Pio Santiago
Paolo Tejada
Parte de la Tesis doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, en 2004
Índice
1. La virtud en la moral contemporánea
1.1. La virtud en la ética deontológica
1.2. La virtud en la ética utilitarista
1.3. La virtud de las distintas “Éticas de la virtud”
2. Algunos aspectos del concepto aristotélico-tomista de virtud
2.1. La virtud como “habitus operativus bonus”
2.2. La necesidad de las virtudes
2.3. Virtudes morales e intelectuales
2.4. Las virtudes infusas
2.5. Las virtudes teologales
2.6. La “conexio virtutum”
3. El deber moral y la virtud
3.1. El concepto de deber moral
3.2. Hacia una rehabilitación del deber moral
3.3. El motivo del deber
3.4. La relación entre el deber y la virtud
Siendo un concepto análogo, se puede hablar de virtud en varios sentidos[1]. Aparte de los distintos tipos de virtudes (intelectuales, morales, cardinales, infusas, adquiridas), disponemos en la actualidad de varios enfoques según las diversas escuelas en las que se inscriben los moralistas actuales. A continuación veremos cómo es configurada la virtud dentro de las principales corrientes de la ética contemporánea. Asimismo mencionaremos las cuestiones más debatidas hoy en día dentro del concepto aristotélico-tomista de la virtud. Finalmente veremos una propuesta de armonización de la virtud con el deber moral, a la luz de una novedosa definición de “deber moral”.
La filosofía moral de Kant está abocada principalmente a defender la autonomía moral del hombre y a fundamentar una moral con pretensiones de universalidad. Frente a algunas actitudes morales que conceden preeminencia al placer y a las tendencias más básicas del hombre, Kant intenta construir un sistema moral basado exclusivamente en las exigencias universales de la razón. Es la razón la que define cuál es el deber moral concreto para el hombre con total autonomía de cualquier elemento perturbador, como las inclinaciones naturales. Toda su moral es así un intento de justificación racional pura de la ley moral, que a su vez define el deber moral.
La razón es, para la moral kantiana, la única fuente de moralidad, excluyente de cualquier especificación proveniente de las inclinaciones naturales, de la afectividad o de la voluntad. A ésta no le corresponde otro papel que el adherirse plenamente a lo que la razón manda como deber moral.
La virtud se sitúa, como vemos, en un contexto completamente distinto al de la ética aristotélica o tomista. Ciertamente tiene una función que cumplir, pero bastante limitada: para que la voluntad pueda adherirse a los dictados de la razón y realizar el deber moral, debe vencer una serie de impedimentos y resistencias subjetivas contrarias a la ley de la razón. En este planteamiento la virtud se entiende como “resistencia o fortaleza moral contra los enemigos de la intención pura, es decir contra las pasiones”[2]. Las inclinaciones naturales, los afectos y las pasiones deben ser rechazados de plano como elementos distorsionantes de la rectitud moral. La ética kantiana no piensa en una integración de éstas en la racionalidad, sino más bien en apartarlas totalmente del actuar moral. De ahí que la virtud no consista en una integración de la afectividad o de las inclinaciones naturales en el orden de la razón, sino en una “actitud moral de lucha”[3]. No se comprende que los afectos, rectamente formados, pueden colaborar positivamente en la realización de actos buenos.
La virtud existe subordinada al cumplimiento del deber, en cuanto arma para combatir los impulsos desordenados de la sensibilidad. La virtud no significa ningún fin moral, ni tiene contenido normativo. Sólo es un refuerzo volitivo al servicio del cumplimiento deber. Kant desconoce, por consiguiente, que, debidamente ordenadas, las inclinaciones sensibles constituyen una auténtica orientación hacia el bien. En nombre de la autonomía de la voluntad, considera las pasiones como objeto de repulsa, renunciando a la tarea de espiritualizarlas y de integrarlas en el bien de la persona[4].
Con variantes de todo tipo, tampoco los representantes de la ética deontológica contemporánea consideran la virtud propiamente como una categoría moral, porque –afirman- está privada de un “principio superior de juicio” que trascienda las inclinaciones y deseos del individuo. Muchos de ellos niegan efectivamente que la virtud pueda incorporar los afectos e inclinaciones en unos determinados fines. Las virtudes son tomadas en consideración sólo en tanto actitudes orientadas al cumplimiento del deber: “La virtud es importante pero sólo porque nos ayuda a cumplir nuestro deber”[5].
Para otros, relativistas, para los que la virtud no guarda relación alguna con los bienes del hombre, los términos “virtud” y “vicio” indican simplemente aprobación o desaprobación de un comportamiento determinado. El comportamiento es un hecho y los juicios de valor sobre el mismo no son, en cuanto tales, verdaderos o falsos, sino que indican sólo aprobación (virtud) o desaprobación (vicio)[6].
En el utilitarismo clásico, la virtud está sometida a su regla de oro de buscar el mayor bienestar para el mayor número de personas involucradas en la acción. No siendo una cuestión importante, los autores de estas corrientes tratan de ella casi por compromiso, y siempre viene incluida dentro de la lógica del cálculo de bienes. Se la entiende como una “tendencia a incrementar la cantidad acumulada de felicidad en todas sus formas consideradas conjuntamente”[7]. La formación de rasgos de carácter, según algún ideal de vida no es un aspecto central de la doctrina ética. Sus teorías están abocadas más bien a meticulosos análisis de probabilidades e intenciones.
El consecuencialismo, en tanto que su punto de partida son las circunstancias y las consecuencias externas de la acción, es incapaz de conferir a la virtud un papel determinante. La virtud es un principio interior de la acción humana. Si acaso la virtud es mencionada, se la considera una buena intención general y habitual. El consecuencialismo dificulta la consideración de la virtud incluso más tajantemente que la casuística tradicional[8].
Dentro de esta corriente, un autor que ha llamado la atención por su dedicación al tema de la virtud es el teólogo católico Bruno Schüller[9]. Este autor se considera a sí mismo representante de la llamada “ética de la acción” o “ética normativa”, abocada a determinar el contenido de las normas morales y los motivos que fundan la obligatoriedad[10]. Busca la determinación de las “acciones moralmente justas” en sentido teleológico, es decir aquella acción que produce el mayor bien para todas las personas interesadas. Dirigida su atención a las acciones externas, ha tenido que defenderse de la acusación de descuidar la componente interior y la formación del carácter. Por eso su caracterización del concepto de virtud proviene no tanto de considerarla esencial dentro del sistema moral que defiende, cuanto de responder a sus numerosos críticos que lamentan que la concentración sobre las acciones justas, le lleva a descuidar el carácter y las intenciones del sujeto agente. Así, para “rectificar” su teoría ética ve necesaria la “añadidura” de una “ética de las disposiciones de fondo”[11].
Schüller define la virtud como una “disposición moral de fondo positiva”, producto de la “libre determinación” de la voluntad. La virtud es una decisión fundamental de la libre voluntad a actuar según los principios morales. La virtud es un añadido para la ética consecuencialista. Es aquella decisión fundamental de principio que tiene por objeto propio las acciones moralmente justas, o los deberes morales. La virtud entendida así, es sólo una orientación genérica hacia el bien, una determinación de la voluntad a hacer el bien. Y “todas las virtudes particulares en cuanto disposiciones de fondo, son simples caracterizaciones particulares del único querer moralmente bueno”[12].
La virtud es así incorporada al sistema consecuencialista como la pura y simple “buena voluntad” que hace “lo que es moralmente justo porque es moralmente justo, es decir, porque—en la perspectiva teleológica— redunda en bien de todos los interesados”[13].
Schüller retiene la virtud en el ámbito de las buenas intenciones generales, en una decisión fundamental de principio. Pero, como postula Abbà, la decisión fundamental no es todavía la elección realizada. Ésta se da sólo en contextos singularizados y circunstanciados; aquella, si es algo, es sólo una remota preparación, una premisa para la elección individuada y cumplida, a título de motivo para elegir de un cierto modo. La decisión fundamental sólo decide de manera provisional, expresa la intención de realizar un bien humano según algún principio moral. “Éste es sólo el polo fijo de la virtud; pero existe también el polo móvil, esto es la concretización singular de la finalidad virtuosa”[14].
La virtud de Schüller no interviene en las acciones concretas, se quedan en un estadio anterior, de principios: no es un hábito de la recta elección, ni comporta la integración de la afectividad en la razón, ni la captación del bien concreto. Reduciendo la moralidad a la fundamentación de las acciones justas, las cuales se valoran no según los fines virtuosos de la razón sino según el cálculo de bienes, Schüller —ante los reproches de la ética de la virtud— se ve obligado a incorporar la virtud en el nivel anterior de las “disposiciones de fondo”. Con la objeción de que si las disposiciones interiores del hombre se manifiestan necesariamente en obras, entonces la ética podría limitarse simplemente a indagar qué modos de acción son buenos, Schüller logra eliminar de la ética la perspectiva de la virtud en el sentido clásico y reducir la ética al análisis de los modos “rectos” y “falsos” de las acciones.
Para Rhonheimer —unos de sus más severos críticos—, el error que subyace a todo su planteamiento moral es “una definición defectuosa de la virtud moral”. Al igual que Abbà, señala que Schüller maneja un concepto demasiado genérico de virtud en tanto determinación libre y habitual de hacer el bien correspondiente a los modos rectos de acción. Este concepto no expresa lo específico de la virtud moral como fuente de la rectitud de las acciones. Sólo mediante este concepto insuficiente y genérico llega Schüller a afirmar que para la determinación de la acción virtuosa es suficiente con analizar los modos de acción en su rectitud y falsedad. “Esa inversión entre lo fundamentado y lo que fundamenta, le lleva a perder de vista —como todos los éticos teleológicos—, el fundamento normativo del obrar humano tal como se concibe en el concepto de la virtud moral en cuanto virtud. Lo que queda es una abstracción que, erróneamente, es considerada como punto de partida de la fundamentación discursiva de normas. La normatividad ha de ser reconstruida en base a este ‘cadáver’ de la acción moral, dividido en ‘bienes’ y ‘valores’. El instrumento de esta reconstrucción es la razón en tanto que racionalidad discursiva: una técnica de la fundamentación de normas que se llama cálculo de bienes. Pero de este modo, se pierde la razón como medida”[15].
Entre los que conceden la primacía a la virtud moral en la conducta, encontramos también diversos intentos de conceptualizarla, con divergencias de todo tipo. Asimismo, teniendo en cuenta la confusión terminológica actual, dentro de la denominada “Ética de la virtud”, ésta es definida de formas muy variadas: “rasgo del carácter”, “devoción”, “visión”, etc.[16] Una de las mayores dificultades estriba en articular una concepción fidedigna de virtud. Pero a pesar de todas las diferencias, es innegable el hecho de la recuperación del interés por la virtud y el lugar que ocupa en el comportamiento humano.
Dentro de la Ética de la virtud hay algunos autores que argumentan a favor de una virtud completamente independiente de las reglas morales. Es decir, la moralidad estaría fundada enteramente sobre los rasgos de carácter virtuosos tales como la valentía o la fortaleza, pero todas estas virtudes son independientes de principios ideales. Por ejemplo, arguyen que la valentía es simplemente el rasgo de carácter para enfrentarse al miedo. La virtud de la valentía estaría presente incluso en los ladrones que superan el miedo para enfrentarse a la policía. Las acciones particulares son entendidas como meras expresiones de rasgos de carácter. Esta es una visión reductiva, porque en la vida real se juzga a las personas más por sus acciones, buenas o malas, que por sus rasgos de carácter. Los rasgos de carácter sólo nos pueden informar sobre el tipo de acciones que un agente podría realizar, pero esto no significa que las vaya a realizar.
En contraste con esta postura, los que sostienen una teoría de la virtud con base kantiana argumentan que existe una norma simple o un núcleo de normas, que establecen universalmente cuándo un rasgo de carácter es bueno o malo. Por cada virtud, la veracidad por ejemplo, podemos establecer un correspondiente deber: el deber de ser veraz. Similarmente virtudes como la valentía, la templanza, la justicia, la prudencia, la fortaleza y la liberalidad, podrían tener todas ellas sus correspondientes deberes. Además las virtudes se distinguen de los simples rasgos de carácter por su carácter de obligatorias. Parece entonces que nuestra obligación de desarrollar una virtud como la veracidad, presupone que tengamos un deber prioritario de ser veraces[17].
En términos generales, podemos reducir a tres las principales tesis mantenidas por los autores de la Ética de la virtud, aunque con matices diversos. En primer lugar, la filosofía moral ha de dar un giro de ciento ochenta grados y centrar su atención en el estudio de la virtud en vez de los deberes concretos. En segundo lugar, la virtud es la que determina la rectitud de la acción moral en tanto que es su antecedente, el origen del acto bueno. Finalmente, la Ética de la virtud califica especialmente al agente más que la materialidad formal de sus actos. De aquí que tenga un especial interés por la formación del “carácter moral”, que en definitiva es la causa de la conducta buena.
La palabra latina virtus proviene de vir (varón) y alude, en su sentido general, a la virilidad y a las cualidades masculinas como la fortaleza y la valentía. Posteriormente, perdida la connotación sexista, el aretê griego y el virtus latino designan sencillamente la excelencia del hombre como tal, la perfección moral[18].
En la quaestio 55 de la II Pars, Santo Tomás cita el concepto de virtud infusa de Pedro Lombardo inspirado en San Agustín: “Virtus est bona qualitas mentis, qua recte vivitur, qua nullus male utitur, quam Deus in nobis sine nobis operatur”[19]. Pero en esta definición faltan casi todos los elementos relevantes para la ética y para la teoría de la acción y, aunque en sí misma es correcta, es demasiado amplia: incluye también la virtud infusa, por lo que sólo se puede usar teológicamente[20]. Por este motivo, el Aquinate, prefiere desarrollar la noción de Aristóteles: “La virtud es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón, tal como decidiría el hombre prudente”[21].
En la definición aristotélica de virtud se distinguen unas disposiciones estables y uniformes, también llamadas excelencias o perfecciones (habitus), que inciden en las facultades operativas (operativus), con la finalidad de producir acciones excelentes, perfectas, de suerte que el individuo pueda alcanzar la vida buena. Pero no todo hábito es una virtud, sino sólo aquél que capacita o perfecciona una facultad racional para inclinarla hacia el bien: el bien para la facultad, para la voluntad y para todo el hombre en la totalidad de su ser.
En sentido general, la virtud significa una perfección de una facultad operativa para el bien. De ahí que la definición tomista de virtud sea habitus operativus bonus[22]. Por ser genérica, esta noción se predica de todo tipo de virtudes, de cualquier tipo de hábito destinado a perfeccionar las potencias operativas. El habitus es una disposición constante y firme, que se distingue de la simple disposición, fácilmente variable. Por ejemplo, si el tener buen o mal humor es una simple disposición, el tener un temperamento optimista, que conduce a ver siempre el lado bueno de los sucesos y las cosas, es una disposición constante, un habitus. Por otra parte, esoperativus: una perfección estable en el conocimiento, en la producción y en la acción[23].
La virtud, consiguientemente, es un hábito, una disposición estable, una inclinación adquirida, como una segunda naturaleza que hace posible a las facultades operativas la realización excelente de sus actos propios. Está, de alguna manera, por encima de la naturaleza de la facultad a la que perfecciona, aunque ciertamente es menos que el buen acto de la misma[24].
Por su enorme influjo en la conducta, las virtudes no son meras habilidades, sino que —junto con los vicios—, prácticamente son parte de lo que constituye la identidad de una persona, ya que pertenecen a la categoría de las cualidades más estables[25]. Tampoco son las virtudes hábitos psicológicos, pues no son de orden psico-somático, sino espiritual; ni son costumbres, en el sentido ordinario de la palabra[26]. En la afirmación de este protagonismo de la virtud, ausente en las principales tendencias de la ética moderna y contemporánea, se han volcado los esfuerzos de la ética de la virtud.
Por otra parte, es necesario destacar tres aspectos más que comprende la virtud: la integración de lo sensible en el orden racional, el conocimiento por connaturalidad del bien, y la conformidad de la virtud con los principios de la razón práctica.
La elección virtuosa comporta una apropiada disposición afectiva. Para Aristóteles, la virtud perfecciona el obrar moral y lo orienta hacia el bien, de manera que las elecciones virtuosas se hacen placenteras para el que ama la virtud. Así, no es bueno el que no se complace en las buenas acciones, ni justo el que no se complace en la práctica de la justicia, ni libre el que no goza en las acciones libres. “La virtud moral es connaturalidad afectiva con el bien, y concretamente una connaturalidad de todo el hombre y de todas sus tendencias”[27]. Aquí radica la conjunción entre la doctrina de la virtud y la doctrina sobre el placer.
Es particularmente interesante esta observación porque, en algunos casos, el cumplimiento del deber moral comporta un imperium, un sometimiento esforzado de las facultades a la voluntad. En cierta manera, implica una violencia, un vencimiento, en el que parece no haber espacio para dicha connaturalidad. Es moralmente relevante, en general, tener los afectos apropiados para disponer de un refuerzo motivacional afectivo para el actuar correcto.
La virtud es la perfección de una capacidad operativa que no viene dada por la naturaleza de la facultad. De manera que ésta sólo puede realizar sus actos propios perfectamente, si es potenciada por la virtud[28]. El hombre carece naturalmente de la preparación para realizar la vida buena en el modo prescrito por la razón práctica. La vida buena es una empresa ardua, una meta elevada y compleja, para la cual la voluntad humana resulta insuficiente. Por su condición herida, las exigencias de una vida recta reclaman siempre esfuerzo y aprendizaje[29].
Santo Tomás asienta la necesidad de los hábitos en el hecho de que las potencias operativas pueden elegir muchos objetos que no corresponden a su propia naturaleza[30]. Ante la posibilidad de que las potencias puedan encaminarse hacia objetos distintos, las virtudes se hacen necesarias como principios de “determinación” del bien para ellas. “La necesidad de las virtudes se justifica por nuestra capacidad de ser muchas cosas, aunque estemos llamados a ser solamente una”[31]. Llegar a la bienaventuranza, como nuestro fin último, no es un hecho que deba ocurrir por necesidad. No estamos determinados de antemano a la comunión con Dios, y por eso necesitamos de ciertos hábitos que contribuyan primeramente a sentir aversión por ciertas opciones, y que confieran una dirección específica a la vida; que poco a poco nos vayan encaminando hacia la plenitud de nuestro ser.
Sobre la necesidad del habitus virtuoso en el pensamiento de Santo Tomás, Abbà hace notar un cambio de perspectiva en la II Pars respecto a la doctrina de Scriptum super Sententiis. En esta obra el principio que guía la demostración de la necesidad del habitus virtuoso es la exigencia de una determinatio ad unum, para que una potencia naturalmente indeterminata ad multa pueda pasar al acto[32]. En la II Pars la necesidad de las virtudes se basa más bien en la exigencia de crear una buena disposición, un orden, en un sujeto que puede actuar mal o bien.[33]
Tanto Santo Tomás como Aristóteles reconocen que la virtud no es sólo su propia recompensa, sino que tiene una significación que tiene que ver con el fin último. Un hombre es virtuoso porque sus acciones se corresponden a una norma moral, la cual para Aristóteles era conocible por la razón y para Santo Tomás por la razón y por la fe. Pero la diferencia entre ambos es que Aristóteles identificaba la conducta moral buena con un justo medio estético entre dos extremos, mientras que Santo Tomás sitúa en un horizonte más amplio el bien del hombre. Para Aristóteles el hombre era básicamente virtuoso por la armonía fruto de su actuaciones morales, una armonía como la que existe en una hermosa obra de arte. Por eso el aspecto estético de la virtud es continuamente enfatizado por Aristóteles y por sus modernos seguidores. Para el cristianismo en cambio, tanto las disposiciones internas como sus consecuentes acciones son virtuosas no tanto en atención a la armonía estética del agente, ni porque constituyan una actitud equilibrada entre dos extremos de comportamiento, sino porque ellas conducen a su poseedor hacia su destino final, hacia la vida eterna después de la muerte.
Existe una clásica distinción —pacíficamente aceptada por la mayoría de moralistas—, entre virtudes morales e intelectuales. Asentadas en las diversas potencias del alma, las virtudes morales perfeccionan la voluntad y los apetitos, mientras que las virtudes intelectuales perfeccionan los sentidos internos y las potencias intelectuales. El término “virtud” se predica de manera análoga respecto de estos dos tipos, es decir, ambos tipos se llaman virtudes pero en distinto sentido. Sin embargo, la virtud concierne más propiamente a los hábitos buenos de las potencias operativas, y secundariamente puede predicarse de las disposiciones de la mente para el conocimiento. Las cualidades que aseguran la rectitud de la voluntad y los apetitos, esto es, las virtudes morales y teologales, son llamadas virtudes simpliciter. Por el contrario, las virtudes intelectuales, realizan su función sin necesidad de una intrínseca relación a la voluntad buena, son virtudes secundum quid[34].
Para Santo Tomás sin embargo, la diferencia entre ellas proviene no sólo del tipo de facultades que perfeccionan. Siguiendo a Aristóteles, es consciente de que, en sentido propio, virtud significa un hábito que hace bueno tanto al acto como a la persona que lo realiza. Las virtudes intelectuales, salvo la prudencia, no cumplen necesariamente el segundo aspecto de esta definición. Pese a que las virtudes intelectuales proporcionan una cierta capacidad para realizar actos cognoscitivos correctamente, no determinan el verdadero valor moral de los mismos. Los conocimientos científicos y las habilidades técnicas, por grandes y avanzados que sean, no convierten al que los posee en buena persona. Se pueden poseer grandes dotes y habilidades, y a la vez una voluntad acostumbrada a elegir mal. Las artes y las virtudes intelectuales confieren, según el Aquinate, sólo una capacidad de actuar, y no su buen uso. En cambio, la virtud moral no sólo da la aptitud para obrar, sino también el recto uso de tal aptitud[35].
Por esta razón Santo Tomás niega que un hombre pueda ser llamado “bueno” sólo porque tenga alguna cualidad buena; para ser llamado “bueno” debe serlo en su totalidad, es decir debe tener una voluntad buena. Sólo por ser sabio no se es bueno simpliciter, sino sólo bueno según el intelecto —o inteligente—; de igual manera, el que posee arte y otras habilidades[36]. Diversamente, las virtudes morales y teologales van dirigidas precisamente a perfeccionar la voluntad, involucrando a toda la persona, por lo que su posesión hace que la persona pueda ser calificada de buena.
Dirigidas a fines particulares (como el curar para el médico, o el saber teórico para el investigador), la unidad no es para las virtudes morales una exigencia, como sucede con las morales. Las distintas artes y las ciencias están limitadas a un ámbito de acción bastante determinado que puede implicar poca o ninguna relación con otros ámbitos. Por el contrario, las virtudes morales, están todas ordenadas a un único fin, constituyendo así un cuerpo orgánico, que comprende distintas facetas de una única y entera existencia[37].
La parcialidad de los fines de las virtudes intelectuales, frente a la unidad de fin de las morales, conlleva otra distinción que hace notar el Aquinate: el término medio de las virtudes intelectuales se sitúa entre los extremos de exceso y deficiencia, pero éstos no tienen el carácter de vicios opuestos a la virtud. Contrariamente, la bondad de los actos humanos depende de su armonía con el fin último. Los actos que no guardan esta armonía con el fin tienen carácter de pecado, y sus correspondientes disposiciones habituales de vicio. Estos actos son cometidos por elecciones equivocadas, contrarias a la recta razón, de suerte que el pecado no es solamente privación, sino una elección positiva de una determinada conducta. Las virtudes intelectuales, sin embargo, no se constituyen por su referencia hacia un único y último fin, ni están relacionadas como tales, con la racionalidad práctica o la bondad de la voluntad. De ahí que su contrario es sólo la simple privación, esto es, la ignorancia que resulta de no haber cultivado un particular campo del saber. Por esto, Santo Tomás no ve necesaria la categoría de “vicios intelectuales”, para completar su tratamiento de las virtudes intelectuales[38].
Por otra parte, Santo Tomás afirma que la virtud moral o el vicio pueden afectar realmente al intelecto. Esto ocurre cuando la inteligencia opera por el imperium de la voluntad. Sobre esta base Santo Tomás postula que la fe y la virtud de la prudencia deben ser juzgadas como virtudes simpliciter. Para asentir las verdades de la fe, el entendimiento es movido por el imperio de la voluntad, puesto que “nadie cree si no quiere”. Y, aunque la prudencia no sea estrictamente hablando una virtud moral, está presente de manera especial en la aplicación de todas ellas. Siendo la prudencia la recta razón del actuar, para poseerla, el hombre debe estar bien dispuesto respecto a los fines, una disposición que se alcanza por la rectitud de la voluntad[39]. No se pueden tener las virtudes morales sin la prudencia, ni se puede poseer la prudencia sin las otras virtudes[40]. Tal es su relevancia, que la prudencia va incluida en todos los estudios sobre las virtudes morales y es considerada como la virtud moral por excelencia.
Vista esta distinción se entiende por qué cuando los moralistas tratan acerca de la “virtud”, tienen en mente las virtudes morales.
Las virtudes pueden ser adquiridas por la conducta personal o por infusión sobrenatural. Es decir, pueden radicar en las operaciones del alma, sea en el orden natural o en el orden sobrenatural, cuando viene elevada por la gracia.
Junto a las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, Santo Tomás afirma que conviene que persona que está en amistad con Dios reciba por infusión determinados hábitos, los cuales no tienen directamente a Dios mismo como objeto, pero promueven la práctica de acciones buenas que conducen al fin sobrenatural[41].
Como la fe, la esperanza y la caridad corresponden, en el orden sobrenatural, al conocimiento, a la esperanza y al amor en el orden natural; así, existen otras virtudes infusas paralelas a las virtudes adquiridas de la prudencia, la templanza, la fortaleza y la justicia.
No obstante este paralelismo, las virtudes infusas deben ser contrastadas con las virtudes adquiridas, en las cuales la voluntad autónoma del individuo juega un papel predominante: un constante esfuerzo por mantener un determinado tipo de acciones, un proceso de repetición de actos a lo largo de un largo período de tiempo, encaminados a desarrollar gradualmente una tendencia a realizar la acción espontáneamente y casi sin reflexión.
Las virtudes infusas se caracterizan por ser independientes en su origen del proceso de repetición de actos propio de las virtudes morales. Son directamente producidas por Dios en las facultades operativas del hombre, y difieren de las adquiridas porque no son el resultado del esfuerzo humano, aunque requieran la cooperación humana. Dios mismo las infunde, no compulsivamente o arrollando la libertad del hombre, pero sí con independencia del mismo, tal y como lo expresa la definición agustiniana de virtud, recogida por Santo Tomás: “Es producida en nosotros por Dios, pero sin nuestra asistencia”[42]. Son virtudes gratuitamente conferidas, que elevan los actos de quienes las poseen al nivel sobrenatural, de la misma manera que la gracia santificante eleva la naturaleza a participar de la misma vida divina. Son virtudes sobrenaturales precisamente porque trascienden la capacidad natural de la inteligencia y la voluntad para comprender y actuar.
El Catecismo de la Iglesia Católica no habla directamente de las virtudes morales infusas y, ciertamente, tampoco es una materia dogmática sobre la cual el Magisterio se haya pronunciado con un juicio definitivo. Sin embargo su existencia es doctrina común entre los grandes teólogos clásicos. Por otra parte además de las grandes razones que las justifican, no se ha encontrado en la literatura teológica argumentos definitivos que refuten convincentemente la validez de lo que la Patrística y la Teología han pronunciado a favor de las virtudes morales infusas[43].
Santo Tomás deduce la necesidad de las virtudes morales infusas a través de un paralelismo entre el natural y el sobrenatural. Entre los principios naturales de las virtudes y las virtudes teologales. En el hombre en estado de gracia, es necesaria la existencia de determinados hábitos causados divinamente en él que correspondan proporcionalmente a las virtudes teologales, tal como las virtudes morales e intelectuales corresponden a los principios naturales de las virtudes[44].
Determinadas acciones son esencialmente sobrenaturales y, por tanto, exigen, junto con el estado de gracia, virtudes morales que sean igualmente sobrenaturales. De lo contrario existiría un desequilibrio en el orden moral, ya que la providencia ordinaria de Dios hace uso de causas segundas del mismo tipo de los efectos producidos. Si hemos de hacer actos verdaderamente sobrenaturales, por ejemplo, de templanza y de castidad debemos contar con las virtudes infusas que nos aproximen a realizar este tipo de acciones[45]. En última instancia, debe haber virtudes morales infusas, además de las teologales, porque el estado de gracia, operado por la fe, la esperanza y la caridad, de la persona lo exige.
Santo Tomás postula que las virtudes morales infundidas por Dios son necesarias para obtener la plenitud de la felicidad en la bienaventuranza. Por esto éstas difieren no simplemente en el grado de perfección sino sobre todo por la especie, de las virtudes morales adquiridas. La diferencia respecto al tipo de virtud (specie) deriva del tipo distinto de bienes a los cuales estas virtudes están ordenadas. Mientras las virtudes morales adquiridas perfeccionan al hombre para la vida y felicidad terrena, las virtudes morales infusas perfeccionan al hombre para la vida sobrenatural que tiene que vivir por el hecho de ser cristiano. De hecho Santo Tomás cree que la virtud infusa de la prudencia no capacita para deliberar sobre los asuntos terrenos, sino sólo sobre las cosas que competen a la salvación[46].
Las virtudes morales infusas confieren a nuestros actos proporcionalidad con nuestra condición de hijos de Dios, y con nuestro fin sobrenatural, concediendo la capacidad de responder heroicamente a las exigencias de la llamada a la santidad. Esta diferencia entre los bienes humanos y el Sumo Bien, como fin y motivación de las virtudes humanas y sobrenaturales, establece gran diferencia en la conducta. Por ejemplo, señala Santo Tomás, en el acto de alimentarse, la virtud humana de la templanza tiene como fin que los alimentos no dañen la salud del cuerpo, ni impidan el uso de la razón. En cambio, es otra la especie de la virtud infusa de la templanza, ya que por el ayuno cristiano, siguiendo la exhortación paulina, es necesario que el hombre castigue su cuerpo y lo esclavice (cfr. 1 Cor 9-27)[47].
Todo lo dicho sobre las virtudes naturales adquiridas vale para las infusas, pero mucho más. Con la razón iluminada por la fe, la finalidad de la actividad virtuosa se extiende hacia más amplios horizontes. Porque la fe otorga motivos que la razón jamás concebiría, y la caridad teologal ofrece inspiraciones que sobrepasan a cualesquiera fundadas en la naturaleza.
Al mismo tiempo, Santo Tomás tiene en gran consideración todo lo referente a la naturaleza humana y a la felicidad terrena que se pueda obtener a través de las virtudes y el bienestar humanos. Su defensa de las virtudes paganas como auténticas virtudes lo atestigua. La felicidad terrena de los cristianos es objeto de su atención. Se cuida mucho de cualquier intento de reducir la vida terrena de los cristianos a una triste espera de la bienaventuranza, como si su valor fuese puramente instrumental para la salvación, o como si los amores, la amistad y el trabajo que los cristianos pudiesen disfrutar, fuesen bienes falsos. Los bienes humanos son verdaderos bienes, no menos para los cristianos que para los paganos.
La relación entre las virtudes morales naturales y las infusas responde al entrelazamiento entre naturaleza y gracia en el actuar humano. Aunque teóricamente podamos distinguirlas, en la vida práctica del cristiano se da un influjo recíproco entre las virtudes morales infusas y las adquiridas por su ordenación al fin de la santidad. Por otra parte, la virtud humana nunca será plena sin la ayuda de la sobrenatural, y a la vez, la virtud infusa, sin la presencia de la correspondiente virtud humana, carecería de auténtica perfección, pues la gracia presupone la naturaleza. “Las virtudes humanas, en cierto sentido, sostienen y estimulan el ejercicio de las infusas”[48].
Existen algunas virtudes infusas que conciernen directamente a Dios y se refieren a acciones en las cuales la sola razón no es suficiente: son las llamadas virtudes teologales. Las demás virtudes morales infusas no tienen como su objeto a Dios mismo, sino actividades humanas que están subordinadas al fin último.
Los comentarios de los Padres a las cartas de San Pablo ofrecen un excelente tratamiento sobre la fe, la esperanza y la caridad. Además, en el período patrístico fueron objeto de la predicación y divulgación escrita. Sin embargo, un estudio sistemático sobre las virtudes teologales no fue hecho hasta la Edad Media con la obra de Pedro Lombardo, y especialmente, con la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino.
Santo Tomás afirma la necesidad de las virtudes teologales a partir de la elevación del hombre al orden sobrenatural. Nuestra felicidad final puede ser entendida de dos maneras: una proporcional a nuestra naturaleza humana, y por tanto al alcance de la aplicación de nuestras fuerzas naturales de la inteligencia y de la voluntad. La otra, inconmensurablemente superior, sobrepasa la naturaleza cuyo único fundamento radica en Dios y la misericordiosa comunicación de su vida divina. Para obtener este fin superior que se materializa en la visión beatífica, debemos tener nuevos principios de actuación.
Estos principios son las virtudes teologales y tienen por objeto a Dios mismo, no simplemente las cosas que llevan a Dios, como las virtudes morales. De manera distinta a las virtudes adquiridas por el esfuerzo personal, las teologales, son infundidas directamente en la inteligencia y en la voluntad por Dios; y jamás serían conocidas sino a través de la Revelación divina[49].
Reflexionando sobre los datos de la Sagrada Escritura y la tradición Santo Tomás encuentra la justificación de estas virtudes que Dios infunde en el alma. Ellas nos dirigen hacia la felicidad sobrenatural de la misma manera que nuestras inclinaciones naturales nos dirigen hacia nuestro fin natural. Esto es de dos formas: hemos de tener luz en la inteligencia y rectitud en la voluntad que tiende naturalmente al bien mostrado por la razón. Sin embargo, la luz de la inteligencia y la rectitud natural de la voluntad resultan insuficientes para la felicidad sobrenatural. Consiguientemente, en ambos casos, el hombre tiene que recibir algo adicional que lo conduzca hacia su fin sobrenatural.
Su inteligencia recibe entonces los principios sobrenaturales: los artículos de la fe que son aceptados y creídos. Y su voluntad es dirigida hacia el mismo fin mediante dos formas: en cuanto al “movimiento de intención que tiende a este fin como una cosa posible de obtener” (la esperanza); y en cuanto a una “cierta unión espiritual por la que voluntad en cierto modo se transforma en ese fin” (la caridad)[50]. Las virtudes teologales dotan así la inteligencia y la voluntad de lo que ninguna facultad tiene por sí misma: un conocimiento verdadero y salvador, el amor a Dios y a su voluntad, propios de un orden sobrenatural, pero que implican, de parte del hombre, la elección voluntaria de poner los medios para alcanzar el fin sobrenatural al cual se ha sido elevado. Estas virtudes nos preparan para nuestro fin último, Dios mismo; de ahí que son llamadas teológicas, porque ellas no sólo nos llevan hacia Dios —todas las virtudes lo pueden hacer—, sino que además alcanzan a Dios.
Toda la moral cristiana se apoya en estas tres virtudes, que constituyen su esencia y su fundamento. De ahí que en todas las acciones deban hacerse presentes: la fe, como luz que permite percibir el sentido divino de los acontecimientos; la caridad, como principio que empuja a amar siempre con el amor de Dios; y la esperanza, como seguridad y optimismo fundados en la confianza en Dios[51].
Finalmente, a diferencia de las demás virtudes, la fe, la esperanza y la caridad, no están regidas por la regla del término medio entre dos extremos. Si la medida de la virtud teologal es el mismo Dios, “nuestra fe se regula según la verdad divina; nuestra caridad, según la bondad de Dios; y nuestra esperanza, según la inmensidad de su omnipotencia y misericordia. Es ésta una medida que excede a toda facultad humana, de manera que el hombre nunca puede amar a Dios todo lo que debe ser amado, ni creer o esperar en Él tanto como se debe; luego mucho menos llegará al exceso en tales acciones”[52].
¿Es posible poseer una virtud moral sin haber cultivado las demás? ¿Es posible para un incontinente por ejemplo, tener sentido de la justicia y practicarla? Interrogantes como éstas han sido comúnmente planteadas al tratar sobre la virtud.
Hemos visto cómo al distinguir las virtudes intelectuales de las morales, Santo Tomás postula que la conexión de éstas últimas se impone por la unidad de su fin, contrariamente a las virtudes intelectuales, que, al tender a fines parciales distintos, pueden adquirirse unas sin desarrollar otras. Posteriormente, Santo Tomás dedica la quaestio 65 de la I-II al tema de laconexio virtutum[53].
A fin de evitar confusiones, Santo Tomás distingue entre virtud moral imperfecta y perfecta. Un hombre puede tener, por natural o por acostumbramiento, una inclinación a hacer ciertas obras buenas. Así, puede estar naturalmente dispuesto a realizar obras de liberalidad, pero no lo está para las de castidad. Estas inclinaciones no contienen plenamente la razón de virtud y, consiguientemente, de ellas no se puede predicar la conexio. Por el contrario, la virtud moral es un habitus inclinans in bonum agendum. Es decir que está firmemente arraigada en el actuar. La conexio virtutum se predica respecto de éstas virtudes. Ésta se debe en primer lugar, al hecho de que existen ciertas condiciones comunes a todas las virtudes. Sin embargo la razón más eminente de la conexión de las virtudes morales es la participación de todas ellas en la única y unitaria prudencia. Por ser principalmente un hábito electivo, ninguna virtud moral puede darse sin la prudencia; la recta elección requiere inexorablemente de esta virtud. Y viceversa, no se puede poseer la prudencia sin poseer las virtudes morales, pues si en el razonamiento moral interfiriesen las pasiones desordenadas, la deliberación moral comienza a ser defectuosa y pueden nacer los conflictos irresolubles[54].
Como vemos, en la doctrina aristotélico-tomista, es la prudencia la que reúne a las demás virtudes morales. En todas las situaciones morales la prudencia es necesaria, en orden a elegir la acción adecuada, que debe estar presente en todos los sectores de la vida moral. Si la prudencia es defectuosa respecto a una materia determinada de una virtud, puede suceder, por ejemplo, que el sujeto habituado a la castidad, pero no a otras virtudes, lesione la castidad por avaricia, temor, odio, etc.[55]
La conexión de las virtudes morales se refleja en el hecho que cualquier virtud, para poder ser perfecta, necesita de las peculiaridades de las otras virtudes. Por ejemplo, para ser templado, un hombre necesita ciertamente tener sentido de la justicia, así como de la fortaleza. Y viceversa, para ser justo y fuerte, se necesita la virtud de la templanza. En efecto, no se puede ser fuerte sin moderación. Asimismo, una interrogante recurrente en la ética aplicada es ¿qué diferencia media entre la valentía y la temeridad? ¿Se puede decir que un malhechor se arma de “valor” para robar un banco? Está claro la valentía no consiste, sin más en no tener miedo; y que el no ser temerario es una modalidad de la fortaleza y de la templanza. Cualquier virtud puede degenerar por la intemperancia y al ser intemperada, deja de ser virtud.
Otra manera de mostrar la interdependencia de las virtudes es el comprobar cómo, cuando una virtud está totalmente ausente, representa un obstáculo insuperable para desarrollar cualquier otra. Puede tener una persona un gran sentido de la justicia, pero si es afectada por un vicio como el consumo de alcohol, o la extremada afición a los juegos de azar, finalmente dejará de practicar la justicia. Si se deja llevar por el vicio, estará dispuesto a robar para satisfacer sus deseos desordenados. De igual manera, un cobarde no puede ser realmente honesto. En circunstancias normales cumplirá con sus deberes de hombre de negocios, pero en cuanto su fortaleza se ponga a prueba por una situación difícil en la que ser honesto le suponga arriesgarse a quedarse en la ruina, entonces, llevado por el miedo, defraudará, falseará datos o mentirá. Puede incluso odiar la deshonestidad, pero su falta de fortaleza, su miedo a enfrentarse a situaciones difíciles, no le dejarán otra opción[56].
Si no se comprende bien la noción de la conexión de las virtudes en la prudencia, se puede dar cabida a supuestos “conflictos de virtudes”. Sobre este punto la teoría tomista se opone a algunas posturas contemporáneas, que no admiten la conexión entre las virtudes. En ellas cabe la posibilidad de conflictos irresolubles entre virtudes o el hecho de que los actos de una virtud den lugar a acciones moralmente equivocadas. Philippa Foot, que se declara tomista, admite la posibilidad de que virtudes como la fortaleza o la templanza sean aplicadas para cometer delitos[57].
Santo Tomás reconoce que es posible el conflicto en el nivel de inclinaciones naturales, en tanto que no se encuentren elevadas al orden de la razón. Pero entre virtudes, si son verdaderas, no cabe contraposición alguna. Menos todavía que la virtud conduzca en ocasiones a acciones malas[58]. Por esto, el control de las pasiones para cometer un acto de injusticia no puede ser considerado un acto de virtud. El domino del miedo o la serenidad de un asaltante no son actos de virtud, pues está en la misma raíz del concepto de virtud que sus actos no pueden transgredir la recta razón.
No cabe conflicto de virtudes porque la misma prudencia que está presente en todas como su principio de unidad. No existe una prudencia en las cuestiones de justicia que sea diversa de las cuestiones de fortaleza o de esperanza. Los aparentes conflictos que puedan surgir los supera la prudencia, examinando la relevancia de las normas, especificándolas mejor, estableciendo el justo medio en cada virtud, distinguiendo diversos modos de voluntariedad (entre elección y efecto secundario previsto por ejemplo)[59].
En abierta contradicción a la teoría de la unidad del organismo virtuoso, se ha afirmado que la adquisición de unas virtudes comporta, en ocasiones, la necesidad de renunciar a otras. Es decir, que el desarrollo de las virtudes no solamente no es uniforme sino que en ocasiones hay incompatibilidad entre la adquisición de una y de otra. Es el caso de algunas virtudes paralelas como la justicia y la generosidad que, siendo diferentes por naturaleza, la adquisición de una comporta necesariamente el poseer la otra en una medida muy limitada.
Para algunos esta incompatibilidad no proviene de la naturaleza misma de las virtudes, sino en la persona. El modelo de persona en que la justicia se encuentra arraigada es muy distinto de aquel en que la se ha desarrollado más bien la generosidad. Por ejemplo, el joven que tiene que decidir entre unirse a la resistencia o cuidar a su madre, desarrollará las virtudes propias de la actividad que escoja, las cuales difieren enormemente entre sí[60].
Mientras la doctrina de la conexión de las virtudes, para que un hombre sea virtuoso exige que cultive todas las virtudes, no exige que las tenga todas en el mismo grado. Por la diversidad en la constitución moral natural de los hombres, la facilidad o la dificultad para desarrollar unas y no otras virtudes varía según los caracteres, rasgos hereditarios, temperamento, etc.
Como hemos podido apreciar, a pesar de la distinción esencial y enorme riqueza de hábitos virtuosos, todas las virtudes forman un organismo indivisible, de suerte que una virtud no puede darse sin las demás en el mismo sujeto. La perfección humana exige la totalidad de las virtudes, si bien no en el mismo grado, pues la voluntad orientada verdaderamente hacia el bien incorpora la virtud en todos los aspectos de la vida humana.
Hemos visto cómo el deber moral, actitud central de la vida moral en el planteamiento de Ockham, adquiere todavía mayor protagonismo en la moral kantiana, llegando a ser la única fuente de moralidad. Hemos visto también cómo algunos han criticado duramente este concepto, incluso proponiendo su desaparición. Pero, ¿debemos desterrar este concepto como contrario a una ética basada en las virtudes? ¿Podríamos hacerlo? El deber moral y el sentido del deber son datos de la experiencia práctica. Efectivamente, una persona con un mínimo de sentido moral reconocerá siempre determinados deberes que tiene que cumplir, y sentirá de alguna manera un mandato imperativo de cumplirlos.
A continuación trataremos de delimitar un concepto fidedigno del deber moral, para vislumbrar correctamente su función en la vida moral y su posterior integración en el orden de la virtud.
Para delinear correctamente la noción de “deber moral” acudiremos a la distinción que hace Rhonheimer entre los dos niveles del conocimiento práctico: por una parte, el nivel en el que se llevan a cabo los juicios prácticos de la razón (nivel práctico preceptivo), y, por otra, el nivel de la reflexión sobre estos actos (nivel reflexivo descriptivo)[61].
En el primer nivel apreciamos el bonum como objeto de la razón práctica. Es aquí donde la razón práctica ejercita un imperium, un praeceptum sobre un bien. El deber moral es estebonum debitum, el bien que por la razón práctica se convierte en bonum rationis. Así, el producto del juicio práctico no es un enunciado sino una prosecutio, de la cual resulta inmediatamente la acción. En el segundo nivel, la razón práctica reflexiona sobre su modo de presentar los bienes humanos[62].
En el primer nivel se asienta el juicio práctico, y en el segundo la reflexión sobre el mismo. En el nivel práctico preceptivo encontramos la noción del “deber moral” (como bonum debitum) y en el nivel reflexivo descriptivo el “sentido del deber”. En el primer nivel el objeto de la razón práctica es el bien debido y en el segundo, por reflexión, se constituyen nociones como “preceptos” y “normas morales”. De ahí que, “en primer lugar, en modo alguno son objeto de la razón práctica los preceptos, normas, obligaciones o exigencias del deber, sino el bien. Sólo en la reflexión se constituye el bien práctico como precepto, norma u obligación. Es así como surge un enunciado normativo tal como ‘bonum prosequendum est’”[63]. En el primer momento, la razón manda: fac hoc; y en el segundo momento, la razón enuncia los principios y las normas: hoc est faciendum, bonum est faciendum[64].
El punto clave de la cuestión es que los actos de la razón práctica son intrínsecamente preceptivos, por su condicionalidad apetitiva. “Desde su misma origen se mueven en la lógica del imperium o del praeceptum”[65]. Tal como ha sido expuesto, el deber moral sería elaspecto preceptivo del bien. El deber es el bien en tanto que mandado por la razón práctica. Aquí radica la principal diferencia con el deber kantiano. La concepción kantiana, deontológica, parte de la pregunta “¿qué debo hacer?”, mientras que la ética de la virtud parte de la pregunta por lo bueno: “¿qué es lo bueno?”. Antes de la pregunta por el deber está la pregunta por el bien. Se “debe” hacer lo que es “bueno” porque es bueno, no al revés: lo “bueno” es bueno porque se “debe” hacer. El deber moral no es una categoría autónoma de la moral, necesita un fundamento. Su fundamento es lo bueno a lo que hay que aspirar según los dictados de la razón práctica, porque al comienzo de la ética siempre está la pregunta por el bien que debemos hacer[66].
Cumplir el deber moral es, por tanto, la elección de la voluntad hacia lo conocido por la razón como bueno. La razón reconoce el bien y lo manda: “x es bueno”, luego “se debe hacer x”. El deber moral es así una inclinación siempre conforme a los dictados de la razón práctica[67], y tiende al bien mostrado por ella. No existe deber alguno cuando no hay bien. Por eso, en propiedad, nunca se puede estar obligado o tener el deber de hacer un mal.
Al basar el deber moral en el bien, la ética de la virtud no necesita reasegurar la obligación moral mediante el recurso a Dios. Este es un punto de contraste con el deber de la moral kantiana, en la que Dios se hace necesario como fundamento de la obligación moral. En las éticas deontológicas el deber no se funda en los bienes humanos y tiene que recurrir a fundamentos auxiliares como la universalidad de las normas. En la ética de la virtud, Dios puede aparecer después, como una motivación ulterior, pero el deber moral encuentra su fundamento en el bien[68]. Claramente se percibe entonces que la obligación no es un “añadido” en la estructura moral, porque no necesita un refrendo religioso. El fundamento es la intelección práctica del bien. Pero esta intelección no es otra cosa que la participación en la Sabiduría de Dios, esto es, en la ley eterna[69].
Por la capacidad de reflexionar sobre sus propios actos, el sujeto conoce su propio razonamiento práctico como objeto. El producto de esta reflexión es lo que se conoce como el saber moral, la scientia moralis. La reflexión permite objetivar los juicios prácticos particulares y formularlos como enunciados normativos: enunciados a modo de “deber”, que versan sobre los actos preceptivos de la razón práctica. De esta manera, los enunciados normativos son el producto de la reflexión sobre el acto propio y primero de la razón práctica[70]. Y justamente es en este nivel donde, como producto de la reflexión sobre el acto preceptivo de la razón práctica, surge lo que se denomina el “sentido del deber”, como actitud del individuo frente a los enunciados normativos. Consiguientemente, el “sentido del deber” o el tener “conciencia del deber” no es otra cosa que la intelección racional y reflexiva del bien; es producto de la experiencia consciente de la relación bonum-consecutio. El sentido del deber sería entonces la autoconciencia reflexiva del deber. De aquí que la formación de la conciencia del deber siga a la percepción previa del bien por la razón práctica en el nivel preceptivo.
Por otra parte, dado que la inclinación al bien y la huida del mal constituyen los movimientos primarios de la razón práctica, la reflexión sobre éstos desemboca en el primer enunciado normativo: bonum est faciendum et prosequendum et malum vitandum[71].
Las morales de obligación acogieron este principio para reforzar el protagonismo del sentido del deber en la vida moral. Efectivamente, es el primer principio de la vida moral, pero no se debe olvidar que está arraigado en el atractivo y en la fuerza preceptiva del bien, y no se deduce de ningún otro principio como la obediencia a Dios o su pretensión de universalidad.
Vemos que el “deber moral” surge en el primer nivel preceptivo de la razón práctica, mientras que el “sentido del deber”, junto con los enunciados normativos, en el reflexivo. En este segundo nivel se forma la scientia moralis, producto de la reflexión sobre los actos de la razón práctica. Llegado el momento del actuar concreto, la aplicación al obrar de esta ciencia moral es la conciencia moral. Es la aplicación de la ciencia moral, de los enunciados normativos y del sentido del deber a juicios de acción concretos o a acciones ya realizadas. “La conciencia es, por tanto, el modo en que la ciencia moral se hace inmediatamente práctica”[72].
La conciencia es entonces aplicación del saber normativo a los actos concretos; es la que dice al sujeto “éste es tu deber”[73]. Aunque no es propiamente una forma de conocimiento de la razón práctica sino aplicación de ésta al actuar concreto, la conciencia moral juega un papel muy importante en la eficacia del sentido del deber y en su robustecimiento en la vida moral. El sentido del deber se perdería si el individuo no siguiese su conciencia.
Después de la breve explicación sobre la naturaleza y el dinamismo del deber moral, del sentido del deber y del papel de la conciencia en el cumplimiento de los deberes concretos, comentaremos algunos aspectos importantes que giran alrededor del deber moral, en vistas a una adecuada concepción del mismo y a su integración dentro del comportamiento virtuoso.
Podemos preguntarnos cuál es el deber moral más importante para el sujeto agente. Abbà nos dice que la vida verdaderamente buena es el primer deber moral. Por su parte, Rodríguez Luño, haciendo referencia a la visión de Dios, señala que existe un tipo o género de vida que es debido o moralmente obligatorio para el hombre[74].
Si la vida buena es aquel tipo de vida que significa una plenitud relativa del hombre, como preparación para la visión beatífica —fin último y máxima plenitud para el ser humano—, entonces se puede postular la existencia de un deber moral superior a llevar una vida buena y a procurar así la felicidad sobrenatural plena.
Siendo la visión de Dios, máximo bien para el hombre, “es objetivamente digna de ser querida y como contenido de la llamada de Dios y por ello es también debida. Encaminarse hacia la visión de Dios constituye un deber, aunque sería algo reductivo hablar de ella en términos éstos términos: es más propio del bien supremo atraer que ser objeto de una obligación”[75].
Dios como Bien Supremo constituye el deber moral más apremiante de todos. Y propiamente se puede afirmar que su prosecución acarrea un “sentido del deber” para el hombre. Tener el “deber” de tender a Dios resulta, sin embargo, un modo impropio para referirse al Bien Supremo, teniendo en cuenta que es la virtud de la caridad la que ordena todos los actos dirigidos a Dios. A pesar de todo, es preciso reconocer la existencia de este deber.
La ética de la primera persona tiene así un sentido más hondo del deber moral que la ética del deber, puesto que asume el deber moral en forma global como el deber de alcanzar la perfección del hombre en su totalidad, mientras que las éticas deontológicas reducen el deber moral sólo a determinadas acciones, las “obligatorias” en su visión reductiva.
Reconocer el deber moral de la vida buena permite dilucidar uno de los puntos más controvertidos del debate entre la moral del deber y la moral de la virtud. Para los autores de la ética moderna y liberal, vinculados a posturas consecuencialistas, los únicos deberes morales son los deberes de justicia, es decir aquellos cuyo cumplimiento implica una conducta externa y una prestación concreta. Una de los argumentos más poderosos de la ética del deber es la incapacidad de poder plantear algún ideal humano de carácter universal. La formación del carácter y el tipo de persona que cada uno quiera ser, pertenecerían al ámbito privado, dentro del cual el individuo es completamente autónomo, no vinculado con algún modelo moral en concreto. Por consiguiente, la moral para la ética moderna se limita fundamentalmente al cumplimiento de los deberes de justicia en vistas de alcanzar una sociedad pacífica, en la que el ámbito privado de los individuos no se vea alterado por ningún tipo de influencia. Esto significa, en definitiva, reducir la moralidad a la justicia.
Al definir el primer deber moral como el deber de la vida buena, en tanto que el deber está intrínsecamente vinculado al bien, queda claro que los deberes de justicia no son los únicos en la vida moral. Son necesarios para asegurar la autonomía y la subsistencia del individuo, para que cada uno pueda realizar sin obstáculos la vida buena; pero hace falta siempre la virtud, de lo contrario, como la experiencia nos lo confirma, tarde o temprano por el desorden de las pasiones se terminarían también violando los deberes de justicia. Es más, la virtud de la justicia tiene el objetivo de salvaguardar la dignidad y la libertad de la persona justamente con la finalidad de garantizar la totalidad del bien humano. Es, por consiguiente, una virtud necesaria pero no suficiente.
No obstante lo anterior, se puede postular que los deberes morales inmediatamente más evidentes son los referidos a la virtud de la justicia. Los deberes de justicia son los deberes morales por excelencia, por dos razones: porque son los más necesarios para el desarrollo humano en sociedad, y porque, siendo sus contenidos más fáciles de calcular, pueden caer bajo la formulación de una ley positiva[76].
El deber de justicia es un deber moral en el sentido más estricto y riguroso de la palabra. En las relaciones con los demás, antes de otras virtudes, se exige el cumplimiento de los deberes de la justicia[77]. El comportamiento moral social no puede constar únicamente de estos deberes, pero sin duda en ellos radican los mínimos que se deben respetar y la base para construir las demás virtudes sociales como la afabilidad, la solidaridad, la comprensión, etc. En la vida social, la sola justicia no acompañada por las demás virtudes no basta.[78].
Dado que el objeto de la virtud de la justicia es el derecho de los demás, es posible disociar en ella el aspecto objetivo del subjetivo, lo que en otras virtudes no es posible. La virtud de la justicia implica el respeto de los derechos de los demás con la voluntad consolidada de hacerlo. Así, un hombre realmente justo no es aquél que simplemente cumple su deber, sino el que se complace en realizarlo, con la convicción de que lo que hace es bueno para él y para los demás. Sin embargo, es posible cumplir los deberes de justicia de mala gana o por conveniencias egoístas. En tal caso, las exigencias de la virtud se cumplen y se satisface el derecho, no se comete ninguna injusticia, pero tal acto no convierte al que lo realiza en un hombre justo[79]. El deber moral cumplido de esta manera es imposible que entre en el orden de la virtud, a pesar de que objetivamente se “cumpla”.
Todo lo dicho hasta ahora nos conduce a replantear el concepto clásico de deber, y de alguna manera a liberarlo de la comprensión legalista introducida por la ética kantiana. Se hace necesaria pues, una rehabilitación del deber moral, como un aspecto fundamental de la vida moral integrado armónicamente en las virtudes encaminadas a lograr la excelencia del actuar moral.
El sentido del deber puede ser el comienzo del desarrollo de una vida moral virtuosa. Es preciso, sin embargo, no perder nunca de vista su vinculación intrínseca con el bien y con las virtudes[80]. La recuperación del deber en sentido auténtico sólo se producirá cuando se reconozca el “gran deber” de la vida buena o la perfección, un deber general que guía toda la conducta; una visión que supera el sentido reductivo del deber como deberes referidos a la virtud de la justicia.
A la luz de las consideraciones vertidas sobre el deber moral, a continuación pasaremos a examinar el papel que puede desempeñar como motivación de la conducta.
Lo que hemos visto sobre la identidad del deber moral nos permitirá dilucidar el valor del motivo del deber en el actuar, y posteriormente la integración del deber en la virtud.
Para enfocar bien la cuestión es preciso distinguir entre “cumplir el deber” y “actuar por deber”. Cumplir el deber no significa otra cosa que realizar el bien percibido como tal para el hombre por la razón práctica. Contando con que el deber es un aspecto del bien, cumplir el deber es sin duda una acción moralmente buena.
Sin embargo, ha de reconocerse que en el lenguaje coloquial, la expresión “cumplir el deber” comporta una cierta alusión a un comportamiento minimalista, porque generalmente se ha concebido el deber moral como lo mínimo necesario, cuyo incumplimiento estaría sujeto a una sanción legal. Por esto es importante recuperar toda la bondad del deber moral, especialmente en su dimensión más general, como el deber de tender a la vida buena o a la bienaventuranza.
“Actuar por deber” es la forma de conducta moral que ha despertado muchas suspicacias y repulsa en el mundo filosófico. Ciertamente el debate entre la virtud y el deber no se centra en el cumplimiento de los deberes en cuanto bienes, sino más bien en la motivación de la conducta. Hacer el bien por motivo del deber ha sido considerada una conducta moralmente muy pobre, alienante, esquizofrénica, que lleva a la fractura interior, etc.
La pregunta que surge ahora es la siguiente: ¿es malo o al menos imperfecto actuar por deber? Para responderla es preciso distinguir qué significa esta expresión. En ella, podemos distinguir tres sentidos: el sentido coloquial, el sentido kantiano, deontológico, y el sentido auténtico, esto es, la integración del deber en la virtud[81].
En sentido coloquial, obra por deber quien cumple las exigencias requeridas por la justicia, pero sin tener ningún interés por el bien o por las personas. Obra sólo convencionalmente, de acuerdo con su papel social, con la finalidad de evitar consecuencias desagradables, exhibiendo una corrección formal y ateniéndose a lo mínimo requerido. Éste sería el caso de una persona que no ha descubierto el bien intrínseco que está detrás del cumplimiento del deber. Es el caso también de aquél que ha perdido en su horizonte moral la finalidad de sus acciones y actúa casi mecánicamente, por acostumbramiento.
En la moralidad kantiana, la motivación del deber es la única que tiene valor moral. Quien hace un bien sólo porque se lo ordena el deber, actúa moralmente. En cambio, quien realiza el mismo bien por inclinación a él, actúa ciertamente “en conformidad con el deber”, pero no “por deber” y, por tanto, no actúa moralmente. Como hemos visto, la ética kantiana es una pura ética del deber, de imperativos categóricos. Para entenderla es particularmente iluminador el ejemplo de Stocker sobre la visita al amigo enfermo. Se trata de una persona que realiza la visita pero no por amistad sino por simple sentido del deber, sin que le mueva un verdadero interés por el amigo[82]. Realiza el “deber por el deber”, porque se lo ordena el imperativo categórico. El mecanismo del imperativo categórico kantiano es más bien una construcción auxiliar para dar a una razón práctica, que previamente ha sido extraída del contexto de toda inclinación afectiva, un criterio para determinar el bien (pensar o querer como ley universal un comportamiento determinado, como visitar a los amigos enfermos). No se piensa en el bien que representa la acción, para sí mismo o para los demás, sino sólo en la convicción de que con este actuar se hace “digno de la felicidad” que le será dada en la vida futura a modo de recompensa[83].
Por la relación fundamental de carácter natural que media entre el bien y la voluntad, ésta siempre tiende al bien y huye del mal[84]. Nadie hace el mal por el mal, sino que al realizar el mal, en el fondo, se detecta —equivocadamente— una razón de bien para actuar. Si el deber es el aspecto preceptivo del bien, entonces el motivo del deber corresponde también a la tendencia de la voluntad al bien. La obligación o deber moral encuentra su fundamento en el bien que es propuesto como debido por la razón práctica. Encontramos aquí los indicios de cuál sería entonces una motivación auténtica del deber: el bien.
Siendo el deber moral auténtico el bien debido, el motivo del deber representa una motivación intrínseca, no añadida, por el bien debido. El sujeto quiere el verdadero bien precisamente porque es digno de ser querido, porque es un amandum, un prosequendum, un faciendum; no lo quiere por motivos extraños a él (temor a las consecuencias, perspectivas de alguna ventaja, etc.)[85]. En el fondo la motivación del deber auténtico, es la motivación por el bien.
Sin embargo, en el motivo del deber se reconoce una especial fuerza de la voluntad frente a la resistencia de las potencias operativas. En principio, el acto de la voluntad no consiste en una constricción que se opone a la espontaneidad del sujeto, sino que en el origen del movimiento voluntario existe una espontaneidad espiritual, una atracción hacia el bien. Después, la voluntad obra sobre sí misma para realizar la elección definitiva y para dilucidar los medios para cumplirla. Sólo cabría hablar de una voluntad que se impone, en el caso de que haya una resistencia que vencer, sea en el interior del sujeto mismo, en la sensibilidad; sea en el exterior, de parte de los otros hombres. De todos modos, la espontaneidad del amor y del deseo es primaria y anima los otros actos de la voluntad. Por consiguiente, la voluntad no es primariamente una “presión”, sino que sigue a una “im-presión” del bien en la voluntad, que causa la atracción[86].
Como vimos, la moral kantiana al no cimentar el deber moral en el bien, tiene que recurrir a una motivación teónoma para el cumplimiento del deber moral. Por el contrario, cuando se capta el valor del deber moral como derivado del mismo bien que comporta, la motivación por el bien basta. Sin embargo, la ética de la virtud no descarta la motivación teónoma. Lo conocido como bueno puede ser mandado adicionalmente por la conciencia como algo que está en correspondencia con “la voluntad de Dios”. Naturalmente esto no sería de ningún modo “legalismo”, pues el requisito previo es siempre la intelección de lo bueno, que precisamente por eso se percibe como voluntad de Dios. Desde el punto de vista de la motivación, este aspecto puede ser el decisivo para realizar aquel bien hacia el que, en determinadas circunstancias, no se siente inclinación alguna[87].
Visto lo anterior surge la pregunta sobre la relación entre el deber y la virtud, cuestión que ha ocupado todo este debate. Parecerían dos motivaciones, sino contrapuestas, al menos incompatibles. Efectivamente, pareciera que actuar por deber es al menos una motivación imperfecta, puesto que no se ha detectado el bien en sí. Pero también puede decirse lo contrario, que quien actúa por deber es el que verdaderamente ha detectado el bien, puesto que, a pesar de las inclinaciones contrarias que pueda experimentar, lo realiza, y por tal motivo es una persona virtuosa. Una vez esbozados los conceptos de virtud y de deber, veamos ahora cómo se integra el deber moral en la virtud.
Antes de nada hay que decir que en la vida moral el protagonismo lo tienen las virtudes antes que el deber. El deber moral, como hemos visto, se identifica de alguna manera con el bien, es el bien debido. Sin embargo, tradicionalmente el deber moral ha estado ligado más a las normas que al bien. En la opinión común, los deberes derivan inmediatamente de las normas, y no de su razón de bien. De ahí que esté más extendida la relación entre deber y norma que la que media entre deber y bien, o deber y virtud.
En efecto, de acuerdo a la experiencia los deberes morales brotarían de las normas morales. Éstas son “proposiciones prácticas lógicamente universales que tienen como sujeto una acción o la descripción de una acción, y como predicado expresiones como moralmente bueno o malo (‘el homicidio es malo’, o bien, ‘no matarás’)”[88]. La mayoría de ellas son de carácter negativo, como las del Decálogo, por razones de conveniencia en la educación moral, ya que no es posible exponer mediante un número pequeño de enunciados normativos el comportamiento moral más adecuado en las diversas circunstancias y situaciones de la vida. Pero las normas morales son preceptos que dependen de las virtudes, establecen las exigencias de las virtudes, están siempre referidas a las virtudes, que son la norma moral en sentido más propio. Por consiguiente, las normas morales no pueden ser el centro de la moral, y carece de sentido entonces concebir el problema moral como justificación de éstas a través de diversos procedimientos (deontológicos, teleológicos, etc.). La justificación de las normas son las virtudes: está justificada la norma que expresa fielmente las exigencias positivas o negativas de una virtud, y que educa eficazmente en las virtudes, ya que el fin de todas las normas es ayudar a los hombres a practicar y adquirir las virtudes[89]. La virtud siempre está detrás de la norma, y detrás de cada norma negativa existe una afirmación virtuosa. De ahí que el cumplimiento de los deberes emanados de las normas implique la actuación de las virtudes, aunque ciertamente en un nivel mínimo[90].
Siendo el orden moral el orden de la virtud, la situación ideal es que la motivación para realizar el bien sea la virtud correspondiente y que el individuo actúe conforme a sus inclinaciones. Así debería ser la experiencia moral ideal, ya que el hombre ha sido creado para obrar motivado por el atractivo del bien. Sin embargo, por el desorden de las potencias, muchas veces resultará ardua la tarea de actuar con rectitud moral. Es entonces cuando el motivo del deber viene a reforzar la motivación en forma de imperativos, de normas morales absolutas. Se trataría, sin embargo, de circunstancias en las que, por diversos motivos las inclinaciones no se corresponden con el bien debido[91].
Ciertamente, actuar por motivo del deber no constituye el ideal de la persona virtuosa. Sin embargo, se reconoce en esta motivación una tabla de salvación para hacer el bien, cuando éste se ve ensombrecido de alguna manera, especialmente para respetar las exigencias negativas de normas morales absolutas. Así, en estos casos, el deber moral puede proteger las exigencias de las virtudes. Por otra parte, como bien señala Abbà, “concebido de manera auténtica, el motivo del deber protege y aumenta el amor a las personas y al verdadero bien, en todas sus formas, tanto del sujeto agente, como de las demás personas”[92].
Aun en las situaciones arduas, la virtud no deja de hacerse presente, pues detrás del empeño en cumplir el deber está siempre el valor de una virtud concreta. De lo contrario el sujeto difícilmente cumpliría su deber. El deber por el deber pierde inmediatamente poder de motivación porque en él no se llega a percibir el bien moral de la acción. Siempre, aunque se vaya contra la inclinación, se actúa movido por la virtud. Siempre es la virtud la que mueve, también cuando la inclinación sea contraria, o cuando no se encuentre gusto en realizar la acción[93].
El motivo del deber parece ser todo lo contrario al motivo de la virtud. Esta contraposición, origen del debate, se debe en buena parte a la distinción introducida entre “motivos morales” y “motivos virtuosos”, según la cual el sentido del deber sería el único motivo moral, mientras que inclinaciones como la gratitud, el afecto y otros por el estilo serían “motivos virtuosos”[94]. Los motivos virtuosos para la ética del deber pueden hacer a una persona amable, pero no tienen valor moral a menos que sean motivados por una concepción del deber[95].
Al introducirse esta separación entre el deber y la virtud, resulta lógico que el motivo del deber se vea como esquizofrénico; así planteado no existe ningún fundamento para cumplir el deber, ni siquiera la búsqueda de la paz social constituye una razón convincente para quien se pregunta para qué ser moral. A esta falta de vinculación con los intereses e inclinaciones humanas se debe la aparición de posturas que —como señala Abbà—, “a la sombría imagen de una moral de la obligación contraponen la luminosa imagen de una moral de la espontaneidad; pero la moral verdadera y propia, con la ley de la razón práctica y el deber delbonum honestum ha desaparecido”[96]. Por todo esto, es preciso recuperar el auténtico sentido del deber, confundido muchas veces con la constricción o la elección de un mal menor, que encuentre su fundamento en el bien.
A pesar de todo, se ha de reconocer que la motivación del deber es secundaria, es decir que interviene cuando las tendencias no acompañan a la razón o cuando le son contrarias. Pero el deber moral, también en la ética de la virtud está presente. Las virtudes conducen a cumplir acabadamente los deberes morales. También cuando las tendencias y afectos acompañan a la razón, el deber moral es el mismo. Ahora bien, solamente se mostrará como “deber puro” cuando lo racional y la inclinación sigan direcciones divergentes. O cuando exista colisión de deberes y no se sepa cuál realizar. Así, en el ejemplo del amigo enfermo, si hay verdadera amistad “al final vence el juicio: mi amigo necesita ahora una visita, no puedo dejarlo sólo en el dolor, y debo ir aunque no tenga ganas o dejando otra tarea que puede esperar, por más que de esa demora se deriven dificultades adicionales, etc. Es decir: es mi deber visitarle ahora. La razón pide la palabra, y cuando nuestro hombre la sigue lo hace llevado del hábito de la amistad, por benevolencia hacia su amigo, y no para ser feliz o porque espere de ello una mayor satisfacción”[97].
El motivo del deber, pues, se hace más evidente cuando actuar bien, cumplir el deber, resulta especialmente costoso, pero la virtud siempre está presente. Es más, en estos casos el motivo del deber aparece integrado siempre en la virtud. Ésta nunca desaparece; sólo el hombre virtuoso es capaz de cumplir sus deberes en circunstancias desfavorables. La motivación de la virtud y la del deber van de la mano en la consecución del bien arduo.
El virtuoso es aquel que elige el bien y se complace en realizarlo, es decir, lo elige desde la connaturalidad afectiva con el bien. Por el contrario, la persona que no es virtuosa o que lo es poco, a pesar de que también pueda elegirlo, lo hará por el motivo del deber, sin esta atracción por el bien y, la mayor parte de las veces, teniendo que reprimir afectos desordenados. Aquí radica la gran diferencia entre el sujeto virtuoso y el que no lo es.
El virtuoso generalmente no actúa por deber porque no necesita hacerlo, los resortes motivacionales le vienen dados por la misma atracción del bien, que es detectado y acometido gracias a la virtud. Esto no quiere decir que no tenga sentido del deber. Todo lo contrario: “la forma más alta de consciencia del deber es la del virtuoso, quien sin embargo, por lo que menos actúa es por deber, sino que lo hace por alegría en el bien”[98].
Notas:
[1] En este sentido se pronuncia Pinckaers alabando el modo de presentar la virtud de Schockhenhoff: “This enables him to correct the usual, too human concept of the virtues, which might be called ‘activist,’ and to restore to the notion of virtue its flexibility and analogical character, which allows us to apply the term to the infused as well as to the acquired virtues”. S. PINCKAERS, Christ, Moral Absolutes, and the Good: Recent Moral Theology. (Caffara; May; Schockenhoff): «The Thomist» 55 (1991) p. 134. De la misma opinión es M. Rhonheimer, para quien “el término ‘virtud moral’ adquiere así una cierta ambivalencia. (...) El complejo así formado es la virtud moral como ‘hábito de la recta elección de la acción’. Pero también podemos denominar a los distintos elementos ‘virtud moral’ en sentido analógico”. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral p. 216.
[2] A. RODRÍGUEZ LUÑO, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, Milano 1987, p. 111.
[3] M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica,Madrid 2002, p. 217.
[4] “La concezione di Kant è parcialmente accetabile sul piano della motivazione morale —non si deve operare unicamente per piacere—, ma presenta grandi deficienze sul piano della condotta virtuosa”. A. RODRÍGUEZ LUÑO, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, p. 112.
[5] “Virtue is important, but only because it helps us to do our duty”. R. LOUDEN, On Some vices of Virtue Ethics, «American Philosophical Quarterly» 21 (1984), p. 227.
[6] Cfr. G.E.M. ANSCOMBE, Twenty Opinions Common Among Modern Anglo-american Philosophers, en Persona, Verità e Morale. Atti del Congresso Internazionale di Teología Morale, Roma 1986, p. 50.
[7] “Tendency to give a net increase to the aggregate quantity of happiness in all its shapes taken together”. J. BENTHAM, The Nature of Virtue, en B. PAREKH (ed.), Bentham’s Political Thought, New York 1973, p. 89.
[8] “Taking as its point of departure a pre-moral judgment formed by relating an action to its circumstances and external consequences, this system is unable to assign a determining role to virtue, which is an interior principle of human action. If virtue is referred to at all, it is associated with an habitual, general good intention. "Consequentialism" avoids the consideration of virtue even more decisively than did traditional casuistry”. S. PINCKAERS,Rediscovering Virtue: «The Tomist» 60 (1996) p. 363.
[9] Bruno Schüller, sacerdote jesuita, profesor emérito de las universidades de Frankfurt, Bochum y Münster.
[10] “L’etica normativa, diciamolo subito, deve adempiere a due compiti strettamente correlati tra loro: determinare il contenuto delle prescrizioni morali ed enunciare i motivi che ne fondano l’obbligatorietà”. Bruno SCHÜLLER, La fondazione dei giudizi morale. Tipi di argomentazione etica in Teologia Morale, Milano 1997, p. 15.
[11] “Si è obiettato, si concentra tutta l’attenzione solo sulle azioni e sulle omissioni, senza prendere per nulla in considerazione il campo così importante delle virtù. Sarebbe dunque tempo che l’etica delle azioni venisse integrata ed eventualmente rettificata con l’aggiunta dell’etica delle disposizioni di fondo”. Ibíd., p. 299.
[12] “A modo suo la dottrina della ‘solidarietà’ delle virtù, che può esser fatta risalire fino ad Aristotele, ci fa capire che tutte le cirtù particolari in quanto disposizioni di fondo sono semplici caratterizzazioni particolari dell’unico volere moralmente buono”. Bruno SCHÜLLER,La fondazione dei giudizi morale. Tipi di argomentazione etica in Teologia Morale, Cinisello Balsamo, 1997, p. 395.
[13] Ibíd.
[14] “È relativamente fácile prendere una decisione di principio;i problemi sorgono quando un soggetto così complesso e fragile come il soggetto umano cerca una via di realizzazione nelle complicate e variabili situazioni concrete. Sorgono problemi per la ragione, che deve cercare, prevedere, ricordare, inventare, tener conto di tante circostanze rilevanti e prima ancora scorgerle, giudicare ed elaborare una direttiva precisa; problemi per la voluntà che deve emettere nuovi desideri ed interessi, superando preclusioni, inclinazioni preesistenti, indifferenza; problemi per gli appetiti passionali, che qui hanno molto peso: docilità a lasciarsi incentivare o frenare, a modificare i propi oggetti, a piegarsi alle esigenze di criteri superiori”. G. ABBÀ, Felicità, vita buona e virtù, Roma 21995, p. 126.
[15] M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica. Una visión tomista de la autonomía moral, Pamplona 2000. p. 329.
[16] Cfr. Edmund Pincoffs, Phillipa Foot e Iris Murdoch respectivamente.
[17] Cfr. Marcia BARON, On De-kantianizing the Perfectly Moral Person: «Journal of Value Inquiry» 17 (1983), 281-293.
[18] R. C. ROBERTS, voz “Virtue”, en D. J. ATKINSON - D. F. FIELD - A. HOLMES - O. O’DONOVAN (eds.), New Dictionary of Christian Ethics and Pastoral Theology, Downers Grove Illinois 1995.
[19] PEDRO LOMBARDO, II Sent., d. 27, a. 2.
[20] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 209, nt 15.
[21] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco II, 6, 1106b 36 – 1107a 2; edicion bilingüe y traducción por María Araujo y Julián Marías, Madrid 1999. Santo Tomás recoge la definición aristotélica de virtud en Summa Theologiae, II-II, q. 47 a. 5; y en Priora Super Sent., lib. 3 d. 33 q. 1 a. 2.
[22] “Unde virtus humana, quae est habitus operativus, est bonus habitus, et boni operativus” SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 55, a. 3.
[23] Cfr. S. PINCKAERS, La virtud es todo menos una costumbre, en IDEM, La renovación de la moral, Estella (Navarra) 1971. p. 228.
[24] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 202.
[25] Cfr. Linda TRINKAUS-ZAGZEBSKI, Virtues and Mind. An Inquiry into the Nature of Virtue and the Ethical Foundation of Knowledge, Cambrige 1996, p. 135.
[26] Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 177.
[27] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 206.
[28] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 202.
[29] “Cum per habitum perficiatur potentia ad agendum, ibi indiget potentia habitu perficiente ad bene agendum, qui quidem habitus es virtus, ubi ad hoc non subfficit propia ratio potentiae (...). Sed si quod bonum immineat hominem volendum, quod excedat proportionem volentis; sive quantum ad totam speciem humanam, sicut bonum divinum, quod trascendit limites humanae naturae, sive quantum ad individuum, sicut bonum proximi; ibi voluntas indiget virtute” SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 56, a. 6.
[30] “Pontentia quandoque se habet ad multa: et ideo oportet quid aliqui alio determinetur. Si vero sit aliqua potentia quae non se habet ad multa, non indiget habitu determinante, ut dictum est. Et propter hoc vires naturales non agunt operationes suas mediantibus aliquibus habitus: quia secundum seipsas sunt determinatae ad unum”. Ibíd. q. 49, a. 4.
[31] Paul WADELL, La primacía del amor, Madrid 2002, pp. 192-93.
[32] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In III Sent., d. 23, q. 1, a. 1.
[33] Cfr. G. ABBÀ, Lex et virtus: Studio sull’evoluzione della dottrina morale di San Tommaso, Roma 1983, p. 187.
[34] “Subiectum igitur habitus qui secundum quid dicitur virtus, potest esse intelelectus, non solum practivus, sed etiam intelectus speculativus, absque omni ordine ad voluntatem” SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 56, a. 3.
[35] “Alio modo, aliquis habitus non solum facit facultatem agendi, sed etiam facit quod aliquis recte facultate utatur: sicut iustitia non solum facit quod homo sit promptae voluntatis ad isuta operandum, se etiam facit ut iuste operetur”. IDEM, Summa Theologiae, I-II, q. 56, a. 3.
[36] Cfr. IDEM., De Virtutibus in communi, q. un., a. 7, ad. 2.
[37] Cfr. IDEM., Summa Theologiae, I-II, q. 57, a. 3.
[38] Cfr. Gregory M. REICHBERG, The Intelectual Virtues, en S. POPE, The Ethics of Aquinas, Washington 2002, p. 141.
[39] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 56, a. 3.
[40] Cfr. IDEM., Summa Theologiae, I-II, q. 58, a. 4-5.
[41] “Unde oportet quod his etiam virtutibus theologicis proportionaliter respondeant alii habitus divnitus causati in nobis, que sic se habeant ad virtudes thologicas sicut se habent virtutes morales et intellectuales ad principia naturalia virtutum” IDEM., Summa Theologiae, I-II,q. 63, a. 3.
[42] Cfr. Ibíd., I-II, q. 55. a. 4.
[43] Cfr. Enrique COLOM – Ángel RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de Teología Moral Fundamental. Madrid 2000, pp. 256-58.
[44] “Loco quorum naturalium principiorum, conferuntur nobis a Deo virtutes theologicae, quibus ordinamur ad finem supernaturalem, sicut supra dictum est. Unde oportet quod his etiam virtutibus theologicis proportionaliter respondeant alii habitus divinitus causati in nobis, qui sic se habeant ad virtutes theologicas sicut se habent virtues morales et intellectuales ad principia naturalia virtutum”. Ibíd., q. 63. a. 3.
[45] “Virtus illorum principiorum naturaliter inditorum, non se extendit ultra proportionem naturae. Et ideo in ordine ad finem supernaturalem, indiget homo perfici per alia principia superaddita” Ibíd., q. 63, a. 3.
[46] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Virtutibus Cardinalibus, q. un., a. 2, ad. 3. 819.
[47] Cfr. IDEM., Summa Theologiae, I-II, q. 63, a. 4.
[48] Enrique COLOM – Ángel RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos, p. 264.
[49] Cfr. IDEM., Summa Theologiae, I-II, q, 62, a. 1.
[50] IDEM., Summa Theologiae, I-II, q. 62, a. 3.
[51] Cfr. R. GARCÍA DE HARO, L’agire morale e le virtù, Milano 1988, pp. 148-49.
[52] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 64, a. 4.
[53] Además de “conexio”, se suele usar las expresiones “interdependencia entre las virtudes” y “unidad de las virtudes”. Para algunos “interdependencia” expresa mucho más que “conexión”. Cfr. Yves R. SIMON, The Definition of Moral Virtue, p. 125.
[54] Cfr. Summa Theologiae, I-II, q. 65, a. 1. En este punto Santo Tomás cita el libro VI de la Ética de Aristóteles.
[55] “El defecto de la prudencia respecto a una materia provocaría el error respecto a las demás, de forma que sólo la prudencia total es verdadera prudencia y verdadera virtud, y las virtudes morales humanas sólo son verdaderamente tales si están conectadas entre sí, participando de la unicidad y totalidad de la prudencia”. A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General,Pamplona 2001, p. 228.
[56] Cfr. Yves R. SIMON, The Definition of Moral Virtue, New York 1986, p. 128.
[57] “That a virtue such as courage or temperance or industry which overcomes a special temptation, might be displayed in an act of folly or villany” Philippa FOOT, Virtues and Vices,Berkeley 1978, p. 14.
[58] Janet Smith ha criticado duramente las afirmaciones de Foot sobre la posibilidad de que la virtud pueda desembocar en alguna acción desviada. Véase J. SMITH, Can Virtue Be in the Service of Bad Acts? A Respose to Philippa Foot: «The New Scholasticism» 58 (1984) 357-373.
Para aclarar este punto G. Abbà dice que conflictos de este tipo revelan que las conductas implicadas son, no ya virtudes, sino de “vizi o virtù impropie o false virtù”. G. ABBÀ,Felicità, vita buona e virtù, Roma 1995, p. 134.
[59] Cfr. G. ABBÀ, Felicità, vita buona e virtù, Roma 1995, p. 283.
[60] Véase David M. WALKER, The Incompatibility of the Virtue: «Ratio (New Series)» 6, (1993), 44-62.
[61] Para Rhonheimer no puede afirmarse que esta distinción entre el nivel práctico y el reflexivo sea explícita en Santo Tomás, sin embargo, se puede deducir válidamente del pensamiento del Aquinate. Cfr. M. RHONHEIMER, Ley Natural y Razón Práctica, pp. 61-62 y especialmente pp. 77-81. Esta distinción es asumida también por Abbà y Rodríguez Luño para explicar la naturaleza del deber moral. Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, pp. 194ss. y A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General, p. 256.
[62] “De este modo se muestra que los actos de la razón práctica no tienen como objeto la ‘lex naturalis’, sino que, mucho más, constituyen la ley natural. El objeto de la razón práctica, hay que decir, es el bien en el ámbito del obrar (...). Y precisamente este bonum —el objeto de la razón práctica— es objeto, asimismo, de lo que Santo Tomás llama un praeceptum de la ‘lex naturalis’”. M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica, p. 77.
[63] Ibíd., p. 78.
[64] Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 194.
[65] M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica, p. 62.
[66] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 31s.
[67] Cfr. Ibíd., p. 327.
[68] Cfr. Ibíd., p. 327.
[69] “Unde et in ipsa participatur ratio aeterna, per quam habet naturalem inclinationem ad debitum actum et finem. Et talis participatio legis aeterna in rationali creatura lex naturalis dicitur”. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 2.
[70] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, pp. 310s.
[71] Por ser el primer principio de la razón práctica, es un principio indeducible. “No puede ser deducido a partir de la relación fundamental de caracter natura de la relación entrebonum y prosecutio. No puede ser deducido, sino que es un principio estructural de caracter lógico formal. Pues no es un enunciado-juicio sino que es la estructura de un acto apetitivo impregnado de racionalidad, que es puesta de manifiesto por la reflexión”. M. RHONHEIMIER,Ley natural y razón práctica, p. 63.
[72] M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 316.
[73] S. Pinckaers reconoce aquí dos niveles en la interpretación del principio bonum est faciendum, malum est vitandum: el de la inclinación natural al bien como la fuente de toda obligación moral y el de la elección concreta en el que se realiza la acción moral. Cfr. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moralidad cristiana, pp. 533s.
[74] Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 192. y A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General, p. 112.
[75] A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General, p. 148.
[76] Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 193.
[77] Al respecto es ilustrativo el ejemplo de Rodríguez Luño. “Un médico que atiende amablemente a un paciente espera que se le pague por ese servicio lo establecido, y puede desear razonablemente que el beneficiado le muestre con simpatía su gratitud. El médico tiene estricto derecho a la retribución, porque una vez realizada la prestación profesional, la retribución es “suya” y puede reclamarla a través de una acción legal, pero no tiene estricto derecho a que se le den las gracias”. Además del deber de retribuir los servicios profesionales se puede decir que existe el deber moral de ser agradecidos; sin embargo, éste no tiene la misma fuerza que el primero, que proviene de la virtud de la justicia, mientras que el segundo proviene de la virtud de la gratitud. Cfr. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General, p. 248.
[78] Cfr. Ibíd., p. 249.
[79] Cfr. Ibíd., p. 250.
[80] Refiriéndose a la formación del sentido del deber en los inicios de la vida cristiana escribe Pinckaers que “grandes cristianos y santos han podido vivir con esta concepción de la moral, pero siempre añadieron una cierta exigencia espiritual que iba más lejos de la obligación estricta”. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moralidad cristiana, Pamplona 1998, p. 43.
Al respecto es importante aclarar que efectivamente la formación en el sentido del deber aunque pueda estar presente más especialmente en los inicios de la vida cristiana, siempre permanecerá presente aunque ciertamente no sea el sentimiento primario. Lo contrario es estar inmerso en la lógica de lo obligatorio y lo no obligatorio. Los santos consideraron para sí la santidad como un imperativo, como una obligación. No pensaron nunca que iban más allá de la obligación, porque sentían el imperativo de la vocación a la santidad.
[81] Acogemos la distinción de G. Abbà entre sentido coloquial auténtico, a la cual hemos añadido el sentido kantiano, para contrastar mejor los sentidos de esta expresión. Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, pp. 199s.
[82] Cfr. M. STOCKER, The Schizophrenia of Modern Ethical Theories: «Journal of Philosophy» 73 (1976), p. 462.
[83] M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 325. “Tanto la ética kantiana como la utilitarista parecen pasar por alto que a través del actuar, la persona se transforma y llega a ser una persona buena o mala. El hombre que se comporta kantianamente nunca podrá ser un hombre justo, sino solamente un hombre ‘consciente del deber’ o un hombre preocupado por su dignidad de ser feliz, esto es, un fariseo”. Ibíd., p. 220.
[84] Cfr. M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica, p. 62.
[85] G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 199.
[86] Cfr. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, p. 495.
[87] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 332.
[88] A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General, p. 259.
[89] Cfr. Ibíd., p. 260.
[90] Para Rhonheimer, cuando se habla de normas o leyes naturales “se está siendo tributario del antropomorfismo (de un tipo de antropormorfismo enteramente dotado de sentido). Queremos decir lo siguiente: esa forma de hablar se basa en una experiencia que surge originariamente en el campo humano, la experiencia de la legislación humano-positiva, en cuyo contexto se interpretan tanto la obligación moral como aquel orden al bien que está en consonancia con la sabiduría divina. Sea como fuere: hablemos de "ley", de "orden moral", de "principios prácticos" o de "naturaleza humana", siempre nos estamos refiriendo a lo único en lo que tiene sentido que se base esa forma de hablar: al orden de la virtud moral, que es un orden de la razón a lo bueno para el hombre, y por tanto concierne sobre todo al orden hacia la felicidad”. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 331.
[91] Algunas posturas neokantianas pretenden mantener la motivación del deber en todas las acciones, también aquellas en las que no se encuentre oposición. El sentido del deber tendría dos sentidos: el primario y el secundario. En sentido primario, el sentido del deber lleva a actuar sin la ayuda de ningún tipo de inclinación favorable o incluso frente a inclinaciones contrarias. En el sentido secundario, el sentido del deber mueve a actuar aun si los deseos son favorables. Cfr. M. BARON, The Alleged Repugnance of Acting From Duty,«Journal of Philosophy» 81 (1984), p. 209.
[92] G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 200.
[93] Si por un lado la virtud es elemento principal de la moral, por otro se ha de reconocer que “el comportamiento moral se regula inmediatamente por reglas morales y que la vivencia fenomenológicamente más clara de la incondicionalidad absoluta del bien moral es probablemente la que tiene lugar cuando una norma moral negativa prohíbe o limita la satisfacción de una inclinación subjetiva”. A. RODRÍGUEZ LUÑO, o.c., p. 112.
[94] “They are either actions inwhich the agent did what he did becuase he thought he ought to do it, or actions of which the motive was a desire promptted by some good emotion, such as gratitude, affection, family feelings, or public spirit”. H. PRICHARD, Moral Obligation, Oxford 1949, p. 6.
[95] Cfr. M. BARON, On De-Kantianizing the Perfectly Moral Person, «Journal of Value Inquiry» 17 (1983), p. 282.
[96] ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 201, nt. 42.
[97] M RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 325.
[98] Cfr. Ibíd., p. 327. “El deber es para él (virtuoso) idéntico a lo que le parece bueno, a aquello a lo que se inclina su afectividad y a aquello de lo que se alegra. El virtuoso posee también un interés subjetivo en lo verdaderamente bueno. Lo bueno de verdad, lo ‘conforme al deber’, no es para él sencillamente ‘deber’ o incluso una carga, sino lo que le interesa.(...). Así el ‘deber moral’ y el interés subjetivo forman una unidad constitutiva”. Ibíd., p. 207.
Pio Santiago
Índice
Introducción
1. Las críticas a la ética del deber
1.1. La segunda tesis de G.E.M. Anscombe
1.2. La esquizofrenia del actuar por deber
1.3. La moral de imperativos hipotéticos
2. La defensa de la ética del deber
2.1. La necesidad del deber moral
2.2. La autonomía del deber moral
2.3. La objeción minimalista
2.4. La acusación de esquizofrenia
2.5. La moral como imperativos categóricos
3. Los defectos de la ética de la virtud
3.1. Una presentación negativa
3.2. Las dificultades conceptuales
3.3. La ausencia de moralidad
3.4. La virtud y el bien moral
3.5. Ética aplicada, dilemas éticos y casuística
3.6. ¿Quién es el hombre virtuoso?
3.7. La acusación de egocentrismo
3.8. Dramaticidad y complejidad de la experiencia moral
3.8.1. Las virtudes opuestas
3.8.2. Las malas acciones de las buenas personas
3.8.3. Los cambios de carácter
3.8.4. Utopismo
3.9. La prescripción de los actos intrínsecamente malos
3.10. La objeción teológica
Introducción
A finales de los años cincuenta del siglo pasado, se desencadena, en el ámbito anglo-americano, un intenso debate ético que tuvo repercusiones muy importantes en la orientación de la ciencia moral de los últimos años[1]. Frente a la concepción moral extrínseca y legalista de corrientes éticas de corte consecuencialista y deontologista, un grupo de moralistas clama por un enfoque de la moral centrado en el sujeto agente, con un verdadero interés por la interioridad y la formación del propio carácter.
En concreto se reclama una mayor atención a la virtud, relegada durante muchos años al mero refuerzo de las potencias, que hace más fácil el cumplimiento de acciones correctas. Muchos de los autores del debate intentan presentar la virtud como centro alrededor del cual debe girar toda la vida moral. No se trata solamente de reintroducir el concepto con nuevos matices, las críticas van mucho más allá. Se pretende sustituir la ética moderna basada en normas y deberes, por una versión moderna de la ética aristotélica de la virtud. Esta doctrina no persigue ser una opción más en el abanico de las teorías éticas modernas, sino que se presenta como un cambio radical en el enfoque del fenómeno moral, con la preocupación de responder a las más profundas aspiraciones del sujeto agente. Se critica que las propuestas éticas actuales, al no tener esta preocupación por el individuo mismo, han reducido la moralidad a los aspectos externos de la conducta, limitando su horizonte moral al cumplimiento de las obligaciones sociales, y circunscribiendo la ética a la búsqueda de fundamentación de reglas morales, o al cálculo de perjuicios y beneficios particulares de las acciones humanas.
A lo largo del debate se exponen diversas concepciones sobre la virtud, unas más acertadas que otras, provocando también diversas reacciones, que van desde la defensa radical del deber como elemento esencial de la moral, hasta posturas más moderadas que abogan por la integración del deber y la virtud. Al margen de sus resultados, el debate ha significado una notable recuperación del interés por la virtud en la filosofía moral. Entre las doctrinas actuales disponibles, la ética de la virtud ocupa un lugar importante como una alternativa ética diferente. Una muestra de este renovado interés por la virtud, es el enorme material bibliográfico de tipo divulgativo sobre virtudes.
A continuación presentaremos sucintamente las principales posturas vertidas en el debate, contrastando los dos puntos de vista que, en general, son asumidos: uno, más centrado en los intereses y tendencias del sujeto agente, y otro, que pone el acento sobre aspectos más objetivos, en particular sobre el deber moral.
La mayoría de las propuestas estudiadas están plasmadas en ensayos cortos que, aunque agudos y sugerentes, no ofrecen una teoría elaborada y sistemática. De ahí que sea un debate muy ramificado, en el que se discuten diversas cuestiones, como el concepto mismo de virtud, sus relaciones con el sentido del deber, la cuestión de las tendencias como principios de la conducta, etc., con la consiguiente dificultad para delimitar los términos debatidos. Resulta difícil también dilucidar el pensamiento acabado de los autores, lo que conduce a extraer en varios casos sólo aproximaciones u observaciones interesantes, pero aisladas,
Los inicios del presente debate se remontan a finales de los años cincuenta y, aunque se limita al ámbito anglosajón, tuvo repercusiones en el área germánica e italiana.
Ya desde el primer párrafo de su famoso ensayo Modern Moral Philosophy, Elizabeth Anscombe adelanta su propuesta: abandonar los conceptos de obligación moral y deber moraly de lo que es moralmente correcto e incorrecto, así como el sentido moral del verbo “deber”. Subraya, como vemos, las palabras “moral” y “moralmente”, para indicar que no se refiere al sentido ordinario de los términos “debe” y “obligación”. Su objeción está dirigida solamente a cierto uso de estos términos, el que ella llama “el sentido moral”. Explícitamente señala que términos como “deber”, “tener necesidad de”, en su sentido habitual, son indispensables en el lenguaje común. De hecho, no casualmente escribió: “Los conceptos de obligación y deber,deben ser rechazados...”[2].
El “sentido moral” del verbo deber que Anscombe pretende extirpar de la ética, es aquel en el cual el deber se impone como una sentencia inapelable sobre la acción, sin el soporte de un marco conceptual que le dé fundamento. Usado en este sentido —señala Anscombe—, el “deber” se convierte en un término de simple fuerza “mesmérica”[3], sin ningún contenido inteligible. Se convierte en una palabra que conserva la sugestión de fuerza, que es apta para ejercitar un fuerte efecto psicológico, pero que no significa un concepto real[4].
Anscombe responsabiliza al cristianismo y sus nociones éticas tomadas de la Torah, de la difusión de la ética legalista. Como consecuencia del predominio del cristianismo por siglos —señala—, conceptos como “estar obligado a”, “estar permitido” o “estar excusado”, arraigaron profundamente en nuestro lenguaje y en nuestro pensamiento[5].
Matizando esta afirmación, es necesario aclarar que la visión legalista de la moral no es una característica propia del cristianismo en sí mismo. Obedece más bien a una cierta manera de enfocar la moral cristiana desarrollada en la Teología a partir del siglo XIV, que reflejaba pobremente el ideal cristiano de conducta. El cristianismo desde sus orígenes estuvo basado en la ley del amor y en la persona de Jesucristo.
Para Anscombe, no es posible mantener la concepción legalista de la moral fuera de la convicción que le daba sentido: la creencia en un Dios legislador. Efectivamente, a causa de la secularización, especialmente en el ámbito anglosajón, la fe en Dios casi ha desaparecido. En consecuencia, las nociones de “deber”, “obligación”, “estar obligado por la ley”, aunque fuertemente arraigadas en el lenguaje moral, han perdido su fundamento y, por consiguiente, no les queda sino desaparecer. Es como si la noción ‘criminal’ —ejemplifica Anscombe— debiese permanecer a pesar de que las leyes y las cortes criminales hayan sido abolidas y olvidadas[6].
Las nociones de “obligación” y “deber” han perdido su contexto originario de la creencia en Dios y en una ley divina; son sólo un resto del progresivo proceso de secularización protestante de la moral[7]. Sobreviven gracias a que han sido investidas de una fuerza peculiar, por la cual se dice actualmente que son usadas en un sentido moral, pero que resulta precaria desde que el concepto de ley divina fue trastocado entre los protestantes en el tiempo de la Reforma[8].
Asimismo —prosigue Anscombe—, por ser heredera de la noción de “ilícito” o de “lo que hay obligación de no hacer”, la expresión “moralmente” correcto o incorrecto debe ser rechazada. Es, como las anteriores, una heredera que se ha quedado sin la familia de la cual surgió, carente de algún contenido en sí, sólo una fuerza constrictiva puramente psicológica y vacía[9].
Después de haber mostrado la conveniencia de abandonar estos términos, Anscombe propone volver a la ética aristotélica de las virtudes. Adoptar esta postura significaría una notable mejora, porque en vez de preguntarnos en cada situación por lo “moralmente incorrecto”, iríamos directamente al centro de la cuestión moral, preguntándonos por un género como “mentiroso”, “impúdico”, o “injusto”[10].
Anscombe es sin duda la más radical opositora del deber en la moral. Las restantes propuestas de la ética de la virtud no persiguen que se elimine el concepto del lenguaje moral. Proponen más bien una mayor atención al sujeto agente y en concreto a la noción de virtud, dejando el deber moral en segundo plano.
Uno de los trabajos más importantes en esta línea crítica de la ética del deber pertenece a Michael Stocker, profesor de Ética Filosófica en la Syracusse University, New York, conocido por haber aplicado a la ética moderna una categoría perteneciente a la patología psiquiátrica: The Schizophrenia of Modern Ethical Theories[11]. En este ensayo sostiene que las teorías éticas modernas han fracasado porque centran su atención sólo en las razones[12], en aquello que justifica, y no prestan atención a los motivos y estructuras motivacionales de la vida ética.
Una señal de una vida buena es la armonía entre los motivos y las razones o justificaciones del individuo. No moverse por lo que uno cree bueno, bello, recto, hermoso, etc., implica una enfermedad del espíritu. Y no valorar lo que mueve a uno implica también una enfermedad del espíritu. Tal enfermedad puede ser llamada con propiedad esquizofrenia moral porque existe una ruptura entre los motivos y las propias razones[13]. Si quisiéramos llevar una auténtica vida buena deberíamos movernos por nuestros mejores valores y valorar lo que nuestros motivos buscan. Tal armonía —concluye— es un signo de vida buena[14].
La falta de preocupación por lo que motiva internamente la acción lleva a centrarse sólo en lo que es correcto u obligatorio, a fomentar la impersonalidad y la exterioridad. Para la ética del deber no existe la exigencia de la armonía entre razones y motivos, de suerte que entre realizar lo correcto o cumplir lo obligatorio y los motivos para hacerlo no existiría ninguna correspondencia. Por ejemplo, para la ética deontológica, habría la obligación de cumplir las promesas porque es un deber hacerlo, no siendo pertinentes motivaciones como la lealtad al amigo o el miedo a perder la buena fama.
En este punto de vista legalista, Stocker encuentra al menos dos problemas: el primero es una cuestión de armonía: ¿qué clase de vida podría tener la persona que cumple sus deberes pero nunca o raramente desea realizarlos? El segundo es que “deber”, “obligación” y “lo correcto” son sólo una parte —una muy pequeña parte— de la ética. Antes interviene el significativo aspecto de la bondad moral, del mérito, de las virtudes y de las relaciones personales e interpersonales[15].
Para mostrar los extremos tan absurdos a los que puede llegar la ética del deber, Stocker nos pide imaginarnos la situación de un enfermo que recibe la amable visita de un buen amigo en el hospital: “Estáis muy aburridos y cansados cuando Smith llega por fin. Entonces estáis más que nunca convencidos de que es un buen compañero y un amigo de verdad, al tener que haber invertido tanto tiempo para venir a animaros, teniendo que cruzar toda la ciudad, etc. Os mostráis muy emocionados al agradecer y alabar su comportamiento, y entonces él se excusa diciendo que siempre intenta cumplir con su deber, con lo que piensa que es lo correcto. Os dice que no es esencialmente por vosotros por lo que ha venido a veros, ni porque seáis su amigo, sino porque piensa que es su deber, sea como cristiano, como comunista o cualquier otra cosa; o simplemente porque no conoce a otro que necesite ánimo y que sea más fácil de animar”[16].
Con este ejemplo, un poco extremo, ilustra Stocker cuán desatinada resulta la “sobre-concentración” de la ética en el deber y la obligación. De esta lógica, se sigue naturalmente que no vengan consideradas la motivación o las relaciones entre motivos y valores de los hombres. De este modo, la ética del deber debe necesariamente sobrevivir dentro de este estado de esquizofrenia entre razón y motivos, ofreciendo sólo una empobrecida vida moral, una vida profundamente deficiente de lo que es realmente valioso. Para el que quiera llevar una vida moral, resulta imposible actuar con la lógica de estas teorías, porque se vería forzado a reprimir sus motivos personales[17].
Aunque no menciona expresamente las virtudes, Stocker finaliza afirmando que lo que en el fondo falta en estas teorías es la atención a la persona, el amor, el cariño, la amistad, el compañerismo. La excesiva atención a las razones exteriores y obligatoriedad de ciertas leyes ha provocado que la persona como poseedora de valores en sí pase a segundo plano[18].
Desde su aparición, el ideal moral kantiano del imperativo categórico tuvo y sigue teniendo muchos simpatizantes. Pero tampoco han faltado las críticas a esta forma de concebir la moral. Una de las voces que se alzaron reclamando que la moralidad no puede ser reducida a cumplir el deber por el deber, fue la de Philippa Foot[19]. Uno de sus ensayos más conocidos es el publicado en 1972 con el nombre de La moral como sistema de imperativos hipotéticos[20].
Foot examina los escritos de Kant sobre la moralidad y muestra que “imperativo” significa una sentencia en el sentido de que algo debe ser hecho o que podría ser bueno hacerlo. Pero lo que esta autora principalmente cuestiona es la diferencia establecida por Kant entre imperativo categórico e imperativo hipotético, que conduce a definir la conducta moral como aquella que es realizada sólo y exclusivamente por deber[21].
El imperativo categórico es el que presenta la acción como objetivamente necesaria en sí misma, sin referencia a otro fin; de modo que, por ser racional, toda persona racional debería seguir. De esta manera una regla es categórica por la necesidad absoluta con que se impone, no con una fuerza física, ni motivadora, sino sólo justificante. Por su parte, el imperativo hipotético se refiere a una acción que es medio para un fin y que se debe realizar si el sujeto está interesado en alcanzar el objetivo final. Es por tanto un deber que está basado en un interés[22].
Con esta distinción, Kant contrasta el actuar por deber y el actuar por inclinaciones o intereses particulares. De manera que los juicios verdaderamente morales serían sólo los imperativos categóricos. Al describir los juicios morales como no-hipotéticos —es decir, categóricos—, Kant otorga al término “deber” una especial dignidad y necesidad, que no puede respaldar[23].
La crítica de Foot está dirigida al concepto de imperativo categórico en tanto que prescribe deberes que se fundamentan por sí mismos, sin atender a ningún interés particular del agente. Foot rechaza esta desvinculación entre la acción moral y el interés del sujeto agente. Tarde o temprano surgirá en él la pregunta inexorable: “¿Qué razones tengo para actuar de ésta manera?” o “¿Cuál es la necesidad de un imperativo que dicta un deber desvinculado de intereses particulares?”[24].
Si se usa el término “deber” en sentido categórico, entonces —postula Foot— una norma moral sería igual que una norma de etiqueta de un club social, porque en caso de ser ignorada o simplemente no valorada, la norma no fracasaría en su aplicación, permanecería igual, independientemente de la actitud del individuo hacia ella. Entonces no habría razón para afirmar que la regla ‘estaba equivocada’ —o que responde a la verdad—, o que era injusta —o que no lo era—: la regla es la regla, y lo único que cabría hacer al respecto es seguirla o rehusar seguirla, ignorarla[25].
Los juicios morales entendidos como imperativos categóricos no tendrían mejor fundamento que las normas de etiqueta, porque la gente puede seguir ambas —las de moralidad o de etiqueta— sin preguntarse por qué deben hacerlo, pero pueden igualmente no hacerlo. Podrían exigir razones y podrían también razonablemente negarse a seguir ambas si las razones no son fundadas. Más adelante Foot admite, sin embargo, que entre las normas morales categóricas y las normas de etiqueta habría una diferencia: las primeras son, o parecen ser, más “estrictas” o “rigurosas” que las reglas de etiqueta[26].
Pese a que carece de la conexión con los deseos e intereses del agente, el “deber” —para los kantianos— quedaría justificado, porque sólo necesitaría el fundamento de la propia norma. Éste es el uso de “deber” que Foot cuestiona, fruto de una tradición de enseñanza que lo asume en su sentido categórico[27]. Y que representa una forma de ver los juicios morales totalmente destructiva de la moralidad, porque nadie podría actuar moralmente a menos que aceptase que ellos mismos presentan razones para actuar de determinada manera[28].
Para ella los imperativos de la moral son más bien hipotéticos, en cuanto son prescripciones de algo que debe ser hecho en función de un fin determinado, según los intereses del sujeto agente. De esta manera, un auténtico comportamiento moral, y sus juicios, reglas e imperativos subsecuentes, deben su interés y su fuerza no al “debo” incondicional, propio del imperativo categórico, sino a un acto de decisión libre del sujeto, producido a su vez por una propensión hacia las cosas consideradas “buenas”, como la justicia o la beneficencia.
Junto con Anscombe, Foot es una de las autoras que opinan que la filosofía moral debe tener como punto de partida una teoría de virtudes y vicios[29].
Desde esta perspectiva, el valor que tiene el acto considerado moral se debe a que es adoptado espontáneamente, sin la coacción de ningún “debo”. En suma, un acto no es realmente moral si se adopta sólo porque corresponde a una norma categórica; es realmente moral porque se adopta en virtud de alguna especie de “devoción”[30].
Con estas consideraciones, Foot no propone una moral desprovista de rigor y de seriedad, ni plantea una moral sin obligación, como si no hubiera nada moralmente obligatorio. La “devoción” de la que habla no es el resultado de impulsos irracionales. Negar el carácter categórico de los juicios (normas, reglas, imperativos) morales, no implica negar la posibilidad de proporcionar razones para adoptarlos. Foot no persigue que se elimine el “deber” en la moral, sino sólo su consideración como imperativo categórico. El “deber” es un imperativo hipotético: “Por supuesto que Kant alegaría —escribe— que trato a los hombres como si fuesen voluntarios en el ejército del deber, y esto es exactamente mi idea”[31].
Como era de esperar, las reacciones a la propuesta de Anscombe de abandonar la noción de deber no tardaron en aparecer. Las posturas que reivindican la necesidad del deber en la moral son muy variadas, pero detrás de todas encontramos la convicción de que el deber es el principal elemento moral, y la tesis de que la moral combina tanto la virtud como el deber.
Algunos explican toda esta reacción contra el concepto del deber como consecuencia de haber entendido mal lo que significa “actuar por deber”. En opinión de Baron, muchas veces el término “deber” es asociado a requerimientos incondicionados provenientes de instituciones sociales o de normas moralmente dudosas, de manera que una persona empeñada en cumplir con su deber podría parecer irracional[32]. Si se entiende “actuar por deber” en su sentido coloquial, resulta evidente su rechazo. De aquí que los intentos de la ética deontológica vayan principalmente dirigidos no tanto a cuestionar la virtud como tal, sino más bien a tratar de resaltar las bondades del verdadero “actuar por deber”.
Pasaremos ahora a ver cuáles son las principales acusaciones de las que se defiende la ética deontológica y los argumentos para rechazarlas. No buscamos analizar a fondo cada una de las cuestiones, sino sólo describirlas brevemente. Veremos cómo muchos de los problemas son inexistentes en una adecuada teoría ética y otros son el producto de malentendidos o de posturas radicales de la virtud.
Hay quien opina que en realidad Anscombe no tenía la intención de prescindir del deber moral, sino que simplemente lo expuso desde el punto de vista de una persona virtuosa. Si Anscombe dice que es necesario reemplazar “moralmente incorrecto” por “mentiroso” o “impúdico”, es lo mismo decir que la persona debe ser sincera y casta, y que la “mentira” y la “incontinencia” sonmoralmente incorrectas, porque las buenas personas no realizan tal tipo de actos[33].
Efectivamente parece bastante extrema la pretensión de prescindir del deber en la filosofía moral. Ni siquiera los más convencidos defensores de la virtud como Foot, comparten la propuesta de Anscombe. El planteamiento de Foot no incluye prescindir del deber moral, sino más bien subordinarlo a los deseos e intereses.
Uno de los autores que más cuestiona la recomendación de Anscombe de abandonar la noción “deber” es Frederick S. Carney[34]. ¿Qué podemos hacer —se pregunta— con la noción de virtud en la ética que no podamos hacerlo con la noción de obligación?[35]. Citando varias escenas de la Sagrada Escritura, como la parábola del buen samaritano, muestra que efectivamente para interpretar mejor muchos aspectos de la vida moral la noción de virtud parece ser más adecuada que la de obligación. Pero esto no nos puede conducir a prescindir de este concepto. Aunque la ética cristiana no sea primariamente una ética de la ley, combina las nociones de obligación y de virtud[36].
Para Carney, la virtud cristiana no es la de Aristóteles, sino sobre todo una noción “relacional” que consiste, por un lado, en la aceptación de uno mismo como persona que constantemente actúa mal y, por otro, en la recepción de una nueva vida en el Espíritu en la cual uno es liberado de la culpa. El hombre, entrando en una relación de confianza y obediencia con Dios, restaura —a través de la virtud— su verdadera humanidad[37].
La noción de virtud de Carney es más bien espiritual, dentro del contexto de la relación con Dios por la gracia, lo que amplía todavía más los límites del debate. No obstante, Carney no duda en afirmar que la ética cristiana es una ética de obligación. No ciertamente en el sentido de constricción, sino como un consentimiento del individuo a someterse a determinadas pautas en una relación no coercitiva con un Ser sumamente bueno y sabio. Entrando en esta amistad con Jesucristo hacemos nuestra su causa de sostener y renovar el mundo, y esto es lo que reflejan nuestras pautas morales[38].
Por su parte, Marcia Baron[39] opina que no se puede cultivar la virtud sin sentido del deber, oponiéndose completamente a las afirmaciones de Foot. Según Baron, para ser virtuoso no basta actuar según los deseos, sino que antes se deben valorar las cosas como dignas de ser deseadas, como algo que uno tiene obligación de desear. Si esto es así, existe una obligación de ser virtuoso[40]. En este punto Baron parece intuir lo que, según veremos más adelante, es el aspecto preceptivo del bien. Intuye efectivamente que el sujeto, cuando desea algo después de valorarlo como bien, ya no sólo desea algo, sino que el objeto se le presenta como una meta a alcanzar. Actúa no sólo por un deseo de ser virtuoso, sino por el sentido de la obligación de ser virtuoso.
En efecto, parece fundada la denuncia de que la importancia del deber moral no es percibida adecuadamente por la ética de la virtud. Se prescinde de él para subrayar los deseos o tendencias humanas, pero la experiencia del sentido del deber, que surge después de que el sujeto ha valorado algo como digno de ser perseguido, es ineludible y por consiguiente debe ser parte de la consideración moral.
La mayoría de las voces que se alzan en defensa del deber moral proponen a la vez una consideración conjunta de ambos conceptos. William Frankena recalca que “las virtudes sin los principios son ciegas, mientras que los principios sin las virtudes son impotentes”. Por ello, en una ética de la pura virtud, las virtudes sin ningún “moralismo” no serían suficientes[41].
A pesar de que en la defensa del deber no desechan la virtud, puede apreciarse que ambas posturas entienden el deber y la virtud, si no como contrapuestos, como incompatibles; como dos motivaciones distintas. Los autores de la ética del deber conceden que ciertas características de algunos modos de actuar por deber merezcan ser rechazadas, pero piensan que de ninguna manera se puede abandonar la obligación moral y el sentido del deber del sujeto agente. Es más, todos sus intentos están orientados a determinar qué concepciones del deber y qué formas de actuar por deber son los constitutivos de la persona moral[42].
Se ha cuestionado también la tesis de Anscombe de que el concepto de obligación tendría sentido sólo en un contexto de fe en un Dios legislador y en una ley divina. Para los interlocutores de Anscombe, el deber u obligación moral tendría cabida aunque el agente no fuese creyente.
En este sentido, Carney relativiza la distinción de Anscombe entre el sentido moral de “deber” —asociado a la noción de obligación moral— y su sentido ordinario, recogiendo más bien la distinción de Hart entre actuar por el requerimiento de una coerción externa (“ser obligado a”) y responder a una pauta moral (“es obligatorio x”) a la cual uno mismo ha consentido explícita o implícitamente[43]. De esta manera, por ejemplo, cuando alguien da su palabra queda “obligado” por ella moralmente, aunque esté fuera del contexto de un Dios Legislador. Por tanto, el verbo “deber” podría usarse para referirse a cualquiera de los dos sentidos, y la propuesta de Anscombe para aplicarlo sólo en su sentido ordinario sería entonces excesiva.
Asimismo, la expresión “estar obligado a” puede contener significados muy relevantes, dependiendo de la pauta a la que el sujeto voluntariamente haya decidido someterse. Sería entonces equivocado sostener —como lo hace Anscombe— que la noción de obligación, fuera del contexto de un legislador divino, está desprovista de contenido significativo[44].
Carney reconoce, sin embargo, que quedan varias cuestiones por resolver, como, por ejemplo, bajo qué condiciones se obliga uno a seguir la pauta; o qué cambios pueden sobrevenir en la obligación; o hasta dónde se extienden los contenidos de las pautas morales radicadas en las características básicas de la naturaleza humana. Para la solución de estas cuestiones remite a diversos teólogos.
La persona que cumple su deber merece sin duda una alabanza. De alguna manera se puede postular que una sociedad armónica tiene como uno de sus pilares el respeto de todas las obligaciones de justicia y de las normas de comportamiento social, para las cuales importa menos la motivación que la conducta concreta. Es indispensable el cumplimiento de unos mínimos. Pero la persona que se limita a cumplir con su deber ¿puede llegar a ser una persona moralmente excelente? Esta es una de las más importantes cuestiones que la ética de la virtud recrimina a la ética deontológica: una doctrina centrada en cumplir el deber moral es una moral minimalista. La razón es que para ser una buena persona no basta cumplir las obligaciones, es necesario —afirman los difusores de la virtud— que tanto su motivación como su conducta exterior estén orientadas a buscar la excelencia, la vida buena. La ética deontológica no busca infundir en las personas una preocupación por los demás, y en el fondo estaría destinada a mantener un determinado estado de bienestar y paz, en el que quedan relegados a un plano estrictamente privado valores que trasciendan los deberes, como la amistad, el perdón, etc.
Baron sale al paso de este reproche diciendo que el motivo del deber no tiene nada que ver con el cumplimiento de mínimos, como si la persona que actuase por deber no tuviese ninguna preocupación por los demás y cumpliese sus deberes sólo en vistas de evitar algún tipo de sanción. El cumplir el deber no se puede identificar con la buena obra del día del boy scout. Baron distingue entre lo moralmente recomendable (ceder la cola en la caja del supermercado a quien tiene una compra pequeña por ejemplo) y lo moralmente requerido. Para que el motivo del deber no caiga bajo el cargo minimalista, Baron explica que la persona que actúa por deber, “en el sentido en que el deber está siendo defendido, es movida tanto por la consideración de lo que es moralmente requerido como de lo que es moralmente recomendado. Más aún, está comprometida a ser movida por ambas consideraciones”[45].
Extendiendo el ámbito del deber hacia las acciones morales simplemente recomendadas, Baron intenta salvar la objeción del minimalismo. Sin embargo, resulta difícil entender cómo pueda concebir esta distinción. Al decir que el deber incluye también lo moralmente recomendable, parece contradictoria la distinción, puesto que por su mismo nombre las acciones morales “recomendadas” conducen a pensar en la posibilidad de ser obviadas sin que esto represente culpa alguna para el agente.
Veamos ahora uno de las acusaciones más graves que se han hecho a la ética deontológica: el actuar por deber es una conducta esquizofrénica y alienante, y como tal moralmente repugnante[46]. Detrás de esta idea late la convicción de que actuar por la motivación del deber falsea el comportamiento referido a los demás, y que consiguientemente debe ser excluida de la moral. Nos referimos en concreto al ensayo de Stocker en el que ejemplifica lo repulsivo que resulta la conducta de una persona que visita a su amigo enfermo sólo porque piensa que es su deber.
Baron realiza un profundo análisis y se extiende todavía más en el ejemplo de Stocker con el fin de demostrar que el motivo del deber bien entendido muchas veces puede ser signo de y a la vez reforzar una sólida amistad.
Definitivamente, tal como Stocker plantea el ejemplo, a nadie le gustaría recibir una visita de este tipo. Sin embargo hay muchas maneras —que Stocker no considera— en las cuales la conducta de Smith (el sujeto que realiza la visita en el ejemplo) no resulta censurable. Stocker imagina el caso en el cual Smith no tiene ganas de visitar a su amigo enfermo y a pesar de todo lo hace porque piensa que es su deber, sea como “compañero cristiano, comunista” o republicano, etc. Pero la situación es radicalmente distinta si Smith piensa que es su deber visitarlo como amigo[47]. Stocker parece pensar —apunta Baron— que cuando una persona es motivada en una circunstancia particular —como la falta de ganas o con alguna dificultad de por medio—, a hacer algo por su amigo por deber, esta persona no actúa como un verdadero amigo. El ejemplo de Stocker parece decir que uno que actúa movido por el deber no es verdadero amigo[48].
El problema que apunta Baron es que la concepción del deber de Stocker conduce a pensar el motivo del deber como excluyente de toda inclinación a hacer lo que uno previamente ha valorado como su deber. Baron alega que es posible realizar algo por sentido del deber y a la vez sentir el deseo de realizarlo. El deber y las inclinaciones no necesariamente son antagónicos. Cuando se actúa por deber se puede sentir una motivación adicional que sin duda mejora la acción, pero igualmente se debe actuar por amistad aunque no se sienta inclinación o deseo de hacerlo. El motivo del deber es importante especialmente cuando no existe inclinación alguna o cuando el sujeto debe enfrentarse a una fuerte inclinación en sentido contrario[49]. El debate en torno al sugerente ejemplo de Stocker es sin duda interesante, pero Baron lleva el ejemplo todavía más allá y plantea situaciones extremas en la pretensión de reivindicar el motivo del deber.
Así entendido, para Baron, el motivo del deber no tiene nada que ver con la hipocresía o la corrección formal. Todo lo contrario, muchas veces el motivo del deber es ocasión de crecimiento en la virtud, siempre y cuando sea entendido no sólo como lo que es moralmente requerido, sino también como lo que es moralmente recomendado. De esta manera el motivo del deber no sólo coexiste con el de la amistad, sino que enlaza con él, lo protege contra tentaciones que lo desvían, y lo robustece induciendo a desarrollar todas las disposiciones que constituyen una auténtica amistad[50].
No obstante, Baron reconoce que ciertas formas de actuar por deber podrían ser alienantes o esquizofrénicas. Es cierto que en alguna circunstancia uno pueda sentirse extrañado si sus amigos anteponen las consideraciones morales arriba mencionadas a sus deseos o inclinaciones, pero de ahí a decir que actuar por deber es esquizofrénico media un largo trecho[51].
A pesar de su contundencia, los argumentos de Foot no han convencido a los moralistas que defienden la dimensión categórica de la moralidad. Uno de ellos, Frankena, contesta a Foot, afirmando que el agente moral que propone puede ser admirable: el hombre que ama a los demás, que ama la verdad y la libertad, etc. Sin embargo, si cuando actúa no reflexiona en el sentido de que lo que hace es moralmente bueno, correcto, o su deber, entonces no puede ser un hombre propiamente moral. Para actuar moralmente no basta actuar por buenos sentimientos, deseos o intereses, como el sujeto ideal de Foot. Todas estas cualidades del carácter pueden ser laudables desde un punto de vista estético o social: un hombre así, sin duda nos causará una grata impresión, pero si no se mueve por imperativos categóricos, es decir, por juicios normativos no-hipotéticos, su comportamiento no es realmente moral[52].
En este sentido, Frankena considera que los juicios categóricos son los que proporcionan la moralidad. Es cierto que otras motivaciones pueden agregarse e incluso venir bien para hacer más placentera la conducta, pero la única forma de actuar moralmente es conduciéndose por este tipo de juicios. Reconoce incluso que el hombre que propone Foot —aunque no deja de ser un poco imaginario— puede ser mejor, pero en todo caso no es moral[53].
Encontramos más argumentos pro-hipotéticos de Philippa Foot en Una respuesta al profesor Frankena[54], aunque en el fondo la cuestión sigue siendo la misma: para Frankena y Baron la moralidad, desde el punto de vista propiamente moral, se funda en la obligatoriedad; para Foot, se funda en la adhesión provocada por cierta devoción hacia un bien.
A pesar de que la ética de la virtud ha cobrado muchos seguidores, no ha estado exenta de cuestionamientos, especialmente desde el consecuencialismo y deontologismo, muchos de ellos fundados y otros no tanto.
Veremos especialmente cómo la concepción de Foot de las virtudes como intereses por ciertos bienes objeto de deseo, ha provocado la mayoría de las críticas. Foot descarta por alienante cualquier motivación del deber en la conducta. Para ella, la única referencia de las disposiciones virtuosas al deber es en cuanto imperativo hipotético, es decir, en cuanto medio para alcanzar determinados bienes.
A continuación veremos los principales defectos que los filósofos encuentran en la exposición de la ética de las virtudes.
Una de las primeras dificultades que se encuentra el que desea investigar sobre la ética de la virtud es la falta de exposiciones sistemáticas y bien desarrolladas sobre la virtud y su intervención en las acciones morales. Esta carencia se debe —señala Robert B. Louden, profesor de Filosofía Moral en University of Southern Maine— a que la mayoría del trabajo sobre la virtud ha sido realizado con un empuje más bien negativo que positivo. Parecería que su primer objetivo ha sido criticar las perspectivas deontológicas y consecuencialistas, dejando de lado la preocupación por elaborar una literatura precisa y positiva de esta postura[55].
En las propuestas de la moderna ética de la virtud podemos encontrar variadísimas definiciones de tal concepto. Mientras unos, como MacIntyre, apuntan a un intento restaurador de la virtud entendida como la formación de excelencias sociales dentro de la polis, Foot la relaciona directamente con los intereses y la satisfacción de los deseos. Para Murdoch la virtud implica una especie de obediencia a la realidad de las cosas mismas. Las distintas propuestas de restablecimiento de la virtud difieren en gran medida unas de otras, especialmente en el campo filosófico. A pesar de que se ha citado mucho a Aristóteles y a Santo Tomás, ninguno de los interlocutores del presente debate ofrece una exposición convincente.
Por otra parte, el concepto de virtud ha perdido su sentido de cualidad que posibilita y perfecciona el actuar humano. En el lenguaje coloquial, en la mayoría de los casos, se le relaciona con las exigencias de la templanza[56].
En opinión de Janet Smith, el problema con el concepto de virtud va más allá de simples malentendidos en el lenguaje coloquial. El concepto clásico de virtud encuentra su fundamento en una metafísica que hoy ha sido abandonada. Por consiguiente, la recuperación de este concepto fuera de su contexto conlleva enormes dificultades conceptuales, no simplemente terminológicas[57].
En el intento de cada uno de los autores de dar una definición de la virtud, sin un adecuado marco conceptual filosófico, es comprensible que surjan tantas discordancias y hasta contradicciones. De este modo, los intentos de restauración del concepto clásico griego de virtud muchas veces presentan —en frase de Louden— un “aire anticuado y confuso” que hace necesario realizar una investigación terminológica previa, para distinguir su forma conceptual o para inferir conclusiones a partir del reducido número de ejemplos disponibles[58].
Si se intenta dar cuenta de la virtud extrayéndola de su verdadero contexto antropológico es fácil que se la reduzca a un mero elemento cooperante del actuar. Foot, a pesar de citar a Santo Tomás, construye una noción de virtud completamente distinta a la del Aquinate. Por ejemplo, una de sus conclusiones más cuestionadas, también por algunos defensores de la virtud, es la posibilidad de que actos de la virtud como la valentía, la templanza o la laboriosidad, puedan ser desplegados también en acciones criminales[59]. Para Smith es esta forma coloquial de concebir la virtud la que conduce Foot a tales conclusiones, porque parece no distinguir la valentía de la impasibilidad como habilidad para superar el miedo con la finalidad de lograr determinado objetivo[60].
El recurso a un lenguaje coloquial para desarrollar una teoría de la virtud, sin una base metafísica y antropológica seria, acarrea confusión, y la consiguiente dificultad con que se encuentran los filósofos para poder superar determinados conflictos, como la reducción de la virtud a una capacidad instrumental que facilita el actuar, o la posibilidad de conflicto entre dos virtudes. En esta circunstancia, resulta válida la demanda de Anscombe a la ética moderna de desarrollar previamente una elaboración psicológica y antropológica seria, sobre la que se pueda dilucidar el concepto de virtud en sentido aristotélico.
Desde el punto de vista kantiano de Baron, el sujeto agente, tan estimado por la ética de la virtud, es incapaz de actuar moralmente a menos que posea un fuerte sentido del deber. Las observaciones de Baron van dirigidas especialmente contra el sujeto agente virtuoso caracterizado por Foot como aquel cuyo criterio de conducta está centrado en los deseos, intereses e inclinaciones. Tal sujeto no es capaz de distinguir entre lo que quiere o desea y los valores que realmente merecen ser perseguidos, es decir, no tiene sentido del deber[61]. Si una persona actuase realmente así, no sería —en opinión de Baron— un agente moral propiamente dicho. Porque para ser agente moral se debe tener la capacidad de distanciarse de los deseos primarios de uno mismo para valorarlos y jerarquizarlos en base a un fin de nivel superior. El agente moral que presenta Foot es incapaz de realizar esto y, por tanto, su conducta no puede ser conducta moral[62].
Para Baron esta capacidad de evaluación de lo que merece verdaderamente realizarse, convierte al agente en un sujeto que valora en sentido fuerte (strong evaluator), que juzga con objetividad los valores morales, apartándose de sus deseos. La conducta moral requiere esta capacidad del hombre de “volver sobre sus pasos” en sus perspectivas particulares, valorarlas adecuadamente y preguntarse a sí mismo: “¿Es bueno para mí hacer esto?”[63].
Las objeciones de Baron son válidas si atendemos al sujeto agente que ella propone, sin embargo en la ética de la virtud existe un criterio fundamental que orienta todo el actuar moral y que, efectivamente, Foot pasa por alto: la búsqueda de la Vida Buena. Baron lo reconoce al señalar que la posición de Foot se aleja radicalmente del sujeto agente presentado por Aristóteles, como un hombre que delibera no solamente sobre acciones concretas sino con relación a la vida buena en general[64].
Otro de los defectos que se atribuyen a la ética de la virtud es que en ella se exalta de tal modo la virtud que parece que ésta no tuviese vínculo alguno con el bien o con la rectitud moral de los actos. Efectivamente, algunas de las posturas más radicales, llamadas de la pura virtud, sostienen que al menos algunos juicios sobre la virtud pueden ser considerados válidos independientemente de cualquier referencia al juicio sobre la rectitud de las acciones. Sería la antecedente bondad de los rasgos del carácter la que determinaría la rectitud moral de cualquiera de los actos de la virtud[65]. Igualmente, Foot no relaciona la virtud con la bondad moral de las acciones, y se limita a decir que la verdadera persona virtuosa no actúa por deber, sino según sus “deseos” e “intereses”.
Esto llama la atención sobre uno de los problemas que se presenta a los estudiosos de la virtud cuando quieren afirmar la relación estrecha entre virtud y bien: si tal concepción de virtud se puede describir de forma independiente de cualquier referencia al bien moral y viceversa.
En efecto, en el intento de recuperar la centralidad de la virtud, muchos no advierten el vínculo de ésta con el bien. Frankena les reprocha que si no se atiende al bien hacia el cual se dirigen las virtudes, una virtud como la caridad se entiende sólo en un sentido psicológico, que en sí mismo ya no es ni moral ni normativo. El amor así concebido pasa a ser una cierta disposición que puede ser asumida como un objetivo, pero que ya no es una pauta moral o un principio normativo[66].
Para entender lo absurda que resulta una ética de la pura virtud, Frankena proporciona el siguiente ejemplo: “Imaginad una madre que se mueve simplemente por amor a sus hijos y comparadla con una que se mueve por la convicción de que lo que realiza es moralmente bueno o al menos virtuoso. El de la ética pura del amor tomará como modelo a la primera madre en vez de la segunda. La suya es una ética del amor sin moralidad. Su concepción del amor no incluye ninguna referencia a lo que es moralmente correcto o bueno. Así, la primera madre podría decir que ha hecho algo equivocado porque ha herido los sentimientos de su hijo, sin pensar siquiera en su moralidad, pensado sólo que aquello fue un error desde el punto de vista del amor”[67].
Como vemos, la objeción está dirigida a una cierta forma de ver la virtud, como desvinculada del bien. Sin embargo, subrayar la interioridad, en modo alguno equivale a relativismo moral. Al respecto es interesante la observación que hace Hursthouse de que la ética de la virtud, a pesar de poner en primer plano la pregunta “¿qué tipo de persona debo ser?”, no ignora la pregunta “¿qué cosa debo hacer?”, porque toda virtud genera una dirección positiva (actúa justamente, gentilmente, valientemente, honestamente, etc.) y todo vicio una prohibición (no actúes injustamente, cruelmente, deshonestamente, etc.)[68].
En estrecha relación con la objeción anterior, los defensores de una postura ética volcada hacia la conducta exterior exponen la dificultad que se presenta, al centrar la atención en el carácter del agente, para la resolución de casos especialmente difíciles de resolver —los llamados dilemas éticos, no poco frecuentes en la ética—, o de cuestiones de ética aplicada.
Según Louden, debido a la naturaleza de las virtudes morales, se puede esperar un número limitado de soluciones de la ética de la virtud a los diversos dilemas éticos, porque explica los principios y formas de acción sólo de una manera “derivada”. Los deberes derivados son frecuentemente demasiado vagos para ayudar a personas que no hayan adquirido todavía la visión y sensibilidad moral que la virtud exige[69].
Baron denomina este defecto de la ética de la virtud el problema de la “adjudicación”. El sujeto que no actúe por sentido del deber, tendrá especiales dificultades en aquellos casos en los que se sienta atraído en dos o más direcciones contrapuestas. “¿Cómo sabrá lo que tiene que hacer en tal situación?” Se sentirá como tirado por fuerzas contrarias, pero no podrá salir de tal disyuntiva porque no contará con un punto de vista superior desde la cual valorar cada uno de sus “tirones virtuosos”[70].
Desde una perspectiva escéptica, algunos filósofos han apuntado la dificultad de que no se puede conocer con certeza quién es realmente el hombre virtuoso y quién el vicioso. Louden encuentra una dificultad para responder a la pregunta sobre la verdad moral del carácter en la relación no siempre necesaria, sino contingente, entre el carácter y la conducta externa[71]. Esta duda sobre la capacidad para conocer los motivos del comportamiento está en el centro de la postura kantiana y explica el recurso al sentido del deber como única alternativa de conducta moral.
Éste es, efectivamente, uno de los puntos centrales del debate entre quienes abogan por una mayor atención a la virtud y al carácter, y los que proponen una ética de las normas, cuyo objeto primario son las acciones concretas o el cumplimiento del deber. Para los primeros la moralidad no se agota en la conducta externa, sino que ésta es sólo un reflejo de los rasgos de carácter de la persona, que en el intento de buscar la vida buena realiza acciones concretas virtuosas. Esto es precisamente lo que contestan los segundos diciendo que si bien estos rasgos tienen una influencia importante sobre la conducta externa, los valores morales del individuo no son enteramente deducibles de sus acciones. Nunca podríamos conocer el valor moral del carácter de una persona solamente sopesando sus acciones[72].
Para algunos filósofos asumir la formación del carácter como lo esencial es una manifestación de “egocentrismo”, especialmente si se supone que la ética comprende también el interés por los demás. La ética de la virtud parecería descuidar o tener en menos la preocupación por los demás. Más aún si el motivo que tiene el agente para adquirir las virtudes es la formación del propio carácter.
Al respecto hay que decir que, en nuestra opinión, la centralidad de la formación del propio carácter no implica de ninguna manera el egoísmo o el egocentrismo. Porque la virtud se ubica en un esquema conceptual completamente diverso del sentido que tienen estas palabras. Contra la acusación de egocentrismo se enfrenta David Salomon —profesor de Ética Filosófica de la Universidad de Notre Dame—, afirmando que mientras el sujeto agente se empeña en adquirir las virtudes para su propia excelencia, éstas a la vez le llevan a preocuparse también por la excelencia de los demás[73]. Por otra parte, la ética de la virtud comporta también el cultivo de virtudes dirigidas a los demás como la caridad, la compasión, la amabilidad, etc.
La dramaticidad y complejidad de la experiencia moral es otra de las más duras objeciones al esquema de la moral basada en el desarrollo de las virtudes. Tal como es expuesta por sus difusores, daría la impresión de que la ética de la virtud entiende la vida moral como un desarrollo armonioso y feliz, sin tener en cuenta que ésta es mucho más compleja y difícil. La presentación de las virtudes pecaría de cierto simplismo, ingenuidad y utopismo.
Particularmente se ha llamado la atención sobre los siguientes aspectos que, en opinión de algunos autores, no son advertidos suficientemente.
Una de las observaciones que se hacen en este sentido es que se debe considerar la posibilidad de que en determinadas circunstancias las exigencias de las virtudes pueden ser contrarias entre sí. Mario Micheletti, profesor de ética en la Universidad de Siena, considera esta posibilidad como uno de los dramas de la ética de la virtud. “A pesar de la unidad sustancial de la virtud, sus exigencias pueden (no necesariamente deben) aparecer contrapuestas en sus aplicaciones particulares, haciendo difícil decidir y actuar con sabiduría en todas las situaciones, y también porque no se pueden excluir los dramas morales (situaciones en las que la indudable rectitud moral de la elección puede implicar nada menos que la dolorosa pérdida de cualquier valor moral)”[74].
Otra razón aducida por la ética del deber para preferir un modelo de ética basado en el examen de las acciones con independencia del sujeto agente, es que muchas veces las mejores personas eligen acciones moralmente incorrectas. En particular, Louden aduce que basta reflexionar un poco para darse cuenta de que todo ser humano es moralmente falible. La ética de la virtud, por su esquema conceptual fundamentado en la noción de persona buena, es incapaz de valorar adecuadamente los ocasionales e inevitables errores y debilidades que se presentan en el obrar humano de la persona que quiere ser buena[75].
Ligada a la anterior objeción se encuentra la mutabilidad del carácter moral del agente. Es también Louden quien apunta que las virtudes por ser hábitos adquiridos y no dones innatos, siempre están expuestas a perder eficacia por cualquier motivo. Con los años, señala Louden, o con alguna circunstancia adversa, uno puede experimentar cambios muy fuertes de carácter y perder o debilitar sus virtudes[76].
Éste sería un motivo para preferir que el examen moral recaiga exclusivamente sobre las acciones exteriores. Las virtudes y sobre todo su grado de desarrollo están siempre sujetos a cambio.
Por todas estas razones, Louden concluye que hay cierto utopismo detrás de los intentos de restablecimiento de la ética clásica. La comunidad de los hombres ya no es la misma que aquella sobre la que Aristóteles teorizó. Un intento simplemente restaurador de la virtud estaría condenado al fracaso porque no existe un acuerdo sobre el significado de la virtud y del carácter moral bueno.
Desde su perspectiva relativista y escéptica, Louden recurre al argumento del pluralismo de la sociedad actual, por el que se define a sí misma en términos de neutralidad moral y se considera liberada de cualquier tradición moral. Esta ausencia de un acuerdo sobre el ideal humano personal nos conduce a formas más legalistas de la moral. La sociedad contemporánea no presenta esa cohesión y unidad de valores que los teóricos de la virtud señalan como prerrequisito de una comunidad moral[77].
Como vemos, en esta objeción subyace una mentalidad relativista de los valores morales y de la existencia del bien moral para el hombre. La pluralidad y, en varios casos, la carencia de concepciones sobre el ideal humano, han sido los principales argumentos para oponerse al restablecimiento del estudio de las virtudes en la moral, en especial de aquellas que no estén directamente referidas al bien común.
Para algunos filósofos, la referencia a las virtudes no es suficiente para expresar la gravedad y la consiguiente prohibición absoluta de las denominadas acciones intrínsecamente malas. Las normas que prohíben la comisión de estos actos tienen que referirse a ellos de manera que los sujetos los perciban no sólo como malas sino como “intolerables”[78]. De aquí la importancia de que los moralistas deban recurrir a determinadas listas de actos para enfatizar el hecho de que algunos de ellos son completamente prohibidos. Pero no podríamos articular este sentido de absoluta prohibición de determinados actos refiriéndolos a simples patrones de conducta[79].
A. MacIntyre ha expresado su preocupación en este sentido insistiendo en la necesidad de que una lista de virtudes necesita ser completada con una lista de acciones absolutamente inadmisibles[80].
Finalmente, Frankena duda sobre la ortodoxia de la ética de la virtud. Jesucristo habría propuesto su ley del amor en forma de un deber, como un nuevo mandamiento, de manera que la ética de la virtud sería incapaz de servir para una formulación auténtica de la ética cristiana. De igual forma Cristo se refirió a determinadas acciones como malas o buenas en sí mismas, conceptos que —según este autor— la ética de la virtud no toma en consideración[81].
Esta acusación parte de la idea de que una ética fundada en las virtudes niega el valor del deber como categoría moral. Para Frankena, la virtud en cuanto privilegia la interioridad y la espontaneidad en el obrar, corre el riesgo de relativismo. Al parecer, Frankena vislumbra en el testimonio moral del Nuevo Testamento, sobre todo una moral de deberes, más que una moral de virtudes.
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Bernard WILLIAMS, Persons, Character and Morality, en Amelie O. RORTY (ed.), The Identities of Persons, Berkeley 1976, pp. 197-216.
NOTAS:
[1] Uno de los factores que intervienen decisivamente en la renovación de la Teología Moral católica obrada en el siglo XX, son las críticas de inmovilismo que se le dirigieron desde el ámbito de la filosofía moral no católica. Cfr. E. MOLINA, La Encíclica “Veritatis splendor” y los intentos de renovación de la Teología Moral en el presente siglo: «Scripta Theologica» 26 (1994/1) pp. 123s.
[2] “The second (thesis) is that the concepts of obligation, and duty —moral obligation and moral duty, that is to say— and of what is morally right and wrong, and of the moral sense of “ought”, ought to be jettisoned if this is psycologically possible; because they are survivals, or derivatives from survivals, from an earlier conception of ethics which no longer generally survives, and are only harmful without it”. G.E.M. ANSCOMBE, Modern Moral Philosophy, p. 26. (Las referencias completas pueden encontrarse en la Bibliografía).
[3] Término proveniente del médico alemán Mesmer que alude a la fuerza hipnótica. Anscombe emplea esta expresión para describir gráficamente el peculiar poder imperativo del deber, análogo al poder hipnótico de inducir a algo a alguien de menos poder.
[4] “This word ‘ought’, having became a word of mere mesmeric force (...). A real predicate is required; non just a word containing no intelligible thought; a word retaining the suggestion of force, and apt to have a strong psycological effect, but which no longer signifies a real concept at all. For its suggestion is one of a verdict on my action, according as it agrees or disagrees with the description in the “ought” sentence. And where one does not think there is a judge or a law, the notion of a verdict may retain its psycological effect, but not its meaning”. G.E.M. ANSCOMBE, o.c., p. 32.
[5] “Between Aristotele and us became Christianity, with his law conception of ethics. For Christianity derived its ethical notions from the Torah (...). In consequence of the dominance of Christianity for many centuries, the concepts of being bound, permitted or excused, became deeply embedded in our language and thought”. Ibíd., p. 30.
[6] “Naturally it is not possible to have such a conception unless you believe in God as a law-giver; like Jews, Stoics and Christians. But if such a conception is dominant for many centuries, and then is given up, it is a natural result that the concepts of ‘obligation’, of being bound or required as by a law, should remain though they had lost their root (...). It is as if the notion ‘criminal’ were to remain when criminal law and criminal courts had been abolished and forgotten”. Ibíd., p. 31.
[7] Alasdair MacIntyre recogerá en gran medida estas consideraciones y más tarde las expondrá gráficamente como los “restos de un naufragio”. Cfr. Tras la virtud, p. 77.
[8] “The notion ‘obligation’ survived, and the word ‘ought’ was invested with a peculiar force having which it said to be used in a ‘moral’ sense, but in which the belief in divine law had long since been abandoned: for it was substantially given up among Protestants at the time of the Reformation. The situation, if I am right, was the interesting one of the survival of a concept outside the framework of thought that made it a really intelligible one the notion”. G.E.M. ANSCOMBE, o.c., p. 31.
[9] Cfr. Ibíd., p. 41. Anscombe lamenta que a pesar de que muchos filósofos han descubierto la “engañosa apariencia de contenido” de la expresión “moralmente correcto o incorrecto’, muchos manifiestan un terco deseo de mantener la atmósfera del término. En expresión de Carney es como si el fantasma de una idea estuviese vagando por ahí después de que la idea hubiese muerto. Cfr. F. CARNEY, The Virtue - Obligation Controversy: «Journal of Religious Ethics» I/1 (1973) p. 5.
[10] “It would be a great improvement if, instead of ‘morally wrong’, one always named a genus such a ‘untruthful’, ‘unchaste’, ‘unjust’. We should no longer ask whether doing something was ‘wrong’, passing directly from some description of an action to this notion; we should ask whether, e.g., it was unjust; and the answer would sometimes be clear at once”. G.E.M. ANSCOMBE, o.c., p. 32.
[11] M. STOCKER, The Schizophrenia of Modern Ethical Theories: «The Journal of Philosophy» 73 (1976) 453-466.
[12] Con el término ‘razones’ el autor hace referencia a las causas que producen la acción externamente, como por ejemplo la fuerza preceptiva de la ley.
[13] “One mark of a good live is a harmony between one’s motives and one’s reasons and justifications. Not to be moved by what one values —what one believes good, nice, right, beautiful, and so on— bespeaks a malady of the spirit. Not to value what moves one also bespeaks a malady of the spirit. Such a malady, or such maladies, con properly be called moral schizophrenia, for the are a split between one’s motives and one’s reasons”. M. STOCKER,o.c., pp. 453s.
[14] Cfr. Ibíd., p. 454.
[15] “Notwithstanding the very questionable correctness of this view so far as rightness, obligatoriness, duty are concerned, there remain at least two problems. The first is that even here there is a still a question of harmony. What sort of live would people have who did their duties but never or rarely wanted to? Second, duty, obligation, and rightness are only one part —indeed, only a small part, a dry and minimal part— of ethics. There is te whole other area of the values of personal an interpersonal relations and activies; and also the area of moral goodness, merit, virtue”. Ibíd., p. 455.
[16] “You are very bored and restless and at loose ends with Smith comes in once again. You are now convinced more than ever that he is a fine fellow and a real friend, taking so much time to cheer you up, travelling all the way across town, and so on. You are so effusive with your praise and thanks that he protest that he always tries to do what he thinks is his duty, what he thinks will be best (...) is not essentially because of you that he came to see you, not because you are friends, but because he thought it his duty, perhaps as a fellow Christian o Communist or whatever, or simply because he knows of no one more in need of cheering up and no one easier to cheer up”. Ibíd., p. 462.
[17] “We find a far more serious defect of modern ethcal theories than such overconcentration: they necessitate a schizophrenia between reason and motive in vitally important and pervasive areas of value, or alternatively they allow us the harmony of a morally impoverished life”. Ibíd., p. 455.
[18] “What is lacking in these theories is simply —or not so simply— the person. For love, friendship, affection, fellow feeling, and comunity all requiere that the other person be an essential part of what is value. The person must be valued”. Ibíd., p. 459.
[19] Philippa Foot actualmente es profesora emérita de Filosofía de la Universidad de California, Los Angeles. Es también miembro honorario del Somerville College de Oxford y de la Academia Británica. Además de su crítica a toda postura de corte kantiano, ha publicado numerosos trabajos en clara oposición al emotivismo y a toda forma de subjetivismo.
[20] Ph. FOOT, Morality as a System of Hypothetical Imperatives, en Virtues and Vices and other Essays in Moral Philosophy, Oxford 2001. pp. 157-173. Publicado en por primera vez en 1972 en «The Philosophical Review» 3 vol. 81 (1972).
[21] “Kant established one thing beyond doubt namely, the necessity of distinguishing moral judgements from hypothetical imperatives. That moral judgements cannot be hypothetical imperatives has come to seem an unquestionable truth. It will be argued here that it is not”.Ibíd., p. 157.
[22] “All imperatives command either hypothetically or categorially. The former present the practical necessity of a possible action as a means to achieving something else which one desires. The categorial imperative would be one which presented an action as of itself objetively necessary, without regard to any other end”. Ibíd., p. 158.
[23] Cfr. Ibíd., p. 160.
[24] “Common opinion agrees with Kant in insisting that a moral man must acept a rule of duty whatever his interest or desires”. Ibíd., p. 158.
[25] “For instance, we find this non-hypothetical use for “should” in sentences enunciating rules of etiquette, as, for example, that an invitation in third person should be answer in third person, where the rule does not fail to apply to someone who has his own good reason for ignoring this piece of nonsense, or who simply does not care about what, from the point of view of etiquette, he should do”. Ibíd., p. 160.
[26] Cfr. Ibíd., p. 162.
[27] Como vemos es un cuestionamiento parecido al de Anscombe. El uso ordinario del verbo “deber” que defiende Anscombe se puede equiparar al uso “hipotético” que Foot le da.
[28] “It will be said that this way of viewing trhe moral considerations must be totally destructive of morality, because no one could ever act morally unless he acepted such considerations as in themselves sufficient reason for action”. Ph. FOOT, o.c., p. 164.
[29] “The thought that a sound moral philosophy should start from a theory of virtues and vices”. Ph FOOT, Virtues and Vices and Other Essays in Moral Philosophy, p. 23.
[30] “That they are preparade to fight son hard form moral ends —for example, for liberty, an justice— depends on the fact that these are the kinds of ends that arose devotion. To sacrifice a great deal for the sake of etiquette one would need to be under the spell of the enphatic ‘ought’. One could hardly be devoted to behaving comme il faut”. Ibíd., p. 166.
[31] “Kant would of course object that I am treating men as if, in the army of duty, they were volunteers, and this is exactly my thought”. Ibíd., p. 170.
[32] “We sometimes associate ‘duty’ with inconditional demands placed on us from without, and specially by social institutions or norms that are themselves morally dobious. Someone who is deeply concerned to do his duty in that sense seems unreflective, cowardly, or both”. Marcia BARON, The Alleged Moral Repugnance of Acting From Duty: «The Journal of Philosophy» 81 (1984) pp. 199s.
[33] “Isn’t this merely shorthand for saying that the agents ought to be truthful and caste, and that the untruhtful and unchaste are morally wrong because good agents don’t performs such acts? The concept of moral ought, in other words, seems now to be explicated in terms of what the good person would do”. R. LOUDEN, On Some Vices of Virtue Ethics, p. 228.
[34] Profesor emérito de Ética en la Perkings School of Theology y en Southern Methodist University.
[35] Cfr. F. CARNEY, The Virtue — Obligation Controversy: «Journal of Religious Ethics» I/1 (1973) p. 6.
[36] Cfr. Ibíd., p. 12.
[37] “Central to the Christian view of things is a notion of virtue; a religious notion, to be sure, but one with ethical implications. It asserts a restoration of one’s true manhood (virtue) by one’s entering a relationship with God of trust and obedience, a relationship that stretches one’s field of vision an reorients one’s loves. It is not, as with Aristotle, the developmente of one’s potential exellencies by the repeated performance of good acts within the nurture of the polis. It is rather the acceptance of oneself as a person who repeatedly does bad acts, as well as the acceptance of a new life in the Spirit from the absolute verdict of guilty/not guilty. It is, first and foremost, a relational conception of virtue”. Ibíd., p. 14.
[38] “At the same time, Christian ethics is surely an ethics of obligation (...). It would be more accurated to say that to live in fellowship with this God es more like “being obligated” than “being obliged”. It is morally something like consenting to standarts discerned in a non-coercive relationship with eminently good and wise (...). In this fellowship His cause becames ours, and our standarts (hopefully) reflect this”. Ibíd., p. 14.
[39] Marcia Baron, profesora de Ética y Filosofía del Derecho en la Indiana University,representa una las más importantes posturas neokantianas en la actualidad. Es miembro del consejo editorial de la Kant Review
[40] “The other possibility is that he sees being virtuous not just as something he wants, but as something worthty of desire, as something that one ought to want. But if this is his view, isn’t he commited ot being virtuous?”. M. BARON, On De-kantianizing the Perfectly Moral Person:«Journal Value Inquiry» 17 (1983), p. 289.
[41] “In Ethics I said that virtues without principles are blind, as principles without virtues are impotent, and I still think, as I shall indicate, that there are problems about running a pure Ethics of Virtue, but I am not now sure I was fair to Ethics of virtues is saying that. Of course, this narratie is a bibilical one, but is seems to me to have a plilosophical pint, namely, that innocent virtue is no enough or that love without moralism is no really even a virtue”. William K. FRANKENA, Ethics of Love Conceived as an Ethics of Virtue: «Journal of Religious Ethics» 1 (1973) I, p. 32.
[42] En este sentido afirma Baron: “we should direct our efforts to evaluatively distinguishing various types of ethics fo duty with the aim of determining which conceptions of duty and which ways of acting from duty are constitutive of the perfectlty moral person”. Marcia. BARON, o.c.,p. 290.
[43] “Surely is a difference, as H. L. A. Hart has observed, between responding to a coercive external demand (is obliged) and responding to a standart (is obligated) to which one has, explicitly or implicitly, consented”. F. CARNEY, o.c., p. 12.
En inglés se distinguen los verbos to oblige (constreñir a alguien ha hacer algo), y to obligate(poner a alguien bajo un obligación legal).
[44] “Both ‘is obliged to do x’ and ‘is obligated to do x’ are apropiated, but analytically different, employers of ‘ought to do x’. I see no good reason for retaining the first employment and discarding the second (...) I hold that there is an important and rich meaning of ‘is obligated to do x’”. Ibíd., p. 13.
[45] “To obviate the charge of minimal morality, we need only to explain that the person who acts from duty, in the sense in which acting from duty is being advocated, is moved both by considerations that x is morally required and by considerations that x is morally recommended. Moreover, she is commited to being moved by both”. M. BARON, The Allegued Repugnance... cit., p. 201.
[46] Cfr. M. STOCKER, The Schizophrenia of Modern Ethical Theories.
[47] Cfr. M. BARON, o.c., p. 202.
[48] “Stocker’s belief appears to be that insofar as one is motivated on a particular occasion to do something for a friend of duty, one is not acting as a true friend. The point has considerable force. The fact that the agent acted from duty tends to suggest (as in Stocker’s example) that he is not much of a friend, or least no much of a friend to the person in question”. Ibíd., p. 203.
[49] “It is possible to do x from a sense of duty while wanting to do x, and acting from duty plus inclination meshes better with friendship than does acting from duty without inclination, or in the face of a strong opposing inclination”. Ibíd., pp. 203s.
[50] Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, vida buena y virtud, p. 123.
[51] “Our scrutiny of William’s and Stocker’s examples discloses nothing that impugns acting from duty as such. It is the true that there are instances in which someone may feel alienated or rejected if a friends puts some moral consideration above his needs or wishes, but to the extend that this is an instance where acting from duty is schizophrenic, it hardly seems to support the claim that acting from duty is morally repugnant”. M. BARON, o.c., p. 214.
[52] “To be a moral as a opposed to a non-moral (but necessary immoral) man one must make non-hipothetical normative judgments from the moral point of view about one’s life and one’s love”. W. FRANKENA, The Philosopher’s Attack on Morality «Philosophy» 49 (1974) p. 353.
[53] Cfr. Ibíd., p. 355.
[54] Ph. FOOT, A Reply to Professor Frankenna: «Philosophy» 50 (1975) 455-59. Reimpreso en Virtues and Vices, pp. 174-180.
[55] Cfr. R. LOUDEN, On some Vices of Virtue Ethics: «American Philosophical Quarterly» 3 (1984) p. 227.
[56] “Indeed the word ‘virtue’ presents a multitude of problems, not the least of which is its archaic flavour an popular association with the rather repressed sexuality of the Victorian age. Surely in popular parlance it has lost its classical sense of a quality which makes anything, man included, what that thing is supposed to be”. Janet SMITH, Can Virtue Be in the Service of Bad Acts?: «The New Scholasticism» 58 (1984), p. 357.
[57] “As this loss indicates, there is a difficulty with the concept of virtue beyond misassociations in the popular mind: classical understandings for virtue are rooted in a metaphysics which is no longer widely accepted; thus there are enormous conceptual difficulties (not merely terminological difficulties) to overcome in conveying the classical notion of virtue to the modern age”. Ibíd.,p. 357.
[58] “A second hindrance es that the literature often has a somewhat misty anticuarian air. In describing contemporany virute ethics, it is therefore necessary, in my opinion, to do some detective work concerning its conceptual shape, making inferences based on the unfortunately small number of remarks that are available”. Robert B. LOUDEN, On Some Vices of Virtue Ethics: «American Philosophical Quarterly» 3 (1984) p. 227.
[59] Cfr. Ph FOOT, Virtues and Vices, p. 14.
[60] “The problem with the usual way of speaking which leads Foot to attribute courage to a villain seems to derive from an identification of courage with fearlessness (...) an ability to obercome one’s fears in order to achieve one’s objetives: that is ‘fearless’ here does no mean ‘without fears’ but ‘in control of one’s fears’”. J. SMITH, o.c., p. 365.
[61] “I conclude that stripped of a sense of duty, Foot’s Ethics of Virtue agent —and all Ethics of Virtue agents— are rendered incapable of distinguishing between what they like or want and what merits their concern and makes a claim of them. Responsabile moral agency requires that one make such distinctions —distinctions between objects of desire and objects of value— and consequently requires that they have a sense of duty, though no necessarily a strictly Kantian one”. M. BARON, On De-kantianizing the Perfectly Moral Person, p. 289.
[62] “I shall argue that the person Foot describes as a truly moral person is not a moral agent at all. By this I mean not that his is not a fit subject for moral praise or blame, but that he cannot act morally and at the same time really be acting or in other words, really be an agent. To be an agent, I take it, one must to be able to distance one self from one’s firts-order wants and survey and rank these wants. Foot’s truly moral person can do this only insofar as he does not act morally”. Ibíd., p. 282.
[63] “Problems arise insofar as it is crucial to moral agency that one be able to step back from one’s particular perspectives and survey them. Foot’s agent cannot climb out of his particular perspectives and say to himself, “This is the benevolent thing to do. Is it the right thing for me to do?”. Ibíd., p. 284.
[64] Cfr. Ibíd., p. 290.
[65] “But in any case for the pure ethics of virtue the moral goodness of traits is always both independent of the rightness of actions and in some way originative of it as well”. G. TRIANOSKY, What is Virtue Ethics All About?: «American Philosophical Quarterly», 27 (1990), p. 336.
[66] Cfr. W. FRANKENA, Ethics of Love Conceived as an Ethics of Virtue, p. 28.
[67] “Imagine a mother who is move simply by a love for her children as compared with one who is moved by a believe that what she does is morally right or at least virtuous. Then our present agapist is taking the first mother as a model of the moral life rather than the second. His is an ethics of love without moralism (...) and not as involving a reference to what ir or is notmorally right or good. For example, our first mother might say, speaking simply out of her love, that she had done the wrong thing, perhaps because it hurt a child’s feelings, without any thought of its morality, thinking only that it was a mistake from the point of view of love”. Ibíd., p. 31.
[68] Cfr. R. HURSTHOUSE, Virtue Theory and Abortion: «Philosophy and Public Affairs» XX (1992), 223-29. Publicado en D. STATMAN, ed., Virtue Ethics. A critical Reader, Edinburgh 1997 p. 230. En este trabajo la autora demuestra que es posible examinar la calificación moral del aborto desde una Ética de las virtudes. Sin embargo su argumentación al respecto adolece de serios errores. Para ella, la permisibilidad o ilicitud del aborto varía con las circunstancias, concordando con las conclusiones del consecuencialismo al respecto, aunque con la diferencia -según Hursthouse- de que la bondad o malicia depende de los motivos y creencias de la mujer que realiza tal acto, y no el cálculo de consecuencias probables que el aborto originaría.
[69] “Virtue ethics is not a problem oriented or quandary approach to ethics: it speaks of rules and principles of action only in a derivate manner. And its derival oughts are frecuently too vague und unhelpful for persons who has no yet acquired the requisite moral insight and sensitivity”. R. LOUDEN, o.c., p. 230.
[70] “The problem of adjudication: How, then, will he know what to do in such situation? He won’t unless one desire is more intense than other. He will feel contrary tugs. He has no way of stepping into a different perspective from which to survey these virtuous ‘tugs’ and determine what to do”. M. BARON, On De-kantianizging the Perfecly Moral Person, p. 285.
[71] “For how is one to go about establishing an agent’s true moral character? While not denying the existence of some connection between character and conduct (...). The relation is not a necessary one, but merely contingent”. R. LOUDEN, o.c., p. 232.
[72] “We cannot always know the moral value of a person’s character by assesing his or her actions”. R. LOUDEN. o.c., p. 233.
[73] Cfr. David SALOMON, International Objections to Virtue Ethics: «Midwest Studies in Philosophy», XIII (1998), p. 434.
[74] “Anche ammettendo la sostanziale unità delle virtù, le loro esigenze possono (non necessariamente debbono) apparite conflittuali nelle infinite applicazioni particolari, rendendo difficile decidera e agire con saggeza in ogni situazione, e inoltre perchè non si possono escludere drammi morali (situazioni conflittuali nelle quali la indubbia corretezza morale della scelta può implicare nondimeno la dolorosa perdita di qualque valore morale)”. M. MICHELETTI, Etica delle virtù: «Cultura e educazione», X, 2 (novembre-dicembre 1997), p. 14.
[75] Cfr. R. LOUDEN, o.c., p. 230.
[76] Ibíd., p. 231.
[77] Ibíd., p. 235.
[78] Louden prefiere no hablar de “actos intrínsecamente malos”, sino de “acciones intolerables”. Al parecer usa este término porque no se refiere a la maldad intrínseca de la acción en cuanto tal, sino a la capacidad de ciertos actos de “producir daños de tal magnitud que destruyen los vínculos de una comunidad y hacen imposible la prosecución de los bienes morales dentro de ella”. Cfr. R. LOUDEN, o.c., p. 230.
[79] “We cannot articulate this sense of abslute prohibition by refering merely to characteristic patterns of behavior”. Ibíd., p. 230.
[80] Cfr. A. MACINTYRE, Tras la virtud, p. 142.
[81] “One might contend that it is not biblical or orthodox, because Jesus formulated his Ethics of love as a command or duty, or because he regarded some kinds of conduct as right or wrong in themselves”. W. FRANKENA, Ethics of Love Conceived as an Ethics of Virtue, p. 32.
Pio Santiago
El título con el que comenzamos es, sin duda, extremadamente ambicioso. Es necesario aclarar que solo se trata de hacer un brevísimo recorrido histórico, sin más pretensiones que señalar algunas de las fuentes y pensadores más relevantes en la comprensión del concepto de virtud.
Esto nos bastará para mostrar que cuando la vida moral se ha entendido como la búsqueda del bien, de la plenitud de la persona y de su felicidad, las virtudes han ocupado un primer plano. En cambio, cuando se ha adoptado otro punto de vista, el de la vida moral como conjunto de normas que se deben cumplir, las virtudes fueron mal entendidas y perdieron su prestigio, pasando en muchos casos a ser arrinconadas e incluso despreciadas.
En primer lugar es necesario hacer una referencia a Sócrates, debido a la influencia de su enseñanza en Platón e, indirectamente, en Aristóteles. Existe un acuerdo general en afirmar que Sócrates entendía la virtud desde un punto de vista intelectualista, es decir, identificaba la virtud con el saber sobre el bien: solo el sabio podría ser virtuoso. Esta visión de la virtud subraya la importancia de la formación intelectual para la vida moral y funda el plan educativo de Sócrates, que consistirá en enseñar la vida virtuosa; pero tiene el inconveniente, si se lleva al extremo, de negar la responsabilidad moral, pues se podría pensar, por ejemplo, que el criminal lo es solo por su ignorancia del bien.
Su discípulo Platón (427-347 a.C.), quien debemos la clasificación de las virtudes que llegará a imponerse en el pensamiento occidental: sabiduría, justicia, fortaleza y templanza[1], no logra superar el intelectualismo moral de su maestro. Según algunas interpretaciones, reduce todas las virtudes a la sabiduría. De todas formas, evita caer en la falsa conclusión de que el hombre no es responsable de sus malas acciones, porque en último término sería responsable de dejar que las pasiones le cieguen.
Pero tal vez lo más importante que debamos destacar es su concepción de la virtud como imitación de Dios y camino para la felicidad, que consiste en hacerse tan semejante a Dios como al hombre le sea posible. La virtud es también, para Platón, armonía, medida, proporción, salud del alma y medio de purificación de las pasiones.
Para Aristóteles (384-322 a.C), que presenta su elaboración más completa del concepto de virtud en la Ética a Nicómaco, la virtud es una disposición estable de las facultades operativas, tanto intelectuales (virtudes intelectuales o dianoéticas) como apetitivas (virtudes éticas).
Aristóteles centra su planteamiento ético en la respuesta a la pregunta sobre el bien con cuya posesión el hombre obtiene la felicidad, a fin de orientar hacia él su conducta. Como el bien propio de cada ser viene determinado por las posibilidades de su naturaleza, el hombre será feliz en la medida en que actualice sus posibilidades naturales específicas, es decir, su razón. Por tanto, la actividad propia del hombre, la que lo hace feliz, es vivir conforme a las exigencias de la razón. La persona que realiza esta «vida buena» o eupraxia es la persona virtuosa.
Hoy diríamos que Aristóteles adopta, en su planteamiento de la ética, la perspectiva de laprimera persona, es decir, del sujeto que actúa, y no la del espectador que juzga las acciones desde fuera (perspectiva de la tercera persona).
Respecto al intelectualismo socrático y platónico, puede decirse que queda superado en el pensamiento del Estagirita: no basta conocer el bien para practicarlo, ni conocer el mal para dejar de cometerlo. La virtud y el vicio dependen no sólo del conocimiento, sino también de la voluntad.
Un dato que corrobora la profundidad del pensamiento aristotélico sobre el tema que nos ocupa es que el renacimiento de la ética de la virtud a partir de la segunda mitad del siglo XX se debe, en gran parte, a la relectura de Aristóteles.
Por último, hagamos una breve referencia a los estoicos (Séneca, Cicerón, Marco Aurelio), que insisten de modo especial en la armonía que existe entre la vida virtuosa y la naturaleza humana: la virtud consiste en vivir conforme a la naturaleza, que equivale a vivir de acuerdo con la razón. El problema es que toman la virtud como un fin en sí y no como un medio para lograr el objetivo de la vida moral.
La doctrina de Cicerón en su De officiis tuvo gran influencia en algunos escritores cristianos. Concretamente, San Ambrosio tomó esa obra como base de su exposición de la moral cristiana[2].
La Sagrada Escritura no nos ofrece un tratado sistemático de las virtudes. Contiene, sin embargo, las verdades fundamentales sobre la vida virtuosa y, sobre todo, el modelo de virtud, Jesucristo, con el que todo hombre debe identificarse.
La referencia a las virtudes como cualidades morales de la persona y, al mismo tiempo, dones de Dios, son constantes en la Sagrada Escritura. El término más empleado para designar la virtud es dynamis, que se traduce al latín por virtus[3].
En el Antiguo Testamento, más que reflexiones sobre la virtud, encontramos narraciones y biografías de hombres virtuosos, «justos»: Abraham, Moisés, José, etc., que tienen un elevado valor pedagógico. El concepto de «hombre justo» designa al hombre que cree en Dios y espera en Él, es sabio y paciente, misericordioso, prudente, perseverante y humilde, es decir, vive según la voluntad de Dios y es fiel a su Alianza.
En algunos libros del Antiguo Testamento, como en el de la Sabiduría, se puede detectar una cierta influencia griega. En él se mencionan las cuatro virtudes platónicas: «¿Amas la justicia? Las virtudes son sus empeños, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza: lo más provechoso para el hombre en la vida» (Sb 8,7). Sin embargo, hay virtudes que no tienen correspondencia en el pensamiento griego, como la humildad, el perdón o la penitencia. La razón es que la visión del hombre en el Antiguo Testamento es diferente a la griega: el hombre es imagen de su Creador, ha caído por el pecado y Dios le perdona y le enseña a perdonar.
También en el Nuevo Testamento aparece la palabra «justicia» para designar el conjunto de virtudes que vive una persona santa: Zacarías, Isabel, Simeón, José. En el Sermón de la Montaña, la justicia, entendida en este sentido, es considerada como imprescindible para entrar en el Reino de los Cielos: «Os digo, pues, que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 5,20). En la cuarta Bienaventuranza, promete el Señor la felicidad a los que «tienen hambre y sed de justicia», expresión que hace pensar en un deseo grande y eficaz de cumplir en todo la voluntad de Dios. Por otra parte, todas las Bienaventuranzas, que son como un retrato de Cristo, se refieren a diversas virtudes: pobreza de espíritu, mansedumbre, penitencia, limpieza de corazón, etc.
En los Evangelios encontramos, sobre todo, al Maestro de todas las virtudes: Cristo, «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1,24), que nos invita a aprender de Él, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), de su vida y sus palabras. En Él, que es perfecto Dios, se nos muestra a la vez el Modelo acabado de la perfección humana, porque es perfecto Hombre.
El mensaje cristiano entra pronto en contacto con el mundo helenístico, como se puede apreciar en las cartas de San Pablo. Este contacto es, sin duda, enriquecedor; pero, en la moral cristiana, las virtudes ya conocidas en el mundo pagano y otras menos conocidas e incluso inconcebibles para él -como la penitencia, la humildad o el amor a la Cruz-, forman, bajo la dirección de las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo, un organismo específico, y adquieren un valor propio y una nueva finalidad: la identificación con Cristo, la edificación del Reino y la «alabanza de la gloria de Dios» (Ef 1,6), que no excluye, sino que incluye, la edificación de la ciudad terrena[4].
La moral griega solo conocía el esfuerzo humano como medio para adquirir la virtud. Las virtudes cristianas, en cambio, se presentan sobre todo como dones de Dios, como «frutos del Espíritu» (Ga 5,22). No es la energía humana la que tiene la iniciativa en la edificación del Reino de los Cielos; no es el hombre el autor principal de la santificación, sino el Espíritu Santo. Es Él quien, introduciendo a los fieles en el misterio pascual de Cristo, les comunica la vida nueva, sintetizada por San Pablo en las virtudes de fe, esperanza y caridad (cfr. 1 Co 13,13; 1 Ts 1,3-4; Rm 15,13).
La práctica de las virtudes está, para el cristiano, íntimamente vinculada a la identificación con Cristo (cfr. Ef 5,2; Flp 2,5; Col 3,13.17). No se trata ya de vivir unas virtudes aprendidas de un maestro más o menos ejemplar, sino de dejarse guiar por el Espíritu Santo para identificarse ontológica y moralmente con el único Maestro y con el único Modelo.
Los Padres y escritores cristianos de los primeros siglos no elaboran un tratado sistemático sobre las virtudes. Su interés fundamental es la predicación de las virtudes que se señalan en la Sagrada Escritura, para instruir a los files o para defender la fe. Sus enseñanzas no tienen, sin embargo, un carácter exclusivamente pastoral: la especulación teológica también tiene en ellas una parte importante.
La reflexión de los Padres sobre las virtudes asume el pensamiento griego y romano, especialmente el platónico y el estoico, sobre todo a partir de Orígenes. Pero su fuente más importante es la Sagrada Escritura. Por eso, para ellos, por encima de las virtudes humanas están siempre las virtudes teologales. La consecuencia es que, en este organismo de virtudes a cuya cabeza están la fe, la esperanza y la caridad, las virtudes humanas adquieren un nuevo relieve, y algunas que, como la humildad o la penitencia, apenas eran consideradas por el pensamiento pagano, pasan a ejercer un papel de primer orden.
Probablemente haya sido S. Ambrosio (339-397) –que tomó como modelo el De Officiis de Cicerón para su escrito del mismo nombre- el primero en llamar «cardinales» a las cuatro virtudes platónicas. A ellas se refiere en su interpretación de Gn 2,10: «De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se repartía en cuatro brazos». El río representa a Cristo, la Sabiduría divina, fuente de la vida, de la gracia espiritual, y también de las cuatro virtudes que, representadas por los cuatro torrentes que nacen del primero, están íntimamente conexas y unidas, de modo que el que posea una posee también las otras tres[5]. La virtud es, para S. Ambrosio, el mayor bien, que dispone de medios sobreabundantes para garantizar el gozo de una vida feliz en esta tierra, y con la que se conquista al mismo tiempo la vida eterna[6].
En el pensamiento teológico de S. Agustín (354-430), la virtud ocupa un lugar primordial: «Es el arte de llegar a la felicidad eterna»[7]. De él procede la definición de virtud como «una buena cualidad del alma por la cual se vive rectamente, que no puede ser usada para el mal, y que Dios produce en nosotros sin nosotros»[8]. Cristo es la fuente de todas las virtudes: «Es Él, Cristo, quien nos da en esta vida las virtudes; es Él quien en el lugar y el puesto de todas las virtudes necesarias en este valle de lágrimas, nos dará una sola virtud, a Él mismo»[9].
Para San Agustín, la caridad es el centro de todas las virtudes y de toda la moral cristiana, hasta tal punto que define la virtud como «el orden del amor»[10], y considera las virtudes cardinales como distintas funciones del amor: «Como la virtud es el camino que conduce a la verdadera felicidad, su definición no es otra que la de un perfecto amor a Dios. Su cuádruple división no expresa más que varios afectos de un mismo amor, y por eso no dudo en definir estas cuatro virtudes –que ojalá estén tan arraigadas en los corazones como sus nombres en boca de todos- como distintas funciones del amor. La templanza es el amor que se entrega totalmente al objeto amado; la fortaleza es el amor que todo lo soporta por el objeto de sus amores; la justicia es el amor esclavo únicamente de su amado y que ejerce, por lo tanto, señorío conforme ala razón; finalmente, la prudencia es el amor que con sagacidad y sabiduría elige los medios de defensa contra toda clase de obstáculos»[11].
Otro de los Padres que es preciso tener en cuenta en la historia de las virtudes, es San Gregorio Magno (540-604), sobre todo su Comentario al libro de Job (Moralia in Iob), en el que sus reflexiones morales se orientan a la práctica cotidiana de las virtudes. También en él encontramos la idea de la conexión y entrelazamiento de las virtudes: todas se ayudan unas a otras, de modo que no existe una virtud, por pequeña que sea, si no se sostiene en las demás. «Si la humildad descuida la castidad, o la castidad abandona la humildad, ¿que valor tiene ante el Autor de la humildad y de la pureza una castidad soberbia o una humildad contaminada?»[12].
En conclusión, los Padres ponen de relieve el carácter sobrenatural de las virtudes cristianas: si deben conducir al hombre a Dios, deben tener su origen en Dios; presuponen, por tanto, la fe y la esperanza, y no serían nada sin la caridad, que las engendra y orienta a su verdadero fin.
Durante lo siglos XII y XIII, el interés por enseñar la doctrina recibida de siglos anteriores lleva a estudiar en profundidad las características del obrar virtuoso, la condición de “verdaderas virtudes” de las virtudes adquiridas, la distinción entre virtudes teologales y cardinales, el sujeto de las virtudes, etc.[13]
Es preciso destacar las figuras de Pedro Abelardo (1079-1142) y de Hugo de San Víctor (1100-1141), que preparan, con sus estudios, el camino de dos corrientes de pensamiento: la de tendencia aristotélica, el primero; la de inspiración agustiniana, el segundo.
Las virtudes mantienen su carácter medular en la ciencia moral de los grandes escolásticos: Abelardo, S. Buenaventura, S. Alberto Magno, etc. El primer tratado sistemático sobre las virtudes es la Summa Aurea de Guillermo de Auxerre (+1236), en la que se analiza la esencia de la virtud y se estudian cada una de las virtudes teologales y cardinales, los dones del Espíritu Santo y las propiedades de las virtudes.
En la Summa Theologiae de Santo Tomás (+1274), en la Prima Secundae (qq. 55-70) y en laSecunda Secundae (qq. 1-170), encontramos un estudio profundo y sistemático de la virtud y de cada una de las virtudes. Su pensamiento, fundado especialmente en la Sagrada Escritura, asume toda la riqueza filosófica del mundo pagano, especialmente de Aristóteles, y la riqueza teológica de los Padres de la Iglesia.
En el enfoque moral de Santo Tomás, caracterizado por la búsqueda de la felicidad y por la centralidad de la acción moral, las virtudes –definidas como hábitos operativos- adquieren una importancia capital: forman, con los dones del Espíritu Santo, la estructura de toda la vida moral, presidida por la caridad; son fuerzas interiores que potencian el conocimiento y la libertad; y, con la ley moral -entendida como principio intrínseco de la acción (lex indita)-, hacen posible la perfección humana y sobrenatural de la persona[14].
La moral de Santo Tomás se organiza en torno a las virtudes y los dones del Espíritu Santo. Las virtudes teologales son infundidas en la razón y en la voluntad por la gracia, y asumen las virtudes humanas. Los dones son necesarios para recibir las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo con el fin de realizar obras perfectas. A las virtudes morales adquiridas, Santo Tomás añade las virtudes morales infusas, necesarias para adecuar las primeras al fin sobrenatural del hombre.
Todo el edificio moral descansa sobre las virtudes, porque «el camino indicado para alcanzar la felicidad es la virtud. Ninguna cosa alcanza su fin, si no obra bien en aquello que le es propio (...). El hombre obra rectamente cuando obra según la virtud, pues la virtud es “aquello que hace bueno a quien la posee y también su obra” (...). Por tanto, como el último fin del hombre es la vida eterna, no todos la alcanzarán, sino sólo aquellos que obren según la virtud»[15].
Con el nominalismo bajo-medieval llegamos a un mal momento para la fortuna del concepto de virtud. Se puede afirmar que a partir de entonces la virtud pierde el lugar que le corresponde en la ciencia moral. La razón última hay que buscarla en un concepto erróneo de libertad -impuesto por Ockham (1300-1349), según el cual esta no consiste esencialmente en el poder de obrar con perfección, es decir, de acuerdo con la recta razón, cuando se quiere; sino en el poder de elegir entre cosas contrarias, independientemente de toda otra causa distinta a la propia voluntad (libertad de indiferencia)[16].
La concepción de la libertad como indiferencia impide entender la virtud como una cualidad que, al potenciar a la inteligencia y a la voluntad para conocer, amar y realizar el bien, nos hace más libres. Por el contrario, se llega a pensar que, en la medida en que las virtudes inclinan a actuar en una dirección determinada, disminuyen la indiferencia de la voluntad para poder elegir libremente entre cosas contrarias.
A partir de Ockham, el centro de la moral ya no es la virtud y el deseo de felicidad, sino la ley y la obligación de cumplirla, pero no porque la ley represente la verdad sobre el bien del hombre, sino porque está mandada. La virtud queda reducida a un mecanismo psicológico creado por la repetición de actos, es decir, como una costumbre que refrena las pasiones para que la voluntad cumpla la obligación que le impone la ley, olvidando que su verdadero papel consiste en ser una determinación que asegura la perfección de las acciones humanas[17].
«Para los moralistas, la virtud se convierte simplemente en una categoría tradicional y cómoda en la que situar las obligaciones morales. En el campo de la libertad de indiferencia, ya no hay necesidad de la virtud; es incluso lógico rechazarla. Es lo que harán los manuales de moral cuando supriman el tratado de las virtudes de la moral fundamental, y los mandamientos substituyan a las virtudes a la hora de dividir la moral especial. Sin duda, hubo en aquel tiempo muchos hombres virtuosos, pero la idea de la virtud estaba casi muerta y solo subsistirá en la sombra»[18]
La teología católica posterior al nominalismo abandona el positivo enfoque de las virtudes y se centra, sobre todo, en determinar la ley moral, aplicarla a los casos de conciencia, delimitar los pecados y señalar los medios para evitarlos. Las consecuencia de este planteamiento fueron muy negativas para la enseñanza de las virtudes.
La tendencia general de los manuales de moral, a partir de las Instituciones morales de Juan de Azor (principios del s. XVII), es reducir la teología moral al estudio de los preceptos comunes a todos los cristianos, ordenados en torno al Decálogo. En esta línea, la moral especial se organiza en torno al Decálogo, y las virtudes son tratadas casi exclusivamente desde el punto de vista de las obligaciones que comportan. Entre ellas, las más estudiadas serán la justicia, la templanza y la castidad.
El estudio de las virtudes se deja a la teología espiritual, que, debido su carácter práctico, se preocupa más de la aplicación de las virtudes a la vida cristiana que de profundizar en su naturaleza. Las virtudes teologales e infusas serán estudiadas en la teología dogmática, como parte del tratado sobre la gracia.
La influencia del nominalismo en el tratamiento teológico de la virtud durante la edad moderna es innegable. La libertad, entendida como indiferencia de la voluntad para determinase a sí misma a obrar a favor o en contra la ley, hace que la virtud se considere solamente como «una buena costumbre que facilita el acto libre, pero que no lo produce ya desde el interior para conferirle su pleno valor»[19]. La virtud, «que por naturaleza estaba llamada a la búsqueda y consecución del máximo de perfección en el obrar, queda reducida a la búsqueda del mínimo esfuerzo para no pecar, perdiendo el atractivo que tenía en otros tiempos»[20].
Las virtudes tuvieron todavía peor suerte en la teología protestante. La doctrina luterana de la justificación no es compatible con una moral de las virtudes, pues tal justificación no cambia ni renueva al hombre en su ser más íntimo, sino que permanece pecador. En consecuencia, la persona que tratase de adquirir las virtudes estaría suponiendo que tiene una capacidad para hacer el bien que en realidad no posee y, en cierto modo, estaría restando importancia a la gracia.
Mientras el tratamiento teológico de las virtudes en el período postridentino se mueve en el ámbito de las obligaciones, bajo una visión legalista y casuística de la moral, en los escritos de los autores espirituales como San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o San Francisco de Sales, las virtudes mantienen toda su fuerza como vías que conducen a las cumbres de la vida contemplativa.
Debido en gran parte al nominalismo, el pensamiento moderno pierde la noción clásica de virtud como perfección intrínseca de la inteligencia y la voluntad, y la transforma en simple costumbre o uso social, o bien la entiende como disposición para cumplir con más facilidad los preceptos de la ley moral.
En la filosofía moderna, pueden distinguirse dos posiciones fundamentales sobre la naturaleza de los hábitos: la mecanicista y la vitalista[21]. Para la posición mecanicista (Descartes, Comte, etc.), el hábito es un cierto reflejo corporal, producido como respuesta a estímulos y condiciones exteriores; su fundamento es la «pasividad» de la materia. Para la posición vitalista (Leibnitz, Maine de Biran, etc.), los hábitos son algo intermedio entre el puro automatismo y la actividad voluntaria libre. Con tales conceptos de hábito, la virtud se reduce a un factor de automatización de la conducta humana y, por tanto, se considera que disminuye la voluntariedad de la acción.
La vida virtuosa como ideal, como plenitud de la vida humana, no se acomoda a la mentalidad moderna, que evita establecer una visión unitaria y global de la vida, a fin de no interferir en la libertad personal y en el proyecto individual, y se limita a buscar las normas de colaboración social, indispensables para obtener la paz o el bienestar y la utilidad. La ética abandona completamente el concepto de telos y el punto de vista de la primera persona, situándose en la perspectiva del observador del fenómeno moral.
En el ámbito filosófico, vale la pena detenerse, en primer lugar, en Thomas Hobbes (1588-1679), influido también por el pensamiento ockhamiano, que entiende la moral como la búsqueda de las reglas para la colaboración social. La ley moral, que no prescribe ya la rectitud moral ante Dios, sino que está destinada únicamente a mantener el orden de la sociedad, llega a equipararse con la ley civil. La cuestión moral deja de ser una cuestión de la persona para convertirse en una propiedad del soberano legislador. La moral está orientada únicamente a lograr la paz social, y las virtudes tendrán esta misma finalidad: se consideran medios o instrumentos para lograr el mejoramiento de la sociedad civil.
La primera exposición de la corriente utilitarista la realizó J. Bentham en 1789[22], con la pretensión de elaborar una ética secular que fuese una ciencia de la utilidad, sin referencia a Dios ni a premisas teológicas. En el planteamiento de Bentham, la acción es calificada de justa o injusta por sus resultados o consecuencias: no se aprecia como un acto inmanente de la voluntad, sino como productora de un estado de cosas. En consecuencia, la virtud será entendida como una «tendencia a incrementar la cantidad acumulada de felicidad en todas sus formas consideradas conjuntamente»[23].
Por su influencia en la teología, el pensamiento kantiano sobre la virtud requiere especial atención. Kant intenta construir un sistema moral basado exclusivamente en la razón. Esta define el deber moral concreto para el hombre con plena autonomía respecto a cualquier elemento perturbador: inclinaciones naturales, afectos, pasiones, etc. La voluntad no tiene otro papel que adherirse a lo que la razón manda como deber moral. En este sistema moral, la virtud tiene una función muy limitada, que consiste en resistir a los enemigos de la razón pura, es decir, a las pasiones. Las virtudes no se entienden como integración de las pasiones en el orden de la razón, para que colaboren positivamente en la realización de actos buenos, sino como una fuerza moral cuyo fin es rechazar las pasiones, consideradas como elementos que distorsionan la rectitud moral. La virtud no es más que un refuerzo volitivo al servicio del cumplimiento del deber[24].
Por último, el pensamiento burgués, dominado por los valores económicos y mercantiles, arruinó el poco prestigio que ya tenían las virtudes, convirtiendo en virtudes esenciales el celo por el trabajo, el sentido del ahorro, la propiedad y el respeto a los convencionalismo sociales. De la creatividad, excelencia moral y potenciación de la libertad, no queda nada. La virtud es ahora algo «edificante» y mediocre, pasivo y mecánico, sumisión a reglas externas, algo muy cercano a la hipocresía.
La renovación tomista de finales del siglo XIX y comienzos del XX, introduce alguna novedad interesante en los manuales de moral respecto a las virtudes: se sustituyen los mandamientos por las virtudes, como criterio de estructura, y se añade un tratado sobre las virtudes en la moral fundamental. Pero, a pesar de los indudables avances renovadores, los contenidos apenas sufren modificación: «Las categorías han cambiado –afirma S. Pinckaers-, pero el contenido continúa estando formado por las obligaciones y prohibiciones legales. La doctrina de las virtudes es interesante, pero es más teórica que práctica y sufre siempre del empobrecimiento de las nociones heredadas del nominalismo (...). De hecho, varias de las virtudes mencionadas están reducidas al mínimo al no implicar apenas obligaciones, como la esperanza y la fortaleza. Las virtudes más unidas a la ley, como la justicia por su naturaleza y la castidad por su materia, conservan el predominio, manifestado por el espacio que se les concede»[25].
La renovación bíblica, los estudios de teología patrística y algunas corrientes de filosofía moral, influyen positivamente en la recuperación de las virtudes. No obstante, quienes ejercen el mayor impulso son los autores que, entre los años 30 y 60 del siglo pasado, tratan de renovar la teología moral buscando en las virtudes teologales los principios específicamente cristianos sobre los cuales fundamentar y estructurar esta disciplina. Entre ellos, merecen una mención especial É. Mersch (Morale et Corps Mystique, 1937) y G. Gilleman (Le primat de la charité en théologie morale, 1952). Mersch, concretamente, se propone aplicar a toda la formulación de la moral el principio universal de la teología de Santo Tomás: caritas forma omnium virtutum, y establecer los principios de un método que reconozca explícitamente a la caridad la misma función vital que ejerce en la realidad de la vida cristiana y en la revelación de Cristo[26].
Otro resurgimiento de la teoría de la virtud en el siglo XX ha venido de la mano de lafenomenología. Esta corriente de pensamiento no solo se ocupa de la teoría del conocimiento, sino que también posee una fecunda y rigurosa dimensión de filosofía práctica moral[27].
Entre los fenomenólogos, fue Max Scheler quien más se ocupó de los asuntos morales, también de la virtud. En su concepción, la virtud aparece sobre todo de dos modos. Por un lado, en sí misma, como tendencia permanente a actuar de cierto modo, o -con sus expresiones más propias- como configuración del ordo amoris que rige e impulsa a la acción. Por otro lado, como la conciencia inmediata que el sujeto posee de lo que este es capaz de llevar a cabo en el marco de ciertos valores[28].
Otro fenomenólogo, Dietrich von Hildebrand, trata también de modo explícito el tema de la virtud. Siguiendo las inspiraciones fundamentales de Scheler, este filósofo habla de la virtud como “respuesta afectiva sobreactual”; respuesta a un valor o género de valores[29]. Además, estudia con mayor detalle las virtudes o actitudes más básicas para la vida moral en el marco de una antropología coherente con la doctrina cristiana[30]. Pero quizá la mayor originalidad de Hildebrand en este terreno sea su estudio de la relación entre el conocimiento moral y el ser moral, es decir, del clásico problema de la mutua relación entre la virtud intelectual y la virtud moral[31].
Las líneas maestras trazadas por el Concilio Vaticano II, que señala como objeto de la teología moral «mostrar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo»[32], apuntan a un enfoque en el que las virtudes y los dones vuelvan a ocupar el lugar que les corresponde en la vida cristiana.
La Const. Lumen gentium recuerda que la vocación de los fieles en Cristo es vocación a la santidad[33], y ésta supone vivir las virtudes humanas y sobrenaturales. De modo especial, muestra que la caridad es la nota distintiva de la praxis cristiana: «El don principal y más necesario es el amor con el que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo a causa de Él». Para que este amor pueda crecer y dar fruto, el cristiano debe escuchar la palabra de Dios, obedecer a su voluntad, participar en los sacramentos… y dedicarse «a la práctica de todas las virtudes»[34].
Estas y otras orientaciones del Concilio impulsaban una fecunda perspectiva: la del desarrollo armónico del sujeto moral, enriquecido por las virtudes y los dones que le permiten realizar el propio proyecto de hijos de Dios en Cristo[35]. Sin embargo, durante los años posteriores se avanzó poco en esta línea, debido, en parte, a que la atención se desvió hacia diversas polémicas teológicas centradas en torno a la autonomía moral, la existencia o no de normas específicamente cristianas en el ámbito de las relaciones intramundanas, y a la autoridad, en dicho ámbito, del magisterio de la Iglesia[36].
En el campo de la ética filosófica se produce un interesante renacimiento de la ética de la virtud, a partir, sobre todo, de los estudios de G.E.M. Anscombe y A. MacIntyre.
Elizabeth Anscombe publica en 1958 un artículo[37] que puede considerarse el comienzo del debate contemporáneo sobre el deber y la virtud, y el inicio de la vuelta a la virtud por parte de la comunidad filosófica, especialmente en el ámbito anglo-americano. En este y otros estudios posteriores, Anscombe critica las teorías morales modernas del utilitarismo y deontologismo de corte kantiano, y advierte que el desarrollo de la filosofía moral exige redescubrir el concepto de virtud.
A partir de la llamada de atención de Anscombe, se multiplican los estudios sobre la virtud[38]. Merecen destacarse los trabajos de I. Murdoch, M. Stocker, Ph. Foot, M.C. Nussbaum, Ch. Taylor y A. MacIntyre.
MacIntyre es considerado el autor más importante en el resurgir de la virtud en la ética contemporánea. Después de diez años de trabajo, publica en 1981 su famosa obra After Virtue: A Study in Moral Theory, que constituye para muchos la publicación más importante dentro del debate contemporáneo sobre la ética de la virtud. En ella cuestiona la ética moderna como fruto de los ideales ilustrados y del individualismo liberal. En su opinión, el proyecto ilustrado ha fracasado porque sus principales exponentes rechazaron la concepción teleológica de la naturaleza humana y la visión del hombre como poseedor de una esencia que define su verdadero fin. Frente a este fracaso, MacIntyre propone la vuelta a la ética de la virtud fundada en Aristóteles y en la Sagrada Escritura, y enriquecida por Santo Tomás.
Hoy en día se puede hablar de la «ética de la virtud» como perspectiva ética cuya principal preocupación es la formación de un determinado carácter moral en el que son más importantes las disposiciones internas, las motivaciones y los hábitos del sujeto, que los juicios sobre la rectitud de los actos externos y sus consecuencias. Esta perspectiva contrasta con las teorías éticas que fijan la atención en el deber o la norma (deontologismo), o en las consecuencias de la acción (utilitarismo), a las que critican haber reducido la moralidad a los aspectos externos de la conducta y al cumplimiento de las obligaciones sociales, y haber convertido la ética en la búsqueda de fundamentación de reglas morales o en el cálculo de prejuicios y beneficios particulares de las acciones humanas[39].
Dentro del amplio campo de la ética de la virtud, algunos autores se han planteado el concepto de virtud en clave narrativa. Uno de ellos es el ya mencionado Alasdair MacIntyre. En su libroTras la virtud, intenta desarrollar un concepto moderno de virtud como parte de la «estructura narrativa» que da unidad a la vida moral. Pone de relieve la necesidad de unir moral e historia personal: las virtudes están necesariamente vinculadas a la noción de una estructura narrativa de la vida humana, como medios para alcanzar con éxito la finalidad del proyecto vital. Por otra parte, insiste en el valor que tienen para la vida moral tanto la existencia de una comunidad de referencia, como la tradición, gracias a la cual los conceptos morales no se vacían de contenido[40].
Desde el Concilio Vaticano II hasta hoy se ha escrito mucho sobre el papel de las virtudes en la teología moral. Nos limitamos a ver dos líneas teológicas: la de la moral autónoma, en primer lugar, y, a continuación, la línea común de un grupo de autores contemporáneos que –tanto en el ámbito filosófico como teológico- ponen el acento en la perspectiva del sujeto o de la primera persona como la única que puede dar cuenta cabal del fenómeno moral.
El modelo de la moral autónoma corresponde al modelo de una ética normativa en la que las virtudes no desarrollan más que un papel secundario. La virtud se concibe únicamente como motivación para observar las normas, o como efecto psíquico de su observancia, o como decisión fundamental de la libre voluntad de obrar según normas morales[41].
Para este modelo moral, lo decisivo no está en ser buenos, sino en analizar qué modos de comportamientos son rectos o erróneos para saber si se es bueno. De esta forma, la virtud se entiende como modo recto de acción y resolución habitual libre a ello. Para la moral autónoma, primero son las normas, después se dice que el que hace lo que es recto actúa de manera virtuosa. Con ello, el concepto de virtud moral deja de tener consistencia propia: se convierte en un mero nombre para «lo recto». Esta noción de virtud resulta analíticamente insuficiente para la comprensión del fenómeno moral y, por tanto, prácticamente carente de contenido.
Dentro de esta línea se pueden encuadrar muchos autores de la denominada «moral autónoma», centrados, sobre todo, en la fundamentación de las normas morales. Uno de ellos es Bruno Schüller, que se considera a sí mismo como representante de la llamada «ética de la acción» o «ética normativa», orientada a determinar el contenido de las normas morales y los motivos que fundan la obligatoriedad. Concentra su interés en la determinación de la acción moralmente justa en sentido teleológico, es decir, aquella que produce el mayor bien para todas las personas interesadas.
Ante las acusaciones de descuidar el carácter y las intenciones del sujeto agente, Schüller afronta el tema de la virtud. La define como una «disposición moral de fondo positiva», producto de la «libre determinación» de la voluntad, es decir, como una orientación genérica de la voluntad hacia el bien. Las virtudes particulares «son simples caracterizaciones particulares del único querer moralmente bueno»[42].
Para Schüller, la virtud se queda, por tanto, en el ámbito de las buenas intenciones generales, o de una decisión fundamental. Pero como ésta no es todavía la elección realizada, la virtud no alcanza a las acciones concretas, no es un hábito de la recta elección, ni comporta la integración de la afectividad en la razón, ni la captación del bien concreto[43].
En los últimos años, un grupo de filósofos y teólogos intenta una interpretación moderna de la doctrina de Santo Tomás sobre la ley natural, la racionalidad práctica y la virtud[44]. Respecto a la virtud, pretenden subrayar cuestiones esenciales que habían sido relegadas por la interpretación legalista y extrinsecista de la moral: la virtud como integración de lo sensible en el orden espiritual y como hábito de la recta elección, la connaturalidad afectiva con el bien que produce la vida virtuosa, su conformidad con los principios de la razón práctica, el concepto teológico y cristocéntrico de las virtudes del cristiano, etc.
La propuesta de estos autores tiene un profundo eco en el mundo teológico, en el que un grupo cada vez más numeroso de moralistas propugna un cambio hacia la perspectiva del sujeto moral –la adoptada por Aristóteles y por Santo Tomás, y señalada por la encíclicaVeritatis splendor[45]-, que se fija en la relación intrínseca entre la persona y la acción. Para esta línea moral, la virtud es un elemento clave; gracias a ella, la libertad recupera su verdadera finalidad, que es la realización de la verdad sobre el bien, a fin de alcanzar la plenitud de vida, y no el mero cumplimiento de la ley, ni mucho menos su creación; la vida afectiva se pone –gracias a la virtud- al servicio de la razón, integrándose así en el dinamismo moral de la persona y capacitándola para el conocimiento del bien por connaturalidad; y el deber -aislado de su comprensión kantiana- encuentra en el terreno de la virtud su verdadera rehabilitación[46].
Hoy se puede hablar, en el ámbito de la teología moral, de un verdadero renacimiento de las virtudes, que responde a causas de muy diversa índole. Además de la influencia que la ética filosófica ha ejercido en este campo sobre los teólogos, cabe destacar motivos propiamente teológicos: la visión de la moral como seguimiento de Cristo, la toma de conciencia de la vocación de todo cristiano a la santidad, la concepción de la vida cristiana como una misión a cumplir -participación de la misión de Cristo- y el convencimiento de que lo humano es parte integrante de la vocación divina.
* * *
Una de las conclusiones que se pueden extraer de este breve recorrido histórico es que el concepto de virtud sólo puede valorarse adecuadamente en el contexto de una ética orientada a la búsqueda de una vida feliz, encaminada a la santificación, a la unión con Dios en Cristo, y no sólo ni principalmente a la fundamentación y cumplimiento de obligaciones morales. Si la moral se reduce al cumplimiento de obligaciones, las virtudes pierden su papel y se convierten, en el mejor de los casos, en mecanismos que facilitan el cumplimiento de las normas.
Por otra parte, cuando en la ciencia moral se adopta la perspectiva de la tercera persona, es decir, del observador que juzga sólo el aspecto externo de la acción, no se valoran las virtudes. Estas solo adquieren todo su relieve cuando se adopta la perspectiva del sujeto agente y, por tanto, se tiene en cuenta no solo la acción externa, sino sobre todo el acto interior de la persona, sus disposiciones voluntarias y afectivas más o menos estables, y los motivos e intenciones que le llevan a realizar la acción. Solo esta perspectiva nos permite, además, tener una visión realista del sujeto moral, de su debilidad natural para alcanzar su perfección humana y sobrenatural y, por tanto, de la necesidad de adquirir las virtudes humanas y sobrenaturales.
El concepto de virtud es clave para la renovación de la teología moral: por una parte salva la originalidad y la autonomía del esfuerzo humano en su temporalidad; por otra, gracias a la prioridad de las virtudes infusas, interioriza la ley moral. De este modo, la teología moral puede unirse de nuevo a la teología espiritual, sin la cual la moral cristiana perdería su profundo sentido[47].
G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, EIUNSA, Barcelona 1992, especialmente: 25-43.
J-Mª. AUBERT, Vertus, en Dictionnaire de Spiritualité, t. 16, Beauchesne, Paris 1994,485-497.
L. MELINA, Participar en las virtudes de Cristo, Ed. Cristiandad, Madrid 2004, 25-51.
S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 32007, especialmente: 145-177
J.F. SELLÉS, Hábitos y virtud. I. Un repaso histórico, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 65. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1999.
A. SOLIGNAC, Vertus et vices (Traités sur les), en Dictionnaire de Spiritualité, t. 16, Beauchesne, Paris 1994, 497-506.
[1] Cfr. Platón, La República, lib. IV: 427 E, 433 B-C, 435 B, etc.
[2] La bibliografía sobre la virtud en el pensamiento griego y romano es, como se puede suponer, interminable. De todas formas, siempre encontrará el lector una exposición clara y objetiva en los conocidos tratados de Historia de la filosofía de G. Fraile (Tomo I, Grecia y Roma, BAC, Madrid 1965) y F.C. Copleston (Tomo I: Grecia y Roma, Ed. Ariel, Barcelona1969). De todas formas, ante la selva de autores que han intentado decir e interpretar lo que otros han dicho, aparece más atractiva que nunca la lectura directa de algunas obras originales, especialmente, por señalar solo una, la Ética a Nicómaco de Aristóteles.
[3] El término griego areté, que designa excelencia, bondad, fuerza, aparece pocas veces en la Sagrada Escritura. En el Nuevo Testamento se encuentra en Flp 4,8; 1 P 2,9 y 2 P 1,5.
[4] Sobre la transformación de las virtudes paganas en el organismo de la moral cristiana, cfr. S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 32007, 151ss.
[5] Cfr. S. Ambrosio, De paradiso, C.3, nn. 14-22; De Officiis, Lib. I, cap. 24.
[6] Cfr. S. Ambrosio, De Officiis, Lib. II, cap. 5.
[7] S. Agustín, De libero arbitrio, II, c. 18.
[8] Esta definición –que corresponde propiamente sólo a las virtudes sobrenaturales- fue formulada por Pedro Lombardo y completada por Pedro de Poitiers, pero procede de las reflexiones de S. Agustín en De libero arbitrio, II, c. 19.
[9] S. Agustín, Enarr. in ps. 83, 11.
[10] S. Agustín, De Civitate Dei, 1. XV, 22.
[11] S. Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae et de moribus manichaeorum, I, c. 15.
[12] Cfr. S. Gregorio Magno, Moralia in Iob, Parte IV, 21, 6.
[13] Cfr. O. Lottin, Psycologie et Morale aux XII et XIII siècles, Duculot, Glemboux 1949, 100.
[14] Sto. Tomás trata de las virtudes en muchas de sus obras: en el Comentario al libro II de las Sentencias, en los Comentarios al Nuevo Testamento, etc.; dedica a las virtudes en general una quaestio disputata: De virtutibus in communi; y otra a las virtudes cardinales: De virtutibus cardinalibus; pero es en la Summa Theologiae donde expone de modo completo y sistemático el organismo virtuoso.
[15] S. Tomás de Aquino, Comp. Theologicum, c. 170.
[16] Sobre las características de la libertad de indiferencia y las consecuencias de este concepto, cfr. S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, o.c., capítulo XIV.
[17] Cfr. S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, o.c., 396-397.
[18] Ibidem, 397.
[19] Ibidem, 325.
[20] S. Pinckaers, Morale casuistique et morale thomiste, Desclée, Paris-Tournai-Roma 1953, 242.
[21] Cfr. T. Urdanoz, La teoría de los hábitos en la filosofía moderna, “Revista de Filosofía”: 13 (1954) 90 ss.
[22] J. Bentham, An Introduction to the Pinciples of Morals and Legislation. A esta obra siguieron: J.S. Mill, Utilitarism, London 1863; H. Sidwick, The Methods of Ethics, Cambridge 1974; G.E. Moore, Principia Ethica, Cambridge 1903, etc.
[23] J. Bentham, The Nature of Virtue, en B. Parekh (ed.), Bentham’s Political Thought, Barnes & Noble Books, New York 1973, 89.
[24] Cfr. A. Rodríguez Luño, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, Ares, Milano 1987, 111; M. Rhonheimer, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 217. Para una crítica profunda del planteamiento moral kantiano: A. Rodríguez Luño, Immanuel Kant: Fundamentación metafísica de las costumbres, EMESA, Madrid 1977, 173-183.
[25] S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, o.c., 358. Cfr. J.Mª Aubert, Les vertus humaines dans l’enseignement scolastique, “Seminarium”: 3 (1977) 431.
[26] Cfr. G. Gilleman, La primacía de la caridad en teología moral, Desclée de Brouwer, Bilbao 1957, 31.
[27] Como puede verse en E. Husserl, A. Reinach, A. Pfänder y otros.
[28] Cf. Max Scheler, Ética, Caparrós, Madrid 2001 y Ordo Amoris, Caparrós, Madrid 1996; y el estudio de S. Sánchez-Migallón, La persona humana y su formación en Max Scheler, Eunsa, Pamplona 2006.
[29] Cf. Dietrich von Hildebrand, Ética, Ed. Encuentro, Madrid 1997.
[30] Cf. Alice y Dietrich von Hildebrand, Actitudes morales fundamentales, Ed. Palabra, Madrid 2003; y el estudio de Rogelio Rovira, Los tres centros espirituales de la persona, Fund. Emmanuel Mounier, Madrid 2006.
[31] Cf. Dietrich von Hildebrand, Moralidad y conocimiento ético de los valores, Ed. Cristiandad, Madrid 2006.
[32] Decreto Optatam totius, n. 16.
[33] Cfr. Const. Dog. Lumen gentium, cap. V.
[34] Ibidem, n. 42.
[35] Cfr. O.H. Pesch, La teologia della virtù e le virtù teologiche, “Concilium”: 23 (1987/3).
[36] Sobre este debate: T. Trigo, El debate sobre la especificidad de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 2003.
[37] G.E.M. Anscombe, Modern Moral Philosophy, “Philosophy”: 33 (1958) 1-19.
[38] Una amplia recopilación bibliográfica de la ética de la virtud se encuentra en G. Abbà,Felicidad, vida buena y virtud, EIUNSA, Barcelona 1992, 89-95.
[39] Sobre las diferencias de la ética de la virtud con respecto a las éticas normativas modernas, cfr. G. Abbà, L’originalità dell’etica delle virtù, “Salesianum” 59 (1997) 491-517).
[40] A. MacIntyre, Tras la virtud, Ed. Crítica, Barcelona 1987, 272ss. Después de Tras la virtud(1981), MacIntyre publicó Justicia y racionalidad: conceptos y contextos (1988), obra en la que completa las reflexiones de la anterior sobre la cuestión de la estructura narrativa de la moral y el concepto de virtud. La teoría de MacIntyre sirvió de base para el trabajo posterior de muchos otros autores en la misma línea, aunque con facetas diversas P.H. Hall, M. Nussbaum, S. Hauerwas, etc.
[41] Cfr. G. Abbà, Felicidad, vida buena y virtud, o.c., 108.
[42] B. Schüller, La fondazione dei giudizi morale. Tipi di argomentazione etica in Teologia Morale, San Paolo, Cinisello Balsamo 1997, 395.
[43] Para una crítica del concepto de virtud de Schüller, cfr. G. Abbà, Felicidad, vida buena y virtud, o.c., 127ss; M. Rhonheimer, Ley natural y razón práctica, EUNSA, Pamplona 2000, 329.
[44] Entre otros, cabe destacar a M. Rhonheimer, G. Abbà, Á. Rodríguez Luño, L. Melina, E. Schockenhoff, J. Porter, J.J. Pérez-Soba, R. Cessario, M. D’Avenia y P. Wadell.
[45] A esta perspectiva, en efecto, se refiere también la encíclica Veritatis splendor: «Para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifique moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa» (n. 78).
[46] Cfr. L. Melina, Participar en las virtudes de Cristo, Ed. Cristiandad, Madrid 2004, especialmente el cap. II: Una ética de la vida buena y de la virtud, 53-84. M., Rhonheimer, La perspectiva de la moral, o.c.; E. Colom-A. Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos, Ed. Palabra, Madrid 2000, especialmente el cap. VI: Las virtudes morales y los dones del Espíritu Santo, 221-267.
[47] Cfr. J-Mª. Aubert, Vertus, en Dictionnaire de Spiritualité, t. 16, Beauchesne, Paris 1994, 496.
Pio Santiago
Parte de la Tesis doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, en 2004.
1.1.1. Las prácticas sociales
1.1.2. La unidad narrativa
1.1.3. La tradición moral
Recogiendo estas y otras reflexiones, surge la denominada escuela narrativa en el ámbito moral, como un intento por recuperar el punto de vista del sujeto agente, es decir, la perspectiva de la persona que asume la tarea de construir su propia historia. Es una corriente nacida como reacción a la ética de situación, que plantea la cuestión moral como una serie de decisiones separadas y fragmentadas, las cuales se han mostrado conducentes al individualismo y a la soledad[2]. Surge también como reacción a las tendencias existencialistas atomizantes de la vida y de la conducta.
A continuación veremos a grandes rasgos el pensamiento de los principales autores que se han planteado el concepto de virtud en clave narrativa. Antes es necesario precisar que, al presentar una serie de reflexiones vertidas generalmente en ensayos, no es fácil ofrecer un esquema sistemático de su pensamiento, en ocasiones algo confuso y “poético”.
Alasdair MacIntyre es uno de los autores más relevantes de la escuela narrativa de la virtud. En su famoso libro Tras la virtud, después de describir la situación de la Ética Filosófica y las diversas etapas por las que atraviesa la virtud desde Homero hasta la filosofía moderna, MacIntyre intenta desarrollar un concepto moderno de virtud, como parte de aquella “estructura narrativa” que da unidad a la vida moral.
MacIntyre identifica tres concepciones distintas de virtud: la virtud como cualidad que permite al individuo desempeñar su papel social propio (Homero); la virtud como cualidad con la que un individuo progresa hacia el logro de su fin natural (Aristóteles) o sobrenatural (el Nuevo Testamento y Santo Tomás); y por último, la virtud como una cualidad útil para conseguir el éxito terreno y celestial (Benjamin Franklin)[3]. Habiendo descrito estas tres concepciones, MacIntyre expone su concepto narrativo de virtud.
Para MacIntyre, cualquiera que sea la noción de virtud a la que nos acerquemos, indefectiblemente exigirá la aceptación previa de un fondo conceptual, en razón del cual tiene que definirse y explicarse. Así, en la interpretación homérica, el concepto de virtud es secundario respecto del de papel social; en la de Aristóteles es secundario respecto a la vida buena del hombre, concebida como telos de la acción humana; y en la de Franklin es secundario respecto a la utilidad[4]. En esto se evidencia el carácter complejo del concepto de virtud. Éste es el punto clave para MacIntyre: la virtud no puede ser abstraída del contexto sociológico dentro del cual se aprende y se practica.
El marco conceptual del concepto de virtud que propone MacIntyre, está conformado por tres componentes capitales: las llamadas prácticas sociales, el orden narrativo de una vida humana única, y la noción de tradición moral. Se trata, pues, de una definición de virtud en tres momentos, cada uno de los cuales presupone el anterior e introduce un punto de vista nuevo.
Por práctica MacIntyre entiende una actividad humana cooperativa, socialmente establecida, en la que se realizan los bienes inmanentes a la actividad misma, según reglas y pautas de excelencia que definen la propia actividad[5]. En todos los tipos de práctica existen dos clases de bienes: unos externos, que se derivan del ejercicio de la práctica, pero que se pueden obtener también por medios alternativos; y otros internos, que únicamente pueden identificarse y reconocerse participando en aquella práctica. Característica de los bienes externos es que su propiedad y posesión es exclusiva de un individuo, mientras que en el caso de los bienes internos su logro favorece a toda la comunidad que participa en la práctica[6]. Ahora bien, según MacIntyre, los bienes inmanentes a las prácticas se realizan gracias a las virtudes, ya que el ejercicio de las virtudes permite que la actividad corporativa se realice óptimamente.
Aparte de los bienes, las prácticas contienen modelos de excelencia y exigen obediencia a determinadas reglas, impuestas al individuo que se incorpora a alguna. Son modelos con reglas y criterios propios que han de ser respetados, aunque no están exentos de crítica[7].
Encuadrando la virtud dentro de las prácticas, MacIntyre esboza un concepto primario de virtud: “Una virtud es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente el lograr cualquiera de tales bienes”[8]. Con esta primera caracterización, MacIntyre muestra la necesidad de las virtudes para alcanzar los bienes de las prácticas. Por otra parte, subraya que las virtudes definen las relaciones entre personas que comparten los propósitos y modelos que informan las prácticas, modelos de veracidad, de confianza, de justicia y de valor.
El segundo elemento que MacIntyre asocia al concepto de virtud es la estructura narrativacomo característica esencial de la vida moral. Para MacIntyre, en cualquier visión particular de las virtudes, éstas están necesariamente vinculadas a la noción de una estructura narrativa de la vida humana, como medios para alcanzar con éxito la finalidad del proyecto omnicomprensivo de vida.
En su intento de recuperar la comprensión aristotélica de la moral como búsqueda de la vida buena, MacIntyre asimila la unidad de la existencia humana a las narraciones literarias: la vida, como cualquier relato, tiene un inicio, una trama y un fin: “Cuando a veces la persona corriente retrospectivamente se pregunta qué significa la totalidad de su vida, a menudo con la intención de elegir entre futuros alternativos, lo que está preguntando es: ¿con qué concepción de bien he estado comprometido hasta ahora? ¿tengo motivos para cuestionarla? La unidad de la vida como un todo, sobre la que cada ser humano investiga es la unidad de una narración dramática, de una historia cuyo resultado puede ser un éxito o un fracaso para cada protagonista”[9].
Como el mismo MacIntyre reconoce, sus reflexiones son tributarias de las intuiciones de intelectuales dedicados a la literatura y a la filosofía, entre los que se encuentran nombres como Iris Murdoch[10] y Barbara Hardy[11]. Según estos modelos filosóficos, a través de la literatura se alcanza el mejor grado de comprensión de las acciones humanas. En esta línea de reflexión, para MacIntyre la unidad de la vida individual radica en la unidad de la narración encarnada por una vida única, cuya bondad, por consiguiente, consiste en conservar mejor su unidad y llevarla a plenitud[12]. Y así, “el desafío de una vida humana será la de configurar una vida digna de ser narrada: por la misión que llevó a cabo, por la fidelidad a su vocación, por el influjo irradiador de esa vida en los demás y en la sociedad. Una vida tendrá sentido cuando sea digna de ser contada, y para ello, debe tener una cierta dirección, unidad, coherencia y continuidad”[13].
La narrativa entonces ya no es obra exclusiva de poetas, dramaturgos y novelistas. Según MacIntyre, el quehacer moral cotidiano es también narrativa, dentro de la cual cada una de las acciones viene dotada de sentido. Las acciones y las personas mismas se presentan y se caracterizan como formas narrativas. Por tanto, la narrativa no puede ser comprendida como un disfraz ni decoración[14].
Una de las más criticadas tesis de MacIntyre es que los actos morales adquieren inteligibilidad cuando son apreciados como eventos concatenados de una historia: la narrativa se convierte así en la clave de valoración moral: “Porque vivimos narrativamente nuestras vidas y porque entendemos nuestras vidas en términos narrativos, la forma narrativa es la apropiada para entender las acciones de los demás”[15]. Se le ha acusado de pretender resolver un problema filosófico mediante la investigación histórica, transfiriendo la competencia de la filosofía para la caracterización racional de la virtud y de los actos virtuosos, a la historia[16].
Vemos, pues, que el punto clave en la recuperación que MacIntyre hace de la herencia aristotélica es la noción de la estructura narrativa de la vida moral. Lo que el concepto de narrativa aporta al análisis moral es la noción de la vida de la persona como unidad inteligible y ordenada. Las acciones así comprendidas no son aisladas sino que dejan una huella permanente en el agente. Asumiendo esta concepción, algunos moralistas señalan que, por ejemplo, en ética médica se entiende que una enfermedad grave o una lesión van a truncar la narración unitaria que es la vida de una persona, porque significan en cierta medida la pérdida del control sobre la propia historia de la vida[17].
El aspecto narrativo proporciona al análisis moral la noción de la vida de una persona como una unidad ordenada e inteligible. Este telos presupone nociones fundamentales como carácter, identidad, virtud. Es decir, ser un agente moral supone a la vez mostrar un proyecto inteligible, una narración coherente de la historia de uno mismo y de sus acciones, en cuanto meritorias o culpables, que merecen castigo o premio[18].
Después de exponer la estructura narrativa de la vida humana, MacIntyre adelanta su segunda acepción de virtud, vinculada a esta búsqueda de plenitud de toda la existencia: “Las virtudes han de entenderse como aquellas disposiciones que no sólo mantienen las prácticas y nos permiten alcanzar los bienes internos a las prácticas, sino que también nos sostienen en el tipo pertinente de búsqueda de lo bueno, ayudándonos a vencer los riesgos, peligros, tentaciones, y distracciones que encontremos y procurándonos creciente auto-conocimiento y creciente conocimiento del bien”[19].
Profundizando, MacIntyre identifica dos características claras que resaltan en la estructura narrativa de la vida moral: la impredicibilidad y la teleología. La impredicibilidad, porque nunca sabremos exactamente lo que sucederá en el futuro, a pesar de todas las precauciones que podamos tomar para actuar. Y la teleología, porque, no obstante la impredicibilidad, nuestras acciones siempre tienen una finalidad, un futuro esperado de alguna manera, un telos[20].
Por otra parte, las narraciones son medios de aprendizaje y afirmación de los roles sociales. A través de ellas, las personas llegan a conocer con mayor profundidad las exigencias de la sociedad a su “personaje”. Por ejemplo, escuchando narraciones “los niños aprenden o no lo que son un niño y un padre, el tipo de personajes que pueden existir en el drama en que han nacido y cuáles son los derroteros del mundo. Prívese a los niños de las narraciones y se les dejará sin guión, tartamudos angustiados en sus acciones y en sus palabras” [21].
Este modo de concebir la vida humana como unidad teleológica, se enfrenta a la dificultad de tipo sociológico de la independencia que mantienen entre sí todos los aspectos en los que se desarrolla la actividad del sujeto. Tiene que hacer frente también a dos dificultades de orden filosófico: por un lado, la filosofía analítica, que tiende a pensar fragmentariamente la acción humana y a descomponer la conducta en “acciones básicas”; y, por otro, el existencialismo sartriano, que separa drásticamente el individuo y los papeles que representa, de manera que la vida termina por parecer una serie de episodios sin conexión[22].
Las prácticas, junto a los bienes internos y externos que incluyen, quedan comprendidas dentro del marco conceptual más amplio de la tradición, que les confiere sentido y a través de la cual se transmiten. “La historia de nuestras vidas aparece, por lo general, típicamente encajada y hecha inteligible en las historias más amplias y extensas de numerosas tradiciones”[23]. Todas las acciones humanas cuentan necesariamente con un contexto, de modo que identificar una acción implica también identificar el contexto en el que se realiza. Y así, la acción se hace plenamente inteligible cuando es narrada dentro de la historia en la que se desarrolló[24].
Según MacIntyre, la vida buena de cada hombre se ejercita a través de las prácticas que reciben su sentido de la tradición. La búsqueda del bien está definida por el encuadramiento del individuo en una tradición. La historia de cada individuo está inmersa dentro de otra gran historia que es la historia de su propia comunidad, de su tradición, de la que deriva gran parte de su identidad. Así pues, el hombre es, en gran medida, lo que ha heredado de una tradición específica, que él mismo se encarga de transmitir a las generaciones venideras. Su actuar no puede calificarse como el de un “individuo” abstracto, sino que es hijo, padre, maestro, etc., es decir, es una parte inseparable de la comunidad en la que tiene lugar la narración de su vida. De este modo, entre lo que constituye su bien y el bien de la comunidad a la que pertenece, no puede existir contraposición[25].
Vista la importancia que se ha de reconocer a la tradición, según MacIntyre, no se puede aprender y ejercitar la virtud sino como parte de alguna, la cual heredamos y discernimos de una serie de predecesoras[26].
La vida humana comprendida según los moldes de la narrativa, se convierte en una tarea, en una empresa, en un itinerario hacia la plenitud; no exenta de dificultades, sino amenazada a cada paso por peligros morales y físicos a los que es preciso enfrentarse. En este caminar las virtudes encuentran su lugar como cualidades cuya posesión y ejercicio conducen al éxito de la empresa, y los vicios, como cualidades que llevan al fracaso. El modo de entender las virtudes y los vicios dependerá de la concepción que se tenga de éxito y fracaso, porque responder a la pregunta de la plenitud de la vida, es responder también a la pregunta acerca de qué son las virtudes y los vicios. Estas afirmaciones revelan cómo, para MacIntyre, la creencia en cierto tipo de virtudes y la convicción de que la vida humana muestra un cierto orden narrativo, están intrínsecamente vinculadas[27].
En suma, para el filósofo escocés, el ejercicio de las virtudes o su ausencia permite o no los bienes derivados de las prácticas, configura de una manera o de otra la unidad narrativa individual, y refuerza o destruye las tradiciones. La finalidad de la virtud no es sólo mantener las relaciones necesarias para que se logre la multiplicidad de bienes internos a las prácticas, o sostener una forma de vida individual en donde la persona pueda buscar su bien en cuanto que bien de la vida entera; sino también mantener aquellas relaciones que proporcionan, tanto a las prácticas como a las vidas individuales, su contexto histórico necesario. La falta de virtudes corrompería las tradiciones, como también las instituciones y las prácticas que derivan su vida de dichas tradiciones, de las que son encarnaciones contemporáneas. Esto para MacIntyre implica la necesidad de admitir una virtud adicional: la de tener sentido adecuado de las tradiciones a las que uno pertenece y con las que uno se enfrenta. No se trata de ningún conservadurismo cerrado, sino de la comprensión de las posibilidades futuras que el pasado pone a disposición del presente. El catálogo de virtudes deberá también incluir las necesarias para mantener familias y comunidades políticas tales que hombres y mujeres puedan buscar juntos el bien[28].
Al vincular las virtudes con las prácticas y la tradición, MacIntyre cuida de que no sean confundidas con las simples habilidades. Éstas son disposiciones que se ponen en práctica para tener éxito en un tipo particular de situación, y como tales algunas veces son llamadas virtudes: la virtud de un buen administrador, de un buen jugador; pero no dejan de ser meras habilidades profesionales empleadas para situaciones muy particulares. Contrariamente, las virtudes se manifiestan en situaciones muy diversas, y muchas veces no tienen la misma pretensión de “eficacia” en el sentido de las habilidades profesionales[29].
Al parecer, MacIntyre, más que crear un concepto de virtud, intenta fundar la unidad de la virtud en la unidad de la vida entendida en términos narrativos. Sus esfuerzos por afirmar la unidad de la vida moral se enfrentan fundamentalmente a la comprensión fragmentaria de la conducta propia de las teorías existencialistas. Por otra parte, cuando MacIntyre habla de “estructura narrativa” de la vida moral, asume la narrativa como un modelo más de unidad de la vida moral. La estructura narrativa la concibe como forma, expresión de la unidad de la vida. Con todo esto MacIntyre está detrás de un intento contemporáneo de encarar cada vida humana como un todo, como una unidad, cuyo carácter provea a las virtudes de un telosadecuado.
Si asumimos la reflexión de MacIntyre, comprobaremos que, situados en una historia particular, no somos capaces de decir con seguridad que nuestra tradición es la mejor, y la que ofrece los contenidos verdaderos de las virtudes. Al reconocer este hecho, parece que estaríamos asomándonos a las peligrosas aguas del relativismo. Después de Tras la virtud,MacIntyre ha publicado Justicia y Racionalidad, obra en la que se pregunta qué noción de racionalidad es superior tomando en consideración las tradiciones en las cuales los filósofos fueron formados (Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Hume). Con esto, completa las reflexiones de Tras la virtud sobre la cuestión de la estructura narrativa de la moral y el concepto de virtud que se obtiene desde este particular punto de vista. Sumando ambos libros tenemos una clara exposición del pensamiento de MacIntyre.
A pesar de muchas imperfecciones que le fueron advertidas, la teoría de MacIntyre sobre la relación entre moralidad, narrativa y tradición, fue bastante innovadora cuando la propuso, y sirvió de base para el trabajo posterior de muchos otros filósofos en la misma línea, pero con algunas facetas distintas[30].
Dentro del movimiento de retorno a la virtud, tiene lugar una aproximación peculiar que busca penetrar en la vida y racionalidad moral desde el punto de vista de literatura narrativa. Surge como una reacción frente a la separación actual, denunciada en varias ocasiones, entre expresión artística y verdad. Reivindicando la autonomía de la estética, se había llegado a la idea de que la expresión artística debe estar al margen de cualquier horizonte de significado humano integral[31]. Simultáneamente, siendo la novela un medio tradicional de expresión de la experiencia ética, en los últimos años, se han incrementado los estudios sobre cómo la literatura ayuda a entender la realidad y a elegir según el bien verdadero[32].
Entre los autores más relevantes dedicados a resaltar la interdependencia entre filosofía y literatura narrativa, destaca la filósofa norteamericana Martha Nussbaum[33]. En sus numerosas publicaciones se ha dedicado al estudio de las relaciones de la ética con las diversas manifestaciones de la cultura, particularmente la literatura clásica y la poesía.
En contraste con las actuales corrientes de la crítica literaria, para Nussbaum, la narrativa no es primariamente una cuestión de lenguaje, sino la creación de un mundo de personajes peculiares cuya conducta es aprobada o desaprobada por el lector. Es un diálogo moral entre éste y el escritor. Apelando a la tradición clásica, especialmente la aristotélica, Nussbaum señala que lo esencial de una obra narrativa son las experiencias y los temores humanos, la participación en las situaciones de los personajes, por los cuales, aunque se tenga conciencia de que es una ficción, nace en el lector un verdadero interés que lo lleva a seguir la trama e ir adelante en su lectura[34].
Una de los más graves errores de las ideas modernas dominantes es haber ensombrecido la interacción entre filósofos y literatos, desaprovechando las enormes posibilidades que ofrece la literatura para la exposición filosófica. En el intento de recuperar esta interacción en sus obras, Nussbaum busca superar las fronteras tradicionales que, en el ámbito académico, median entre la literatura y la moral. Con ello invita a moralistas y literatos a repensar la influencia recíproca entre sus respectivas disciplinas.
Pero mientras MacIntyre recurre a la narrativa en orden a explicar los fines de las virtudes, Nussbaum va más allá, convirtiendo la analogía de MacIntyre en identidad: “La novela es en sí misma un producto moral, y la vida buena es una obra de arte literaria”[35]. La primera tesis, la más controvertida de la autora, constituye el centro alrededor del cual ha desarrollado todo su pensamiento. Para ella, los géneros literarios son en sí mismos formas de conocimiento, maneras de conocer el mundo humano que deben ser incorporadas dentro de la filosofía tradicional. La novela es un producto moral y la conducta del escritor es una conducta moral. Por consiguiente, “la tarea del artista es una tarea moral” porque tiene la responsabilidad de transmitir los valores de la vida buena. No cabe la actividad neutra del escritor; por el contrario, el contenido moral de una obra expresa el sentido de la vida de artista[36].
Por otra parte, Nussbaum contempla la vida moral como una actividad artística, en la que nos creamos a nosotros mismos como seres que actúan moralmente, de la misma manera que el artista crea una obra de arte[37].
Un tercer aspecto que la literatura puede aportar a la reflexión ética es lo que ella llama “imaginación narrativa”: aquella capacidad del moralista de imaginarse en la situación de otra persona, de entender su historia personal, de intuir sus emociones, sus deseos y sus esperanzas[38]. Con la narrativa se logra no sólo una mejor descripción de la experiencia moral, sino que también se penetra en la complejidad de los dilemas y conflictos éticos del sujeto agente. La narrativa y el drama son parte de la práctica moral. De hecho, la práctica moral se desenvuelve según el esquema típicamente narrativo de la búsqueda de una solución a una situación problemática. Y dado que en esta búsqueda el sujeto interviene con su propio carácter complejo, inmerso en una variedad de relaciones personales con otros sujetos e involucrado dentro de eventos incontrolables y contingentes, la práctica moral presenta aquellos contrastes que hacen de ella un drama[39].
Por este motivo, Nussbaum intenta hacer filosofía moral partiendo de los textos narrativos, concretamente con las tragedias griegas. “Por lo general se piensa que ambos tipos de textos (la literatura y la filosofía) tienen poco en común y tratan las cuestiones éticas de maneras muy diferentes. Sin embargo, para los griegos existían las vidas humanas y sus problemas, y por otra parte, diversos géneros en prosa y verso, en cuyo marco se podía reflexionar sobre tales asuntos. De hecho, los poetas épicos y trágicos eran tenidos como pensadores éticos de importancia fundamental y maestros de Grecia; nadie juzgaba sus obras menos serias, menos consagradas a la verdad que los tratados especulativos en prosa de historiadores y filósofos”. Por tanto, según Nussbaum, sería una grave injusticia contra la tragedia griega dar por sentada la distinción entre filosofía y literatura y pensar que es posible prescindir, sin más, de las obras literarias en una investigación que busca la verdad ética[40].
Para Nussbaum, las virtudes morales se comunican mejor a través de la recreación de una experiencia propia, es decir, contando una historia, despertando la imaginación y los sentimientos del interlocutor con recursos narrativos. “Las imágenes y los símiles resultan muy útiles para que el oyente comparta la experiencia y la recree en su interior (...). El mejor modo de aprender determinadas verdades sobre la experiencia humana es vivirlas en su particularidad. Sin embargo, dicha particularidad no puede captarse sólo mediante el pensamiento ‘en sí mismo y por sí mismo’. Como dirían Esquilo y Sófocles, a menudo es necesario el aprendizaje mediante la actividad cognoscitiva de la imaginación, las pasiones e incluso los apetitos, situándose en el interior de un problema y sintiéndolo. Ahora bien, no todos podemos experimentar todo lo que deberíamos saber para vivir bien. La literatura, con sus narraciones y sus imágenes, constituye una prolongación de nuestra experiencia y nos anima a comprender y desarrollar nuestras respuestas cognoscitivo-pasionales”[41].
Especialmente los poemas trágicos, en virtud de sus temas, suelen abordar problemas sobre el ser humano que un texto filosófico puede omitir o evitar. La obra filosófica habitual en nuestra tradición, tan distante de la biografía de personajes concretos, a menudo pierde de vista todas esas facetas en su búsqueda de consideraciones más sistemáticas y de mayor pureza. Para demostrar esto, Nussbaum compara las reflexiones de las tragedias griegas sobre un conflicto práctico, con las soluciones que proponen al respecto varios textos filosóficos modernos. Como resultado, resalta las ventajas de las primeras: “Si pretendemos examinar diversas concepciones sobre el conflicto práctico y si la tragedia, por su propia naturaleza, ofrece un planteamiento característico, tendremos ya una razón, no sólo para sospechar de las fronteras interdisciplinares convencionales, sino también para juzgar que la poesía trágica debe formar parte de la investigación ética”[42].
En este contexto, insiste Nussbaum, se han de entender y expresar las virtudes. La mejor exposición de lo que es la virtud en general y cada una de las virtudes, la encuentra la autora en la Ética a Nicómaco de Aristóteles. La ética aristotélica tiene en cuenta todas aquellas exigencias de concreción y sensibilidad que ofrece la narrativa. Es una aproximación ideal porque sabe combinar muy bien los elementos teóricos con una profunda percepción de las circunstancias de la vida humana. Y lo hace sin menoscabo de la objetividad, contrariamente a aquellos que, defensores de una perspectiva ética basada en las virtudes aristotélicas, consideran que el único criterio de bondad moral son las tradiciones y prácticas locales[43]. Aristóteles estructura muy bien su aproximación ética porque comienza por la caracterización de la esfera de experiencia universal, introduciendo luego la virtud dentro de aquella. Estas esferas que corresponden a todo el género humano, resultan mejor expresadas con la narrativa: por ejemplo, el miedo a los peligros graves como la muerte, la inclinación a vivir dentro de una comunidad, etc.
Para salvar la objetividad de las normas, Nussbaum persigue ligar los elementos narrativos a la racionalidad aristotélica. En su planteamiento, la narrativa en sí no es un criterio moral, pero sólo con ella se puede transmitir la rectitud de las acciones. La rectitud y la descripción narrativa van ligadas internamente, ya que “la buena acción no es sosa, apagada y monótona”[44].
Por otra parte, Nussbaum se cuida de afirmar que cualquier literatura sirve para caracterizar la virtud: “No se trata tanto de una diferencia filosófica cuanto de personalidad y talento. Si se piensa que la gran literatura posee auténtico potencial para la búsqueda de la verdad, no se hace literatura de cualquier manera. Efectivamente, se sabe que los elementos éticamente valiosos son inseparables del genio poético; que una obra mediocre no sirve para el aprendizaje”. Por ello, se da por sentado la buena calidad de las obras literarias: sirven obras bien hechas, profundas, “verdaderas”, y son inútiles, incluso desviantes y dañosas, las obras de escasa calidad o éticamente negativas[45].
Este autor protestante es uno de los más conocido teólogos morales norteamericanos; de los más leídos y citados, especialmente dentro del ámbito anglosajón[46]. Sus obras reflejan cierta afinidad con la Teología Moral católica, quizá porque gran parte de su pensamiento lo desarrolló siendo profesor en la Universidad Católica de Notre Dame. Su extensa producción comprende una treintena de libros y más de 350 artículos sobre temas variados como estudios bíblicos, espiritualidad, eclesiología, moral social, etc. Pero destaca especialmente gracias a sus trabajos sobre el carácter, la virtud y la narrativa[47].
Al igual MacIntyre, muchos de sus trabajos tienen de fondo una actitud crítica frente al liberalismo. Es un “fenómeno complejo e históricamente ambiguo” que informa la forma de pensar de la sociedad contemporánea[48], pero que a la vez es “intrínsecamente decepcionante”, pues en su intento de enseñarnos a “huir” de toda autoridad moral, a lo que realmente conduce es al desengaño. En nombre de la “libertad”, lo único que ha conseguido es socavar la capacidad de buscar el bien verdadero[49].
Hauerwas mismo confiesa que su pensamiento se ha desarrollado alrededor de su postura anti-liberal, que le ha llevado a contradecir duramente la identificación en política del cristianismo con la democracia liberal.[50]
Sus estudios de doctorado sobre la doctrina protestante, le llevaron a repensar la máxima de lasola fides, llegando a la conclusión de que muchos protestantes, entendiéndola equivocadamente, han sustraído las virtudes de la ética cristiana. De ahí que el propósito de Hauerwas sea recuperar el protagonismo original de la virtud en la vida cristiana.
En sus obras, Hauerwas recoge también la tradición sobre las virtudes que se remonta a Santo Tomás y, a través de él, a Aristóteles. La exposición tomista de las virtudes ejerce una gran atracción sobre Hauerwas, porque está centrada sobre qué tipo de persona debe ser el cristiano y no tanto sobre qué está obligado a hacer[51]. Sobre Hauerwas también han influido dos profesores de la Universidad de Notre Dame: John Howard Yoder, teólogo protestante, y especialmente Alasdair MacIntyre. De hecho, gran parte del éxito editorial de Hauerwas en los años ochenta se debe al interés por la virtud que suscitó Tras la virtud. Cuando en 1981 aparece esta obra, Hauerwas inmediatamente se identifica con la postura crítica de MacIntyre sobre la ética de nuestro tiempo, y asume el marco comunitario de MacIntyre para elaborar su pensamiento sobre la narrativa y las virtudes[52].
Para Hauerwas, en el centro de la práctica multisecular cristiana están la repetición de ciertas historias y el cultivo de ciertos hábitos y disposiciones. Como más adelante veremos, sus reflexiones no consisten tanto en buscar principios racionales de moralidad, cuanto en analizar el contenido de las prácticas éticas que los cristianos han vivido y viven como miembros de la Iglesia[53].
Stanley Hauerwas, considerado por algunos el más significativo e influyente exponente de la Teología Narrativa[54], encuentra tres razones que justifican el uso de la narrativa en teología: la primera es que la narrativa despliega formalmente nuestra existencia y la del mundo en que vivimos como seres contingentes. Si el mundo y la historia son contingentes, la narración es el mejor modo de describirlos. La segunda es que la narrativa es la forma más característica de nuestro auto-conocimiento como seres históricos, que deben explicar su relación con realidades temporalmente alejadas. A causa de su naturaleza histórica, el hombre se comprende a sí mismo como una historia, cuyo sentido encuentra en las distintas historias de una comunidad con las que interactúa. Finalmente, Dios mismo se ha revelado narrativamente, en la historia de Israel y en la vida de Jesucristo; por estas dos historias hemos conocido a Dios. El cristianismo encamina al hombre a conocer su propia historia y la del mundo que le rodea, en tanto contenidas en la misma historia de Dios[55].
Al ser la narrativa la mejor forma de hablar de Dios y del mundo, para Hauerwas, la exposición teórico-sistemática y otros modelos para enseñar la moral que no sean narrativos, devienen secundarios. La disertación doctrinal debe ser usada para esquematizar la historia, como una herramienta que nos permita conocer mejor la historia misma[56].
El cristianismo nos da los medios para reconocer y asumir críticamente otras historias, de manera que vivamos mejor la nuestra. Mediante la participación en la historia del cristianismo, los cristianos aprendemos las prácticas y habilidades que permiten ver el mundo de una forma nueva. Nuestra historia nunca es independiente, sino que constantemente nos encontramos en la trama de otras historias más comprensivas: la de nuestra familia, la de nuestra región, la de nuestro país, o la de la tradición occidental, etc. Dentro de este entramado, nuestra tarea moral consiste en adquirir las virtudes y los hábitos, es decir, un determinado modo de ser, que nos permita entrar en diálogo con varios tipos y niveles de narrativa, de forma segura y verdadera[57].
El pensamiento de Hauerwas está caracterizado por la tesis de que la ética cristiana debe centrarse en la historia y, específicamente, en la historia de la Revelación de Dios en Jesucristo, para determinar qué es lo que Dios quiere que hagan y, sobre todo, sean los cristianos. Con esto quiere hacer hincapié en que los criterios morales del cristianismo deben ser internos a la misma tradición cristiana. Hauerwas rechaza que, para una adecuada interpretación de la ética cristiana, se deban tener en cuenta algunos criterios de racionalidad externos a la tradición cristiana[58].
En su rechazo del individualismo latente en muchas doctrinas morales modernas, Hauerwas centra su exposición moral en una comunidad particular: la Iglesia, y se pregunta qué tipo de comunidad debe ser ésta, para poder ser considerada verdaderamente como la Iglesia de Dios revelada en Cristo. En otras palabras, qué debe hacer la comunidad de los cristianos para ser parte de la misma historia de Cristo. Este interrogante es el punto de partida de su teoría de la virtud, y para responder a él, antes debe responder a la siguiente pregunta: ¿Qué virtudes debemos poseer para poder participar y sostener la vida de la Iglesia como comunidad creyente y fiel?
Al ser los cristianos parte de la Iglesia están llamados a ser testigos del reino de la paz, siendo discípulos de Cristo. Como una vida de “discipulado”[59], la vida cristiana debe consistir fundamentalmente en la formación, una transformación continua, de la propia persona dentro de esta comunidad formada por la tradición que es la Iglesia[60].
Con esto Hauerwas busca recalcar que la existencia cristiana ha de ser aprendida y, por tanto, requiere práctica. Compara entonces el ejercicio de la virtud con la tarea de aprendizaje que se requiere para ser artesano, o para tocar algún instrumento musical, o para aprender algún idioma (prácticas que en sí mismas son morales). La artesanía se aprende fundamentalmente convirtiéndose en aprendiz de artesano y trabajando con él. Esto implica no solamente talento y el desarrollo de unas determinadas habilidades, sino aprender el lenguaje relacionado con esta práctica. Un lenguaje que incluye “la historia de la artesanía”. Porque para la enseñanza de alguna práctica, la persona ha de ser iniciada dentro de la tradición y la historia que se conservan en una comunidad[61].
Al describir el proceso moral de esta manera, para Hauerwas importa el “qué” hacer, pero más todavía el “cómo” se hace. La excelencia moral se logra, entonces, a través de la práctica y del ejemplo. Ser educado moralmente implica ser formado de determinada manera, haber aprendido a ver, a describir, a desear y a actuar correctamente[62].
En sus escritos, Hauerwas postula la primacía y la interdependencia entre la narrativa y la comunidad, no sólo en el cristianismo, sino en toda tradición moral. Siguiendo a MacIntyre, señala que todas las tradiciones morales están de tal manera ligadas a un contexto, que sólo son inteligibles dentro de una comunidad particular. Por esta razón, el proyecto ilustrado de justificar la moralidad para todos los tiempos y para todos los lugares, basado en las exigencias de la razón humana, ha fracasado. Toda la moralidad está necesariamente ligada a una comunidad particular y sus tradiciones. Frente a la idea de moralidad de la Ilustración, Hauerwas define que el objetivo de la ética cristiana es reflejar, cada vez más profundamente, lo que es característico de las narraciones formativas de la Iglesia. Por la influencia de la noción kantiana de la racionalidad, existe “el temor de que si admitimos la naturaleza histórica de nuestras convicciones morales, habríamos de reconocerlas como arbitrarias y posiblemente falsas. Pero tal temor es infundado, en cuanto no existe otro fundamento para nuestras convicciones morales que la experiencia histórica y narrativamente contada de una comunidad”[63].
Lo expuesto explica la importancia que da Hauerwas a los ejemplos y a la narración de historias en la educación moral. Para él la forma narrativa, el contar historias, deber ser frecuentemente usada para dar razón de la virtud; y al revés: sólo si se tiene un concepto acertado de una virtud particular, se estará en condiciones de contar historias sobre personas que viven ejemplarmente esta virtud[64].
Además de los relatos bíblicos, Hauerwas a menudo recurre a la literatura inglesa para comunicar las distintas situaciones éticas. Por ejemplo, usa la escena de la novela de C. S. Lewis, La silla de plata, para reflexionar sobre la “renovación de la Teología Moral”[65]; subraya la importancia de determinados hábitos para combatir el auto-engaño con la ayuda de la autobiografía de Albert Speer’s[66]; describe su concepción de la ética social mediante la historia de los conejos en la novela de Richard Adams La colina de Watership[67]; describe la virtud de la esperanza a través del drama de Tomás Moro[68]; etc. Su libro Nameling the Silences, sobre Dios, la medicina y el misterio del sufrimiento, consiste principalmente en contar historias sobre niños enfermos y a punto de morir, y en Resident Aliens recrea diversas historias sobre la vida ordinaria de la Iglesia. De esta manera llama la atención para una reflexión teológica sobre la narrativa y las historias morales. Aclara, sin embargo, que esto no se debe entender como una mera técnica pedagógica, sino como una forma esencial de reflexión ética.
Su concepción intrínsecamente histórica y comunitaria de la existencia humana, y su radical oposición a la ética kantiana y liberal, constituyen el marco dentro del cual Hauerwas sitúa la virtud.
De entrada enfatiza la incompatibilidad entre la teoría moral radicada en la justificación racional de las normas, y la ética de la virtud. Las rígidas reglas morales que se aplican fundamentalmente en casos problemáticos, contrastan con las virtudes, cuyas aplicaciones prácticas no están exhaustivamente determinadas y son flexibles, aplicables a la vida entera[69]. Es más, la manera en que nos aproximemos a las normas y a los dilemas éticos depende en gran medida de nuestro propio carácter, porque incluso la capacidad de reconocer un problema moral es una virtud: “El tipo de dilemas a los que nos enfrentemos dependerá del tipo de persona que seamos y del modo en que hayamos aprendido a construir el mundo, a través de nuestro lenguaje, de nuestros hábitos y sentimientos”[70].
Por otra parte, la Iglesia, en cuanto comunidad asentada en la historia de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret, tiene como primer objetivo moral esforzarse por ser fiel a esta historia en su vida como comunidad, y formar a los cristianos en los hábitos necesarios para ser fieles a estas historias, incluso en medio de los requerimientos contrarios que se presentan en la vida. De aquí Hauerwas deduce su noción de Iglesia como “comunidad de la virtud”, ya que las virtudes son “determinados hábitos requeridos para vivir fieles a la tradición moral a la que se pertenece”[71]. Estas virtudes pueden ser adquiridas sólo a través de la incorporación a la historia de las comunidades en las que se ha nacido. Sólo así, en la participación de la vida de la Iglesia, el hombre podrá formar un verdadero carácter cristiano. Por la participación en la vida de la comunidad y transmitiendo ésta a las nuevas generaciones, los cristianos mantienen la vida de la Iglesia y el testimonio que ella da de la historia de Jesucristo[72].
Dentro de este marco conceptual, más que como principios morales aceptables universalmente, Hauerwas concibe las virtudes como manifestación del compromiso de los cristianos en cuanto miembros de una comunidad. Por eso su noción de virtud no deriva de una determinada concepción de la naturaleza o del bien humanos, sino de la misma historia del cristianismo y de la idea de la vida que ésta manifiesta. Esta vida viene descrita por él en términos análogos a un viaje que requiere ciertas virtudes para completarse con éxito. Las virtudes, entonces, no son entendidas auto-referencialmente, sino “como habilidades de quienes intentan ser fieles en un viaje crucial para cumplir el designio de Dios sobre el mundo”[73].
Para Hauerwas, las virtudes no deben ser mostradas en términos generales y abstractos, como aplicables a cualquiera y en cualquier circunstancia, sino más bien ligadas a la comunidad cristiana y a su historia, desde que fue fundada por Jesucristo. No obstante lo anterior, Hauerwas afirma que las virtudes de las distintas comunidades son las mismas: toda comunidad requiere virtudes como la veracidad, la confianza, la esperanza y el amor; pero, para los cristianos por ejemplo, el sentido de su fe y de su esperanza, así como el tipo de amor que deben practicar entre sí, deriva de la tradición que da forma a su comunidad[74].
Como vemos, Hauerwas no desarrolla una determinada noción de telos de la naturaleza humana como fin de las virtudes. En su lenguaje metafórico, el término “viaje” implica un conocimiento imperfecto del lugar al que conduce, porque “en el viaje de la fe, no tenemos una idea clara de en qué consistirá nuestro fin, excepto que será la verdadera y completa amistad con Dios”[75]. El telos consiste en la narración misma, y por eso el bien no resulta más claramente definido, en cuanto que ‘fin’, que en el sentido de un viaje en el que la comunidad se encuentra a sí misma. El telos se encuentra en la historia, de ahí que el diálogo de una comunidad no es sobre el bien todavía no alcanzado, sino que el diálogo es el bien, en cuanto que a través del diálogo la comunidad se mantiene fiel a la narración[76].
Para Hauerwas, es la historia cristiana la que va formando el contenido de las virtudes, y la que nos señala cuáles son las principales. Por eso, este autor no proporciona ningún elenco de virtudes, aunque enfatiza algunas como la esperanza y la paciencia, dada su importancia para aquellos que han emprendido este “viaje”. La paciencia es necesaria para que la Iglesia siga viva, como un pueblo apacible en medio de un mundo violento. Y sin la paciencia, la esperanza cristiana corre el riesgo de convertirse en fanatismo, o en presunción. Con paciencia la Iglesia no pierde la esperanza en Dios y en sus promesas.
De esta manera queda clara la convicción de Hauerwas de que para testimoniar el Reino de Dios, la Iglesia, en cuanto “comunidad de la virtud”, debe estar constituida por personas que practiquen las virtudes necesarias para mantenerse en este “viaje” que es la historia del cristianismo.
Sin duda la escuela narrativa ofrece sugerentes reflexiones que pueden ser útiles para una mejor comprensión del entorno que se debe atender y las circunstancias en las cuales ha de ser transmitida la virtud. Tanto la referencia a una comunidad y a su tradición, como a la literatura dramática o parenética no son usuales en las obras de ética.
MacIntyre, en su esbozo de historia de la virtud, muestra bien que las virtudes son excelencias reconocidas y cultivadas en una comunidad. Por su parte, Hauerwas desarrolla su teoría del carácter a partir de la consideración de que la comunidad, al transmitir sus narraciones, se convierte en el lugar donde se forma el carácter. El mismo Giuseppe Abbà se muestra muy favorable a estos planteamientos: “No se puede teorizar sobre la virtud si no partimos de este tipo de experiencia. Ahora bien, las narraciones de una comunidad se expresan sobre todo en su literatura: las teorías de la virtud aristotélica y tomista no se comprenden más que sobre el trasfondo de una abundante literatura antigua y medieval sobre las virtudes y los vicios”[77].
Ciertamente la buena literatura y la narrativa pueden aportar mucho a la comprensión de la virtud, porque en ellas se puede apreciar con más claridad la moralidad desde el punto de vista del sujeto agente. Involucrando al lector en los afectos de la práctica moral, “la narración y el drama le desvelan su propio carácter y el de los otros, despliegan lo que se prueba en el deliberar y en el decidir: la seriedad de la puesta en juego, la inquietud ante alternativas inciertas, el posible conflicto entre ethos social y conciencia personal, la irrevocabilidad de las consecuencias de la acción o de la omisión; intensifican el atractivo de la vida buena, de la amistad, de la búsqueda de Dios y de lo verdadero; pero también el escándalo del error, de la miseria, de la pena y de la ruina”[78].
También Pérez-Soba expresa una valoración positiva: la narrativa ofrece un modo de ver la Teología Moral no como el juicio del observador imparcial sobre actos exteriores, sino como el modo que tiene una persona de construir su propia vida como una historia. El acierto de la corriente narrativa radica en que “sabe retornar a las fuentes primeras de la moral en la que el papel de la literatura es fundamental en cuanto muestra las distintas decisiones como un modo de construir la propia historia. En ella se evidencia la necesidad que tiene el hombre de un conjunto de relaciones personales y un entorno social significativo para la comprensión de su propia vida como una historia”[79].
La ética narrativa en la medida en que puede efectivamente ayudar a comprender mejor la unidad de la vida moral, se sitúa en la perspectiva de la primera persona[80]. Pero se trata siempre de una aproximación fenomenológica e histórica, cuyas pretensiones no van más allá de una mejor comprensión del fenómeno moral. Con todo, reconocer las ventajas de esta aproximación no significa dejar de lado la teorización racional sobre el contenido y fin de las virtudes. De hecho, el reparo más difundido contra esta escuela es el relativismo, por no dar cuenta de una racionalidad práctica, imprescindible para cualquier exposición de las virtudes, pues tanto MacIntyre como Hauerwas no establecen ningún criterio valorativo de las distintas prácticas y tradiciones.
De ahí que los resultados de la propuesta de MacIntyre en Tras la virtud, no hayan parecido satisfactorios en su momento, especialmente por prescindir completamente de la antropología de la virtud y por la falta de una teoría de la razón práctica[81]. MacIntyre sin embargo ha tratado de suplir estos defectos en su obra posterior Justicia y Racionalidad. En su defensa, este filósofo ha afirmado la necesidad inexorable de los procedimientos de la racionalidad práctica para lograr la adecuación de medios y fines, especialmente en una sociedad en la que conviven distintos paradigmas sobre la vida buena. Lo que los seres humanos comparten entre ellos por naturaleza, como seres racionales, es algo que nunca puede variar. Y esto, de hecho, son los requerimientos impuestos por los preceptos de la ley natural[82].
Otros autores conceden que efectivamente la virtud se forma en una determinada sociedad, a través de nuestra participación en juegos, escuchando historias y otras prácticas. Incluso admiten que la razón práctica normalmente se ejercita dentro de una comunidad específica; sin embargo, objetan que no se puede dar el mismo valor normativo a todas las sociedades. En esta línea, algunos sectores feministas reclaman que no todas las comunidades ofrecen una interpretación verdadera de las virtudes. Por ejemplo, la justicia, siendo la virtud de dar a cada uno lo suyo, no puede ser verdadera en una comunidad estructurada patriarcalmente, pues ésta no puede reflejar con exactitud lo que el hombre y, en particular, la mujer, merecen[83].
Parece, pues, insuficiente la aproximación narrativa de la virtud si ésta no es estructurada según los criterios de racionalidad de la ley natural. Como bien apunta Noriega, “la virtud no es sólo un rasgo de carácter determinado por una visión del mundo, implica la intencionalidad a un modo determinado de actuación (bien operable) y una integración de los diversos dinamismos en juego, ya que la persona humana existe como corpore et anima unus, y su acción se realiza en lo concreto de su existencia corporal”[84].
Por su parte, Nussbaum pretende defender a Aristóteles del relativismo, pero con una interpretación inadecuada del telos clásico. Por ejemplo, toma la tragedia griega para justificar moralmente la homosexualidad. La lectura de los clásicos de la filosofía y de la tragedia griega puede llevarnos a comprender —según Nussbaum— que las relaciones entre el mismo sexo no implican necesariamente el deterioro del orden social y menos todavía al derrumbamiento de la civilización. Es más, para los griegos –afirma-, el fomentar las relaciones homosexuales, como vemos en el Simposio y en Fedro de Platón, puede convertirse en un método válido para reforzar las estructuras sociales, porque tales parejas, a través de su especial atención a la libertad política, contribuyen mucho más juntos que separadamente a la sociedad[85].
La crítica al planteamiento de Hauerwas ha recaído principalmente sobre su afirmación de que la virtud cristiana se desenvuelve sólo dentro de un marco particular de referencia que es la historia de Jesucristo. Por estas consideraciones ha sido acusado de que procede descartando de plano toda racionalidad moral, con un método anti-racional y sectario. En frase de Gustafson, “el Dios de Hauerwas es el Dios tribal de una minoría dentro de la población del mundo”[86]. Hauerwas, por su parte, responde que la naturaleza no puede ser interpretada como una ciencia, como fuente de normas morales ya que él, a diferencia de Gustafson, cree que debemos continuar dentro de lo “particular”, dentro de lo histórico, “porque es por aquí donde Dios comienza”[87].
También se le ha criticado que, al no basar su teoría de la virtud en el bien humano sino en la narrativa, contrapone la virtud a las normas morales y termina por establecer dicotomías entre la teoría de la virtud y cualquier otro tipo de teorías morales, que no existen, por ejemplo, en la exposición tomista[88].
Como hemos visto, ninguno de los autores proporciona una exposición sistemática de las virtudes; su concepción de las mismas deriva más bien de una perspectiva fenomenológica e histórica de la existencia humana. Sin embargo, muchas de sus intuiciones y propuestas pueden ser de gran utilidad, especialmente para mostrar mejor la perspectiva del sujeto agente.
[1] Cfr. Bernard WILLIAMS, Ethics and the Limits of Philosophy, Cambridge 1983; Wayne, BOOTH, The Company We Keep; An Ethics of Fiction, Berkeley - Los Angeles - London 1988; David PARKER, Ethics Theory and the Novel, Cambridge 1994; y Adam Zachary NEWTON,Narrative Ethics, Cambrige - Harvard - London 1995.
[2] Cfr. Juan José PÉREZ-SOBA, Prólogo, en Paul WADELL, La primacía del Amor, Madrid 2002, p. 13.
[3] Cfr. A. MACINTYRE, Tras la virtud, Barcelona 1987, p. 231.
[4] Cfr. Ibíd., p. 232.
[5] Cfr. Ibíd., p. 233. Como ejemplo de prácticas MacIntyre señala actividades como el fútbol, el ajedrez, la arquitectura y la agricultura.
[6] Para un ejemplo véase la aplicación de “práctica social” al deporte que hace Randolph FEEZELL, Sport, Character and Virtue: «Philosophy Today» 33 (1989) 3, especialmente las páginas 205-209.
[7] Cfr. A. MACINTYRE, Tras la virtud, pp. 233-236.
[8] Ibíd., p. 237.
[9] A. MACINTYRE, Persona, corriente y filosofía moral: reglas, virtudes y bienes: «Convivium» 2 (1993) 5 p. 68s.
[10] Véase especialmente su influyente ensayo On ‘God’ and ‘Good’ en Alasdair MACINTYRE – Stanley HAUERWAS (ed.), Revisions. Changing Perspectives in Moral Philosophy, Notre Dame 1983, 68-9. En el mismo volumen véase también Against Dryness: A Polemical Sketch, 43-50.
[11] Especial atención merece su trabajo: Barbara HARDY, Towards a Poetics of Fiction: An Approach Through Narrative: «Novel» 2 (1968) 5-14.
[12] Cfr. A. MACINTYRE, Tras la virtud, p. 269.
[13] Jorge PEÑA VIAL, Virtudes y unidad narrativa en MacIntyre en María ELTON BULNES,Aristóteles, Mendoza 1997, p. 80.
[14] Cfr. A. MACINTYRE, Tras la virtud, p. 260.
[15] Ibíd, p. 261.
[16] Cfr. William FRANKENA, MacIntyre and Modern Morality: «Ethics» 93 (1983) 579-587.
[17] Cfr. D. A. PUTMAN, Virtue and the Practice on the Modern Medicine: «The Journal of Medicine and Philosophy» 13 (1988), p. 430.
[18] Christopher THOMPSON, Benedict, Thomas, or Augustinie? The Character of MacIntyre’s Narrative: «The Thomist» 59 (1995) 3 p. 381.
[19] A. MACINTYRE, Tras la virtud, p. 270.
[20] Cfr. Ibíd., p. 266.
[21] Ibíd., p. 267.
[22] Cfr. Ibíd., pp. 252s.
[23] Ibíd., p. 274.
[24] Cfr. Carmen CORRAL SANTOS, Acción, identidad y narratividad, en Margarita MAURI (ed.), Crisis de valores. Modernidad y tradición. Barcelona 1997, p. 125.
[25] Cfr. A. MACINTYRE, Tras la virtud, pp. 272s.
[26] Cfr. Ibíd., p. 162.
[27] Cfr. Ibíd., pp. 182s.
[28] Cfr. Ibíd, pp. 274s.
[29] Cfr. Ibíd, p. 253.
[30] Una de las más descadas discípulas de MacIntyre: Pamela H. HALL, Narrative and the Natural Law: An Interpretation of Thomistic Ethics, Notre Dame 1994. En esta obra, la autora intenta conjugar el concepto narrativo de virtud con la racionalidad práctica tomista.
[31] Cfr. Armando FUMAGALLI, Etica & narrazione: «Studi Cattolici» 41 (1997) p. 585.
[32] Cfr. Adam Zachery NEWTON, Narrative Ethics, Harvard 1995; David PARKER, Ethics Theory and the Novel, Cambridge 1994; John D. BARBOUR, Tragedy as a Critique of Virtue.The Novel and the Ethical Reflection, Chicago - California 1984.
[33] Martha Craven Nussbaum, filósofa liberal, se autodefine como Neoaristotélica. Ha sido docente de Filosofía Clásica y Literatura Comparada en las universidades de Harvard, Brown y Oxford. Actualmente es profesora de Derecho y Ética en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chicago.
[34] Cfr. M. NUSSBAUM, Virtue Revived: «Times literary Supplement» 4657 (july 3, 1992), p. 11.
[35] “More: why, according to this conception, the novel is itself a moral achievement, and the well-lived life is a work of literary art”. M. NUSSBAUM, Finely Aware and Richly Responsabile: Moral Attention and the Moral Task of Literature: «The Journal of Philosophy» 82 (1985) p. 516.
[36] “The author’s conduct is like moral conduct at its best, as we have begun to see, but it is more than like it. The artist’s task is a moral task. The whole moral content of the work expresses the artist’s sense of live”. Ibíd. p. 527.
[37] “Our whole moral task is (...) to make a fine artistic creation”. Ibíd. p. 528.
[38] Cfr. M. NUSSBAUM, Cultivating Humanity: A Clasical Defense of Reform in Liberal Education, Cambridge 1997, p. 87.
[39] G. Abbà coincide en este aspecto con Nussbaum: “Anzi, l’espressione letteraria, per quanto rudimentale, è ingrediente necessario della pratica morale, nella misura in cui questa accede alla consapevolezza morale. Più consapevole è, più essa diventa ricerca di esito, di riuscita, di senso, di felicità; quindi anche, riflessamente, ricerca della conoscenza di sè come autori e come attori della narrazione della propia storia”. G. ABBÀ, Quale impostazione per la filosofia morale?, Roma 1996. p. 19.
[40] M. NUSSBAUM, La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y en la filosofía griega, Madrid 1995, p. 40.
[41] M. NUSSBAUM, La fragilidad del bien, pp. 253s.
[42] M. NUSSBAUM, La fragilidad del bien, p. 42. Además de las tragedias griegas usadas para su obra La fragilidad del bien, Nussbaum recurre a novelas como La copa dorada de Henry James (cfr. Love Knowledge, New york - Oxford 1990) o Tiempos difíciles de Charles Dickens (cfr. The Quality of Life, Helsinki 1992).
[43] “To many defenders of an ethical approach based on the virtues, the return to the virtues is connected with a turn toward relativism. Toward, that is, the view that the only appropriate criteria of ethical goodness are local ones, internal to the traditions and practices of each local society or group that asks itself questions about the good”. Entre otros, considera relativistas a Phillipa Foot y a MacIntyre, que todavía no había escrito su estudio sobre la racionalidad prática, Which Justice, Whose Rationality? M. NUSSBAUM, Non- relative Virtues: «Midwest Study in Philosophy», 13 (1988) p. 33.
[44] “A good action is not a flat and toneless and lifeless”. M. NUSSBAUM, ”Finely Aware and Richly Responsabile”: Moral Attention and the Moral Task of Literature p. 524.
[45] M. NUSSBAUM, La fragilidad del bien, p. 485.
[46] Stanley Martin Hauerwas, pastor y teólogo metodista norteamericano. Durante 14 años fue profesor de ética teológica en la Catholic University of Notre Dame, actualmente es profesor en la Duke University Divinity School de Durham, Carolina del Norte. Por sus agudas intervenciones en los debates sobre temas morales, como contra el aborto y la eutanasia, es uno de los teólogos más controvertidos y provocadores del mundo protestante.
[47] También destaca por sus trabajos en ética médica, no sólo referidos al aborto o la eutanasia, sino especialmente por sus intuiciones sobre la importancia de las virtudes en los profesionales médicos, para afrontar situaciones como el sufrimiento y la muerte. Cfr. S. HAUERWAS, Salvation and Health: Why Medicine Needs the Church, en E. SHELP, Theology and Bioethics, Dordrecht 1985, pp. 205-24; Suffering Presence: Theological Reflections on Medicine, the Mentally Handicapped, and the Church, Notre Dame 1986.
[48] “Many-faced and historically ambiguous phenomenon”. S. HAUERWAS, A Community of Character: Toward a Constructive Christian Social Ethic, Notre Dame 1981, p. 77.
[49] Cfr. S. HAUERWAS, A Community of Character, p. 84.
[50] Cfr. S. HAUERWAS, A Better Hope: Resources for a Church Confronting Capitalism, Democracy and Postmodernity, Brazos 2000, p. 10.
[51] Cfr. S. HAUERWAS, Aristotle and Thomas Aquinas on the Ethics of Character, en IDEM,Character and Christian Life: A Study in Theological Ethics, San Antonio, Texas 1975, pp. 24-56.
[52] Hauerwas mismo se declara deudor de MacIntyre: “The debt I owe Alasdair MacIntyre is apparent in almost every page of this book”. Preface to A Community of Character, p. x.
[53] Debe entenderse “Iglesia” en el sentido espiritual que el autor la comprende; es decir, la que está formada por todos los cristianos que comparten una misma fe, miembros del Cuerpo de Cristo: “It is by faith (...) that we become joined with the body of Christ, which involves our participation and emersion in the daily pratices of the Christian church: prayer, worship, admonition, feeding the hungry, caring for the sick, etc. So we are transformed over time to participate in God’s life”. S. HAUERWAS, Virtue Christianly Considered, en Michael BEATY (ed.), Christian Theims and Moral Philosophy, p. 292.
[54] Cfr. Paul NELSON, Narrative and Morality: A Theological Inquiry, University Park 1987 p. 109. Sobre la denominada “Teología Narrativa” véase, Vicente BALAGUER, La Teología Narrativa: «Scripta Theologica» 28 (1996/3) 689-712 y Michael GOLDBERG, Theology and Narrative: A Critical Introduction, Nashville 1982.
[55] Cfr. S. HAUERWAS, The Peaceable Kingdom, Notre Dame 1983, pp. 28-29.
[56] En esta línea, Hauerwas concede más importancia a la liturgia como fuente de conocimiento, que a la doctrina, porque -según él- la liturgia, al tener más elementos históricos, nos ayuda más a escuchar, contar y vivir la historia de Dios. Cfr. S. HAUERWAS, The Peaceable Kingdom, p. 26.
[57] Cfr. S. HAUERWAS, A Community of Character, p. 96.
[58] Cfr. S. HAUERWAS, A Community of Character, p. 58.
[59] “Discipleship”. Para Hauerwas, ésta es una de las categorías que definen la condición de cristiano.
[60] Cfr. S. HAUERWAS, After Christendom: How the Church Is to Behave If Freedom, Justice, and a Christian Notion Are Bad Ideas, Nashville 1991, p. 107.
[61] Cfr. S. HAUERWAS, After Christendom, p. 101.
[62] Cfr. S. HAUERWAS - Wlliam WILLIMON, Residents Aliens: Life in the Christian Colony,Nashville 1989, p. 71.
[63] “Under the spell of Kantian accounts of rationality, there lingers the fear that if we recognize the historic nature of our moral convictions we will have to aknowledge them as arbitrary and possibly even false, But such fear is illfounded, as there is no other basis of moral convictions than the historic and narrative-related experience of a community”. S. HAUERWAS,The Community of Character, p. 98s.
[64] Cfr. S. HAUERWAS, Character, Narrative, and Growth in the Christian Life, en IDEM, A Community of Character, p. 130.
[65] La silla de plata, Alfaguara (Madrid) 1990, es una de las obras que componen las Crónicas de Narnia, de C.S. Lewis. La novela transcurre debajo de la tierra, en unas cuevas. Una bruja de un maligno reino subterráneo, al descubrir a dos niños que procuraban rescatar al príncipe retenido por ella, busca desengañarlos de la existencia del mundo real. Trata de persuadirlos de que todo lo que ellos conocen, lo han conocido en sueños. Para combatir el engaño de la bruja, ellos comienzan a recordar lo que es real, repitiendo que es real delante de su interlocutora. La historia en análoga a los actuales ataques contra la fe y la moral de los cristianos. Como los niños, algunas veces los cristianos son tentados a negar que hay otra realidad donde reinan la verdad y la bondad moral. Cfr. S. HAUERWAS, Aslan and the New Morality, en IDEM, Vision and Virtue: Essays in Christian Ethical Reflection, Notre Dame 1994, pp. 93ss.
[66] Albert Speer fue arquitecto, y ministro de armamento y producción bélica de Hitler hasta los últimos meses de la guerra. Su autobiografía Inside the Third Reich 1997, es el paradigma del desengaño. En ella reniega y confiesa su desprecio por la ideología nazi y los aduladores de Hitler. Hauerwas muestra cómo Speer se engañó a sí mismo pensando que su trabajo era ser un apolítico y neutral arquitecto de Hitler. Convencido de su “historia” personal, Speer era capaz de negar su participación en el asesinato de cientos de miles de personas. “His self deception began when he assumed that ‘being above all architect’ was a story sufficient to constitute his self. He had to experiencie the solitude of prision to realize that becoming a human being requires stories and images a good deal richer than professional ones, if we are to be equipped to deal with the powers of this world”. S. HAUERWAS, Self-Deception and Autobiography: Reflections on Speer’s Inside the Thrid Reich, en Truthfulness and Tragedy, pp. 82-98.
[67] La novela de Richard Adams Watership Down, escrita a finales de los setenta, le sirve a Hauerwas como inspiración para exponer el significado moral de la narrativa en la construcción de la vida cristiana. Como los conejos de la novela, los cristianos dependen de algunas historias para guiarse y confiar en aquellos que gobiernan la comunidad. En toda comunidad existen historias guías cuyos requerimientos son válidos independientemente de si los cristianos son fieles o no a estas historias. Cfr. S. HAUERWAS, A Story-Formed Community: Reflections on Watership Down en IDEM, A Community of Character, pp. 9-35.
[68] Cfr. S. HAUERWAS, Christian Existence Today: Essays on Church, World and Living Between, Durham 1988, pp. 199-219.
[69] Cfr. S. HAUERWAS, A Community of Character, p. 111.
[70] “The kind of quandaries we confront, depends on the kind of people we are and the way we have learned to construe the wordl through our language, habits, and feelings”. S. HAUERWAS, The Peaceable Kingdom, p. 117.
[71] S. HAUERWAS, A Community of Character, p. 115.
[72] Cfr. S. HAUERWAS, A Community of Character, p. 148.
[73] “But shuold be seen as skills for a people who are trying to be faithful to a journey they believe to be crucial for God’s dealing with the world” S. HAUERWAS, Hapiness, the Life of Virtue and Friendship: Theological Reflections on Aristotelian Themes: «The Absury Theological Journal» 45 (1990), p. 29.
[74] “´For Christians, the sense of what it is in which they have faith, in which they hope, and the kind of love that must be displayed among them derives frome the tradtion that molds their community”. S. HAUERWAS, The Peaceable Kingdom, p. 103.
[75] “In the journal of faith, we have no clear idea of what our end will be except that it shall be, in some form, true and complete friendship with God”. S. HAUERWAS, Residents Aliens, p. 61.
[76] Cfr. S. HAUERWAS, The Peaceable Kingdom, p. 119.
[77] G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 97, nt. 13.
[78] “Uno schiarimento simile provoca nel lettore ogni opera letteratia, narrativa o drammatica. Coinvolgendolo nelle emozioni appropriate alla pratica morale, la narrazione el il dramma gli svelano il carattere suo e di altri, dispiegano ciò che si prova nel deliberare e nel decidere: la serietà della posta in gioco, l’esitazione tra alternative incerte, il possibile conflitto tra ethossociale e consapevolezza persnale, l’irrevocabilità delle conseguenze dell’azione o dell’inazione; intensificano l’attrativa della vita buona, dell’amicizia, della ricerca di Dio e del vero, ma anche lo scandalo del torto, della miseria, la pena della rovina”. G. ABBÀ, Quale impostazione per la teología morale? Ricerche di filosofia morale, Roma 1996, pp. 19-20.
[79] Juan José PÉREZ-SOBA, Prólogo a Paul WADDEL, La primacía del Amor, Madrid 2002, p. 13.
[80] Otros vislumbran en esta aproximación las ventajas de usar el método del caso: “Emergono anche i vantaggi dell’utilizzare, anche se non in modo esclusivo, il metodo del caso, sia nell’insegnamento dell’etica sia in altre discipline, dove la simulazione di una situazione concreta permette non solo l’attivazione del ragionamento e la ricerca attiva di una soluzione (contro il rischio de ‘pasività’ della ricezione di nozioni trasferite), ma anche il fatto che gli alumni si mettano già nella situazione, con tutta la sua complessità. Inoltre, nella valutazione di casi di etica, essi si mettono già nella posizione giusta, che è quella del soggeto che deve compiere una scelta, cominciando così a esercitarsi a compiere un ragionamento morale, cominciando cioè a acquisire un habitus morale en non solo a ‘imparare la scienza morale’”. Armando FUMAGALLI, Etica & narrazione: «Studi Cattolici» 41 (1997) pp. 591s.
[81] M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Pamplona 2002, p. 229, nt. 52.
[82] Cfr. A. MACINTYRE, How Can Learn What Veritatis Splendor Has To Teach?: «The Thomist» 58 (1994) 2, p. 184.
[83] Cfr. Gloria ALBRECHT, The Character of Our Communities: Toward an Ethics of Liberation for the Church, Nashville 1995, p. 34.
[84] José NORIEGA, Las virtudes y la comunión, en La plenitud del obrar cristiano, Madrid 2002, p. 407.
[85] “When we look at the Greeks —and in general we look at them as a culture that we admire, that we consider successful as a culture, the source of some of our deepest ideas and most cherished cultural artifacts— we notice that the presence of same-sex relationships in both Athens and Sparta did not have the result so frequently mentioned in modern debate, no least in Colorado: the result, that is, of eroding the social fabric, or, as Professor Harver Mansfield argued, causing the downfall of civilization. In fact we find widesprad in Athens —as witness, for example, the speeches in Plato’s Symposium and Phaedrus— the view that encouraging such relationships in a fine way of building up or strengthning tha social fabric, because such pairs of lovers, through their special devotion to courage and political liberty, contribute more together than each would separately”. Cfr. M. NUSSBAUM, Platonic Love and Colorado en IDEM, Sex and Social Justice, New York - Oxford 1999, p. 327. Véase también en el mismo lugar A Defense of Lesbian and Gay Rights, 184-210.
[86] “Hauerwas’ God is the tribal God of a minority of the earth’s population”. James GUSTAFSON, The Sectarian Temptation: Reflections on Theology, The Church and the University: «Proceedings of the Catholic Society of America» 40 (1985), p. 92.
[87] “We must continue to begin with the ‘particular’, with the historical (...) because that is where God begins” S. HAUERWAS, Time and History: The Work of James Gustafson: «Journal of Religious Ethics» 13 (Spring 1985) p. 19.
[88] Cfr. J. PORTER, The Recovery of Virtue, Louisville 1990, p. 104.
Pio Santiago
Publicado en: A. SARMIENTO-T. TRIGO-E. MOLINA, Moral de la Persona, EUNSA, Pamplona 2006.
Índice
1. El Protagonismo de la persona
2. «Ecología interior» y «ecología exterior»
a. La necesidad de conversión
b. Implicaciones de la «ecología interior»
3. Fe cristiana y ecología
a. La fe, fundamento cristiano del respeto a la naturaleza
b. Vida eucarística y cuidado de la naturaleza
4. La esperanza de una tierra nueva y el desarrollo
5. Caridad y solidaridad
6. Un nuevo estilo de vida: la templanza
7. Humildad y prudencia
8. El respeto a los seres vivos
9. Necesidad de la actitud contemplativa
Bibliografía
a) Documentos del magisterio de la iglesia
b) Obras de carácter general
Los problemas ecológicos hunden sus raíces en determinadas concepciones antropológicas, morales y religiosas.
A partir de la visión que la Revelación nos ofrece sobre las relaciones del hombre con el mundo, se pueden establecer unas «sólidas convicciones éticas, que comprenden responsabilidad, autocontrol, justicia y amor fraterno»[1], con las que se deben afrontar los problemas del medio ambiente. Un cambio sobre la visión que el hombre tiene de sí mismo y del mundo, y la adopción de una conducta moral consecuente, constituyen la única fuente de soluciones verdaderamente eficaces a corto y largo plazo.
La ética ambiental o ecológica es la ética del comportamiento humano en relación con la naturaleza, cuando tal comportamiento implica transformaciones del ambiente natural, teniendo en cuenta que tales transformaciones no afectan sólo al ambiente físico, sino también a la vida individual y social de la persona.
La ética ecológica debe inspirar los planes políticos y económicos, las medidas técnicas de tipo global. Pero para ello es necesario que inspire la conducta personal de cada miembro de la sociedad. Esto exige tomar conciencia de una verdad obvia, olvidada por desgracia con mucha frecuencia: las acciones en las que el hombre se relaciona con la naturaleza, con el ambiente, no son un campo neutral desde el punto de vista ético.
Esas acciones deben realizarse de tal manera que la persona se haga buena, que se perfeccione como persona. Y eso implica una condición objetiva: que no puede tratar a la naturaleza de cualquier manera, sino «imitando» a Dios, de quien es «imagen y semejanza», es decir, con sabiduría y amor. En este sentido, la naturaleza es un bien para la persona, no sólo un bien económico, estético, etc., sino un bien moral.
En consecuencia, en la relación hombre-naturaleza, el protagonismo pertenece al ser humano, el único que puede ser sujeto de la ética (Apartado 1). A partir de su necesaria conversión («ecología interior») para aceptar los planes de Dios sobre sí mismo y sobre el mundo (Apartado 2), su relación con la naturaleza debe llevarlo a la perfección moral y religiosa, como imagen e hijo de Dios. Para ello es necesario que viva las virtudes: la fe, fundamento cristiano del respeto a la naturaleza (Apartado 3); la esperanza, que le permite valorar objetivamente las realidades terrenas (Apartado 4); la caridad y la justicia, que implican una conducta adecuada en relación al medio ambiente (Apartado 5); la templanza, como nuevo estilo de vida (Apartado 6); la humildad y la prudencia, necesarias para enfrentarse a una realidad cargada de misterio (Apartado 7). Un tema especial de la ética ecológica es el de los pretendidos «derechos» de los seres vivos, que será tratado en el Apartado 8. Por último, en el Apartado 9, se estudia la actitud contemplativa ante la naturaleza, como fuente de las sólidas convicciones éticas en el campo ecológico, y uno de los elementos fundamentales de la educación ambiental.
1. El protagonismo de la persona
Si la raíz de la crisis ecológica está en el corazón del ser humano, la solución está también en manos de cada persona y de los grupos de personas, comunidades y naciones. El protagonismo no corresponde a la ciencia o la técnica por sí mismas, ni mucho menos a la naturaleza abandonada a su suerte, que exigiría la renuncia del hombre a su propio desarrollo.
El problema ecológico es un problema de la persona, que es la única que puede plantearse problemas, hacer proyectos, captar el valor de la naturaleza. Es la persona quien, con sus elecciones libres, determina, en último término, que la ciencia, la tecnología y los medios de desarrollo económico y material se orienten o no al bien de la humanidad[2].
Las dimensiones mundiales del problema ecológico, que exigen medidas de tipo global, pueden oscurecer la importancia de la responsabilidad personal. Pero, precisamente porque se trata de un problema social de gran amplitud que afecta a toda la familia humana[3], cada persona debe sentirse responsable en su propio ámbito de actuación y en la medida de sus posibilidades: «Hoy la cuestión ecológica ha adquirido tales dimensiones que implica la responsabilidad de todos»[4]. La solución del problema ecológico depende, en parte, de que cada hombre se sienta guardián de la suerte de los demás hombres, sus hermanos, y de la naturaleza que le ha sido entregada como un don.
El reconocimiento del protagonismo de la persona es fuente de una visión esperanzada del problema ambiental. La catástrofe ecológica no es inevitable: depende, en gran parte, de la voluntad del hombre. «La tecnología que contamina, también puede descontaminar; la producción que acumula, también puede distribuir equitativamente, a condición de que prevalezca la ética del respeto a la vida, a la dignidad del hombre y a los derechos de las generaciones humanas presentes y futuras»[5].
El hombre tiene en sus manos la posibilidad de promover el ambiente como casa y como recurso, en favor de todos los hombres. La condición de esta posibilidad es que logre conjugar las nuevas capacidades científicas con una fuerte dimensión ética[6], es decir, que, como fruto de una conversión interior, se decida a poner el bien moral pon encima de la utilidad material.
2. «Ecología interior» y «ecología exterior»
2.1. La necesidad de conversión
Según este planteamiento, el cambio más importante que se debe producir para superar los problemas ecológicos, es un cambio de tipo espiritual y moral, y el lugar de ese cambio es la mente y el corazón del hombre. Sin la conciencia de que es necesario un cambio radical de mentalidad, las medidas técnicas resultan ineficaces[7]. A simple vista, la propuesta puede parecer utópica, y lo será si no se cuenta con que el hombre ha sido redimido por Cristo y es capaz de una verdadera conversión.
«Sólo se puede encontrar la solución a lo económico y lo tecnológico si experimentamos, de la manera más radical, un cambio de actitud interior, que puede llevarnos a un cambio en el modo de vida y en los modelos insostenibles de consumo y producción. Una conversión auténtica en Cristo nos permitirá cambiar nuestra manera de pensar y de actuar»[8].
La educación de la responsabilidad ecológica, cada vez más urgente, es decir, de la responsabilidad respecto a uno mismo, a los demás y al ambiente, debe tener, por tanto, como primer objetivo el cambio interior de la persona[9].
La conversión de la mente y del corazón constituye la «ecología interior», condición necesaria para solucionar la «ecología exterior»[10]. La «ecología interior» podría definirse como el nuevo orden que debe darse en el interior de la persona (en el «ecosistema» de su espíritu); un orden cuyo fundamento es la relación de la persona con Dios, en la que se sustenta la relación con uno mismo, con los demás y con toda la creación.
La «ecología interior» permite y tiene como fruto el cambio moral de la persona, un nuevo modo de actuar en relación con los demás y con la naturaleza, la superación de las actitudes y estilos de vida conducidos por el egoísmo, que son la causa del agotamiento de los recursos naturales[11]. La tutela del medio ambiente será considerada eficazmente como una obligación moral que incumbe a cada persona y a toda la humanidad. No será apreciada sólo como una cuestión de interés por la naturaleza, sino de responsabilidad de cada hombre ante el bien común y los designios de Dios[12].
Veremos a continuación qué implicaciones tiene la conversión interior en relación con Dios, como Creador y Redentor del hombre y de la naturaleza; con los demás, como hermanos que comparten la casa y el recurso de la creación; y con la naturaleza, como obra de Dios al servicio del hombre.
2.2. Implicaciones de la «ecología interior»
La «ecología interior» supone aceptar e integrar en la propia vida la verdad sobre el orden querido por Dios.
a) Implica reconocer que hay una verdad divina sobre el hombre, que determina lo que es y lo que debe ser, y que realizar libremente esa verdad es el camino de su felicidad y perfección. Esto supone, ante todo, reconocer la condición fundamental de ser creado y elevado a la dignidad de hijo de Dios.
b) De modo semejante, exige reconocer que también hay una verdad divina sobre la naturaleza, que el hombre debe tratar de conocer y respetar. Es Dios, con su Sabiduría y amor -no el hombre- quien ha dado a la naturaleza sus propias leyes y su finalidad. El hombre debe redescubrir y aceptar que existe una verdad sobre el mundo más profunda que la verdad de las leyes físicas y biológicas. La ecología interior implica recuperar la dimensión espiritual de la relación con la creación, aceptando la tarea encomendada por Dios desde el principio a la humanidad de cultivar y custodiar la tierra con sentido de gratitud hacia el Creador y con sentido de responsabilidad hacia los demás seres humanos[13].
La aceptación del plan de Dios, del orden establecido por Él y del lugar que ocupa el hombre y la naturaleza en ese orden, tiene como fruto la paz de los hombres con Dios, y esta es condición imprescindible de la paz con uno mismo, con los demás y con la creación[14].
c) Consecuencia inmediata de la aceptación del orden establecido por Dios es reconocer que lo primero es Él, y este reconocimiento se manifiesta en la adoración.
Se descubre entonces el verdadero sentido del mundo -ser el lugar de la adoración-, y, por tanto, de su cuidado y conservación. «“Operi Dei nihil praeponatur” –a la obra de Dios no se anteponga nada-; al servicio de Dios nada debe anteponerse. Esta frase sí que es una contribución a la conservación del mundo creado frente a la falsa adoración del progreso»[15].
La relación personal con Dios por la adoración, reconociendo su dominio sobre la tierra, no sólo evita la tentación de adorar el progreso humano, fruto del dominio del hombre, sino también el peligro aparentemente contrario de dejarse diluir en la naturaleza. Dios es precisamente quien libera al hombre de su absorción por el mundo:
«Lo único que salva al hombre de verse fagocitado es la relación yo-tú con Dios, en la cual él se recibe a sí mismo de la mano de Dios, se encuentra con el encargo de responsabilizarse del mundo, le rinde cuentas a Él y Él le garantiza su dignidad»[16].
3. Fe cristiana y ecología
3.1. La fe, fundamento cristiano del respeto a la naturaleza
La obligación de contribuir al saneamiento del ambiente afecta todos los hombres. «Con mayor razón aún, los que creen en Dios Creador, y, por tanto, están convencidos de que en el mundo existe un orden bien definido y orientado a un fin, deben sentirse llamados a interesarse por este problema. Los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe»[17].
El compromiso de los cristianos no nace únicamente de su sentido de responsabilidad ante el bien común, sino directamente de su fe en Dios Creador, y de la valoración que, gracias a la Revelación, pueden hacer de los efectos del pecado original y de los pecados personales, así como de la certeza de haber sido redimidos por Cristo[18].
La fe, que perfecciona a la sabiduría humana, proporciona una sabiduría teológica que constituye la guía última para que la ciencia y la técnica, sin perder la autonomía que les es propia, estén siempre al servicio del hombre.
Una consecuencia de la fe es su proclamación. Por eso, en el campo concreto de las relaciones del hombre con el mundo, los cristianos tienen que desempeñar también el papel de difundir los valores morales y educar a las personas en la conciencia ecológica[19].
Precisamente por su carácter global, el problema ecológico es uno de los ámbitos en los que el diálogo de los cristianos con los fieles de otras religiones es hoy especialmente importante, para que se establezca una clara y honesta colaboración[20].
3.2. Vida eucarística y cuidado de la naturaleza
La fe se celebra en la liturgia y se vive en todas las actividades de la jornada. Ya se ha visto, en el capítulo anterior, que el mundo creado está destinado a ser asumido en la Eucaristía y que, en consecuencia, el cristiano que participa en la Santa Misa, debe ofrecerse no sólo a sí mismo, sino también al mundo, con Cristo al Padre en el Espíritu Santo.
Esta oblación de la propia persona y de toda la creación en la Eucaristía, tiene consecuencias concretas en la vida ordinaria de todo cristiano respecto a su relación con el bien de la naturaleza, ya que la recapitulación en Cristo de la naturaleza creada se realiza a través del la actividad del cristiano.
Consciente de que, a través del pan y del vino, la celebración eucarística entra en relación con la realidad del mundo creado y confiado al cuidado del hombre, el cristiano ha de actuar de tal manera que el fruto de su relación con la naturaleza pueda ser ofrecido a Dios.
«Que el pan, que se transforma en Cuerpo de Cristo, sea el fruto de una tierra fértil, pura e incontaminada. El vino, que pasa a ser la Sangre del Señor Jesús, sea el signo de un trabajo de transformación de la creación según las necesidades de los hombres, siempre preocupados por salvaguardar los recursos indispensables para las generaciones futuras. El agua, que unida al vino simboliza la unión de la naturaleza humana con la divina, en el Señor Jesús, conserve sus propiedades saludables para los hombres sedientos de Dios “fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4,14)»[21].
De este modo se pone de manifiesto que «la Eucaristía, siendo la cumbre a la cual tiende toda la creación, es también la respuesta a la preocupación del mundo contemporáneo por el equilibrio ecológico»[22].
4. La esperanza de una tierra nueva y el desarrollo
El cristiano espera una nueva creación, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia[23]. La esperanza escatológica permite valorar por encima de todo lo único importante, ayuda al hombre a ser consciente de que de nada le sirve ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo[24]. Pero de aquí no se deduce que el cristiano deba despreciar el mundo. Por el contrario, para la mayoría de los cristianos, el camino de la salvación pasa a través de la santificación en y de las realidades terrenas.
«La espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios»[25].
La dimensión escatológica de la nueva creación, lejos de anularlo, entraña el esfuerzo del hombre por renovar el mundo por medio del trabajo. Algo que sólo es posible si el hombre se renueva interiormente, si trata de identificarse con Cristo y ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Por eso, al realizar, mediante el trabajo, el dominio sobre el mundo, el cristiano debe ser consciente de que está colaborando con Dios en la reconciliación de todas las cosas en Jesucristo[26]. No se trata sólo de una cooperación con los demás hombres, sino de una cooperación con Dios para el advenimiento de un cielo nuevo y una tierra nueva:
«Dios no ha abandonado el mundo. Es voluntad suya que su designio y nuestra esperanza se realicen mediante nuestra cooperación en la restauración de su armonía original»[27].
La esperanza escatológica, a la vez que refuerza el respeto del cristiano a la obra de Dios[28], le hace comprender la importancia de cooperar al desarrollo de la humanidad. La esperanza lleva a la responsabilidad, a un compromiso moral de renovar el mundo y convertirlo en digna morada del hombre.
La certeza de la redención obrada por Cristo llena de optimismo la acción de los cristianos en el cuidado del medio ambiente. Son conscientes de los desequilibrios entre el hombre y la naturaleza, pero tienen la convicción de que en Jesús se ha realizado la reconciliación del hombre y del mundo con Dios, y que, por tanto, el hombre puede reencontrar la paz perdida[29].
5. Caridad y solidaridad
El amor a Dios sobre todas las cosas, lleva consigo el amor ordenado a las cosas creadas: como medios para servir a Dios, a los demás y a uno mismo. La virtud de la caridad impide tanto la idolatría de la naturaleza como la idolatría del propio yo.
La conversión a Dios conduce inmediatamente al amor a los demás, a la solidaridad y a la justicia. Solidaridad quiere decir hacerse uno con el otro, identificarse con él, con su situación y sus necesidades. Para hacerse solidario es preciso amar al otro, querer su bien como si fuera para uno mismo.
La solidaridad se fundamenta en la pertenencia de todos los hombres a la misma familia: la familia humana. Esta pertenencia «otorga a cada persona una especie de ciudadanía mundial, haciéndola titular de derechos y deberes, dado que los hombres están unidos por un origen y supremo destino comunes»[30].
«Los bienes de la tierra han sido creados por Dios para ser sabiamente usados por todos: estos bienes deben ser equitativamente compartidos, según la justicia y la caridad»[31]. La justicia y la caridad son contrarias, entre otras cosas, a la avidez individual y colectiva del acaparamiento de los recursos[32]. Y, desde un punto de vista positivo, inducen a la persona a vivir la generosidad con sus conocimientos y sus bienes materiales, y a hacer fructificar en bien de los demás los propios recursos.
La solidaridad, especialmente con los habitantes de los países en vías de desarrollo, es imprescindible y urgente para solucionar el problema ecológico. «Ningún plan, ninguna organización podrá llevar a cabo los cambios apuntados si los responsables de las naciones de todo el mundo no se convencen firmemente de la absoluta necesidad de esta nueva solidaridad que la crisis ecológica requiere y que es esencial para la paz»[33].
El deber de tener en cuenta las necesidades de las generaciones futuras, se funda también en la solidaridad: «Herederos de generaciones pasadas y beneficiándonos del trabajo de nuestros contemporáneos, estamos obligados para con todos y no podemos desinteresarnos de los que vendrán a aumentar todavía más el círculo de la familia humana. La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber»[34].
La solidaridad tiene consecuencias inmediatas en el cuidado de la naturaleza y en la elaboración de planes eficaces y para el desarrollo de los demás hombres. Superando actitudes egoístas respecto a los frutos de la creación, la solidaridad tutela los diferentes ecosistemas y sus recursos, a las personas y comunidades que viven en ellos. Sobre este fundamento, se pueden consolidar proyectos, normas, estrategias y acciones plenamente sostenibles[35].
«El mandado del Creador dirigido a la humanidad para que domine la tierra y use de sus frutos (cfr. Gn 1,28), considerado a la luz de la virtud de la solidaridad, conlleva el respeto por el proyecto de la creación misma, mediante una acción humana que no suponga desafíos al orden de la naturaleza y sus leyes con tal de alcanzar siempre nuevos horizontes, sino que al contrario preserve los recursos garantizando su continuidad y también su uso por parte de las generaciones futuras»[36].
Por último, es necesario recordar que es un deber de justicia, no sólo cumplir las leyes justas que protegen el ambiente, sino también evitar aquellas intervenciones sobre la naturaleza que, aun estando permitidas por la ley civil, resultan dañinas para la persona y para el ambiente, y reparar los daños ambientales, asumiendo la propia responsabilidad.
6. Un nuevo estilo de vida: la templanza
Una consecuencia de la fe en Dios es «usar bien de las cosas creadas: La fe en Dios, el Único, nos lleva a usar de todo lo que no es Él en la medida en que nos acerca a Él, y a separarnos de ello en la medida en que nos aparta de Él (cfr. Mt 5,29-30; 16, 24; 19,23-24)»[37]. La fe lleva a la templanza en el uso y consumo de las cosas; templanza que es mortificación voluntaria, abnegación, amor a la Cruz.
La templanza, que define todo un estilo de vida, viene exigida también por la justicia y la solidaridad con todos aquellos que no gozan de los bienes de la tierra. En efecto, el desorden respecto a los bienes creados, lleva a un cuadro lamentable: «Están aquellos -los pocos que poseen mucho- que no llegan verdaderamente a “ser”, porque, por una inversión de la jerarquía de los valores, se encuentran impedidos por el culto del “tener”; y están los otros -los muchos que poseen poco o nada- los cuales no consiguen realizar su vocación humana fundamental al carecer de los bienes indispensables»[38].
La condición fundamental de este nuevo estilo de vida es un cambio en la jerarquía de valores: poner el enriquecimiento de la persona por encima de la posesión de objetos y bienes; el «ser más» por encima del «tener más»[39].
El valor de la persona no depende de lo que produce, posee, consume o disfruta. La persona es buena por sí misma (dignidad ontológica), y adquiere la dignidad moral por su obrar libre cuando realiza el bien moral, es decir, cuando ama el bien y hace de su vida un servicio a los demás. Su realización y, por tanto, su felicidad no estriba en su capacidad de transformar las cosas o de gozar del mayor número de bienes, sino de transformarse a sí misma en don para los demás, también cuando con su trabajo transforma la naturaleza y emplea sus bienes materiales.
Reconocer el valor de la persona permite dar a las cosas su verdadero valor, que consiste en contribuir a la maduración, al enriquecimiento moral de la persona, y a la realización de su vocación humana y sobrenatural. Por tanto, los elementos que deben determinar las opciones de consumo, de los ahorros y de las inversiones, son «la búsqueda de la verdad y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un desarrollo común»[40].
El nuevo estilo de vida, iluminado por la fe y la solidaridad, excluye el hedonismo, el consumismo, el despilfarro y la producción destinada a satisfacer necesidades superfluas. Supone el desprendimiento de corazón, que es la verdadera pobreza. Se caracteriza por la austeridad, la autodisciplina, el espíritu de sacrificio y la moderación en el uso de los recursos[41].
Cuando el hombre aprende a usar y gozar de las criaturas «en pobreza y libertad de espíritu», entra de verdad en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo[42]. La templanza y el desprendimiento hacen al hombre verdaderamente señor de las cosas, porque se libera de la esclavitud a la que tratan de someterlo sus pasiones.
Un criterio para saber si el uso que se hace de las cosas es realmente adecuado a la vida cristiana, es el que proporciona San Pablo: «Tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios»[43].
7. Humildad y prudencia
a) La humildad, fundamento de todas las virtudes, incluso de las teologales, es una actitud fundamental requerida para el cambio moral respecto a la naturaleza: «En primer lugar, tenemos que volver a adquirir la humildad y reconocer los límites de nuestro poder, y, lo más importante, los límites de nuestro conocimiento y juicio»[44].
La ruptura de la relación con el plan de Dios, la decisión de convertirse en criterio último de la verdad y de los valores, es la causa de que el hombre tome decisiones que lo alejan de todo lo que es esencial para un planeta sano y una comunidad saludable de personas. La humildad, en cambio, lleva al hombre a reconocer la sabiduría de Dios y de sus designios para la creación[45].
La humildad intelectual implica reconocer el carácter misterioso de la Creación, y a no reducir la realidad a lo cognoscible por la razón humana.
«Nosotros no podemos agotar la verdad de las cosas porque no podemos asistir al acto de la inteligencia divina que mide y constituye los seres naturales. Por ello las realidades naturales tendrán siempre algo de misteriosas, y en este sentido es propio de una recta relación con la naturaleza un cierto componente de contemplación atenta (...). Esto no debe ser irritante ni causa de desánimo para la actividad científica y cognoscitiva en general, sino estímulo para conocer siempre mejor, y a la vez para reconocer que el creador del mundo es Dios y no el hombre, para sentirse administrador solícito y cuidadoso, y no dominador absoluto»[46].
La humildad conduce así a la prudencia, que busca conocer la verdad sobre la creación y usar responsablemente en cada ocasión concreta de ese conocimiento y del poder que otorga.
b) La prudencia. Una de las preocupaciones que algunos autores manifiestan en el debate sobre ética ecológica es el problema del límite: ¿hasta qué punto el comportamiento respecto a la naturaleza es uso o abuso? ¿Qué reglas o criterios definen este límite? Para una razón de tipo kantiano, la naturaleza no proporciona ningún criterio. El peligro, entonces, es tomar como criterio la utilidad. Pero la naturaleza sí proporciona criterios, significados y valores que la razón humana puede escuchar si se hace de verdad contemplativa y sabia. Es la razón prudente, que supone en la persona una vida moral recta, sabiduría y ciencia moral, junto con conocimientos científicos y técnicos adecuados, la que sabe determinar lo que aquí y ahora es bueno y conveniente.
La ética ecológica, por tanto, además de preocuparse por formular principios morales universales, tiene que ocuparse de formar la razón práctica de las personas, para que cada una sepa buscar la verdad sobre el bien de la acción concreta.
El hombre, respetando el orden, la belleza y la utilidad de cada ser y de su función en el ecosistema, puede intervenir en la naturaleza para mejorarla. No es una realidad sagrada o divina, vedada a la acción humana. Pero ha de hacerlo con especial prudencia, y una de las condiciones de esta virtud es prever y valorar las consecuencias de las propias acciones, que pueden ser especialmente problemáticas en el ámbito de las intervenciones técnico-científicas sobre los organismos vivos[47].
La prudencia exige, por tanto, un profundo conocimiento científico de los problemas. Se trata de una cuestión de responsabilidad moral. Antes de tomar una decisión que afecta a la naturaleza y a las personas, es necesario estudiar bien los problemas desde el punto de vista científico y técnico. No basta con la buena intención ni con conocimientos superficiales.
8. El respeto a los seres vivos
El Catecismo de la Iglesia Católica sitúa el respeto a los seres vivos en el contexto del séptimo mandamiento de la ley de Dios y, por tanto, de la virtud de la justicia. «Los animales son criaturas de Dios, que los rodea de su solicitud providencial (cfr. Mt 6,16). Por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria (cfr. Dn 3,57-58). También los hombres les deben aprecio. Recuérdese con qué delicadeza trataban a los animales S. Francisco de Asís o S. Felipe Neri»[48].
Los animales, como el resto de la creación, están confiados a la administración del hombre. Puede servirse de ellos para el alimento y la confección de vestidos, para su trabajo y su ocio. También son moralmente aceptables los experimentos médicos y científicos en animales, «si se mantienen dentro de límites razonables y contribuyen a curar o salvar vidas humanas»[49].
Los seres vivos no son sujetos de derechos ni de deberes, ni es necesario tratarlos «como si tuvieran derechos», para resolver el problema ecológico. Lo importante es que la persona sea consciente de sus derechos y deberes frente a la naturaleza, y que los cumpla con responsabilidad.
Los defensores de los «derechos de los animales», suelen fundamentarlos en el hecho de que sufren o de que tienen una cierta conciencia. Pero lo que constituye a alguien en sujeto de derechos es el ser persona. Ni siquiera una persona es sujeto de derechos por el hecho de que sufra o tenga conciencia, sino por ser persona.
La afirmación de que los animales no tienen derechos no se basa en el hecho de que no tienen poder de exigirlos. Tampoco los derechos de las personas dependen de ese poder. El intento de fundamentar la ética ecológica en la concesión de derechos a los animales, supone –como hemos visto- la existencia de una oposición conflictiva entre el hombre y la naturaleza: una concepción que debe ser superada.
El hecho de que los animales no sean sujetos de derechos no quiere decir que puedan ser tratados de cualquier manera. Hacerlos sufrir inútilmente o gastar sin necesidad sus vidas, es contrario al plan de Dios sobre la creación y, por tanto, contrario a la dignidad humana. Como también lo es invertir en ellos sumas que deberían emplearse en remediar la miseria de los hombres, o desviar hacia los animales el afecto debido únicamente a las personas[50].
9. Necesidad de la actitud contemplativa
Es cada vez más evidente la necesidad de la «educación ambiental», con el fin de que las cada persona asuma un comportamiento responsable y eficaz respecto al ambiente. La educación ambiental no debe descuidar ninguno de los aspectos implicados:
a) el aspecto religioso, que da el verdadero sentido a todos los demás, y fundamenta una correcta visión del hombre y de sus relaciones con la naturaleza;
b) el aspecto moral, formando en la responsabilidad ecológica;
c) el conocimiento científico de la naturaleza y la información clara sobre asuntos ambientales, y sobre planes y actividades de desarrollo que puedan afectar;
d) la educación de la sensibilidad estética y de la actitud contemplativa ante la naturaleza.
De todos estos aspectos, nos ocupamos ahora de la educación de la actitud contemplativa, que al ver la naturaleza, no como objeto de dominio, sino como lugar de adoración, casa y recurso del hombre, genera las convicciones éticas respecto al medio ambiente[51].
La actitud contemplativa se caracteriza por asomarse a la creación para admirarla y asombrarse ante su existencia, y no para analizarla, manipularla, abusar de ella o poseerla. Es una actitud desinteresada, gratuita, estética, que busca la verdad, el sentido y la belleza, sin fines utilitaristas.
Esta actitud se funda en el reconocimiento de la naturaleza como obra de Dios y en la conciencia de que el hombre es parte de la creación, insertado en ella y, al mismo tiempo, distinto:
«Si se coloca entre paréntesis la relación con Dios, la naturaleza pierde su significado profundo, se la empobrece. En cambio, si se contempla la naturaleza en su dimensión de criatura, se puede establecer con ella una relación comunicativa, captar su significado evocativo y simbólico y penetrar así en el horizonte del misterio, que abre al hombre el paso hacia Dios, Creador de los cielos y de la tierra. El mundo se presenta a la mirada del hombre como huella de Dios, lugar donde se revela su potencia creadora, providente y redentora»[52].
La contemplación de la naturaleza, que requiere un corazón limpio, permite reconocer «la voz y la revelación de Dios en el lenguaje de la creación»[53], «leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado»[54]. «Contemplar» esta verdad, es fuente de alegría: «Cada cosa encierra y esconde en el fondo de sí misma una señal de su origen divino. Quien llega a divisar esa señal ve que esta y todas las demás cosas son buenas, más allá de cualquier “comprensión”. Lo ve y es feliz. He aquí toda la doctrina sobre la contemplación de los seres terrenales, creador por Dios»[55].
La naturaleza se convierte así en un espejo «transparente», en el que el hombre puede ver reflejada «la alianza del Creador con su criatura, cuyo centro ya desde el principio se encuentra en el hombre, creado directamente “a imagen” de su Creador»[56]. De este modo, el hombre asume en su propia existencia el misterio de la creación, y esta lo invita constantemente hacia lo invisible.
La Sagrada Escritura se refiere en muchas ocasiones y de diversas maneras a la naturaleza como reflejo de la gloria de Dios: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos»[57]. Y la teología ha expresado la misma realidad afirmando que la naturaleza es un libro (liber naturae) que habla de Dios. «Dé vueltas tu ánimo por la creación entera; por todas partes te gritará la creación: Dios me hizo»[58]. En este sentido, en cuanto refleja la gloria y perfecciones del Creador, se afirma que la creación es susceptible de una «visión sacramental»[59], sin dejar de ser una realidad profana, no sagrada.
La actitud contemplativa, al inspirar el respeto a la naturaleza, y la sumisión de la inteligencia y de la voluntad del hombre a la Sabiduría de Dios[60], es la base para subordinar la razón técnica a la razón sapiencial, para que el homo faber vuelva a ser homo sapiens, que busca descubrir la verdad de las cosas, lo que son y lo que deben ser.
La razón contemplativa y sapiencial no impide, como es lógico, el conocimiento científico y la actividad técnica sobre el mundo, pero los sitúa en su lugar: al servicio de la persona en el respeto a la naturaleza, y, por tanto, asumen gustosamente ser guiados por la ética.
Una importante consecuencia de la actitud contemplativa es que el trabajo del hombre en cuanto acción sobre la naturaleza, deja de ser pura acción. Acción y contemplación se unen. Al mismo tiempo que transforma la tierra, vive vida teologal, vida de unión con Dios, con quien colabora, sirve a los demás y se perfecciona como persona. Puede decirse que entonces es cuando se convierte en verdadero creador.
«Propio del camino cristiano es el convencimiento de que nosotros sólo podemos ser verdaderamente “creativos” y, por tanto, creadores si lo somos en unión con el Creador del Universo. Sólo podemos servir verdaderamente a la tierra cuando la tomamos siguiendo la instrucción de la Palabra de Dios. Y entonces podemos perfeccionar y hacer avanzar al Universo y a nosotros mismos»[61].
Bibliografía
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Notas
[1] JUAN PABLO II, Aloc. 22.XI.1993, n. 5.
[2] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc. 18.VIII.1985, n. 3.
[3] Cfr. PABLO VI, Enc. Octogesima adveniens (14.V.1971), n. 21.
[4] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 15.
[5] JUAN PABLO II, Aloc. 24.III.1997, n. 5.
[6] Cfr. ibidem.
[7] Cfr. PABLO VI, Mensaje 1.VI.1972.
[8] JUAN PABLO II, Declaración de Venecia (DdeV) 10.VI.2002.
[9] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 13.
[10] Los conceptos de “ecología interior” y “ecología exterior” son empleados por Juan Pablo II en diversos lugares: cfr. Mensaje 6.VIII.1999, y Mensaje 27.IX.2002.
[11] Cfr. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Ecclesia in America (22.I.1999), n. 25.
[12] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc. 18.V.1990, n. 4. Son muchas las llamadas del Magisterio a la responsabilidad moral del hombre respecto a la ecología: cfr., entre otros lugares, CA, n. 40; EV, n. 42; JUAN PABLO II, Ex. Ap. Ecclesia in America, n. 25; Aloc. 18.VIII.1985, n. 2; Mensaje 8.XII.1989, n. 15.
[13] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc. 24.III.1997, n. 4; Mensaje 27.IX.2002, nn. 1 y 3; DdV.
[14] «El pobre de Asís nos da testimonio de que, estando en paz con Dios, podemos dedicarnos mejor a construir la paz con toda la creación, la cual es inseparable de la paz entre los pueblos» (JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n 16).
[15] J. RATZINGER, Creación y pecado, Pamplona 1992, 63.
[16] R. GUARDINI, Ética, Madrid 1999, 432.
[17] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 15; cfr. ibidem, n. 5; DdeV.
[18] Cfr. ibidem, n. 16.
[19] DdeV.
[20] Cfr. FR, n. 104; cfr. JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 15.
[21] La Eucaristía: fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. “Instrumentum laboris” de la XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (7.VII.2005), n. 3.
[22] Ibidem.
[23] Cfr. Col 1,15-20; 2 P 3,13.
[24] Cfr. Lc 9,25.
[25] GS, n. 39.
[26] Cfr. Col 1,19-21.
[27] DdeV.
[28] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc. 22.XI.1993, n. 5.
[29] Cfr. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (CDSI), n. 454.
[30] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.2004.
[31] CDSI, n. 481.
[32] Cfr. CDSI, nn. 481-482.
[33] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 10.
[34] Pablo VI, Enc. Populorum progressio (PP) (26.III.67), n. 17.
[35] Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje 15.X.2004.
[36] Ibidem.
[37] Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), n. 226.
[38] Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis (30.XII.1987), n. 28.
[39] Cfr. Gaudium et spes (GS), n. 35; PABLO VI, Mensaje 7.I.1965; PP, n. 14; Declaración de la Santa Sede, 7.VI.1972; RH, n. 16.
[40] JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus (CA) (1.V.1991), n. 36.
[41] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 13; II Sínodo de Obispos (20.XI.1971), III, n. 25.
[42] Cfr. GS, n. 37.
[43] 1 Co 10, 31.
[44] DdeV.
[45] Cfr. DdeV.
[46] A. RUIZ-RETEGUI, Fundamentos éticos de la relación del hombre con la naturaleza, en AA.VV., Deontología Biológica, Facultad de Ciencias, Universidad de Navarra, Pamplona 1987, 246.
[47] Cfr. CDSI, n. 473. Sobre la prudencia y responsabilidad en el uso de las biotecnologías, véase: CDSI, nn. 472-480.
[48] CEC, n. 2416. El 29 de noviembre de 1979, Juan Pablo II declaró a San Francisco de Asís patrono de los ecologistas (cfr. Carta Apostólica Inter Sanctos, AAS 71, 1509ss).
[49] CEC, n. 2417.
[50] Cfr. CEC, n. 2418. La cultura de la “mascota”, basada casi siempre en el sentimentalismo, que ha llegado a situaciones aberrantes, no indica necesariamente una mayor sensibilidad por la naturaleza y por los problemas ecológicos.
[51] Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 13.
[52] CDSI, n. 487.
[53] GS, n. 36.
[54] CA, n. 37.
[55] J. PIEPER, Antología, Barcelona 1984, 160.
[56] JUAN PABLO II, Carta Ap. Amici dilecti (31.III.1985), n. 14.
[57] Sal 19,2.
[58] S. AGUSTÍN, En. in Ps., 26 II, 12.
[59] J. MORALES, Solidaridad de la creación con el destino humano, en Íd., «Acta Theologica», Pamplona 2005, 319.
[60] Cfr. CEC, n. 341.
[61] J. RATZINGER, Creación y pecado, cit., 63.
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