribuido a esa tarea, aportando aunque sólo sea una pequeña luz, nos damos por satisfechos.
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Notas
[1] Si 6, 14-16
[2] Cfr. TORRELL, J.-P., Saint Thomas d’Aquin, maître spirituel, Editions Universitaires Fribourg Suisse-Editions du Cerf, Paris 1996, p.1.
[3] RAMÍREZ, S., Introducción a Tomás de Aquino. BAC, Madrid 1975, pp. 82-83.
[4] TOMÁS DE AQUINO, Catena Aurea (GUARIENTI, A. ed.) Marietti, Torino-Roma 1953, p.429.
[5] Cfr. PINCKAERS, S., Le renouveau de la morale, Casterman, Bruselles, 1964, p. 256.
[6] IDEM, La vida espiritual según San Pablo y Santo Tomás (MONTES, M., trad.) Edicep, Valencia 1995, p.168.
[7] Ibid., p.170.
[8] Cfr. PINCKAERS, S., Le renovouveau de la morale, Casterman, Bruselles 1964, p. 258.
[9] Cfr. Cfr. PINCKAERS, S. - LA SARTE, H., Der Sinn für die freundschaftsliebe als urtatsache der thomistischen ethik en Sein und Ethos, "Untersuchungen zur Grundlegung der Ethik", Walberberger Studien der Albertus Magnus-Akademie, Mathias Grunewald-Verlag Mainz 1963, p. 233.
[10] PÉREZ-SOBA, J.J., «Amor es nombre de persona», Pontificia Università Lateranense, Mursia, Roma 2001, p. 73.
[11] «Es la postura de los que separan radicalmente amor de amistad y de concupiscencia, no como si fueran dos actos en un único acto (es absurdo); sino como dos actos especificados por uno de los elementos del amor que, de este modo, se vuelven inconmensurables»: Ibid., p. 73 (n.198).
[12] Cfr. STh 1-2 q.61 a.3 y 4.
[13] GARCÍA DE HARO, R., La vida cristiana, Eunsa, Pamplona 1982, p. 622.
[14] «...of central importance is his distinction between love of friendship (amor amicitiae) and love of concupiscence (amor concupiscentiae). This distinction lies at the heart of the almost major aspect of Thomas’s teaching about love and appears at several crucial junctures in his moral teaching as a whole»: GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas en "Mediaeval Studies" 58 (1996) 1-47. Ofrecemos la traducción de este artículo en el Apéndice 3. Citamos según los números de página del original en inglés.
[15] PETRÈ, H., Caritas. Étude sur le vocabulaire latin de la charité chrétienne, Spicilegium Sacrum Lovaniense, Louvain 1948, p.91«La position d’Augustine peut donc se résumer ainsi: s’il existe una tradition en vertu de laquelle les mots amare et amor sont suspects et regardés comme impropres à exprimer une notion morale et religieuse, Augustine, lui, ne partage pas cette suspicion; il tient au contraire à identifier amor et dilection ou caritas».
[16] PÉREZ-SOBA J.J., o. cit., pp. 555-556. El texto del De Trinitate a que hace referencia este autor es: «Quapropter non est praecipue videndum in hac quaestione quae de Trinitate nobis est et de cognoscendo Deo nisi quid sit vera dilectio, immo vero quid sit dilectio»: S. AUGUSTINUS, De Trinitate, 8,7,10 (CCL 50, 284).
[17] Ibid, p.556. Para la noción de “ordo amoris” cfr. S.AUGUSTINUS, De Civ. Dei 15, 22 (CSEL 40, 2, 109).
[18] «Omnis itaque humana perversio est, quod etiam vitium vocatur, fruendis uti velle atque utendis frui, et rursus omnis ordinatio, quia virtus etiam nominatur, fruendis frui et utendis uti. Fruendum est autem honestis, utendum vero utilibus (...) Et frui quidem cibo et qualibet corporali voluptate non adeo absurde existimantur et bestiae; uti autem aliqua re non potest nisi animal quod rationis est particeps»: S. AUGUSTINUS, De Div. Quaest. 83, 30, 13 (CCL 44 A, 38-39). En otra obra señala que «Res ergo alia sunt, quibus fruendum est, aliae quibus utendum, aliae quae fruuntur et utuntur. Illae quibus fruendum est, nos beatos faciunt; istis quibus utendum est, tendentes ad beatitudinem adiuvamur et quasi adminiculamur, ut ad illas, quae nos beatos faciunt, pervenire atque his inherere possimus (...) Frui est enim amore inherere alicui rei propter se ipsam, uti autem, quod in usum venerit ad id quod amas optinendum referre, si tamen amandum est»: De Doctr. Christ. 1,3, 3-5 (CSEL 80, 9-10). El estudio de los capítulos 22 a 34 del primer Libro de esta obra es importante pues allí se encuentran las cuestiones ligadas a la moral, es decir, al amor y al doble mandamiento del amor (Cfr. Da CUNHA, D., o. cit., p.91).
[19] Qd I, q.4, a.3: «Est enim amor concupiscentiae quo dicimur amare illud quo volumus uti vel frui, sicut vinum, vel aliquod huismodi; amor autem amicitiae est quo dicimur amare amicum, cuo volumus bonum». Por supuesto que también está la influencia de Aristóteles: «quaedam dicimur amare quia et concupiscimus: sic ut “dicitur aliquis amare vinum propter dulce quod in eo concupiscit”, ut dicitur in II Topic [2, 111 a3]. Sed ad vinum et ad huiusmodi, non habemus amicitiam, ut dicitur in VIII Ethic [8, 1155 b29]. Ergo alius est amor concupiscentiae, et alius est amor amicitiae»: STh 1-2 q.26 a.4 sc .
[20] CANNING, R., art .cit. pp. 10-19.
[21] Cfr. CANNING, R., art. cit. p. 19.
[22] «Omnis peccator, in quantum peccator est, non est diligendus, et omnis homo in quantum homo est, diligendus est propter Deum, Deus vero propter se ipsum. Et si Deus omni homine amplius diligendus est, amplius quisque Deum debet diligere quam se ipsum. Item amplius alius homo diligendus est quam corpus nostrum, quia propter Deum omnia ista dilingenda sunt, et potest nobiscum alius homo Deo perfrui, quod non potest corpus, quia corpus per animam vivit, qua fruimur Deo» S. AUGUSTINUS, De Doctr Christ. 1,27 (CSEL 80, 23). Un poco antes ha enunciado su famosa división de los cuatro amores: «Non autem omnia quibus utendum est, diligenda sunt, sed ea sola, quae aut nobiscum societate quadam referuntur in Deum, sicut est homo, vel angelus, aut ad nos relata, beneficio Dei per nos indigent, sicut est corpus (...) Cum ergo quattuor sint diligenda, unum quod supra nos est, alterum quod nos sumus, tertium quod iuxta nos est et quartum quod infra nos est»: Ibid, 1,22 (CSEL 80, 19). El primer texto (1,27) es una «expresión que reduce el amor al prójimo como un “uti” lo que conduce a la definición de PETRUS LOMBARDUS, Sententiae in IV Libris distinctae, 1.3, d. 27, c. 2, 1, ed. Collegii S. Bonaventura ad Aquas Claras (Grottaferrata, Romae 1981) II,162: “Caritas est dilectio qua diligitur Deus propter se, et proximus propter Deum”. Tomada de S. AUGUSTINUS, De Doctrina Christiana, 3,10,16 (CCSL 32,87)»: PÉREZ-SOBA, J.J., o. cit., p.556 (nt.29).
[23] «Itaque magna quaestio est utrum frui se homines debeant, an uti, an utrumque. Praeceptum est enim nobis ut diligamus invicem; sed quaeritur utrum propter se homo ab homine diligendus sit, an propter aliud. Si enim propter se, fruimur eo; si propter aliud, utimur eo. Videtur autem mihi propter aliud diligendus. Quod enim propter se diligendum est, in eo constituitur vita beata; cuius etiamsi nondum res, tamen spes eius nos hoc tempore consolatur (...) Sed nec ipso quisquam drui debet, si liquide advertas; quia nec seipsum debet propter seipsum diligere, sed propter illum quo fruendum est (...) Si autem se propter se diligit, non se refert ad Deum; sed ad seipsum conversus, non ad incommutabile aliquid convertitur. Et propterea iam cum defectu aliquo se fruitur; quia melior est cum totus haeret atque constringitur incommutabili bono, quam cum inde vel ad seipsum relaxatur. Si ergo te ipsum non propter te debes diligere, sed propter illlum ubi dilectionis tuae rectissimus finis est, non suscenseat alius homo, si etiam ipsum propter Deum diligis (...) Quisquis ergo recte proximum diligit, hoc cum eo debe agere, uti etiam ipse toto corde, tota anima, tota mente diligat Deum. Sic enim eum diligens tanquam se ipsum, totam dilectionem sui et illius refert in illam dilectionem Dei..»: S. AUGUSTINUS, De Docr Christ. 1, 22, 20-21 (CSEL 80, 18-19).
[24] Cfr. CANNING, R., art. cit., p. 20. Hay todavía dos textos más que cita este autor como ilustración adicional. El primero es del Sermón 336,2 (PL 38, 1472) cuya fecha exacta se desconoce: «Amemus, gratis amemus: Deum enim amemus, quo nihil melius invenimus. Ipsum amemus propter ipsum, et nos in Ipso, tamem propter Ipsum. Ille enim veraciter amat amicum, qui Deum amat in amico, aut quia est in illo, aut ut sit in illo. Haec est vera dilectio: propter aliud si nos diligimus, odimus potius quam diligimus». El otro está tomado de De Disciplina Christiana3,3 (CCL 46, 209-210): «Ecce quod discitur in domo disciplinae: Diligere Deum, diligere proximum; Deum tamquam Deum, proximum tamquam te. Non enim invenis parem Deo, ut possit tibi dici: Dilige Deum sicut diligis illum. De proximo inventa est tibi regula, quia inventus es proximo tuo par tu ipse. Quaeris quomodo diligas proximum? Attende te ipsum, et quomodo te diligis, sic dilige proximum».
[25] Cfr. S. AUGUSTINUS, De Disciplina Christiana 3,3 (CCL 46, 209-210).
[26] «Commenting on Matt. 22, 37-40, probes another dimension of the distinction by paying attention to the fact that God has no equal, and that therefore we cannot speak of loving Him ‘as some else’; but the neighbour does have an equal, that is, ourselves, and therefore we can speak of loving him ‘as ourselves’. It merits mentioning that Augustine here makes the neighbour the centre of comparison by starting that we are created equal to the neighbour, not hat he is created equal to us; that we are what he is, not he is what we are»: CANNING, R., art. cit., p. 23.
[27] Cfr.GILSON, E., o.cit., p. 180.
[28] GILLON, L.-B., Primacía del apetito universal de Dios según Santo Tomás en "Ciencia Tomista" 63 (1942) 330-331. El mismo Santo Tomás en el artículo 5 de la cuestión 60 de la Prima Secundae expone como solución que el ángel y el hombre aman, con amor natural, más a Dios que a sí mismos. Cfr. STh 1-2 q.109 a.3, donde también aborda y soluciona esta cuestión.
[29] «Dilectio voluntaria dividitur in duas: prima dicitur concupiscentia, qua diligimus omne illud, quo frui volumus, vel quod habere volumus, sicut aliquis dicitur diligere verum, quia appetit eo frui. Secunda est amicitia, qua diligimus omne illud, cuo bonum volumus et cuius bonum (!) congratulamur. Utraque istarum diligimus Deum, et utraque est caritas quandoque (?). Dicimus ergo secundum hoc respondentes, quod ardore illo, qui dicitur concupiscentia, quo diligit Deum Augustinus, diligit se ipsum. Et est regula, quod quicquid diligit aliquis amore, qui dicitur concupiscentiae, se ipsum diligit illo amore. Et secundum hoc quantum diligebat Augustinus Deum, tantum se ipsum. Et diligebat Deum quantum debebat ex illis, que habebat, quia, ut dicunt: licet deberet diligere Deum ex caritate non tamen tunc, cum nondum fuisset ei gratia data. Quod autem dicit: summe, in hoc sensu verum est: nihil magis, scilicet dilectione concupiscentia, sed dilectione amicitia se magis diligebat»: Paris, Nationalbibl. Cod. Lat., 15747 fº 23, [citado por LANDGRAF, A., Studien zur Erkenntnis des Übernatürlichen in der Frühscholastik, en "Scholastik" 4 (1929) 377, (nt. 2)].
[30] Cfr. PÉTRÉ, H., Caritas. Étude sur le vocabulaire latin de la charité chrétienne, en "Spicilegium Sacrum Lovaniense", Louvain 1948, p. 95.
[31] Cfr. LANDGRAF, A., Charité (Le XIIIe siécle: Nature et Surnature) en "Dictionaire de Spiritualité, Ascétique et Mystique" (BAUMGARTNER, CH., dir) II,1, Paris 1953, col. 574. «La historia acerca del tema del sobrenatural que antecede a Santo Tomás tiene una gran importancia para la teología. En primer lugar, porque el mismo término “sobrenatural” (...) es un invento de la teología medieval (...), en segundo, porque el modo como se encauza su uso y fundamentación teológica estará vinculado de cerca al tema del amor y se va a expresar de modo directo en la división entre “amor concupiscentiae” y “amor amicitiae”...»: PÉREZ-SOBA, J.J., o. cit., p. 588.
[32] Cfr. LANDGRAF, A., Charité (Le XIIIe siécle: Nature et Surnature) en "Dictionaire de Spiritualité, Ascétique et Mystique" (BAUMGARTNER, CH., dir) II,1, Paris 1953, col. 575.
[33] «Charitas vero est amor honestus, qui ad hoc videlicet refertur ad quod debet, ut si Deum ipsum propter se vel proximum diligam propter Deum»: PETRUS ABELARDUS,Introductio ad Theologiam (Theologiam Scholarium), (CCCM 12, 405; PL 178, 981d-982c).
[34] «Causa diligendi Deum Deus est: modus sine modo diligere»: S. BERNARDUS, Liber de Diligendo Deo, c.1 (PL 182, c. 974).
[35] Cfr. PÉREZ-SOBA, J.J., o.cit., p.592. «Amor est affectio naturalis, una de quatuor. Notae sunt; non opus est nominare. Quod ergo naturale est, iustum quidem foret primo omnium auctori deservire naturae...Sed quoniam natura fragilior atque infirmior est, ipsi primum imperante necessitate compellitur inservire. Et est amor carnalis, quo ante omnia homo diligit seipsum propter seipsum...Nec praecepto indicitur, sed naturae inseritur». S. BERNARDUS,Liber de Diligendo Deo, c.8 (PL 182, c 987).
[36] Cfr. GUILLERMUS ALTISSIDIORENSIS, Summa Aurea in quattuor libros Sententiarum, l.2 tract. 1, q.2 r.1, q.4, Minerva, Frankfurt, Main 1964, fol 36 rb: «Dilectio autem voluntaria dividitur in duas. In concupiscentiam et in avaritiam seu benevolentiam. Concupiscentia est dilectio qua diligimus omne illud quod frui appetimus vel quod habere volumus: sicut aliquid dicit diligere virum quem appetit frui eo. Dilectio que dicit amicitia est qua diligimus omne illud cui bonum volumus», citado por PÉREZ-SOBA, J.J., o.cit. p.594 (nt. 153).
[37] PÉREZ-SOBA, J.J., o.cit. p.594.
[38] GUILLERMUS ALTISSIDIORENSIS, Summa Aurea in quattuor libros Sententiarum,l.2 tract. 1,q.2 r.1, q.4, Minerva, Frankfurt Main 1964, fº 36 ra: «quod homo magis diligat se quam Deum, dictum est de amore amicitiae». A él se referirá sin nombrarlo, Santo Tomás. Cfr.STh 1 q.60 a.5 c.
[39] GILLON, L.-B., art. cit. p. 331. Cfr. GUILLERMUS ALTISSIDIORENSIS, Summa Aurea in quattuor libros Sententiarum , l.2 tract. 1,q.2 r.1, q.4, Minerva, Frankfurt Main, 1964, fº 36 rb: «omnia visibilia fecit, propter nos, et sic inducitur in nobis dilectionem quae est amicitia vera ad Deum, et talis amor Dei naturalis est quae per naturalia acquisitus sine gratia gratum faciente: nec est symoniacus quem naturam non facit ipsum viam ad acquirendum aliquoud aliud».
[40] GILLON, L.-B., art. cit. p. 332.
[41] Cfr. Ibid. «Angelus in primo statu tali dilectione Deum diligebat naturaliter nec magis; nec minus quem se, nec equaliter. Et hoc contingit quia ex eadem dilectione numero et eodem modo se habente qua diligit dulce, diligit vinum. Quod autem dictum est superius quod homo magis diligit se quam Deum, dictum est de dilectione amicitiae»: GUILLERMUS ALTISSIDIORENSIS, Summa Aurea in quattuor libros Sententiarum, l.2 tract. 1, q.2 r.1, q.4, Minerva, Frankfurt, Main 1964, l.2 tract. 1,q.2 r.1, q.4, fol 36 ra.
[42] Cfr. HUGO DE S. CARO, II Sent., ms. Vat. lat. 1098 fº 49 vb: «dicimus quod angeli in primo statu diligebant se propter se amore scilicet amiticiae quo volebant suam utilitatem sivi bonum sibi et Deum etiam propter se angelum. Nec tamen sequitur: ergo fruebatur se. Frui enim est delectari quod est tantum in amore concupiscentiae. Unde dicimus quod amore, amicitiae magis diligebat se quam Deum. Amore vero concupiscentiae, summe delectabatur in Deo et summe diligebat secundum possibilitatem nature»; «HERBERT D’AUXERRE, ms. Vat. lat. 2674, fº 17 vb: «Ad ultimum dicimus quod est duplex dilectio naturalis, amicitie et concupiscentiae. Dilectione amicitiae diligitur Deus in se, non retorquendo ad utilitatem diligentis. Dilectio vero concupiscentiae diligit ipsum quia sibi concupiscit et hoc modo diligere Deum este diligere se et quantum ad hanc summe diligebat angelus Deum, non tamem super omnia, quia qui diligit vinum propter dulce eodem motu, non magis vinum quam dulce, ne e converso», ambos textos citados por GILLON, L.-B., art. cit. p. 333 (nt.12).
[43] Cfr. PHILIPPUS CANCELLARIUS, Summa de Bono, II, q.6 (WICKI, N., ed.) Ed. Francke, Bernae 1985, p. 88: «Distingunt etiam dilectionem voluntariam in concupiscentiam et amicitiam. Dilectio concupiscentiae est qua nobis volumus rem, dilectio amicitiae qua volumus bonum eius vel ei quod diligimus; utramque ponunt in natura et gratia».
[44] PÉREZ-SOBA, J.J., o.cit. p. 595.
[45] Cfr. PHILIPPUS CANCELLARIUS, Summa de Bono, II, q.6 (WICKI, N., ed.) Ed. Francke, Bernae 1985, p. 88.
[46] Cfr. LANDGRAF, A., Studien zur Erkenntnis des Übernatürllichen in der Frühscholastik, en "Scholastik" 4 (1929) 383: «Objekt der “caritas” ist eben der Gott des Mysteriums: ihn zu erkennen und ihn zu lieben übersteigt die natürlichen Kräfte (...)».
[47] PÉREZ-SOBA, J.J., o.cit. pp. 595-597.
[48] PÉREZ-SOBA, J.J., o.cit. p. 597. Para una consideración de los autores próximamente posteriores a Santo Tomás que también abordan el tema, y que utilizan la estructura amor de amistad/amor de concupiscencia, véase GILLON, L.-B., L'argument du tout et de la partie après Saint Thomas d'Aquin, en "Angelicum" 28 (1951) 205-223; 346-362.
[49] Cfr. PÉREZ-SOBA, J.J., o.cit. p. 125.
[50] PÉREZ-SOBA, J.J., o.cit. p 12.
[51] Seguimos muchas veces el orden de exposición y aprovechamos la excelente selección de textos que ofrece en su estudio, LAPORTA, J., Pour trouver le sens exact des termes appetitus naturalis, desiderium naturale, amor naturalis, etc. chez Thomas d'Aquin, en "Archives d' histoire doctrinale et literaire du Moyen Age" 40 (1973) 37-95. La traducción de textos de Santo Tomás es propia.
[52] Cfr. LAPORTA, J., art. cit., p. 39.
[53] «...ad consecucionem finem alicuius finis in rebus naturalibus tria praeexiguntur: scilicet natura proporcionata ad finem illum; et inclinatio ad finem illum, quae est naturalis appetitus finis; et motus ad finem»: De Verit., q.27 a.2 c.
[54] Cfr. LAPORTA, J., art. cit., p. 40. Ibid. (nt.8): «On dirait que Thomas a prévu l’erreur des interprètes. Il insiste que le terme appetere indique, non pas l’effort conscient d’un être animé, mais l’ordination métaphysique de chaque être, sa finalité».
[55] «Appetitus nihil aliud est, quam quaedam inclinatio appetentis in aliquid»: STh 1-2 q.8 a.1 c; «appetitus naturalis nihil est aliud quam inclinatio naturae ad aliquid»: DM. q.3 a.3 c; «nihil...est aliud appetitus naturalis quam quaedam inclinatio rei, et ordo ad aliquam rem sibi convenientem, sicut lapidem ferri ad locum deorsum»: De Verit. q.25 a.1 c; «appetitus naturalis est inclinatio cuiuslibet rei in aliquid ex natura sua»: STh 1q.78 a.1 ad 3; «appetitus naturalis estinclinatio consequens formam naturalem»: STh 1 q.81 a.2 c; «formam naturalem sequitur naturalis inclinatio, quae appetitus naturalis vocatur»: STh 1 q.80 a.1 c.
[56] Cfr. LAPORTA, J., art. cit., pp. 41-42.
[57] «...Si intellectus rationalis craeaturae pertingere non possit ad primam causam rerum, remanebit inane desiderium naturae»: STh 1q.12 a.1c; «Si...intellectus humanuscognoscens essentiam alicuius effectus reati non cognoscat de Deo, nisi an est, nondum perfectio eius attingit simpliciter ad causam primam, sed remanet ei adhuc naturale desideriuminquirendi causam; unde nondum est perfecte beatus. Ad perfectam igitur beatitudinem requeritur, quod intellectus pertingat ad ipsam esentiam primae causae»: (STh 1-2 q.3 a.8 c); «omnis intellectus naturaliter desiderat divinae substantiae visionem»: [SCG l. 3 c.57 (Item)].
[58] Cfr. LAPORTA, J., art. cit., p. 42.
[59] «Unumquodque naturaliter desiderat suam ultimam perfectionem»: (STh 1 q.62 a.1 c); «Unumquodque maxime desiderat suum ultimum finem»: [SCG l.3 c.25, (Amplius unumquodque)].
[60] Cfr. Ibid., p.45.
[61] «Amor dicitur id, quod est principium motus tendentis in finem amatum. In appetitu autem naturali principium huiusmodi motus est connaturalitas appetentis ad id, in quod tendit, quae dici potest amor naturalis»: STh 1-2 q.26 a.1 c; «In appetitu...naturali hoc manifeste apparet, quod...unumquodque habet naturalem consonantiam vel aptitudinem ad id, quod sibi convenit, quae est amor naturalis»: STh 1.2 q.29 a.1 c; «ipsa gravitas quae est principium motus ad locum connaturalem, propter connaturalitatem potest quodammodo dici amor naturalis»: STh 1-2 a.26 a.2 c.
[62] Cfr. LAPORTA, J., art. cit., p. 45.
[63] «Omnis...dilectio vel charitas est amor, sed no e converso; addit enim dilectio supra amorem electionem praecedentem, ut ipsum nomen sonat; unde dilectio non est in concupiscibili , sed in voluntate tantum, et est in sola rationali natura»: STh 1-2 q.26 a.3 c.
[64] «(dilectio Dei) fundatur super communicatione naturalium bonorum, et ideo naturaliter omnibus inest»: (STh 2-2 q.24 a.2 ad 1); «diligere Deum super omnia plus quam seipsum est naturale...cuilibet creature»: (Quodl.1 q.8 c). Obsérvese en este último texto una solución al problema que vimos en la sección anterior.
[65] Cfr. LAPORTA, J., art. cit., p. 57.
[66] «Etiam quae cognitione carent...tendit in proprium bonum, quia tendit in divinam similitudinem, et non e converso. Unde patet quod omnia appetunt divinam similitudinem quasi ultimum finem»: [SCG l.3 c.24 (Sic)]. Más explícito es este otro texto que se encuentra en De Malo, donde Tomás expone que se ha de amar a Dios “propter Deum”, lo que compete a toda creatura: «diligere Deum super omnia, et se propter Deum, competit naturaliter (omnibus)»: (DM q.16 a.4 ad 15).
[67] Cfr. STh 1-2 q.109 a.3 c; Quod 1 q.1 a.8 c.
[68] «Homo...secundum naturam suam proportionatus est ad quendam finem, cuius habet naturalem appetitum; et secundum naturales vires operari potest ad consecutionem illius finis, qui finis est aliqua contemplatio divinorum, qualis est homini possibilis secudum facultatem naturae, in que philosophi ultimam hominis felicitatem posuerunt»: De Verit., q.27, a.2 c.
[69] «In statu praesetis vitae perfecta beatitudo ab homine haberi non potest»: STh 1-2 q.3 a.2 ad 4.
[70] Cfr. STh 1-2 q.26 a.1 c; In 2 Sent., d.24 q.3 a.1 c.
[71] Cfr. LAPORTA, J., art. cit., pp. 76-77.
[72] «The perfection which is the object of the natural desire is a formality and not any specific good being or good action. What each person desires by nature is simply “that-which-will-perfect-him”, what Thomas calls the general meaning of happiness (communis ratio beatitudinis) or happiness in general (felicitas in universali). This is the “bonum perfectum” in the sense that is the good which fully perfects the person and so fully quiets all desires»: GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas, en "Mediaeval Studies" 58 (1996) 4-5.
[73] STh 1-2 q.1 a.6: «Utrum homo omnia quae vult, velit propter ultimum finem»; STh 1 q.60 a.2 c: «Unde voluntas naturaliter tendit in suum finem ultimum: omnis enim homo naturaliter vult beatitudinem. Et ex hac naturali voluntate causantur omnes aliae voluntantes: cum quidquid homo vult, velit propter finem».
[74] Cfr. GALLAGHER, D., art. cit. pp 7-8.
[75] Cfr. LAPORTA, J., art. cit., p. 85.
[76] «Natura...diligit Deum super omnia, prout est principium, et finis natualis boni»: STh1-2 q.109 a.3 ad 1; «angelus naturaliter diliget Deum inquantum est principium naturalis esse»:STh 1 q.62 a.a2 ad 1; «amor ex similitudinem causatur. Unde naturaliter diligitur summum bonum super omnia, inquantum habemus similitudinem ad ipsum per bona naturalia»: In 3 Sent., d. 27 q.2 a.2 ad 4. «Distinguons cet amour naturel de Dieu, inconscient, immuablement inclus dans chaque acte volontaire, et l’appétit naturel, la simple finalité de tout être intellectuel: voir Dieu. Nous avons entendu Thomas affirmer que la vision béatifique constitue l’unique fin ultime d’une nature intellectuel: omnis intellectus naturaliter desiderat divinae substantiae visionem [SCG l.3 c.57 (Item)] On pourrait tout aussi bien affirmer: omnis intellectus naturaliteramat visionem beatificam. Bien entendu il s’agirait alors, non pas de l’activité de la volonté, mais de l’amour naturel tel qu’il existe en tout être: sa finalité, la simple destinée de sa nature. Thomas n’exprime pas sa thèse dans ces termes. Parlant de la volonté il réserve l’expressionamor, dilectio naturalis pour son activité. Évidemment tout autre est la question: quelle est l’ultime raison d’être d’un intellectuel, de la volonté et: quel est l’objet de l’amour naturel de la volonté? L’amour de la volonté constitue, non pas une simple finalité métaphysique, mais une réelle activité psychologique. Dans chacun de ses actes, la volonté, comme toute créature, porsuit naturellement, nécessairement, inconsciemment, Dieu, principe et fin de son être. Bien distinct de cet amour naturel de Dieu, est l’acte voluntaire, non pas naturel, mais conscient et libre,par lequel l’homme, sans la grâce, peut aimer Deiur au-dessus de tout»: LAPORTA, J.,art. cit., p. 86 (nt.125).
[77] Cfr. STh 1-2 q.3 a.1 c.
[78] Cfr. PÉREZ-SOBA, JJ., art. cit. pp. 194-195. Ibid., (nt.88): «Con ello Santo Tomás supera definitivamente la dinámica del “uti”-“frui” agustiniana».
[79] Cfr. SIMONIN, H.D., Autour de la solution thoiste du problème de l'amour en "Archives d'histoire doctrinele et littéraire du Moyen Age", 6 (1931) 174-274; 246-272; 198-245.Ibid., p. 175: «Il va sans dire qu’on emploie ici le mot “amour” dans l’acception générale que lui donne la philosophie ancienne et jamais dans le sens restreint des modernes romanciers et psychologues pour lesquels “amour” est l’équivalent de “passion sexuelle”». Para una mejor comprensión y valoración de la noción tomista del amor, además del anterior estudio puede verse: SÁNCHEZ-RUIZ, J.M., El amor en el tomismo. Ensayo sobre la metafísica tomista del amor, en "Salesianum" 1(1960) 3-55; MANZANEDO, M.F., El amor y sus causas, en "Studium" (Madrid) 25 (1985) 41-69; PÉREZ-SOBA, JJ., o.cit., cap.1: La doctrina del amor en Santo Tomás: persona y experiencia, especialmente pp. 42-69.
[80] Cfr. SIMONIN, H.D., art. cit. p. 176.
[81] Cfr. Mc EVOY, J., Amicitié, attirance et amour chez S. Thomas d’Aquin, en “Revue Philosophique de Louvain” 91 (1993) 383.
[82] He aquí los cuatro textos: STh 1-2 q.26 a.2 c:«...cum amor consistat in quadam immutatione appetitus ab appetibili...»; In 3 Sent.,d.27 q.1 a.1 c:«...sic ergo Dionysius completissime rationem amoris in praedicta assignatione ponit. Ponit enim ipsam unionem amantis ad amatum, quae est facta per transformationem affectus amantis in amatum, in hoc quod dicit amorem esse unitivam et concretivam virtutem»; SCG l.4 c.19: «Cum autem ad voluntatem plures actus pertinere videatur, ut desiderare, delectari, odire, et huiusmodi, omnium tamen amor et unum principium et communis radix invenitur (...) Omnis igitur inclinatio voluntatis, et etiam appetitus sensibilis, ex amore originem habet»; De Div Nom. c. 4, 9 (n. 401): «Est autem amor prima et communis radix appetivarum operationem».
[83] Cfr. SIMONIN, H.D., art. cit. pp. 177, 179. Los que él denomina textos menores son:De Verit. q.26 a.4 c; De Spe a.3 c y De Caritate a.3 c
[84] Cfr.FERRARI, V., L’amore nella vita umana secondo l’Aquinate, en “Sapienza” 6 (1953) 64: «Nella concezione tomistica dell’essenza dell’amore c’è stato un progressivo sviluppo. Ciò si nota leggendo le opere dell’Angelico nell’ordine cronologico con cui sono state scritte».
[85] Cfr. SIMONIN, H.D., art. cit. p. 178.
[86] «El P. Simonin ha estudiado la diversa terminología usada por Santo Tomás para dilucidar la naturaleza propia del amor y ha hecho notar cómo en sus primeras obras predomina una terminología de tinte estático, y por tanto una concepción paralela de esta actividad; en las obras de madurez se va perfeccionando esta concepción hasta lograr explicar perfectamente todo el dinamismo de que está cargado el amor (...) Una lectura atenta de los lugares citados hace surgir muchas dudas sobre esta pretendida evolución del pensamiento tomista (...); más que de una evolución en el pensamiento de Santo Tomás a este respecto, se podría hablar al máximum de una progresiva clarificación de su concepción del amor; un pensamiento linear y homogéneo que se ha ido expresando cada vez más rica y exactamente (...)»:SÁNCHEZ-RUIZ, J.M., El amor en el tomismo. Ensayo sobre la metafísica tomista del amor, en "Salesianum" 1 (1960) 20-22.
[87] Cfr. CORSO DE ESTRADA, L., Estudio preliminar, traducción y notas a TOMAS DE AQUINO, Cuestión disputada sobre las virtudes en general, EUNSA, Pamplona 2000, pp. 54-55, nn. 191, 192 y 193. La autora hace notar cómo –por ejemplo- su concepción de hábito pasa a través de un proceso evolutivo. Al principio no parece distinguir por ejemplo entrehabitus y dispositio, considerando que entre ambas nociones no habría más que una distinción accidental. (Cfr. In III Sent. d.23 q.1 a.1 c; In IV Sent. d.4 q.1 a.1 c). Más tarde, en De Verit. q. 14 a.1 ad 5, Tomás de Aquino sostiene que una disposición puede volverse hábito, esto es, admite una diferencia de grado entre ambas nociones. En De Malo q.7 a2 ad 4, hay cambios en su doctrina con respecto a lo propuesto en In Sent y en De Verit. En STh 1-2 q.49 a.2 ad 3 se lee: «habitus vero dicuntur illae qualitates quae secundum suam rationem habent quod non de facilii transmutentur, quia habent causas immobiles, sicut scientiae et virtutes. Et secundum hoc dispositio non fit habitus. Et hoc videtur magis consonum intentionis Aristotelis». Descarta entonces la posibilidad de que aquello que inicialmente tenía carácter de disposición pueda volverse luego hábito.
[88] Cfr. SIMONIN, H.D., art. cit. p. 180.
[89] SÁNCHEZ-RUIZ, J.M., art. cit. p. 8.
[90] Ibid., p.10.
[91] STh 1-2 q.26 a.2 c: «Prima ergo immutatio appetitus ab appetibili vocatur amor, qui nihil est aliud quam complacentia appetibilis; et ex hac complacentia sequitur motus in appetibile, qui est desiderium; et ultimo quies, quae est gaudium. Sic ergo, cum amor consistat in quadam immutatione appetitus ab appetibili, manifestum est quod amor et passio, proprie quidem, secundum quod est in concupiscibili; communiter autem, et extenso nomine, secundum quod est in voluntate»
[92] Cfr. también De Div Nom. c.4,9 (n.401).
[93] Cfr. SIMONIN, H.D., art. cit. p. 191. Refiriéndose a los tres primeros comenta: «Le mot immutatio marquait, dans la modification de l’appétit, sa dépendance à l’égard de l’objet principe de cette modification, l’action de l’objet sur la puissance. Les notions de coaptatio et decomplacaentia expriment la nature de la modification subie, elles impliquent déjà un retour vers l’objet, envisagé non plus comme moteur, mais comme terme du mouvement de la tendance»:Ibid., p.193.
[94] GALLAGHER, D., art. cit. pp. 8-9.
[95] Cfr. De Verit., q.26 a.4 c: «Primus autem motus affectus in aliquid est motus amoris (...) qui quidem motus in desiderio includitur sicut causa in effectu; desideratur enim aliquid quasi amatum»; In 1 Sent., d.10 q.1 a.3: «Amor semper ponit complacentiam amantis in amato (...); et inde est quod habet rationem uniendi amantem et amatum»
[96] STh 1-2 q.28 a.1 ad 3: «Unde amor est magis unitivus quam cognitio». Cfr. De Div Nom., c.4,2 (n.449).
[97] Cfr. por ejemplo: SCG l.1 c.91; Ibid., l.4 , c.19; STh 1-2 q.26 a.2 ad 2.
[98] SÁNCHEZ-RUIZ, J.M., art. cit. p. 28.
[99] Cfr. STh 1 q.60 a.1; 1-2 q.26 a.3; De Div Nom., c.4, 9 (n. 402). «On accordera cependant sans peine, et cela suffit ici, qu’entre une affectivité qui a une réalité psychologique et un appétit qui n’ést que l’ordre ontologique d’un être à ce qui lui convient, l’abîme est tel que nous pouvons parler à juste titre de deux ordres diférents dans le monde de l’appétit»: GEIGER, L-B., Le problème de l'amour chez Saint Thomas d'Aquin, Institute d'etudes medievales, Montreal 1952, p. 45.
[100] Cfr. GALLAGHER, D., art. cit. pp. 11-13. Idem, Thomas Aquinas on self-love as the basis for love of others, en "Acta Philosophica" 8 (1999) 26: «Dilection or rational love has a very definite structure in terms of a distinction between love of friendship (amor amicitiae) and love of concupiscence (amor concupiscentiae), a distinction he (Thomas Aquinas) derives from Aristotle». A veces se identifica el amor desinteresado con el amor espiritual del bien, que por su valor absoluto, merece ser amado por él mismo. Cfr. GEIGER, L-B., art. cit., p. 78; Ibid., p. 87: «...il faut donc dire que l’amour spirituel est toujours objectif sous peine de ne pas être un amour spécifié par la connaissance intellectuelle, ce qui est sa nature même (...) Cet amour objectif peut être désintéressé et vrai quand il se trouve en présence d’un bien vraiment absolu. Il sera désintéressé mais illégitime quand il érige abusivemente en bien absolu soit un bien utile soit quelque bien qui par nature devrait demeurer subordonné à d’autres biens».
[101] Cfr. MANZANEDO, M.F., art. cit., p. 44.
[102] La cuestión del “amor puro” se ocupa de discernir si «desde el punto de vista metafísico es posible un amor que sea totalmente generoso; un amor que sea donación completa de sí mismo al amado; un amor plenamente desinteresado..»: SÁNCHEZ-RUIZ, J.M.,art. cit. p. 32. Para tener una idea del debate –dentro de un marco más amplio que podría denominarse “la cuestión tomista del amor”- y de sus principales actores puede consultarse: ROUSSELOT, P., Pour l' histoire du problème de l'amour au Moyen Age en "Beiträge zur Geschichte der Philosophie des Mittelalters" (BAEUMKER, C., und VON HERTLING, G. F., eds.) Band VI, Heft 6, Münster 1908. A este autor replica GEIGER L-B., art. cit.; NICOLAS J-H.,Amour de soi, amour de Dieu, amour des autres, en "Revue Thomiste" 56 (1956) 5-42, analiza la posición de uno y otro, aunque su postura coincide más con la del primero; WHOLMANN, A.,Amour du bien propre et amour de soi dans la doctrine thomiste de l'amour, en "Revue Thomiste" 81 (1981) 204-234, hace una crítica de lo que los tres autores anteriores proponen. Una valoración muy serena y equilibrada es la que ofrece GALLAGHER, D., Thomas Aquinas on self-love as the basis for love of others, en "Acta Philosophica" 8 (1999) 23-44.
[103] STh 1-2 q.26 a.4 c.
[104] SCG l.1,c.91 (n.756); SCG l.3,c.9 (n.2657).
[105] ARISTÓTELES, Rethorica, lib.2 c.4 (1380b 35-36). Cfr. PÉREZ-SOBA, JJ., Amor es nombre de persona. Pontificia Università Lateranense, Mursia, Roma 2001, p. 66 (nt.179); GALLAGHER, D., Thomas Aquinas on self-love as the basis for love of others, en "Acta Philosophica" 8 (1999) 26 (nt.12); WHOLMANN, A., art. cit. p. 213.
[106] PÉREZ-SOBA, J.J., «Amor es nombre de persona», pp.66-67. En la nota nt. 180, menciona más de 60 lugares en la obra de Santo Tomás donde se encuentra empleada la última de las expresiones.
[107] Cfr. Ibid., p.68. «Il est en effect assez différent de considérer l’amour comme une inclination affective à l’égard d’un bien, quel que soit ce bien, ou comme le vouloir effectif d’un bien à quelqu’un, quel que soit ce quelqu’un. Les deux définitions son vraies, mais elles relèvent d’approches différentes et concernent des aspects différents de la structure complexe de l’amour»: WHOLMANN, A., art. cit. p. 213.
[108] En el apéndice 2 de este trabajo se ofrece una selección –no exhaustiva- de los que a nuestro juicio componen el conjunto de textos más relevantes sobre el amor de amistad.
[109] Cfr. GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas, en "Mediaeval Studies" 58 (1996) p. 14; WHOLMANN, A., art. cit. p. 213.
[110] Cfr. PÉREZ-SOBA, JJ., art. cit. p. 182 (nt.37); GEIGER, o. cit., pp. 45-46; GILLON, G-B., Genèse de la théorie thomiste de l'amour, en "Revue Thomiste" 54 (1946) 322. Aunque también estos autores admiten el influjo de Aristóteles. Por ejemplo: GILLON, L.-B., L'argument du tout et de la partie après Saint Thomas d'Aquin, en "Angelicum" 28 (1951) 220: «Le saint Docteur a en effect appris d’Aristote (Ethic. Nic., VIII, 1155 b29) que l’amour de bienveillance (ou d’amitié, selon la terminologie médiévale), ne peut exister qu’à l’égard des personnes».
[111] Cfr.PÉREZ-SOBA, JJ., art. cit., p. 183 (nt.39).
[112] Cfr. Ibid., p.180.
[113] DPSV c.14 (50-56): «Uniusquisque naturaliter sic vere se amat ut sibi ipsi bona optet, puta felicitatem, virtutem, scientiam, et quae ad sustentaionem vitae requiruntur; quaecumque vero aliquis in suum usum assumit, non vere illa amat sed magis se ipsum».
[114] PÉREZ-SOBA, JJ., art. cit., p. 181. En nota al pie de página menciona otros textos de Santo Tomás -donde a su juicio- el esquema tripartito aristotélico se reduce al binomio amor amicitiae-amor concupiscentiae: DPVS c.14 (38-41); LSEG c.5 lec. 3 (n.305); STh 2-2 q.44 a.7;LSER c.13 lec. 2 (n.1057).
[115] STh 1 q.20 a.1 ad 3: «...actus amoris semper tendit in duo, scilicet in bonum quod quis vult alicui; et in eum cui vult bonum». Cfr. WHOLMANN, A., art. cit., p.211: «Nous rencontrons donc une nouvelle dichotomie qui nous demande de distinguer l’amour de concupiscence ou de convoitise (...) et l’amour de bienveillance ou d’amitié»; Cfr. GILLON, G-B., Genèse de la théorie thomiste de l'amour, en "Revue Thomiste" 54 (1946) 326.
[116] Cfr. In 3 Sent., d.29 q.1 a.3 c; STh 2-2 q.23 a.1 c.
[117] Al emplear el término amor de benevolencia no se alude a un tercer tipo de amor. Es el mismo amor de amistad, que a veces es llamado así por Santo Tomás «porque desde el punto de vista metafísico viene a coincidir con el amor de amistad, del que se diferencia tan solo desde un punto de vista más bien sicológico, ya que la amistad, añadiría al puro amor de benevolencia la redamatio, o respuesta amorosa del amado al amor del amante»: SÁNCHEZ-RUIZ, J.M., art. cit., p.32 (nt.110).
[118] Cfr. GILLON, G-B., Genèse de la théorie thomiste de l'amour, en "Revue Thomiste" 54 (1946) p.327; NICOLAS, J.H., art. cit., p. 38.
[119] Cfr. LSER c.1, l.13 (n.36); STh 2-2 q.26 a.3 ad 3; DM q.1 a.a5 c:«...non autem solum sic quod homo bono divino fruatur, hoc enim pertinet ad amorem qui dicitur concupiscentiae...»
[120] Cfr. STh 1 q.60 a.5 c; Qd1, q.4 a.3 c.
[121] Cfr. STh 1-2 q.109 a.3 sed contra y c.
[122]STh 2-2 q.26 a.3 ad 3: «Magis autem amamus Deum amore amicitiae queam amore concupiscentiae...»
[123] Cfr. STh 1 q.20 a.2 c; ad 3.
[124] Cfr. S. AUGUSTINUS, Ennarrationes in Psalmos, 118, 8, 5, 3-4 (CCSL 40, 1687-1689).
[125] In 2 Sent., d.3 q.4 a.1 c: «Est ergo dilectio concupiscentiae quae quis aliquid desiderat ad concupiscendum, quod est sibi bonum secundum aliquem modum; (...) dilectio autem amicitiae est qua aliquis aliquid, vel similitudinem eius quod in se habet, amat in altero volens bonum eius ad quem similitudinem habet...».
[126] STh 1-2 q.32 a.6 c: «...inquantum bonum alterius reputamus quasi nostrum bonum, propter unionem amoris, delectamur in bono quod per nos fit aliis, praecipue amicis, sicut in bono propio».
[127] Cfr. In 3 Sent., d.29 q.1 a.3 c: «...dupliciter aliquis tendere potest in bonum alicuius rei. Uno modo ita quod bonum illius rei ad alterum referat, sicut bonum unius rei optet alteri, si non habet; vel complaceat sibi (...) Amor autem iste non terminatur ad rem quae dicitur amari, sed reflectitur ad rem illam cui optatur bonum illius rei. Alio modo amor fertur in bonum alicuius rei ita quod ad rem ipsam terminatur, inquantum bonum quod habet, complacet quod habeat, et bonum quod non habet optatur ei; et hic est amor benevolentiae, qui est principium amicitiae».
[128] PÉREZ-SOBA, JJ., art. cit., p. 183.
[129] Cfr. De Div Nom., c.4, 10 (n.428): «Tendit ergo amor dupliciter in aliquid: uno modo, ut in bonum substantiale, quod quidem fit dum sic amamus aliquid ut ei velimus bonum, sicut amamus hominem volentes bonum eius; alio modo, amor tendit in aliquid, tamquam in bonum accidentale, sicut amamus virtutem, non quidem ea ratione quod volumus eam esse bonam, sed ratione ut per eam boni simus. Primum autem amoris modum, quidam nominant amorem amicitiae; secundum autem, amorem concupiscentiae».
[130] GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas, en "Mediaeval Studies" 58 (1996) 17-18: «If we combine Thoma´s distinction between amor amicitiae and amor concupiscentiae with his understanding of love as the first of the affections, we have an interesting picture of the moral life. The primacy of love as the most basic passion which causes all other applies also to the level of will and dilectio (...) Within dilectio, the love of friendship has priority over the love of concupiscence, and its objects are loved per se. These objects are persons. Thus the end of all moral action for all moral agents is always a person or persons; the moral life consists in seeking the perfection of persons». Conclusión que queda refrendada por la enseñanza misma de Santo Tomás: «Fines autem principales humanorum actuum sunt Deus, ipse homo, et proximus: quidquid enim facimus, propter aliquod horum facimus; quamvis etiam horum trium unum sub altero ordinetur»: (STh 1-2 q.73 a.9 c).
[131] STh 1-2 q.27 a.3 c: «Primus ergo similitudinis modus causat amorem amicitiae, seu benevolentiae. Ex hoc enim quod aliqui duo sunt similes, quasi habentes unam formam, sunt quodammodo unum in forma illa, sicut duo homines sunt unum in specie humanitatis, et duo albi in albedine. Et ideo affectus unius tendit in alterum, sicut in unum sibi; et vult ei bonum sicut et sibi. Sed secundus modus similitudinis causat amorem concupiscentiae, vel amicitiam utilis seu delectabilis». Es válida la observación de que «tandis que le bien était, dans l’ordre de la causalité finale, la cause propre et adéquate, et la dernière cause de l’amour (...), dand l’ordre formel de l’être, la similitude est cause propre de l’amour»: SIMONIN, H.D., art. cit., p.254.
[132] «To say that I love those who are like me means that in loving them I am loving the same good, at least specifically, that I love when I love myself»: GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas, en "Mediaeval Studies" 58 (1996) 32.
[133] Cfr. SÁNCHEZ-RUIZ, J.M., art. cit., p. 31. Ibid., p.32: «Como el accidente encuentra toda su razón de ser y su explicación en la sustancia (...), así también el amor de concupiscencia encuentra su razón de ser en el de amistad, de modo que no puede haber un amor concupiscible, si no lo sostiene y justifica un amor de amistad. Y la razón es obvia: lo amado concupisciblemente es amado en cuanto sirve para la consecución de otro bien, el cual a su vez en último término no puede ser amado del mismo modo: hay que llegar necesariamente a un bien que sea amado por sí mismo, si no queremos dejar todo este proceso sin justificación alguna (...); este bien buscado por sí mismo es el perfeccionamiento propio, que ea al mismo tiempo perfeccionamiento común que preexige la fusión tendencial...».
[134] PÉREZ-SOBA, JJ., art. cit., p. 186.
[135] Con relación al texto de STh 1-2 q.26 a.4 c, «es posible que él utilice el pronombre neutro aquí, con el objeto de enfatizar el hecho de que nosotros nos enfrentamos a una cierta estructura; es decir, lo que es amado por sí mismo vrs. lo que es amado por otro, y que el uso del neutro muestre con claridad la estructura abstracta. En otros textos la naturaleza personal del objeto es más clara, como puede verse en STh 1 q.20 a.1»: GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas, en "Mediaeval Studies" 58 (1996) 14 (nt.35).
[136] STh 1 q.60 a.3 c: «Dupliciter aliquid amatur, uno modo, ut bonum subsistens; alio modo, ut bonum accidentale sive inhaerens. Illud quidem amatur ut bonum subsistens, quod sic amatur ut ei aliquis velit bonum. Ut bonum vero accidentale seu inhaerens amatur id quod desideratur alteri, sicut amatur scientia, non ut ipsa sit bona, sed ut habeatur. Et hunc modum amoris quidam nominaverunt concupiscentiam, primum vero amicitiam».
[137] STh 1-2 q.26 a.4 c: «Haec autem divisio est secundum prius et posterius. Nam id quod amatur amore amicitiae, simpliciter et per se amatur, quod autem amatur amore concupiscentiae, non simpliciter et secundum se amatur, sed amatur alteri».
[138] Ibid., ad 1: «... amor non dividitur per amicitiam et concupiscentiam, sed per amorem amicitiae et concupiscentiae».
[139] GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas, en "Mediaeval Studies" 58 (1996) 14-15. He aquí parte del comentario del Cardenal Cayetano aSTh 1-2 q.26 a.4: «Cum enim omne concupitum alicui concupiscatur, nullus amor concupiscentiae est sine amore amicitiae illius cui concupiscitur: et rursus, cum omni amico aliquod bonum velimus, nullus amor amicitiae est sine amore concupiscentiae boni cuncupiti amato. Non ergo distinguitur amor in amorem amicitiae et concupiscentiae, tanquam in diversos amores, sed tanquam in diversos modos amandi: unum enim et idem amor est amicitiae respectu amici, et concupiscentiae respectu boni illi voliti», en SANCTI AQUINATIS Summae theologiae, Prima secundae, Opera omnia iussu impensaque Leonis XIII P. M. edita, t. 6 (Ex Typographia Polyglotta S. C. de Propaganda Fide, Romae 1891); p.191.También:«no hay un amor concupiscentiae como realidad autónoma (...) En ningún caso el amor concupiscentiae y el amor amicitiae se hallan en un mismo plano como dos realidades contrapuestas o en pugna; son momentos coordinados en un único movimiento del amor, cuyo término es la adhesión al sujeto con amor de amistad. Por frecuentes que puedan ser en la literatura, tales contraposiciones resultan quizá de confundir, a nivel fenoménico, lo propio del amor con sus desviaciones empíricas. Confundir, por tanto, lo que permite rectificar el egoísmo o desordenado amor de sí con aquello que, en la naturaleza misma de las cosas, hace posible el amor a otro sujeto»: CALDERA, R.T., Sobre la naturaleza del amor, Cuadernos de Anuario Filosófico, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1999, p.54; SÁNCHEZ-RUIZ, J.M., art. cit., p.30: «La relación que hay entre el amor de concupiscencia y de amistad no es la de dos especies respecto a su género común, sino más bien la de dos momentos coordinados, pero necesarios, de una misma actividad».
[140] STh 2-2 q.17 a.8 c: «Perfectus quidem amor est quo aliquis secundum se amatur, ut puta cui aliquis vult bonum, sicut homo amat amicum. Imperfectus amor est quo quis amat aliquid non secundum ipsum, sed ut illud bonum sibi ipsi proveniat, sicut homo amat rem quam concupiscit». GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas,en "Mediaeval Studies" 58 (1996) 21-22: «In amor amicitiae, the object which enters into or informs the affections is another person. And here the other person is not taken as some formal perfection of me (or of another person) nor as a means to such a perfection. It is indeed possible to have complaisance in another person in this fashion; that is to love the person with a love of concupiscence. In love of friendship, in contrast, I take complaisance in the other person as my good, not as a perfection of me nor as contributing to my perfection as an individual subsisting person, but rather as a good por which I desire and seek other, perfective goods. I take the other as one for whom I wish goods, in the same way that I wish goods for myself».
[141] STh 1-2 q.2 a.7 § 2:«illud cui appetimus aliquod bonum, magis amamus quam bonum quod ei appetimus, sicut magis amamus amicum cui appetimus pecuniam, quam pecuniam».
[142] De Caritate, q.un. a.8 ad 16: «Diliigere aliquem propter se potest intelligi dupliciter. Uno modo, ita quod aliquid diligatur sicut ultimus finis; et sic solus Deus est propter se diligendus. Alio modo, ut diligamus ipsum cui volumus bonum, ut contingit in amicitia honesta».
[143] STh 1-2 q.28 a.1 c: «...cum aliquis amat aliquem amore amicitiae, vult ei bonum sicut et sibi vult bonum, unde apprehendit eum ut alterum se, inquantum scilicet vult ei bonum sicut et sibi ipsi. Et inde est quod amicus dicitur esse alter ipse...».
[144] Cfr. GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas, en "Mediaeval Studies" 58 (1996) 33.
[145] Cfr. NICOLAS, J.H., art. cit., p.38. Ibid.: «Le besoin que l’ami a de son ami n’est à aucun degré de convoitise, -s’il agit d’une vraie amitié-, il faut plutôt le comparer au besoin que chacun a de soi-même, à l’attachement de chacun à soi-même».
[146] Cfr. De Div Nom c.4, 10 (n. 430).
[147] «The crucial point emerging from this text is that de amor amicitiae at the basis of a reciprocal friendship of virtue, by moving lover and beloved to cherish and help one another, is the means whereby each individual is enabled to exceed himself, going forth into the will and life of the other so that a common good comes into being at some level, where before only the good of the self stood at the horizon of desire»: KWASNIEWSKI, P., ST. Thomas, extasis, and union with the beoloved, en “The Thomist” 61 (1997) 594.
[148] STh 1-2 q.28 a.3 c:«...affectus alicuius simpliciter exit extra se, quia vult amico bonum, et operatur, quasi gerens curam et providentiam ipsius, propter ipsum amicum».
[149] Cfr. KWASNIEWSKI, P., art. cit., p. 595.
[150] Cfr. LSEG c.2, lect 6 (n.107): «homo quantum ad illud dicitur vivere, in quo principaliter firmat suum affectum, et in quo maxime delectatur. Unde et homines qui in studio seu in venationibus maxime delectantur, dicunt hoc eorum vitam esse. Quilibet autem homo habet quemdam privatum affectum, quo quaerit quod suum est; dum ergo aliquis vivit quaerens tantum quod suum est, soli sibi vivit, cum vero quaerit bona aliorum, dicitur etiam illis vivere. Quia ergo apostolus proprium affectum deposuerat per crucem Christi, dicebat se mortuum proprio affectui, dicens Christo confixus sum cruci, id est, per crucem Christi remotus est a me proprius affectus sive privatus (...) vivit in me Christus, id est tantum Christum habeo in affectu, et ipse Christus est vita mea»; De Div Nom., c.4,10 (n.436): «...propter hoc quod amor non permittit amatorem esse sui ipsius, sed amati, magnus Paulus constitutus in divino amore sicut in quodam continente et virtute divini amoris faciente ipsum totaliter extra se exire, quasi divino ore loquens dicit, Galat. 2: vivo ego, iam non ego, vivit autem in me Christus scilicet quia a se exiens totum se in Deum proiecerat, non quaerens quod sui est, sed quod Dei, sicut verus amator et passus extasim, Deo vivens et non vivens vita sui ipsius, sed vita Christi ut amati, quae vita erat sibi valde diligibilis».
[151] STh 1-2 q.28 a.2 c: «...amatum dicitur esse in amante, prout est per quandam complacentiam in eius affectu: ut vel delectetur in eo, aut in bonis eius, apud praesentiam; vel in absentia, per desiderium tendat in ipsum amatum per amorem concupiscentiae; vel in bona quae vult amato, per amorem amicitiae»; «...non requiescit in quacumque extrinseca aut superficiali adeptione vel fruitione amati: sed quaerit amatum perfecte habere...»; «...inquantum reputat bona vel mala amici sicut sua, et voluntatem amici sicut suam, ut quasi ipse in suo amico videatur bona vel mala pati, et affici»; «proprium est amicorum “eadem velle, et in eodem tristari et gaudere”, secundum Philosophum, in IX Ethic. (9,1165 b27) et in II Rethoric., (4, 1382 b3).
[152] Cfr. Sent. Libri Ethic., 9,11 (n.1382): «Maior est enim unitas naturalis quae est alicuius ad seipsum, quam unitas affectus quae est ad amicum»; In 3 Sent., d.29 a.3 ad 1.
[153] GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas, en "Mediaeval Studies" 58 (1996) 27.
[154] STh 1-2 q.28 a.4 c: «...intense aliquid concupiscit, movetur contra omne illud quod repugnat consecutioni vel fruitioni quietae eius quod amatur»; «...moveri contra omne illud quod repugnat bono amici. Et secundum hoc aliquis dicitur zelare pro amico, quando, si qua dicuntur vel fiunt contra bonum amici, homo repellere student».
[155] «Et secundum hoc, inquantum bonum alterius reputamus quasi nostrum bonum, propter unionem amoris, delectamur in bono quod per nos fit aliis, praecipue amicis, sicut in bono propio»: STh 1-2 q.32 a.6 c.
[156] Cfr. GALLAGHER, D., Thomas Aquinas on self-love as the basis for love of others,en "Acta Philosophica" 8 (1999) 29-31.
[157] Cfr.FERNÁNDEZ BURILLO, S., El amor de amistad como clave de síntesis metafísica, en "Studium" (Madrid) 35 (1995) 76. A la luz de los principios estructuradores del amor de amistad podríamos hacer muchas consideraciones morales que tienen como trasfondo la dignidad de la persona humana. Baste por ahora referirnos a una de gran actualidad. Se trata del debate acerca del uso de células madre embrionarias en las investigaciones con fines terapéuticos (“clonación terapéutica”). Son células inmaduras que tienen la posibilidad de diferenciarse y comportarse como alguno de los muchos tipos celulares del cuerpo. Las llamadas células madre embrionarias son aquellas que se obtienen del blastocito o embrión de apenas unos pocos días. Por razón de su fácil multiplicación y por los beneficios económicos que pueden derivarse de su uso, existe una fuerte presión de muchas partes interesadas para que se legisle a favor de su utilización. Aunque se trate de un fin muy noble, como el tratamiento de personas que en estos momentos sufren enfermedades incurables, se debe recordar que ética y moralmente es ilícito querer con amor de concupiscencia a otra persona, tratandola como una “cosa” útil. En la Instrucción Donum Vitaese lee que: «La vida de todo ser humano ha de ser respetada de modo absoluto desde el momento mismo de la concepción, porque el hombre es la única creatura en la tierra que Dios ha “querido por sí misma”»: (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción Donum Vitae, 22-II-1987, (Intr., 5) en AAS 80 (1988) 76-77. La cursiva es añadida). También en el caso -tristemente extendido en países desarrollados-, de un gran número de embriones “sobrantes” de las prácticas de fecundación in vitro (sometidos a congelamiento), donde se presenta una falsa disyuntiva: destruirlos o usarlos para investigar. El imperativo moral de amar a una persona por sí y no con vistas a ningún otro fin, sirve de criterio esclarecedor. No se trata de destruir embriones sino de dejarlos morir en paz, cuando no existe otra alternativa. La destrucción de estos embriones se produce más bien cuando se permite que sean utilizados en investigaciones. «La misma condena moral concierne al procedimiento que utiliza los embriones y fetos humanos todavía vivos -a veces “producidos” expresamente para este fin mediante la fecundación in vitro-, sea como “material biológico” para ser utilizado, sea comoabastecedores de órganos y tejidos para transplantar en el tratamiento de algunas enfermedades. La eliminación de creaturas humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras, constituye un acto absolutamente inaceptable»: (JUAN PABLO II, Carta Enciclica Evangelium Vitae, 25-III-1995, n. 63, en AAS 87 (1995) 472-474).
[158] GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas, en "Mediaeval Studies" 58 (1996) 46.
[159] Ibid., pp. 46-47.
[160] Cfr. S. AUGUSTINUS, Epist. 167, 5-6 (CSEL 44, 592-593). Cfr. GARCÍA DE HARO, R., Cristo, fundamento de la moral, Ediciones Internacionales Universitarias, Barcelona 1990, pp. 173-174.
[161] «La bienveillance qui entre dans l’amour d’amitié est un sentiment affectif plus profond; il engage un choix spirituel, une dilection. Seule une personne peut en être bénéficiaire, pas une chose ou un animal, car ce n’est qu’ à une personne, à un sujet qu’on peut vraiment vouloir du bien»: TORREL, J.-P., La charité comme amitié chez saint Thomas d' Aquin, en "La vie spirituelle" 81(2001) 266.
[162] Cfr. STh 1 q.20 a.1 ad 3.
[163] Cfr. Da CUNHA, D., A amizade segundo São Tomás de Aquino, Principia, S. João do Estoril Cascais 2000, pp. 414-415.
[164] Cfr. GALLAGHER, D., Desire for beatitude and love of friendship in Thomas Aquinas, en "Mediaeval Studies" 58 (1996) 17-18
[165] ABBÀ, G., Felicidad, vida buena y virtud. Ediciones Internacionales Universitarias, Barcelona 1992, pp. 173-174.
[166] Cfr. BOGLIOLO, L., “Amor sui” come fondamento della morale en «Sapienza» 28 (1975) 285.
[167] «Nihil autem sic ad amorem alicuius nos inducit sicut experimentum illius ad nos. Amor autem Dei ad homines nullo modo efficacius homini potuit demonstrari quam per hoc quod homini uniri voluit in persona: est enim proprium amoris unire amantem cum amato, inquantum possibile est. Necessarium igitur fuit homini, ad beatitudinem perfectam tendenti, quod Deus fieret homo»: [SCG l.4 c.54 (n.3926)].
[168] «Unde necessarium fuit homini, ad hoc quod in virtute firmaretur, quod a Deo humanato doctrinam et exempla virtutis acciperet»: [Ibid., l.4 c.54 (n.3928)].
[169] RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, fundamentos de la ética filosófica,Rialp, Madrid 2000, p.260.
[170] «In un mondo che considera gli uomini alla stregua di oggetti, catalogandoli in base ai loro ruoli e alla loro efficienza o, nella migliore delle ipotesi, in rapporto alle loro doti esteriori di simpatia, di salute psichica e fisica, alle loro capacità di socializzare, ciò chi vi è di più segreto nella persona resta umiliato e dimenticato. Forse dalla persona stessa»: SAVAGNONE, G.,L’amicizia nel pensiero di S. Tommaso d’Aquino, en “Sapienza” 34 (1981) 435-436.
[171] «Tertius est amor qui est propter virtutem, et iste solus est verus. Tunc enim non diligimus proximum propter bonum nostrum sed propter suum»: (CdDP 8,15). Sobre la autenticidad de esta obra véase TORRELL, J.-P., Deux remaniements anonymes desCollationes de Decem Preceptis de Saint Thomas d’Aquin en Recherches Thomasiennes,Librairie Philosophique J.Vrin, Paris 2000, pp. 22-45.
[172] Cfr. PINCKAERS, S. - LA SARTE, H., Der Sinn für die freundschaftsliebe als urtatsache der thomistischen ethik en Sein und Ethos, "Untersuchungen zur Grundlegung der Ethik", Walberberger Studien der Albertus Magnus-Akademie, Mathias Grunewald-Verlag Mainz 1963,. p. 235 (n.4).
Pio Santiago
J.F. Sellés. Facultad de Filosofía. Universidad de Navarra
Índice
Planteamiento
¿Qué es la soberbia?
Soberbia personal
Soberbia respecto de los demás
Soberbia respecto de Dios
Antídotos
Como advirtió Tomás de Aquino hay dos vicios característicos de los seres espirituales: lasoberbia y la envidia[1]. A la precedente exclusividad tal vez se objete que también la acedia otristeza espiritual es inorgánica, pues es claro que ésta no se confunde con el aburrimiento físico ni con el tedio o la falta de ilusión mental (por ejemplo, en la profesión), sino que es el desaliento personal en orden a alcanzar metas espirituales[2]. Sin embargo, aunque este defecto se refiera realmente a realidades inorgánicas, sin embargo está vinculada a la pereza, la cual tiene un indudable componente orgánico. En efecto, tal abatimiento o falta de aliento en orden a alcanzar los bienes más altos del espíritu es debido a la laboriosidad que comportan las correspondientes acciones corporales a emplear[3].
También se podría objetar que, por ejemplo, el placer estético es insensible, de modo que elesteticismo se podría considerar como un defecto propiamente inmaterial. No obstante, es claro que sin realidades culturales sensibles (pinturas, esculturas, literaturas…) tal delectación no comparece. Asimismo se suele indicar que hay cierta ira que es copyright del espíritu, porque incluso se atribuye al ser divino. Ahora bien, ésta se refiere a asuntos sensibles. De modo que, al parecer, sólo los dos defectos arriba mencionados parecen, por su origen y su objeto, inmateriales.
Es interesante conocer la índole de estas faltas. La rémora –aunque en este caso coyuntural– es sobre la conveniencia de publicar estas páginas, pues es sabido que, por una parte, tocar temas éticos es molesto, sencillamente porque puede incomodar a los demás y, por otra, porque exponerlos en el contexto universitario, donde los enojos son más sutiles, es, sin duda, un moderno tabú. Tal vez fuera más oportuno hablar de las perfecciones contrarias –lahumildad y la caridad–. Con todo, si es cierto el aserto aristotélico de que, por contraste, el hombre aprende más de las exposiciones negativas que de las positivas, tal vez lo que se escribe a continuación pueda beneficiar al lector que, de seguro, podrá ahondar en lo indicado.
Al escribir esta exposición se cuenta con otro escollo, a saber, que respecto de estos males –en especial, la soberbia–, nadie se puede considerar inmune, ya que nadie parece justificado a reiterar aquello de “no soy como los demás”[4], pues se trata –según enseñaba una Glosamedieval– del pecado universal[5]. De modo que, si existe alguna persona sin este defecto, esa será sin mancha[6]. En adelante se procederá, primero, a explicar la soberbia. El orden será como sigue: al inicio, una exposición del defecto; luego, un elenco de sus manifestaciones; por último, unas breves propuestas de corrección, pues en este defecto es magna la necesidad de rectificar[7].
La palabra “soberbia” se puede entender en dos sentidos: uno positivo y poco frecuente, y otronegativo y de uso ordinario, según si aquello a que se aspira es, respectivamente, bueno o malo[8]. Esta sería una acepción material del término. Sin embargo, formalmente hablando, el vocablo designa un vicio negativo del espíritu, el superior a todos. El sentido positivo es el que, por ejemplo, en una universidad, designa que ésta lo sigue siendo y crece como tal. En cambio, el negativo es el más eficaz disolvente de la institución universitaria.
Tomás de Aquino indica que soberbio es el que tiene un amor desordenado hacia su propio bien por encima de otros bienes superiores[9]. El sólo hecho de dudar si existen bienes superiores al propio ya es, pues, síntoma de este defecto. Es amor desordenado, porque como el soberbio no se conoce como quién es, sino que tiene un conocimiento de sí como de aquél que quiere ser, desea para él lo que no le es adecuado. La describe como el apetito inmoderado de la propia excelencia[10] que, de paso, rebaja la dignidad ajena[11]. Desde luego, la exelencia es debida a alguna cualidad buena[12]; por eso, se puede referir a diversas aptitudes humanas[13]. Por el contrario, añade que el humilde no se preocupa de la propia excelencia, pues se considera indigno[14]. Advierte también que la soberbia es la madre[15] y reina[16] de todo defecto, es decir, su origen y su fin[17]. De modo que las otras lacras, como hijas naturales, tienen cierto parecido a la madre[18] y, asimismo, cierta propensión a rendirle honores[19].
Otra nota que el de Aquino atribuye a la soberbia es que este defecto radica en la voluntad[20], y, precismente por considerarla una mala inclinación de esta potencia humana, añade que el soberbio no se subordina a su recto conocimiento propio, de modo que pueda percibir por él su distintiva verdad[21]. Por el contrario, nota que la humildad se ajusta al adecuado conocimiento que alguien tiene de sí[22] (“donde hay humildad hay sabiduría”, dice laEscritura[23]). Por eso admite que la soberbia impide la sabiduría[24]. También advierte que las verdades directamente impedidas por la soberbia son aquellas que se denominaban “afectivas”[25], es decir, unas de las más altas que sólo las personas virtuosas conocen por connaturalidad. En rigor, el fruto seguro de este defecto es la ceguera de la mente[26].
No obstante, si bien se mira, la soberbia no inhiere en la voluntad, sino –como su carcoma[27]– en lo más neurálgico de nuestra intimidad, de donde procede toda malicia, y a donde toda corrupción se ordena[28]. Sí, nadie se reduce a su voluntad, y es en esa realidad personal irreductibilble donde anida la soberbia y la peor ignorancia, lo cual le llevó a clamar a San Pablo: “de la ceguera del corazón, líbranos Señor”[29]. Por eso se entiende que la perfección contraria, la humildad, sea –más que una virtud de la voluntad– la fuente personalde todas las virtudes. También por esto la humildad, en cuanto que remueve la soberbia, es la sal que preserva toda virtud[30]. Si el vicio de la soberbia es el más grave, también será el más tenaz y perdurable, porque es el que está más hondamente radicado en nuestro ser; tan fuerte que extingue todas las virtudes y corrompe todas las potencias humanas[31]. Por lo que se refiere sus los tipos, Tomás señala que uno es el de aquel que se gloría en sus cualidades, y otro el de quien se arroga lo que le sobrepasa[32]. Obviamente el segundo es peor –también más ciego– que el primero.
El carácter distintivo de este defecto respecto de los otros lo cifra el de Aquino en que en cualquiera de los demás se da siempre cierto defecto; sin embargo, el mal en éste se toma de la perfección a la que desordenadamente se aspira[33]. Efectivamente, la soberbia tiende a lo excelso[34], pero sin un “pequeño detalle”: la rectitud. Se distingue de la vanidad o vanagloria(la más afín a aquélla[35]), es decir, del amor a la gloria mundana[36], porque la primera es el deseo desproporcionado de cualquier gran realidad; la segunda, en cambio, tiende a la sóla grandeza externa, la alabanza y el honor[37], es decir, a ser considerado superior a quien se es, pues así como el honor social es –según Aristóteles– el premio debido de la virtud, la soberbia busca ese honor pero sin virtud. La una es interna (latens in corde[38]), mientras que otra es una manifestación suya externa[39].
La soberbia se distingue de la avaricia en que la primera es descabelladamente ávida de bienes inmateriales, mientras que la segunda lo es de los sensibles. Se diferencia de la lujuriaen que ésta engendra torpeza, mientras que la soberbia intentando “pasarse de lista” logra la peor ignorancia. De la gula, en que ésta tiende a lo fácil, mientras que la otra a lo arduo. De laenvidia, en que ésta se entristece por el bien ajeno; en cambio, la soberbia se entristece por la carencia del bien propio que insensatamente desea. De la pereza, en que ésta –como dice el refrán castizo– “ni lava ni peina cabeza”, mientras que la soberbia es trabajosa, pues siempre anda maquinando cómo acrecentar el propio prestigio. La tentativa de justificación de estas actitudes es –según indica– plural, pues unas veces se las tiende a disfrazar bajo el aspecto de la magnanimidad, otras, bajo el de audacia, ya que el soberbio pretende –aunque sin orden– aquello que le supera[40].
Se presenta la soberbia, sobre todo, en dos frentes, y en ambos se parece a un tumor[41]maligno y con metástasis: en el de la ciencia, y en el del poder[42]. En cuanto a la ciencia, es bien conocido que ésta hincha[43], pues el que se cree que sabe, todavía no sabe como es debido. Por lo que al poder respecta, dos son las posibles causas de soberbia: la altura del status y las obras[44]. No es extraño, pues, que, sobre todo en una sociedad como la nuestra donde “mandar” y “obedecer” no significan exclusivamente “servir”, la soberbia se manifieste en el sentirse “señor” del cargo en vez de “administrador” del mismo[45]. Tomás añade que este defecto afecta sobremanera a la juventud[46]. Con todo, no es sólo un problema de gente joven, pues con el paso de los años este defecto parece volverse tan acrisolado y retorcido como encubierto. También declara que incide más en las personas públicas que en las privadas[47].
Seguidamente se intentan rastrear tres ámbitos de este defecto. Se atiende, en primer lugar, a la soberbia para consigo mismo; en segundo lugar, para con los demás y, por último, con referencia a Dios.
Para consigo mismo la actitud soberbia lleva al convencimiento de que sin el propio criterio y experiencia difícilmente se acierta en un tema o se realiza algo con corrección. Manifestaciones suyas son la arrogancia y la jactancia[48]: la primera, porque se siente pagado de sus propios éxitos por encima de su objetiva valía; la segunda, que puede ser de cualidades que no tiene o que tiene, porque es un afecto interno derivado del propio aprecio[49]. Otra expresión suya es la pertinacia en el propio parecer[50]. Otras veces lo es larotundidad con que afirma un criterio, incluso aunque con el paso del tiempo (y no mucho) tal juicio cambie hasta el punto de afirmar –con la misma determinación– lo mismo que antes se negaba. Algunas, lo es la ambición[51].
Manifestaciones de soberbia personal distintas a las precedentes son el suponer que no puedeaprender de los demás[52], la lectura de textos más por curiosidad[53] o por crítica que por aprender y salvar la parte de verdad que contienen, pues ningún hombre, aún sabio, debe rechazar la doctrina del menor[54]. Otra, la de callarse el error grave y perjudicial de un autor, cuando se debe y ante quienes es debido, so capa de que se tiene cierta preferencia o sintonía con él. También lo es la perseverancia en el error, pues todo yerro es causado por la soberbia[55]. Es propenso a ensoberbecerse quien, siendo de condición humilde y sin experiencia de gobierno, es elevado a algún cargo[56].
Soberbia propia es, sobre todo, creer que el sentido del ser personal que se es coincide con el del yo que uno se ha forjado con sus títulos y curriculum y con el que barniza su mirada y actuación, o sea, su entera vida. Si alguien se obceca en la afirmación de su propio yo, va perdiendo de vista su sentido personal, la mayor donación creatural que ha recibido. En efecto, como enseña Polo, “lo peor para el ser personal es aislarse o ensoberbecerse, pues el egoísmo y la soberbia agostan el ser donal”[57]. En el fondo, para captar el sinsentido de la soberbia, tal vez valga la pregunta del libro de la Sabiduría: “¿De qué nos ha servido la soberbia?”[58], pues si por ella agoniza el propio ser personal, tras su pérdida ¿qué se podrá ganar?
Para con los demás, la soberbia lleva a considerarse superior a los otros en demasiados aspectos[59], lo cual acarrea la sospecha respecto de la capacidad ajena. No lo es, en cambio, considerarse superior en algún aspecto[60]. La soberbia es, obviamente, contraria al amor al prójimo en cuanto que alguien se prefiere desordenadamente a sí mismo frente los demás y se substrae a su sujeción[61]. Manifestaciones físicas de este defecto son el andar con el cuello erguido[62] y tener miradas altivas[63], indiferentes o, incluso, apartar la vista. También lo es ladiscordia[64] debida a la diversidad de pareceres, pues el orgulloso no favorece la libertad ajena, sino que tiende a uniformar según su unidirecional criterio. La soberbia promueve asimismo la injuria[65], pues tras solidificar una concepción tan fijista como rebajada de demás; se tiende a ponerles etiquetas cuyo adhesivo tiene la rara virtualidad de ser tan fuerte y permanente como los juicios severos de que nace[66]. Tales motes constituyen un jocoso método de difamación. También nacen de la soberbia el susurro o la torcida insinuación y lalengua doble[67].
Asimismo, el orgulloso se inclina facilmente a airarse, incluso por nimiedades, cuando algo contraría su voluntad[68]. Soberbia es también cometer claras injusticias a los inferiores sin repararlas ni pedir perdón por ellas, pues este defecto es de tan gran mole que fácilmente, y casi inadvertidamente, deprime la justicia[69]; también lo es el padecerlas guardando permanente rencor al agresor. Lo es el no ver compañeros sino subordinados; el fijarse más en los ajenos defectos que en sus virtudes; el inteto de controlar en concreto el trabajo de los demás, siendo el propio inmune a todo control[70]; el aparentar interés ante la presencia de otros cuando en realidad no se ven sino personas que molestan los propios intereses y llevan a perder el tiempo (hipocresía, en román paladino); la ingratitud de fondo (aunque se cuide la forma) ante un servicio o trabajo prestado[71]; la crítica cuando no pretende ser construtiva; el negarse a desempeñar tareas “inferiores” y el excusarse ante las justas correcciones que se nos hacen, de las que, a veces, se siguen incluso escándalos[72], o el evadirse ante las ayudas que nos piden y buenamente podemos ofrecer[73]. Lo es, desde luego, el abuso de poder (es decir, "poner bozal al buey que trilla"); el inmiscuirse autoritariamente en asuntos ajenos que no nos atañen directamente[74]. También el preguntar no para aprender, sino para poner en un brete al ponente; el objetar no para ayudar, sino para hacer valer la propia opinión. Lo es asimismo todo lo que provoca nuestra separación de los demás[75], aunque bien es verdad que hay que ser más amigo de la verdad que de cualquiera. Lo es laprecipitación en las decisiones de gobierno[76]; la pérdida de tiempo en asuntos insignificantes[77]; pensar que los demás están a nuestro servicio, no al revés (en rigor, preguntar ¿quién es mi prójimo?, en vez de: ¿de quién soy prójimo?[78]). Es soberbia, para quien tiene la capacidad de dirigir sirviendo, eludirla y separarse de los demás[79].
Manifestación de este defecto es la desobediencia por parte de quienes ocupan cargos inferiores[80], el desprecio del mandato[81], el realizar algo indebido fuera de lo prescrito[82]. Es muestra de orgullo por parte de los superiores el extralimitarse mandando algo fuera de lo debido, el sentirse “intocables”, no menos que “vacas sagradas” de las castas superiores, que no se sienten subditos porque a nadie consideran superior[83]. Es orgullo el desprecio(máxime sin justificación racional) de cualquier otra opinión, parecer, ajeno. Otra muestra es eljuicio temerario sobre asuntos inciertos y realidades futuras[84]. Y otras, la indignación[85], eldesdén hacia el consejo ponderado ajeno[86], etc.
La soberbia se puede manifestar en una afectada seriedad en el decir, de modo que el lenguaje no es directo y amable, sino seco y similar al de una partida de ajedrez. La actuación suele estar acompañada de una conducta formalista, opuesta a la alegría y sencillez que deben caracterizar la vida corriente corriente. Tal acartonada gravedad comporta, no pocas veces, un trato duro para con las demás personas, incluso dictatorial. Ésta derivada rigidez[87]lleva a mostrarse no sólo susceptible ante cualquier comentario ajeno, sino también a pasar rápidamente a estar a la defensiva, e incluso a ser agresivo. Con todo, tal dureza pierde la savia de la felicidad[88]. Otro fruto del orgullo intelectual es el distancimiento respecto de los demás, en especial de los inferiores. Su consecuencia en ellos es la falta de confianza, y es claro que donde ésta escasea, al final el bien común no comparece. Si alguien es el sujeto paciente –sufriente– de algunas de las precedentes actitudes que caracterizan a ciertos agentes, debe estar muy agradecido, pues debe verlas como grandes ayudas para intentar ser humilde.
Para con el ser divino la soberbia cierra progresivamente la apertura ínsita a él en el corazón humano. En efecto, la intimidad personal humana está abierta natural y sobrenaturalmente a la realidad personal divina que le transciende; el yo, en cambio, se abre siempre a lo inferior a él. Por tanto, una vida engreida, centrada en el yo, tiende a perder de su horizonte existencial a Dios. En el fondo, si el yo recaba su propia finitud, tal pretensión favorece el ateísmo[89]. Para Agustín de Hipona, la soberbia no es más que una perversa imitación de Dios[90], al único que se le debe la gloria y el agradecimiento por todo. En este sentido, la mayor muestra de este defecto es adscribrise a sí los bienes que se tienen[91]. En cambio, para Tomás de Aquino, negar a Dios es mayor soberbia que pretender ser como él[92]. En esa situación no se pierde, desde luego, la “idea” de Dios, pero el trato “personal” con él se torna, primero oneroso, y luego desaparece, puesto que Dios no es una “idea”, y nadie en su sano juicio está dispuesto a tratar personalmente con ideas.
La actitud humana que precede a esta situación es, sin duda, la infidelidad[93]. Una manifestación de este defecto es la presunción[94], que concibe a Dios, más que como un Padre, como una achacosa abuela de ojos ciegos para con los delitos del nieto; en el fondo, un abuso de la misericordia divina[95]. Otra expresión en esta misma línea es la de reuhir laveneración debida a Dios, que puede llegar incluso a la blasfemia[96]. Se ha indicado que la soberbia es la fuente de todo mal. Ahora cabe añadir que el inicio de ésta es el apartarse de Dios[97]. Bien mirado, la soberbia es la secularización del honor divino, es decir, una ambición secular[98]. En suma, soberbia es hacer la propia voluntad, no la divina[99].
La aversión a Dios que este defecto provoca es distinta a la que provocan los demás vicios, pues en aquéllos uno se separa del ser divino bien por debilidad o bien por cierta ignorancia, mientras que en éste el rechazo se produce por el hecho de que no se le quiere aceptar, ni a él ni a sus mandatos. De otro modo: los demás vicios huyen de Dios, pero la soberbia se enfrenta a él[100]. Visto positivamente: respecto de Dios, del hombre, más que decir que “tiene” esperanza es mejor decir que la “es”. Ahora bien, si la soberbia comporta un alterado deseo de propia excelencia, será contraria a la esperanza personal humana. Tomás recoge una Glosa medieval en la que se añadía que si bien este defecto es lo que más pronto aparta de Dios, también es lo que más tarda en volver a él[101]. Por lo demás, si las criaturas dependen libre y esperanzadamente de Dios, no es extraño que quien se opone al ser divino rechace también a los demás[102].
Al terminar de describir este defecto y algunas de sus manifestaciones se debe dar cierta pauta de solución. En general, a cualquier persona afectada en mayor o menor medida por este grave mal le viene bien el dolor y la enfermedad, pues esta excesiva seguridad profesional amparada en los estamentos es fácilmente vulnerable, ya que la debilidad humana aparece en la vivencia de cualquier dolencia, la cual acaba afectando a todos. En efecto, como advierte Polo, “el dolor suspende la soberbia de la vida, el envanecimiento y la orgullosa seguridad en la propia eficiencia y capacidad para establecerse y moverse en un orden regular y suficiente, y así deja patente, sin trabas ni enmascaramientos, la necesidad e indigencia de la existencia humana en medio del éxito mundano”[103].
Pero si alguien no desea esperar a la llegada de la enfermedad para combatir este mal interno, se le puede aconsejar que, si la soberbia es respecto de sí, tenga piedad de sí misma, no vaya a ser que intentando, con denodado esfuerzo, forjar un yo más o menos exitoso en un contexto sociocultural determinado, no persista en la progresiva búsqueda de su propio sentido personal novedoso e irrepetible y lo acabe perdiendo. En cuanto a la faceta de este viciorespecto de los demás, cierta medicina que la combate bien es el temor al oprobio e ignonimia[104] cuando –como en el caso de los políticos– devienen públicas sus culpas. Otra, el pedir favores a otros[105]. Y por lo que se refiere al orgullo frente a Dios, es remedio el temor a la réplica divina, pues el mal siervo, entenebrecido su corazón por la soberbia, no sabe qué hará con él su señor[106].
Cabe indicar también como buenos tratamientos contra la soberbia los siguientes: a nivelpersonal, advertir que los más sabios son personas sencillas[107]. A nivel racional, el estudio; a nivel lingüístico y de hechos, la modestia en el hablar y en el hacer[108], pues la humildad suena en la voz y, en mayor medida, en el silencio.
[1] “Sólo la soberbia y la envidia son pecados puramente espirituales, que pueden competer a los demonios”. Tomás de Aquino, S. Theol., I, q. 63, a. 2 ad 2.
[2] Cfr. S. Theol., II-II, q. 36, a. 4 co.
[3] “La acedia es cierta tristeza por la que el hombre se vuelve tardo para los actos espirituales debido a labor corporal… y así es claro que sólo la soberbia y la envidia son pecados puramente espirituales”. S. Theol., I, q. 63, a. 2, ad 2.
[4] Lc., XVIII, 11.
[5] Cfr. Super Psalmo, 7, n. 1.
[6] Cfr. Super Psalmo, 18, n. 9.
[7] Cfr. Super II Tim., cap. 2, l. 4.
[8] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 1, ad 1.
[9] Cfr. De malo, q. 8, a. 2, ad 15.
[10] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 21, q. 2, a. 3 expos.
[11] “Se dice que la soberbia es el amor de la propia excelencia en cuanto que la desordenada presunción de superar a los demás es causada por ese amor”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3, ad 4.
[12] “Hay que considerar que cualquier excelencia sucede a algún hábito bueno”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 4 co.
[13] Cfr. S. Theol. II-II, q. 162, a. 2, ad 4.
[14] Cfr. Super Mt. (rep. Leodegarii Bissuntini), cap. 18, l. 1.
[15] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 5,, q. 1, a. 3 co.
[16] “Gregorio (San), no puso a la soberbia como especial cabeza de los vicios, sino como cabeza universal de todos, y la llamó reina de todos los vicios”. Super Sent., lib. II, d. 42, q. 2, a. 5 expos.
[17] “Los fines de todos los vicios se ordenan al fin de la soberbia”. S. Theol., II-II, q. 132, a. 4 co. Cfr. También: De malo, q. 8, a. 1, ad 1.
[18] Cfr. De malo, q. 8, a. 2 co.
[19] Cfr. De malo, q. 8, a. 2, ad 7.
[20] Cfr. S. Theol. II-II, q. 162, a. 3 co; De malo, q. 8, a. 3 co.
[21] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3, ad 1.
[22] “La humildad tiende a la regla de la recta razón según la cual alguien tiene una verdadera estimación de sí. Pero la soberbia no tiende a esta regla de la recta razón”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3, ad 2.
[23] Prov. XI, 2.
[24] “Así como la humildad es el principio de la sabiduría, así la soberbia es su impedimento”. Super Iob, cap. 15.
[25] “Otro es el conocimiento de la verdad afectiva. Y la soberbia impide el conocimiento de tal verdad, ya que los soberbios, mientras se deleitan en la propia excelencia, fastidian la excelencia de la verdad”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3. ad 1.
[26] “La soberbia… ocluye los ojos de la mente”. Super Sent., lib. II, d. 21, q. 2, a. 1, ad 1.
[27] Cfr. Catena in Mt., cap. VI, l. 14.
[28] Cfr. S. Theol. II-II, q. 162, a. 2 co.
[29] Ef., IV, 14.
[30] Cfr. Super Sent., lib. III, d. 33, q. 2, a. 1, qc. 4, ad 3.
[31] Cfr. De malo, q. 8 a. 2 ad 1.
[32] Cfr. Super Iob, cap. 40.
[33] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 22, q. 1, a. 1 co.
[34] Cfr. Super Sent., lib. IV, d. 49, q. 1, a. 3, qc. 4, ad 2.
[35] Cfr. De malo, q. 9 a. 3 ad 1.
[36] Cfr. C. Gentiles, lib. IV, cap. 55, n. 19.
[37] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 42, q. 2, a. 4 co.
[38] S. Theol., II-II, q. 170, a. 2, ad 1
[39] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 8, ad 2.
[40] Cfr. Super Sent., lib. III, d. 33, q. 3, a. 2, qc. 3, ad 2.
[41] In Ethic., lib. IV, l. 15, n. 16.
[42] Cfr. S. Theol., I-II, q. 98, a. 6 co.
[43] I Cor., VIII, 1. Cfr. De substantiis separatis, cap. 20 co.
[44] Cfr. Super II Cor., cap. VI, l. 2.
[45] Cfr. Super II Cor., cap. VI, l. 2.
[46] Cfr. Super Psalmo, 24, n. 6.
[47] Cfr. Quodlibet X, q. 6, a. 3 co.
[48] Cfr. S. Theol. II-II, q. 112, a. 1, ad 2. Cfr. también: Ibid., II-II, q. 132, a. 5, ad 1; De malo, q. 8, a. 4 co.
[49] Cfr. De malo, q. 8, a. 4, ad 3.
[50] Cfr. De malo, q. 8, a. 1, ad 7; Super I Cor., cap. XI, l. 4.
[51] Cfr. Super I Cor., cap. XIII, vs. 4; Super I Cor., cap. XIII, l. 2.
[52] Cfr. Super Io., cap. IX, l. 3.
[53] Cfr. Compendium theologiae, lib. I, cap. 190 co.
[54] Cfr. Super Io., cap. 9, l. 3.
[55] Cfr. Super Io., cap. 4, l. 2.
[56] Cfr. Catena in Io., cap. IV, l. 2.
[57] Polo, L., Antropología trascendental, I. La persona humana, Pamplona, Eunsa, 2ªed., 2003, 95.
[58] Sap., V, 8.
[59] “Superbi frequenter alios se superiores in multis aestimant”. Super Sent., lib. II, d. 21, q. 2, a. 1, ad 1.
[60] Cfr. S. Theol., II-II, q. 33, a. 4, ad 3.
[61] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 5, ad 2.
[62] Super Isaiam, cap. III, l. 3.
[63] Cfr. S. Theol. II-II, q. 161 a. 2 ad 1.
[64] Cfr. S. Theol., II-II, q. 37, a. 2, ad 1.
[65] “(La soberbia) dispone a la contumelia, en cuanto que aquellos que se consideran superiores, facilmente injurian a otros y les proppalan injurias”. S. Theol., II-II, q. 72, a. 4, ad 1.
[66] Cfr. S. Theol. II-II, q. 33, a. 5 co.
[67] Cfr. Super II Cor., cap. 12, l. 6.
[68] Cfr. S. Theol., II-II, q. 72, a. 4, ad 1.
[69] Cfr. Catena in Lc., cap. 18, l. 2
[70] “Querer regular a otros, y que su voluntad no sea regulada por el superior, es querer sobresalir, y no en cierto modo no estrar sujeto, lo cual pertenece al pecado de soberbia”. S. Contra Gentiles, lib. III, cap. 109, n. 8. Cfr. también: S. Theol., I, q. 63 a. 2 co; Ibid., I-II, q. 84, a. 2, ad 2.
[71] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 42, q. 2, a. 4, ad 5; S. Theol., II-II, q. 162, a. 4, ad 3.
[72] Cfr. De virtutibus, q. 3, a. 1, ad 16.
[73] Cfr. Super Gal., cap. 6, l. 1.
[74] Cfr. Super I Tim., cap. 6, l. 1.
[75] Cfr. Super Heb. (rep. Vulgata), cap. 10, l. 2.
[76] Cfr. Super Rom., cap. 11, l. 3.
[77] Cfr. Puer Jesus, pars 2.
[78] Cfr. Catena in Lc., cap. X, l. 9.
[79] Cfr. Super Heb., [rep. vulgata], cap. X, l. 2.
[80] Cfr. S. Theol. I, q. 63, a. 2 co.
[81] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 2, ad 1.
[82] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 5, q. 1, a. 3 co.
[83] Cfr. Super Iob, cap. 11.
[84] Cfr. Contra impugnantes, pars 5 cap. 2 co.
[85] Cfr. Super Isaiam, cap. 16.
[86] Cfr. Ibid.
[87] Cfr. Super Sent., lib. IV, d. 17, q. 2, a. 1, qc. 1 co.
[88] Cfr. In Ethic., lib. X, l. 13, n. 4.
[89] “La soberbia mira al pecado por parte de la aversión a Dios, de cuya sujeción a su precepto el hombre recusa”. S. Theol., I-II, q. 84, a. 2 co.
[90] Cfr. De Civitate Dei, l. XIX.
[91] Cfr. Tomás de Aquino, Super Mt. (rep. Leodegarii Bissuntini), cap. 10, l. 1.
[92] Por eso Tomás de Aquino enseña que “el pecado de los primeros padres no fue el más grave de todos los pecados humanos… pues mayor es la soberbia por la que alguien niega a Dios o blasfema, que la soberbia por la cual alguien apetece desordenadamente la divina semejanza, que fue el pecado de los primeros padres”. S. Theol., II-II, q. 163, a. 3 co.
[93] “La infidelidad, en cuanto que es pecado, nace de la soberbia, por la cual acontece que el hombre no quiere someter su intelecto a las reglas de la fe”. S. Theol., II-II, q. 10, a. 1, ad 3.
[94] Cfr. S. Theol., II-II, q. 21, a. 4 co.
[95] Cfr. Super Iob, cap. 24.
[96] Cfr. S. Theol., II-II, q. 158, a. 7, ad 1.
[97] Cfr. Ecco., X, 14. Cfr. en Tomás de Aquino: S. Theol., II-II, q. 162, a. 5 co; Ibid., q. 162, a. 7, ad 2; Super Psalmo, XIII, n.1; Super II Cor., cap. XII, l. 3; Super Rom., cap. V, l. 5.
[98] Cfr. Contra impugnantes, pars 2, cap. 1, ad 3.
[99] Cfr. Catena in Io., cap. 6, l. 5.
[100] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 6 co.
[101] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 7, ad 4.
[102] Cfr. De malo, q. 8, a. 2, ad 4.
[103] Polo, L., La persona humana y su crecimiento, Pamplona, Eunsa, 1977, 256.
[104] Cfr. Super Mt. (rep. Leodegarii Bissuntini), cap. 26, l. 5.
[105] Cfr. Contra impugnantes, pars 2, cap. 6 co.
[106] Cfr. Super Io., cap. 15, l. 3; Super Psalmo, 33, n. 10.
[107] Cfr. In Ethic., lib. X, l. 13, n. 4.
[108] Cfr. S. Theol. II-II, q. 161 pr.
Pio Santiago
James E. Bermúdez
Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2003.
Índice:
La humildad y las demás virtudes
1 Su coincidencia y distinción respecto de otras virtudes
1.1 Las virtudes teologales
1.2 Las virtudes intelectuales
1.3 Las virtudes morales
1.4 La magnanimidad
1.5 La mansedumbre
1.6 La obediencia
2 La humildad como parte de algunas virtudes
2.1 La humildad como parte de la templanza según el modo de obrar
2.2 La humildad como parte de la fortaleza según la materia
3 La humildad como fundamento de todas las virtudes
3.1 El alcance del término fundamento aplicado a la humildad
3.2 El alcance del concepto fundamento aplicado a otras virtudes
4 El rango de la humildad entre las demás virtudes
4.1 La excelencia de la humildad
4.2 Las virtudes superiores a la humildad
La humildad y las demás virtudes
Primero, estudiaremos lo que la humildad tiene en común con algunas virtudes concretas y lo que la diferencia de éstas (1). Segundo, identificaremos dos virtudes con respecto a las cuales la humildad puede considerarse una parte, según diversos aspectos (2). Tercero, analizaremos el sentido en que la humildad es fundamento de todas las virtudes (3). Y cuarto, señalaremos el rango de la humildad entre las demás virtudes (4).
1. Su coincidencia y distinción respecto de otras virtudes
Examinamos a continuación la relación que guarda la humildad con ciertas virtudes: las virtudes teologales (1.1), las virtudes intelectuales (1.2), las virtudes morales (1.3), la magnanimidad (1.4), la mansedumbre (1.5) y la obediencia (1.6). Al fijarnos en la relación particular de la humildad con estas virtudes, procederemos indicando, en primer lugar, aquello en lo que convienen con la humildad y aquello en lo que se distinguen de ella. Acto seguido, señalaremos la influencia específica de una sobre la otra, en los casos en que Santo Tomás hace alguna referencia al respecto.
1.1 Las virtudes teologales
Las virtudes teologales tienen a Dios por objeto. Por su parte, la humildad se ocupa principalmente de la reverencia por la que el hombre se somete a Dios, es decir, lo que hemos denominado el motivo de la humildad. En consecuencia, podría pensarse que la humildad debería contarse entre las virtudes teologales por tener a Dios por objeto. Santo Tomás descarta esta posibilidad respondiendo que “las virtudes teologales, que tienen por objeto al fin último, el cual es primer principio en las cosas apetecibles, son causa de todas las virtudes”[1]. Santo Tomás parece indicar que el que la virtud de la humildad se ocupe preferentemente de la reverencia debida a Dios implica que tiene a Dios por objeto, pero ello no es suficiente para considerar una virtud como teologal, ya que todas las virtudes tienen a Dios por objeto, en la medida en que son causadas e informadas por las teologales.
Así, la humildad coincide con las virtudes teologales en tener a Dios por objeto. En cambio, se distingue de éstas porque, de alguna manera, es posterior a ellas al ser causada por las mismas.
Cabría preguntarse aquí: ¿Existe una humildad que no esté causada por las virtudes teologales? Nos parece que la respuesta es positiva. En realidad, cuando Santo Tomás afirma que la humildad tiene que ver sobre todo con la reverencia por la que el hombre se somete a Dios, está hablando de la perfección de la virtud de la humildad, de la humildad causada e infundida por las tres virtudes teologales. De modo que el Aquinate define la humildad fijándose en la perfección de la virtud. Pero cabría quizás hablar de una humildad no causada por la virtudes teologales.
Veamos ahora el caso concreto de la virtud teologal de la caridad en relación con la humildad. Hemos anotado que el fin de la humildad es la apetencia razonable de la propia excelencia. Esta propia excelencia hace referencia al amor propio. Y cuando hablamos de caridad, aunque solemos referirnos sobre todo al amor a Dios y a los demás por Dios, en ocasiones se hace referencia al recto amor a uno mismo como parte también de la caridad. Así, una primera cosa que tienen en común la humildad y la caridad es que se relacionan con el amor propio ordenado. Se trata de ver, pues, en que se diferencia esa relación.
El amor propio se relaciona de tres modos con la caridad[2]. Algunas veces el amor propio es contrario a la caridad: esto sucede cuando el amor del bien propio se constituye en fin en sí mismo. Otras veces el amor propio está incluido dentro de la caridad: ello ocurre cuando uno se ama a sí mismo por Dios y en Dios. Y otras veces, este amor se distingue de la caridad, pero no la contradice. Es el caso en que uno se ama a sí mismo en razón del bien propio, pero de tal modo que no pone en él su fin.
La humildad se relaciona con el amor propio de estos mismos tres modos. El amor propio contrario a la caridad es también contrario a la humildad. Pero existe una diferencia: el amor propio contrario a la humildad, al parecer, es más reducido que el amor propio que se opone a la caridad. Verdaderamente, todo pecado es de algún modo contrario a la caridad[3]. Por eso, el amor propio que le es contrario parece referirse a todos los pecados. En cambio, el amor propio contrario a la humildad -es decir, la soberbia- corresponde concretamente al amor de la propia excelencia, no al amor propio en general. De ahí que el amor contrario a la humildad sea pecado y, además, de suyo, mortal, si bien, como otros pecados, pueda ser venial por la imperfección del acto, esto es, bien porque el acto se comete antes de reflexionar, bien por falta consentimiento[4]. Es decir que la soberbia admite parvedad de materia.
Por lo que se refiere al amor propio por el que uno se ama a sí mismo en y por Dios, cabe afirmar algo semejante. Parece corresponder a la perfección de toda virtud. Por lo mismo, no coincide exactamente con el amor propio ordenado de la humildad. Sin embargo, es de suponer que la incluye. De aquí, por ejemplo, que se ponga, como ya hemos dicho, el temor de Dios y el recuerdo vivo de sus beneficios como último grado de humildad en la clasificación de San Benito[5]. Así, cuando reconocemos los dones recibidos y damos gracias por ellos, manifestamos humildad; una humildad que supone un amor propio en Dios y por Dios.
El tercer modo en que se relaciona caridad con el amor propio lo comparte también con la humildad. El amor propio que se distingue de la caridad pero que no la contradice, por el cual uno se ama a sí mismo en razón del bien propio pero de tal modo que no pone en él su fin, podría referirse a las virtudes, aunque no a la perfección de las mismas. Como tal, dicho amor propio incluiría la humildad, si bien no la perfecta humildad.
La caridad muestra un parecido con la humildad en el hecho de que hace referencia no sólo a Dios -y a los demás por Dios-,sino también a uno mismo. En efecto, acabamos de decir que la caridad abarca el amor propio ordenado. De igual modo, la humildad no implica sólo sometimiento y reverencia a Dios -y sometimiento a los demás en lo que tienen de Dios- sino un amor ordenado a la propia excelencia. Sin embargo, se distinguen en que la caridad incluye no sólo la reverencia debida a Dios, sino el amor a Dios en general; e, igualmente, no comprende tan sólo el amor ordenado a la propia excelencia sino al bien propio en general.
Se puede señalar otra distinción más entre la humildad y la caridad. La humildad nos dispone a la unión con Dios en cuanto que nos somete a Él; en cambio, la caridad une el hombre a Dios directamente. La humildad dispone a la unión con Dios; la caridad realiza esa unión[6]. Por contraste, la soberbia comporta desprecio de la Ley divina[7] y, por tanto, un desprecio a Dios. La soberbia también indispone a la unión con Dios, en la medida en que supone un desprecio a Dios, un rebelarse contra Dios, y también en cuanto implica un amor desordenado a la propia excelencia.
Por otra parte, la caridad y la humildad crecen de modo paralelo: cuanto más se ama a Dios, tanto más se desprecia la propia excelencia y tanto menos se atribuye uno[8]. Pero la atribución de las acciones buenas a uno mismo tiene que ver con los medios con los que uno busca la propia excelencia, lo cual se relaciona con la virtud de la esperanza, más que con la virtud de la caridad, que versa más bien sobre el fin que se persigue. Pasemos pues a hablar de la relación que tiene la humildad con la esperanza.
Santo Tomás no menciona de forma explícita el vínculo que existe entre la humildad y la virtud teologal de la esperanza. No obstante, hay muchas razones para pensar que considera que están muy relacionadas entre sí.
La humildad y la esperanza se relacionan entre sí en la medida que ambas tratan sobre la confianza de alcanzar algún bien. Efectivamente, la materia de la humildad se relaciona en cierto modo con la confianza respecto de algo grande[9]. Se trata, además, de una confianza en sí mismo[10]. En cambio, la virtud de la esperanza tiene que ver con la confianza en el auxilio divino para alcanzar cualquier bien, pero principalmente a Dios como bien principal[11]. Se trata, pues, de una confianza, pero una confianza en Dios. Igualmente, se trata de una confianza de alcanzar algo grande -no hay bien más grande que Dios mismo-, pero también la confianza de alcanzar cualquier bien.
A esta razón, para considerar la humildad como vinculada a la esperanza, se añade el hecho de que el don de temor -que, como ya se ha visto, se relaciona con la humildad- corresponde a la esperanza[12]. En realidad, cabría pensar que el temor filial es contrario a la esperanza, pero no es así, pues lo que se teme no es no recibir el auxilio divino sino retraerse de dicho auxilio. Y así, el don de temor y la esperanza se compenetran y perfeccionan mutuamente[13]. Así pues, si la esperanza corresponde al temor de Dios y el temor de Dios corresponde a la humildad, entonces la esperanza corresponde también a la humildad.
La relación de la humildad con la virtud teologal de la fe, es poco tratada por Santo Tomás. Además, lo que señala se refiere a la fe como fundamento de la vida espiritual, y en qué sentido se distingue esta fundamentación de las virtudes por parte de la fe de la fundamentación propia de la humildad. Pero como dedicamos más adelante un apartado a las virtudes que se dicen fundamento de las demás, relegaremos el tratamiento de este tema para ese momento.
Únicamente queremos mencionar aquí la afirmación del Aquinate según la cual por la fe el pecador se acerca a Dios, mientras que por la humildad le adora[14]. A este respecto, podemos comentar simplemente que este adorar a Dios, propio de la humildad, sin duda hace referencia a la reverencia a Él debida, que es el principio y raiz de la humildad: lo que hemos denominado el motivo. Santo Tomás no comenta esta afirmación suya, por lo cual se hace difícil precisar el alcance que le concede.
En resumen, la humildad nos dispone a la unión con Dios. La fe nos acerca a Él. La esperanza nos hace confiar en el auxilio divino para alcanzar la unión con Dios. Y la caridad nos une efectivamente a Dios.
1.2 Las virtudes intelectuales
Todas las virtudes humanas son o virtudes morales o virtudes intelectuales. Santo Tomás explica el criterio para determinar si una virtud es moral o intelectual: “En el hombre hay dos principios de acciones humanas: la inteligencia o razón y el apetito, que son los dos únicos principios de movimiento en el hombre, como afirma el Filósofo. Es, por tanto, necesario que toda virtud humana perfeccione uno de estos principios. Si una virtud da al entendimiento especulativo o práctico la perfección requerida para realizar un acto humano bueno, será virtud intelectual; si da perfección al apetito, será virtud moral”[15]. La virtud de la humildad modera la pasión de la esperanza, que pertenece al apetito. Por tanto, es una virtud moral, no intelectual.
Además de moderar las pasiones, las virtudes morales moderan las acciones[16], y en ello se ve también que la humildad es una virtud moral. Efectivamente, la humildad se traduce en actos exteriores, en acciones. De ahí que se hable de actos externos de humildad[17].
Entre las virtudes intelectuales, la humildad se relaciona especialmente con la prudencia. La soberbia priva de la prudencia porque el soberbio, al no medir sus fuerzas, sobrevalora su capacidad[18]. El que se apoya en su prudencia es soberbio también porque no se somete a la Sagrada Escritura, que precisamente enseña: “No te apoyes en tu prudencia” (Pr 3, 5)[19].
La humildad guarda estrecha relación también con la sabiduría. Comentando las palabras “ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeñuelos” (Mt 11, 25), Santo Tomás afirma que por pequeñuelos se puede interpretar los que no presumen de sí mismos, esto es, los humildes: “Donde hay humildad, ahí hay sabiduría (Pr 11, 2)[20]. Quizá se pueda decir, incluso, que hay mayor sabiduría ahí donde hay es mayor la humildad, precisamente porque a mayor humildad corresponde mayor unión con Dios, fuente de toda sabiduría.
Pasemos ahora a considerar la distinción de la humildad respecto de las virtudes morales.
1.3 Las virtudes morales
Dentro de las virtudes morales, las virtudes cardinales ocupan un lugar preferente. Comencemos, pues, por precisar en qué coinciden y en qué se diferencia la humildad de las virtudes cardinales en general. Para ello, expongamos primeramente las características propias de estas virtudes, aunque sea someramente.
El nombre virtudes cardinales viene del latín cardo, cardinis, que significa quicio o gozne, aquello sobre lo cual gira una puerta. Por eso, se llaman cardinales a aquellas virtudes en las que de algún modo gira y se funda la vida humana, como en ciertos principios de esa vida[21].
La vida humana es aquélla que es proporcionada al hombre. Se puede determinar cuál es la vida proporcionada al hombre comparando y contrastando la vida propia del hombre con otros tipos de vida. En la primera encontramos cierta naturaleza sensitiva, en la cual coincide con la de los animales. Asimismo, encontramos en la vida humana una razón práctica, la cual es propia del hombre según su grado. Por último, hallamos un intelecto especulativo, que, sin embargo, no se encuentra de modo perfecto en el hombre, como en el caso de los ángeles, sino según cierta participación en el alma[22].
De ahí que la vida propia del hombre no es la vida llamada voluptuosa, la vida de los placeres o deleites, que se adhiere a los bienes sensibles. Dicha vida es la vida bestial, la vida propia de los animales. Y tampoco es la vida propia del hombre la vida contemplativa. Esta vida es sobrehumana. La vida propiamente humana es la vida activa[23].
Por lo tanto, la vida que gira alrededor de las virtudes cardinales y se funda en ellas, como en ciertos principios, es la vida propia del hombre, concretamente la vida activa. Pero esta vida consiste en el ejercicio de las virtudes morales. Así, las virtudes morales giran alrededor de las virtudes cardinales y son fundamentadas por éstas.
Que las virtudes morales giren alrededor de las virtudes cardinales y sean fundadas por éstas implica que reciben algo de ellas. De ahí que se afirme que son ciertos principios que, como tales, rigen a las otras virtudes. Y tal vez precisamente por eso se llamen tambiénvirtudesprincipales a las virtudes cardinales.
En realidad, las virtudes cardinales se dicen principales de dos maneras distintas: “Podemos considerar de dos modos las cuatro virtudes (cardinales) indicadas. Primero, según sus principios formales comunes. De este modo se llaman virtudes principales, como generales, a todas las virtudes, de manera que, por ejemplo, la virtud que cause el bien en la consideración de la razón puede llamarse prudencia; y toda virtud que pone en las operaciones el bien debido y recto, se llamará justicia; y toda virtud que cohibe y reprime las pasiones, se llamará templanza; y toda virtud que fortalece el alma contra cualquier pasión, se llamará fortaleza (...) De esta manera se contienen en éstas las demás virtudes (...) Segundo: pueden ser consideradas en cuanto que cada una de ellas es denominada por lo que hay de principal en sus materias respectivas, y así son virtudes especiales contrapuestas a las restantes. Se llaman principales, sin embargo, por orden a las demás, a causa de la principalidad de su materia. Así, la prudencia es la virtud que impera; la justicia, la que trata de las acciones debidas entre iguales; la templanza, la que refrena las concupiscencias de los deleites del tacto; la fortaleza, la que da estabilidad frente a los peligros de muerte. Las otras virtudes pueden ser principales bajo otros aspectos, pero éstas se llaman principales por razón de su materia”[24].
Santo Tomás explica por qué existen cuatro virtudes cardinales -ni más ni menos- y por qué esas cuatro son precisamente la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza. Como hemos apuntado en la introducción, B. Häring sugiere que la humildad debe considerarse también una virtud cardinal[25]. Pero nos parece que las razones que aduce el Aquinate bastan para comprender en qué se distinguen las virtudes cardinales de la humildad y, por tanto, por qué la humildad no es una virtud cardinal. Santo Tomás dedica todo el primer artículo de De virtutibus cardinalibus a explicar la lógica inherente a este sistema de las cuatro virtudes cardinales, partiendo de tres puntos de vista diversos, o dicho de otro modo, fijándose en tres aspectos diferentes de la virtudes cardinales: sus respectivos modos, materias y sujetos.
En primer lugar tenemos los modos de la virtud o los cuatro actos virtuosos procedentes de la razón. Éstos vienen a ser como elementos comunes a todas las virtudes, o como requisitos del acto de virtud. Se trata, al parecer, del primer modo de considerar las virtudes cardinales como principales, es decir, en cuanto se contienen en ellas las demás virtudes. Y así, en todo acto de virtud debe intervenir la razón, en cuanto que dirige el acto virtuoso, la rectitud, entendida como la adecuada proporción respecto a algo extrínseco como a su fin; la firmeza, como adhesión adecuada al acto por parte del sujeto, y la moderación, concebida como la modificación adecuada de la sustancia del mismo acto[26]. La razón que dirige, la rectitud, la firmeza y la moderación son, pues, los modos o aspectos de toda virtud, que corresponden, respectivamente, a la prudencia, a la justicia, a la fortaleza y a la templanza.
Cuando se habla de modo aquí parece aludirse a lo que con anterioridad habíamos denominado modo de obrar; el cual, en la humildad, es la moderación de la pasión de la esperanza, concretamente de la apetencia de la propia excelencia. Por consiguiente, está incluido en la moderación como uno de los modos de la virtud, es decir, como uno de los elementos comunes a toda virtud, que corresponden a las cuatro virtudes cardinales. Así, la humildad puede estar contenida en toda virtud, pero a modo de subaspecto, por así decir, del aspecto moderativo de la templanza que está contenido en todo acto virtuoso.
Santo Tomás pasa luego a examinar las virtudes cardinales fijándose en su materia. Aquí considera la virtudes principales en cuanto virtudes especiales, no en cuanto aspectos de toda virtud. Hace notar cómo cada uno de estos modos del acto de virtud tiene una cierta principalidad en ciertas materias y actos especiales, por lo cual se los denomina virtudes principales o cardinales. La principalidad de la materia se refiere a la dificultad para moderar esa materia según la recta razón. Hace referencia a la dificultad para mantener dicha materia concreta dentro de los límites de la razón en comparación con la dificultad para controlar la materia concreta de las otras virtudes: “Es virtud principal aquélla a la que se atribuye principalmente algo perteneciente a la alabanza propia de cada virtud, en cuanto que lo practica en su propia materia, en la cual es sumamente difícil y perfecto practicarlo”[27].
Santo Tomás se fija primeramente en la materia de la prudencia, que viene a ser los actos de la razón práctica. En esta materia -que podemos denominar nosotros materia general, para distinguirla de la materia propia de la prudencia-, caben distinguir tres materias concretas o propias: 1) la búsqueda de lo bueno que ha de hacerse, que corresponde a la virtud de laeubulia; 2) el juicio sobre lo bueno, que corresponde a la synesim y al gnomen, con los que el hombre se hace buen juzgador; y 3) la ordenación de la ejecución del bien, lo cual pertenece a la prudencia. La búsqueda de lo bueno y el juicio acerca de ello están en función de la ordenación de la ejecución del bien. De donde se sigue que pertenece a la prudencia lo principal en estas materias o, lo que es lo mismo, en esta materia general-. Y por eso la prudencia es virtud cardinal en su materia (general)[28]. Además, si tomamos en cuenta lo que más arriba apuntamos, según lo cual la virtud principal es aquélla cuya materia concreta es más difícil de controlar, la prudencia es virtud cardinal también por este motivo.
Identificada ya la materia concreta de la prudencia y su principalidad en la misma, analiza seguidamente Santo Tomás la materia concreta de la justicia, poniendo también de manifesto su principalidad dentro de su materia.
La rectitud del acto por la disposición a algo extrínseco constituye una cierta materia. Esta disposición puede referirse tanto a las cosas que pertenecen a uno como propias, como a aquellas cosas que son para otro. La rectitud del acto por la disposición a algo extrínseco en estas últimas tiene mayor razón de bien y, por tanto, es más laudable. En efecto, muchos que pueden usar la virtud en las cosas propias no pueden usarla en las cosas de otros. Esta recta disposición a algo extrínseco que pertenece a otros corresponde precisamente a la justicia, y por eso se dice que la justicia tiene una cierta principalidad en su materia[29].
Por último, analiza Santo Tomás la templanza y la fortaleza, desde el punto de vista de sus respectivas materias y poniendo en evidencia su principalidad en ellas:
“La moderación o refreno es alabada y tiene razón de bien principalmente ahí donde la pasión impele de modo principal, la cual la razón debe refrenar a fin de que se alcance el medio de la virtud. Y la pasión máxima impele a las máximas delectaciones, las cuales son las del tacto; y por eso, por esta parte, se pone como virtud cardinal (principal) a la templanza, la cual refrena las concupiscencias de las delectaciones del tacto” [30]
En la Summa Theologiae, Santo Tomás aborda directamente la posibilidad de considerar la humildad una virtud cardinal en razón de la principalidad de su materia. Concretamente,explica por qué la templanza es virtud cardinal y no la humildad. Debe notarse, a este respecto, que Santo Tomás considera la humildad como parte de la templanza por su modo de obrar, pero no por su materia, la cual es parte de la fortaleza, como principio formal común, esto es, como virtud que fortalece al alma contra alguna pasión. En cualquier caso, a este tema le dedicaremos un apartado más adelante.
A propósito de si la templanza es una virtud cardinal, se plantea la siguiente objeción: “La esperanza-pasión es más importante que el deseo o placer. Como la humildad refrena la presunción de una esperanza desmedida, hay que concluir que esta virtud es más digna que la templanza moderadora de la concupiscencia”[31]. A continuación ofrece la respuesta a tal objeción: “El objeto de la esperanza es más principal que el de la concupiscencia. Por eso, la esperanza es la pasión principal del apetito irascible. Pero el objeto de la concupiscencia y del placer táctil mueve con mayor vehemencia al apetito; es más natural. Tal es la razón de que la templanza, que modera dicho movimiento, sea virtud principal (cardinal)”[32] y no la humildad.
Nos parece que aquí puede ser útil distinguir dos cosas. Una cosa es la principalidad en cuanto dificultad para practicar una virtud y otra la principalidad que se refiere a la importancia de una pasión y su correspondiente virtud. La concupiscencia y el placer táctil pueden ser más difíciles de controlar que la esperanza; pero la esperanza es más importante. Así, por ejemplo, es más importante ser humilde que ser casto, aunque cueste más ser casto que ser humilde. Hay que temer la soberbia más que la sensualidad, aunque ambas virtudes sean esenciales. En este sentido, quizá se pueda decir que es más fácil caer en un pecado mortal en contra de la castidad que caer en un pecado mortal contra la soberbia.
Con todo, no hay que subestimar, ni mucho menos, la dificultad para practicar la humildad. A este propósito, podemos recordar de nuevo lo que comenta Santo Tomás a propósito de las palabras de Cristo: “Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que entre un rico al reino de los cielos” (Mt 19, 24). El Aquinate interpreta que el rico se refiere al soberbio, y el camello, a Cristo, y el ojo de la aguja, a la pasión de Cristo. Así, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un soberbio se humille[33].
Por otra parte, Santo Tomás llega a afirmar que lo que el hombre desea más que cualquier otra cosa es la excelencia[34]. Esto parece contradecir lo que acabamos de apuntar: que la concupiscencia y el placer tactil mueven al apetito con mayor vehemencia que la esperanza. Nos parece que esto se resuelve hasta cierto punto tomando en cuenta que todo depende de la persona de que se trate y de la etapa en la vida espiritual en la que se halle.
Por lo que se refiere a la consideración de la principalidad de la fortaleza como virtud especial, Santo Tomás hace el siguiente planteamiento. Las cosas que mueven a la fuga constituyen una cierta materia. Dentro de esta materia, existen algunas cosas en las que la pasión mueve máximamente a la fuga. Éstas constituyen la materia principal dentro de esta materia, porque en ella la virtud es más laudable y tiene mayor razón de bien. Esta materia principal está constituida por los máximos peligros, es decir, los peligros de muerte. Precisamente de esto de ocupa la fortaleza, y por lo mismo, es una virtud principal o cardinal[35].
De nuevo en la Summa Theologiae, Santo Tomás aborda directamente la posibilidad de considerar la humildad como virtud cardinal en atención a su materia: “Entre las pasiones del irascible lo más importante es lo que pertenece a los temores y audacias a propósito de los peligros de muerte, sobre los cuales versa la fortaleza. De ahí que la fortaleza se diga virtud cardinal en el irascible, no la mansedumbre que versa sobre las iras (...), debido a que (la ira) es la última entre las pasiones del irascible; ni tampoco la magnanimidad y la humildad, las que de algún modo se relacionan con la esperanza o con la confianza de algo grande. Pues la ira y la esperanza no mueven al hombre con una intensidad tal como el temor de la muerte”[36]. De modo que la humildad no es una virtud principal porque no versa sobre lo que es más principal o difícil en su materia, pues entre las pasiones del irascible -de las que versan la fortaleza- lo más difícil es lo que pertenece a los temores y audacias a propósito de los peligros de muerte.
Finalmente, Santo Tomás adopta el punto de vista de los sujetos de las virtudes cardinales. Aquí parece tomar las virtudes cardinales tanto como elementos comunes a toda virtud como como virtudes especiales. Y así, señala que existen sólo cuatro potencias capaces de actuar como principios de los actos humanos, es decir, voluntarios: la razón, la voluntad, el irascible y el concupiscible. A cada una de ellas corresponde una de las virtudes cardinales. La prudencia radica en la razón, la justicia en la voluntad, la fortaleza en el irascible y la templanza en el concupiscible[37].
Así pues, como cada una de estas cuatro virtudes corresponde perfectamente a estos cuatro potencias, y como éstas son las únicas que pueden actuar como principios de los actos humanos, no puede haber otra virtud cardinal que no sea parte de una de éstas. Con lo cual, la humildad no es virtud cardinal.
Y concluye Santo Tomás la respuesta a la cuestión de si son cuatro las virtudes cardinales -la prudencia, la justicia, la templanza y la templanza-: “Por todo lo cual, resulta claro el cálculo (ratio) de las virtudes cardinales, ya por parte de los modos de la virtud, que son como las razones formales, ya por parte de la materia, ya también por parte de los sujetos”[38]. Así, queda expuesto lo que explica que sean cuatro las virtudes cardinales y que sean, en concreto, la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, y que se excluye de ellas la humildad.
1.4 La magnanimidad
La materia de la humildad, al igual que la de la magnanimidad, se relaciona en cierto modo con la esperanza o con la confianza de algo grande[39]. De modo que las dos virtudes coinciden en lo que hemos denominado como la materia próxima de la humildad: la pasión de la esperanza. Convienen, además, en lo que hemos llamado la materia remota, esto es, el bien arduo, y más concretamente, los honores[40]. Y como ambas tiene relación con el bien arduo, las dos tienen como sujeto al apetito irascible. Sin embargo, se distinguen en que la humildad se relaciona con el bien arduo en la medida en que éste es atractivo o bueno; en cambio, la magnanimidad se relaciona con él en cuanto es difícil o arduo[41].
Por lo que respecta al fin de estas virtudes, no parece haber ninguna diferencia. En efecto, el fin de la magnanimidad no parece ser distinto al que hemos mencionado como el propio de la humildad, es decir, la búsqueda moderada de la propia excelencia. Y así, ambas virtudes coinciden en su materia, en su sujeto y en su fin.
La humildad y la magnanimidad se distinguen en cuanto a su modo de obrar: “Hablando de las pasiones dijimos que el bien arduo reune dos cualidades: una que nos atrae, la razón de bien; otra que nos retrae, la dificultad para conseguirlo. El primer aspecto da lugar a un movimiento de esperanza; el segundo, a un movimiento de desesperación. También expusimos ya que, para moderar esos movimientos o impulsos en busca del bien, necesitábamos una virtud moralque nos sirviera de freno, y otra para dar firmeza de ánimo y valor, a fin de resistir al movimiento de alejamiento. Por consiguiente, en torno al apetito del bien arduo se precisa una doble virtud: la primera, para moderar y refrenar el espíritu a fin que no aspire desmedidamente a cosas altas, misión que cumple la humildad; la segunda, que dé firmeza al ánimo contra la desesperación y le empuje a la consecución de los grandes bienes conforme a la recta razón. Esta función se confía a la magnanimidad”[42]. De modo que en lo que se diferencian la humildad y la magnanimidad es en el modo de obrar: la humildad refrena la tendencia inmoderada hacia las cosas grandes, en tanto que la magnanimidad impulsa el movimiento del alma hacia lo grande.
En realidad, a juzgar por sus respectivos modos de obrar, la humildad y la magnanimidad podrían parecer, no ya virtudes distintas, sino contrarias. Sin embargo, no existen virtudes que se opongan entre sí. Efectivamente, la humildad y la magnanimidad no se oponen entre sí porque convienen en su sometimiento al dictamen de la razón[43]: la humildad refrena la tendencia a lo grande en vista del bien de la razón y la magnanimidad anima el movimiento del alma hacia lo grande también según la recta razón.
Las dos virtudes se distinguen también, y quizá sobre todo, en cuanto a sus respectivos motivos. El motivo de la humildad, como ya se ha dicho, es la reverencia debida a Dios. Y así, la humildad lleva a ver nuestros propios defectos y los dones de Dios en los demás; en cambio, la magnanimidad lleva a ver los dones de Dios en nosotros -y, por tanto, a luchar por alcanzar la excelencia acorde con nuestros dones-, y puede llevar al desprecio de los demás si vemos que éstos no aprovechan sus dones; pero la distinción fundamental está en que la humildad mira sobre todo los dones de Dios en otros mientras que la magnanimidad mira los dones propios[44]. En este sentido, la humildad proporciona una visión más amplia[45]. Efectivamente, como es lógico, existen más dones fuera de nosotros que dentro de nosotros. En fin de cuentas, “la humildad nos llama a mirar hacia fuera de nosotros para ver el obrar de Dios”[46].
1.5 La mansedumbre
“Toda la nueva ley consiste en dos cosas: la mansedumbre y la humildad. Por la mansedumbre el hombre se ordena respecto al prójimo... Por la humildad se ordena respecto a Dios y respecto a sí mismo”[47]. Estas palabras que hemos citado con anterioridad en otro contexto, señalan que la mansedumbre y la humildad tienen en común que toda la nueva ley consiste en ellas, y se distinguen en que la mansedumbre ordena a uno a los demás, mientras que la humildad ordena a uno a Dios y a uno mismo.
La humildad y la mansedumbre también tienen en común que pertenecen a la fortaleza, son parte de ella, según la materia. Así se desprende de las siguientes palabras, que ya hemos citado: “Entre las pasiones del irascible lo más importante es lo que pertenece a los temores y audacias a propósito de los peligros de muerte, sobre los cuales versa la fortaleza. De ahí que la fortaleza se diga virtud cardinal en el irascible, no la mansedumbre que versa sobre las iras..., debido a que (la ira) es la última entre las pasiones del irascible; ni tampoco la magnanimidad y la humildad, las que de algún modo se relacionan con la esperanza o con la confianza de algo grande. Pues la ira y la esperanza no mueven al hombre con una intensidad tal como el temor de la muerte”[48]. Se ve, pues que se distinguen en lo que se refiere a su materia próxima: la humildad refrena la pasión de la esperanza, mientras que la mansedumbre refrena la ira.
La humildad y la mansedumbre también coinciden en que son parte de la templanza, según su modo de obrar propio. Así se desprende del siguiente texto: “La norma a la que nos atenemos en la designación de las distintas partes de una virtud es el modo formal (modo de obrar propio) de esa virtud principal. El modo característico de la templanza y fuente de su nobleza es el refrenar o moderar el ímpetu de la pasión. En orden a esa moderación, todas las virtudes que refrenan o moderar el ímpetu son partes de la templanza. Y así como la mansedumbre refrena el movimiento de ira, la humildad refrena el movimiento de esperanza, que es aspiración del espíritu a cosas altas. Luego, con igual derecho que proponemos la mansedumbre como parte de la templanza, hay que proponer también la humildad”[49].
Ambas virtudes ayudan al conocimiento de la verdad. En efecto, son necesarias para la averiguación y el juicio de la verdad[50]. La soberbia ciega[51], y la ira perturba el juicio de la razón.
Por último, la humildad propia parece facilitar la mansedumbre de los demás. De este modo, por ejemplo, los que se arrepienten de las injurias hechas a otros y se humillan y les piden perdón, mitigan la ira de éstos: “La respuesta suave quebranta la ira”. La humildad mitiga la mansedumbre, por cuanto pedir perdón por la ofensa manifiesta que se tiene en mucho a aquél ante quien uno se humilla[52].
1.6 La obediencia
Santo Tomás parece considerar la obediencia como parte de la humildad o, por lo menos, como causada por ella, al decir que los grados de humildad de la regla de San Benito están bien señalados. Recordemos que dicha regla contempla como noveno y décimo grado de la humildad “llevar con paciencia la obediencia en cosas ásperas y difíciles” y “someterse a los mayores por obediencia”[53]. Dice Santo Tomás: “No hay dificultad en atribuir a la humildad cosas que pertenecen a otras virtudes, pues así como un vicio nace de otro, así también el acto de una virtud tiene su origen en otra anterior”[54].
Consideramos que, en este caso, los actos pertenecientes a la obediencia y a la paciencia son originados por un acto de humildad y no al revés. Así se entiende que Santo Tomás diga que la obediencia es causada por la reverencia a los superiores[55], mientras que la humildad es causada por la reverencia a Dios. Pues si se obedece a los superiores es, en última instancia, porque se quiere obedecer a Dios[56]. De ese modo, además, se comprende que Santo Tomas diga que la razón por la que nos sometemos a los demás es por aquello que participan de Dios.
Las dos virtudes coinciden también en que se pueden entender no sólo como virtudes especiales sino también como virtudes generales. Así, Santo Tomás habla de un sentido universal de la humildad[57]. Se trata de la humildad en cuanto virtud por la que la persona se somete al dictamen de la ordenación que establece la justicia. De todas formas, el Aquinate no desarrolla esta idea.
Del mismo modo, la obediencia se puede entender también como una virtud en la que está incluida toda virtud, porque todos los actos de las virtudes caen bajo los preceptos de la ley divina. Así entendida, no es una virtud especial, que es aquella que supone cierta inclinación al cumplimiento de los preceptos por el motivo de que son debidos[58].
Por otra parte, como mencionamos ya en la introducción, O. Lottin ha planteado que tanto la humildad como la obediencia están, a su vez, unidas a la virtud de la religión[59]. Ciertamente, es evidente el parecido que tienen estas virtudes con la religión. Sin embargo, ello no significa necesariamente que sean una parte de la misma. En el fondo, nos parece que toda virtud se relaciona de algún modo con la religión.
Por lo que se refiere a la relación de la humildad con la virtud de la religión, desde luego que Santo Tomás considera la humildad una virtud distinta a la religión. Hablando de la oración como acto de la virtud de la religión, afirma que la humildad concurre en la oración en la medida en que hace que nos reconozcamos necesitados. La religión, en cambio, se encarga de presentar la oración a Dios[60]. Según el Aquinate, la humildad no es sólo distinta de la humildad, sino que no forma parte de ella. En efecto, en la Suma Teológica anexiona la religión a la virtud de la observancia; la humildad, en cambio, a la templanza.
2. La humildad como parte de algunas virtudes
Anteriormente hemos enunciado que la humildad forma parte de la virtud cardinal de la templanza atendiendo a su modo de obrar, y a la virtud cardinal de la fortaleza en atención a su materia. Se trata ahora de desarrollar más a fondo esta idea. Examinaremos primero la humildad como parte de la templanza (2.1) y después como parte de la fortaleza (2.2).
2.1 La humildad como parte de la templanza según el modo de obrar
Una virtud moral puede pertenecer a una virtud cardinal de uno de estos tres modos: como parte integral, como parte subjetiva o como parte potencial[61]. Una virtud que es parte integral de una virtud cardinal constituye un componente que por fuerza ha de concurrir para la perfección del acto de una virtud determinada. La parte integral es como una condición para la actividad moral; es decir, como una condición que se tiene que dar para que un acto de virtud sea perfecto. Las partes integrales de la templanza, por ejemplo, son dos: la vergüenza, por la que huimos de la torpeza contraria a la templanza, y la honestidad, por la que se ama la belleza propia de la templanza[62].
Una virtud que es parte subjetiva de una virtud principal constituye una especie de esa virtud[63]. Todas las virtudes cardinales -salvo la fortaleza- están divididas según diversas especies. La templanza, en concreto, tiene varias partes subjetivas o especies: la abstinencia, la sobriedad, la castidad y la virginidad.
Una virtud que se dice parte potencial de una virtud principal es una virtud aneja que se ordena a otros actos o materias secundarias[64]. Es un hábito secundario. A veces se le llama a la parte potencial virtud secundaria o aneja. Las cuatro virtudes cardinales tienen agrupadas alrededor de sí virtudes anejas que imitan su modo de funcionar[65].
El criterio para determinar si una virtud pertenece a una u otra virtud cardinal como parte potencial es la coincidencia en el modo formal (modo de obrar propio), no en la coincidencia en el sujeto o en la materia[66]: “Al juntar a una virtud principal otras secundarias, nos fijamos más en el modo como la imitan (...) que en la materia sobre que versan”[67]. En efecto, una virtud secundaria se considera tal cuando la materia propia es distinta de la de la virtud cardinal, siendo, sin embargo, igual el modo de conducirse[68].
Santo Tomás ofrece dos motivos por los que elige el modo formal como criterio para asignar una virtud moral a una virtud moral cardinal como parte potencial. Por una parte, “el modo de obrar es lo más característico de la virtud y de donde recibe su nombre”[69]. Por otra, “la unión de una virtud secundaria a la principal no se considera sólo por la materia, sino principalmente por parte del modo, ya que siempre es más excelente la forma que la materia”[70].
Santo Tomás considera que la humildad es una parte potencial de la templanza, junto con la continencia, la mansedumbre y la clemencia, entre otras[71]. No es una parte integral porque es más que una condición necesaria para un acto perfecto de virtud. En efecto, es un hábito específico con su propio fin. No puede ser tampoco una parte subjetiva, por cuanto su materia no es principal sino secundaria.
En concreto, la humildad es una parte potencial de la templanza por exclusión. No es una virtud aneja a la prudencia porque ésta es esencialmente una virtud intelectual. No es una virtud aneja a la justicia, porque la función principal de ésta no es racionalizar el apetito interior, las pasiones, sino retribuir lo debido a Dios o al prójimo. Tampoco es parte de la fortaleza, porque la humildad reprime más que usa, la esperanza o la confianza en sí mismo, en tanto que la fortaleza apoya y estimula el alma.
Ahora bien, al concebir la humildad como parte potencial de la templanza, surge una dificultad: la soberbia se opone a la humildad, y el Filósofo coloca a la soberbia entre los vicios opuestos a la virtud de la fortaleza[72]. Santo Tomás resuelve este problema del modo que sigue: “La soberbia, en cuanto que aspira desmedidamente (superextendit) a aquellas cosas que están sobre ella misma, tiene algo del modo de la audacia; y por eso se reduce de algún modo a los vicios opuestos a la fortaleza; aunque propiamente hablando, según lo que comúnmente llamamos soberbia, ésta sea más bien exceso de magnanimidad. Sin embargo, la humildad, en cuanto que es una disminución, tiene algo del modo de la templanza; y por eso a ella se reduce, como parte potencial”[73].
De modo que la única virtud cardinal a la que se asemeja la humildad en su modo formal o modo de obrar es la templanza. La humildad reprime el apetito en su tendencia hacia su objeto, el bien arduo, y -añadimos- animando a la esperanza sólo ocasional y secundariamente. Además, Santo Tomás dice expresamente que “toda virtud que produce moderación en cualquier materia, y reprime el apetito en su tendencia hacia algún objeto, puede ser colocada como una parte potencial de la templanza”[74].
Ahora bien, dentro de la partes potenciales de la templanza ¿dónde se encuentra la humildad? Santo Tomás la coloca como la primera parte de la modestia, la cual “se distingue de la templanza en cuanto que esta última modera los movimientos más difíciles de refrenar, mientras que la modestia se fija en los más fáciles”[75]. La modestia ordena aquellos movimientos desordenados que no han sido ya templados por la continencia o la mansedumbre. Estos movimientos desordenados que templa la modestia son: 1) los movimientos del alma hacia la excelencia, los cuales son templados por la humildad; 2) los movimientos de curiosidad, que son templados por la estudiosidad; 3) los movimientos indecentes y deshonestos, los cuales son templados por la eutrapelia o modestia corporal: y, por último, 4) los movimientos desordenados en cuanto al modo de vestir y ornato exterior, que son templados por la modestia en el ornato.
Finalmente, como resumen de este apartado, transcribimos íntegramente la respuesta de Santo Tomás en el artículo cuarto de la Cuestión 161 titulado Si la humildad forma parte de la modestia o templanza:
“La norma a la que nos atenemos en la designación de las distintas partes de una virtud es el modo formal (modo de obrar propio) de esa virtud principal. El modo característico de la templanza y fuente de su nobleza es el refrenar o moderar el ímpetu de la pasión. Por orden a esa moderación, todas las virtudes que refrenan o moderan el ímpetu son partes de la templanza. Y así como la mansedumbre refrena el movimiento de ira, la humildad refrena el movimiento de esperanza, que es aspiración del espíritu a cosas altas. Luego, con igual derecho que proponemos la mansedumbre como parte de la templanza, hay que proponer también la humildad. Por eso, como Aristóteles dice que quien aspira a cosas pequeñas, conforme a su condición, no es magnánimo, sino solamente ‘moderado’, nosotros podríamos decir que es humilde. Y entre las diversas partes de la templanza hay que colocar esta virtud bajo la modestia, como enseña Cicerón, ya que la humildad no es otra cosa que cierta moderación de espíritu. De ahí que San Pedro nos hable de ‘la incorruptibilidad del espíritu tranquilo y modesto’”[76].
2.2 La humildad como parte de la fortaleza según la materia
Como ya hemos señalado, la materia próxima de la humildad es la esperanza y su materia próxima el bien arduo, concretamente el bien arduo de los honores. La esperanza es una pasión que pertenece al irascible y el bien arduo, el bien que corresponde al apetito del irascible. Por su parte, podemos decir que la fortaleza tiene como materia próxima los temores y audacias y, como materia remota el bien arduo de la vida en circunstancias de peligro de muerte[77]. Ponemos podemos decir porque Santo Tomás no distingue entre materia próxima y materia remota de la fortaleza. Y así, la humildad y la fortaleza coinciden en que tienen como sujeto el irascible, en que actúan sobre una pasión de esa potencia, cuyo objeto es el bien arduo. En pocas palabras, estas virtudes coinciden en la materia: ambas actúan sobre una pasión del irascible.
Para evitar confusiones, podríamos decir que convienen en la materia general, distinguiéndola así de la materia propia de cada uno, que consta a su vez de una materia próxima propia al igual que una materia remota propia. La materia próxima propia de la humildad es la esperanza, siendo su materia remota propia los honores. En cambio, la materia próxima propia de la fortaleza son los temores y audacias y la materia remota la vida en peligros de muerte como bien arduo que se persigue.
Lo que determina que una virtud sea principal o cardinal respecto a aquellas con las que coinciden en su materia general es, en definitiva, como ya hemos dicho, la dificultad para controlar la materia propia de cada una, es decir, la pasión correspondiente en su tendencia hacia su objeto propio. Así, los temores y audacias a propósito de los peligros de muerte mueven con más intensidad que la esperanza[78]. Y por eso, la fortaleza es virtud principal en el irascible, y no la humildad.
De este modo, aunque Santo Tomás coloque la virtud de la humildad como una aneja o secundaria de la templanza, por emplear -como a continuación veremos en detalle- el criterio del modo de obrar para asignar una virtud secundaria a una virtud cardinal, nos parece que podemos decir que afirma, de modo implícito, que la virtud de la humildad forma parte de la virtud cardinal de la fortaleza o que, por lo menos, puede considerarse parte de ella, si se utiliza el criterio de la materia. En ese caso, la humildad quedaría no como virtud secundaria sino como parte subjetiva de la misma, es decir, como una especie suya.
3. La humildad como fundamento de todas las virtudes
Consideremos ahora la relación que guarda la humildad con las virtudes en general. Ya hemos visto la coincidencia y la distinción de la humildad respecto de algunas virtudes, e incluso hemos señalado en algunos casos la dinámica que se da entre la humildad y algunas de éstas. Se trata ahora de fijarnos en una relación concreta que se da entre la humildad y todas las demás virtudes: su fundamentación respecto de ellas.
Explicaremos en primer lugar en qué sentido se dice que la humildad es fundamento (3.1). A continuación, distinguiremos el modo de fundamentación de la humildad de otros modos de fundamentación (3.2).
3.1 El alcance del término fundamento aplicado a la humildad
Comentando las palabras del Apóstol San Pablo -“La virtud se perfecciona en la debilidad” (Cor II, 12, 9)-, dice Santo Tomás algo a lo que ya hemos hecho referencia en otro contexto: “la virtud se perfecciona en la debilidad, no porque la debilidad cause la virtud, sino porque da ocasión para cierta virtud, esto es, para la humildad”[79]. Al identificar aquí la virtud de la que habla San Pablo con la virtud de la humildad, parece afirmar que la humildad de alguna manera engloba a la virtud en general, o lo que es lo mismo, a todas las virtudes. Quizá pueda decirse que sea a este carácter global de la humildad al que alude cuando señala que ella es guardián[80] de las otras virtudes. Así, el hecho de que las englobe se daría en la forma de una conservación. En cualquier caso, Santo Tomás dice que la humildad es “guardián de las virtudes” (custos virtutum), pero no explica por qué la considera como tal. De todas formas, este cierto carácter global de la virtud de la humildad parece estar relacionado con su carácter de fundamento.
Por otra parte, es interesante notar que Santo Tomás habla de la soberbia como poseyendo cierto carácter general, a pesar de ser un pecado especial[81]. Nos detenemos ahora en este punto por cuanto ayuda a comprobar si, efectivamente, la humildad tiene cierto carácter global o general y a determinar el sentido en que la humildad es guardián de las virtudes, y si esto tiene que ver con su carácter de fundamento.
Para entender el sentido en el que se dice que la soberbia tiene cierto carácter general, hay que advertir que se puede considerar este vicio de dos maneras: una, desde la perpectiva de su especie propia, que le viene de su objeto propio -la apetencia o amor desordenado de la propia excelencia, lo cual, por otra parte, se corresponde con lo que hemos denominado el fin de la humildad: la apetencia razonable de la propia excelencia-, y en este sentido es un pecado especial; y otra, según una cierta redundancia que puede tener sobre todos los otros pecados, y en este sentido tiene cierto carácter general[82]. Santo Tomás alude también al sentido universal de la humildad[83], como hemos apuntado antes, pero no explica el alcance que le otorga a esta expresión[84].
La soberbia, en cuanto pecado especial, ha sido considerada por algunos autores como un vicio capital, es decir, un pecado especial del que nacen otros muchos tipos de pecados[85]. Un vicio capital es un pecado que tiene un fin sumamente apetecible, por lo que el deseo de él da lugar a otros muchos pecados derivados[86]. Así, parece existir cierto paralelismo entre el concepto de vicio capital y el de virtud cardinal. Los vicios capitales, al igual que las virtudes cardinales, tratan sobre aquellas cosas que son más apeticibles, que son más difíciles de practicar.
En cambio, Santo Tomás, siguiendo a San Gregorio, opta por fijarse en el influjo que ejerce la soberbia sobre los demás pecados, en virtud del cual se la considera reina y madre de los demás pecados[87]. Por tanto, no incluye la soberbia entre los principios especiales de los vicios, esto es, los vicios capitales[88]. Efectivamente, para el Aquinate la soberbia parece ser un vicio más importante aún que los vicios capitales, por cuanto los mismos pecados capitales nacen de ella[89]. Así, por ejemplo, la soberbia causa la vanagloria, que se distingue de la soberbia en que ésta busca la propia excelencia, en tanto que aquélla busca manifestar esa excelencia[90]. Y lo mismo cabe decir de la envidia[91].
La razón por la que la soberbia tiene cierta causalidad sobre los demás pecados parece ser que los fines de todos los pecados se ordenan a su fin, y esto, porque de todo bien perseguido se sigue cierta perfección y excelencia, y la excelencia es justamente lo que más desea el hombre[92]. Este motivo que aduce Santo Tomás parece claro. Sin embargo, llama la atención que, existiendo un paralelismo entre los pecados capitales y las virtudes cardinales y habiendo optado por no incluir la soberbia entre los pecados capitales, como han hecho otros autores, el Aquinate entienda la humildad, no ya como una virtud cardinal, sino como parte de una de ellas, a saber, la templanza.
Si bien Santo Tomás afirma que la soberbia tiene cierto carácter general, en el sentido de que puede tener cierta redundancia sobre los otros pecados, no la considera un pecado general, precisamente porque tiene un objeto propio: la apetencia desordenada de la propia excelencia. En este sentido, se plantea una objeción en favor de considerar la soberbia como un pecado general. Todo pecado especial contraría a alguna virtud especial, mientras que la soberbia es capaz de corromper cualquier virtud, así como -podríamos añadir- la humildad conserva o guarda las demás virtudes. Parecería, pues, que la soberbia no es un pecado especial, sino un pecado general.
A esta dificultad responde con el argumento que sigue. Es necesario tener en cuenta que la corrupción de una virtud se puede dar de dos modos: primero, por una oposición directa y, segundo, por un abuso de esa misma virtud. Según el primer modo, la soberbia corrompe, concretamente, a la humildad; mas del segundo modo es capaz de destruir todas las virtudes, en la medida en que puede tomar ocasión de todas ellas -incluso de la humildad[93] y también las teologales-, para enorgullecerse, al igual que lo puede hacer respecto de cualquier otra excelencia[94].
Así pues, la soberbia no es esencialmente un pecado general o universal, sino sólo por cierta redundancia, en el sentido de que de él pueden nacer todos los demás pecados[95]. En este sentido se dice que la soberbia es inicio o principio de todos los pecados[96]. De modo que se puede cometer un pecado concreto que no sea inducido por la soberbia, sino por la flaqueza o la ignorancia[97]. Y en este caso tenemos un pecado venial. Si la soberbia fuese un pecado universal o general, todo pecado sería mortal. Sin embargo, sólo hay pecado mortal cuando éste procede de una soberbia perfecta[98].
En virtud del carácter general del vicio de la soberbia, todos los pecados pueden tener su origen en él. Y por el hecho de que el objeto de la soberbia es el desprecio de la ley divina, se puede decir que hay soberbia en todo pecado, teniendo en cuenta lo que acabamos de decir: que algunos pecados se pueden cometer, no por soberbia, sino por flaqueza o ignorancia. De tal manera que, en un determinado acto, puede haber soberbia en cuanto al efecto externo -por cuanto que en toda transgresión de la ley divina hay soberbia contra Dios-, pero sin afecto[99].
En resumen, y aplicando al caso de la humildad todo lo expuesto acerca del cierto carácter general que tiene la soberbia, podemos decir que, efectivamente, la humildad posee también cierto carácter general precisamente por ser guardián de todas las virtudes, ya que las conserva de la corrupción de la soberbia, la cual corrompe directamente a la misma humildad, pero puede también destruir, por abuso, cualquier virtud. En definitiva, decir que la humildad tiene cierto carácter general equivale a decir que es guardián de las virtudes. La distinción está, si acaso, en que esta última expresión es más gráfica.
El cierto carácter general de la humildad, o lo que es lo mismo, su función de guardián de las demás virtudes, se refiere igualmente a su carácter de fundamento. Son tres modos de señalar la misma realidad. En efecto, la humildad es fundamento de todas las demás virtudes, en el sentido de que remueve lo que acecha a las buenas obras de la virtud a fin de destruirlas[100], esto es, la soberbia.
La palabra fundamento añade, si acaso, un matiz. Lo que es fundamento da firmeza, consolida. De manera que la humildad fortalece de alguna forma a las otras virtudes. La razón por la que da firmeza a las otras virtudes es porque remueve la soberbia. En este sentido, la soberbia sería, así, al parecer, lo que debilita a esas otras virtudes. De lo cual podemos concluir que si no hay humildad alguna, no puede mantenerse en pie ninguna virtud; aparece así como condición de las demás virtudes. E igualmente, podríamos deducir de ello que las virtudes se hacen más estables, al menos en parte, en la medida en que crece la humildad.
Por último, saliéndonos ya de la terminología de Santo Tomás, podemos mencionar, como otro modo en que se ha formulado la humildad en cuanto fundamento, el considerarla como una especie de meta-virtud, como una virtud necesaria para la adquisión de la virtud en general[101]. Así, como afirma Schlesinger, la humildad consiste esencialmente en un olvido de sí que proporciona una mayor objetividad[102], lo cual es necesario para el desarrollo de cualquier virtud. Se trata de un modo positivo de plantear la función de la humildad en lo que se refiere a la práctica de las virtudes en general. Efectivamente, si la soberbia ciega, y la humildad se encarga de guardarnos de la soberbia, entonces puede decirse que aquélla da luz al entendimiento; lo que es útil para la prudencia y, por consiguiente, para todas las virtudes.
3.2 El alcance del concepto fundamento aplicado a otras virtudes
La humildad no es la única virtud que Santo Tomás califica de fundamento de las otras. Veamos ahora qué otras virtudes considera Santo Tomás como fundamento de otras y en qué se distinguen de la humildad en lo que se refiere a su carácter fundante.
Una cosa puede ser primera -entiéndase fundamento- de modo esencial o de modo accidental[103]. Las virtudes teologales son necesariamente de modo esencial las primeras entre las demás virtudes, puesto que el fin es principio en el orden operativo, y las virtudes teologales tienen como objeto precisamente al fin último. Y entre éstas, la fe es la primera. En efecto, la voluntad no puede tender hacia el fin último si no se halla antes en el entendimiento. Y el fin último está en el entendimiento justamente por la fe, estando en la voluntad por la esperanza y la caridad.
Una cosa puede ser fundamento de otra también de modo accidental. Una causa accidental es igualmente primera de modo accidental. Apartar los obstáculos es efecto de una causa accidental. En este sentido, algunas virtudes pueden ser anteriores a la fe en cuanto que apartan los impedimentos para creer. Este es el caso de la humildad, la cual aparta la soberbia, que es un obstáculo para la virtud de la fe en la medida que hace que el hombre no se someta a la verdad de fe. Con todo, las virtudes que son causa accidental de otras virtudes -entre las que se incluye la humildad- no son verdaderas virtudes si no van unidas a la fe.
Por tanto, las virtudes teologales son las únicas que se dicen fundamento esencial o causa esencial de las demás virtudes. La humildad, en cambio, es causa accidental de las mismas. Y este es el modo en que causa la fe en concreto, y también el resto de las virtudes, porque la fe es la primera de todas las virtudes; es anterior incluso a la esperanza y a la caridad.
En realidad, las virtudes teologales son también los principios o fundamentos de los dones del Espíritu Santo, y éstos, a su vez, de las virtudes intelectuales y morales[104]. Podríamos anadir que su fundamentación respecto a las otras virtudes es parecida a la de la humildad en la medida en que tornan dóciles a las potencias del alma a la acción del Espíritu Santo, y en ese sentido, remueven obstáculos.
Por lo que se refiere concretamente al don de temor -que, como hemos dicho, corresponde a la virtud de la humildad- hay que señalar que la Sagrada Escritura dice de algún modo que es fundamento de las virtudes: “el temor del Señor es inicio de la sabiduría” (Sal 110, 2). El temor del Señor fundamenta las demás virtudes concretamente en el sentido de que destierra el pecado (cfr. Si 1, 27) en lo que se refiere a los éxitos o victorias (prospera) en la medida que son ocasión de pecado[105]. Por éxitos aquí se puede entender honores.
Las virtudes cardinales también se dicen fundamento por la misma razón por la cual son cardinales, es decir, por la principalidad de su materia, y en ello se diferencia su modo de fundamentar las otras virtudes: “La humildad se llama conservación y fundamento de las otras virtudes en su ser, en cuanto que remueve lo que obstaculiza, a saber, la soberbia, la cual acecha las buenas obras, a fin de que perezcan, como dice Agustín, no por la principalidad de la materia, a la cual las materias de las otras virtudes se reducen, de tal manera que los movimientos de las otras virtudes se hicieran firmes por la humildad, cosa que hace la virtud cardinal” [106].
En definitiva, la manera de fundamentar las demás virtudes propio de las virtudes cardinales se distingue de la forma en que lo hace la humildad, en que aquéllas las fundamentan directamente, mientras que la humildad lo hace indirectamente: “La humildad da firmeza a todas las virtudes indirectamente, removiendo aquello que amenaza las buenas obras de la virtud, para que perezcan; pero con las virtudes cardinales se da firmeza a las otras virtudes directamente”[107]. Esto constituye una razón adicional por la cual la humildad no es una virtud cardinal: no fundamenta a las otras virtudes directamente -como lo hacen las virtudes cardinales- sino indirectamente. Así, si se compara la vida espiritual con un edificio, la humildad viene a ser como la base del mismo y la virtudes cardinales como sus pilares.
Cabría preguntarse si al hablar Santo Tomás de las virtudes cardinales como fundamento directo de las otras virtudes se refiere al conjunto de las cuatro en relación con todas las demás virtudes que no son cardinales, o a cada una de ellas en particular con relación a sus virtudes anejas o adjuntas. Nos parece que Santo Tomás se refiere a cada virtud cardinal en particular: la fortaleza, la templanza, la justicia y la prudencia fundamentan de forma directa a cada una de las virtudes secundarias que de ellas dependen. Aun así, nos parece que habría que admitir que una virtud cardinal es fundamento también de las otras virtudes que no dependen directamente de ella, y esto en virtud de la conexión que existe entre todas las virtudes. Así y todo, la relación que existe entre una virtud cardinal y una virtud no aneja a ella nos parece que debería concebirse como una redundancia y no como una fundamentación.
Por otra parte, no parece que se pueda decir que una virtud cardinal sea fundamento de otra virtud cardinal -ni directo, ni indirecto-, por cuanto están, en principio, a un mismo nivel; sólo sería fundamento indirecto de las virtudes anejas al resto de las virtudes cardinales, pero en el sentido de que da firmeza a éstas por una cierta redundancia o influjo en ellas. Cabría preguntarse, además, si alguna virtud cardinal da firmeza a la humildad. En efecto, al colocar la humildad como una virtud aneja a la templanza[108], afirma de modo implícito que la templanza da firmeza a la humildad, lo cual parece una contradicción: por un lado se afirma que es fundamento de todas las virtudes -incluidas, si hemos entendido bien el texto de Santo Tomás, las virtudes cardinales-, y, por otro, que la templanza es fundamento de la humildad. Nos inclinamos a pensar que la humildad es fundamento de todas las virtudes en un sentido -por así decir- absoluto, de manera que ninguna otra virtud moral le da firmeza.
Transcribimos de nuevo el texto citado anteriormente, pero haciendo otro subrayado: “La humildad da firmeza a todas las virtudes indirectamente, removiendo aquello que amenaza las buenas obras de la virtud, para que perezcan; pero con las virtudes cardinales se da firmeza a las otras virtudes directamente”[109]. Al referirse a las virtudes de las que la humildad es su fundamento, Santo Tomás las califica con el adjetivo todas (omnes). En cambio, para referirse a las virtudes respecto de las cuales cada una de la virtudes cardinales es fundamento, emplea el calificativo otras (aliae). Sería preciso determinar si el término otras aquí equivale a todas. Nos parece que afirmar que la humildad es fundamento de todas las virtudes implica que también es fundamento de las virtudes cardinales, aunque Santo Tomás no lo formule así de modo explícito. De ser así, no parecería que fuese fundamento indirecto de las virtudes cardinales, sino fundamento directo. Aclarar este punto tiene su importancia, pues si se afirma que la humildad no fundamenta de modo directo las virtudes cardinales, entonces podría quizá considerarse, bajo su aspecto de fundamento -si bien indirecto-, como virtud cardinal; en cambio, si se afirma que la humildad fundamenta directamente las virtudes cardinales, entonces resultaría bastante claro que no debería tomarse por una de las virtudes cardinales, al funcionar a otro nivel, a un nivel más profundo que las mismas. Nos parece que la humildad no es fundamento directo de las virtudes cardinales, sino indirecto, de igual modo que lo es respecto de las virtudes anejas a las cardinales y -nos atrevemos a añadir- incluso de las virtudes teologales. De forma que la virtud de la humildad, sí, es fundamento de todas las virtudes, pero, volviendo al ejemplo del edificio, lo hace del modo en que los cimientos sostienen la casa: indirectamente, a través de los pilares, que serían lo que sostiene la casa directamente.
Por último, Santo Tomás señala la penitencia como fundamento. Aborda este tema a propósito de la cuestión de si la virtud de la penitencia es engendrada por el temor[110]. Tanto el temor como la penitencia se llaman fundamento en cuanto que hacen huir del mal. Pero el modo de ser fundamento el uno y el otro es distinto. El temor es lo primero en cuanto a retroceder de todo mal; en cambio, la penitencia lleva a retroceder de un mal concreto, es decir, del mal ya cometido. Así, el temor es un principio general, y la penitencia una especie de él.
Concluyamos diciendo brevemente en qué se distingue la humildad como fundamento de todas las virtudes de las otras virtudes señaladas también por Santo Tomás como fundamento de las demás. La humildad es fundamento de todas las virtudes en cuanto que remueve el obstáculo de las virtudes, esto es, la soberbia. Las virtudes teologales son fundamento de las demás virtudes por cuanto se refieren al fin último, el cual es principio en el orden operativo. El temor es fundamento en el sentido de que por él se retrocede del mal. Las virtudes cardinales son fundamento de sus respectivas virtudes anejas por la principalidad de su materia. Y, finalmente, la penitencia es fundamento en la medida en que hace retroceder concretamente del mal cometido.
4. El rango de la humildad entre las demás virtudes
Habiendo considerado la naturaleza y desarrollo de la humildad, y su distinción de otras virtudes, estamos en condiciones de apreciar las excelencias de esta virtud tanto en sí misma (4.1) como en relación con las otras virtudes (4.2).
4.1 La excelencia de la humildad
La excelencia, nobleza o importancia de la humildad lo muestra el hecho de que resume de alguna manera toda la ley. Lo afirma Santo Tomás de modo explícito en esta cita que, por su rico contenido, hemos citado ya muchas veces: “Toda la ley nueva consiste en dos cosas: la mansedumbre y la humildad. Por la mansedumbre el hombre se ordena respecto al prójimo... Por la humildad se ordena respecto a Dios y respecto a sí mismo”[111].
Santo Tomás parece interpretar que el Señor invita más a la humildad que a la mansedumbre, pues en más de una ocasión afirma que el Señor invita a imitar principalmente su humildad[112], aunque en ningún momento dice explícitamente que el el Señor nos propuso la humildad más que la mansedumbre. Por eso quizá afirme el Aquinate que “la humildad es lo que más agrada a Dios”[113]. Sin embargo, en otra ocasión dice que Cristo nos invitó a imitarle principalmente tanto en su humildad, como en la mansedumbre y en la caridad[114]. En cualquier caso, la humildad es una de las tres virtudes en las que consiste la toda la ley, de modo que podríamos decir que la ley se resume en la humildad, en la mansedumbre y en la caridad.
Por otra parte, es interesante notar que, al decir que Cristo recomienda principalmente la humildad, la mansedumbre, y la caridad, Santo Tomás pone la humildad casi al nivel de la caridad, si no es que lo pone al mismo. En efecto, el que la caridad sea vínculo de perfección habla de la gran importancia de esta virtud.
Cumplir la ley es alcanzar la santidad. Así, aquello de lo que consta la santidad es equivalente a la ley. Sin embargo, Santo Tomás no incluye -al menos explícitamente- ni la mansedumbre ni la caridad- al hablar de aquello en que consiste la santidad: “la santidad consiste en dos cosas: en portarse humildemente y en dar culto a Dios”[115]. El culto a Dios se refiere a la virtud de la religión, y así lo hace notar Santo Tomás. De modo que la ley consiste fundamentalmente no sólo en la humildad, mansedumbre y caridad, sino también en la religión. Sin embargo, cabe interpretar estas palabras como referidas tan sólo a la humildad, puesto que por ésta, como ya hemos visto, el hombre reverencia a Dios sometiéndose a Él. De este modo, la santidad consistiría sin más en la humildad.
De todas formas, se pueden interpretar estas palabras como queriendo decir: hay dos cosas esenciales a la santidad, aunque no sean las únicas. En efecto, tomando en cuenta el contexto en el que el Aquinate hace esta afirmación, esta interpretación podría ser válida. Santo Tomás hace esta afirmación al comentar los siguientes versos de la Escritura: “Que nadie con afectada humildad o con el culto de los ángeles os prive del premio, haciendo alarde de lo que ha visto, hinchándose vanamente bajo el efecto de su inteligencia carnal, y no teniendo la cabeza, por la cual el cuerpo entero, alimentado y trabado por las coyunturas y ligamentos, crece por crecimiento divivno” (Col 2, 18-19). Dice Santo Tomás Tomás que los pseudoapóstoles a los que hace referencia San Pablo se hacía pasar por santos, y por eso fingían humildad y religiosidad, cosas de las que consta la santidad.
Otro modo de hablar de la ley, o de la santidad como cumplimiento de la ley, es hablar de las cosas que se requieren para entrar en la gloria. En este sentido, comentando las palabras del Salmo “Estate sujeto al Señor y órale” (Sa 36, 4), el Aquinate señala que se requieren dos cosas para alcanzar la gloria: la humildad y la oración[116]. Efectivamente, “el que fuese humillado, estará en la gloria” (Jb 22); “Es justo estar sometido al Señor”: de ahí que diga: “Estate sujeto al Señor”. Y la oración es necesaria para llegar a la gloria porque por ella precisamente el hombre llega a Dios que es la gloria de nuestra bienaventuranza: “Mucho vale el clamor asiduo de los justos” (2 Ma, 9).
La oración podría interpretarse como incluida dentro de la religión. Sin embargo, también podría entenderse como un aspecto de la humildad. Así, en la oración se reverencia o adora a Dios, cosa propia de la humildad. Igualmente, se le da gracias, lo cual también es manifestación de humildad. Asimismo, se le pide perdón, lo cual se hace por humildad. Y finalmente, se pide ayuda a Dios, lo que es propio del que confía en Dios y no sólo en sus propias fuerzas, que implica humildad.
4.2 Las virtudes superiores a la humildad
Santo Tomás explica con detalle el criterio que sigue para determinar la perfección de una virtud, y cómo éste se aplica a cada virtud: “La bondad de la virtud humana procede del orden de la razón, que se mide principalmente por relación al fin. Por eso las virtudes teologales, cuyo objeto es el fin último, son las más perfectas. Pero secundariamente se tiene también en cuenta el orden que guardan entre sí los medios en función del fin. Esta ordenación radica esencialmente en la misma inteligencia ordenadora; por participación, en el apetito racional. Dicha ordenación, en forma universal, la establece la justicia, principalmente la legal. Y el someterse a su dictamen es obra de la humildad, si se toma en sentido universal; de cualquier otra virtud, en su materia propia. Por consiguiente, después de las virtudes teologales, que miran al fin directamente, y de las virtudes intelectuales, que miran a la misma razón, y de la justicia, principalmente después de la legal, sigue en perfección la virtud de la humildad”[117]. El criterio que emplea Santo Tomás para determinar la perfección o bondad de una virtud con respecto a las demás es el orden de la razón. Interpretamos estas palabras como queriendo decir que una virtud es superior a otra en la medida en que lleva el bien de la razón a la acción humana; es decir, en cuanto lleva a la persona a actuar según la recta razón, a actuar de un modo razonable. Esto equivale a decir que el rango de una virtud se refiere a cuán decisiva es ésta de cara a la santidad.
Así, las virtudes teologales son las más importantes. Y las segundas más importantes son las intelectuales, entre las cuales se encuentra la prudencia. Luego viene la justicia, y en primer lugar, concretamente la justicia legal; después las otra dos: la conmutativa y la distributiva, aunque entre éstas Santo Tomás no establece un orden. Podría llamar la atención que la justicia, siendo una virtud cardinal, sea más perfecta que la humildad. Pero hay que recordar que la dificultad para vivir una virtud no está relacionada necesariamente con su perfección. Así, por ejemplo, “Las virtudes cardinales se llaman principales respecto a todas las otras virtudes no porque son más perfectas que todas las otras, sino porque sobre ellas versa principalmente la vida humana, y sobre ellas se fundan las otras virtudes”[118]. Esta es la respuesta que ofrece Santo Tomás para explicar por qué la liberalidad, siendo más perfecta que las justicia, no se encuentra entre las cardinales. En efecto, es más laudable dar a alguien de lo propio, lo cual hace la liberalidad, que darle a alguien lo suyo, de lo que se encarga la justicia.
Después de la virtud cardinal de la justicia tenemos la humildad en sentido universal y cada virtud en su materia propia. Aquí da la impresión de que Santo Tomás considera que en la humildad están contenidas de alguna forma todas las virtudes, si bien no abunde aquí sobre este particular.
Tenemos, pues, que dentro de las virtudes morales, la humildad es inferior tan sólo a la virtud cardinal de la justicia. Por tanto, es superior a la fortaleza y a la templanza. Y en cuanto a la virtud de la prudencia, asumimos que la incluye Santo Tomás dentro de las virtudes intelectuales y que, por tanto, es superior en perfección a la humildad.
NOTAS:
[1] S. Th., II-II, q. 161, a. 4, ad 1: “Virtutes theologicae, quae sunt circa ultimum finem, qui est primum principium in appetibilibus, sunt causae omnium aliarum virtutum”.
[2] Cfr. II-II, q. 19, a. 6, co.
[3] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 2.
[4] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, co.
[5] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, co.
[6] Cfr. In IV Sententiarum, d. 12, q. 3, a. 2, c., ad 1.
[7] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co.
[8] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1491.
[9] Cfr. De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26.
[10] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[11] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, ad 2.
[12] Cfr. II-II, q. 19, a. 12, ad 3.
[13] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, ad 1.
[14] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. VIII, Lect. I, n. 683.
[15] S. Th., I-II, q. 58, a. 3, co: “Principium autem humanorum actuum in homine non est nisi duplex, scilicet intellectus sive ratio, et appetitus: haec enim sunt duo moventia in homine, ut dicitur in III De anima. Unde omnis virtus humana oportet quod principiorum. Si quidem igitur sit vel practici ad bonum hominis actum, erit virtus intellectualis: si autem sit perfectiva appetitivae partis, erit virtus moralis”.
[16] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, ad 5.
[17] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 3.
[18] Cfr. Super ad Thim. II, Cap. III, Lect. 1, n. 101.
[19] Cfr. Super ad Thim. I, Cap. VI, Lect. 1, n. 238.
[20] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. un., n. 959.
[21] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[22] Cfr. Ibíd., q. un., a. 1, co.
[23] Ibíd., q. un., a. 1, co: “Vita ergo proprie humana est vita activa, quae consistit in exercitio virtutum moralium: et ideo proprie virtutes cardinales dicuntur in quibus quodammodo vertitur et fundatur vita moralis, sicut in quibusdam principiis talis vitae; propter quod et huisumodi virtutes principales dicuntur”.
[24] S. Th., I-II, q. 61, a. 3, co: “Praedictas quatuor virtutes dupliciter considerare possumus. Uno modo, secundum communes rationes formales. Et secundum hoc dicuntur principales, quasi generales ad omnes virtutes: utputa quod omnis virtus quae facit bonum in consideratione rationis, dicatur prudentia; et quod omnis virtus quae facit bonum debiti et recti in operationibus, dicatur iustitia; et omnis virtus quae cohibet passiones et deprimit, dicatur temperantia; et omnis virtus quae facit firmitatem animi contra quascumque passiones, dicatur fortitudo... Et sic aliae virtutes sub ipsis continentur... Alio vero modo possunt accipi, secundum quod istae virtutes denominantur ab eo quod est praecipuum in unaquaque materia. Et sic sunt speciales virtutes, contra alias divisae. Dicuntur tamen principales respectu aliarum propter principalitatem materiae: puta quod prudentia dicatur quae praeceptiva est; iustitia, quae est circa actiones debitas inter aequales; temperantia, quae reprimit concupiscentias delectationum tactus; fortitudo, quae firmat contra pericula mortis. Aliae virtutes possunt habere aliquas alias principalitates, sed istae dicuntur principales ratione materiae”.
[25] Cfr. B. HÄRING, La ley de Cristo, III, cit., p. 78.
[26] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[27] S. Th., II-II, q. 137, a. 2, co: “Virtus principalis est cui principaliter adscribitur aliquid quod pertinet ad laudem virtutis: inquantum scilicet exercet illud circa propriam materiam in qua difficillimum et optimum est illud observare”. Cfr. también II-II, q. 123, a. 2 y I-II, q. 61, a. 3 y 4.
[28] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[29] Cfr. Ibíd., q. un., a. 1, co.
[30] Ibíd., q. un., a. 1, co: “Moderatio autem, sive refrenatio, ibi praecipue laudem habet et rationem boni, ubi praecipue passio impellit, quam ratio refrenare debet, ut ad medium virtutis perveniatur. Impellit autem passio maxima ad prosequendas delectationes maximas, quae sunt delectationes tactus; et ideo ex hace parte ponitur cardinalis virtus temperantia, quae reprimit concupiscentias delectabilium secundum tactum”.
[31] S. Th., II-II, q. 141, a. 7, obj. 3: “Spes est principalior motus animae quam desiderium seu concupiscentia, ut supra habitum est (1-2 q. 25 a.4). Sed humilitas refrenat praesumptionem immoderatae spei. Ergo humilitas videtur esse principalior virtus quam temperantia, quae refrenat concupiscentiam”.
[32] II-II, q. 141, a. 7, ad 3: “Ea quorum est spes, sunt altiora his quorum est concupiscentia: et propter hoc spes ponitur passio principalis in irascibili. Sed ea quorum est concupiscentia et delectatio tactus, vehementius movent appetitum, quia sunt magis naturalia. Et ideo temperantia, quae in his modum statuit, est virtus principalis”.
[33] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XIX, Lect. un., n. 1602.
[34] Cfr. S. Th., II-II, q. 132, a. 4, co.
[35] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[36] De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26: “Inter passiones irascibilis, praecipuum est quod pertinet ad timores et audacias circa pericula mortis, circa quae est fortitudo: unde fortitudo ponitur virtus cardinalis in irascibili; non mansuetudo, quae est circa iras...propter hoc quod est ultima inter passiones irascibilis; nec etiam magnanimitas et humilitas, quae quodammodo se habent ad spem vel fiduciam alicuius magni: non enim ita movent hominem ira et spes sicut timor mortis”.
[37] De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co: “Harum autem quatuor virtutum prudentiaquidem est in ratione, iustitia autem est in voluntate, fortitudo autem in irascibili, temperantiaautem in concupiscibili; quae solae potentiae possunt esse principia actus humani, id est voluntarii”.
[38] Ibíd., q. un., a. 1, co: “Unde patet ratio virtutum cardinalium, tum ex parte modorum virtutis, quae sunt quasi rationes formales, tum etiam ex parte materiae, tum etiam ex parte subiecti”.
[39] Cfr. De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26.
[40] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 4, ad 3; q. 129, a. 1, co.
[41] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, co.
[42] II-II, q. 161, a. 1, co.: “Respondeo dicendum quod sicut dictum est (1-2 q. 23 a.2), cum de passionibus ageretur, bonum arduum habet aliquid unde attrahit appetitum, scilicet ipsam rationem boni, et habet aliquid retrahens, scilicet ipsam difficultatem adipiscendi: secundum quorum primum insurgit motus spei, et secundum aliud motus desperationis. Dictum est autem supra (1-2 q. 61 a. 2) quod circa motus appetitivos qui se habent per modum impulsionis, oportet esse virtutem moralem moderantem et refrenantem: circa illos autem qui se habent per modum retractionis, oportet esse virtutem moralem firmantem et impellentem. Et ideo circa appetitum boni ardui necessaria est duplex virtus. Una quidem quae temperet et refrenet animum, ne immoderate tendat in excelsa: et hoc pertinet ad virtutem humilitatis. Alia vero quae firmat animum contra desperationem, et impellit ipsum ad prosecutionem magnorum secundum rationem recta: et haec est magnanimitas”.
[43] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, ad 3.
[44] Cfr. L.A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, cit., p. 92.
[45] Cfr. Ibíd., p. 109.
[46] Cfr. Ibíd., p. 111: “... humility calls us to look outside ourselves to see God at work”.
[47] Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. III, n. 970: “Tota enim lex nova consistit in duobus: in mansuetudine et humilitate. Per mansuetudine homo ordinatur ad proximum... Per humilitatem ordinatur ad se, et ad Deum”.
[48] De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26: “Inter passiones irascibilis, praecipuum est quod pertinet ad timores et audacias circa pericula mortis, circa quae est fortitudo: unde fortitudo ponitur virtus cardinalis in irascibili; non mansuetudo, quae est circa iras...propter hoc quod est ultima inter passiones irascibilis; nec etiam magnanimitas et humilitas, quae quodammodo se habent ad spem vel fiduciam alicuius magni: non enim ita movent hominem ira et spes sicut timor mortis”.
[49] S. Th., II-II, q. 161, a. 4, co.: “Respondeo dicendum quod, sicut supra dictum est, in assignando partes virtutibus praecipue attenditur similitudo quantum ad modum virtutis. Modus autem temperantiae, ex quo maxime laudem habet, est refrenatio vel repressio impetus alicuius passionis. Et ideo omnes virtutes refrenantes sive reprimentes impetus aliquarum affectionum, vel actiones moderantes, ponuntur partes temperantiae. Sicut autem mansuetudo reprimit motum irae, ita etiam humilitas reprimit motum spei, qui est motus spiritus in magna tendentis. Et ideo, sicut mansuetudo ponitur pars temperantiae, ita etiam humilitas”.
[50] Cfr. Super ad Thim. II, Capt. II, Lect. IV, n. 84.
[51] Cfr. Super ep. ad Romanos, Capt. I, Lect. VII, n. 130.
[52] Cfr. S. Th., I-II, q. 47, a. 4, co.
[53] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, pr.
[54] II-II, q. 161, a. 6, ad 1: “Non est autem inconveniens quod ea quae ad alias virtutes pertinent, humilitati adscribantur. Quia sicut unum vitium oritur ex alio, ita naturali ordine actus unius virtutis procedit ex actu alterius”.
[55] Cfr. II-II, q. 104, a. 3, ad 1.
[56] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[57] Cfr. II-II, q. 161, a. 5, co.
[58] Cfr. II-II, q. 4, a. 7, ad 3.
[59] Cfr. O. LOTTIN, Morale Fondamentale, París 1954, p. 22.
[60] Cfr. S. Th., II-II, q. 83, a. 15, co.
[61] Cfr. I, q. 76, a. 8, co; II-II, q. 120, a. 2, co; II-II, q. 128, a. 1, co, passim.
[62] Cfr. II-II, q. 143, a. un., co.
[63] Cfr. II-II, q. 48, a. 1, co.
[64] Cfr. II-II, q. 48, a. 1, co.
[65] Cfr. II-II, q. 157, a. 3, ad 2.
[66] Cfr. II-II, q. 161, a . 5, ad 2.
[67] II-II, q. 157, a. 3, ad 2: “Adiunctio virtutum secundariarum ad principales magis attenditur secundum modum virtutis, qui est quasi quaedam forma eius, quam secundum materia”.
[68] Cfr. II-II, q. 128, a. 1, co, passim.
[69] II-II, q. 157, a. 3, co: “Ad modum ex quo principaliter dependet laus virtutis, unde et nomen accipit”.
[70] II-II, q. 137, a. 2, ad 1: “Annexio secundariae virtutis ad principalem non solum attenditur secundum materiam, sed magis secundum modum: quia forma in unoquoque potior est quam materia”.
[71] Cfr. II-II, q. 143, a. un., co.
[72] De todas formas, el Filósofo griego considera la humildad una de las siete partes de la templanza (Cfr. In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, c, obj. 1).
[73] In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, c, ad 2: “Superbus, inquantum se superextendit ad ea quae sunt supra ipsum, sic habet aliquid de modo audacis; et ideo reducitur aliquo modo ad vitia opposita fortitudini; quamvis proprie loquendo, secundum quod communiter de superbia loquimur, magis sit excessus magnanimitatis. Humilitas autem, inquantum diminutio est, habet aliquid de modo temperantiae; et ideo ad ipsam reducitur sicut pars potentialis”.
[74] S. Th., II-II, q. 144, a. 1, co.
[75] II-II, q. 160, a. 2, co.: “... differt a temperantia in hoc quod temperantia est moderativa eorum quae difficillimum est refrenare, modestia autem est moderativa eorum quae in hoc mediocriter se habent”.
[76] II-II, q. 161, a. 4, co.: “Respondeo dicendum quod, sicut supra dictum est, in assignando partes virtutibus praecipue attenditur similitudo quantum ad modum virtutis. Modus autem temperantiae, ex quo maxime laudem habet, est refrenatio vel repressio impetus alicuius passionis. Et ideo omnes virtutes refrenantes sive reprimentes impetus aliquarum affectionum, vel actiones moderantes, ponuntur partes temperantiae. Sicut autem mansuetudo reprimit motum irae, ita etiam humilitas reprimit motum spei, qui est motus spiritus in magna tendentis. Et ideo, sicut mansuetudo ponitur pars temperantiae, ita etiam humilitas. Unde et Philosophus, in IV Ethic, eum qui tendit in parva secundum suum modum, dicit non esse magnanimum, sed ‘temperatum’: quem nos humilem dicere possumus. Et inter alias partes temperantiae, ratione superius dicta (q. 160 a. 2), continetur sub modestia, prout Tullius de ea loquitur: inquantum scilicet humilitas nihil est aliud quam quaedam moderatio spiritus. Unde et I Petr. 2, 4 dicitur: ‘In incorruptibilitate quieti ac modesti spiritus’”.
[77] Cfr. De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26.
[78] Cfr. Ibíd., q. 1, a. 12, ad 26.
[79] Ibíd., q. 1, a. 9, ad 19: “Virtus perficitur in infirmitate, non quia infirmitas causat virtutem, sed quia dat occasionem alicui virtuti, scilicet humilitati”.
[80] Cfr. Ibíd., q. 1, a. 12, obj. 26.
[81] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co.
[82] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, co.
[83] Cfr. II-II, q. 161, a. 5, co.
[84] Quizá pueda ayudar a esclarecer el alcance del sentido universal de la humildad esta cita de San Josemaría Escrivá de Balaguer: “ ‘La oración’ es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo. ‘La fe’ es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia. ‘La obediencia’ es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios. ‘La castidad’ es la humildad de la carne, que se somete al espíritu. ‘La mortificación’ es la humildad de las pasiones, inmoladas al Señor. –La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética” (Surco, Madrid 1986, n. 259).
[85] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, co.
[86] Cfr. II-II, q. 153, a. 4, ad 2.
[87] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, co.
[88] Cfr. II-II, q. 132, a. 4, co.
[89] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, co; ad 3.
[90] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, ad 2.
[91] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, ad 3.
[92] Cfr. II-II, q. 132, a. 4, co.
[93] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 3.
[94] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, ad 3.
[95] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 1.
[96] Cfr. II-II, q. 162, a. 7, ad 1.
[97] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, co.
[98] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 1.
[99] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, co.
[100] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, ad 13.
[101] Cfr. L. A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based on Thomas Aquinas,cit., p. 21, 243.
[102] Cfr. G. N. SCHLESINGER, Humility: “Tradition” 27 (3) (S. 1993) 12.
[103] Cfr. S. Th., II-II, q. 4, a. 7, co.
[104] Cfr. II-II, q. 19, a. 9 ad 4.
[105] Cfr. In III Sententiarum, d. 23, q. 2, a. 5, ad 2.
[106] Ibíd., d. 33, q. 2, a. 1, d, ad 3: “Humilitas dicitur conservatio et fundamentum aliarum virtutum in esse suo, inquantum removet prohibens, scilicet superbiam, quae bonis operibus insidiatur ut pareant, sicut dicit augustinus, non autem propter principalitatem materiae, ad quam aliarum virtutum materiae reducuntur, ut sic aliarum virtutum motus in humilitate firmentur, quod facit cardinalem virtutem”.
[107] De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, ad 13: “Humilitas firmat omnes virtutes indirecte, removendo quae bonis virtutum operibus insidiantur, ut pereant; sed in virtutibus cardinalibus firmantur aliae virtutes directe”.
[108] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 4, co.
[109] De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, ad 13.
[110] Cfr. In IV Sententiarum, d. 14, q. 1, a. 2, c., co.
[111] Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. III, n. 970: “Tota enim lex nova consistit in duobus: in mansuetudine et humilitate. Per mansuetudine homo ordinatur ad proximum... Per humilitatem ordinatur ad se, et ad Deum”.
[112] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 5, ad 4; III, q. 40, a. 3, ad 3.
[113] II-II, q. 188, a. 8, obj. 3: “(...) humilitas est maxime Deo accepta”.
[114] Cfr. I-II, q. 68, a. 1, co.
[115] Cfr. Super ad Coloss., Cap. II, Lect. IV, n. 124: “Sanctitas autem in duobus consistit, scilicet in humili conversatione, et cultura Dei”.
[116] In psalmos, Ps. 36, n. 4.
[117] S. Th., II-II, q. 161, a. 5, co: “Bonum humanae virtutis in ordine rationis consistit. Qui quidem principaliter attenditur respectu finis. Unde virtutes theologicae, quae habent ultimum finem pro obiecto, sunt potissimae. Secundario autem attenditur prout secundum rationem finis ordinantur ea quae sunt ad finem. Et haec quidem ordinatio essentialiter consistit in ipsa ratione ordinante: participative autem in appetitu per rationem ordinato. Quam quidem ordinationem universaliter facit iustitia, praesertim legalis. Ordinationi autem facit hominem bene subiectum humilitas in universali quantum ad omnia: quaelibet autem alia virtus quantum ad aliquam materiam specialem. Et ideo post virtutes theologicas; et virtutes intellectuales, quae respiciunt ipsam rationem; et post iustitiam, presertim legalem; potior ceteris est humilitas”.
[118] De virtutibus in communi, q. un., a. 1, ad 12: “Virtutes principaliores omnibus aliis, non quia sunt omnibus aliis perfectiores, sed quia in eis p
Pio Santiago
James E. Bermúdez
Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2003.
Índice
El desarrollo de la humildad
1. Las causas de la humildad
1.1. La acción de Dios
1.2. La acción del hombre
2. Los grados de la humildad
2.1. Los doce grados de humildad según San Benito
2.2. Los tres grados de humildad según la Glosa
2.3. Los siete grados de humildad según San Anselmo
3. La perfección de la humildad
3.1. El temor de Dios: don que perfecciona la humildad
3.2. La pobreza de espíritu como bienaventuranza correspondiente a la humildad
3.3. La paz, fruto principal de la humildad
Las causas de la humildad son la acción de Dios y la acción del hombre, o sencillamente, Dios y el hombre. La acción de Dios incluye todo aquello que hace Dios para procurar nuestra humildad: lo que en su providencia permite o dispone en orden a nuestra humildad, así como la gracia que infunde en nuestras almas (1.1). La acción del hombre se refiere al esfuerzo que ha de poner para crecer en humildad, lo cual se concreta en los medios principales de que dispone para desarrollar esta virtud (1.2).
Dios procura la humildad de sus elegidos por medio de su providencia. En efecto, como la materia del vicio de la soberbia se halla principalmente en el bien, Dios permite que sus elegidos, por alguna enfermedad, o defecto, o incluso pecado mortal, se vean privados del bien que buscan, a fin de que se humillen y reconozcan que no les bastan sus fuerzas para mantenerse en pie[1]. Dios permite estas cosas con el fin de ayudar a ver que todo lo bueno que tenemos lo recibimos de sus manos y que nuestras fuerzas -que también las tenemos como recibidas- son limitadas. De este modo, por su paternal providencia, nos lleva a un mejor conocimiento propio, y como consecuencia, a confiar más en Él.
Este fin, pretendido por Dios al permitir estas cosas, está subordinado a otro: evitar cosas peores. Del mismo modo que un médico con frecuencia provoca una enfermedad menor para evitar una mayor, Nuestro Señor Jesucristo, el médico de las almas, permite que muchos de sus elegidos sean afligidos con grandes enfermedades corporales para combatir las enfermedades graves del alma, e igualmente, permite que caigan en pecados menores -incluso en pecados mortales- para evitar pecados aún mayores[2].
Tenemos, en este sentido, el caso de San Pablo[3]: “Para que no me engría a propósito de la magnitud de las revelaciones, me fue dado el aguijón de la carne, un ángel de Satanás, que me abofetea” (2 Co 12, 7). Este aguijón, en sentido literal, significa un dolor ilíaco; por tanto, una enfermedad corporal. Así, Dios querría o permitiría su enfermedad para ayudarle a ser humilde.
Pero el aguijón de la carne puede interpretarse también como referido a la concupiscencia de la carne. Y así, puede referirse a lo mismo a que alude San Pablo cuando dice que no hace lo que quiere, sino lo que no quiere (cf. Ro 7, 25). Este aguijón de la carne, dice el Apóstol, es un ángel de Satanás. En realidad, es un ángel enviado o permitido por Dios; pero es de Satanás, porque su intención es subvertir o destruir; la intención de Dios, en cambio, es humillar y probar. Así pues, Dios se sirve del ángel de Satanás para procurar la humildad de San Pablo.
“Rogué tres veces al Señor que se retirase de mí” (2 Co 12, 8). Podemos hacer notar aquí -porque no lo hace el Aquinate- que el que San Pablo rogase tres veces al Señor pone de manifiesto que no confió en sus propias fuerzas. De manera que la experiencia de su debilidad le sirvió para conocerse a sí mismo, reconocerse débil, y confiar más en Dios.
“Y Él me dijo: Te basta mi gracia. Pues en la enfermedad se perfecciona la virtud” (2 Co 12, 9). Y comenta Santo Tomás: “La virtud se perfecciona en la enfermedad, no porque la enfermedad cause la virtud, sino porque da ocasión para cierta virtud, esto es, para la humildad”[4]. De este modo, el que la experiencia de la propia debilidad -tanto física como espiritual- sea ocasión para crecer en la humildad, y no causa de ella, pone de relieve el hecho de que es necesaria la correspondencia del hombre.
Dios procura nuestra humildad, no ya permitiendo la tentación, sino incluso permitiendo el pecado, quedando así éste ordenado al bien de la virtud. De esta manera, aunque la caída en el pecado sea un castigo por nuestros anteriores pecados[5], es también manifestación de la misericordia divina[6], ya que puede favorecer no sólo la humildad, sino también la prudencia[7] y la diligencia[8].
Un caso similar es el de San Pedro. Dios permitió que le negara tres veces para favorecer su humildad. “‘Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré’ (Mt 26, 33). Se consideraba más firme que los demás; y cayó en aquello que se dice en Lc. 18, 11: ‘No soy como los demás hombres’ etc... Se atribuía a sí mismo lo que no debía, como está escrito en Jn 15, 15: ‘Sin mí, no podéis hacer nada’. Por eso, por cuanto habló con arrogancia, le permitió caer más veces; y esto lo hace Dios, porque odia mucho la soberbia: ‘Y humilla toda arrogancia’ (Jb 40, 6)”[9]: “En verdad en verdad te digo que esta misma noche, antes de que cante el gallo, me negarás tres veces” (Mt 26, 34). Y aun en la réplica de San Pedro a estas palabras se nota su arrogancia: “Aunque tenga que morir contigo, no te negaré” (Mt 26, 35). Al decir esto se pone por encima, no ya de los apóstoles, sino del mismo Señor y en esto se aprecia su soberbia[10].
Las humillaciones que quiere o permite el Señor pueden efectivamente ayudar a vivir la humildad, y así lo muestra el caso de San Pedro. Efectivamente, en las confesiones de amor que posteriormente hace al Señor, se pone de manifiesto su humildad: “Señor, tú sabes que te amo” (Jn 21, 15). Ahora no se pone por encima del Señor diciéndole que no le negará, cuando el Señor le había dicho que sí le negaría, sino que se humilla ante Él, no atreviéndose a confesar su amor sino bajo el testimonio de Cristo. E igualmente, no se pone por encima de los apóstoles diciendo: “Te amo más que éstos”, sino simplemente: “Te amo”. Y nos enseña así el apóstol a no considerarnos mejores que los demás, sino a considerar a los demás mejores que nosotros: “En humildad, que cada cual considere a los demás como superiores” (Flp 2, 3)[11].
Podemos colocar como algo incluido en la providencia de Dios por la que favorece nuestra humildad, la ayuda que los demás nos prestan para que aprendamos a ser humildes. En efecto, la perfección -y, por tanto, la humildad- depende también de la relación con los demás[12]: así hemos traducido lo que Santo Tomás denomina en latín politica. El Aquinate no desarrolla en este lugar esta idea, pero es de una gran lógica. La relación con otras personas parece referirse a la formación y la ayuda que se recibe de los demás: la familia, la escuela, etc. De esta manera, si la relación con los demás está comprendida en la providencia de Dios, podemos decir que Dios procura nuestra humildad también a través de otras personas.
A la vez, hay que tener en cuenta que la relación con otras personas puede ser también motivo de soberbia. Puede darse, por ejemplo, una educación en el orgullo, de manera que la relación con otras personas sea ocasión para fomentar la soberbia. Esto lo permite Dios porque respeta la libertad humana, aunque Él lo que busque sea nuestra humildad.
Entre quienes pueden procurar nuestra soberbia se encuentra el diablo. Santo Tomás afirma que éste tienta a los grandes (magnos) por las glorias vanas. El contexto de esta afirmación es las tentaciones de Jesús en el desierto, concretamente la segunda de ellas, en la que el diablo lleva a Jesús al pináculo del templo. El Aquinate se pregunta por qué lo puso en concreto sobre el pináculo. A lo que responde que porque era un lugar en el que se enseñaba. Y así, el que el diablo condujera a Jesús ahí significa que tienta a los grandes con la vanagloria[13].
Santo Tomás no explica aquí quienes son los grandes. Caben al menos dos interpretaciones. Podría referirse a uno de dos tipos de hombre que Santo Tomás distingue: los de grande y elevado ánimo, los cuales son fácilmente provocados a la ira, y los pusilánimes que son propensos a la envidia[14]. Los grandes serían, pues, los de soberbio y elevado ánimo. Esta interpretación, sin embargo, no parece acertada porque no es aplicable a Cristo, que no fue ni soberbio, ni dado a la ira, ni tampoco pusilánime y propenso a la envidia.
Otra interpretación es que los grandes son, sin más, los virtuosos. Esta lectura nos parece más acertada, y esto, por dos motivos. Primero, porque entendido de este modo, cabe decir que Cristo es un grande, es el grande. Y segundo, porque todos podemos caer en la vanagloria, no sólo los de soberbio y elevado ánimo. En cualquier caso, lo que interesa resaltar aquí es que el diablo induce a la soberbia: si Dios procura nuestra humildad; el diablo, en cambio, intenta fomentar nuestra soberbia.
Sacando conclusiones de lo dicho hasta ahora, Dios procura nuestra humildad por medio de su misericordiosa providencia, dándonos ocasiones para ejercitarnos en esta virtud: la enfermedad, las tentaciones, y hasta el mismo pecado. Asimismo, intenta fomentar nuestra humildad sirviéndose de los demás. Sin embargo, éstos también pueden favorecer a veces nuestra soberbia, de modo que procuran nuestra humildad, pero no siempre.
En cambio, el diablo nunca procura nuestra humildad; si acaso intenta que caigamos en la tentación de la soberbia. Aun así, Dios se puede servir de la acción del diablo -que no escapa a la providencia divina- para procurar nuestra humildad, como se puede apreciar en el caso de San Pablo. En efecto, si se interpreta el pasaje del aguijón de la carne como referido a la concupiscencia estimulada por el diablo, entonces Dios se sirve de las tentaciones para procurar la humildad de San Pablo y, por tanto, la nuestra.
Aparte de la providencia de Dios, existe otro modo en que Dios nos ayuda a ser humilde: dándonos su gracia. Se trata de algo que podría acaso considerarse como parte de la providencia, pero en realidad es algo distinto. Es una ayuda más directa. Es una luz y una fuerza de Dios que actúa en nosotros. En realidad, lo que hemos incluido hasta el momento como perteneciente a la providencia de Dios no son sino ocasiones que brinda Dios para que nos ejercitemos en la humildad; en cambio, el don de la gracia causa la humildad. Aun así, pensamos que la providencia de Dios puede considerarse también causa de esta virtud: una causa ocasional, más externa que interna y menos decisiva de cara al desarrollo de la virtud.
Lo más decisivo para el desarrollo de la virtud es el don de la gracia: la humildad en el hombre se debe en primer lugar y principalmente a la gracia[15]. De todas maneras, la causa primera de la humildad parece ser el Espíritu Santo. En efecto, Santo Tomás afirma que el Espíritu Santo causa la humildad[16]. Así, como el Espíritu Santo es quien infunde la gracia, el Espíritu Santo es la causa primera o última de la humildad, quedando la gracia, si se quiere, como causa segunda o penúltima. Con todo, como Santo Tomás en la Suma teológica no habla del Espíritu Santo como causa de la humildad, y el Comentario al evangelio de Mateo, donde sí lo hace, es anterior a esta obra, podemos decir simplemente que la causa primera de la humildad es la gracia de Dios. En el fondo, nos parece que la gracia de Dios es inseparable del Espíritu Santo. En este sentido, el concepto gracia de Dios incluye de alguna forma al Espíritu Santo: la gracia es precisamente la acción del Espíritu Santo en el alma.
“El hombre consigue la humildad en virtud de dos cosas: en primer lugar y de modo principal, por el don de la gracia (...) y, en segundo lugar, por el esfuerzo humano”[17]. Para el crecimiento de la humildad, paralelo a la gracia como acción de Dios en el hombre, ha de concurrir el correspondiente esfuerzo humano: la acción del hombre. Para desarrollar esta virtud es necesaria la colaboración humana: aprovechar todas las ocasiones que ofrece Dios para humillarse, correspondiendo a la gracia. Consideremos, pues, con más detenimiento lo que el hombre ha de poner de su parte para ser humilde.
La humildad requiere del esfuerzo humano, del mismo modo que cualquier otra virtud. Podemos decir que el esfuerzo humano -en última instancia el hombre- es la causa secundaria de la humildad, siendo la primera la gracia de Dios. Este esfuerzo se traduce en la repetición de actos: “La perfección, por la que el hombre se hace grato, se debe a la gracia, a la relación con los demás y a la repetición de actos”[18].
En realidad, los medios para crecer en humildad son las manifestaciones de humildad, de las que ya hemos tratado. De ellos, hay dos que para Santo Tomás son principales: acudir a los sacramentos y a la oración.
Estos dos medios están relacionados de modo especial con la gracia de Dios, pues ésta la recibimos principalmente a través de los sacramentos y de la oración, si bien la recibimos también de muchos otros modos. Sin embargo, al hablar de los sacramentos y de la oración como medio para desarrollar la humildad, Santo Tomás no se refiere a ellos como canales de la gracia, sino como ocasiones para ejercitarse en la humildad. De modo que cuando hablamos aquí de estos medios nos referimos, por así decir, al aspecto humano de los mismos. Así entendidos, éstos son concreciones del esfuerzo humano en cuanto causa secundaria de la humildad.
Santo Tomás explica en su Comentario a las Sentencias por qué convenía que los sacramentos poseyeran un carácter sensible. En efecto, la corrupción de la virtud en el hombre se dio por medio de un sometimiento a las cosas temporales y sensibles por un afecto desordenado. Como la virtud se hace y se corrompe por el mismo camino, era conveniente que la reparación o curación de la virtud se obrase por medio de una humillación -es decir, un acto de humildad- en las cosas temporales y sensibles por reverencia a Dios. Así, además, se cumple el adagio según el cual las cosas contrarias, por sus contrarias son curadas[19]. De manera que los sacramentos en general son un medio para crecer en la virtud de la humildad, no sólo en el sentido de que son cauces de la gracia de Dios, sino también porque son una ocasión para hacer actos de humildad.
Con todo, el único sacramento concreto al que Santo Tomás hace alusión expresa en este sentido es el sacramento de la Penitencia: “Por la confesión de los pecados el hombre se hace más humilde y más manso”[20]. Por confesión ha de entenderse también la satisfacción por los pecados, pues es propio del humilde no sólo confesar los pecados, sino también satisfacer por ellos[21]. Aquí, de nuevo, no se quiere señalar el hecho de que por la gracia de la confesión nos hacemos humildes sino que el esfuerzo humano que requiere confesar los pecados y satisfacer por ellos es materia de humildad y el que confiesa sus pecados se ejercita y crece en esta virtud.
Por otra parte, Santo Tomás parece ver en la oración una ocasión privilegiada para crecer en humildad. En la oración se rebaja -se hace bajar- la altivez del espíritu de soberbia[22]. Por la oración humilde, no sólo disminuye la soberbia y aumenta la humildad, sino que se satisface por la soberbia de los precedentes pecados y se amputa la raíz de los mismos de cara al futuro[23]. La humildad en la oración tiene también, entonces, un valor satisfactorio y previene contra los futuros pecados.
Santo Tomás señala, como modo de evitar la soberbia, la consideración de la propia flaqueza, la de la grandeza de Dios y la de la imperfección de las obras buenas de que se ensoberbece el hombre[24]. Si bien Santo Tomás no trata estos medios en el contexto de la oración, nos parece que se pueden considerar como parte de la oración en cuanto medio para el desarrollo de la humildad.
El primer modo de evitar la soberbia -la consideración de la propia flaqueza- se refiere al conocimiento de uno mismo. El segundo -la consideración de la grandeza de Dios- dice relación al conocimiento de Dios. Pero el tercero -la consideración de la imperfección de las propias obras- nos parece que también hace referencia en última instancia a uno mismo. Considerar la imperfección de las propias obras buenas remite a la propia flaqueza. Por ello, nos parece que este tercer modo de evitar la soberbia se puede incluir en el primero. Y así, podemos decir que son dos los medios para evitar la soberbia: la consideracion de la propia flaqueza y la consideracion de la grandeza de Dios.
Estos medios para evitar la soberbia -y, por tanto, de vivir la humildad- se refieren a la razón, pues ambos consisten en realizar una consideración, cosa propia de la inteligencia. Como toda virtud moral tiene su inicio en la razón[25], esta consideración es algo que pertenece a la raíz u origen de la humildad. De suerte que se trata de una consideración por parte de la razón, que da lugar a un conocimiento propio y a un conocimiento de Dios, que está como en el origen de la virtud y del cual depende, en último término -junto con el asentimiento por parte de la voluntad-, el que se realicen o no los actos propios de la humildad.
Por lo que se refiere concretamente a la consideración de la propia flaqueza, es fácil comprender por qué Santo Tomás lo considera como medio para vivir la humildad. En efecto, como ya señalamos, “la humildad se fija en la regla de la recta razón, según la cual el hombre tiene una verdadera estimación de sí mismo”[26]. Ser humilde no parece ser otra cosa que actuar según la verdad sobre uno mismo. Y por eso es lógico que el fijarse en la recta razón, la cual proporciona una concepción verdadera sobre uno, sea un medio indispensable para ser humilde. La concepción verdadera de uno mismo es el conocimiento propio. Y decirconocimiento propio nos parece que equivale a decir consideración de la propia flaqueza, por cuanto -como señala Santo Tomás- lo propio del hombre es lo defectuoso, los defectos, porque todo lo que hay de perfección, de bueno en él, es propio de Dios[27].
Por lo que respecta a la consideración de la grandeza de Dios, también resulta lógico que Santo Tomás lo considere medio para la práctica de la humildad. Si el motivo por el que el hombre vive la humildad es la reverencia debida a Dios, un requisito necesario, un medio que, por fuerza, habrá de poner, será la consideración de la grandeza de Dios. En efecto, el objeto de la reverencia es precisamente la excelencia de una persona, es decir, la grandeza de una persona, que en este caso es Dios[28].
Santo Tomás considera también el ayuno como un posible medio para crecer en humildad. En efecto, al comentar las palabras del Salmo: “Y humillaba con ayunos mi alma” (Ps 34, 13), ofrece varias interpretaciones, siendo una de ellas la de que el ayuno es causa de humildad en el justo[29]. Sin embargo, no resulta claro a qué humildad se refiere, porque opone dicha humildad a la soberbia carnal, pues ésta se vería macerada por el ayuno. Parece referirse al desorden de las pasiones, a la concupiscencia de la carne. En cualquier caso, Santo Tomás afirma que se puede entender este versículo como referido al ayuno en cuanto acompañado de la humildad como único medio para que aquél sea grato a Dios.
En suma, los medios para vivir la humildad son, por una parte, acudir a los sacramentos -tanto porque por ellos recibimos la gracia, como porque son ocasiones para el ejercicio de la humildad-; y, por otra, la oración, que incluye la consideración de la propia flaqueza y la consideración de la grandeza de Dios.
La virtud de la humildad está en el hombre por naturaleza, en cuanto que hay una incoación natural de la virtud en todo hombre. A propósito de si las virtudes en general están en nosotros por naturaleza, Santo Tomás propone la siguiente objeción: “Dice la Glosa sobre Mateo IV, 23: ‘enseña los preceptos naturales: a saber, la castidad, la justicia, la humildad, los que el hombre posee por naturaleza’”[30]. A ella responde diciendo que “las virtudes se denominan naturales en cuanto a las incoaciones naturales de las virtudes que están en el hombre, no en cuanto a su perfección”[31].
Existe, pues, una inclinación e incoación natural de la virtud de la humildad, que se perfecciona con la gracia y con el ejercicio[32] o esfuerzo humano, según se van poniendo los medios. De tal manera que existe un desarrollo de la humildad, en virtud del cual se puede hablar de diversos grados en esta última.
En la Suma Teológica, Santo Tomás examina principalmente la clasificación de la humildad en doce grados hecha por San Benito. A ella dedicaremos el primer apartado. Seguidamente expondremos otras dos clasificaciones -los tres grados de la humildad según la Glosa y los siete grados de humildad según San Anselmo-, sobre las cuales Santo Tomás también trata, si bien brevemente.
Santo Tomás estudia los doce grados de humildad, según San Benito, a fin de determinar si están bien señalados. Estos grados son: 1) tener siempre los ojos bajos y manifestar humildad interior y exterior, 2) hablar poco y bien y en voz baja, 3) no ser muy propenso a la risa, 4) ser taciturno hasta ser interrogado, 5) observar lo prescrito por la regla común del monasterio, 6) creerse y comportarse como el último de todos, 7) confesar sinceramente la inutilidad para todas las cosas, 8) confesar los propios pecados, 9) llevar con paciencia la obediencia en cosas ásperas y difíciles, 10) someterse a los mayores por obediencia, 11) no tratar de satisfacer la propia voluntad y 12) temer a Dios y conservar el recuerdo vivo de todos sus beneficios[33].
Para mostrar que estos doce grados están bien señalados, Santo Tomás ofrece antes lo que se puede considerar un resumen de toda la cuestión sobre la humildad, la cuestión 161: “La humildad radica esencialmente en el apetito, refrenando el ímpetu del mismo a fin de que no aspire a cosas grandes; pero la regla de operaciones está en el entendimiento, a fin de que nadie se engañe creyéndose más de lo que es. Estos dos elementos tienen su origen en la reverencia debida a Dios, que se deja sentir primero interiormente y se manifiesta luego al exterior en palabras, hechos y gestos, lo mismo que las restantes virtudes. ‘Por su rostro y modo de proceder se conoce al hombre sensato’, enseña el Eclesiástico”[34].
A continuación, Santo Tomás pone de manifiesto cómo están presentes en la clasificación de San Benito todos estos elementos que intervienen en el desarrollo de la humildad, mostrando de este modo que está bien hecha esta clasificación: “Aparece, en primer término, un elemento que corresponde al principio y raíz de la humildad y que figura en el número doce: ‘temor de Dios y memoria de sus beneficios’”.
“Viene luego el elemento apetitivo: no aspirar desordenadamente a la propia gloria. Este fin se consigue venciendo tres dificultades: no seguir los movimientos de la propia voluntad (grado undécimo); regularla conforme al arbitrio del superior (grado décimo), y no desistir ante los obstáculos (grado noveno)”.
“En tercer lugar vienen los elementos que nos obligan a reconocer los propios defectos.También son tres: reconocimiento y confesión de los mismos (grado octavo); juicio de insuficiencia para cosas grandes, viendo nuestros defectos (grado séptimo), y preferencia de los demás sobre uno mismo (grado sexto).
“Por fin, los elementos referentes a los signos externos. Ante todo, el hombre no debe apartarse en sus obras de la vía común (grado quinto), ni gastar el tiempo en palabras vanas (grado cuarto), ni excederse en el modo de hablar (grado segundo), y, por último, moderar los gestos externos, reprimiendo la altanería en la mirada (grado primero) y cohibiendo la risa y demás signos de necia alegría (grado tercero)”[35].
Santo Tomás toma en consideración varias dificultades que presenta esta clasificación, que hacen pensar que no está bien hecha. Primeramente, en esta clasificación se ponen primero los actos externos y luego los internos; sin embargo, toda virtud, y, por tanto, también la humildad, procede del interior al exterior. Por tanto, esta clasificación podría parecer incorrecta. Santo Tomás responde así a esta objeción: “Para conseguir la humildad necesita el hombre dos cosas: la gracia de Dios, y en este sentido precede lo interior a lo exterior; segundo, el esfuerzo humano, por el que comienza moderando los movimientos externos y, al fin, llega a dominar la raíz interior del mal. En este orden están señalados los grados de la humildad en el lugar referido”[36]. Así pues, en el cultivo de la virtud de la humildad, como en el de cualquier otra virtud, Dios trabaja de adentro hacia afuera, mientras que el hombre trabaja de afuera hacia adentro. Y por eso, por lo que respecta a éste, tiene que empezar a esforzarse por vivir la humildad por los actos externos. Lo interior es lo más difícil y de ello se encarga Dios primero y preferentemente. Lo exterior es lo más fácil y de ello se encarga el hombre primero y preferentemente.
Una segunda dificultad que contempla Santo Tomás para considerar correctos los doce grados de humildad es la inclusión en los mismos de actos que son propios de otras virtudes, como la obediencia y la paciencia. A esta dificultad responde el Aquinate diciendo que “no hay dificultad en atribuir a la humildad cosas que pertenecen a otras virtudes, pues así como un vicio nace de otro, así también el acto de una virtud tiene su origen en otra anterior”[37]. Consideramos que, en este caso, los actos pertenecientes a la obediencia y a la paciencia son originados por un acto de humildad y no al revés. Así se entiende que Santo Tomás diga que la obediencia es causada por la reverencia a los superiores[38], mientras que la humildad es causada por la reverencia a Dios. Pues si se obedece a los superiores es, en última instancia, porque se quiere obedecer a Dios[39]. De ese modo, además, se comprende que Santo Tomas diga que la razón por la que nos sometemos a los demás es por aquello que participan de Dios[40].
Por otra parte, parece que se incluyen elementos que van contra la verdad, lo cual no pertenece a virtud alguna, quizá menos aún a la humildad; así, por ejemplo, figuran como grados de la humildad el tenerse por el último de todos y el más vil, y asimismo, el confesarse inútil para todo. A esta dificultad responde Santo Tomás afirmando que el considerarse el más vil se puede hacer sin ningún tipo de falsedad, comparando los defectos propios ocultos con los dones divinos ocultos de los demás; e igualmente, puede uno confesarse inútil para todas las cosas en la medida en que, a fin de cuentas, recibimos todo de Dios[41].
Otra clasificación de los grados de la humildad es la de la Glosa, la cual contempla sólo tres grados: 1) someterse a los mayores y no anteponerse a los iguales, 2) someterse a los iguales y no anteponerse a los inferiores y 3) someterse incluso a los inferiores. Esta clasificación considera la humildad según las diversas condiciones de las personas, a diferencia de la clasificación en doce grados, que considera la naturaleza de las cosas mismas[42].
En su comentario al Evangelio de Mateo, Santo Tomás afirma que Jesús muestra tener el máximo grado de humildad al querer ser bautizado. En efecto, el primer grado y el inferior es el de aquél que no se prefiere a sí sobre sus iguales y se somete al que es superior; el segundo, el de quien se somete a sus iguales; y el tercer grado, y el más alto, es el de quien se somete incluso al que es inferior. Y éste es precisamente el grado de humildad que evidencia Cristo al querer ser bautizado por el Bautista[43].
Los siete grados de humildad de San Anselmo son: 1) reconocerse despreciable, 2) dolerse de ello, 3) confesarlo, 4) persuadirse de ello (querer creerlo), 5) sobrellevar con paciencia el que eso se publique, 6) sobrellevar ese trato despreciable de que se es objeto, y 7) amarlo.
Los grados de esta clasificación están todos ellos contenidos en el sexto y séptimo en la clasificación de San Benito, que son: creerse y comportarse como el último de todos y confesarse sinceramente inútil para todas las cosas[44]. Se trata, por tanto, de una clasificación no exhaustiva.
Como conclusión a este apartado en torno a las diversas clasificaciones en grados de la humildad, podemos decir que Santo Tomás sostiene que la clasificación en doce grados según se encuentra en la Regla de San Benito es la más completa, y la única, de las tres que examina, que se fija en la misma naturaleza de las cosas. Los grados de humildad que se señalan en la Glosa también son correctos, y constituyen una clasificación completa. Sin embargo, no toma como criterio la misma naturaleza de las cosas, sino las distintas condiciones de las personas. Finalmente, los siete grados que señala San Anselmo contemplan, por así decir, sólo los grados correspondientes a una etapa concreta del desarrollo de la virtud de la humildad, de manera que están bien señalados, pero no constituyen una clasificación completa.
El don de temor perfecciona la humildad (3.1). A su vez, la pobreza de espíritu que, en cuanto bienaventuranza, tiene que ver con la perfección de la vida espiritual, guarda relación tanto con el don de temor como con la humildad (3.2). Y la paz, fruto del Espírtu Santo, se relaciona con la humildad, sobre todo con la perfección de la humildad (3.3).
Los dones del Espíritu Santo son perfecciones de las potencias del alma -es decir, de la inteligencia y de la facultad apetitiva o voluntad-, por las que éstas se tornan dóciles a la moción del Espíritu Santo, del mismo modo que por las virtudes morales se vuelven dóciles las potencias apetitivas -el apetito irascible y el apetito concupiscible y la voluntad- a la razón[45].
Los dones del Espíritu Santo son, así, principio de las intelectuales y de las virtudes morales y, a su vez, las virtudes teologales son principio de los dones[46]. De manera, pues, que las virtudes teologales actúan sobre los dones y éstos, a su vez, actúan sobre las virtudes intelectuales y morales.
Entre los dones existe un orden: el don de temor es el primero de ellos en escala ascendente. Se trata de un temor de Dios: un temor filial, esto es, un temor de ofender a Dios por el amor que se le tiene[47]. Se traduce en reverenciar a Dios y huir de no someterse a Él[48]. Así, como los dones se encargan de hacer que las potencias del alma sean dóciles a la acción del Espíritu Santo, se sigue que el don de temor es el primer don. Efectivamente, lo primero que se requiere para que algo sea un buen móvil es que no se resista al motor. Esto es precisamente lo que realiza el don de temor al hacer que el hombre se someta a Dios por reverencia hacia Él[49], es decir, por reconocer su superioridad. Y por eso se dice también que el temor es principio de la vida espiritual[50].
El don de temor actúa como principio de la vida espiritual mediante la humildad[51], al perfeccionarla. El temor es principio de la humildad porque el sometimiento a Dios por el cual le reverenciamos, de lo cual se encarga el don de temor, es justamente el motivo de la humildad. En realidad, nos parece que el motivo de la humildad, según lo hemos señalado, pertenece al don de temor, y por tanto, a la perfección de la humildad. De forma que el motivo de la humildad y el don de temor se identifican.
El don de temor corresponde a la bienaventuranza de la pobreza de espíritu. El razonamiento que sigue Santo Tomás para llegar a esta conclusión es el siguiente: La bienaventuranza es un acto de virtud perfecta. Por tanto, todas las bienaventuranzas tienen que ver con la perfección de la vida espiritual (al igual que los dones). Dicha perfección parece comenzar por el abandono de los bienes terrenos, lo cual pertenece a la pobreza. De manera que, así como el don de temor es el primero de los dones, del mismo modo también la pobreza de espíritu es la primera de las bienaventuranzas[52].
A su vez, la humildad corresponde a la pobreza de espíritu. En efecto, cuando el Aquinate explica quiénes son los pobres de espíritu, afirma que se puede entender por tales los humildes[53]. Se entiende así que la humildad guarde relación con los bienes terrenos, especialmente con las riquezas. En efecto, como ya hemos indicado en el tercer capítulo al hablar de las manifestaciones de la humildad respecto a los bienes externos, la soberbia suele sobrevenir a propósito de los bienes temporales que se poseen. Y por eso es propio de la humildad despreciar los bienes terrenos.
La pobreza de espíritu, o humildad, se distingue del voto de pobreza. No existe voto de humildad, por la misma razón que no existe voto de caridad: porque, mientras que el voto depende de la propia voluntad, la perfección de la humildad y de la caridad no se da por nuestro arbitrio, sino que depende del obrar de Dios[54]. Así, hablar de la perfección de la humildad –del don de temor y de la pobreza de espíritu- es poner de manifiesto la acción de Dios como causa de la humildad.
Tenemos, por tanto, que la virtud de la humildad corresponde al don de temor, que perfecciona la humildad, y que caracteriza a los pobres de espíritu: “(...) para reprimir la presunción de la esperanza, hay que fijarse en la reverencia debida a Dios, a fin de no traspasar el grado de bondad que Él nos ha señalado como propio nuestro. De modo que la humildad parece implicar sobre todo sujeción a Dios. Y por eso San Agustín, bajo el nombre de pobreza de espíritu, atribuye la humildad al don de temor, por el cual el hombre reverencia a Dios”[55].
La paz procede de la humildad, porque por la humildad el hombre se somete a Dios y, por tanto, no tiene necesidad de resistirle. Nadie puede tener paz con Dios si no es obedeciéndole humildemente[56]: “Él es sabio de corazón y robusto de fuerza: ¿Quién le resiste y tiene paz?” (Jb 9, 4). Efectivamente, si la humildad implica sobre todo sujeción a Dios, la soberbia comporta principalmente insumisión o resistencia a Dios. De ahí que los impíos o soberbios no pueden tener paz: “No hay paz, dice Yahvé, para los impíos” (Is 57, 21).
La paz es fruto de la humildad porque el humilde confía en Dios: “Su firme ánimo conservará la paz, porque en ti pone su confianza” (Is 26, 3). En efecto, el soberbio confía en sus propias fuerzas y por eso tiene motivo para la intranquilidad, pues sus fuerzas son limitadas. En cambio, el humilde, que confía en Dios, tiene paz porque el poder de Dios no tiene límites.
Quizá pueda referirse también a esta paz estas otras palabras de la Sagrada Escritura: “Pero Dios, que consuela a los humildes, nos consoló con la llegada de Tito” (2 Co 7, 6). Esta consolación la otorga Dios con la gracia. Se refiere, pues, a la consolación del Espíritu Santo: “El espíritu del Señor, Yahvé, está sobre mí, pues Yahvé me ha ungido, me ha enviado (...) para publicar el año de gracia de Yahvé y un día de venganza de nuestro Dios, para consolar a todos los tristes” (Is 61, 1-2)[57].
Con todo, Santo Tomás no llega a decir que la paz, en cuanto fruto del Espíritu Santo, tiene correspondencia con la humildad. En efecto, cuando se pregunta si la pobreza de espíritu es la bienaventuranza correspondiente al don de temor, afirma que los frutos que parecen corresponder al don de temor son aquéllos que se refieren al uso moderado y la privación de las cosas temporales -la continencia, la castidad y la modestia-, pero no menciona la humildad[58].
Una razón que podría explicar lo anterior es que existe una bienaventuranza que se refiere específicamente a los pacíficos. De todas maneras, Santo Tomás tampoco relaciona la humildad con esta bienaventuranza.
Por lo demás, no es de extrañar que Santo Tomás relacione la humildad con la paz, pues el mismo Señor dice: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 28-29). El descanso para el alma parece indicar la paz espiritual, pues si se tratara más bien de un descanso físico, quizá no hablaría el Señor de un descanso del alma.
[1] Cfr. Super II ad Cor., Cap. XII, Lect. III, n. 472.
[2] Cfr. Ibíd., Cap. XII, Lect. III, n. 472.
[3] Cfr. Ibíd., Cap. XII, Lect. III, nn. 473-474.
[4] De virtutibus in communi, q. 1, a. 9, ad 19: “Virtus perficitur in infirmitate, non quia infirmitas causat virtutem, sed quia dat occasionem alicui virtuti, scilicet humilitati”.
[5] Cfr. S. Th., I-II, q. 87, a. 2, co.
[6] Cfr. I-II, q. 79, a. 4, co.
[7] Cfr. III, q. 89, a. 2, ad 1.
[8] Cfr. In II Sententiarum, d. 31, q. 1, a. 4, c, ad 1.
[9] Super evangelium Matthaei, Cap. XXVI, Lect. V, n. 2212: “Unde reputabat se aliis firmiorem; et incidit in illud quod dicitur Lc. XVIII, 11: Non sum sicut caeteri hominum etc... attribuebat sibi quod non debebat, cum scriptum sit Io. XV, 15; Sine me nihil potestis facere. Quia ergo arroganter locutus est, ideo magis permisit eum cadere. Et hoc facit Deus, quia multum odit Deus superbiam; Iob XL, 6: Et respiciens omnem arrogantem humiliat”.
[10] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. XXI, Lect. III, n. 2621.
[11] Cfr. Ibíd., Cap. XXI, Lect. III, n. 2621.
[12] Cfr. Ibíd., Cap. IV, Lect. III, n. 386.
[13] Cfr. Ibíd., Cap. IV, Lect. I, n. 330.
[14] Cfr. In Job, Cap. V, vs. 2-4.
[15] S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum... Aliud autem est humanum studium”.
[16] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1488.
[17] S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum... Aliud autem est humanum studium”.
[18] Super evangelium Matthaei, Cap. IV, Lect. III, n. 386: “... perfectio, qua gratus homo redditur, est ex gratia, politica, et ex assuetudine”.
[19] Cfr. In IV Sententiarum, d. 1, q. 1, a. 2, a., ad 2.
[20] Ibíd., d. 17, q. 3, a. 5, sc. 1: “Per confessionem homo fit humilior et mitior...”.
[21] Cfr. In Job, Cap. XLII, vs. 1-7.
[22] Cfr. In IV Sententiarum, d. 15, q. 2, a. 1, b, ad 3.
[23] Cfr. Ibíd., d. 15, q. 2, a. 1, b, ad 3.
[24] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 6, ad 1.
[25] Cfr. Ibíd., I-II, q. 59, a. 1, co.
[26] Ibíd., II-II, q. 162, a. 3, ad 3: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem de se habet”.
[27] Cfr. Ibíd., II-II, q. 161, a. 3, co.
[28] Cfr. Ibíd., II-II, q. 104, a. 2, ad 4.
[29] Cfr. In Psalmos, Ps. 34, n. 9.
[30] De virtutibus in communi, q. 1, a. 8, obj. 2: “Matt., IV, 23, dicit glossa: Docet naturales iustitias: scilicet castitatem, iustitiam, humilitatem, quales naturaliter habet homo”.
[31] Ibíd., q. 1, a. 8, ad 1: “Virtutes dicuntur naturales quantum ad naturales inchoationes virtutum quae insunt homini, non quantum ad earum perfectionem”.
[32] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. IV, Lect. III, n. 386.
[33] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 6, prologus.
[34] II-II, q. 161, a. 6, co.: “Humilitas essentialiter in appetitu consistit, secundum quod aliquis refrenat impetum animi sui, en inordinate tendat in magna: sed regulam habet in cognitione, ut scilicet aliquis non se existimet esse supra id quod est. Et utriusque principium et radix est reverentiam quam quis habet Deum. Ex interiori autem dispositione humilitatis procedunt quaedam exteriora signa in verbis et factis et gestibus, quibus id quod interius latet manifestatur, sicut et in ceteris virtutibus accidit: nam ‘ex visu cognoscitur vir, et ab occursu faciei sensatus’, ut dicitur Eccli. 19, 26”.
[35] II-II, q. 161, a. 6, co.: “Et ideo in praedictis (ar. 1) gradibus humilitatis ponitur aliquid quod pertinet ad humilitatis radicem: scilicet duodecimus gradus, qui est, ‘ut homo Deum timeat, et memor sit omnium quae praecepit’. Ponitur etiam aliquid pertinens ad appetitum: ne scilicet in propriam excellentiam inordinate tendat. Quod quidem fit tripliciter. Uno modo, ut non sequatur homo propriam voluntatem: quod pertinet ad undecimum gradum. Alio modo, ut regulet eam secundum superioris arbitrium: quod pertinet ad gradum decimum. -Tertio modo, ut ab hoc non desistat propter dura et aspera quae occurrunt: et hoc pertinet ad nonum. Ponuntur etiam quaedam pertinentia ad existimationem hominis recognoscentis suum defectum. Et hoc tripliciter. Uno quidem modo, per hoc quod proprios defectus recognoscat et confiteatur: quod pertinet ad octavum gradum. -Secundo, ut ex consideratione sui defectus aliquis insufficientem se existimet ad maiora: quod pertinet ad septimum. -Tertio, ut quantum ad hoc sibi alios praeferat: quod pertinet ad sextum. Ponuntur etiam quaedam quae pertinent ad exteriora signa. Quorum unum est in factis, ut scilicet homo non recedat in suis operibus a via communi: quod pertinet ad quintum. -Alia duo sunt in verbis: ut scilicet homo non praeripiat tempus loquendi, quod pertinet ad quartum: nec excedat modum in loquendo, quod pertinet ad secundum. -Alia vero consistunt in exterioribus gestibus: puta in reprimendo extollentiam oculorum, quod pertinet ad primum; et in cohibendo exterius risum et alia ineptae laetitiae signa, quod pertinet ad tertium”.
[36] II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum. Et quantum ad hoc, interiora praecedunt exteriora. -Aliud autem est humanum studium: per quod homo prius exteriora cohibet, et postmodum pertingit ad extirpandum interiorem radicem. Et secundum hunc ordinem assignatur hic humilitatis gradus”.
[37] II-II, q. 161, a. 6, ad 1: “Non est autem inconveniens quod ea quae ad alias virtutes pertinent, humilitati adscribantur. Quia sicut unum vitium oritur ex alio, ita naturali ordine actus unius virtutis procedit ex actu alterius”.
[38] Cfr. II-II, q. 104, a. 3, ad 1.
[39] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[40] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[41] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, ad 1.
[42] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, ad 4.
[43] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. III, Lect. II, n. 294.
[44] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 3.
[45] Cfr. I-II, q. 19, a. 9, co; I-II, q. 68, a. 4, co.
[46] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, ad 4.
[47] Cfr. II-II, q. 19, a. 10, co.
[48] Cfr. I-II, q. 19, a. 9, co.
[49] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, co.
[50] Cfr. II-II, q. 19, a. 12, ad 1.
[51] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[52] Cfr. II-II, q. 19, a. 12, ad 1.
[53] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1488.
[54] Cfr. Contra impugnantes, Cap. II, arg. 4, ad 4.
[55] S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Sed in reprimendo praesumptionem spei, ratio praecipua sumitur ex reverentia divina, ex qua contingit ut homo non plus sibi attribuat quam sibi competat secundum gradum quem est a Deo sortitus. Unde humilitas praecipue videtur importare subiectionem hominis ad Deum. Et propter hoc Augustinus, in libro “De serm. Dom. In monte”, humilitatem, quam intelligit per paupertatem spiritus, attribuit dono timoris, quo homo Deum reveretur”.
[56] Cfr. In Job, Cap. IX, vs. 4.
[57] Cfr. Super II ad Cor., Cap. VII, Lect. II, n. 260.
[58] Cfr. S. Th., II-II, q. 19, a. 12, ad 4.
Pio Santiago
James E. Bermúdez
Índice
Introducción
La naturaleza de la humildad
1. La materia de la humildad: la apetencia de la propia excelencia
2. El modo de obrar: la moderación de la apetencia de la propia excelencia
3. El fin de la humildad: la apetencia razonable de la propia excelencia
4. El motivo: la reverencia debida a Dios
5. El sujeto de la humildad
5.1. La razón, norma directiva de la humildad
5.2. La voluntad, sujeto principal de la humildad
5.3. El apetito irascible, sujeto secundario de la humildad
5.4. El apetito concupiscible
6. Las manifestaciones de la humildad
6.1. La humildad respecto a uno mismo
6.2. La humildad respecto a Dios
6.3. La humildad respecto a los demás
6.4. La humildad respecto a los bienes exteriores
7. La definición de humildad
Introducción
La tradición cristiana es unánime al señalar la importancia de la virtud de la humildad para la vida espiritual. En múltiples ocasiones, Cristo exhorta explícitamente a la humildad, poniéndose a sí mismo como ejemplo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas” (Mt 11, 29). En consonancia con la enseñanza de Cristo y, en general, de la Sagrada Escritura, los Padres ponen en la humildad el fundamento de la vida espiritual. Así, para Orígenes, la humildad es la raíz de la salvación[1] y de las virtudes, como la soberbia lo es de los vicios[2]. San Juan Crisóstomo califica a la humildad como madre, raíz y fundamento de todas las virtudes[3]. San Agustín resume toda la vida del cristiano en la antítesis soberbia-humildad[4]. Para él, esta virtud es no sólo el principio de la conversión a Dios, sino su camino y su cúspide; y el maestro y doctor de ella es Cristo[5].
En su Regla, San Benito concibe la humildad como el fundamento, la madre y también la maestra de toda virtud, incluso del mismo amor. San Gregorio la considera reina y madre de todas las virtudes: ve en ella una virtud que se halla fuera y más allá de las virtudes morales, así como la soberbia, para él, es origen de los pecados capitales, por lo que no es en sí misma un pecado capital como los demás[6]. San Bernardo reconoce en la humildad un sumario de la vida espiritual, de tal manera que en su desarrollo se contiene el de todas las demás virtudes. La entiende como una actitud del hombre ante Dios, que reune en sí los diversos sentimientos que deben animar al hombre en cuanto criatura y en cuanto hijo de Dios[7].
Santo Tomás también otorga gran importancia a la humildad: ésta es fundamento de las demás virtudes en cuanto remueve el obstáculo de toda virtud, esto es, la soberbia, permitiendo el influjo de la gracia divina: “Dios resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes” (St 4, 6)[8]. Sin embargo, siguiendo a Aristóteles y a Cicerón, en la Suma Teológicacoloca la humildad como una virtud anexa a la templanza, y subordinada a la modestia[9]. Se convierte, así, en el primer autor cristiano que relaciona la humildad con la templanza y, en general, con cualquier virtud concreta[10], en el sentido de considerarla como parte de otra virtud. Al hacer esto, Santo Tomás da la impresión de que concede a la humildad menos importancia de la que realmente le corresponde.
Siguiendo a Santo Tomás, muchos manuales de teología moral consideraron la humildad como parte de la virtud de la templanza. Ciertamente, le concedieron poca relevancia, también en cuanto al espacio que le dedicaron. Quizá se deba esto igualmente a un modo de plantear la moral que se basa en la noción de la obligación, en la que tienen importancia sobre todo las virtudes relacionadas con la justicia. Así, como es difícil expresar lo que exige la práctica de la humildad en términos de obligaciones concretas, se termina por apenas tratar sobre ella. Ello contrasta claramente con la importancia que los Padres y otros santos le habían adjudicado. Con todo, en los tratados de teología espiritual, se le siguió dando un tratamiento preferente. Se le consideró y se le considera la virtud más importante después de las virtudes teologales.
En los últimos decenios, varios autores han reivindicado la importancia de la humildad. Así, O. Lottin ha planteado que la humildad y la obediencia están unidas a la virtud de la religión[11]. Y B. Häring ha afirmado que la humildad debería considerarse una virtud cardinal junto con las otras cuatro tradicionales[12].
A la vez, otros autores, como T. S. Centi y E. Kaczynski, se han manifestado en desacuerdo con esta promoción de la humildad. “En el fondo -escribe Centi-, tenemos el habitual error de perspectiva; se confunde la nobleza de la virtud con su formalidad. Pero es preciso insistir con Santo Tomás en que se rectifiquen tales perspectivas, si queremos salvar el orden lógico de la moral cristiana, dándole un orden sistemático verdaderamente razonable”[13].
El Catecismo de la Iglesia Católica no relaciona de modo explícito la humildad con la templanza. Trata sobre ella principalmente en el contexto de la oración cristiana: “La humildad es la base de la oración. ‘Nosotros no sabemos pedir como conviene’ (Rm 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios”[14]. En este sentido, como Lottin, habla de la humildad como algo ligado a la virtud de la religión y, en esa medida, le atribuye la importancia que tiene ésta.
Así pues, una de las razones que nos impulsa a elaborar este trabajo es la preocupación por entender bien el criterio seguido por Santo Tomás y los autores de los manuales para considerar la humildad como parte de la templanza. En definitiva, nuestro interés es estudiar a fondo la virtud de la humildad en el pensamiento de Santo Tomás y, a partir de ahí, determinar cuál es su verdadero lugar en el organismo de las virtudes cristianas.
Al llevar a cabo esta investigación, partimos de una premisa: “Pese a su claridad y brillantez, Santo Tomás nunca creyó que la Summa fuera la última palabra sobre nada; de hecho, su misma estructura sugiere que el Aquinate tenía la convicción de que nuestra búsqueda de la verdad está siempre abierta, que nunca está completa”[15]. De modo que no pretendemos tan sólo presentar la concepción tomasiana de humildad en toda su riqueza, sino también hacer una valoración de la misma.
La bibliografía que hemos podido encontrar es realmente escasa. Aun así, hemos hallado un libro que examina la humildad en el conjunto de las obras de Santo Tomás: The Virtue of Humility de Sebastian Carlson (O.P.). Tiene, sin embargo, el inconveniente de que se ciñe casi totalmente a un análisis filosófico de la cuestión. Es poco teológico, en el sentido de que apenas tiene cabida la perspectiva histórico-salvífica y cristológica, prestando poca atención a la fundamentación bíblica. Es verdad que contiene una sección en la que recoge una selección de textos extraídos de los comentarios escriturísticos de Santo Tomás, que refleja el deseo del autor de no excluir tales puntos de vista. Sin embargo, se echa en falta una adecuada articulación de esas ideas con el resto del trabajo.
Esta división del enfoque filosófico y el teológico-escriturístico quizá responda a una concepción de la teología moral como algo separado de la teología espiritual. En este sentido, es significativo que el autor utilice como criterio para elegir los textos de los comentarios escriturísticos, no sólo su valor doctrinal, sino sobre todo su contenido devocional[16]. Así, podría interpretarse que si no incorporó esos comentarios escriturísticos al cuerpo de la obra es porque partía de la premisa de que lo moral debe separarse de lo devocional o espiritual. Nuestro trabajo constituye, pues, un intento de salvar esta división de perspectivas, proporcionando una visión más global, y sobre todo más articulada, de la virtud de la humildad según la mente del Aquinate.
La tesis consta de cuatro capítulos. En el primero estudiamos la humildad en la historia de la salvación. Comenzamos por el análisis del pecado de nuestros primeros padres como pecado de soberbia, para ver después la redención por la humildad de Cristo, y la correspondiente llamada de éste a imitar su humildad. En el segundo, La naturaleza de la humildad, entramos en un análisis, si se quiere, más filosófico de esta virtud. Abordamos los problemas de su materia, modo de obrar, fin, motivo, sujeto y manifestaciones.
En el tercer capítulo, El desarrollo de la humildad, nos fijamos en esta virtud desde un punto de vista dinámico, distinto a la perspectiva estática adoptada al estudiar su naturaleza. Concretamente, explicamos las causas de la humildad, los medios para vivirla, sus grados y perfección. En el cuarto, La humildad y las demás virtudes, exploramos su coincidencia y distinción respecto de otras virtudes con las que, según Santo Tomás, se relaciona más directamente, a saber, la templanza y la fortaleza. Pero nos planteamos también hasta qué punto Santo Tomás considera la virtud de la humildad como fundamento de todas las virtudes.
La naturaleza de la humildad
La finalidad de este capítulo es ofrecer una definición de la virtud de la humildad, basada en la doctrina de Santo Tomás. Para ello estudiaremos sus cuatro causas. Abordamos, en primer lugar, la materia de la humildad (1). A continuación, analizamos el modo de obrar propio de la humildad, que corresponde en cierto modo a su causa formal (2). Seguidamente, señalamos lo que se corresponde de alguna manera con su causa final: fin (3) y motivo (4). Examinamos, luego, cuál es el sujeto de la humildad, que viene a ser como la causa eficiente de esta virtud (5). Finalmente, habiendo considerado las cuatro causas de la virtud de la humildad, pasamos a estudiar las consecuencias de la misma, esto es, sus manifestaciones o actos (6), para ofrecer, por fin, una definición formal (7).
1. La materia de la humildad: la apetencia de la propia excelencia
La materia de una virtud se refiere a aquello sobre lo cual opera, a aquello de lo que trata en general, y no al debido uso de tal materia,[17] que corresponde al fin. Así pues, cuando se habla de materia se hace abtracción de toda connotación moral, pues lo moral siempre dice relación al fin, de manera que una virtud y su vicio opuesto tienen la misma materia.
La materia de las virtudes morales es, o bien las pasiones, o bien las operaciones[18]. La humildad, en concreto, actúa sobre una pasión, a saber, la esperanza[19].
La pasión de la esperanza tiene como objeto un bien arduo futuro que puede ser obtenido[20]. Es un bien arduo, es decir, de difícil adquisición: de nadie se dice que espera algo si ese algo es fácil de adquirir; y, en este sentido, difiere del bien concupiscible. Es un bienfuturo, pues si fuera presente, estaríamos hablando de la pasión del gozo. Finalmente, es unbien capaz de ser obtenido, posible, puesto que nadie espera lo que de ninguna manera puede obtener; y, en esto difiere de la pasión de la desesperación.
Lo arduo o difícil se identifica con lo grande[21]. Lo grande es, por definición, difícil. De aquí que quepa formular la materia de la humildad no sólo como apetito de un bien arduo futuro capaz de ser obtenido, sino también como un apetito de algo grande[22] con posibilidad de ser alcanzado. Conviene notar, sin embargo, que tanto al hablar del bien arduo al que se tiende, como a las cosas grandes que se persiguen, no se está hablando de otra cosa sino la de pasión de la esperanza.
La esperanza se relaciona con cierta confianza en sí mismo[23]. Se entiende por confianza una cierta firmeza de la esperanza que proviene de una consideración que da lugar a una opinón vehemente acerca del bien que se ha de conseguir[24]. De manera que la humildad trata de la esperanza, y también de la confianza en sí mismo como algo ligado a la esperanza.
Pues bien, si la esperanza implica un apetito de cosas grandes, y ese apetito implica cierta confianza, entonces se puede formular la materia de la humildad en términos de una confianza en uno mismo de obtener algo grande. Por eso escribe Santo Tomás que la humildad y la magnanimidad “se relacionan en cierto modo con la esperanza y la confianza de algo grande”[25].
Ese algo grande o bien arduo que es objeto de la pasión de la esperanza es algo exterior al alma, pues las cosas que usa el hombre son precisamente las exteriores[26]. De tal manera que la esperanza-pasión en sí misma dice relación a algo exterior a ella. Puede decirse que no existe la esperanza sino como movimiento hacia algo externo al alma. Ello parece ser debido, en el fondo, a que la esperanza en cuanto pasión es un movimiento del alma y no puede haber movimiento alguno si no hay una dirección. Y como la única dirección que cabe en el hombre es hacia fuera de él, hacia algo que no sea él mismo, la esperanza siempre implica un movimiento hacia algo externo. Ese algo externo es concretamente el bien externo[27] del honor en cuanto es arduo o grande[28]. Y se dice en cuanto bien arduo porque el honor tiene también razón de concupiscible o deleitable, no sólo de arduo.
Tenemos, pues, que la humildad opera sobre la pasión de la esperanza, la cual tiene a su vez como objeto externo los honores. La esperanza y los honores constituyen la materia de la humildad. Sin embargo, se distinguen en que la humildad versa inmediatamente sobre la pasión de la esperanza y mediatamente sobre los honores, como objeto de de la esperanza[29]. En este sentido, cabe hablar de una materia inmediata o próxima, que sería la esperanza, y una materia mediata o remota, que sería el honor.
Los honores son materia de la humildad porque son ocasión para ser humilde, pero, a la vez, para ensoberbecerse. En efecto, Santo Tomás relaciona los honores con la soberbia de la vida[30]. Se ve, pues, que, como ya hemos apuntado, la humildad coincide con la soberbia en cuanto a su materia.
Se aprecia que los honores son materia de la soberbia -y no sólo de la humildad- apenas se comienzan a enumerar aquellas cosas que constituyen los honores: bajo el honor están comprendidas la dignidad y la fama[31]. Es fácil comprender que la consideración de la propia dignidad o la fama puede ser materia de soberbia, así como ocasión para el ejercicio de la humildad. De modo semejante, la ciencia parece constituir un honor, aunque Santo Tomás no lo haga constar expresamente; puede ser objeto de soberbia[32] -pues infla especialmente[33]: “La ciencia infla; la caridad edifica” (I Co 8, 1)- o de humildad.
Hay otras cosas a propósito de las cuales uno se puede ensoberbecer, que no parecen ser honores como tal. En efecto, la soberbia toma ocasión principalmente de las cosas buenas que uno posee[34]. Así, por ejemplo, las riquezas son mencionadas con frecuencia como ocasión para la soberbia[35], si bien son vistas como algo distinto del honor[36]. Incluso la misma humildad es contemplada como ocasión o materia de soberbia[37].
Así, otra forma de formular la materia mediata de la humildad sería la siguiente: es todo aquello que puede ser ocasión para la soberbia o la humildad. Nos parece que esta formulación no va en contra de decir que la materia mediata de la humildad son los honores. Pensamos que las riquezas y la humildad -así como cualquier virtud, o de hecho, cualquier don natural o sobrenatural que uno puede tener- puede considerarse un honor.
El honor o los honores parecen guardar cierta relación con la propia excelencia. Efectivamente, al hablar de la soberbia, Santo Tomás constata que su objeto es lo arduo, porque consiste en la apetencia de la propia excelencia[38]. Se puede deducir de esto que los honores no se buscan por sí mismos sino para alcanzar la propia excelencia. De modo que también se puede expresar la materia de la humildad diciendo que es un apetito de la propia excelencia. Expresar en estos términos la materia de la humildad añade una referencia explícita al sujeto de la humildad, que sólo aparece de forma implícita cuando se habla del honor como objeto de la esperanza. Lo excelente o grande, a lo cual tiende el apetito, es algo que hace excelente o grande al sujeto.
Así pues, habiendo distinguido bien los diversos modos en que cabe formular tanto la materia inmediata, esto es, la pasión de la esperanza, como la materia mediata, los honores, es preciso notar que en realidad la materia es una. En efecto, Santo Tomás no distingue entre una materia inmediata y otra mediata, sino que lo que dice es que la humildad trata de la esperanza de manera inmediata y de los honores de manera mediata. Es más, dice expresamente que la materia propia de la humildad son los honores[39], sin más. Esto se explica porque hablar de los honores en relación con la humildad supone de por sí hablar de la esperanza como tendencia cuyo objeto es el bien arduo. En cambio, decir que la esperanza es la materia de la humildad no implica hablar de los honores en concreto, porque la esperanza tiende hacia lo arduo en general. De suerte que el modo más preciso de expresar la materia de la humildad es diciendo que son los honores.
Cabe también otro modo de formular la materia de la humildad que incluye de forma explícita la materia inmediata, la materia mediata y una referencia al propio sujeto, y que, en este sentido, nos parece que es la más completa. Se trata de una formulación de la materia que ya hemos apuntado. La materia de la humildad es la apetencia de la propia excelencia. Por apetencia habría de entenderse la pasión de la esperanza, cuyo objeto es el bien arduo futuro capaz de ser obtenido y que implica confianza en uno mismo. Esta apetencia correspondería a la materia inmediata. En cambio, la propia excelencia habría de interpretarse como los honores, en cuanto que son un bien arduo concreto -por ser algo grande-, los cuales son algo externo al alma y que comprenden todo aquello que puede ser motivo de soberbia o, lo que es lo mismo, ocasión para el ejercicio de la humildad.
2. El modo de obrar: la moderación de la apetencia de la propia excelencia
El modo de obrar de una determinada virtud corresponde a la forma de la misma[40]. La expresión que emplea Santo Tomás para designar esta forma de obrar de una virtud es modo formali[41], el modo formal.
El modo de obrar de una virtud, en cuanto forma de la misma, se distingue de su materia. Santo Tomás parece referirse a esta distinción al oponer la materia de un acto de virtud al acto en sí: “Una virtud está en relación con dos cosas: con la materia de su acto y con el acto mismo”[42]. Como ya hemos considerado, la materia de un acto de virtud es aquello sobre lo cual opera la virtud. En cambio, el acto mismo -o sea, la forma de obrar- consiste en el debido uso de tal materia. El acto mismo o modo de obrar de una virtud es más excelente que su materia, precisamente porque la forma es más excelente que la materia[43]. Y, por lo mismo, el modo de obrar es aquello por lo que principalmente se alaba una virtud[44].
La humildad obra principalmente refrenando[45]. Lo que refrena la humildad es la esperanza y la confianza en sí mismo, esto es, la materia inmediata de la humildad. El refrenar de la humildad hace referencia también a la materia remota, es decir, a los honores o cosas a propósito de las cuales uno puede ensoberbecerse. Sin embargo, lo que la humildad refrena sobre todo es la esperanza y la confianza. La humildad refrena el movimiento hacia los honores y no los honores como tal. La humildad afecta a la relación del sujeto con respecto a las cosas dignas de honor, pero no refrena ni modera esas cosas en modo alguno.
La humildad opera sobre todo refrenando el ímpetu de la pasión de la esperanza, pero también usándolo[46]. El uso de la esperanza parece indicar el aprovechamiento del movimiento natural del alma hacia la excelencia, sin refrenarlo indebidamente, o incluso, el fomentarlo o animarlo.
La humildad refrena la esperanza y confianza en uno mismo y también la usa; sin embargo, la refrena más que la usa: “La humildad reprime la esperanza o confianza en sí mismo más que usarla” [47]. A modo de interpretación a esta afirmación de Santo Tomás, podemos concluir, pues, que en la mayoría de los casos, la humildad se encarga de refrenar la aspiracion a las cosas grandes; sin embargo, en algunos casos -dependerá acaso de las circunstancias y, quizá sobre todo, de cada persona-, la humildad se encarga de que uno no deje de aspirar, por así decir, a las cosas grandes que le corresponden, de acuerdo con su capacidad. En efecto, como es sabido, in medio virtus, la virtud se halla en el centro; en el caso de la humildad, se encuentra entre la aspiración a lo que supera la propia capacidad y el no tender hacia lo que corresponde al potencial de cada uno.
En resumen, el modo de obrar principal de la humildad es el refrenar la esperanza o confianza en sí mismo, pero que hay también un modo de obrar secundario: el uso de la confianza en sí mismo. Y, por expresarlo de modo sintético, podemos decir que el modo de obrar de la humildad es simplemente la moderación de la pasión de la esperanza, o lo moderación de la búsqueda de la propia excelencia, o más sencillamente aún, la moderación del amor propio.
3. El fin de la humildad: la apetencia razonable de la propia excelencia
Hemos dicho que la materia de la humildad es la apetencia de la propia excelencia. La materia viene a ser, pues, aquello sobre lo cual recae la acción de la virtud, siendo la acción de la virtud el modo de obrar: en el caso de la humildad, la moderación de la búsqueda de la propia excelencia. En cambio, el fin de una virtud es aquello a lo que está inmediatamente ordenada esa virtud[48]. Así pues, cuando hablamos ahora del fin de la humildad, nos referimos al fin que tiene en cuenta el sujeto al moderar su tendencia a la propia excelencia.
Hablar de fin, en general, y ahora en concreto del fin de la virtud de la humildad, implica hablar de la razón. En efecto, el fin de la virtud moral en general es hacer que el hombre viva según la recta razón, es decir, de forma racional; y el fin de cada virtud en particular es mantener su propia materia dentro de los límites de la razón a través de su modo de obrar.
Santo Tomás hace alusión al fin de la humildad en varias ocasiones. Así, por ejemplo, afirma que “pertenece propiamente a la humildad que uno se reprima a sí mismo para no tender a aquellas cosas que le superan”[49]. Las palabras “para no tender a aquellas cosas que le superan” aluden al fin de la humildad. Igualmente, dice que la humildad modera y refrena el espíritu a fin de que no aspire desmedidamente a cosas altas, a cosas grandes, a lo grande[50]. Afirma también que “a la humildad le toca reprimir el ánimo en el apetito desordenado de cosas grandes, contra la presunción”[51], es decir, contra el exceso de esperanza.
En su comentario al Evangelio de Mateo, Santo Tomás distingue dos elementos en la humildad, que podrían tomarse como dos fines o como un fin doble: “Así como en la soberbia hay dos cosas, a saber, el afecto o deseo desordenado y la estimación desordenada de sí, del mismo modo, y en sentido contrario, sucede en la humildad, porque no busca la propia excelencia, e igualmente no se considera digno”[52]. Este texto parece contradecir lo que afirma en la Suma Teológica, ya que decir que la humildad modera y refrena el espíritu a fin de que no aspire desmedidamente a cosas altas parece suponer que el espíritu debe tender a cosas altas, solo que no de forma desmedida. Nos parece que habría que interpretar el “no buscar la propia excelencia” como referido a la búsqueda desmedida de esa excelencia, igual que cuando se habla del amor propio y hay que interpretar que se quiere significar el amor propio desordenado.
En favor de esta interpretación, podemos señalar que, en el mismo comentario escriturístico, Santo Tomás afirma que apetecer más gracia -a la que corresponde una mayor gloria- no es malo, porque dice la Escritura: “Buscad los carismas mejores” (1 Co 12, 31)[53]. En cualquier caso, la Suma Teológica es posterior al comentario al Evangelio de Mateo, por lo que sería lógico pensar que Santo Tomás estaría más de acuerdo con aquélla.
En cuanto al “no considerarse digno”, como posible fin del humilde, conviene aclarar que no parece tomarse en un sentido absoluto o estricto. En efecto, afirma Santo Tomás en laSuma Teológica: “La humildad se fija en la regla de la razón recta, según la cual uno tiene una estimación verdadera acerca de sí mismo. La soberbia, en cambio, no hace caso de ella, sino que la traspasa, creyéndose más de lo que es”[54]. En este texto, da la impresión de que para Santo Tomás la estimación verdadera de sí mismo no es un fin de la humildad, sino que pertenece en sí a la recta razón. El sujeto, por la humildad o la soberbia, puede hacer caso o no de esa estimación verdadera, pero ésta no es obra de la humildad sino de la recta razón.
La recta razón o lo razonable no se mide sólo en relación a las exigencias de la naturaleza humana sino también a las exigencias del tiempo, del estado, etc.; en definitiva, de las circunstancias personales de cada uno[55]. En consecuencia, la humildad dice relación a la verdad sobre uno mismo en concreto: “La humildad se fija en la regla de la razón recta, según la cual el hombre tiene de sí mismo una concepción verdadera”[56].
Como la estimación verdadera de sí mismo pertenece a la recta razón y no propiamente a la humildad, se puede reducir el fin de la humildad a uno. En efecto, Santo Tomás no parece incluir como fin de la humildad la estimación verdadera sobre sí mismo: “La humildad refrena el apetito a fin de que no aspire a las cosas grandes más allá de los límites de la recta razón”[57]. Por contraste, señala también que por la soberbia aspiramos voluntariamente a algo que estásobre nuestras posibilidades[58], como lo parece indicar, por otra parte, el mismo término latino superbia. Dichas posibilidades vienen determinadas precisamente por la recta razón: “La soberbia busca el exceso sobre la recta razón, por ser ‘apetito de excelencia desmedida’, según anota San Agustín”[59]. La soberbia supone un amor desordenado a la propia excelencia, que se traduce en traspasar los límites de la recta razón[60].
Resumiendo, pues, el fin de la humildad es la apetencia razonable -según la recta razón- de la propia excelencia. En cambio, el fin de la soberbia es “el amor desordenado a la propia excelencia”[61].
4. El motivo: la reverencia debida a Dios
El fin de la virtud está supeditado a otro fin, que aquí llamamos motivo. Al menos eso parece indicar el siguiente texto: “Para reprimir la presunción de la esperanza (lo cual se refiere al fin), hay que fijarse en la reverencia debida a Dios, para no traspasar el grado de bondad que Él nos ha señalado como propio” [62]. El motivo o fin que mueve al hombre a moderar su tendencia a lo grande es la reverencia debida a Dios.
El objeto de la reverencia, en general, es la excelencia de la persona, en este caso, de Dios[63]. La reverencia parece referirse, ante todo, al hecho de que uno tenga a otro -en este caso Dios- en mucho y a uno mismo en poco[64]. Así, como afirma Fullam, “la humildad es fundamentalmente una virtud comparativa. En otras palabras, la humildad supone el sopesar de un rasgo, cualidad o capacidad de una persona con el de otra”[65].
Como consecuencia, la reverencia a Dios supone sujeción a Él: “la humildad se ocupa propiamente de la reverencia por la que el hombre se somete a Dios”[66]. En efecto, la humildad guarda una relación muy estrecha con la sujeción: “la humildad parece implicar preferentemente la sujeción del hombre a Dios”[67].
Sin embargo, es importante notar que la sujeción o sometimiento no tiene un cariz negativo, sino al contrario. Se trata de algo eminentemente positivo, pues se refiere precisamente a lo que perfecciona a la persona: “La perfección de las cosas está en la subordinación a lo que les es superior; así, el cuerpo vivificado por el alma, y el aire iluminado por el sol”[68]. Es más, la bienaventuranza consiste precisamente en la perfecta sumisión a Dios[69].
Por contraste, la soberbia implica insumisión a Dios: “La soberbia se opone a la humildad, que busca directamente la sumisión del hombre a Dios; y se opone tratando de suprimir esa sujeción, en cuanto que se eleva sobre las propias fuerzas y sobre la línea señalada por la ley de Dios”[70]. Se entiende así que Santo Tomás considere que la soberbia consiste sobre todo en el desprecio de Dios[71].
Si en el sometimiento a Dios está nuestra perfección, en la insumisión a Él está nuestra perdición: “Así como el bien de cada cosa está en permanecer en su orden, así su mal está en abandonarlo. El orden de la criatura racional consiste en estar sometida a Dios y sobre las demás criaturas; por eso, así como el mal de la criatura racional está en someterse a otra inferior por amor, también es su mal no someterse a Dios, atentando contra Él por presunción o desprecio”[72].
En síntesis, el motivo de la humildad es la reverencia debida a Dios, que se refiere a la percepción de la superioridad de Dios y, por tanto, de la inferioridad de uno mismo. Esta reverencia implica o tiene como consecuencia el sometimiento a Dios. Por el contrario, la soberbia supone insumisión a Dios por presunción -exceso de esperanza o confianza en las propias fuerzas- o desprecio. Por reverencia a Dios uno busca su propia excelencia según la recta razón, lo que corresponde al fin de la humildad. Esa apetencia razonable de la propia excelencia se da por medio de una moderación de la pasión de la esperanza, lo cual corresponde al modo de obrar de la humildad. Y la pasión de la esperanza o apetencia de lo grande, la aspiración a la propia excelencia que la humildad modera, es la materia de la humildad.
5. El sujeto de la humildad
El sujeto de una virtud es la potencia o potencias en que radica o inhiere. Si se puede decir que la materia de la humildad corresponde a su causa material, el modo de obrar a su causa formal y el fin y el motivo de la humildad a su causa final, el sujeto de la humildad corresponde a la causa eficiente de la virtud, a aquello de lo que procede de forma inmediata.
Abordaremos a continuación la relación de la humildad con cada una de las potencias del alma. Nos fijaremos primeramente en la razón, la cual, no siendo sujeto de la humildad, es regla directiva de la misma (5.1). En segundo lugar, examinaremos la voluntad en cuanto sujeto principal de la humildad (5.2). En tercer lugar, nos detendremos a considerar el apetito irascible en cuanto sujeto secundario de la voluntad (5.3). Por último, veremos la relación que guarda la humildad con el apetito concupiscible, si bien, como el caso de la razón, no sea propiamente sujeto de la humildad (5.4).
5.1 La razón, norma directiva de la humildad
El movimiento de toda virtud moral tiene su inicio en la razón[73], y por tanto, también la humildad. Ello es así porque “el saber es condición requerida para la virtud moral en tanto que ésta obra según la recta razón”[74]. La humildad tiene su inicio, pues, en la razón, concretamente en la recta razón. En realidad, la razón es siempre la recta razón cuando se habla de la virtudes, como es el caso.
Refiriéndose específicamente a la humildad en cuanto relacionada con la recta razón, afirma Santo Tomás: “La característica de la humildad es matar el deseo de lo que excede las propias facultades. Para conseguir esto, hace falta que cada cual conozca lo que le falta para alcanzar la perfección de la virtud. Por consiguiente, el conocimiento de los propios defectos pertenece a la humildad, como norma directiva del apetito (...)”[75]. De forma que la humildad tiene su inicio en la razón en cuanto que da a conocer a uno lo que le falta para alcanzar la perfección, esto es, en cuanto que proporciona el conocimiento de los propios defectos.
Con todo, las virtudes morales, y concretamente la humildad, no tienen a la razón por sujeto. A ello se refiere el Aquinate al afirmar que “la virtud moral se halla esencialmente en el apetito”[76], es decir, en el apetito intelectivo o voluntad, en el apetito irascible o en el apetito concupiscible. Las virtudes que tienen como sujeto la razón son las virtudes intelectuales.
Para entender por qué la razón no es sujeto ni de las virtudes morales en general ni de la humildad en particular, nos puede servir de ayuda concebir el sujeto como causa eficiente, como hemos sugerido más arriba. La causa eficiente es aquella de la que procede inmediatamente un efecto. Así, la razón no es causa eficiente o inmediata de la humildad, sino mediata, pues, como veremos enseguida, los actos de la humildad provienen directamente de la voluntad, si bien nunca sin intervención previa de la razón.
Así pues, la humildad tiene su inicio en la razón, en cuanto que sin el conocimiento de los propios defectos no se puede realizar un acto de humildad. La humildad, como toda virtud moral, tiene su inicio en la razón, pero concretamente en cuanto que el conocimiento que provee de los propios defectos le sirve de norma directiva al apetito para no tender a lo que está por encima de las propias fuerzas y del límite señalado por el creador.
5.2 La voluntad, sujeto principal de la humildad
Al hablar de las virtudes morales, Santo Tomás contempla la voluntad en estrecha relación con la razón o inteligencia. En efecto, alude a ella a veces con el nombre de apetito intelectivo[77]. Nos parece que se puede decir que no concibe la voluntad con independencia, como algo separado de la razón.
Para el Aquinate, el apetito intelectivo o voluntad es siempre sujeto de las virtudes morales, y por ende, de la humildad: “El sujeto del hábito llamado virtud (moral) en sentido puro y simple, no puede ser sino la voluntad u otra potencia en cuanto movida por la voluntad. Y la razón es porque la voluntad mueve a obrar a todas las demás potencias que de algún modo son racionales, como hemos visto; así, cuando alguien obra bien actualmente, lo debe a tener buena voluntad”[78]. De ahí que no haya virtud que no tenga como sujeto a la voluntad.
Sin embargo, hay virtudes morales que radican en la voluntad exclusivamente y otras que radican en otra potencia en cuanto movida por la voluntad, de tal forma que radican tanto en la voluntad como en esas potencias. Así, una virtud puede radicar en dos potencias al mismo tiempo: en la voluntad y en el apetito irascible o en la voluntad y en el apetito concupiscible. Pero en este último caso, su sujeto principal será la voluntad y su sujeto secundario el irascible o el concupiscible: “Una cosa puede darse en dos o en varios sujetos, no por igual, sino según cierto orden; y en este sentido puede una virtud pertenecer a diversas potencias, de manera que en una de ellas se halle principalmente y se extienda a otras por modo de difusión o disposición, en cuanto que una potencia es movida por otra o en cuanto que recibe algo de otra”[79].
¿Qué virtudes radican exclusivamente en la voluntad? Una virtud tiene como sujeto exclusivo la voluntad solamente cuando ésta necesita de algo que sobrepasa su propia capacidad, a saber, cuando la voluntad se dirige a un bien extrínseco, como es el bien del prójimo o el bien divino[80]. Ello es así porque “no se requiere hábito alguno para lo que conviene a una potencia por su propia naturaleza”[81]. De modo que las virtudes que radican exclusivamente en la voluntad son las virtudes que dirigen los afectos del hombre hacia Dios o hacia el prójimo; como, por ejemplo, la caridad, la justicia y otras[82]. En cambio, las virtudes que ordenan los afectos hacia el bien propio del sujeto que quiere -como es el caso de la templanza y de la fortaleza-, no tienen a la voluntad como sujeto (exclusivo), sino el concupiscible y el irascible respectivamente[83].
Santo Tomás no afirma que la humildad radique exclusivamente en la voluntad, pero tampoco lo niega de forma explícita. Se hace necesario, pues, hacerse una pregunta: ¿Ordena la humildad los afectos del hombre hacia Dios y hacia el prójimo? Si la respuesta fuera afirmativa, radicaría exclusivamente en la voluntad; y si no, inheriría también en el irascible o en el concupiscible.
Para determinar esto, podemos fijarnos en el motivo y en el fin de la humildad. El motivo de la humildad es la reverencia debida a Dios. La reverencia implica sometimiento a Dios y a los demás en lo que participan de Dios[84]. Por tanto, la humildad ordena los afectos a Dios. En cambio, parece que no los ordena propiamente a lo demás, sino a lo que tienen los demás de Dios. De ahí que se afirme: “Por la mansedumbre el hombre se ordena respecto al prójimo (...) Por la humildad se ordena respecto a Dios y respecto a sí mismo” [85].
El que por la humildad el hombre se ordene respecto de sí mismo parece aludir al fin de la humildad, que es la apetencia moderada de la propia excelencia. La apetencia se refiere a los afectos del hombre. Por tanto, la humildad, como virtud moral que es, ordena los afectos del hombre. Esta apetencia o estos afectos se refieren, a fin de cuentas, a uno mismo. De manera que la humildad ordena los propios afectos hacia uno mismo. Efectivamente, por la humildad el hombre modera el amor desordenado a uno mismo.
Resulta claro, pues, que la humildad no radica exclusivamente en la voluntad, pues dice relación al bien propio y no sólo al bien del prójimo o al bien divino. Igualmente, es manifiesto que la humildad tiene como sujeto principal la voluntad y que tiene un sujeto secundario, en la medida en que dice relación al bien del propio sujeto. Resta por ver, entonces, si tiene como sujeto secundario el irascible o el concupiscible.
5.3 El apetito irascible, sujeto secundario de la humildad
El apetito irascible, en cuanto parte del apetito sensitivo junto con el apetito concupiscible, se distingue de la voluntad en que su objeto no es un bien espiritual sino un bien sensible. Se distingue de ella, además, por la razón bajo la cual considera el bien. La voluntad mira el bien bajo la razón universal de bien; el apetito irascible, en cambio, mira el bien en cuanto repele[86], es decir, en lo que tiene de arduo. El apetito irascible presupone la voluntad, porque se fija, por así decir, en un aspecto concreto del bien - o quizá, más bien, en algo anejo a la consecución del bien- que la voluntad mira bajo la razón universal de bien.
El apetito irascible no puede ser, en sí mismo, sujeto de virtud alguna, si no es en cuanto movido por la voluntad, como ya hemos indicado. Y tampoco lo es con independencia de la razón, porque la voluntad, al menos en lo que se refiere a las virtudes morales, no funciona independientemente de ella. El apetito irascible puede ser sujeto de una virtud moral sólo en la medida en que participa de la razón: “El apetito irascible y el concupiscible pueden considerarse de dos modos: en primer lugar, en sí mismos, en cuanto que son partes del apetito sensitivo, y, así considerados, no pueden ser sujetos de la virtud. En segundo lugar, en cuanto participan de la razón, pues naturalmente están destinados a obedecerla, y, así considerados, pueden ser sujetos de la virtud humana, pues son principios de acción humana en la medida que participan de la razón”[87]. De manera, pues, que el carácter de sujeto del apetito irascible, así como el del concupiscible, depende tanto de la voluntad como de la razón.
Como se puede apreciar por lo dicho hasta ahora, en realidad existen tres posibles sujetos en los que puede radicar una virtud moral: la voluntad, el apetito irascible en cuanto que incluye la voluntad, y el apetito concupiscible en cuanto que comprende, igualmente, la voluntad. Se puede afirmar también que la voluntad es el sujeto principal de todas las virtudes morales, y que, en cambio, el apetito concupiscible y el apetito irascible en sentido estricto no pueden ser más que sujetos secundarios porque, en última instancia, son movidos por la voluntad o apetito intelectivo.
Santo Tomás dice expresamente que la humildad tiene su sujeto en el apetito irascible[88], con lo que ha de entenderse el apetito irascible en cuanto movido por la voluntad. Lo mismo afirma, por otra parte, de la soberbia[89]. Para determinar dónde radica una virtud o vicio se considera su objeto, ya que cada potencia tiene su objeto propio. Como la soberbia tiene por objeto lo arduo -y, por tanto, al parecer, también la humildad-, se sigue que ha de tener alguna relación con el apetito irascible, cuyo objeto es precisamente lo arduo. Por lo tanto, la humildad tiene a la voluntad por sujeto principal y al apetito irascible por sujeto secundario.
En la cuestión 161 de la Secunda Secundae, en la que Santo Tomás aborda directamente el tema de la humildad, no se dice que la misma radique también en la voluntad. Sin embargo, en la cuestión 162, en la que trata el tema de la soberbia, afirma que ésta radica tanto en el apetito irascible como en la voluntad; es decir, radica en el irascible en un sentido amplio, que alcanza el apetito intelectivo o voluntad[90]. Nos parece que al decir que la humildad radica en el irascible se refiere al irascible en este sentido amplio, que incluye el sentido propio. En cualquier caso, pensamos que decir que la humildad radica en el irascible tomado en sentido propio no excluye que también se pueda decir que radique en el irascible en sentido amplio.
La razón que aduce el Aquinate para explicar por qué la soberbia -y, por tanto, la humildad- no puede inherir sólo en el apetito irascible es que lo arduo, que es objeto de la soberbia, se encuentra tanto en materia sensible como en materia espiritual. Si lo arduo se encontrara sólo en la materia sensible, entonces la soberbia inheriría en el apetito irascible como parte del apetito sensitivo, siendo la otra parte el apetito concupiscible. Pero, como es el caso, si lo arduo incluye la materia espiritual, entonces la soberbia inhiere también en la voluntad.
De esta manera, se entiende que en los demonios, que son ángeles, y por tanto, de naturaleza puramente espiritual, que no tienen apetito sensitivo alguno -ni irascible ni concupiscible- exista también la soberbia. Y, de la misma manera, como ya se ha señalado, da razón de por qué el pecado de nuestros primeros padres fue de soberbia, ya que en el estado de inocencia no se concibe que hubiese rebelión de la carne contra el espíritu[91]. El bien que apetecieron tuvo que ser uno de tipo espiritual. Además, ese bien espiritual tuvo que haber sido apetecido en contra de la la ley divina, pues, de otro modo, no podría haber desorden en la apetencia de esos bienes espirituales. Y como precisamente la apetencia de cierto bien espiritual por encima de lo establecido por Dios pertenece a la soberbia, resulta evidente que el primer pecado fue de soberbia.
A modo de conclusión, entonces, podemos decir que el apetito irascible es sujeto secundario de la humildad. Asimismo, podemos afirmar que el irascible en sentido amplio, es decir, en cuanto incluye el apetito intelectivo o voluntad, constituye el sujeto de la humildad en su totalidad.
5.4 El apetito concupiscible
Al igual que el apetito irascible respecto de la voluntad, el concupiscible se distingue de ambos por la razón bajo la cual mira el bien: “El apetito concupiscible mira a la razón propia del bien en cuanto deleitable al sentido y conveniente a la naturaleza, mientras que el irascible mira a la razón de bien en cuanto repele y combate lo que es perjudicial. La voluntad, por el contrario, mira al bien bajo la razón universal de bien” [92].
Así como la voluntad presupone la razón -o, al menos, cuenta siempre con ella-, y el irascible presupone la voluntad y, por tanto, también la razón, éste -el irascible- también presupone el apetito concupiscible: “Las pasiones del irascible presuponen las del concupiscible”[93]. Las pasiones son apetitos y la potencia del apetito irascible y la del concupiscible están constituidas por sus pasiones. Por lo tanto, decir que las pasiones del irascible presuponen las pasiones del concupiscible equivale a decir que el apetito irascible como tal presupone el concupiscible.
La razón de fondo que explica que el apetito irascible presupone el apetito concupiscible es la siguiente: “La función del irascible es eliminar los obstáculos para la realización del concupiscible, mientras que la función del concupiscible es desear el bien en sí (I-II, q. 23). El irascible es, por tanto, un impulso añadido a otro impulso, una pasión reforzada para el mismo bien básico. Dicho de otro modo, empleando las palabras de Santo Tomás: ‘las pasiones del irascible presuponen las pasiones del concupiscible’. Uno tiene que querer un bien antes de que el apetito que desaloja los obstáculos para su posesión entre en juego”[94]. Efectivamente, antes de desalojar los obstáculos para la consecución de un bien determinado -de lo cual se encarga el irascible- es preciso que uno desee ese bien -de lo cual se encarga el apetito concupiscible-.
El bien deseable o concupiscible con el que se relaciona la humildad son los honores, que constituyen su materia. La humildad tiene que ver con la búsqueda moderada de los honores, en la medida en que modera la apetencia de la propia excelencia. Por lo mismo, el acto de humildad presupone el apetito concupiscible y, en esa medida, guarda alguna relación con ella. Por otra parte, Santo Tomás coloca la virtud de la humildad como una parte de la templanza. Considera que es una parte de ella. Y la templanza modera precisamente las pasiones del apetito concupiscible.
Resumiendo pues, el apetito concupiscible se relaciona con la humildad en cuanto el acto de humildad presupone la apetencia de un bien concupiscible o sensible. Sin embargo, no es sujeto de la humildad en sentido alguno.
6. Las Manifestaciones de la humildad
En primer lugar (6.1), presentaremos las manifestaciones de la virtud de la humildad con respecto a uno mismo. En el segundo apartado (6.2), enumeraremos algunos actos de humildad que dicen referencia a Dios. En el tercero (6.3), señalaremos aquellos actos en que se manifiesta la humildad con relación a los demás. Y en el cuarto (6.4), indicaremos los modos en que se traduce la humildad en la relación de la persona con los bienes exteriores, concretamentamente las riquezas y los honores.
La humildad respecto a uno mismo
Para Santo Tomás, la humildad respecto a uno mismo parece reflejarse básicamente en tres cosas: en una baja concepción de uno mismo; en una desconfianza en la propia capacidad; y, por último, en un desprecio de la propia persona. Comencemos por examinar la primera, como manifestación fundamental de la humildad.
Ser humilde implica considerarse pecador. Esto es precisamente lo que distingue al soberbio del humilde. En efecto, comentando las palabras de Jesús: “He venido a juzgar a este mundo, para que los que no ven vean; y los que ven queden ciegos” (Jn 9, 39), dice Santo Tomás: “Aquel que no reconoce sus pecados considera que ve; y quien reconoce sus pecados considera que no ve. Lo primero es propio de los soberbios; lo segundo de los humildes”[95]. Los soberbios son ciegos porque les ciega espiritualmente sus pecados: “Los cegaron sus malicias” (Sab 2, 21) y, por lo mismo, no ven, no reconocen sus pecados. El humilde, en cambio, los ve y los reconoce.
Más allá de sentirse pecador, la humildad lleva a no tener una alta consideración de sí. En efecto, la Virgen, por ejemplo, no era pecadora, pero, aun así, no sentía altamente de sí. Por ese motivo hubo de ser instruida acerca del misterio de la Encarnación que en ella debía realizarse; no fue debido, pues, a su falta de fe, sino precisamente a su humildad, por la que tenía una baja concepción de sí[96]. En realidad, la humildad implica el saberse incapacitado, no ya para entender las cosas que están sobre el intelecto humano, sino también muchas que están al alcance de la inteligencia de otros hombres[97].
Como consecuencia de esta concepción moderada de sí, el humilde se sorprende ante las alabanzas recibidas: “Es costumbre de los santos y de los humildes que cuando oyen grandes cosas de sí, se sorprenden y se admiren”[98]. De todas formas, no es manifestación de humildad negar los dones que uno ha recibido de Dios: “Nadie debe cometer un pecado para evitar otro. Por lo mismo, no se debe mentir para evitar la soberbia. Así, San Agustín recomienda ‘no huir tanto del orgullo que se llegue a faltar a la verdad’. Y San Gregorio: ‘Es una humildad imprudente la que se expone a mentir’”[99].
Incluso cabe elogiarse a sí mismo. Santo Tomás señala al menos dos casos[100]. Uno, ante las tentación de la desesperación, lo cual hizo Job ante las acusaciones que le hacían. Efectivamente, puede uno acordarse de las cosas buenas que ha hecho ante las tentaciones de desesperación, y en cambio acordarse de las malas ante las tentaciones de soberbia. Otro caso es cuando es útil para ser tenido en mayor fama y se dé más crédito a la doctrina que se predica. Es lo que hace San Pablo cuando escribe a los Corintios, para que no diesen más crédito a los pseudo-apóstoles que a él.
Además de traducirse en una concepción más bien baja de uno mismo, la humildad se pone de manifiesto en el hecho de no confiar en la propia capacidad: “Se llama humilde a quien no se apoya en sus fuerzas”[101]. El humilde no se fía de sus fuerzas sino del poder divino: “Aspirar a bienes mayores confiando en las propias fuerzas es acto contrario a la humildad; pero el aspirar a ellas confiando en el auxilio divino no va contra la humildad”[102].
No sólo desconfía el humilde de sus propias fuerzas sino también de su propio parecer: “ (...) es potentísima sabiduría que el hombre no se apoye en su inteligencia: ‘No te apoyes en tu prudencia (Pr 3, 5) (...) Y que el hombre no se fíe de su inteligencia procede de la humildad. De ahí que también el lugar de la humildad sea la sabiduría, como se dice en Proverbios XII. Pero los soberbios no se fían sino de sí mismos”[103].
También es manifestación fundamental de la humildad el desprecio de sí mismo: la humildad supone cierto laudable rebajamiento de sí mismo[104], es decir, cierta humillación propia[105]. Aquí tiene su importancia el adjetivo cierto. En efecto, el aborrecimiento propio no puede ser total, puesto que también hemos de amarnos a nosotros mismos. ¿Como, pues, compaginar estas dos exigencias? Pues “amando al hombre de Jesucristo y aborreciendo al hombre de Adán: amando al hombre espiritual y aborreciendo al carnal. Amemos en nosotros la obra de Dios y aborrezcamos la nuestra. Amemos lo que Dios ama en nosotros y aborrezcamos lo que en nosotros aborrece (...)”[106].
Este desprecio puede tener manifestaciones externas. Así, por ejemplo, para defender el que los religiosos usen lo que llama hábito de humildad, dice: “Como prueba el Filósofo en el libro X de las Éticas, las virtudes no consisten sólo en los actos interiores, sino también en los exteriores; esto es así por lo que se refiere a las virtudes morales. Y la humildad es una virtud moral, pues no es ni intelectual ni teologal. Por tanto, consiste no sólo en cosas interiores, sino también en cosas exteriores. Así pues, como pertenece a la humildad que el hombre se desprecie a sí mismo, también pertenece a ella que se usen algunas cosas exteriores despreciables”[107].
Otra forma de desprecio o humillación es la mendicidad, sobre lo cual dice el Aquinate que, entre las obras de penitencia, nada la supera en cuanto a hacer más humilde al hombre[108]. En efecto, mendigar supone una humillación por cuanto los hombres más miserables nos parece que son los que además de ser pobres tienen que pedir a otros para sustentarse[109]: “Recibir las cosas necesarias para la vida es acto de humildad en quienes tanto se han humillado por Cristo que se someten a la indigencia (...)”[110].
La humillación puede venir también de otro, y es acto de humildad si se recibe con espíritu de humildad. Y así, callar ante un agravio es una manifestación suma de humildad, de la que Cristo, además, dio máximo ejemplo: “Y no le respondió palabra, de modo que se admiró sobremanera el gobernador” (Mt 27)[111]. A la vez, no siempre es aconsejable callar ante las acusaciones. Santo Tomás advierte que es lícita la defensa de las críticas y, por tanto, no va contra la humildad, en el caso de que no sean críticas hechas para corregir sino para destruir; y, sobre todo, cuando no es blasfemada la propia persona sino la verdad[112]. Pero pensamos que, propiamente hablando, esto no constituye un acto de humildad sino de alguna otra virtud, acaso la justicia.
En realidad, tanto el desprecio de la propia fama -lo cual se hace cuando se calla ante las acusaciones- como el apetecerla, pueden ser algo vicioso o laudable: “La fama no es necesaria para el hombre por sí misma, sino para la edificación del prójimo. Por lo cual, apetecer la fama por el prójimo, es propio de la caridad, pero apetecerla por sí mismo pertenece a la vanagloria. Y, al contrario, el desprecio de la fama por sí mismo es humildad, pero el desprecio de la fama por el prójimo es apatía e insensibilidad”[113].
La humildad respecto a Dios
La humildad implica no sólo una actitud hacia uno mismo, sino también una actitud hacia Dios. Efectivamente, si bien la humildad tiene que ver con la búsqueda moderada de la propia excelencia, también implica el reconocimiento de la excelencia de Dios. De hecho, como ya hemos apuntado, el motivo de la humildad es la reverencia debida a Dios, el honor debido a Dios en virtud de su excelencia.
Más aún, podríamos decir que la humildad tiene que ver principalmente con la relación del hombre con Dios, más que con el hombre consigo mismo: la humildad comporta sobre todo sujeción o sometimiento a Dios[114]. Santo Tomás no define explícitamente lo que entiende por sometimiento. De todas formas, parece significar simplemente el considerar y aceptar que otro es superior a uno. Por lo menos así se desprende de la cita escriturística a la que acude Santo Tomás para contrarrestar las objeciones según las cuales el hombre no debe someterse a todos por humildad: “La humildad nos hace considerar a los demás como superiores a nosotros” (Flp 2, 3)[115]. La sujeción responde a la reverencia que debe el hombre a Dios: “Por la humildad el hombre se somete a Dios por reverencia a Él (...)”[116]. Y como la reverencia debida a otro se debe en función de su excelencia, la razón por la cual nos sometemos a Dios es su excelencia.
Las manifestaciones de la humildad respecto a Dios vienen a ser las consecuencias específicas que implica el sometimiento a Dios, que puede decirse que son innumerables, pues en la medida en que es soberbia todo lo que implica desprecio de los preceptos de Dios[117], todo acto de virtud parecería ser un acto de humildad.
Una manifestación concreta de este sometimiento es el hecho de esperar todo de Dios. En efecto, a Dios pertenece todo lo que se refiere a la perfección y a la salvación; pues al hombre pertenece tan sólo lo defectuoso. De modo que, por así decir, no le cabe otra alternativa al hombre que acudir a Dios. En efecto, comentando la oración dominical, Santo Tomás concluye que es una oración humilde, precisamente porque pide y espera todo de Dios: “La oración debe ser también humilde, según aquello del Salmo 101, 18: ‘Miró la oración de los humildes’; y de Lucas 18 sobre el fariseo y el publicano; y de Judith 9, 16: ‘El clamor de los humildes y de los mansos siempre te agrada’. La cual humildad ciertamente se conserva en esta oración (dominical): pues hay verdadera humildad cuando uno no presume nada de sus propias fuerzas, sino que lo espera todo de la impetración del poder divino”[118]. Así pues, rezar esperando todo de Dios es manifestación humildad.
El apoyo escriturístico en que parece basarse Santo Tomás para decir que sólo podemos confiar en el poder divino, y no en nuestras fuerzas, son las palabras del Señor: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Sobre ellas hacer ver el Aquinate cómo el Señor declara que no somos capaces de hacer cosas grandes, ni siquiera cosas pequeñas, sino nada en absoluto; si no somos capaces ni de pensar -“No que de nosotros seamos capaces de pensar algo como de nosotros mismos, que nuestra suficiencia viene de Dios” (2 Cor 3, 5)-, mucho menos vamos a ser capaces de otras cosas[119].
Es una manifestación de humildad también la confesión de los propios pecados[120]. Relacionando esta manifestación con la idea de que la humildad implica sobre todo sometimiento a Dios por reverencia a Él en virtud de su excelencia, podríamos decir que en la confesión de los pecados se reconoce que todo lo que es perfección y salvación viene de Él, y en esa medida hay un sometimiento por reverencia.
Algo parecido se puede decir del hecho de conmemorar los beneficios recibidos de Dios.[121] Al hacerlo, el hombre reconoce la excelencia de Dios, de quien se admite que proceden esos beneficios. Por contraste, el creer que el bien poseído procede de uno mismo y pensar que los dones concedidos gratuitamente por Dios han sido merecido por uno mismo son muestra de soberbia[122].
El sometimiento guarda relación con la adoración: “(...) ofrecemos a Dios una adoración espiritual y otra corporal. La espiritual consiste en la devoción interna de la mente, mientras que la corporal consiste en la humillación del cuerpo”[123]. Santo Tomás habla expresamente de las genuflexiones como humillación del cuerpo: “Lo que hacemos exteriormente orando -dice San Agustín- lo hacemos para despertar interiormente nuestro afecto. Pues las genuflexiones, por ejemplo, no son de por sí agradables a Dios, sino porque por ellas, como demostración de humildad, interiormente el hombre se humilla”[124]. De la misma forma, los gestos del sacerdote en el Santo Sacrificio, concretamente el juntar las manos e inclinarse en oración suplicante, designan la humildad y obediencia con que Cristo padeció[125].
Tenemos así que son manifestaciones de humildad respecto a Dios pedir su ayuda, pedir perdón, darle gracias y adorarle con la humillación del cuerpo. Casualmente coinciden estas manifestaciones con los cuatro fines del Santo Sacrificio del altar. De donde se podría deducir que la manifestaciones de humildad respecto a Dios constituyen, en cierto sentido, una prolongación de la Misa.
La humildad respecto a los demás
En su comentario al cuarto libro de las Sentencias, Santo Tomás anota que “por la humildad el hombre se somete a Dios por reverencia a Él y, como consecuencia, a otros por Dios”[126]. El sometimiento a los demás es una consecuencia del sometimiento a Dios: “La humildad, en cuanto virtud especial, considera principalmente la sujeción del hombre a Dios, en cuyo honor se humilla sometiéndose incluso a otros”[127].
Santo Tomás señala también la razón por la cual la humildad lleva a someterse a los demás: “A Dios tenemos que venerarlo no sólo en sí mismo, sino en todas sus participaciones, aunque no de la misma forma que lo veneramos a Él. Por la humildad debemos someternos a todos nuestros prójimos por reverencia a Dios, como aconseja San Pedro: ‘Someteos todos a los hombres por Dios’ (1 P 2, 13). Claro está que el culto de latría se reserva sólo para El”[128]. De modo que debemos someternos a los hombres en cuanto que son una participación de Dios. Por la humildad vemos las cualidades de los demás como dones de Dios y reflejo de Dios[129]. Por todo lo cual, por humildad, hemos de mostrar señales de honor y reverencia a los demás[130], reconociendo el don de Dios en ellos. Por la soberbia, en cambio, se busca justo lo contrario, pues se desprecia a los demás, con ansia de que sólo brille el propio bien[131].
Al decir que debemos someternos a los hombres, surge la pregunta sobre la medida en que debemos hacerlo. El Aquinate da respuesta a este interrogante empleando el concepto de participación: “En el hombre hay que considerar dos cosas: lo que es de Dios y lo que es del hombre. Es propio del hombre todo lo defectuoso; de Dios, todo lo que pertenezca al orden de la salvación y perfección, como atestigua Oseas: ‘Tu perdición es obra tuya, Israel. Tu fuerza soy yo”. Pues bien, dado que la humildad se ocupa preferentemente de la reverencia debida a Dios como súbditos, considerado en lo que es propio suyo, debe someterse a los demás en lo que éstos tienen de Dios”[132]. Por tanto, debemos someternos a los hombres, pero no en todo, sino en lo que participan de Dios, que es, en concreto, todo lo referente a la perfección y a la salvación.
Santo Tomás restringe aún más el alcalce del sometimiento a los demás. Éste dependerá no sólo de aquello en lo que el otro participa de Dios -es decir, de lo perfecto y de lo que pertenece a la salvación-, sino también de lo que uno participa de Dios: “La humildad no exige que lo que en nosotros existe de Dios se someta a lo que en los demás descubrimos también de Dios, ya que quien participa de los dones de Dios sabe que los posee, según acredita San Pablo: ‘Sepamos qué dones hemos recibido de Dios’ (1Co 2, 12). No es falta de humildad preferir los dones recibidos por nosotros a los dones recibidos por los demás, como enseña San Pablo: ‘A otras generaciones no fue revelado el misterio como ahora a los apóstoles’ (Ef 3, 5)”[133].
Por otra parte, contempla Santo Tomás el sometimiento en lo que concierne a lo que cada uno tiene como propio, a saber, lo defectuoso: “Igualmente, no se exige por la humildad que sometamos lo que hay en nosotros como propio nuestro a lo que en los demás existe como suyo propio. En caso contrario, tendría que considerarse todo hombre más pecador que los demás, siendo así que el mismo San Pablo, sin faltar a la humildad, escribe: ‘Somos judíos por naturaleza, no pecadores de entre los gentiles’ (Ga 2, 15)”[134]. Así pues, no se requiere sometimiento ni en lo que se refiere a lo participado de Dios por uno mismo y por otra persona, ni tampoco en lo que se refiere a lo tenido como propio por uno mismo y por otra persona.
Entonces, ¿en virtud de qué puede una persona someterse a otra?: “Uno puede pensar que hay algunos bienes en el prójimo que uno mismo no tiene, o algunos defectos en sí mismo que no hay en otro: en virtud de ello puede someterse por humildad a él.”[135]
La humildad implica sometimiento. En el caso de Dios es evidente que en todo hemos de someternos a Él. Sin embargo, en el caso del prójimo, no hemos de someternos en todo, sino sólo en aquello que participa de Dios y sólo en la medida en que aquello no es participado por uno.
La humildad respecto a los bienes exteriores
Es manifestación de humildad el desprecio de los bienes exteriores, concretamente las riquezas y los honores[136]. Por lo que se refiere a las riqueza en concreto, efectivamente, la soberbia suele originarse de la abundancia de las cosas temporales[137], en cuanto sirven de ocasión para enorgullecerse[138]. Por lo mismo, la humildad se recomienda sobre todo a los ricos: “A los ricos de este mundo encárgales que no sean altivos”[139]. De todas formas, la relación que tiene la humildad con los gastos de ostentación tiene que ver con la jactancia, y por tanto con la humildad, sólo de modo secundario, en la medida en que son signos del apetito interior[140]. Efectivamente, cabe la posibilidad de que a las riquezas que pueda uno poseer no corresponda un acto interior de orgullo.
Así como el hombre tiende a enorgullecerse a propósito de los bienes que posee, así también tiende a deprimirse a causa de la pobreza[141]. En el fondo, los bienes temporales no deben ser amados sino en función de los espirituales o eternos. Por eso, no debe el hombre desanimarse o frustarse cuando se ve privado de ellos ni elevarse o enorgullecerse cuando los posee en abundancia. Efectivamente, al comentar las palabras que dirige Job a su mujer -“Si recibimos de Dios los bienes, ¿por qué no también los males?”-, dice Santo Tomás: “Job nos enseña a tener tal constancia de ánimo que, al igual que cuando Dios nos da bienes temporales los hemos de emplear de tal forma que no nos elevemos soberbiamente, así también hemos de soportar las cosas malas contrarias de tal modo que no se abata nuestro ánimo, según aquello del Apóstol a Filemón ‘Sé ser humillado; sé estar en la abundancia’, y luego ‘Todo lo puede en aquel que me conforta’”[142].
El uso moderado de los bienes exteriores pertenece a la virtud[143]. De modo que corresponde a la humildad moderar el uso de las riquezas y los honores en cuanto ocasiones de ensoberbecerse. En cambio, el desprecio de las bienes exteriores, lo cual es más excelente que el uso moderado de los mismos, corresponde al don. Nos parece que en el caso de la humildad, este don sería el don de temor con el que relaciona Santo Tomás esta virtud[144], como veremos más adelante.
Por último, podemos decir que la pobreza, con la que está relacionada la humildad, puede indicar mayor o menor humildad, según se sea pobre sin quererlo o queriéndolo: “En el que es pobre por necesidad no es tan laudable la humildad; pero es señal de gran humildad en el que es pobre por su voluntad; y ésta es la pobreza de Cristo”[145].
7. La definición de la humildad
Santo Tomás ofrece una definición de humildad en la Summa Contra Gentiles: “La virtud de la humildad consiste en mantenerse dentro de los propios términos, sin llegarse a lo que está sobre sí, estando, en cambio, sometido a lo superior”[146]. La humildad consiste, pues, en obrar según la propia capacidad. En efecto, hay cosas grandes a las que algunos pueden aspirar sin caer por ello en la soberbia. Pero como los dones no han sido repartidos de forma igual, el aspirar a ciertas cosas grandes puede ser soberbia para algunos. Además, hay cosas que sólo son posibles para Dios, para quien todo es posible. Pasemos ahora a identificar las cuatro causas de la humildad contenidas en esta definición.
Como hemos señalado ya, la causa material de una virtud, la materia, es aquello sobre lo cual opera la virtud. La materia de la humildad es la apetencia de la propia excelencia. Decir que por la humildad el hombre no se llega a lo que está por encima de sí presupone la apetencia de la propia excelencia. De modo que la materia de la humildad está implícitamente presente en la definición.
La causa formal de una virtud, su modo de obrar, es el acto mismo de la virtud, o lo que es lo mismo, el debido uso de su materia. El modo de obrar de la humildad es la moderación de la apetencia de la propia excelencia. Mantenerse dentro de los propios términos sin llegarse a lo que está sobre sí supone una moderación de un movimiento del alma hacia la propia excelencia. Por tanto, el modo de obrar aparece de forma explícita en la definición.
La causa final de una virtud, su fin, es mantener su materia dentro de los límites de la razón por medio de su modo de obrar. El fin de la humildad es la apetencia razonable de la propia excelencia, en definitiva, obrar según las propias posibilidades. Y en la definición que hemos transcrito esto está señalado al hablar de los propios términos dentro de los que se mantiene la persona humilde. Sin embargo, se ha de tener en cuenta que, como ya hemos señalado, no sobrepasar los propios límites, implica no sólo un refrenar el movimiento del espíritu hacia lo excelente, sino también, en ocasiones, el usar ese movimiento y, en ese sentido, puede llevar, por así decir, a subir hasta lo que corresponde a los propios términos. Y así, se puede describir también el fin de la humildad como el mantenerse dentro de los propios límites.
La causa final de la humildad apenas señalada parece estar supeditada a otra: la reverencia debida a Dios por la que se tiene en mucho a Dios -y a los demás en lo que participan de Dios- y a uno mismo, en cambio, en poco. Se trata de una reverencia que supone sujeción a Dios. A esta sujeción, que proviene de la reverencia, se refieren las palabras “sometido a lo superior”. De manera que en la definición figura la sujecion a Dios como parte de la causa final de la humildad, pero no la reverencia de la que ésta procede.
La causa eficiente de una virtud, su sujeto, es aquella potencia o potencias en la que radica la misma y de la que proceden inmediatamente sus actos. El sujeto de la humildad es doble: el sujeto principal es la voluntad y el sujeto secundario el apetito irascible. En la definición se alude a la voluntad y al apetito irascible, concretamente cuando se dice que la humildad consiste en mantenerse dentro de los propios límites, sin llegarse a lo que está sobre sí, estando, en cambio, sometido a lo superior.
Santo Tomás ofrece lo que se podría tomar como otra definición de la humildad en laSumma Theologiae: la virtud por la cual una persona “considerando su deficiencia, se atiene a lo que es bajo, de acuerdo con su medida”[147]. De hecho, ésta es la definición de humildad de Santo Tomás que se suele citar[148]. Distingamos también en esta definición la materia, el modo de obrar, el fin, el motivo y el sujeto.
Las palabras “se atiene a lo que es bajo” corresponden a las palabras de la anterior definición: “sin llegarse a lo que está sobre sí”. Atenerse a lo que es bajo equivale a no llegarse a lo que nos supera. No llegarse a lo que supera nuestra capacidad presupone una tendencia a la propia excelencia. Por tanto, atenerse a lo que es bajo presupone también la apetencia de la propia excelencia, lo cual es la materia de la humildad. De manera que la materia de esta virtud está contenida igualmente en esta definión de forma implícita.
Las palabras “atenerse a lo que es bajo” corresponden a las palabras de la otra definición: “mantenerse dentro de los propios límites” y, como éstas, indican el modo de obrar de la humildad. Efectivamente, atenerse a lo que es bajo supone una moderacion del apetito de propia excelencia.
La humildad lleva a atenerse a lo que es bajo considerando la propia deficiencia, de acuerdo con la propia medida, lo cual es lo mismo que decir que lleva a mantenerse dentro delos propios límites, sin llegarse a lo que está sobre sí. La propia deficiencia, los defectos, son los propios límites. En realidad, no es otra cosa sino la concepción verdadera de uno mismo, puesto que lo que pertenece al hombre es todo lo defectuoso. Y atenerse a lo que es bajo según la propia medida equivale a no llegarse a lo que está por encima de uno, es decir, actuar según esa verdad sobre nosotros mismos. Así, si hemos dicho que el fin de la humildad es la apetencia según razón de la propia excelencia, también puede decirse que es actuar de acuerdo con la propia medida, considerando la propia deficiencia.
El motivo de la humildad -la reverencia debida a Dios- no está contemplada en esta definición que ofrece Santo Tomás de la humildad. Se podría, sin embargo, agregar a esta definición este elemento esencial. Quedaría así la definición: la virtud por la cual una persona, considerando su deficiencia, se atiene a lo que es bajo, de acuerdo con su medida, por reverencia a Dios.
El sujeto de la humildad tampoco aparece en esta definición. De todas formas, nos parece que no es necesario incluirlo por ser algo que no distingue claramente a la humildad de otras virtudes.
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Notas
[1] Cfr. ORÍGENES, The Commentary of Origen on St. John´s Gospel, XXVIII, 19, A.E. BROOKE (ed.), Cambridge 1896.
[2] Cfr. IDEM, In Ezechielem homiliae, IX, 2, en Die griechischen christlichen Schriftsteller 33, W.A. BAEHRENS (ed.), Leipzig 1925.
[3] Cfr. S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, XXX, 3 (PG 60, 261); XXX, 2 (PG 60, 255).
[4] Cfr. S. AGUSTÍN, De civitate Dei, XIX, 25 (CESL 48, 696).
[5] Cfr. IDEM, Tractatus in evangelium Ioannis (25), VI, 16 (PL 35, 1604); Sermones LXII, 1 (PL 38, 415).
[6] S. GREGORIO, Moralia in Iob, L. 31, Cap. 45, nn. 87-90 (PL 76, 620D ss); L. 9, Cap. 36 (PL 75, 890C); L. 23, Cap. 13 (PL 76, 265B); L. 27, Cap. 46 (PL 76, 442ss).
[7] S. BERNARDO, De gradibus humilitatis, PL 182, 941-972.
[8] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 5, ad 2.
[9] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 4, co.
[10] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, Dubuque (Iowa) 1952, p. 100.
[11] Cfr. O. LOTTIN, Morale Fondamentale, París 1954, p. 22.
[12] Cfr. B. HÄRING, La ley de Cristo, III, Barcelona 1973, p. 78.
[13] T. S. CENTI, La Somma Teologica, 21, 17, citado por KACZYNSKI, Humildad, en F. COMPAGNONI-G. PIANA-S. PRIVITERA-M. VIDAL, “Nuevo Diccionario de Teología Moral”, Madrid 1992, p. 884-885.
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559.
[15] P. J. WADELL (C. P), The Primacy of Love: An Introduction to the Ethics of Thomas Aquinas, New York 1992, p. 25: “For all its clarity and brilliance, Thomas never believed theSumma was the final answer on anything; in fact, its very structure suggests Thomas´s conviction that our search for the truth is open-ended and forever incomplete”.
[16] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, cit., p. x.
[17] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a.1, co.
[18] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 2.
[19] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, co.
[20] Cfr. I-II, q. 40, a. 1, co.
[21] Cfr. II-II, q. 129, a.2, co.
[22] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3; a. 1, ad 3.
[23] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[24] Cfr. II-II, q. 129, a. 6, co.
[25] De virtutibus in communi, q. 2, a. 12, ad 26: “...quodammodo se habent ad spem vel fiduciam alicuius magni”.
[26] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a. 1, co.; a. 2, co.
[27] Cfr. II-II, q. 129, a. 2, ad 2.
[28] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 1.
[29] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 2.
[30] Cfr. Contra impugnantes, Cap. XIX, ad 5.
[31] Cfr. Sermones, n. 12, ps 3.
[32] Cfr. S. Th., II-II, q. 38, a. 2, ad 2.
[33] Cfr. Super II ad Cor., Cap. XII, Lect. III, n. 473.
[34] Cfr. S. Th., II-II, q. 38, a. 2, ad 2.
[35] Cfr. In Isaiam, Cap. V, vs. 14.
[36] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a. 2, ad 2.
[37] Cfr. II-II, q. 38, a. 2, ad 2.
[38] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[39] Cfr. II-II, q. 129, a. 2, ad 1.
[40] Cfr. II-II, q. 137, a. 2, ad 2.
[41] Cfr. II-II, q. 161, a. 4, ad 2.
[42] II-II, q. 129, a.1, co: “Consideratur autem habitudo virtutis ad duo: uno quidem modo, ad materiam circa quam operatur; alio modo, ad actum proprium”.
[43] Cfr. II-II, q. 137, a. 2, ad 2.
[44] Cfr. II-II, q. 157, a. 3, co.
[45] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[46] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[47] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Humilitas autem plus reprimit spem vel fiduciam de seipso quam ea utatur”.
[48] Cfr. I, q. 1, a. 7, co.; I-II, q. 54, a. 2, ad 3.
[49] II-II, q. 161, a. 2, co: “Ad humilitatem proprie pertinet ut aliquis reprimat seipsum, ne feratur in ea quae sunt supra se”.
[50] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, co.
[51] II-II, q. 162, a. 1, ad 3: “Ad humilitatem pertinet retrahere animum ab inordinato appetitu magnorum, contra praesumptionem”.
[52] Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1491: “Sicut enim in superbia sunt duo, affectus inordinatus, et aestimatio inordinata de se: ita, e contrario, est in humilitate, quia propriam excellentiam non curat, item non reputat se dignum”.
[53] Cfr. Ibíd., Cap. XVIII, Lect. I, n. 1487.
[54] S. Th., II-II, q. 161, a. 3, ad 2: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem de se habet. Hanc autem regulam rectae rationis non attendit superbia, sed de se maiora existimat quam sint”.
[55] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, ad 4.
[56] II-II, q. 162, a. 3, ad 3: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem de se habet”.
[57] II-II, q. 161, a. 1, ad 3: “Humilitas reprimit appetitum, ne tendat in magna praeter rationem rectam”.
[58] Cfr. II-II, q. 162, a. 1, co.
[59] II-II, q. 162, a. 1, ad 2: “Superbia autem appetit excellentiam in excessu ad rationem rectam: unde Augustinus dicit, XIX De civ. Dei, quod superbia est ‘perversae celsitudinis appetitus”.
[60] Cfr. II-II, q. 162, a. 4, co.
[61] II-II, q. 162, a. 2, ad 4: “... inordinatus amor propiae excellentiae”.
[62] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “In reprimendo praesumptionem spei, ratio praecipua sumitur ex reverentia divina, ex qua contingit ut homo non plus sibi attribuat quam sibi competat secundum gradum quem est a Deo sortitus. Unde humilitas praecipue videtur importare subiectionem hominis ad Deum”.
[63] Cfr. II-II, q. 104, a. 2, ad 4.
[64] Cfr. In Dionysii de divinis nominibus, Cap. III, Lect. un., n. 254.
[65] L. A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, Tesis Doctoral, pro manuscripto, Facultad de Teología de la Universidad de Harvard, Cambridge 2001, p. 50: “Humility is fundamentally a comparative virtue. In other words, humility presumes that there is a weighing of some trait, quality or capacity against that of another”.
[66] S. Th., II-II, q. 161, a. 3, co: “Humilitas autem, sicut dictum est (a. 1 ad 5; a. 2, ad 3), proprie respicit reverentiam qua homo Deo subiicitur”.
[67] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Humilitas praecipue videtur importare subiectionem hominis ad Deum”.
[68] II-II, q. 81, a. 7, co: “Res perficitur per hoc quod subditur suo superior, sicut corpus per hoc quod vivificatur ab anima, et aer per hoc quod illuminatur a sole”.
[69] Cfr. II-II, q. 19, a. 11, ad 2.
[70] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, co: “Superbia humilitati opponitur. Humilitas autem proprie respicit subiectionem hominis ad Deum, ut supra dictum est (q. 161 a. 1 ad 5). Unde e contrario superbia proprie respicit defectum huius subiectionis: secundum scilicet quod aliquis se extollit supra id quod est sibi praefixum secundum divinam regulam vel mensuram”.
[71] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, ad 3.
[72] II-II, q. 19, a. 11, co: “Sicut autem bonum uniuscuiusque est ut in suo ordine consistat, ita malum uniuscuiusque est ut suum ordinem deserat. Ordo autem creaturae rationalis est ut sit sub Deo et supra ceteras creaturas. Unde sicut malum creaturae rationalis est ut subdat se creaturae inferiori per amorem, ita etiam malum eius est si non Deo se subiiciat, sed in ipsum praesumptuose insiliat vel contemnat”.
[73] Cfr. I-II, q. 59, a. 1, co.
[74] I-II, q. 56, a. 2 ad 2: “Scire praeexigitur ad virtutem moralem, inquantum virtus moralis operatur secundum rationem recta”.
[75] II-II, q. 161, a. 2, co.: “Ad humilitatem proprie pertinet ut aliquis reprimat seipsum, en feratur in ea quae sunt supra se. Ad hoc autem necessarium est ut aliquis cognoscat id in quo deficit a proportione eius quod suam virtutem excedit. Et ideo cognitio proprii defectus pertinet ad humilitatem sicut regula quaedam directiva appetitus”.
[76] I-II, q. 56, a. 2 ad 2: “Essentialiter in appetendo virtus moralis consistit”. Las razones que da el Aquinate para justificar esta incongruencia se abordarán más adelante cuando se trata el tema de la relación de la humildad con otras virtudes.
[77] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[78] I-II, q. 56, a. 3, co: “Subiectum vero habitus qui simpliciter dicitur virtus, non potest esse nisi voluntas; vel aliqua potentia secundum est mota a voluntate. Cuius ratio est, quia voluntas movet omnes alias potentias quae aliqualiter sunt rationales, ad suos actus, ut supra habitum est: et ideo quod homo actu bene agat, contingit ex hoc quo homo habet bonam voluntatem”.
[79] I-II, q. 56, a. 2, co: “(...) potest esse aliquid in duobus vel pluribus, non ex aequo, sed ordine quodam. Et sic una virtus pertinere potest ad plures potentias; ita quod in una sit principaliter, et extendat ad alias per modum diffusionis, vel per modum dispositionis; secundum quod una potentia movetur ab alia, et secundum quod una potentia accipit ab alia”.
[80] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, ad 3.
[81] I-II, q. 56, a. 6, obj. 1: “Ad id enim quod convenit potentiae ex ipsa ratione potentiae, non requiritur aliquis habitus”.
[82] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, co.
[83] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, obj. 1. En efecto, afirma Santo Tomás: “(...) en la parte racional hay dos virtudes cardinales: la prudencia en cuanto a la razón, la justicia en cuanto a la voluntad. En la (parte) concupiscible, la templanza; mas en la irascible, la fortaleza” (De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 25).
[84] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[85] Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. III, n. 970: “Per mansuetudine homo ordinatur ad proximum (...) Per humilitatem ordinatur ad se et ad Deum”.
[86] S. Th., I, q. 82, a. 5, co: “Concupiscibilis respicit propriam rationem boni, inquantum est delectabile secundum sensum, et conveniens naturae; irascibilis autem respicit rationem boni, secundum quod est repulsivum et impugnativum eius quod infert nocumentum. -Sed voluntas respicit bonum sub communi ratione boni”.
[87] I-II, q. 56, a. 4, co: “Irascibilis et concupiscibilis dupliciter considerari possunt. Uno modo secundum se, inquantum sunt partes appetitus sensitivi. Et hoc modo, non competit eis quod sint subiectum virtutis. -Alio modo possunt considerari inquantum participant rationem, per hoc quod natae sunt rationi obedire. Et sic irascibilis vel concupiscibilis potest esse subiectum virtutis humanae: sic enim est principium humani actus, inquantum participat rationem”.
[88] II-II, q. 161, a. 4, ad 2: “Licet humilitas sit in irascibili sicut in subiecto (...)”.
[89] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[90] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[91] Cfr. II-II, q. 163, a. 1, co.
[92] I, q. 82, a. 5, co: “Concupiscibilis respicit propriam rationem boni, inquantum est delectabile secundum sensum, et conveniens naturae; irascibilis autem respicit rationem boni, secundum quod est repulsivum et impugnativum eius quod infert nocumentum. -Sed voluntas respicit bonum sub communi ratione boni”.
[93] II-II, q. 141, a. 3, ad 1: “...passiones irascibilis praesupponunt passiones concupiscibilis”.
[94] L.A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, cit., pp. 46-47: “The purpose of the irascible is to eliminate obstacles to the fulfillment of the concupiscible, while the purpose of the concupiscible is to desire the good itself. (I-II, Q. 23) The irascible, then is a drive added to a drive, a reinforced passion for the same basic good. Or as Thomas puts it, ‘the passions of the irascible presuppose the passions of the concupiscible.” (Q. 141.3 ad1) You have to want a good before the appetite that clears away obstructions to its possession is engaged”.
[95] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. IX, Lect. 4, n. 1360.
[96] Cfr. S. Th., III, q. 30, a. 4, ad 1.
[97] Cfr. In Dionysii de divinis nominibus, Cap. III, Lect. un., n. 258.
[98] Super evangelium Johannis, Cap. XIV, Lect. VI, n. 1938: “(...) sanctorum et humilium consuetudo est ut cum magna de se audiunt, stupeant et admirentur”.
[99] S. Th., II-II, q. 113, a. 1, ad 3: “Homo non debet unum peccatum facere ut aliud vitet. Et ideo non debet mentiri qualitercumque ut vitet superbiam. Unde Augustinus dicit, ‘Super Io.’: ‘Non ita caveatur arrogantia ut veritas relinquatur’. Et Gregorius dicit quod ‘incaute sunt humiles qui se mentiendo illaqueant’”.
[100] Cfr. Super II ad Cor., Cap. II, Lect. III, n. 75.
[101] In Psalmos, Ps 9, n. 25: “Humilis dicitur qui non innititur suae virtuti”.
[102] S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 2: “Tendere in aliqua maiora ex propriarum virium confidentia, humilitati contrariatur. Sed quo aliquid ex confidentia divini auxilii in maiora tendat, hoc non est contra humilitatem”.
[103] In orationem dominicam, petitio III, a. 3: “Inter alia autem quae faciunt ad scientiam et sapientiam hominis potissima sapientia est, quod homo non innitatur sensui suo. Prov. III, 5: Ne innitaris prudentiae tuae. Nam illi qui praesumunt de sensu suo, ita quod non credunt aliis, sed sibi tantum, semper inveniuntur et iudicantur stulti. Prov. XXVI, 12: Vidisti hominem sapientem sibi videri? Magis illo spem habebit insipiens. Quod autem homo non credat sensui suo, procedit ex humilitate: unde et locus humilitatis est sapientia, ut dicitur Prov. xi. Superbi autem sibi ipsis nimis credunt”.
[104] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2.
[105] Cfr. Contra impugnantes, Cap. VIII, co.
[106] A. ALBERDI, El concepto de humildad en Santo Tomás: “Vida sobrenatural” 31 (1936), p. 31.
[107] Contra impugnantes, Cap. VIII, co: “Ut philosophus probat in 10 Ethic., virtutes non solum in interioribus actibus, sed in exterioribus etiam consistunt: et loquitur de moralibus virtutibus. Humilitas autem quaedam moralis virtus est: non enim est neque intellectualis neque theologica. Ergo non solum in interiori consistit, sed etiam in exterioribus. Cum ergo ad humilitatem pertineat quod homo se ipsum contemnat, hoc etiam ad humilitatem pertinebit quod aliquis exterius contemptibilibus utatur”.
[108] Cfr. Ibíd., Cap. VII, co.
[109] Cfr. S. Th., II-II, q. 187, a. 5, co.
[110] Contra impugnantes, Cap. VII, ad 7: “(...) accipere necessaria ad victum, est actus humilitatis in his qui tantum se humiliaverunt pro christo, ut se subiicerent egestati (...)”.
[111] Cfr. In Psalmos, Ps 37, n. 8.
[112] Cfr. Contra impugnantes, Cap. XIV, ad 1.
[113] Quodlibetales I-XI, Quodlibetum X, q. 6, a. 2: “Fama enim non est necessaria homini propter seipsum, sed propter proximum aedificandum. Appetere ergo famam propter proximum, caritatis est; appetere vero propter seipsum, ad inanem gloriam pertinet. E converso contemptus famae ratione sui ipsius, humilitas est, ratione vero proximi ignavia et crudelitas”.
[114] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[115] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, sc.
[116] In IV Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 3, ad 6: “(...) per eam (humilitas) homo se ex reverentia Deo subjicit, et per consequens aliis propter Deum”.
[117] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co.
[118] In orationem dominicam, prologus, n. 1025: “Debet etiam oratio esse humilis, secundum illud Psal. CI, 18: Respexit in orationem humilium; et Luc. XVIII, et pharisaeo et publicano; et Iudith IX, 16: Humilium et mansuetorum semper tibi placuit deprecatio. Quae quidem humilitas in hac oratione servatur: nam vera humilitas est quando aliquis nihil ex suis viribus praesumit, sed totum ex divina virtute impetrandum expectat”.
[119] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. XV, Lect. I, n. 1993.
[120] Cfr. In Isaiam, Cap. VI, 300-309.
[121] Cfr. In Psalmos, Ps 15, n. 1.
[122] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 4, ad 4.
[123] II-II, q. 84, a. 2, co: “Respondeo dicendum quod, sicut Damascenus dicit, in IV libro, ‘quia ex duplici natura compositi sumus, intelellectuali scilicet et sensibili, duplicem adorationem Deo offerimus’: scilicet spiritualem, quae consistit in interiori mentis devotione; et corporalem, quae consisti in exteriori coporis humiliatione”.
[124] Super ad Thim. I, Cap. II, Lect. II, n. 72: “Augustinus: Quod exterius orando agimus, facimus ut affectus noster interius excitetur. Genuflexiones enim et huiusmodi non sunt per se acceptae Deo, sed quia per haec tamquam per humilitatis signa homo interius humiliatur (...)”.
[125] Cfr. S. Th., III, q. 83, a. 5, ad 5.
[126] In IV Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 3, ad 6: “(...) per eam (humilitas) homo se ex reverentia Deo subjicit, et per consequens aliis propter Deum”.
[127] II-II, q. 161, a. 1, ad 5: “Humilitas autem secundum quod est specialis virtus, praecipue respicit subiectionem hominis ad Deum, propter quem etiam aliis humiliando se subiicit”.
[128] II-II, q. 161, a. 3, ad 1: “Non solum debemus Deum revereri in seipso, sed etiam id quod est eius debemus revereri in quolibet: non tamen eodem modo reverentiae quo reveremur Deum. Et ideo per humilitatem debemus nos subiicere omnibus proximis propter Deum, secundum illud I Petr. 2, 13: ‘Subiecti estote omni humanae creaturae propter Deum’: latriam tamen soli Deo debemus exhibere”.
[129] Cfr. L.A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, cit., p. 57.
[130] Cfr. Super ad Philemon, Cap. un., Lect. 1, n. 13-14.
[131] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 4, prologus.
[132] II-II, q. 161, a. 3, co: “In homine duo possunt considerari: scilicet id quod est Dei, et id quod est hominis. Hominis autem est quidquid pertinet ad defectum sed Dei est quidquid pertinet ad salutem et perfectionem: secundum illud Osee 13, 9: ‘Perditio tua, Israel: ex me tantum auxilium tuum’. Humilitas autem, sicut dictum est (a. 1 ad 5; a. 2, ad 3), proprie respicit reverentiam qua homo Deo subiicitur. Et ideo quilibet homo, secundum id quod suum est, debet se cuilibet proximo subiicere quantum ad id quod est Dei in ipso”.
[133] II-II, q. 161, a. 3, co: “Non autem hoc requirit humilitas, ut aliquis id quod est Dei in seipso, subiiciat ei quod apparet esse Dei in altero. Nam illi qui dona Dei participant, cognoscunt se ea habere: secundum illud I ad Cor. 2, 12: ‘Ut sciamus quae a Deo donata sunt nobis’. Et ideo absque praeiudicio humilitatis possunt dona quae ipsi acceperunt, praeferre donis Dei quae aliis apparent collata: sicut Apostolus, ad Eph. 3, 5, dicit: ‘Aliis generationibus non est agnitum filiis hominum, sicut nunc revelatum est sanctis Apostolis eius’”.
[134] II-II, q. 161, a. 3, co: “Similiter etiam non hoc requirit humilitas, ut aliquis id quod est suum in seipso, subiiciat ei quod est hominis in proximo. Alioquin, oporteret ut quilibet reputaret se magis peccatorem quolibet alio: cum tamen Apostolus absque praeiudicio humilitatis dicat, Gal. 2, 15: ‘Nos natura Iudaei, et non ex gentibus peccatores’”.
[135] II-II, q. 161, a. 3, co: “Potest tamen aliquis boni esse in proximo quod ipse non habet, vel aliquid mali in se esse quod in alio non est: ex quo potest ei se subiicere per humilitatem”.
[136] Cfr. I-II, q. 69, a. 3, co.
[137] Cfr. In Job, Cap. XV, vs. 25-27.
[138] Cfr. S. Th., II-II, q. 112, a. 1, ad 3.
[139] Cfr. III, q. 40, a. 3, ad 3.
[140] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 4.
[141] Cfr. Super ad Philip., Cap. IV, Lect. I, n. 172-174.
[142] In Job, Cap. II, vs. 9-10.
[143] Cfr. S. Th., I-II, q. 69, a. 3, co.
[144] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, co.
[145] Cfr. III, a. 40, a. 3, ad 3: “In eo qui ex necessitate pauper est, humilitas non multum commendatur. Sed in eo qui voluntarie pauper est, sicut fuit Christus, ipsa paupertas est maximae humilitatis iudicium”.
[146] Summa Contra Gentiles, Libro IV, Cap. LV, n. 3950: “(...) virtus humilitatis in hoc consistit ut aliquis infra suos terminos se contineat, ad ea quae supra se sunt non se extendens, sed superiori se subiiciat (...)”.
[147] II-II, q. 161, a. 1, ad 1: “(...) puta cum aliquis, considerans suum defectum, tenet se in infimis secundum suum modum”.
[148] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, cit., p. 15.
Pio Santiago
Artículo publicado en: T. TRIGO (ed.), “«Dar razón de la esperanza». Homenaje al Prof. Dr. José Luis Illanes”, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2004, pp. 253-268.
Andaba un tiempo dándole vueltas a la cabeza acerca de la «humildad de Dios» a partir, por una parte, de la contemplación de la vida oculta de Nuestro Señor en Nazaret y de la discreción en la manifestación del misterio de su ser teándrico; y de por otra, de la consideración del Dios «que se esconde» detrás de su gobierno del universo y de los acontecimientos de la historia humana[1]. Me maravillaba de que Dios no pregone, ni «haga publicidad» de sus obras, ni se jacte en ellas de la infinita sabiduría de su ser, de su inmenso poder... Además pensaba que todos los santos, que son los que más se han asemejado a Él, se hayan esforzado decididamente por ser humildes, siguiendo la invitación de Jesucristo «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Pero estando en estos pensamientos me tropecé con el texto de Santo Tomás de Aquino: «Hay dos clases de perfección. Una, absoluta, carente de todo defecto, tanto en sí misma como en relación con los otros seres. Así, sólo Dios es perfecto, y en Él, según su naturaleza divina, no cabe la humildad, sino sólo según la naturaleza asumida»[2]. Tanto la evidencia de su concisa argumentación y el peso de su autoridad me dejaron sin ánimo para proseguir en mis pensamientos. Por si fuera poco, el mismo Aquinate dice inmediatamente antes: «La humildad reprime el apetito a fin de que no aspire a grandes cosas que exceden el recto orden de la razón»[3]. Decididamente, el tema se me presentó como un despropósito y lo dejé aparcado por un tiempo, no fuese que, en el intento de profundizar en la humildad, cayera en el vicio opuesto.
Sin embargo, había algunas ideas que me hacían resistencia a abandonar por completo el propósito. Una es que el Verbo Encarnado ¿no refleja, de alguna manera, en los gestos y en el lenguaje humanos, el ser invisible y el actuar inalcanzable de Dios? La misma Encarnación del Verbo ¿no es ya un acto de synkatábasis, de condescensión, de abajamiento, de «humildad» de la Trinidad Beatísima? Muchos textos evangélicos me venían a la cabeza. Me detendré en algunos.
«El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
La frase pertenece a un contexto más amplio, en el que a una pregunta del apóstol Tomás, Jesús responde con inesperada y sorprendente profundidad. Es el pasaje de Jn 14, 6-11:
«6 Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida —le respondió Jesús—; nadie va al Padre si no es a través de mí. 7 Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto.
8 Felipe le dijo:
—Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
9 —Felipe —le contestó Jesús—, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»?10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. 11 Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas».
Un camino de acceso para penetrar en sentido del texto de San Juan pueden ser las palabras del n. 516 del Catecismo de la Iglesia Católica: «Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9), y el Padre: “Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Lc 9, 35). Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre (cfr. Hb 10,5-7), nos “manifestó el amor que nos tiene” (1 Jn 4, 9) incluso con los rasgos más sencillos de sus misterios». Por su parte, el Papa Juan Pablo II escribe: «Una exigencia de no menor importancia (...) me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre»[4].
A mayor abundamiento, y para no iniciar todavía mi propia exégesis del texto joaneo, me permito reproducir unos párrafos del Sermo 141, 1 y 4, de San Agustín: «Todo hombre alcanza a comprender la Verdad y la Vida; pero no todos encuentran el Camino. Los sabios del mundo comprenden que Dios es vida eterna y verdad cognoscible (...); pero el Verbo de Dios, que es Verdad y Vida junto al Padre, se ha hecho Camino asumiendo la naturaleza humana. Camina contemplando su humildad y llegarás hasta Dios». Y, en la misma línea, he aquí un apunte de la nota a Jn 14,1-14 del Nuevo Testamento preparado por profesores de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra: «El v. 9 es de una intensidad deslumbrante. Conocer a Cristo es conocer a Dios. Jesús es el rostro de Dios»[5].
En el v. 6, Jesús, al responder a la pregunta de Felipe −cfr. vv. 4-5−, toma ocasión para descorrer un resquicio del misterio de su ser. No se trata de conocer un lugar terrestre y el camino para llegar a él. El lugar, el término donde Jesús va a ir es el Padre y el Camino no puede ser otro que el mismo Jesús. Jesús es la Verdad y la Vida por ser el Verbo de Dios, la verdad absoluta y la vida eterna, como el Padre. Estos atributos divinos los posee también Jesús y han resplandecido en su santísima Humanidad[6]. La verdad absoluta, divina, ha sido enseñada por la palabra de Jesús[7], que nos ha revelado al Padre[8]. Jesús, a quienes nos adherimos a su verdad por medio de la fe, nos hace participar de la vida eterna como hijos de Dios[9].
Vida eterna y Verdad absoluta se identifican, como también el Padre y el Hijo en la naturaleza: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado» (Jn 17, 3). El conocimiento del Hijo por la fe sobrenatural, que bucea en el misterio, conduce al conocimiento del Padre: «Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre» (Jn 14, 7): aún más, los discípulos de Jesús, que creen en él, que le “ven” a través de su Humanidad, puede decirse de alguna manera que “ven” al Padre.
Probablemente Felipe (Jn 14, 8) no pensaba sino en una teofanía, semejante a las concedidas a Moisés (cfr. Ex 33, 18-23), o a Isaías (cfr. Is 6, 1-5), porque no había penetrado aún en el misterio de Cristo (Jn 14, 9), como les ocurría a los demás apóstoles, no obstante el tiempo en que habían convivido con Él[10]. Pero las palabras de Jesús en su respuesta (Jn 14, 9-10) no dejan de ser misteriosas. Insinúan que Jesús es la imagen perfecta del Padre (cfr. Hb 1, 3). De varias maneras ya les había hablado de la unión profunda, indisoluble entre el Padre y el Hijo[11].
Jn 14, 11 repite, resumidamente, el mismo argumento que aparece otras veces en el IV Evangelio[12] : para creer que Jesús «está» en el Padre y el Padre en él tienen la garantía de la autoridad de su palabra; y, además, si ésta no les resulta clara, está el argumento de sus «obras». Si bien más vale creer sencillamente por su palabra[13].
«Lo que Él [el Padre] hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo» (Jn 5, 19)
«En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».
El versículo inicia un largo discurso (vv. 19-47), en el que se desarrolla, de modo equivalente a una demostración, la legitimidad de la afirmación sobrecogedora del v. 17b. Puede dividirse en dos partes. En la primera (vv.19-30) se habla de la igualdad del Hijo con el Padre y de algunas de sus implicaciones. En la segunda (vv. 31-47) viene como la prueba de la primera parte.
Igualdad del Hijo con el Padre: Jn 5, 19-30. El v. 19 está en relación directa con la afirmación del v. 17 («Jesús les replicó: −Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo», Ho Patér mou héôs árti ergázetai, kagô ergázomai) y con el comentario del Evangelista en el v. 18 («Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios»)[14]. Los vv. 19-30 se extienden en mostrar que las obras del Hijo son las obras del Padre: poder de resucitar los muertos (v. 21); juicio supremo (v. 22); honra (v. 23); los vv. 24-30 desarrollan los enunciados de los vv. 21-23. En esta parte del discurso, al mismo tiempo que se habla de igualdad del Hijo con el Padre, se les distingue: son Padre e Hijo respectivamente (en la doctrina cristiana, igualdad de sustancia o naturaleza y distinción de personas). La «obras mayores» de las que se maravillarán los hombres (v. 20) parece que se refieren a la resurrección de Jesús y a la de los muertos como efecto de la propia resurrección de Jesús[15].
El v. 24 apunta al corazón de la teología de Juan, a saber, la necesidad de «escuchar» y «creer» en la palabra de Jesús para ser salvado, para alcanzar la vida eterna. Un mismo acto de fe abarca al Padre y al Hijo.
Ceguera de los judíos: Jn 5, 31-47. Frente a la resistencia a creer, esta parte del discurso aduce cuatro testimonios o “argumentos de credibilidad”, o “razones para creer”: el testimonio de Juan el Bautista (vv. 32-35); el de las «obras» que hace Jesús, los signos o milagros (v. 36); el testimonio del Padre (vv. 37-38); el de las Escrituras (v. 39). De estos argumentos el de más peso dialéctico es el de las obras que hace Jesús, incluida su vida y enseñanzas. En cuanto que Jesús es enviado del Padre e igual a Él, las obras de Jesús son el testimonio mismo del Padre, es decir, de Dios. Al no percibir en las obras de Jesús la «voz» del Padre, al no creer en el que Dios ha enviado, los hombres se cierran a la posibilidad de «ver» el «rostro» de Dios. De nuevo el pasaje apunta al meollo del mensaje del IV Evangelio.
Los vv. 41-47 reprochan a “los judíos”[16] tres impedimentos que les ciegan: falta de amor a Dios, búsqueda de gloria humana, miopía para interpretar las Escrituras.
«Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30)
Es otro texto impresionante. Forma parte de un discurso que el evangelista enmarca durante la fiesta de la Dedicación del Templo, conmemorativa de la purificación realizada por Judas Macabeo después de la profanación hecha por Antíoco IV Epífanes[17]. El relato-discurso abarca Jn 10, 22-42:
24 «Entonces le rodearon los judíos y comenzaron a decirle:
—¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.
25 Les respondió Jesús:
—Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí (...). 30 Yo y el Padre somos uno.
31 Los judíos recogieron otra vez piedras para lapidarle. 32 Jesús les replicó:
—Os he mostrado muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas queréis lapidarme?
33 —No queremos lapidarte por ninguna obra buena, sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces Dios —le respondieron los judíos.
34 Jesús les contestó:
—(...) ¿A quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de Dios? 37 Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; 38 pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.
39 Intentaban entonces prenderlo otra vez (...).Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio (...). 41 Y muchos acudieron a él y decían:
—Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan dijo de él era verdad.
42 Y muchos allí creyeron en él».
A la pregunta apremiante sobre si es o no el Mesías (v. 24), Jesús responde por elevación. La palabra Mesías (Cristo) no es pronunciada, y con razón, pues este término se había mundanizado, banalizado en el ambiente de la época, hasta encerrarlo en los estrechos límites de un nacionalismo político y terreno[18]. Parece que, en la intención de sus interpelantes, si Jesús reivindicaba el título, daba pretexto para denunciarlo a la autoridad romana como rebelde contra el César −tal como sería en efecto la acusación de los pontífices ante Pilatos[19]−. Si lo rechazaba, causaría una gran decepción popular. Por ello, Jesús no descendió al plano de sus interrogadores. Pero dio la respuesta llevando la cuestión al fondo: remontándose del mesianismo nacionalista hasta la identidad con el Padre (que en términos teológicos llamamos la identidad sustancial del Padre y del Hijo). El camino de argumentación que sigue Jesús es, como en otros pasajes del IV Evangelio, el testimonio de las obras (v. 25)[20].
El punto culminante del pasaje es el v. 30, donde de manera lapidaria afirma la identidad con el Padre: Egô kaì ho Patêr hén esmen. Ya San Agustín explicaba así este versículo: «No dijo “yo soy el Padre”, ni “yo y el Padre es uno mismo”. Sino que en la expresión “yo y el Padre somos uno” hay que fijarse en las dos palabras «somos» y «uno» (...). Porque si son uno, entonces no son diversos, y si somos, entonces hay un Padre y un Hijo»[21]. En lenguaje teológico Jesús revela su unidad sustancial con el Padre, o, en otros términos, la identidad de su esencia o naturaleza divina con el Padre y, al mismo tiempo, la distinción personal entre el Padre y el Hijo. Pero sus interpeladores no estaban para meditar sobre tales realidades divinas.
Si aplicamos el aforismo escolástico operari sequitur esse, la consustancialidad con el Padre nos lleva a pensar que el Hijo encarnado, aun en su obrar humano, actúa “de acuerdo” con el Padre, opera según la pauta del Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34), «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado» (Jn 6, 38). Como explicará el dogma cristológico, en Cristo hay dos voluntades, la divina y la humana. Cuando Jesús habla de “su voluntad” se está refiriendo a la humana, en la que gravita, entre otras cosas, la repugnancia al dolor y a la muerte violenta. En esta perspectiva se entiende la oración de Jesús en la agonía en el huerto. «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42); o las que consigna Jn 5, 30: «No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado».
Por eso, puede también afirmar Jesús en el mismo versículo de Jn 5, 30: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo», palabras paralelas a las más solemnes de Jn 5, 19: «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».
«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)
El adjetivo griego praüs, usado también en plural, praeîs, es traducido en todos los diccionarios por manso, afable, clemente, de ánimo suave, opuesto a iracundo. De igual significación es su correspondiente sustantivo praütês, mansedumbre. Además del texto de Mt 11, 29, San Pablo la evoca en 2 Co 10,1 diciéndoles a sus destinatarios: «os exhorto por la mansedumbre (praütês) y la benignidad (epieíkeia) de Cristo».
La mansedumbre es uno de los frutos del Espíritu Santo, según Ga 5, 22-23: «En cambio, los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia». El Papa León XIII explicaba así el pasaje: «Los frutos enumerados por el Apóstol son aquellos que el Espíritu Santo causa y comunica a los hombres justos, aun durante esta vida (...), pues son propios del Espíritu Santo, que “en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo”»[22].
¿Podemos decir que Dios actúa con mansedumbre, que es manso? El AT nos puede dar una pista. Is 54 ,7-8 pone en boca del Señor: «Por un breve instante te abandoné, / pero con grandes ternuras te recogeré. / En un arrebato de ira / te oculté mi rostro un momento, / pero con amor eterno me he apiadado de ti, / dice tu Redentor, el Señor». Por Jr 31, 20 vuelve a exclamar Dios: «¡Pero si Efraím es mi hijo querido, / el niño de mis delicias, / que cada vez que le reprendo / aún me acuerdo más de él! / Por eso se conmueven mis entrañas. / Siempre me apiadaré de él». Y, por citar aún a otro profeta, dice el Señor por Os 11, 8-9: «¿Podré abandonarte, Efraím, / podré entregarte, Israel? (...). Me da un vuelco el corazón, / se conmueven a la vez mis entrañas. / No dejaré que prenda el ardor de mi cólera, / no volveré a destruir a Efraím, / porque Yo soy Dios, / y no un hombre; / soy el Santo en medio de ti, / y no voy a llegar con mi ira». Los salmos 103, 8 y 145, 8 repiten la expresión −con insignificantes variaciones−: «El Señor es clemente y compasivo, / lento a la ira y rico en misericordia». Pero no sólo esos versículos, sino ambos salmos enteros son una oración de alabanza a Dios, que perdona los pecados de su pueblo y lo protege en vez de airarse.
Ser humilde de corazón, eimì tapeinòs tê kardía, es lo opuesto a ser hyperêfanós, soberbio, “el que quiere aparecer superior a los demás”, como se expresa en St 4,6[23]. Jesús «se humilló a sí mismo», etapeínôsen heautón (Flp 2, 8), «haciéndose obediente hasta la muerte». El sustantivo tapeínôsis, “humillación”, corresponde al verbo tapeinóô en pasiva, ser humillado,tapeinoûsthai, en griego[24] y na‘anah en hebreo (Is 53, 7)[25]. En Hch 8, 32-33 se aplica a Cristo parte del cuarto canto del Siervo de Isaías; nos interesa especialmente Hch 8, 33a, que corresponde a Is 53a hebreo: «Fue maltratado y él fue humillado/se dejó humillar» (niggash we hû’ na‘annéh): el Cristo tenía que ser humillado, y Jesús cumplió también esta profecía.
Como todas las enseñanzas de Jesús, ésta es también una expresión sincera de su propio ser y obrar. Dentro del misterio del ser teándrico de Jesús, estas palabras ¿expresan sólo sus sentimientos humanos? ¿Son también, de alguna manera, el ejemplo que ve en el Padre? Jesús, el Verbo del Padre, ¿podría tener sentimientos humanos no conformados con el Padre, aunque, como la repulsa o el miedo al sufrimiento, repugnaran a su condición de verdadero hombre? ¿Pudo “aprender” Jesús la humildad al margen de su visión del Padre? Es verdad que, como dice Hb 5, 8: «y, siendo Hijo, aprendió por los padecimientos, la obediencia».
La cuestión de cómo podemos hablar de Dios
Aristóteles debió de ser el primero en expresar con claridad que la palabra o nombre (ónoma) no designa necesaria o directamente la realidad o cosa (chrêma) −como pensaron los antiguos griegos−, sino que lo que el nombre designa, es el signo de la idea, la palabra interior, el concepto (lógos) que nos formamos de la cosa[26]. Santo Tomás de Aquino parte de aquí para plantear el tema de cómo podemos nosotros hablar de Dios, que desarrolla en toda la cuestión 13ª de la Prima Pars de la Summa Theologiae, con el título de De nominibus Dei.
En efecto, Tomás de Aquino comienza la q. 13, a. 1, cor. : «Según el “Filósofo”, las palabras son signos de los conceptos, y los conceptos son signos de las cosas (...). Así, pues, lo que puede ser conocido por nosotros con el entendimiento, puede recibir nombre por nuestra parte. Ha quedado demostrado (q. 12 a. 11 y 12) que en esta vida Dios no puede ser visto en su esencia; pero puede ser conocido a partir de las criaturas como principio suyo por vía de excelencia y remoción. Por consiguiente, a partir de las criaturas puede recibir nombre por nuestra parte; sin embargo, no un nombre que, dándole significado, exprese la esencia divina tal cual es».
La tesis del Aquinate es hoy común en el pensamiento filosófico y teológico católico y puede ser explicada así: nuestro lenguaje expresa las cosas según las concibe y representa nuestro entendimiento. Las que conocemos con perfección las podemos expresar adecuadamente; pero las que conocemos de modo imperfecto sólo las podemos expresar de modo imperfecto, por analogía de las que conocemos mejor; por medio de éstas hablamos de las más desconocidas y las podemos nombrar de modo no adecuado, metafóricamente. Por ello sólo podemos nombrar a Dios y hablar de Él por la mediación de las cosas creadas, de manera imperfecta e inadecuada.
El discurso de Tomás de Aquino prosigue con el razonamiento escueto y riguroso que le caracteriza: lo primero que conocemos de Dios es su causalidad de los seres imperfectos y limitados, es decir, el aspecto “relacional”. De aquí que las criaturas representan a Dios, le son de alguna manera semejantes, en cuanto tienen alguna perfección relativa, esto es, en cuanto participan parcialmente de la perfección total de Dios. Por ello no le representan como algo de su misma especie o género, sino como efectos que no pueden igualar a su causa, que es el principio sobreeminente o sublime.
El Aquinate hace una distinción: a) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido negativo: Dios es in-mortal, in-material, in-finito...; estos nombres, aunque absolutos, son evidentemente negativos; no significan propiamente lo que es Dios, sino lo que no es y, por consiguiente, no expresan propiamente la esencia o sustancia divina; pero estos nombres no son una vaciedad, sino que expresan la esencia divina de modo imperfecto, como de modo imperfecto representan a Dios las criaturas[27]. b) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido afirmativo y absoluto (bueno, sabio...). ¿Podemos expresar con ellos la esencia divina? La respuesta ha de ser muy matizada. Estos nombres significan la esencia divina y se aplican a Dios sustancialmente, pero no alcanzan a expresarla con perfección, totalmente. La razón está en que tales términos expresan a Dios tal y como nuestro entendimiento le conoce; pero nuestro entendimiento le conoce por el intermedio de las criaturas, de donde se sigue que sólo le conoce en la medida en que éstas le representan. En la II-II, q. 4 a. 2 el Aquinate demostró que Dios, por ser simple y absolutamente perfecto, contiene previamente en Sí todas las perfecciones que dio a las criaturas; por ello, una criatura le representa y es semejante a Él en cuanto tiene alguna perfección; pero ésta no es de la misma especie o género que la divina. En conclusión, los nombres que se atribuyen a Dios de modo afirmativo y absoluto expresan la sustancia divina, pero imperfectamente, por cuanto las criaturas la representan de modo imperfecto. Así, al decir que Dios es bueno, el sentido de esta proposición no es Dios es causa de bondad, o Dios no es malo, sino: lo que llamamos bondad en las criaturas prexiste en Diosy siempre de modo sublime. De donde se sigue que a Dios no le corresponde ser bueno porque cause bondad, sino al revés, porque es bueno causa la bondad en las cosas[28].
Podría parecer que la cuestión ha quedado resuelta en el a. 2 de la q. 13. Pero Tomás de Aquino sabe bien que todavía restan puntos oscuros. El primero es ¿cómo los muchos nombres que se atribuyen a Dios de modo afirmativo y absoluto (y que significan la esencia divina aunque de modo imperfecto, a. 2) se pueden compaginar con la absoluta simplicidad de Dios? En otras palabras: si estos varios nombres expresan la esencia divina, entonces introducirían una pluralidad en el ser de Dios. Es la dificultad que veía Maimónides sin encontrar solución[29]. El Aquinate responde: «En los nombres que se dan a Dios hay que considerar dos cosas: las mismas perfecciones significadas, como la bondad, la vida y otras semejantes, y el modo de significarlas. En cuanto a lo que significan tales nombres, en sentido propio le corresponden a Dios, y con mucha más propiedad a Él que a las criaturas, y primeramente se dicen de Él. En cuanto al modo de significarlas, no se aplican a Dios en sentido propio, pues el modo de expresarlas le compete a las criaturas[30].
A mayor abundamiento, Santo Tomás expone que tales nombres no son sinónimos, sino que corresponden a conceptualizaciones distintas en el entendimiento humano de las perfecciones que, procedentes de Dios, encontramos en las criaturas. Tales perfecciones preexisten en Dios en forma única y simple, mientras que en las criaturas se representan de forma variada y múltiple. En conclusión, los nombres atribuidos a Dios, aunque signifiquen una sola realidad, no son sinónimos, porque la expresan bajo muchos y diversos conceptos[31].
Con el a. 3 de la q. 13 llegamos a un punto clave para plantear el magno problema del lenguaje religioso. La distinción tomista entre la realidad divina (las perfecciones significadas) y el humano modo de significarla sigue siendo fundamental. Pero nosotros no disponemos en esta vida más que de un solo lenguaje, y a éste se adapta Dios al revelarnos su esencia e intimidad. Se sirve del lenguaje humano, de nuestros conceptos naturales, para manifestarnos realidades que nos sobrepasan.
Y. Congar ha hecho un resumen del tema. Apoyándose sobre todo en San Juan Crisóstomo, recuerda que los Padres ven a lo largo de la “temporalis dispensatio” de la revelación, una condescendencia (synkatábasis) de Dios, un descenso de Dios dentro de los límites del tiempo histórico y de la expresión humana[32]. La encarnación es el punto más bajo de este descenso[33], al mismo tiempo que el momento supremo de la revelación de Dios. “Felipe, quien me ha visto ha visto al Padre”[34]. La synkatábasis, obra del amor divino, revela a Dios, pero con la limitación inherente a la historicidad, que sólo permite percibir los efectos temporales del acto eterno e infinito de Dios[35].
También Congar ha resumido el problema de cómo percibir y dar forma racional, en lenguaje humano, a la existencia de un orden sobrenatural, por encima de nuestra razón: «Es una tesis generalmente sostenida por los teólogos, pero acerca de la cual no existe enseñanza expresa del magisterio, que la razón puede demostrar la existencia, por encima de ella, de un orden de realidad, para ella misteriosa, que es el objeto propio de la inteligencia increada; es decir, que puede, por lo tanto, demostrar la existencia de un orden sobrenatural de verdad: esto partiendo del valor analógico de la perfección que es la inteligencia. Se llega así a la existencia de un orden misterioso en general (...). Los teólogos se preguntan si esa misma razón puede demostrar la revelabilidad y la comunicabilidad del mismo. La cuestión se reduce de nuevo a preguntarse si se puede probar la posibilidad intrínseca y positiva de la visibilidad de Dios, término de la revelación. Las posiciones divergen. Sí, dicen unos, basándose, sobre todo, en el “deseo natural” de ver a Dios (...). No, dicen otros (...). Nosotros, por nuestra parte, sostenemos las proposiciones siguientes: 1) No se puede probar apodípticamente la revelabilidad de la vida divina ni la capacidad de la naturaleza humana respecto a aquélla, pues tal revelabilidad es la propiedad de una esencia que no conocemos. 2) Tampoco se puede probar su imposibilidad. 3) La consideración de la estructura analógica de nuestra inteligencia, por una parte, y la de nuestro deseo de ver a Dios, por otra, inclinan a admitir la existencia en nosotros de una “potencia obediencial”, sobre la cual somos capaces de ser elevados a participar en la vida íntima de Dios»[36].
Como expone S. Fuster: «La Revelación implica que Dios hace accesible su intimidad. Por ejemplo, cuando Dios se autorrevela como “padre”, el concepto humano de paternidad es el presupuesto de la Palabra divina; pero lo que quiere darse a entender no puede comprenderse por el mero análisis de la paternidad terrena. Cuando Dios se declara “padre nuestro”, no sólo informa sobre algo que es verdad, sino que más bien produce un nuevo significado por la palabra “padre”: crea una nueva relación vivencial entre el hombre y Dios»[37].
Valor analógico del lenguaje humano acerca de Dios
Llegados a este punto nos es imposible soslayar el tema de la analogía aunque, obviamente no es éste el lugar para tratar de él. Únicamente tracemos un resumen del pensamiento de los filosófos y teólógos católicos sobre el tema[38].
Congar formula la siguiente síntesis, a modo de tesis: «La palabra que, de diversas maneras, dirige Dios a los hombres presupone como condición trascendental el valor de nuestro lenguaje acerca de Dios según la analogía, así como una aptitud de nuestro entendimiento para la comprensión de esa palabra (próximo a la fe)»[39].
Que Dios nos dirija una palabra en expresiones del conocimiento y del lenguaje del hombre supone ya alguna aptitud de los conceptos y de los vocablos humanos para significar −aun con los límites e imperfecciones aludidos− el misterio de Dios. Por lo mismo, entraña un sujeto capaz, aunque de modo muy imperfecto, de ser receptor de la palabra divina y de comprenderla. Que la Biblia se inicie con el relato de la creación del mundo por obra de la Palabra, y de la creación del hombre a imagen de Dios y, todavía más, que la acción redentora y recreadora divina sea la encarnación de la Palabra creadora (Jn 1; Hb 1, 1-3), todo ello supone y asienta cierta proporción o relación entre Dios y la criatura humana. Hablar de un Dios “totalmente otro”, resultaría situar fuera de Él, independiente de Dios, lo que es obra de Dios mismo; aunque Dios trascienda su creación, esto no quiere decir que se ausente por completo de ella.
La relación de la criatura humana con su Creador es consecuencia de la causalidad divina, continuación de la relación de dependencia respecto de Dios precisamente por su condición de criatura. Consecuentemente, la posibilidad de las criaturas de conocer algo de Dios y expresar ese conocimiento, procede enteramente de Dios. San Pablo es consciente de que los hombres podemos tener un cierto conocimiento natural de Dios cuando escribe: «Porque lo que se puede conocer de Dios es manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado. Pues desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios —su eterno poder y su divinidad— se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas. De modo que son inexcusables» (Rm 1, 19-20)»[40].
Así, pues, la analogía −repitámoslo, con toda su limitación− del lenguaje humano y la Palabra de Dios es el fundamento y la justificación de la predicación del misterio de Dios: Jesús de Nazaret, por razón de su identidad con el Verbo de Dios, emplea nuestras expresiones humanas para revelarnos algo del misterio íntimo de Dios. De otra manera, la palabra de Jesucristo no tendría nada que revelarnos. Si avanzamos un paso más, la misma encarnación del Verbo de Dios, la humanización del Lógos divino, ¿acaso no supone alguna conformidad osemejanza de la criatura humana con Dios?[41]. Son dos los aspectos que consideramos en laanalogía: Primero, el lenguaje humano de que se ha servido el Verbo para revelarnos confieren a nuestro lenguaje el aval de su idoneidad −por supuesto, muy imperfectamente− para expresar la Palabra de Dios. Segundo, y más importante todavía, la Encarnación supone, y atestigua, la capacidad de la naturaleza humana para recibir la gracia divina y entrar en comunión con Dios[42].
Admitido que Jesucristo es el revelador perfecto del misterio del ser de Dios, la consecuencia necesaria es que su enseñanza, en el sentido más fuerte, es enseñanza de Dios; es la Palabra misma, en la que Dios se da a conocer, el magisterio auténtico de Dios. Congar anota que los Padres evitaron cuidadosamente una interpretación monofisita de la función reveladora del Verbo encarnado. Lo que Jesucristo veía en el Padre pasaba a su enseñanza a través de su conciencia humana, en la que había un conocimiento humano perfecto de Dios, y, además, la revelación operada por Cristo no se reduce a sus enseñanzas como maestro, sino que se ejerce por medio de sus actos, sus milagros, a través de toda su vida[43].
Volvemos así a los textos ya estudiados de Jn 14, 6-11; 5, 19; 10, 30; Mt 11, 29 y de Flp 2, 5-8 y de 1 Jn 4, 8-10.
¿Podemos hablar de “humildad” en Dios?
Recapitulemos cuanto hemos intentado ofrecer en relación con nuestro conocimiento de Dios.
Primero, si nos situamos en el plano de la razón natural (de la teología natural y de la metafísica) diremos que nosotros, en virtud de la huella que la Causa primera pone en sus efectos, podemos atribuir a Dios las perfecciones puras que se dan en las cosas creadas de manera imperfecta y fragmentada. Con tal atribución no alcanzamos un concepto común a Dios y a las criaturas, puesto que −como insiste Tomás de Aquino− Dios no está comprendido en género alguno, sino que está más allá de todas las atribuciones que podamos pensar. En su absoluta simplicidad, Dios no es ya que posea tales perfecciones, sino que Él es esas perfecciones y de modo que escapa a nuestro conocer. Las atribuciones que le aplicamos no son, pues, unívocas, pues no pueden delimitar el ser de Dios: la Causa trasciende infinitamente sus efectos. Pero tampoco son equívocas, ya que hay cierta semejanza o proporción entre la Causa y sus efectos según la analogía, katà tèn analogian. En otras palabras, la analogía implica que la perfección existe “formalmente” en Dios, pero no sería verdadera si en su afirmación no incluimos la negación de toda imperfección (inherente al orden creado y, por tanto, a nuestro conocimiento).
Segundo, si nos situamos en el plano de la Revelación, es decir, de la Palabra que Dios nos dirige, las palabras que usa, tomadas de nuestro lenguaje, adquieren una “plusvalía” que enriquece el valor de nuestros conceptos, trascendiendo sus limitaciones, pero no oponiéndose a ellos (ya hemos aludido a que el concepto que tenemos de paternidad es el presupuesto de la palabra divina; pero cuando Dios se autorrevela como “padre” expresa en nuestro lenguaje un significado infinitamente más rico que el que tenía en nuestro concepto). Se establece así, por iniciativa divina, una más alta relación entre Dios y la criatura humana y nuestro lenguaje queda verdaderamente ennoblecido[44].
La cuestión es más clara cuando nos referimos a las perfecciones puras y cuando es Dios quien toma la iniciativa en su autorrevelación. Pero la dificultad se hace mucho mayor cuando somos nosotros los que tomamos la iniciativa atribuyendo a Dios perfecciones que vemos en la criatura, como es el caso de la virtud de la “humildad”.
No cabe duda de que en el hombre, la humildad es una virtud, puesto que la perfección humana es sólo relativa, no absoluta. Por tanto la criatura humana que es humilde reconoce interna y exteriormente sus limitaciones y defectos; en primer lugar, al verse ante Dios, ante el que se considera infinitamente pequeño, defectuoso, imperfecto y absolutamente necesitado de Él, ante cuyo honor se humilla; y, en segundo lugar, también por ser consciente de que todos los bienes que posee son recibidos de la bondad y liberalidad divinas, se humilla ante sus semejantes, que han recibido mayores gracias de Dios, o pueden recibirlas, por lo que nunca se considera superior a las demás criaturas humanas.
Como plantea concisamente el Aquinate, por ser Dios absolutamente perfecto, no puede considerarse a Sí mismo, de ninguna manera, inferior a los seres creados, y, por tanto, propiamente hablando «no cabe en Él la humildad según su naturaleza divina, sino sólo en virtud de la naturaleza asumida»[45]. Ahora bien, si contemplamos la humildad desde su opuesto la soberbia, «deseo desordenado de la propia excelencia»[46], podemos decir que Dios ama su indudable e infinita excelencia, pero no de modo desordenado, sino conforme a su propia naturaleza divina. Así, Sb 8, 1 proclama que [la Sabiduría de Dios] «Alcanza con vigor de un confín a otro confín / y gobierna (diokeî) todas las cosas con benignidad (jrêstôs)», y el Sal 145, 9: «El Señor es bueno con todos, / y su misericordia se extiende a todas sus obras»[47].
En efecto, no es difícil darnos cuenta de que Dios no se impone a la criatura humana con prepotencia, sino que escogió el camino de la synkatábasis, condescendencia, hacia la criatura humana, hasta llegar al acto, increíble si no hubiera sucedido, de la Encarnación del Verbo. Pero la misma synkatábasis ¿no es un descenso, un bajar, ¿abajarse?, divino hasta la condición de la naturaleza humana?[48] ¿No habrá que «releer» el tan sabido texto de Flp 2, 5-8[49] en la perspectiva no sólo del anonadamiento, de la humillación de Cristo Jesús, sino, de alguna manera, de toda la Trinidad? «Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros»[50]. Las citas de la Biblia a este respecto serían innumerables. San Pablo habla del tiempo de la paciencia (anojê) de Dios[51], en el cual permitió (eíasen) que las gentes siguiesen sus propios caminos[52]. A partir de Abrahán, según el discurso de San Esteban en Hechos, se habla del tiempo de la promesa (jrónos tês epangelías)[53], promesa que tendrá su cumplimiento en Jesucristo. Dios, siendo Señor de la Historia, deja en su liberalidad que la criatura humana sea el sujeto de tal historia, sin imponerle por la fuerza su plan divino de salvación. Dios permanece, quasi in occulto, debajo de los eventos, invitando al hombre suaviter a que se adhiera libremente a los designios divinos. ¿No constituye todo el misterio salvífico divino una condescendencia, un abajamiento de Dios hacia la persona humana, «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»?[54].
Conclusión
¿Podemos hablar de «humildad» en Dios? Y ¿en qué sentido: impropio, o algo más? ElDiccionario de la Lengua Española de la Real Academia trae varias acepciones del verboconcluir: «1. Acabar o finalizar una cosa. 2. Determinar y resolver sobre lo que se ha tratado. 3. Inferir, deducir una verdad de otras que se admiten, demuestran o presuponen». Y así hasta siete significados. No me atrevo a situar esta conclusión más que en la primera acepción. El lector, en primer lugar, después de los textos de la Sagrada Escritura y de los autores que he sacado a colación, y, en muy segundo lugar, de las consideraciones que he ido ofreciendo, podrá sacar su «propia conclusión», quizás en alguna de las tres acepciones que he citado delDiccionario de la Lengua Española. De momento no me atrevo a ir más al fondo.
[1] Cfr. Is 45, 15.
[2] S.Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 4.
[3] Ibid., ad 3.
[4] Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia (30-XI-1980), n. 1.
[5] Fac. de Teología de la Univ. de Navarra, Sagrada Biblia, Nuevo Testamento (condensado), Pamplona 1999, 435-436.
[6] Cfr. Jn 1, 14; 1 Jn 1, 2.
[7] Cfr. Jn 8, 31-32; 18, 37.
[8] Cfr. Jn 1, 17-18; 10, 10.
[9] Cfr. Jn 1, 12; 3, 16.36; 6, 40.47; 20, 31.
[10] Cfr. M.J. Lebreton, La vie et l’enseignement de Jésus-Christ Notre-Seigneur, Paris 1931, vol. 2, 282.
[11] Cfr. Jn 5, 19; 7, 16; 8, 28; 10, 38; 12, 49.
[12] Cfr. Jn 3, 2; 5, 36; 10, 37.
[13] Cfr. Jn 2, 22-23; 4, 42.48.
[14] Los vv. 17-18 son el colofón del relato de la curación del paralítico de la piscina de Betzata, Jn 5, 1-16.
[15] Cfr. 1 Co 15, 20-23.
[16] Este es el apelativo con que el IV Evangelio designa a los contemporáneos de Cristo que se resistieron a aceptarle como Mesías y le persiguieron. No es designación genérica del pueblo de Israel.
[17] Cfr. 1 M 1, 54; 4, 36-59; 2 M 1, 1-2, 18.
[18] Cfr. J.M. Casciaro, Jesucristo y la sociedad política, Madrid 31973, 35-105.
[19] Cfr. Lc 23, 2-5. San Agustín comenta: «Hablaban así no por el deseo de conocer la verdad, sino para preparar el camino de la calumnia» (In Ioannis evangelium tractatus, 48,3).
[20] Cfr. Jn 5, 36; 14, 11.
[21] San Agustín, In Ioan. evang. tract., 36,9.
[22] León XIII, Enc. Divinum illud munus (9-V-1897), n. 12, cita a San Agustín, De Trinitate, 5, 9.
[23] También en 1 P 5, 5; cfr. Prv 3, 34.
[24] Esta voz pasiva no viene en el N.T., sino en el A.T. (Lv 23, 29) y en la literatura griega no cristiana (Platón, Aristóteles). En el N.T. en vez de tapeínoûsthai se encuentra la fórmula «humillarse a sí mismo» (Flp 2, 8).
[25] Na‘anáh es la forma nifal de ‘anáh, pero se encuentra en forma ufal, ‘unnáh (Salmos).
[26] Aristóteles, Perì Hermeneías, lib. I, c. 1, n. 2; c. 2, nn. 16-19; c. 26, n. 28 (según la edic. de Didot, Aristoteles Opera Omnia Graece et Latine, Paris 1848-1878) y vol. 1, pág. 16, columna a, lín. 3 (según la edic. de I. Bekker, Aristoteles Graece, 2 vols., Berlin 1831). Cfr. una síntesis del análisis filosófico-ontológico del lenguaje en J. Cruz Cruz, Lenguaje II, en «Gran Enciclopedia Rialp» 14 (1984) 120-123.
[27] S.Th, I, q. 13, a. 1.
[28] Cfr. ibid., a. 2.
[29] Cfr. Maimónides (Rabbí Môshé ben Maymôn), Doctor perplexorum (Guía de perplejos), P. I, cap. 58 (trad. latina de Johannes Buxtorf, Basileae 1629).
[30] S. Th., I, q. 13, a. 3, cor.
[31] Cfr. ibid., a. 4, cor.
[32] Y remite en nota a San Juan Crisóstomo, Adversus anomoeos, hom. III (PG 48,722): «¿Qué es, pues, la synkatábasis? Ésta tiene lugar cuando Dios no aparece como es, sino que se muestra tal como es capaz de verle el que le contempla, proporcionando su manifestación a la cortedad de vista de sus contempladores».
[33] Cfr. Flp 2, 7.
[34] Jn 14, 19.
[35] Cfr. Y.M.J. Congar, La fe y la teología, vers. castellana de E. Molina, Barcelona 1977, 28-29.
[36] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 43-44.
[37] S. Fuster Perelló O.P., en S. Tomás de Aquino, Suma de Teología, edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, Parte I, Madrid 1988, nota a q. 13, a. 4, p. 186.
[38] El tema ha sido estudiado per longum et latum. Cfr. S. Ramírez, De Analogia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1970, 4 vols. L. Scheffczyk, Analogía de la fe, en Sacramentum mundi I, Barcelona 1972, 138-143.
[39] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 60.
[40] Puede verse una argumentación parecida a la que hacemos en Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 60-63.
[41] Espontáneamente nuestro pensamiento vuelve al comienzo del libro del Génesis.
[42] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 67-68.
[43] Cfr. ibid., 38-39.
[44] Cfr. ibid., 63-65.
[45] Cfr. S.Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2 y a. 2, cor.
[46] Cfr. S.Th., II-II, q. 162, a. 1, ad 2.
[47] Cfr. Sal 34, 9 (cfr. 1 P 2, 3); 109,21; etc.
[48] Sin abandonar su condición (naturaleza) divina, sino sólo el ejercicio de ella.
[49] 5«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, / 6el cual, siendo de condición divina, /no consideró como presa codiciable / el ser igual a Dios, / 7sino que se anonadó a sí mismo / tomando la forma de siervo, / hecho semejante a los hombres; / y, mostrándose igual que los demás hombres, / 8se humilló a sí mismo haciéndose obediente /hasta la muerte, / y muerte de cruz».
[50] Rm 5, 8; cfr. 1 Jn 4, 7-10.
[51] Cfr. Rm 3, 26.
[52] Cfr. Hch 14, 15
[53] Hch 7, 17; cfr Lc 24, 49; Ga 3, 16; etc.
[54] Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 24.
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