Pio Santiago
Pio Santiago
1. La amistad verdadera
2. La amistad se fortalece con la caridad
3. Amistad con Jesucristo
4. Apostolado a través de la amistad
1. La amistad verdadera
El amigo verdadero no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal sacrificio. Del amigo se espera la correspondencia al clima de confianza, que se establece con la verdadera amistad; se espera el reconocimiento de lo que somos y, cuando sea necesaria, también la defensa clara y sin paliativos (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, en Gran Enciclopedia Rialp, vol. 2, p. 101).
No todo amor tiene razón de amistad, sino el amor que entraña benevolencia, es decir, cuando de tal manera amamos a alguien que queremos para él el bien [...]. Es preciso también que el amor sea mutuo, pues el amigo es amigo para el amigo. Esta correspondida benevolencia se funda en alguna comunicación (SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, q. 23, a. 1).
Esta es la verdadera, la perfecta, la estable y constante amistad: la que no se deja corromper por la envidia; la que no se enfría por las sospechas; la que no se disuelve por la ambición; la que, puesta a prueba de esta manera, no cede; la que, a pesar de tantos golpes, no cae; la que, batida por tantas injurias, se muestra inflexible (BEATO ELREDO, Trat. sobre la amistad espiritual, 3).
Nadie puede ser conocido sino en función de la amistad que se le tiene (SAN AGUSTÍN, Sermón 83).
Hay más amistad en amar que en ser amado (SANTO TOMÁS, Suma Teológica 2-2, q. 27, a. 1).
La amistad que puede acabar, nunca fue verdadera amistad (SAN AMBROSIO, Trat. sobre los oficios de los ministros).
Quien es verdaderamente amigo, alguna vez corrige, nunca adula (SAN BERNARDO, Epístola 34).
Es propio del amigo hacer bien a los amigos, principalmente a aquellos que se encuentran más necesitados (SANTO TOMÁS, Ética a Nicómaco, 9, 13)
2. La amistad se fortalece con la caridad
No hay amistad verdadera sino entre aquellos que Tú aúnas entre sí por medio de la caridad (SAN AGUSTÍN, Confesiones, 4).
Si una desatención, un perjuicio en los intereses, la vana gloria, la envidia, o cualquier otra cosa semejante, bastan para deshacer la amistad, es que esa amistad no dio con la raíz sobrenatural (SAN JUAN CRISÓSTOMO,Hom. sobre S. Mateo, 60).
Cuando encuentro a un hombre inflamado por la caridad cristiana y que por medio de ella se ha hecho mi amigo fiel, los planes y pensamientos que le confío, no los confío sólo a un hombre, sino a Aquel en quien él vive para ser así. Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él (SAN AGUSTIN, Carta 73).
Esta paz no se logra ni con los lazos de la más intima amistad ni con una profunda semejanza de carácter, si todo ello no está fundamentado en una total comunión de nuestra voluntad con la voluntad de Dios. Una amistad fundada en deseos pecaminosos, en pactos que arrancan de la injusticia y en el acuerdo que parte de los vicios nada tiene que ver con el logro de esta paz (SAN LEÓN MAGNO, Sermón 95, sobre las bienaventuranzas).
3. Amistad con Jesucristo
Buscas la compañía de amigos que con su conversación y su afecto, con su trato, te hacen más llevadero el destierro de este mundo..., aunque los amigos a veces traicionan. -No me parece mal. Pero... ¿cómo no frecuentas cada día con mayor intensidad la compañía, la conversación con el Gran Amigo, que nunca traiciona? (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ,Camino, n. 88).
¿Qué más queremos que tener un tan buen Amigo al lado, que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo? (SANTA TERESA, Vida, 22, 6-7, 12, 14).
La amistad divina es causa de inmortalidad para todos los que entran en ella (SAN IRENEO, Trat. contra las herejías, 4).
¡Qué grande es la misericordia de nuestro Creador! No somos ni siervos dignos y nos llama amigos. ¡Qué grande es la dignidad del hombre al ser amigo de Dios! (SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 27 sobre los Evang.).
Cristo, Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver sólo entre sombras, pero cuya realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 116).
4. Apostolado a través de la amistad
La amistad crea una armonía de sentimientos y de gustos que prescinde del amor de los sentidos, pero, en cambio, desarrolla hasta grados muy elevados, e incluso hasta el heroísmo, la dedicación del amigo al amigo.
Creemos que los encuentros, incluso casuales y provisionales de las vacaciones, dan ocasión a almas nobles y virtuosas para gozar de esta relación humana y cristiana que se llama amistad. Lo cual supone y desarrolla la generosidad, el desinterés, la simpatía, la solidaridad y, especialmente, la posibilidad de mutuos sacrificios.
Será fácil, pura, fuerte la amistad, si está sostenida y alimentada por aquella peculiar y sublime comunión de amor, que un alma cristiana debe tener con Cristo Jesús (PABLO VI, Aloc. 26-7-78).
Conviene que Dios haga la voluntad del hombre respecto a la salvación de otro en proporción a su amistad (SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 1-2, q. 114, a. 6).
Si os dirigís a Dios, procurad no ir solos (SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 4 sobre los Evang.).
Cuando uno tiene amistad con alguien, quiere el bien para quien ama como lo quiere para sí mismo, y de ahí ese sentir al amigo como otro yo (SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 12, q. 28, a. 1, c).
Vi la gran merced que hace Dios a quien pone en compañía de los buenos (SANTA TERESA, Vida, 2, 4).
Vive tu vida ordinaria; trabaja donde estás, procurando cumplir los deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión o de tu oficio, creciéndote, mejorando cada jornada. Sé leal, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ese será tu apostolado. Y, sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural, sencilla -a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte- charlaréis de inquietudes que están en el alma de todos, aunque a veces algunos no quieran darse cuenta; las irán entendiendo más, cuando comiencen a buscar de verdad a Dios (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 273).
Así como muchas veces basta una sola mala conversación para perder a una persona, no es raro tampoco que una conversación buena la convierta o le haga evitar el pecado. ¡Cuántas veces, después de haber conversado con alguien que nos habló del buen Dios, nos hemos sentido vivamente inclinados a Él y habremos propuesto portarnos mejor en adelante!... Esto es lo que multiplicaba tanto el número de los santos en los primeros tiempos de la Iglesia; en sus conversaciones no se ocupaban de otra cosa que de Dios. Con ello los cristianos se animaban unos a otros, y conservaban constantemente el gusto y la inclinación hacia las cosas de Dios (SANTO CURA DE ARS, Sermón sobre el precepto 1.º del Decálogo).
Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo eso es "apostolado de la confidencia". (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ,Camino, n. 973).
5. La envidia corrompe la amistad
Así nos lo dice Salomón: El hombre es envidiado por su propio compañero(Ecl 4, 4). Y así sucede en verdad. El escita no envidia al egipcio, sino cada uno al de su misma nación; y entre los habitantes de una misma nación no existe envidia entre los que no se conocen, sino entre los muy familiares; y entre éstos, a los primeros que se envidia es a los vecinos y a los que ejercen el mismo arte o profesión, o con quienes se está unido por algún parentesco; y aun entre estos últimos, a los de la misma edad, a los consanguíneos y a los hermanos. Y, en suma, así como la niebla es una epidemia propia del trigo, así también la envidia es la plaga de la amistad (SAN BASILIO, Hom. sobre la envidia).
Pio Santiago
1. Alegría
1.1. La alegría del cristiano tiene su fundamento en Dios
1.2. El «camino de Dios» es un camino alegre
1.3. La alegría, necesaria para hacer el bien
1.4. Alegría y dolor
1.5. Los santos han vivido siempre con alegría
1.6. Generosidad y alegría
1.7. Alegría y filiación divina
1.8. La alegría, consecuencia del amor y de la lucha ascética
1.9. Jesucristo cambia las penas en gozo
1.10. La alegría y la esperanza del cielo
1.11. La Sagrada Eucaristía, fuente de alegría
1.12. Alegría y rectitud de intención
1.13. Alegría en las fiestas
2. Tristeza
2.1. Dos clases de tristeza
2.2. Origen de la tristeza
2.3. Consecuencias
1. Alegría
1.1. La alegría del cristiano tiene su fundamento en Dios
Es un cielo, si le puede haber en la tierra, para quien se contenta con sólo contentar a Dios y no hace caso de contento suyo. En queriendo algo más lo perderá todo; y alma descontenta es como quien tiene gran hastío, que por bueno que sea el manjar le da en rostro, y lo que los sanos comen con gran gusto le hace asco en el estómago (SANTA TERESA, Camino de perfección, 13, 7).
Nuestro Salvador ha nacido hoy; alegrémonos. No puede haber, en efecto, lugar para la tristeza, cuando nace aquella vida que viene a destruir el temor de la muerte y a darnos la esperanza de una eternidad dichosa. Que nadie se considere excluido de esta alegría, pues el motivo de este gozo es común para todos; nuestro Señor, en efecto, vencedor del pecado y de la muerte, así como no encontró a nadie libre de culpa, así ha venido para salvarnos a todos. Alégrese, pues, el justo, porque se acerca la recompensa; regocíjese el pecador, porque se le brinda el perdón; anímese el pagano, porque es llamado a la vida (SAN LEÓN MAGNO,Sermón 1, en la Natividad del Señor).
No dijo San Pablo que el reino de Dios consistía en la alegría de una manera general y absoluta, sino que precisa y especifica que se trata de una alegría o gozo en el Espíritu Santo. El sabía de sobra que existe otra alegría, una alegría reprensible de la cual está escrito: El mundo se alegrará ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque lloraréis! (Lc 6, 25; Jn16, 20) (CASIANO, Colaciones, 1, 14).
[ ..] sólo de Él, cada uno de nosotros puede decir con plena verdad, junto con San Pablo: Me amó y se entregó por mí (Ga 2, 20). De ahí debe partir vuestra alegría más profunda, de ahí ha de venir también vuestra fuerza y vuestro sostén. Si vosotros, por desgracia, debéis encontrar amarguras, padecer sufrimientos, experimentar incomprensiones y hasta caer en pecado, que rápidamente vuestro pensamiento de fe se dirija hacia Aquel que os ama siempre y que con su amor ilimitado, como de Dios, hace superar toda prueba, llena todos nuestros vacíos, perdona todo nuestro pecado y empuja con entusiasmo hacia un camino nuevamente seguro y alegre (JUAN PABLO II, Disc. 1-III-1980).
Al nacer el Señor, los ángeles cantan llenos de gozo: Gloria a Dios en el cielo, y proclaman: y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor[...]. ¿Cómo, pues, no habría de alegrarse la pequeñez humana ante esta obra inenarrable de la misericordia divina, cuando incluso los coros sublimes de los ángeles encontraban en ella un gozo tan intenso? (SAN LEÓN MAGNO, Sermón 1, en la Natividad Señor).
¿No hay alegría? -Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. Casi siempre acertarás (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 662).
Perdemos la alegría verdadera por el deleite de las cosas temporales (SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 2 sobre los Evang.).
Nada hay más infeliz que la felicidad de los que pecan (SAN AGUSTÍN,Catena Aurea, vol. i, p. 325).
1.2. El «camino de Dios» es un camino alegre
El camino de Dios es de renuncia, de mortificación, de entrega, pero no de tristeza o de apocamiento (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 128).
No hay cosa que necesite más de la moderación y del freno de la razón que las lágrimas: por quiénes se debe llorar, y cuánto, y cuándo, y cómo (SAN BASILIO, Hom. sobre la alegría).
La alegría cristiana es una realidad que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del Hombre, no puede menos de experimentar en lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo... ¡No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaos a gozar de esta alegría! (JUAN PABLO II, Aloc. 24-III-1979).
La alegría espiritual es el principal remo en esta navegación nuestra (SAN PEDRO DE ALCÁNTARA, Trat. de la oración y meditación, 11, 4, aviso 1º).
1.3. La alegría, necesaria para hacer el bien
Una persona alegre obra el bien, gusta de las cosas buenas y agrada a Dios. En cambio, el triste siempre obra el mal (PASTOR DE HERMAS,Mand. 10, 1).
1.4. Alegría y dolor
Vuestras pequeñas cruces de hoy pueden ser sólo una señal de mayores dificultades futuras. Pero la presencia de Jesús con nosotros cada día hasta el fin del mundo (Mt 28, 20) es la garantía más entusiasta y, al mismo tiempo, más realista de que no estamos solos, sino que Alguien camina con nosotros como aquel día con los dos entristecidos discípulos de Emaús (cfr. Lc 24, 13 ss) (JUAN PABLO II, Disc. 1-III-1980).
El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz. Mientras estemos en la tierra y no hayamos llegado a la plenitud de la vida futura, no puede haber amor verdadero sin experiencia del sacrificio, del dolor (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 43).
1.5. Los santos han vivido siempre con alegría
Los santos, mientras vivían en este mundo, estaban siempre alegres, como si siempre estuvieran celebrando la Pascua (SAN ATANASIO, Carta 14).
Los seguidores de Cristo viven contentos y alegres y se glorían de su pobreza más que los reyes de su diadema (SAN JUAN CRISÓSTOMO,Hom. sobre S. Mateo, 38).
1.6. Generosidad y alegría
«Quien practique la misericordia -dice el Apóstol-, que lo haga con alegría»: esta prontitud y diligencia duplicarán el premio de tu dádiva. Pues lo que se ofrece de mala gana y por fuerza no resulta en modo alguno agradable ni hermoso (SAN GREGORIO NACIANCENO, Disert. 14 sobre amor a los pobres).
Si dieres el pan triste, el pan y el mérito perdiste (SAN AGUSTÍN, Coment. sobre el Salmo 48).
El mercader no se entristece gastando en las ferias lo que tiene para adquirir sus mercancías; pero tú te entristeces (hace referencia al joven rico) dando polvo a cambio de la vida eterna (SAN BASILIO, en Catena Aurea, vol. VI, p. 313).
1.7. Alegría y filiación divina
[...] si confiáis en la divina Providencia, si os abandonáis en sus brazos omnipotentes, nunca os faltarán los medios para servir a Dios, a la Iglesia Santa, a las almas, sin descuidar ninguno de vuestros deberes; y gozaréis además de una alegría y de una paz que mundus dare non potest (cfr. Jn14, 27), que la posesión de todos los bienes terrenos no puede dar (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 117).
1.8. La alegría, consecuencia del amor y de la lucha ascética
Sin lucha, no se logra la victoria; sin victoria, no se alcanza la paz. Sin paz, la alegría humana será sólo una alegría aparente [...] (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 82).
Mas esta fuerza tiene el amor, si es perfecto: que olvida más nuestro contento por contentar a quien amamos. Y verdaderamente es así, que, aunque sean grandísimos trabajos, entendiendo contentamos a Dios, se nos hacen dulces (SANTA TERESA, Fundaciones, 5, 10).
El amor produce en el hombre la perfecta alegría. En efecto, sólo disfruta de veras el que vive en caridad (SANTO TOMÁS, Sobre la caridad, 1. c., 205).
1.9. Jesucristo cambia las penas en gozo
En la tierra hasta la alegría suele parar en tristeza; pero para quien vive según Cristo, incluso las penas se truecan en gozo (SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. sobre S. Mateo, 18).
1.10. La alegría y la esperanza del cielo
En una piadosa permisión, les permitió gozar (en el Tabor) durante un tiempo muy corto la contemplación de la alegría que dura siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad (SAN BEDA,Coment. sobre S. Marcos, 8).
Porque el reino de Dios está dentro de vosotros. Quizás da a conocer que el reino de los cielos está en nosotros para manifestar la alegría que produce en nuestras almas el Espíritu Santo; ella es como la imagen y el testimonio de la constante alegría que disfrutan las almas de los santos en la otra vida (SAN GREGORIO DE NISA, en Catena Aurea, vol. VI, p. 279).
Si tenemos fija la mirada en las cosas de la eternidad, y estamos persuadidos de que todo lo de este mundo pasa y termina, viviremos siempre contentos y permaneceremos inquebrantables en nuestro entusiasmo hasta el fin. Ni nos abatirá el infortunio, ni nos llenará de soberbia la prosperidad, porque consideraremos ambas cosas como caducas y transitorias (CASIANO, Instituciones, 9).
El gozo en el Señor debe ir creciendo continuamente, mientras que el gozo en el mundo debe ir disminuyendo hasta extinguirse. Esto no debe entenderse en el sentido de que no debamos alegrarnos mientras estemos en el mundo, sino que es una exhortación a que, aun viviendo en el mundo, nos alegremos ya en el Señor (SAN AGUSTÍN, Sermón 171).
Entonces será la alegría plena y perfecta, entonces el gozo completo, cuando ya no tendremos por alimento la leche de la esperanza, sino el manjar sólido de la posesión. Con todo, también ahora, antes de que esta posesión llegue a nosotros, antes de que nosotros lleguemos a esta posesión, podemos alegrarnos ya con el Señor. Pues no es poca la alegría de la esperanza, que ha de convertirse luego en posesión (SAN AGUSTÍN,Sermón 21).
1.11. La Sagrada Eucaristía, fuente de alegría
Cristo instituyó este sacramento (de la Sagrada Eucaristía) [...]; y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia (SANTO TOMÁS, Opúsculo 57, Fiesta del Cuerpo de Cristo).
Cada vez que nos reunimos en la Eucaristía somos fortalecidos en la santidad y renovados en la alegría, pues la alegría y la santidad son el resultado inevitable de estar más cerca de Dios. Cuando nos alimentamos con el pan vivo que ha bajado del cielo, nos asemejamos más a nuestro Salvador resucitado, que es la fuente de nuestra alegría, una alegría que es para todo el pueblo (Lc 2, 10). Que la alegría y la santidad abunden siempre en vuestras vidas y florezcan en vuestros hogares. Y que la Eucaristía sea [...] el centro de vuestra vida, la fuente de vuestra alegría y de vuestra santidad (JUAN PABLO II, Hom. 2-II-1981).
1.12. Alegría y rectitud de intención
Siempre estarás gozoso y contento, si en todos los momentos diriges a Dios tu vida, y si la esperanza del premio suaviza y alivia las penalidades de este mundo (SAN BASILIO, Hom. sobre la alegría).
1.13. Alegría en las fiestas
Las fiestas se han hecho para promover la alegría espiritual, y esa alegría la produce la oración; por lo cual en día festivo se han de multiplicar las plegarias (SANTO TOMÁS, Sobre los mandamientos, 1. c., 245).
La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que resucitó el Señor (SAN MÁXIMO DE TURÍN, Sermón 53).
2.1. Dos clases de tristeza
Hay dos clases de tristeza. Unas veces se origina al contener los brotes de la ira, y es consecuencia de un daño -que alguien nos ha inferido o, también, de un deseo contrariado. La segunda surge de una irracional ansiedad o abatimiento del espíritu (CASIANO, Colaciones, 5).
A aquellos a quienes el pesar de sus pecados pasados les tiene sumidos en la tristeza y desazón, derramad en su alma a manos llenas la alegría de la ciencia espiritual, cual si fuese un vino que alegra el corazón humano (Sal103, 15). Infundid alientos en esos corazones apesadumbrados, llenándolos con la palabra de salvación, no sea que, acosados por la mortal desesperación, sucumban a la excesiva tristeza (cfr. 2 Cor 2, 7).
Mas de aquellos que viven en el tedio y la negligencia, sin tener en el corazón el más leve remordimiento, he aquí cómo habla la Escritura: El que se da buena vida y no sabe de dolores, vivirá siempre en la indigencia(Prov 14, 2) (CASIANO, Colaciones, 14).
Piadosa es esa tristeza y, en cierto modo, dichosa compasión sentir pena por los vicios ajenos y no estar implicado en ellos; dolerse, y no unirse a ellos; encogerse con el dolor y no ser arrastrado (SAN AGUSTÍN, Sermón 2).
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. El llanto, al que aquí se promete el consuelo eterno, nada tiene que ver con la tristeza de este mundo [...]. La tristeza religiosa es la que llora los pecados propios o bien las faltas ajenas (SAN LEÓN MAGNO, Sermón sobre las bienaventuranzas).
El dolor del ánimo, que se llama tristeza, es un disgusto de las cosas contrarias que nos sucedieron (SAN AGUSTÍN, Sobre la Trinidad, 1).
Quien despreciando los mandamientos de Dios anda vagando siempre con su concupiscencia, no puede llegar nunca a la alegría (SAN BEDA, enCatena Aurea, vol. IV, p. 100).
Aquel muchacho rechazó la insinuación, y cuenta el Evangelio que abiit tristis (Mt 19, 22), que se retiró entristecido [...], perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 24).
Es la envidia un pesar, un resentimiento de la felicidad y prosperidad del prójimo. De aquí que nunca falte al envidioso ni tristeza, ni molestia. ¿Está fértil el campo del prójimo? ¿Su casa abunda en comodidades de vida? ¿No le faltan ni los esparcimientos del alma? Pues todas estas cosas son alimento de la enfermedad y aumento de dolor para el envidioso. De aquí que éste no se diferencia del hombre desarmado, que por todo es herido (SAN BASILIO, Hom. Sobre la envidia).
La tristeza causada por un arrepentimiento saludable es propia del hombre obediente, afable, humilde, dulce, suave y paciente, en cuanto que deriva del amor de Dios. Sufre infatigable el dolor físico y la contrición del espíritu, gracias al vivo deseo que le anima de perfección. Es también alegre y en cierto modo se siente como robustecido por la esperanza de su aprovechamiento; conserva de continuo el hechizo y el encanto de la afabilidad y de la longanimidad, y posee en sí todos los frutos del Espíritu Santo (CASIANO, Instituciones, 9).
2.2. Origen de la tristeza
La tristeza es un vicio causado por el desordenado amor de sí mismo, que no es un vicio especial sino la raíz general de todos ellos (SANTO TOMÁS,Suma Teológica, 2-2, q. 28, a. 4).
2.3. Consecuencias
Hase de advertir que no todos los que tienen este humor son tan trabajosos, que cuando cae en un sujeto humilde y en condición blanda, aunque consigo mismos traen trabajo, no dañan a los otros, en especial si hay buen entendimiento. Y también hay más y menos de este humor. Cierto, creo, que el demonio en algunas personas le toma por medianero, para si pudiese ganarlas; y si no andan con gran aviso, así hará (SANTA TERESA, Fundaciones, 7, 2).
Tristeza, apabullamiento. No me extraña: es la nube de polvo que levantó tu caída. Pero, ¡basta!: ¿acaso el viento de la gracia no llevó lejos esa nube?
Después, tu tristeza -si no la rechazas- bien podría ser la envoltura de tu soberbia. -¿Es que te creías perfecto e impecable? (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 260).
[...] pero después (de cometido el mal) el diablo exageró de tal manera su tristeza que llegó a perder al desgraciado. Algo semejante pasó en Judas, pues después que se arrepintió no supo contener su corazón, sino que se dejó llevar por la tristeza inspirada por el diablo, la cual le perdió (ORÍGENES, en Catena Aurea, vol. III, p. 346).
La tristeza [...] es áspera, impaciente, dura, llena de amargor y disgusto, y le caracteriza también una especie de penosa desesperación. Cuando se apodera de un alma, la priva y aparta de cualquier trabajo y dolor saludable (CASIANO, Instituciones, 9).
Es propio de un alma cobarde que carece de la virtud vigorosa de confiar en las promesas del Señor el abatirse demasiado y sucumbir ante las adversidades (SAN BASILIO, Hom. sobre la alegría).
El hombre triste se porta mal en todo momento. Y lo primero en que se porta mal es en que contrista al Espíritu Santo, que le fue dado alegre al hombre. En segundo lugar, comete una iniquidad, por no dirigir súplicas a Dios ni alabarle; y, en efecto, jamás la súplica del hombre triste tiene virtud para subir al altar de Dios (PASTOR DE HERMAS, Mandamientos, X.3.2, 1. c., pp. 994-995).
2.4. Remedios
Cada vez que nos reunimos en la Eucaristía, somos fortalecidos en la santidad y renovados en la alegría, pues la alegría y la santidad son el resultado inevitable de estar más cerca de Dios. Cuando nos alimentamos con el pan vivo que ha bajado del cielo, nos asemejamos más a nuestro Salvador resucitado, que es la fuente de nuestra alegría, una alegría que es para todo el pueblo (Lc 2, 10). Que la alegría y la santidad abunden siempre en vuestras vidas y florezcan en vuestros hogares. Y que la Eucaristía sea [...] el centro de vuestra vida, la fuente de vuestra alegría y de vuestra santidad (JUAN PABLO II, Hom. 16-II-1981).
«Laetetur cor quaerentium Dominum». -Alégrese el corazón de los que buscan al Señor. -Luz, para que investigues en los motivos de tu tristeza
(S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 666).
Pio Santiago
1. La afabilidad, virtud para la convivencia
2. Para ser afable es preciso ser humilde
3. La afabilidad, necesaria al cristiano
4. La afabilidad, especialmente necesaria al sacerdote
5. Afabilidad y justicia
6. Afabilidad y prudencia
7. El elogio oportuno y ponderado, muestra de afabilidad
1. La afabilidad, virtud para la convivencia
En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre (Lc 1, 44) [...]. El sobresalto de alegría que sintió Isabel, subraya el don que puede encerrarse en un simple saludo cuando parte de un corazón lleno de Dios. ¡Cuántas veces las tinieblas de la soledad, que oprimen a un alma, pueden ser desgarradas por el rayo luminoso de una sonrisa o de una palabra amable! (JUAN PABLO II, Homilía, Roma, 11-II-1981).
El espíritu de dulzura es el verdadero espíritu de Dios [...] Puede hacerse comprender la verdad y amonestar siempre que se haga con dulzura. Hay que sentir indignación contra el mal y estar resuelto a no transigir con él; sin embargo, hay que convivir dulcemente con el prójimo (SAN FRANCISCO DE SALES, Epistolario, fragm.110, en Obras Completas, BAC, Madrid 1954, p. 744).
Ansí que, hermanas, todo lo que pudiéredes sin ofensa de Dios procurad ser afables y entender con todas las personas que os trataren, de manera que amen vuestra conversación y deseen vuestra manera de vivir y tratar, y no se atemoricen y amedrenten de la virtud. A la religiosa importa mucho esto: mientras más santas, más conversables con sus hermanas, que aunque sintáis mucha pena si no van sus pláticas todas como vos las querríades hablar, nunca os extrañéis dellas y ansí aprovecharéis y seréis amadas, porque mucho hemos de procurar ser afables y agradar y contentar a las personas que tratamos (SANTA TERESA, Camino de perfección, 41, 7).
De estas virtudes de convivencia es necesario tener gran previsión y muy a mano, pues se han de estar usando casi de continuo (SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, III, 1).
Del mismo modo que no es posible vivir en sociedad sin la verdad, es necesaria en la vida social la afabilidad, porque, como dice Aristóteles, «nadie puede aguantar un solo día de trato con un triste o con una persona desagradable». Por consiguiente, cada hombre está obligado, por un cierto deber natural de honestidad, a ser afable con quienes le rodean, salvo el caso de que sea útil entristecer a alguno de ellos (SANTO TOMÁS,Suma Teológica, 2-2, q. 114, a. 2).
2. Para ser afable es preciso ser humilde
Si por pereza dejas de poner los medios necesarios para alcanzar la humildad, te sentirás pesaroso, inquieto, descontento, y harás la vida imposible a ti mismo y quizá también a los demás y, lo que más importa, correrás gran peligro de perderte eternamente (J. PECCI-León XIII-,Práctica de la humildad, 49)
La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona -por su honor, por su buena fe, por su intimidad-, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y de la justicia (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 72).
3. La afabilidad, necesaria al cristiano
Como mejor podemos emplear la dulzura es aplicándola a nosotros mismos, sin despecharnos nunca contra nosotros y nuestras imperfecciones; pues, aunque es razonable que cuando cometemos una falta nos aflijamos y entristezcamos, sin embargo, hemos de procurar no ser víctimas de un malhumor desagradable y triste, despechado y colérico. En esto faltan muchos que se enfadan por haberse enfadado, se entristecen de haberse entristecido y se desesperan por haberse desesperado; con este sistema su corazón está sumergido en cólera, y parece que la segunda cólera arruina a la primera, de tal suerte que sirve de apertura e invitación para una nueva cólera en la primera ocasión que se presente; aparte de que estos enfados, despechos y asperezas contra uno mismo tienden al orgullo y no tienen más origen que el amor propio, que se turba e inquieta por vernos imperfectos (SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, III, 9)
Caras largas..., modales bruscos..., facha ridícula..., aire antipático: ¿Así esperas animar a los demás a seguir a Cristo? (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ,Camino, n. 661).
4. La afabilidad, especialmente necesaria al sacerdote
Los hombres, para su trato con sus semejantes en la vida social, si son buenos e inteligentes cultivan -ordinariamente sólo por razones humanas- una virtud que suele llamarse sociabilidad. También el sacerdote ha de hacer suya esta virtud, si no quiere encontrarse en situación de inferioridad al tratar a los demás hombres. Lo que otros practican por motivos humanos, llévelo él a su conducta por una razón sobrenatural, es decir, por caridad (A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, p. 32).
5. Afabilidad y justicia
La amistad o afabilidad es parte de la justicia como virtud aneja que se agrega a la principal. Conviene, en efecto, con la justicia en su razón de alteridad; pero difiere de ella en que no es exigida por un deber estricto... Solamente es exigida por un deber de honestidad que obliga más al mismo virtuoso que al otro, en cuanto que el hombre afable trata a sus semejantes como es decoroso y es su deber hacerlo (SANTO TOMÁS,Suma Teológica, 2-2, q. 114, a. 2).
6. Afabilidad y prudencia
No debemos mostrarnos afables con quienes fácilmente pecan, tratando de agradarles, para no parecer que condescendemos con sus vicios y les damos cierto ánimo para caer en ellos (SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, q. 114, a. 1).
7. El elogio oportuno y ponderado, muestra de afabilidad
Si la alabanza pretende, observando las debidas circunstancias, contentar a uno y serle motivo de aliento en sus trabajos o animarle en la prosecución de las buenas obras, es un fruto de la virtud de la afabilidad (SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, q. 115, a. 1).
8. A la afabilidad se opone el llamado «espíritu de contradicción», que impide una sana convivencia
El espíritu de contradicción [...] se origina cuando no se tiene ningún reparo en contristar mediante la contradicción [...] y se opone a la virtud de la amistad o afabilidad, cuya función es convivir agradablemente con otros. (SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, q. 116, a. 1).
La afabilidad tiene dos vicios contrarios: por una parte, la excesiva severidad, y por otra el halago palabrero. La virtud de la afabilidad se mantiene en el punto medio, entre lo mucho y lo poco, usando de afectuosidad cuando lo pidan quienes se acercan, y conservando aun entonces suave gravedad, conforme a la varia condición de quienes tratemos. (SAN FRANCISCO DE SALES, Conversaciones espirituales, IX, pp. 628-629).
Pio Santiago
Artículo publicado en: «Acta Philosophica», 13 (2004) 12, 125-137.
Summary: The habit of art (to know how to do) is an acquired perfection of the practical ratio. It increases the perfection in the physical reality through the work. Its object is the verosimilytudiness. It is not independent from the will. This is the reason why it would not be separated radically from the prudence. With the latter, it has the theoretical habits as a condition of possibility and as a goal.
Índice
2. La transformación de la realidad física
5. ¿Es el hacer es ajeno a la moral?
6. El carácter distintivo del hábito de arte
7. Conclusiones
1. Planteamiento
Vamos a tratar del hábito racional del arte, el saber hacer. Para la exposición de tal hábito se sigue el hilo conductor de los textos de Tomás de Aquino. En este tema hay una serie de tesis tomistas pacíficamente aceptadas por los estudiosos. Destaquemos las siguientes: 1) El hábito de arte es una perfección racional en la vertiente práctica de la operatividad de esta potencia. 2) Este hábito permite transformar la realidad física, a la perfecciona. 3) Su objeto propio no es la verdad sino la verosimilitud. 4) Se distingue de los hábitos teóricos por el tema (lo contingente) y por el sujeto (la razón práctica), y de la prudencia por el tema (lo factible en vez de lo agible).
Con todo, tras la lectura del cuerpo de doctrina tomista surgen una serie de cuestiones que justifican abordar una vez más el estudio de este hábito tan clásico. Además, tales cuestiones son de neta actualidad. De manera que replanteando el tema podemos alumbrar una serie de soluciones a esas preguntas y pareceres en boga. A título de ejemplo se pueden indicar los siguientes puntos controvertidos:
- Como es sabido, es tesis tomista mantener que la prudencia y el arte son hábitos intelectuales distintos. En efecto, Sto. Tomás separa ambos hábitos hasta el punto de puede darse el uno, el de arte por ejemplo, sin que se dé el otro, el de prudencia. Con todo, una cuestión que se plantea en este trabajo es si, en el fondo, más que una taxativa separación entre ambos hábitos no se trata más bien de un mismo hábito que se muestra más activado (prudencia) o menos activado (arte). En rigor, cabe preguntar si puede existir una taxativa separación entre arte y prudencia, es decir, ¿cabe ser prudente sin hacer nada?, y a la par, ¿cabe hacer algo sin cierta prudencia? Si el arte perfecciona la realidad externa, ¿acaso es uno inmune por dentro a las acciones externas que hace?
- Otro asunto que cabe preguntar es acerca del origen de este hábito. Preguntémoslo así: ¿se llega a tener un saber práctico tras hacer muchas acciones, o por el contrario, es el saber práctico condición de posibilidad de la realización de toda acción? Obviamente el pragmatismo se inclinaría por la primera parte de la alternativa, pero lamentablemente esta filosofía no cae en la cuenta que inclinarse por esa parte no es ningún hacer, ni tampoco una actitud derivada de algún hacer previo, de modo que esto parece contradecir su propio postulado. Tal inclinación preferencial tampoco es, obviamente ningún saber, sino seguramente falta del mismo, precisamente porque esa tesis parece contradictoria. Entonces ¿cuál es la índole de tal actitud decisoria? Se trata, ante todo, de un elegir o preferir. Como es obvio, elegir es de la voluntad. Con todo, una elección que no secunde la verdad racional cede al voluntarismo.
- Por otra parte, el esteticismo y el relativismo cultural sumamente extendidos nos hacen proclives a sostener la tesis de que el arte, y consecuentemente la belleza, son asuntos en mayor medida de gustos, es decir, relativos, opinables en exceso, etc. Pero también esta tesis es cuestionable si se arroja luz sobre la índole del hábito artístico, visto, ante todo, como saberque versa sobre el hacer. En efecto, si el saber puede serlo según un más o un menos, es decir, es de índole jerárquica, lo hecho debe responder a tal jerarquía.
- Por lo demás, para muchos hoy en día todo el saber existente parece enteramente de orden práctico, es decir, encuadrable exclusivamente dentro del ámbito de lo verosímil, de lo probable, campo propio también de la opinión (aunque también es verdad que se admite la existencia de opiniones más fundadas que otras). En efecto, en muchos ámbitos no parece bien visto aceptar y defender verdades incuestionables, pues tal actitud se confunde con una especie de dogmatismo o fundamentalismo. Sin embargo, aparte de que tal hipótesis cae bajo su propia crítica, el hábito de arte (y también el de prudencia) tienen un carácter distintivo respecto de los hábitos teóricos. Y su distinción radica precisamente en que aquéllos versan sobre lo universal y necesario mientras que éstos se refieren a lo particular y contingente. Pero si eso es así, se puede preguntar acerca de la superioridad de unos modos de conocer sobre otros. Además, se puede cuestionar asimismo si la superioridad conlleva subordinación del saber inferior al superior.
Examinemos, pues, estos puntos más de cerca a la luz de las enseñanzas tomistas.
2. La transformación de la realidad física
La práctica totalidad de referencias que Tomás de Aquino realiza a la tradición precedente en el estudio del hábito de arte aluden a escritos aristotélicos[1], con alguna salvedad al damasceno[2], y la consabida influencia de sus maestros[3], que, por supuesto, conocían bien al estagirita.
Para Tomás de Aquino el arte es un hábito[4], y lo es de la razón[5], de la razón práctica concretamente[6]. Es la perfección intrínseca de la razón práctica en orden a uno de los dos fines que ésta puede tener, en este caso perfeccionar las cosas factibles. No se refiere, por tanto, a las acciones humanas, como la prudencia, sino a las realidades exteriores: "factio est actus in exteriorem materiam"[7]. Evidentemente, las realidades exteriores están dotadas de materia, materia que puede describirse como la anterioridad según el tiempo[8], porque es la causa que impide la completa actualización de lo físico. Por eso el de Aquino afirma que "el arte factivo no es otra cosa que la sustancia de la cosa hecha, y lo que era su ser"[9]. Ese ser material se dispone por el arte para recibir una transformación.
Trasformar significa cambiar de forma. Por "forma" aquí no se entiende estrictamente la forma sustancial, sino más bien la figura o la configuración externa que presenta esa causa. Pero para cambiar de conformación se requiere un nuevo impulso o movimiento, es decir, una nueva eficiencia y, a su vez, se precisa de una nueva finalidad u orden distinto del propio de la naturaleza (el orden cósmico). Eso indica que el hombre no se conforma con el orden del universo, sino que, o bien acelera su consecución, o bien lo cambia buscando más orden (o bien lastimosamente lo desordena y estropea). Con ello se puede concluir que el hábito racional del arte es el medio por el cual el hombre añade al universo, y una prueba palmaria de que el hombre no es intramundano. Cambiamos el mundo por el trabajo. De manera que el saber hacer, el hábito de arte, es condición de posibilidad de todo trabajo. Primero es saber, luego hacer. Consecuentemente, a más saber práctico, más posibilidad de transformación.
Al entrar en juego el movimiento entra en escena el espacio y el tiempo. El espacio, porque "bajo el arte no caen sino esas cosas que son determinadas; pues el arte no es propio de las cosas infinitas"[10]. El tiempo, porque "el arte no sólo determina que esto sea tal, sino que seatunc"[11], y con vistas al futuro, "pues nos parece hacer lo que está en nuestro arbitrio, lo cual es futuro; de este modo son los cuerpos del arte"[12]. Ello indica que, por estar dotadas de una materia particular, las realidades artificiales son concretas y singulares[13]. Obviamente todas esas realidades son contingentes, puesto que son posibles de ser o de no ser[14], de ser de un modo u otro. Si el arte trasforma lo contingente es porque le dota de otra forma que antes no tenía.
También la naturaleza transforma los seres contingentes, pero la diferencia entre ambas transformaciones estriba en que "la naturaleza es un principio intrínseco, y el arte es principio extrínseco"[15] del cambio de la realidad física. Éste es el parecido que tienen el arte con la naturaleza, y en este sentido se dice que "el arte imita a la naturaleza"[16], a saber, en su operación, pues mientras que la naturaleza obra como autor principal, el arte lo hace como secundario, pues su misión es ayudar al agente principal y llegar allá donde el aquél no puede. Por eso suple los defectos de la naturaleza en esas cosas que pueden ser hechas tanto por naturaleza como por arte, pero en otras que no puede hacer la naturaleza, el arte la reemplaza porque sí puede. Un ejemplo de lo primero es la salud, que puede ser efectuada tanto por la naturaleza como por el arte médico. En este sentido la medicina no es una ciencia, sino un arte. Un ejemplo de lo segundo es la edificación de una casa. En este sentido la arquitectura tampoco es una ciencia sino un arte.
El arte imita a la naturaleza en aquéllas cosas que pueden ser hechas tanto por arte como por naturaleza, lo cual no significa sólo hacer lo que la naturaleza hace, sino también, y sobre todo, actuar de modo semejante a como actúa la naturaleza, aunque lo que se haga sea distinto de lo que hace la naturaleza[17]. En aquéllas cosas que no puede hacer la naturaleza, el arte añade un plus de racionalidad. Así como toda la naturaleza se ordena a su fin por algún principio intelectivo, así también en las obras de arte se advierte que la racionalidad está presente siendo ésta el principio, y marcando el fin de las obras de arte.
3. Naturaleza del hábito
El arte es "un hábito operativo"[18] que se describe como "ratio recta factibilium"[19] desde Aristóteles. Es la rectitud que adquiere la razón práctica cuando dirige[20] la acción productiva, pues tal rectitud no la posee de entrada. Dirigir la acción productiva no indica sólo iluminar racionalmente las obras que hacemos, sino también y principalmente las mismas acciones. Se trata de atravesar de sentido la acción factiva humana[21]. Con todo, el hábito de arte "no es factivo de la operación"[22], sino que dirige la operación que se encarga de poner en movimiento otras potencias que efectúan una obra. No es innato, sino que se adquiere. No se adquiere, en cambio, el hábito de los primeros principios prácticos del que el hábito de arte depende.
Se dice recta ratio porque aunque su fin es perfeccionar la obra externa, ello no se consigue sin el intrínseco incremento que este hábito proporciona a la razón. Es conveniente no olvidar este extremo, pues a pesar de que se sostiene que "el arte importa la rectitud de la razón acerca de las cosas factibles, esto es, acerca de esas cosas que se hacen en una materia exterior"[23], lo primero, a saber, la rectitud de la razón, es previa y condición de posibilidad de que la obra hecha sea correcta, es decir, adquiera perfección.
La rectitud de la razón es previa sólo porque los actos (operaciones inmanentes), a los que este hábito se refiere, cuentan ya con sus objetos propios, a pesar de que éstos no estén todavía realizados en una materia exterior. Es el problema de la llamada idea ejemplar o forma, o arte sin más: "en cualquier artífice preexiste la razón de esas cosas que se constituyen por el arte... La razón de esas cosas que se hacen por el arte se llama arte o ejemplar de las cosas artificiales"[24]. Aquellos autores que no admiten la idea ejemplar previa, y mantienen que la forma del arte sólo se da al final del proceso factivo, se olvidan de esta distinción tomista de la primera época: "no es la misma la cognición de lo artificial según que se conozca ex forma artis, y según que se conozca ex ipsa re iam facta. Pues la primera cognición es sólo universal; la segunda puede ser también particular, como cuando veo alguna casa hecha"[25].
Además, precisamente porque estos objetos o formas mentales son previos, se puede decir de ellos que luego actúan como causa[26] y medida[27] de las cosas artificiales, y en ello se distingue propiamente la razón práctica de la teórica. No por previos dejan esos objetos o formas pensadas de acompañar a la obra en todo el proceso de su constitución hasta que se presenta consumado. Pero la acción no depende ni de la forma sustancial ni de la materia a la que se aplican. En este punto establece Tomás de Aquino una comparación entre este hábito y el intelecto agente. Dice así: "el intelecto agente se compara a las especies del intelecto en acto, como el arte a las especies de las cosas artificiales, por las cuales es manifiesto, que las cosas artificiales no tienen la acción del arte"[28]. Como esas formas no son abstractos puros, pues se trata del objeto de la simple aprehensión práctica, su intencionalidad no versa sobre la naturaleza, y además, no versan sobre lo que es, sino sobre lo va a ser hecho, sobre lo que se puede hacer.
4. La verosimilitud práctica
Como es sabido, la verdad de la razón teórica se toma de la adecuación del entendimiento a la naturaleza. En la razón práctica, en cambio, "las cosas artificiales se dicen verdaderas por orden a nuestro entendimiento"[29]. Y en otro lugar: “El intelecto práctico causa la cosa. Por eso es medida de las cosas que por él se hacen, pero el intelecto especulativo, ya que toma de las cosas, es en cierto modo movido por esas mismas cosas, y así las cosas miden”[30]. La falsedad en lo práctico vendría de una deficiencia en el obrar por parte de la operación[31], que conllevaría la inadecuación, ausencia de verdad, de la cosa mal hecha a la concepción del autor. Hay verdad práctica cuando lo hecho se adecua en su configuración (no en su ser, en su naturaleza), a la forma del entendimiento.
Además, a mi juicio, en lo práctico no se puede hablar propiamente de verdad, sino deverosimilitud[32]. Al principio tenemos el ejemplar, la forma, pero no la verdad práctica, porque todavía no hemos ejecutado nada. Cabría quedarse en meros planos mentales, propósitos incumplidos o proyectos irrealizados. La razón práctica concibe su objeto (ejemplar previo) y tal cual está concebido, ni es verdad como adecuación, porque es sólo posible, y sobre el futuro, como declara Aristóteles en el Peri Hermeneias no hay verdad. Sólo es verdad cuando se hace la obra y se realiza bien, de acuerdo con lo previsto, aunque en el curso de la elaboración haya que rectificar (de ahí el hábito) lo previsto.
Si se realizara la obra sin razón verdadera -sin hábito- quedaría una obra hecha, pero estaría realizada en mayor medida por causa de la fortuna[33], que es precisamente lo que se opone al arte. Como es claro, esa falta de razón, sería indicio de la carencia del hábito, falta de rectitud de la razón. La fortuna es lo que está al margen de la razón, lo que no tiene plan lógico en su obrar, y como "el arte obra por intención..., lo que está al margen de la intención del arte no se hace por el arte propiamente hablando. Y así, el ente per accidens que está al margen de la intención del arte, no se hace por el arte"[34]. Por lo demás, a pesar de que algo se haga por arte, debido a que este saber versa sobre lo contingente, sobre lo no necesario, sobre lo no enteramente evidente, ahí cabe el error, "pues el defecto, como dice el Filósofo en el libro II de la Física, acontece tanto en esas cosas que son según la naturaleza, como en esas que son según el arte, cuando no se consigue el fin de la naturaleza o del arte, por el cual se obra"[35], o también, cuando "algo se opone a las reglas de actuación"[36].
Como la verdad práctica es la adecuación última de lo hecho al conocimiento, ésta sólo se da de modo cabal al fin del proceso de elaboración de la obra, es decir, cuando ésta queda cumplimentada[37]. Y como esa cosa es algo real, es un cierto bien. Por eso, para Tomás de Aquino "el bien del arte se considera no en el mismo artífice, sino más bien en lo construido..., pues el hacer no es perfección del que hace, sino de lo hecho"[38]. Si eso es así, habrá tantas verdades prácticas y bienes como obras hechas[39], porque "el bien del hombre según que es artífice, es el bien del arte"[40].
5. ¿Es el hacer es ajeno a la moral?
El hábito de arte perfecciona, decíamos, por una parte a la razón práctica, y por otra, como acabamos de ver, a la obra hecha. Pero según el de Aquino no perfecciona al hombre como tal, sino sólo en cuanto a la capacidad racional de tal o cual saber hacer: "en efecto, no se llama simplemente bueno a un hombre por el sólo hecho de ser sabio y artífice, sino que se llama bueno relativamente; por ejemplo, buen gramático o buen artesano"[41]. Sin embargo, ¿cómo puede ser esto posible si se reitera frecuentemente que "la verdad del intelecto práctico se toma por conformidad con el apetito recto, que no tiene lugar en las cosas necesarias, que no se hacen por la voluntad humana, sino sólo en las contingentes que pueden ser hechas por nosotros, ya sea en las cosas agibles interiores, o en las factibles exteriores"[42]? Si la verdad del arte se toma por conformidad con la voluntad recta ¿cómo es posible que el hombre no mejore o empeore como tal al ejecutar una obra externa? Es claro que para que se dé el arte se requiere la voluntad, pues sin el querer no se puede ejecutar una obra. Pero si la voluntad es fuente de esas cosas que se hacen por arte[43], ninguna de las acciones que realiza el hombre voluntariamente le puede dejar a él indiferente, sino que, además de mejorar o empeorar la realidad externa, le modificará constitutivamente a él por dentro; y es claro que esa mejoría o deterioro se llama virtud o vicio.
Tomás de Aquino indica que el hacer no presupone que el apetito sea recto[44]. Pero como no se realiza nada sin apetito, necesariamente el hacer supone un apetito, bien sea éste recto o incorrecto. Por tanto el hábito de arte, como el de la prudencia, no puede quedar aislado de la voluntad, y consecuentemente, de las virtudes o de los vicios. Para Tomás de Aquino el apetito recto lo requiere la prudencia, pero no el hábito de arte. Pero si eso es así, entonces ¿cómo decir que la verdad del arte se toma por conformidad con el apetito recto? La verdad y el bien del arte no dependen directamente del apetito recto, pero para realizar obras de arte, se precisa que intervenga la voluntad con su querer, y en este caso el hombre necesita de la prudencia y de otras operaciones que derivan de las virtudes morales, y ahí sí interviene la rectitud o falta de ella de la voluntad.
Para el de Aquino el arte es previo y condición de la prudencia[45], y ésta es condición de posibilidad del buen uso del arte, y por ello superior a él, porque lo dirige. Por eso cabe un uso bueno y un uso malo del saber hacer, porque la voluntad, que es de fin, impera al arte, que es de esas cosas que son hacia el fin, y como la voluntad está dirigida por la prudencia, indirectamente lo está también el arte. Por eso se dice que el arte se conforma con el apetito recto. Pero entonces, ¿por qué se sostiene que el arte no perfecciona al hombre como tal mientras que la prudencia sí? Tomás de Aquino sostiene que la prudencia se refiere al bien de la vida humana íntegra mientras que las artes se refieren directamente a los fines propios de ellas. Sin embargo, aunque directamente el fin del arte no sea la mejora humana, indirectamente no puede quedar al margen de ella. De manera que sólo bajo la luz de la prudencia y en conexión con ella se puede dilucidar cuándo un arte es ético o no, bueno para el hombre o perjudicial.
¿Cómo medir, pues, la jerarquía de las artes? De doble modo: uno, en virtud del fin propio del arte; otro, en virtud del bien humano al que el arte sirve. En cuanto a lo primero, "el arte que versa sobre el fin impera al arte que se dirige a las cosas que miran al fin"[46]. Las distintas artes son disposiciones para el arte que trata acerca del fin. Ésta es más universal que las demás. Las artes obran por un fin, y el último fin de la obra es el primer principio de todas las demás artes, pues en vistas a él se desarrollan aquéllas. Obviamente, no se trata del fin último de la vida humana, sino del fin de las artes prácticas. En cuanto a lo segundo, no hay que olvidar que las artes prácticas no son un fin en sí, pues todas ellas se ordenan al bien de la vida humana. Además, lo práctico no es un fin en sí. El interés por el interés carece de interés. El fin del saber práctico es la teoría, la forma más alta de vida según el filósofo de Atenas[47]. En efecto, solucionamos los problemas prácticos para que la contemplación no choque con inconvenientes. De modo que los hábitos de la razón práctica se deben subordinar y ordenar a la especulación del intelecto como a su fin.
De manera que de la mayor o menor racionalidad debemos tomar el más y el menos del valor artístico. Una obra será tanto más artística cuanto más manifieste el ingenio del hombre. Esto se formula ordinariamente preguntando cuándo sabemos que una obra de arte lo es más que otra. Esa cuestión sólo tiene una posible respuesta: los niveles artísticos dependen de los cognoscitivos de la razón práctica. Hay que mantener, en consecuencia, que a más racionalidad, más arte, y a la par, que puede medir mejor el estatuto del arte aquél que sabe más teoría del conocimiento. Evidentemente, esto no supone ceder al juicio de gusto o al esteticismo; y por ello, se puede objetar que la tesis anterior no es democrática. En efecto, no lo es; pero sí es coherente, pues si "ars est in ratione", a más discurso, mejores medios y mejor fin; y, por tanto, más arte, mejor obra hecha, porque ella denota más racionalidad. Pero como el arte se debe subordinar a la prudencia, y ésta debe gobernar a aquél, será mejor arte el que mejor sirva para humanizar al hombre. Como el hombre se humaniza según virtud, será mejor arte el que favorezca a los ciudadanos la adquisición de las virtudes.
6. El carácter distintivo del hábito de arte
Si comparamos el hábito de arte con los hábitos de la razón teórica cabría preguntarse si es inferior o superior a ellos y por qué. Esta cuestión, que afecta también a la prudencia[48], como hábito práctico que es, se suele responder de modo general diciendo que conocer por conocer es superior a conocer para obrar; que la razón teórica es superior a la razón práctica, tanto en sus actos como en sus hábitos. Por tanto, al menos por su sujeto, su objeto y por su modo de constitución, los hábitos teóricos son superiores a los prácticos.
Por otra parte, conviene distinguir el arte de la experiencia. Esta diferencia Tomás de Aquino la toma del libro I de la Metafísica de Aristóteles, y se cifra en que "el arte versa sobre lo universal, la experiencia sobre lo singular"[49]. Es comprensible, por consiguiente, que el que tiene el hábito de arte se equivoque poco en cuanto al conocer, mientras que es fácil que se equivoque en la aplicación práctica de ese hábito. La diferencia entre arte y experiencia se toma in cognoscendo tantum, pues aunque en el modo de obrar el arte y la experiencia no se diferencian, ya que uno y otro operan sobre lo singular, difieren, en cambio, en la eficacia de la operación[50], pues el que tiene experiencia, el experto, acertará más en las acciones, aunque conozca menos el por qué de lo que hace. En el obrar, el arte y la experiencia coinciden, pues ambos terminan en lo práctico singular. Pero en el conocer se distinguen, porque el arte toma lo común de las diferentes experiencias singulares.
En cuanto a lo moral, la primera distinción de ésta con el hábito de arte también está tomada de Aristóteles: "dice el Filósofo que la virtud es más cierta que todo arte"[51]. El argumento que da estriba en que la virtud, como la naturaleza, se inclina a lo uno, no a la certeza del conocimiento. Como la naturaleza, la virtud posee un sólo fin. El fin de la naturaleza es el orden del universo; el de la virtud, la felicidad. En cambio, el arte posee multiplicidad de fines. Así, como la moral está orientada al fin, ésta se parece más a la naturaleza que al arte. La certeza moral no es una certeza esencial, pues ésta sólo se encuentra en la potencia cognoscitiva (razón teórica), sino una certeza por participación, pues se trata de la certeza que imprime la potencia cognoscitiva (razón práctica) en tanto que mueve infaliblemente al fin propio de lo moral[52].
¿Por qué se parece la moral en su inclinación más a la naturaleza que al arte? Porque "en las cosas artificiales la razón se ordena al fin particular, que es algo pensado por la razón. Pero en la morales se ordena al fin común de toda la vida humana"[53], que es ser feliz. El error en una y otra deriva de esta doble finalidad. El arte yerra cuando no consigue el fin particular que pretende. En cambio, una acción moral es mala en la medida en que no apunta, desdice, no lleva al fin del hombre. El primer error se da en el hombre en cuanto artífice, mientras que en el segundo el hombre yerra en cuanto hombre. "De ahí que el filósofo diga, en el libro VI de laÉtica a Nicómaco, que en el arte es preferible el que peca queriendo; en cambio, lo es menos acerca de la prudencia, como en las virtudes morales de las que la prudencia es directiva"[54]. Es distinto también el influjo que ejercen las circunstancias sobre el arte o sobre la virtud moral, pues "hay algunas circunstancias que son pertinentes para el acto moral que no lo son para el arte, y al revés"[55].
Es precisamente lo que separa al arte de la virtud, lo que acerca al hábito de arte al de ciencia: "la ciencia y el arte, según su razón propia, importan orden a algún bien particular, no, en cambio, al fin último de la vida humana, como las virtudes morales, que hacen bueno al hombre simpliciter"[56]. Decir que el arte y la ciencia se refieren a bienes particulares, a objetos determinados y no al fin último de la vida humana, es hacerlos coincidir en cuanto a la razón de hábito, pues los hábitos se distinguen por sus actos, y éstos por sus objetos. Si bien el sujeto (razón práctica) y la materia (lo contingente) del hábito de arte es de la misma naturaleza que el de la prudencia, y en eso se separa de los hábitos especulativos, conviene más con aquéllos que con la prudencia por la razón de hábito[57].
En efecto, la distinción de los hábitos especulativos y del arte con la prudencia viene determinada por la precedencia de la voluntad o por seguir a la misma. Todos los hábitos de la razón -teóricos o prácticos- a excepción de la prudencia, preceden a la voluntad, mientras que ésta la sigue[58]. Ello indica que la prudencia es más cercana a la denominación de virtud en sentido propio que las otras, pues ésta toma de la voluntad su principio, mientras que las demás sólo dependen en su uso. Pero ello no indica que la prudencia sea más hábito que los demás.
En cuanto a la distinción entre el hábito de arte y los hábitos de la razón teórica, la separación entre ellos también es neta. El arte se distingue de la ciencia en que el primero se refiere a lo contingente y la segunda a lo universal y necesario. Del hábito de los primeros principios se separa el arte por lo mismo, porque éste versa sobre lo contingente y aquél sobre lo necesario, al igual que el de sabiduría[59].
Los primeros principios teóricos son el fundamento de la demostración, como los primeros principios prácticos lo son de lo agible, ¿pero tiene el habito de arte como fundamento unos primeros principios prácticos distintos de los que fundamentan la prudencia? Seguramente no, por eso tampoco conviene separar en exceso la prudencia del saber hacer.
7. Conclusiones
Se exponen a continuación sintéticamente algunas de las conclusiones que se pueden sacar de la lectura del tratamiento tomista del hábito de arte:
- El saber hacer se da con el hacer, lo acompaña, pero no se da por el hacer, es decir, el hacer no es previo y condición de posibilidad del saber hacer, sino a la inversa, el saber posibilita el hacer.
- El hacer es espacio-temporal. En cambio, el saber hacer es extraespacial y extratemporal. Por eso puede modificar el espacio y el tiempo físicos, es decir, el orden del universo.
- El saber hacer acelera el orden de la realidad física o le dota a ésta de más orden del que tiene, y lo lleva a cabo mediante el trabajo.
- El arte, y consecuentemente la belleza, no es un asunto de gustos, sino de más o menos racionalidad práctica.
- Este hábito factivo permite perfeccionar (o deteriorar) la naturaleza sensible, pero no es ajeno al perfeccionamiento (o deterioro) de la naturaleza humana.
- El hábito de arte no es ajeno a la voluntad. Por tanto, no admite una separación tajante de la prudencia y de las virtudes morales.
- Este hábito es distinto de los teóricos de la razón tanto por su tema como por su sujeto. La distinción estriba en que es inferior (menos cognoscitivo) que ellos. En consecuencia, se pueden deducir dos cosas: a) los hábitos teóricos deben ser condición de posibilidad de este hábito; b) este hábito debe subordinarse a aquéllos, es decir, debe tener a aquéllos como su fin.
[1] Especialmente en el libro VI de la Ética a Nicómaco, alguna al VII, otras del libro II de laFísica, y alguna del libro II del De Anima. Cfr. In III Sent., d. 26, q. 2, a. 4, sc; In Ethic., l. I, lect. 1, n. 8; 7.12.n14; In Post. Anal., l. II, lc. 9, n. 14; Ibid., l. II, lec. 20, n. 11; S.C. Gentes, l. I, cap. 93, n. 4; Ibid., l. II, cap. 24, n. 5; S. Theol., I ps., q. 103, a. 2, ad 1; Ibid., I-II ps., q. 16, a. 3, sc;Ibid., q. 21, a. 2, ad 2; Ibid., q. 34, a. 1, ad 3; Ibid., q. 64, a. 3, sc; Ibid., q. 68, a. 4, ad 1; Ibid., II-II ps., q. 134, a. 1, ad 4; Ibid., III ps., q. 32, a. 4, ad 2; etc.
[2] Cfr. S.Theol., I ps., q. 82, a. 4, sc.
[3] De ALEJANDRO DE HALES registra que el arte es el "principium faciendi et cogitandi quae sunt facienda", S. Theol., II, 21 a, Grottaferrata, Roma, ed. Collegii S. Bonaventurae ad Claras Aquas, 1924, vols. I-IV; asimismo que "omnis artifex est sapiens per suam artem", Ibid., I, 649 a; que "potest artifex videre in se rem fiendam et iam factam", Ibid., II, 179 b; etc. Alberto magno expuso una serie amplia de notas sobre el arte en su obra Super Etica, en Opera Omnia, Monasterii Westfalorum in aedibus Aschendorff, vol. XIV, 1 y 2, 1968-87: que es "virtus", cfr., 103, 77. Asimismo, que en el hábito hay dos partes, una que dirige "quod est ratio factibilium, et haec est forma artis", y otra que inclina al acto por parte de la ejecución de la obra, y en ambos casos se parece a la prudencia, cfr. 109, 58; que las virtudes morales se distinguen del arte en la parte directiva, no en la inclinativa a la ejecución, cfr. 109, 58. Alude también a que el arte posee medio y fin, cfr. 102, 63; que junto con la prudencia son las dos virtudes medias entre las intelectuales y las morales, cfr. 394, 36; que el fin del arte está en el mismo artífice y la verdad se toma de lo que pertenece a ese arte; lo falso, en cambio, del defecto de la materia, cfr. 418, 79; que lo natural está sujeto a la operación del arte, cfr. 429, 4; que este hábito perfecciona a la razón práctica, cfr. 431, 70. Añade también que el arte ayuda a la operación de la naturaleza, cfr. 432, 87, aunque sus operaciones no versan sobre lo mismo, cfr. 433, 45. A su operación la llama "factionem", cfr. 439, 69; y sabe que tal hábito no es una virtud moral, cfr. 441, 83, describiéndolo como "habitus factivus cum ratione", 435, 23; etc.
[4] Cfr. In III Sent., d. 14, q. 1, a. 3, qc. d, sc. 2; De Ver., q. 10, a. 9, ad 6; In Metaph., l. VI, lect., 1, n. 10; Ibid., l. VII, lect. 8, n. 17; S. Theol., I-II ps., q. 60, a. 5, co; Ibid., q. 64, a. 3, sc;Ibid., II-II ps., q. 134, a. 1, ad 4.
[5] Cfr. De Pot., q. 7, a. 1, ad 1; S.Theol., II-II ps., q. 134, a. 4, ra 3.
[6] Cfr. De Vir., q. 1, a. 7, co; In Ethic., l. I, lect., 1, n. 8; S.C. Gentes, l. III, cap. 25, n. 9.
[7] S.Theol. I-II, q. 57, a. 4, co; Cfr. asimismo: In Post. Anal., l. I, lect. 44, n. 11; In Metaph., l. I, lect. 1, n. 34; In Pol., l. I., lect., 6; S. Theol., I-II ps., q. 34, a. 1, ad 3; Ibid., q. 57, a. 4, ad 1;Ibid., q. 68, a. 4, ad 1; Ibid., II-II ps., q. 47, a. 5, co; Ibid., q. 58, a. 3, ad 3; Ibid., q. 123, a. 7, co.
[8] Cfr Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, vol., IV, Primera parte, Pamplona, Eunsa, 1994, pp. 149 ss.
[9] In Metap., l. XII, lect. 11, n. 20.
[10] In Physic., l. V, lect. 1, n. 10.
[11] S.C. Gentes, l. II, cap. 35, n. 3.
[12] Res. Ad Lect. Venet., a. 9, ad 9.
[13] Cfr. In Ethic., l. I, lect. 8, n. 5; De Subst. Separ., cap. 15/75.
[14] "Omne enim quod generatur vel per artem vel per naturam est possibile esse et non esse", In Metap., l. VII, lect. 6, n. 8; "ars autem et prudentia (sunt) circa contingentia", S. Theol., II-II ps., q. 47, a. 5, co. Cfr. también: S. Theol., I-II ps., q. 57, a. 6, co.
[15] In Physic., l. II, lect. 14, n. 8.
[16] Cfr. In IV Sent., d. 42, q. 2, a. 1, co; De Ver., q. 11, a. 1, co; In Post. Anal., l. II, lect. 9, n. 14; In Physic., l. II, lect. 4, n. 6; Ibid., l. II, lect. 13, n. 4; S.C. Gentes, l. II, cap. 75, n. 15; S. Theol., I ps., q. 117, a. 1, co.
[17] La referencia más clara en este sentido se encuentra e el Proemio al comentario a laPolítica de Aristóteles. Allí Tomás de Aquino explica que el orden que la razón sigue en el proceso de construir la ciudad (que no es naturaleza) es similar al orden que la naturaleza sigue en la producción de las cosas, es decir, de lo más sencillo a lo más complejo.
[18] S. Theol., I-II ps., q. 57, a. 3, co.
[19] Cfr. In Ethic., l. I, lect. 1, n. 8; Ibid., l. II, lect. V, n. 3; Ibid., l. VII, lect., 12, n. 14; In Metaph., l. I, lect. 1, n. 34; In Post. Anal., l. I, lect. 44, n. 11; Ibid., l. II, lect. 20, n. 11; S.C. Gentes, l. II, cap. 24, n. 5; Resp. Ad Lec. Ven., a. 9, ad. 8; S. Theol., I-II ps., q. 57, a. 3, co; Ibid., I-II ps., q. 57, a. 4, co; Ibid., I-II ps., q. 57, a. 5, ad 1; Ibid., I-II ps., q. 68, a. 4, ad 1. En otros pasajes lo define como "habitus factivus cum vera ratione", In Ethic., l. VI, lect. 3, n. 12; Ibid., l. VI, lect., 3, n. 19.
[20] Cfr. In Metap., l. I, lect. 1, n. 34; Ibid., l. XI, lect. 7, n. 8.
[21] Cfr. Llano, C., Sobre la idea práctica, México, Universidad Panamericana, Publicaciones Cruz, o., S.A., 1998.
[22] In Ethic., l. VII, lect., 12, n. 14.
[23] In Post. Anal., l. I, lect., 44, n. 11.
[24] S. Theol., I-II ps., q. 93, a. 1, co. Cfr. asimismo: In I Sent., d. 27, q. 2, a. 3, ad 2 y ad 4;Ibid., d. 32, q. 1, a. 3, ad 2; In II Sent., d. 18, q. 1, a. 2, co; De Ver., q. 8, a. 11, co; Ibid, q. 8, a. 16, ad 7; In Metaph., l. V, lect. 2, n. 2; Ibid., l. VII, lect. 6, n. 24; Ibid., l XII, lect. 11, n. 20; S.C. Gentes, l. I, cap. 72, n. 9; Ibid., l. II, cap. 76, n. 19; Ibid., l. II, cap. 92, n. 6. Esas formas son "objetos" mentales. En cambio, las "formas" realizadas en lo hecho no son "objetos" intencionales, aunque responden al ejemplar. No son "hechas" sino "educidas" de la potencia de la materia (cfr. In Physic., l. VII, cap. 7), pero no por la propia virtualidad de ésta o de la naturaleza, sino que se imprimen en ella por un principio extrínseco (cfr. In Physic., l. II, lect. 14, n. 8; In Metaph., l. XII, lect., 3, n. 4). Para la materia estas formas son accidentales. No se las puede llamar propiamente "forma", en el sentido de forma sustancial, porque ésta es principio intrínseco. También las cosas artificiales se distinguen de las naturales por elmovimiento, ya que no tienen en ellas mismas el principio del cambio (cfr. In Physic., l. II, lect. 1, nn. 2, 5; Ibid., l. VIII, lect., 5, n. 3; In Ethic., l. VI, lect. 3, n. 16). No confundir las formas primeras (objetos) con las segundas supone saber que unas son sin materia y las otras no, y que por eso una es universal y la otra particular. Además, "las formas que induce el artífice no producen similares a sí (cfr. In II Sent., d. 18, q. 1, a. 2, co), mientras que las naturales sí.
[25] De Ver., q. 8, a. 16, ad 7. En otro lugar dice: "in egressu artificiorum ab arte est considerare duplicem processum: scilicet ipsius artis ab artifice, quam de corde suo adinvenit; et secundo processum artificiatorum ab ipsa arte inventa", In I Sent., d. 32, q. 1, a. 3, ad 2.
[26] Nuestro intelecto "se habet ad res dupliciter: uno modo ut causae rerum, sicut formae practici intellectus; alio modo ut causatae a rebus, sicut formae intellectus speculativi, quo naturalia speculamur", De Ver., q. 8, a. 11, co. Cfr. también: In Ethic., l. I, lect. 14, n. 7; S.C. Gentes, l. I, cap. 62, n. 5.
[27] "Intellectus noster est mensuratur, non mensuram quidem res naturales, sed artificiales tantum", De Ver., q. 1, a. 2, co; "ars est mensura artificiorum, quorum unumquodque in tantum est perfectum inquantum arti concordat", S.C. Gentes, l. I, cap. 61, n. 7. Cfr. asimismo: S.C. Gentes, l. I, cap. 62, n. 5.
[28] In De An., l. III, lect. 10, n. 8. Añado dos citas más al respecto para perfilar la comparación: "intellectus agens comparatur ad possibile ut ars movens ad materiam, inquantum facit inteligibilia in actu, ad quae est intellectus posibilis in potentia", De Spirit. Creat., q. un., a. 10, ad 11; "licet sit similitudo quaedam intellectus agentis ad artem, non oportet huiusmodi similitudinem quantum ad omnia extendi", De An., q. un., a. 5, ad 8.
[29] S. Theol., I ps., q. 16, a. 1, co.
[30] Q. D. De Ver., q. 1, a. 2, co.
[31] Cfr. S. Theol., I ps. q. 17, a. 1, co.
[32] Cfr. mi trabajo: Razón teórica y razón práctica según Tomás de Aquino, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 101, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2000.
[33] Cfr. In Ethic., l. VI, lect. 3, n. 18.
[34] In Metaph., l. VI, lect. 2, n. 5.
[35] De Malo, q. 2, a. 1, co; Cfr. también: In Physic., l. II, lect. 14, n. 3.
[36] De Malo, q. 2, a. 1, co.
[37] Cfr. Melendo, T., "La naturaleza de la verdad práctica", en Studium, 26 (1986), 74.
[38] S. Theol., I-II ps., q. 57, a. 5, ad 1.
[39] "In diversis operationibus et artibus videtur aliud et aliud esse bonum intentum. Sicut in medicinali arti bonum intentum est sanitas, et in militari victoria et in aliis artibus aliquod aliud bonum", In Ethic., l. I, lect. 9, n. 2; "omnes enim scientiae et artes appetunt quoddam bonum",In Ethic., l. I, lect. 8, n. 4; "omne bonum humanum videtur esse opus alicuius artis, quia bonum hominis ex rationis est", In Ethic., l. VII, lect. 11, n. 10.
[40] De Vir., q. II, a. 2, co.
[41] S. Theol., I-II ps., q. 56, a. 3, co.
[42] S. Theol., I-II ps., q. 57, a. 5, ad 3.
[43] "Voluntas est principium productionis eorum quae per artem producuntur in rebus humanis", In I Sent., d. 6, q. 1, a. 2, sc. 1.
[44] "El bien de lo artificial no es el bien del apetito humano, sino el bien de las mismas obras artificiales, y por esto, el arte no presupone el apetito recto", S. Theol., I-II ps., q. 57, a. 4, co.
[45] Cfr. S. Theol., I-II ps., q. 57, a. 3, ad 1.
[46] S. Theol., II-II ps., q. 26, a. 7, co. Cfr. la misma expresión en In I Sent., d. 3, q. 4, a. 1, ad 8; In III Sent., d. 27, q. 2, a. 4, qc. c, co; In IV Sent., d. 7, q. 3, a. 1, qc. b, co; Ibid., d. 18, q. 2, a. 4, qc. a, ad 1; De Malo, q. 1, a. 5, co; Ibid., q. 8, a. 2, co; S.C. Gentes, l. I, cap. 1, n. 2; Ibid., l. II, cap. 92, n. 6; Ibid., l. III, cap. 64, n. 2; Ibid., l. III, cap. 78, n. 5; S. Theol., I-II, q. 8, a. 2, ad 3;Ibid., q. 9, a. 1, co; Ibid., q. 15, a. 4, ad 1; Ibid., q. 84, a. 3, co; S. Theol., II-II ps., q. 23, a. 4, ad 2; Ibid., q. 26, a. 7, co; Ibid., q. 40, a. 2, ad 3; S. Theol., III ps., q. 32, a. 4, ad 2.
[47] Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco., l. X, cap. 7 (BK 1178 a 6-7).
[48] Cfr. mi trabajo: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 90, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1999.
[49] In Metaph., l. I, lect. 1, nn. 18 y 22.
[50] In Metaph., l. I, lect. 1, n. 20.
[51] In III Sent., d. 26, q. 2, a. 4, sc. 2. Cfr. también el corpus del artículo de la cita anterior y estas otras referencias: De Ver., q. 10, a. 20, ad 9 y S. Theol., II-II ps., q. 18, a. 4, co. En la primera de ellas se toma a Cicerón como autoridad.
[52] S. Theol., II-II ps., q. 18, a. 4, co, donde concluye que "per hunc modum virtutes morales certius arte dicuntur operari, inquantum per modum naturae moventur a ratione ad suos actus".
[53] S. Theol., I-II ps., q. 21, a. 2, ad 2.
[54] Ibid., De ahí que "el bien del arte se considera, no en el artífice, sino en la misma obra producida... Pero el bien de la prudencia está en el mismo agente, cuya perfección consiste en la acción misma", S. Theol., I-II ps., q. 57, a. 5, ad 1. Cfr. asimismo: In Ethic., l. 6, lect. 4, n. 13.
[55] De Malo, q. 8, a. 2, co.
[56] S. Theol., II-II ps., q. 23, a. 7, ad 3.
[57] "Prudentia magis convenit cum arte quam habitus speculativi, quantum ad subiectum et materiam. Utrumque enim est in opinativa parte animae, et circa contingens aliter se habere. Se ars magis convenit cum habitibus speculativis in ratione virtutis, quam cum prudentia", S. Theol., I-II ps., q. 57, a. 4, ad 2.
[58] Cfr. De Vir., q. 1, a. 7, co.
[59] Cfr. S. Theol., II-II ps., q. 47, a. 5, co.
Pio Santiago
Parte de la tesis doctoral presentada en la Facultad Eclesiástica de Filosofía de la Universidad de Navarra, 2007
ÍNDICE:
Introducción
1. Partes subjetivas
2. La abstinencia
3. La sobriedad
4. La castidad
Bibliografía
Introducción
El presente trabajo tiene por objeto el estudio del conjunto de virtudes que constituyen lo que Santo Tomás llamaba “partes subjetivas” de la templanza, que vienen a ser la misma templanza aplicada a una parte específica y restringida de su materia propia. Constituyen, pues, la esencia de la templanza como virtud especial[1], y son la abstinencia, la sobriedad y la castidad.
Su estudio nos permitirá ilustrar algunos aspectos propios de estas virtudes específicas, pero, sobre todo, profundizar en la comprensión de la naturaleza propia de la virtud cardinal de la templanza.
1. Partes subjetivas
Antes de seguir adelante, conviene profundizar en el concepto tomista de “partes subjetivas” de una virtud. Como ya hemos dicho, son las especies en que puede dividirse una virtud, que realizan su esencia formal referida a los actos y materias principales. En el caso de la templanza, en todas sus partes subjetivas se realiza la noción esencial de moderación del apetito, excitado por el sentido del tacto, sea en actos que se refieren a la conservación del individuo o a la conservación de la especie. Estas partes subjetivas son tres: abstinencia, sobriedad y castidad. La abstinencia modera los apetitos de la comida; la sobriedad, los de la bebida; la castidad, el apetito sexual.
Al tratar sobre la castidad, Santo Tomás parece opinar que esta virtud modera la unión venérea, mientras que otra virtud, a la que llama en latín “pudicitia”, pondría orden en los actos secundarios de la materia sexual, o “placeres concomitantes, tales como besos, tocamientos y abrazos”[2]. Esta segunda virtud se traduce con frecuencia como “pudor”, en parte porque el propio Santo Tomás relaciona ambas palabras[3]. Sin embargo, el término “pudor” ha adquirido un significado diverso, específicamente relacionado con la vergüenza, como veremos más adelante, por lo que no parece adecuado su empleo en este contexto. El término preciso para traducir “pudicitia” es pudicia[4], pero esta palabra es poco usada. Tampoco la palabra “pureza” resulta adecuada, pues más bien se emplea para incluir todo lo relativo a la castidad y la pudicia conjuntamente. Quizás lo más sencillo sea emplear la palabra castidad para referirse al conjunto de los placeres sexuales, sin más distinciones, tal y como, según observa el mismo Santo Tomás[5], se hace en el lenguaje ordinario.
2. La abstinencia
Se habla de la abstinencia como virtud, no en cuanto a la sustracción total de alimento[6], de por sí indiferente éticamente, sino en cuanto que, de acuerdo con la razón, lleva al hombre a “abstenerse del alimento en la medida de lo conveniente, conforme a las exigencias de los hombres con los que vive y de su propia persona, además de la necesidad de su salud”[7]. En esta definición interesa resaltar algo que el propio Santo Tomás explica en una cuestión anterior[8]: que la regla de la templanza incluye, además de la conservación de la vida, las necesidades más perentorias de la misma, como son la vida social y el estado en que nos encontramos[9].
Santo Tomás cita a Macrobio como autoridad a la hora de incluir la abstinencia como parte especial de la templanza[10], pero también llega a esta conclusión partiendo de premisas básicas de su propia doctrina sobre la virtud. En efecto, puesto que la virtud moral guarda el bien de la razón contra los ataques de las pasiones, “dondequiera que haya una razón especial por la que una pasión aparte del bien de la razón, allí debe existir una virtud especial. Ahora bien, los placeres de los alimentos pueden apartar al hombre del bien de la razón de un doble modo: bien por la fuerza de los placeres o bien por la necesidad de los alimentos, puesto que el hombre los necesita para conservar su vida, que es el objeto más deseado por él. Por consiguiente, la abstinencia es una virtud especial”[11].
Santo Tomás recoge unas palabras de San Agustín que tienen gran interés: “En orden a la virtud, no importa en modo alguno qué alimentos o qué cantidad se toma (mientras se haga en conformidad con el orden de la razón bajo la regla de la templanza), sino con qué facilidad y serenidad de ánimo sabe el hombre privarse de ellos cuando es conveniente o necesario”[12]. Conveniencia o necesidad que corresponde determinar a la razón. Por eso, es la recta razón la que nos manda practicar la abstinencia, “con alegría de espíritu y por un motivo conveniente”[13], moderando el apetito de comer. Y además, la razón modera este apetito de comer “desde dentro” del propio apetito, que, en el hombre virtuoso, no desea deleitarse con la comida que le resulta superflua, bien porque no sea necesaria o porque no sea conveniente. Es decir, la verdadera abstinencia no es un mero “contenerse”, sino una transformación del “deseo” mismo, del apetito, para que no pida lo que no necesita o no le conviene.
Sobre el ayuno voluntario, hay motivos por los que la razón puede aconsejarlo. Santo Tomás cita los siguientes: evitar una enfermedad, realizar con más agilidad unos ejercicios corporales, evitar males espirituales o conseguir bienes espirituales[14]. Pero aclara: dando siempre por supuesto que “la razón no quita el alimento en tal cantidad que no se atienda a la conservación de la naturaleza”[15] o “que el hombre se vuelva incapaz de llevar a cabo ciertas obras”[16]que manifiestan la dignidad de su naturaleza racional, por ejemplo, por su extrema debilidad causada por la falta de alimento.
No ha de extrañar, afirma Santo Tomás, que la abstinencia tenga nombre de negación, puesto que la alabanza de la templanza consiste en un cierto defecto[17]. Se trata de frenar los deleites que atraen al alma hacia ellos de un modo excesivo, y de esta forma precisamente alcanza su justo medio la abstinencia, como es propio de toda virtud moral. Lo importante es que con esa privación “se mantiene el justo medio, en cuanto que se conforma con la recta razón”[18]. Esta necesidad de aplicar un freno es particularmente clara en el caso de los deleites de la comida porque, como observa León Kass, el hombre, por su condición fisiológica de omnívoro más alto, está dotado de apetitos indeterminados y de una apertura casi ilimitada. A diferencia de lo que ocurre en los demás animales, a los que la naturaleza conduce a comer lo necesario, el hombre puede perseguir los “placeres del paladar” como un fin en sí mismo, “desligados de la finalidad a la que en principio sirven”[19]. En el caso extremo, por esa persecución del placer del paladar en sí mismo, “la imaginación humana ofrece a la voluntad como atractivos algunos alimentos –y algunas cantidades- que natural o instintivamente no son ni deseables ni sanos”[20]. Por eso lo primero que se necesita es la restricción, decir que no. Como dice Kass, “si el problema es el exceso de amplitud, entonces la prohibición es el inicio del proceso civilizador”[21].
El vicio por defecto de la abstinencia (y también de la sobriedad como veremos) es la gula, que no es “toda apetencia de comer y beber, sino sólo la desordenada (...), la que se aparta de la razón”[22]. Es el deseo -no la sustancia del alimento- en cuanto no regulado por la razón lo que constituye la esencia del vicio de la gula. Por eso, quien se excede en la cantidad de comida por creer que es necesario comete un error de cálculo, pero no incurre en el vicio de la gula[23]. Además, hay que distinguir este deseo del apetito sensitivo, del instinto del apetito natural, en el que no cabe vicio, porque no puede someterse a la razón, y al que pertenecen el hambre y la sed[24].
Hasta aquí las afirmaciones de Santo Tomás. Conviene sin embargo añadir que, indirectamente, por el descuido habitual de esta virtud, se puede desordenar no sólo el apetito sensitivo, sino hasta el mismo organismo, de forma que sienta sed y hambre por encima de lo que le es necesario o conveniente[25]. Una vez más se puede apreciar la estrecha relación entre templanza y salud (psíquica y física)
3. La sobriedad
La palabra sobriedad deriva de medida; por eso, genéricamente, la sobriedad puede aplicarse a cualquier materia, para indicar que se guarda una medida. Para Santo Tomás, sin embargo, el sentido propio de la sobriedad es más reducido de lo que se entiende coloquialmente. Concretamente, afirma que “a la sobriedad se le apropia, de un modo específico, una materia en la cual es sumamente laudable observar una medida”[26], cual es la bebida alcohólica[27]. El motivo por el que se adjudica una virtud especial a esta materia, es porque supone un especial impedimento para la razón, cuyo uso puede perturbar, e incluso impedir, el exceso de bebida alcohólica. De ahí que se requiera una virtud específica que conserve el bien racional contra este obstáculo, y esta virtud es la sobriedad[28].
En efecto, si bien es conocido que el vino, en cantidades moderadas, inspira y estimula[29]; es igualmente claro que, en exceso, no contribuye al perfeccionamiento de la vida racional o moral, sino que vuelve a los hombres salvajes. “O quizás se diría mejor que desata las poderosas fuerzas animales que laten en el alma; fuerzas que nublan nuestra capacidad de discernimiento; que actúan socavando nuestras costumbres y nuestro dominio de nosotros mismos; que arrastran a la violencia; que buscan, por así decirlo, disolver toda forma y formalidad en el caos oceánico primitivo”[30]. En esto, como tantos otros aspectos, el vino participa de la ambigüedad moral de lo humano. Se requiere una vez más un término medio entre dos extremos, y esa es la virtud de la sobriedad.
Ahora bien, la sobriedad no es considerada por Santo Tomás tan sólo como un medio útil para un fin (mantener la lucidez mental), al modo utilitarista[31]. La sobriedad, como parte de la templanza, es no sólo útil, sino buena en sí misma. Como manifestación de la genuina excelencia de la virtud, se produce de manera voluntaria y consciente, no a regañadientes, sino con agrado, y manifiesta que no se es esclavo del apetito de beber, sino que se domina y se es libre: muestra el predominio de la razón en el propio deseo de beber y, por eso, la nobleza del propio carácter.
Como ya dijimos, la gula es el vicio por exceso de la sobriedad. Santo Tomás considera que laembriaguez (en cuanto vicio, no en cuanto estado), pertenece a la gula como una especie a su género[32]. Consiste en el uso y la apetencia del vino sin moderación.
4. La castidad
La materia específica de la castidad a la que aplica la moderación propia de la templanza está constituida por “los deseos de deleite que se dan en lo venéreo”[33]. Ya sabemos que la templanza, en sentido propio, se ocupa de los deseos de los placeres del tacto, y que éstos son más fuertes en cuanto que se siguen de las operaciones más naturales. Tal es el caso de las operaciones dirigidas a la conservación del individuo (el apetito de comer y beber, regulado por la abstinencia y la sobriedad), y a la conservación de la especie (el apetito sexual, regulado por la castidad). Ambas operaciones son distintas y dan lugar, por tanto, a virtudes distintas. Además, Santo Tomás ve un motivo especial para la existencia de la castidad, como virtud distinta de la abstinencia, y es “que los deleites venéreos son más fuertes y atacan a la razón más que los de los alimentos”[34]. Por eso necesitan un freno mayor, que aporta la virtud (“vis”= fuerza) de la castidad.
Esto no significa que la sexualidad se valore negativamente, al contrario. Bastaría recordar que Santo Tomás reconoce el deseo y el placer sexual como parte de la humana naturaleza, buenos en sí mismos y dignos de alabanza cuando se experimentan de acuerdo con el verdadero bien humano[35]. El mero hecho de que Santo Tomás considere la castidad como una parte de la templanza, con la flexibilidad y riqueza que conlleva su doctrina sobre esta virtud, señala el camino hacia una ética positiva de la sexualidad, aún cuando él mismo no la desarrollara explícitamente[36]. Es más, precisamente por ser la tendencia sexual un bien tan elevado y tan necesario, es por lo que necesita más la salvaguarda y defensa por medio del orden de la razón que le es propio y le aporta la castidad, ya que, para Santo Tomás, “cuanto más importante es una cosa, tanto más ha de seguirse en ella el orden de la razón”[37]. Por tanto, “lo que constituye la esencia de la castidad como virtud es que por medio de ella se verifica el orden de la razón, ordo rationis, en lo sexual”[38], y de este modo se logra que el apetito sexual alcance el verdadero bien humano.
Desde un punto de vista fenomenológico, no directamente abordado por Santo Tomás, podemos descubrir la existencia y necesidad de un orden de la razón en la sexualidad al comprobar que la atracción entre un hombre y una mujer incluye varias dimensiones que no siempre se encuentran en armonía, y que requieren de la virtud de la castidad como fuerza integradora capaz de llevarlas a su propia plenitud. Una somera enumeración de estas dimensiones y sus características[39] podría ser la siguiente:
1/ La dimensión corporal-sensual, en la que la persona reacciona ante los valores corporales ajenos con una excitación corporal y un dinamismo naturalmente finalizados en la unión de los cuerpos. Se logra así la complementariedad corporal-genital, a la que sigue un placer-necesidad, propio de la satisfacción de una carencia. Normalmente adquiere una preponderancia mayor en el varón.
2/ La dimensión afectivo-psicológica, en la que la reacción ante los valores humanos ligados al hecho de ser varón o mujer es de tipo emocional y afectiva: se da en la interioridad de la persona. Se busca la complementariedad o resonancia afectiva, vivida como empatía, a la que sigue una complacencia, fruto del mutuo enriquecimiento. Habitualmente es la dimensión preponderante en la mujer.
3/ La dimensión personal, en la que se despierta la admiración no ante los valores del otro, sino ante el valor que supone la otra persona en sí misma. Se busca el don de sí recíproco, que hace posible una particular comunión interpersonal, y genera un gozo espiritual o “gaudium”.
4/ La dimensión religiosa, en la que se descubre con estupor el misterio de Dios en la otra persona. Se busca una comunión con Dios en la comunión con la otra persona, y se alcanza un gozo particular o “beatitudo”.
De todas ellas, “la dimensión corporal-sensual es la más inmediata a la conciencia, imponiéndose como un hecho”[40]. Pero el deseo sexual, aún dirigiéndose a algo sensible, incluye en sí el deseo de algo más, pretende la felicidad[41], y no sólo el placer sensible que se obtiene en la dimensión corporal-sensual. “El deseo sensible esconde en sí un deseo espiritual, está habitado por él”[42]. Por eso, reducir la sexualidad a lo genital o, incluso, a lo afectivo, hace imposible comprender su valor específicamente humano[43], la plenitud de sentido que implica en el hombre.
Las distintas dimensiones se implican mutuamente, de manera que “lo que está en alto se sostiene en lo que está debajo, y a su vez, lo que está en alto equilibra lo que está debajo”[44]. Así, por ejemplo, el placer despierta el deseo y, con ello, nos hace caer en la cuenta de la conveniencia y bondad de determinadas acciones que conducen, no sólo a la unión sexual, sino a una unión afectiva y personal. La bondad de estas acciones “no depende del placer que producen, sino de la plenitud que confieren, pero sin el deseo de placer que despiertan, estas acciones pasarían desapercibidas”[45]. De este modo, “el placer sexual es la repercusión consciente de la plenitud de un amor”[46]. Tiene un valor simbólico de la plenitud humana, de la excelencia a la que remite: la comunión interpersonal. Es un momento en que se resume toda una vida.
Se requiere, por tanto, un principio unificador distinto de los apetitos (que no son capaces de captar más que una dimensión –la suya: la sensible-), que sea capaz de atender simultáneamente a todas estas dimensiones, y ordenar las inferiores a las superiores, y este principio no puede ser otro que la razón. Surge así la necesidad de la castidad, “a la que compete la integración de los dinamismos afectivos”[47], bajo el orden de la razón. Ni basta la razón, ni bastan las inclinaciones naturales. Se precisa una armonización.
Esto significa que en el caso del hombre, la sexualidad está condicionada, pero no guiada, por el instinto. El control o guía de la sexualidad corresponde a la razón y la voluntad, que tienen en cuenta todas las dimensiones de la experiencia amorosa y configuran las relaciones surgidas entre el hombre y la mujer en virtud del instinto sexual, así como el comportamiento ante las consecuencias procreativas de la unión sexual. Estas relaciones son –apunta Rhonheimer- amor, autoentrega de una persona a la otra, fidelidad, responsabilidad procreativa, indisolubilidad de la unión. “Todos estos no son bienes que se añadan a la sexualidad. Son la sexualidad como bien humano; es decir, son el instinto sexual mismo de una persona humana en su interpretación por la razón de la persona que tiene ese instinto”[48].
Pero es preciso advertir que la verdadera castidad no se reduce a una vigilancia y controlracionales de los movimientos tendenciales de las dimensiones inferiores (corporal y afectiva) de la sexualidad, dirigiéndolos hacia los bienes específicos de las dimensiones más elevadas (personal y religiosa). “La capacidad de controlar y refrenar, de contener la energía que se libera, en modo tal que la voluntad no se vea arrastrada, es el primer paso para adquirir el hábito. Pero tal control va dirigido a la plasmación del afecto”[49] (con el sello de la racionalidad). Se trata de configurar la capacidad de reacción sexual y afectiva interviniendo sobre las mismas potencias cognoscitivas que implican (sensibilidad, imaginación y memoria), de tal manera que la misma atención que se preste a los valores sexuales y afectivos esté en relación con la promesa de comunión[50]. La castidad es como un arte: quien va rectificando su deseo y armonizando su atención, su impulso, su valoración, va adquiriendo una destreza que afecta al mismo modo de ser impactado por, de desear, y de valorar la sexualidad. Se adquiere un nuevo gusto para lo sexual, que respeta todos sus aspectos y se manifiesta a la vez en todos ellos. El mismo amor y el deseo se convierten ahora en amor y deseo inteligentes, que tienen una racionalidad intrínseca.
Con el hábito de la castidad “la persona se posee en una forma nueva, esto es, posee su impulso sexual, su reacción afectiva, su capacidad de donarse en una forma original”[51]. La castidad posibilita el don de sí, la entrega de la totalidad de lo que el hombre y la mujer son y, por eso, les permite alcanzar la excelencia del amor[52]. Como sentenció San Agustín: la castidad, como parte de la templanza, es “aquel amor capaz de entregarse por entero a la persona amada”[53].
Repitámoslo una vez más: con la castidad el apetito sexual es más espontáneamente fiel a sí mismo, a su verdad más íntima. La castidad no impone desde fuera unas “manillas de acero” que violenten la naturaleza del apetito sexual, sino que lo ordena desde dentro según la verdad de lo real, de su auténtica y única verdad, percibida por la razón, que es la única capaz de hacerlo. Este es el sentido del orden de la razón. “La reproducción humana se hace así reconocible como el tipo de procreación que surge del amor entre dos personas, así como también ese amor está esencialmente constituido para servir a la transmisión de la vida humana. Se explica de este modo la inseparable unidad esencial que forman en la sexualidad humana los dos contenidos de sentido que denominamos reproducción y comunidad amorosa: la sexualidad humana es amor personal que sirve a la transmisión de la vida”[54].
La pudicia
Como ya vimos, Santo Tomás habla en su último artículo sobre la castidad de una virtud a la que denomina pudicia (del latín “pudicitia”), y afirma que su nombre procede de pudor (en latín, “pudor”). La pudicia se refiere más a los actos secundarios que suelen tener lugar en la unión venérea o que pueden precederla, mientras que el objeto de la castidad sería el acto más intenso, más completo, más natural y, por tanto, más deleitable (la unión sexual en sí)[55]. Así, para Santo Tomás, la pudicia se ocuparía de poner orden y discreción en los movimientos secundarios: tocamientos, besos, miradas, comportamientos, etc.; es decir, en todos los aditamentos externos que pueden influir directamente en la excitación y provocación del deseo acerca del placer perfecto que se da en la unión venérea. Esta excitación sexual prepara y hace posible ese acto de entrega total que es la unión conyugal y, por tanto, en sí misma es algo bueno, cuando se dirige a la unión sexual como fin, dentro del matrimonio. La ternura física, cuando prepara para el amor entre los esposos, expresa esa verdadera unión personal entre dos personas que se han entregado mutuamente la vida entera[56]. Como lo secundario se da en razón de lo principal, bien podríamos decir que la pudicia es una parte de la castidad. También se puede decir que la pudicia es el camino para la castidad, su defensa y sostén. Quien somete estos actos externos al dominio de la razón, es más fácil que modere el acto principal y completo al que se ordenan, pues lo inicial e incompleto busca la plenitud. Por ello, afirma Santo Tomás, “la pudicia se ordena a la castidad, no como virtud distinta de ella, sino en cuanto que se ocupa de una circunstancia especial. Pero en el lenguaje ordinario se toman indistintamente”[57].
La lujuria
El vicio contrario a la castidad, por defecto, es la lujuria[58], “cuya materia principal son los placeres venéreos, que desatan el alma humana de una manera particular y, de modo secundario, otras materias pertenecientes al exceso”[59]. El defecto de la lujuria consiste principalmente en el desorden del deseo de placer venéreo, que no se somete a la recta razón. Por tanto, la abundancia de placer que se siente en el acto venéreo ordenado por la recta razón no se opone al justo medio de la virtud, es decir, no es vicioso en absoluto[60]. Corresponde a la recta razón establecer tanto el orden como la medida del placer sexual. Concretamente, y aunque suponga adelantar acontecimientos, “la medida de la satisfacción sexual es aquella que respeta los fines unitivo y procreativo del matrimonio”[61]. Toda búsqueda o deseo de placer sexual fuera de estos límites, va contra razón y es viciosa.
Es muy interesante, para ver cómo actúa esta característica falta de sometimiento del apetito sexual al bien de la razón, considerar el motivo por el que Santo Tomás piensa que lafornicación simple, una de las especies de la lujuria, es una conducta desordenada y viciosa: “La fornicación simple va contra el amor al prójimo en cuanto que se opone al bien de la prole, como ya dijimos (in corp.), ya que no engendra conforme a lo que es conveniente para ésta”[62]. En efecto, explica Santo Tomás, con palabras adecuadas a la época histórica y social en que le tocó vivir[63]: “es evidente que para la educación del hombre se requiere no sólo el cuidado de la madre que lo alimenta, sino mucho más el del padre, que debe educarlo, defenderlo y guiarlo. Por eso es contrario a la naturaleza humana el que el hombre practique indiscriminadamente el trato carnal, siendo preciso, por el contrario, que sea marido de una determinada mujer, con la que ha de permanecer no durante un corto período de tiempo, sino por mucho tiempo, incluso durante toda la vida (...) Esta seguridad desaparecería si se admitiera un trato carnal no definido. Esta concreción de una mujer se llama matrimonio, y por eso se dice que es de derecho natural. Pero dado que el comercio carnal se ordena al bien de todo el género humano, y los bienes comunes están sujetos a la determinación de la ley, es lógico que esta unión del macho y de la hembra, llamada matrimonio, esté sujeta a alguna ley (...) De aquí se deduce que, siendo la fornicación un contacto indeterminado, al no darse dentro del matrimonio, va contra el bien de la educación de la prole”[64], y es, por ello, vicioso. En el adulterio, aún queda aún más claro el aspecto de injusticia, también con el otro cónyuge no culpable, inherente a todo pecado de lujuria. Evidentemente, sólo la razón –nunca el apetito- es capaz de captar estas exigencias de justicia implícitas en la conducta sexual.
Es decir, la unión sexual de un hombre con una mujer no es viciosa en sí, sino en tanto que no se somete al bien de la razón, que exige –entre otras cosas- que sólo se efectúe dentro del matrimonio, por un motivo de justicia con la prole (y en cierto sentido con la madre). De este modo, Santo Tomás introduce el punto de vista de la justicia para analizar la moralidad de los actos sexuales[65]. Precisamente porque implican normalmente dos personas directamente, y muchas más indirectamente, estos actos plantean cuestiones de justicia que no pueden ser resueltas atendiendo tan sólo a su similitud con el ideal personal de templanza del agente. “Así, comparada con otras formas de templanza la castidad implica un especial compromiso con las normas de la justicia”[66]. Este aspecto de la justicia, que va dirigido al bien común, constituye la parte extrapsicológica de la castidad o de la lujuria, y evita estrechar falsamente tanto el horizonte de la virtud como del vicio, al insistir únicamente en el aspecto subjetivo, en lo que hay de deshonestidad en la lujuria[67]. Además, como dice Jean Porter, es importante hacerlo así, porque en el caso del sexo, a diferencia de lo que ocurre con la comida y la bebida, no hay una conexión tan clara entre la satisfacción de los instintos y las necesidades biológicas de los individuos, en cuanto miembros de la especie humana. Así, mientras que comer inmoderadamente deteriora siempre la salud, no ocurre necesariamente lo mismo con la falta de moderación en la satisfacción del impulso sexual[68].
Pero conviene advertir que la lujuria, y más en concreto, la fornicación, no es sólo, ni principalmente, un vicio contra la justicia, sino contra la castidad, parte subjetiva de la templanza. En efecto, en la fornicación se da rienda suelta al apetito sexual de manera que se busca el placer por sí mismo, desligado –al menos- de uno de sus fines[69]: la conservación de la especie, que incluye no sólo engendrar vástagos, sino criarlos y educarlos de la manera más conveniente, es decir, en una familia. Para verlo más claro es preciso recordar la doble regla de la templanza: las necesidades de la vida, y la conveniencia para la misma. Por tanto, en las relaciones sexuales fuera del matrimonio estable no se sigue el verdadero orden de la razón en lo sexual, que es la esencia de este vicio de la lujuria.
También en el adulterio se da un vicio contra la castidad y no sólo contra la justicia, ya que se rompe la integración de los diversos aspectos de la sexualidad humana que la castidad se encargaba de integrar. En el adulterio la persona “pretende gozar de lo que la sexualidad y el afecto ofrecen pero sin entregar la libertad. Y no la entrega porque no puede entregarla, ya que pertenece a otra persona. Busca sexo, cierto, busca cariño, cierto: y puede que lo obtenga. Pero, sobre todo, busca comunión, plenitud humana. Y esta sin el don de sí no es posible”[70]. De este modo, en la unión adúltera se entrega y se acoge “algo” de la persona, su sexualidad, su corporeidad, su temporalidad, su afectividad, pero no la persona misma, por mediación de estas realidades. No hay verdadero don de sí[71].
Volviendo a Santo Tomás, afirma que la lujuria es un vicio capital: siendo el fin que la lujuria persigue el deleite venéreo, que es el más fuerte, y por tanto sumamente apetecible para el hombre, se ve cuán fácilmente puede llegar el hombre a caer en muchos vicios para conseguirlo, “todos los cuales se dice que proceden de aquel vicio como un vicio principal”[72], o capital. Además, “el vicio de la lujuria hace que el apetito inferior, el concupiscible, se ordene de un modo vehemente a su objeto propio, lo deleitable, debido a la impetuosidad del deleite. De ello se sigue, lógicamente, que las potencias superiores, entendimiento y voluntad, se sientan altamente desordenadas (e impedidas en sus actos) por la lujuria”[73]. Concretamente, Santo Tomás, entre las consecuencias de la lujuria, cita: la ceguera mental, la inconsideracióny la precipitación, corrupciones todas ellas de la prudencia; la inconsistencia, corrupción de la fortaleza; el egoísmo, corrupción de la justicia; etc.[74] Queda claro, pues, que la lujuria es un vicio capital, madre de muchos otros.
La lujuria anula la capacidad de contemplar serenamente el mundo. En efecto, “es propio del hombre aquello que es de acuerdo con la razón. Por eso, cuando se tiene en uno lo que conviene a la razón, se dice de él que se posee a sí mismo”[75]. Pues bien: “la lujuria destruye de una manera especial esa fidelidad del hombre a sí mismo y ese permanecer en el propio ser. Ese abandono del alma, que se entrega desarmada al mundo sensible, paraliza y aniquila más tarde la capacidad de la persona en cuanto ente moral, que ya no es capaz de escuchar silencioso la llamada de la verdadera realidad, ni de reunir serenamente los datos necesarios para adoptar la postura justa en una determinada circunstancia”[76]. La obsesión de gozar, que tiene siempre ocupado al hombre lujurioso, le impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico conocimiento, imprescindible para juzgar con prudencia. “En un corazón lujurioso se ha quedado bloqueado el ángulo de visión en un determinado sentido, el mirador del alma se ha vuelto opaco, está empolvado por el interés egoísta, que no deja pasar hasta ella las emanaciones del ser”[77]. Santo Tomás pone el ejemplo del león, que al encontrar un ciervo, no ve en él más que el carácter de presa[78]. Lo mismo ocurre con el lujurioso, que en su contacto con las personas y el mundo, no los ve más que como objetos de placer, como bienes sensibles: es incapaz de ver los bienes del espíritu, y de ver a los demás como personas (y, por tanto, como seres espirituales)[79]. Por eso, la virtud de la castidad, más que ninguna otra, hace capaz al hombre y lo dispone para la contemplación, algo que los autores espirituales cristianos descubrieron hace tiempo.
Además, y precisamente en cuanto que la belleza es la extensión de lo verdadero a lo bueno[80], es decir aquello que agrada y deleita al ser conocido, es claro que la lujuria, al impedir que el espíritu se impregne de verdad (Santo Tomás cita la “ceguera de la mente” como uno de sus efectos[81]), destruye el verdadero goce sensible de lo que es sensiblemente bello. “Sólo el que tiene un corazón limpio es capaz de reír de verdad (...) Sólo percibe la belleza del mundo quien lo contempla con la mirada limpia”[82]. En el fondo, el vicio limita, incapacita, el conocimiento de lo bueno y, por tanto, el disfrute de lo verdaderamente hermoso.
Una última observación: Santo Tomás afirma que existe una determinada especie de lujuria, a la que llama vicio contra la naturaleza, en la que hay una doble razón de torpeza que hace que el acto venéreo sea malo: “en primer lugar porque repugna a la recta razón, lo que es común a todo vicio de lujuria; y en segundo lugar porque también repugna al mismo orden natural del acto venéreo apropiado a la especie humana, y entonces se llama vicio contra la naturaleza”[83]. Esta categoría de lujuria incluiría cualquier clase de acto sexual que sea estructuralmente incapaz de servir a la función reproductiva[84]. Tal sería el caso, entre otros, de los vicios de masturbación, unión homosexual, bestialidad y la unión heterosexual que sea intrínsecamente no procreativa, como ocurre con el uso de instrumentos anticonceptivos en la unión de un hombre con una mujer dentro del matrimonio. Todos estos vicios son para Santo Tomás “contra natura”, pues no sólo violan –en algún caso- las obligaciones hacia otras personas, como ocurría con los demás pecados de lujuria, sino que van en contra de la naturaleza que compartimos con otros animales[85]. Y precisamente por eso introducen un tremendo desorden en la persona que los comete: “en cualquier orden de cosas, la corrupción de los principios es pésima, porque de ellos dependen las consecuencias. Ahora bien, los principios de la razón son los naturales, ya que la razón, presupuestos los principios determinados por la naturaleza, dispone los demás elementos de la manera más conveniente. Esto se nota tanto en el orden especulativo como en el operativo.
Por ello, así como en el orden especulativo un error sobre las cosas cuyo conocimiento es connatural al hombre es sumamente grave y torpe, así es también muy grave y torpe, en el orden operativo, obrar contra aquello que ya viene determinado por la naturaleza. Así, pues, dado que en los vicios contra la naturaleza el hombre obra contra lo que la misma naturaleza ha establecido sobre el uso del placer venéreo, síguese que un vicio en tal materia es gravísimo”[86],no sólo en sí mismo considerado, sino por las consecuencias que tiene: deteriora de tal manera la naturaleza de las cosas, que la razón se vuelve incapaz de juzgar con acierto, no sólo en lo relativo a la castidad, sino a otros aspectos de la vida humana. De aquí se sigue el deterioro de la prudencia, y con ella, de todas las virtudes, por donde se ve el gran daño que hacen al hombre estos vicios.
Desde otro punto de vista, ajeno pero no contradictorio a Santo Tomás, se puede ver como lacontracepción[87] dentro del matrimonio es también viciosa, pues atenta a la misma esencia del acto conyugal. Al perder el significado procreativo, la donación deja de tener un significado unitivo, porque a nivel intencional no se incluye la totalidad de entrega. ¿Qué queda en él? Queda la función sexual. Aquí está el drama de la contracepción. La intención de hacer infecundo el amor contradice la verdad del amor conyugal: lo hace imposible. De ser un regalo mutuo que los esposos se hacían, pasa a ser la ocasión de saciar una carencia, un deseo. Ya no es la lógica de la donación, sino la lógica de la necesidad. Aquí está el cambio simbólico que se ha introducido, y que como un germen de corrupción se introduce en el matrimonio. Por eso, los actos conyugales contraceptivos no pueden unir verdaderamente a los esposos, aunque la mayoría de las veces procuren expresar el amor en ellos. No son verdaderos actos conyugales, aunque externamente posean sus cualidades físicas y afectivas: faltan las cualidades intencionales: la totalidad de la entrega.
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NOTAS:
[1] Recordemos que esta acepción de la templanza como virtud especial designa la moderación de lo más difícil y costoso de moderar en el hombre. Tal es el caso de los placeres y deseos producidos por la satisfacción de los dos apetitos naturales más fuertes que el ser humano posee: el apetito de comer y beber, y el apetito sexual, dirigidos a la conservación de la naturaleza (individuo y especie), y que se refieren principalmente al sentido del tacto (cfr. Summa Theologiae –en adelante S. Th.-, II-II q141 a2 co). Por el contrario, la acepción de la templanza como virtud general se refiere más bien al sentido genérico de moderación o atemperación impuesta por la razón a todos los actos y pasiones humanos, y que es común a toda virtud moral (cfr. Ibidem).
[2] S. Th., II-II q143 a1 co.
[3] Cfr. S. Th., II-II q151 a4 arg2 y co. Concretamente, Santo Tomás afirma que “pudicitiae” viene de “pudore”.
[4] En castellano: “Virtud que consiste en guardar y observar honestidad en acciones y palabras” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª edición, 2001).
[5] Cfr. S. Th., II-II q151 a4 co.
[6] Esta es la primera acepción en el diccionario: “Acción de abstenerse”. Pero la segunda acepción es más acorde –aunque no completamente- a nuestro sentido: “Virtud que consiste en privarse total o parcialmente de satisfacer los apetitos” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001).
[7] S. Th., II-II q146 a1 co.
[8] Cfr. S. Th., II-II q141 a6.
[9] En este sentido, resulta interesantísimo el estudio de León Kass sobre los aspectos sociales de la comida, distinguiendo los “placeres de la mesa” de su antecedente necesario: el “placer de comer”: cfr. KASS, L. R., El alma hambrienta: la comida y el perfeccionamiento de nuestra naturaleza, Cristiandad, Madrid 2005. Este autor hace ver cómo estos placeres de la mesa vienen exigidos por la propia naturaleza humana, de manera que no son algo meramente conveniente sino, en algunos casos, necesario. Más en concreto, aborda la costumbre de la hospitalidad en las pp. 170-180, el carácter civilizador del comer en la mesa y las buenas maneras en las pp. 218-249, el sentido del banquete y la conversación en la mesa en las pp. 265-279.
[10] Cfr. S. Th., II-II q146 a2 sed contra.
[11] S. Th., II-II q146 a2 co.
[12] S. Th., II-II q146 a1 ad2.
[13] S. Th., II-II q146 a1 ad4.
[14] Este es el sentido del ayuno: “El ayuno es como una medicación preparada en los laboratorios de la templanza. Con ella podremos rechazar las incursiones hostiles de la sensualidad y liberar el espíritu para que se eleve a regiones más altas donde poder saturarse con los valores que le son propios” (PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976, p. 269).
[15] S. Th., II-II q147 a1 ad2.
[16] S. Th., II-II q147 a1 ad2.
[17] En cambio, la alabanza de la fortaleza consiste en un cierto exceso. Cfr. Quaestiones disputatae de virtutibus (en adelante De Virt.), q1 a13 ad13.
[18] S. Th., II-II q146 a1 ad3.
[19] KASS, L. R., El alma hambrienta, p. 155. Ahora bien, no conviene perder de vista que, como observa el mismo Kass, esta amplitud y falta de restricción del apetito humano, es también una prueba de su dignidad y de su condición ética. El hombre puede y debe modelar sus gustos, su apetito y el modo de satisfacerlo, de manera que reflejen su racionalidad y libertad. Todas las convenciones llevan a humanizar el acto de comer, distinguiéndolo del modo en que lo llevan a cabo los animales. Por ejemplo, gran parte del placer del sentido del gusto es de hecho intelectual: hay un placer en reconocer lo distintivo de los diversos sabores y en el mero hecho de identificarlos. Se trata, en cierto modo, de una experiencia estética, en la que “el placer en las distinciones realizadas lleva al alma más allá de la preocupación por lo meramente necesario, trascendiendo la preocupación por la supervivencia precisamente en la propia actividad cuya finalidad primera es asegurarla”. En este sentido, el “gourmand no es, como afirman algunos un esclavo de su estómago, un glotón con cerebro. Al contrario, es un esteta cuya necesidad de comer sirve a una aspiración más refinada y superior, el deseo de conocer y apreciar” (Ibidem, p. 157).
[20] Ibidem, p. 148.
[21] Ibidem, p. 168. El inicio, pero no el final, naturalmente.
[22] S. Th., II-II q148 a1 co.
[23] Cfr. S. Th., II-II q147 a1 ad2.
[24] Cfr. S. Th., II-II q147 a1 ad3.
[25] Tal es el caso, por ejemplo, de algunas personas obesas, en las que el estómago está tan dilatado que continuamente tienen sensación de hambre, aún cuando hayan comido más de lo que necesitan y les conviene.
[26] S. Th., II-II q149 a1 co.
[27] También este sentido de “sobrio”, junto al más corriente de: “templado, moderado. Que carece de adornos superfluos”, se recoge en el diccionario: “Dicho de una persona: que no está borracha” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001).
[28] Cfr. S. Th., II-II q149 a2 co.
[29] Ya los griegos, como muchos otros pueblos, afirmaban que debía haber sido un dios el que enseñó a los hombres a hacer vino, no sólo porque el hombre, sin la inspiración divina, no podía haber descubierto el proceso de su fabricación, sino, sobre todo, porque el vino inspira estados del alma elevados y excepcionales. En cierto modo, no sólo el vino eleva, sino que también puede hacerlo un banquete preparado con arte. Gracias al genio y al gusto del cocinero, y a la generosidad, franqueza e ingenio del anfitrión y sus invitados, la representación de lo eterno se manifiesta en medio de lo más temporal, de modo que la comida y el vino excelentes nutren también los hambrientos de espíritu que se han reunido para comer. No encuentro mejor ejemplo de este fenómeno que el narrado por Isak Dinesen en su relato El festín de Babette (cfr. DINESEN, I., Anécdotas del destino, Alfaguara, Madrid 1986, pp. 31-75).
[30] KASS, L. R., El alma hambrienta, p. 208. Por eso los griegos atribuyeron al dios Dionisio, vinculado a la sangre, estos amenazantes poderes.
[31] Tal sería el caso, por ejemplo, de Benjamin Franklin, que propone la templanza como la primera de las virtudes porque “suele procurar aquella serenidad y claridad de juicio tan necesarios para mantener una vigilancia constante y una guardia sostenida contra la vuelta de antiguos hábitos y la caída en tentaciones constantes” (FRANKLIN, B., The Autobiography of Benjamín Franklin, Modern Library, New York 1981, p. 106). En cambio, para Santo Tomás, la templanza, por más que sea condición necesaria para la lucidez mental, es la última de las virtudes, por detrás de la justicia por ejemplo, que se dirige a un bien mayor.
[32] Cfr. S. Th., II-II q150 a1 co.
[33] S. Th., II-II q151 a2 co.
[34] S. Th., II-II q151 a3 ad2.
[35] Cfr. S. Th., II-II q153 a2 ad2. Lamentablemente, el diccionario da esta acepción negativa de castidad: “Virtud de quien se abstiene de todo goce carnal”. Si bien es cierto que, en una de las posteriores acepciones de “casto”, se puede leer un añadido que la mejora ligeramente, aunque todavía con un criterio excesivamente legalista: “Dicho de una persona: que se abstiene de todo goce sexual, o se atiene a lo que se considera como lícito” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001: las cursivas son mías). Como se ve, el propio lenguaje no ha entrañado el verdadero sentido positivo de esta virtud.
[36] Mostrar esta idea es el objetivo del artículo: PORTER, J., “Chastity as a virtue”, Scottish Journal of Theology 58 (2005), pp. 285-301, tal y como se señala en la página 286 del mismo.
[37] S. Th., II-II q153 a3 co.
[38] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 234.
[39] Sigo en este punto a: NORIEGA, J., El destino del Eros. Perspectivas de moral sexual, Palabra, Madrid 2005, pp. 42-46. En opinión de este autor, los diversos niveles del amor –corporal, afectivo, personal y espiritual- encierran un peligro, que hace necesario el esfuerzo por lograr la mutua armonización: “Se trata de experiencias que pueden vivirse en forma fragmentada haciendo verdaderamente difícil a la persona su gobierno e integración, pidiendo cosas distintas. El hombre experimenta una división dentro de sí, que tiende a ahogar la apertura del deseo a la felicidad última, concentrándose en sus dimensiones parciales” (Ibidemp. 145). Cfr. también SANTAMARÍA, M.G., Saber amar con el cuerpo. Ecología sexual, Palabra, Madrid 2000, pp. 15-19, donde se incluye una sencilla explicación de los tres primeros niveles y su necesidad de integración. Este autor prescinde del cuarto nivel.
[40] NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 42. También la dimensión afectivo-psicológica es, en cierto modo, espontánea, no voluntaria: uno no decide fríamente enamorarse. Ahora bien, en la misma dinámica del amor sexual, superados los primeros estadios de mero “impacto” y “resonancia” subjetiva, en el mismo momento de la “complacencia” y el “deseo” consiguiente, puede ya intervenir la voluntad, rechazándolos o siguiéndolos. Comienza la libertad.
[41] No en vano, el deseo natural de felicidad es la estructura formal de todo deseo humano: “En toda acción se da un dinamismo previo a la libertad del hombre. Esto es, una apertura a una plenitud última que es más grande que la particularidad de la acción, porque lo que queremos en concreto no es capaz de llenar la amplitud del querer como tal” (Ibidem, p. 81).
[42] Ibidem, p. 77.
[43] Cfr. Ibidem, p. 75.
[44] Ibidem, p. 47.
[45] Ibidem, p. 82.
[46] Ibidem, p. 83. “La misma dinámica física del sexo, que enloquece y está hecha para llegar al final, es una expresión adecuada de ese amor libre y voluntario de la persona que se entrega del todo, hasta el final” (SANTAMARÍA, M.G., Saber amar con el cuerpo, p. 18).
[47] NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 151.
[48] RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, p. 299.
[49] NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 173. El “deseo sexual puede ser plasmado por la razón transformándose en virtud, como verdadero principio operativo de acciones excelentes” (Ibidem, p. 247).
[50] Cfr. Ibidem, p. 170. Este mismo autor escribe: “Un elemento crucial en este proceso educativo [de la castidad] es aprender a dirigir la verdadera atención a lo que verdaderamente importa: el impulso sexual y el estado emotivo tienden a absorber la atención, centrándola en la particularidad del bien sensual o afectivo que está en juego (...) La capacidad de recrear un mundo interior de narraciones e historias se muestra al respecto decisivo, junto con el sano realismo que sabe huir de aquellas circunstancias en las que la atención queda presa, y con ella, el dinamismo sexual” (Ibidem , p. 199).
[51] Cfr. Ibidem, p. 172.
[52] Cfr. Ibidem, p. 173. “Este es el fin de la virtud de la castidad: dirigir a la persona al don de sí” (Ibidem, p. 176).
[53] SAN AGUSTÍN, De Moribus Ecclesiae et de Moribus Manichaeorum, I, XV, 25.
[54] RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, p. 300. Con esto no se quiere decir que el significado de la unión conyugal radique en la razón. Tal significado radica en el deseo de los esposos y, desde él, se desvela a la conciencia. Pero es un deseo que ha sido ordenado y plasmado interiormente por la razón (Cfr. NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 237).
[55] Recordamos que en el diccionario para “pudicia” se lee la siguiente definición: “virtud que consiste en guardar y observar honestidad en palabras y acciones”; mientras que “pudor” significa: “Honestidad, modestia, recato” (cfr. Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001).
[56] “Buscar la excitación es bueno –y necesario-, tiene sentido, es verdadero cariño y sabe a cariño, cuando se va a realizar el acto sexual. Y éste tiene sentido cuando es verdaderamente hacer el amor, dentro del matrimonio” (SANTAMARÍA, M.G., Saber amar con el cuerpo, pp. 27-28).
[57] S. Th., II-II q151 a4 co.
[58] El vicio por exceso de la castidad sería la insensibilidad que lleva, por ejemplo, a negar el débito al cónyuge sin causa justificada.
[59] S. Th., II-II q153 a1 ad1.
[60] Esta idea no ha sido siempre convenientemente entendida, dando lugar a frecuentes deformaciones. Recuérdese la novela El Gatopardo, de Giuseppe di Lampedusa, en la que se describe como Stella, la mujer del príncipe Fabricio, siente vergüenza en cada ocasión en que usa del matrimonio con su marido, como si el placer consiguiente fuera algo malo en sí (Cfr. LAMPEDUSA, G., El Gatopardo, Noguer, Barcelona 1966, p. 36). Pero quizás ha sido el puritanismo, con sus raíces en el calvinismo y el jansenismo, el que, con su interpretación funcionalista-biologicista de la sexualidad –se le atribuye como único fin la generación-, ha tratado de excluir más claramente de la experiencia amorosa toda relación al placer (Cfr. NORIEGA, J., El Destino del Eros, p. 27).
[61] CESSARIO, R., Las virtudes, EDICEP, Valencia 1998, p. 234.
[62] S. Th., II-II q154 a2 ad 4.
[63] A los ojos de un ciudadano del siglo XXI, esa época se podría juzgar, bastante burda y superficialmente, de “machista”, y la lectura de la Summa Theologiae no está exenta de ciertos “sobresaltos” al tropezarnos con pasajes de esta índole. Este es uno de ellos. No es posible ahora hacer un análisis crítico de esta cuestión, que requeriría un amplio estudio histórico, sociológico y antropológico.
[64] S. Th., II-II q154 a2 co.
[65] El motivo por el que puede hacerlo es porque la justicia incluye, en cierta manera, en su propio campo de operaciones, cualquier virtud moral que gobierne las relaciones con los demás (cfr. S. Th., I-II q60 a2 co).
[66] PORTER, J., “Chastity as a virtue”, p. 291: “Thus, seen in comparison to other forms of temperance, chastity implies a distinctive commitment to norms of justice”.
[67] Cfr. PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 238. Conviene observar que el propio uso del matrimonio de manera absolutamente egoísta por parte de uno de los cónyuges, sin buscar la unión y el bien de la otra parte, supone una conducta inmoral (cfr. SANTAMARÍA, M.G., Saber amar con el cuerpo, pp. 29-30). El mismo Pieper afirma un poco más adelante: “La forma de buscar el propio interés en la lujuria lleva sobre sí la maldición de un egoísmo estéril (...) La lujuria no se entrega, no se da, sino que se abandona y se doblega. Va mirando la ganancia, corre tras la caza del placer (...) La esencia de la lujuria es el egoísmo” PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 241).
[68] PORTER, J., “Chastity as a virtue”, p. 294.
[69] En muchos casos tampoco se da una verdadera comunión amorosa, sino que se reduce a un intercambio de placer, o se buscan otros objetivos. Tal es el caso de las relaciones prematrimoniales: aunque exteriormente nos encontramos ante el mismo tipo de acto que en el matrimonio, la perspectiva del sujeto que actúa tiene una intencionalidad muy diferente. Al faltar un acto de donación mutua irrevocable que genere una pertenencia recíproca, tal acto no puede dirigirse a la donación de sí mismo, sino a un experimentarse sexualmente. Este “probarse sexualmente” es intencionalmente incompatible con “querer a la persona como tal”, con entregar la propia libertad y asumir el destino de la otra persona en su totalidad. La lógica de la prueba ensombrece la lógica del don, aunque sea con el consentimiento de la otra parte: siempre es posible un egoísmo a dúo (cfr. NORIEGA, J., El Destino del Eros, pp. 216-220).
[70] Ibidem, p. 276.
[71] Cfr. Ibidem, p. 245. Otro tanto se podría decir de las relaciones prematrimoniales donde, de hecho, no se ha dado una entrega total, no porque no se quiera o no se pueda hacerlo –como en el caso el del adulterio- , sino porque se está a la espera de hacerlo: por eso son relaciones prematrimoniales y no matrimoniales. En algunos casos se está, incluso, dependerá de cómo resulten las propias experiencias prematrimoniales. Se introduce así una condición a la radicalidad de la entrega, que deslegitima las mismas relaciones sexuales.
[72] S. Th., II-II q153 a4 co.
[73] S. Th., II-II q153 a5 co.
[74] Cfr. S. Th., II-II q153 a5 obj.
[75] S. Th., II-II q155 a1 ad2.
[76] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 240.
[77] Ibidem, p. 241.
[78] Resultan reveladores estas palabras de un psiquiatra, hablando de la asociación norteamericana “Sexalholics Anonymus”: “Los que pertenecen a este colectivo son personas para las cuales la actividad sexual se ha convertido en un impulso incoercible e incontrolable, una obsesión y una dependencia de las que no es posible escapar. Con respecto al sexo, es algo irresistible, insaciable, que obliga a pensar en tener una relación física con cualquier persona que se le aproxima; una cuestión que se reduce a una búsqueda sin tregua y desesperada de sexo una y otra vez... Así sucesivamente, y el sexoadicto acaba por no ver en los demás más que simples objetos como consecuencia de una conducta primaria” (ROJAS, E., El hombre light, Ediciones Bolsillo, Madrid 1998, p. 71).
[79] Stefan Zweig ha descrito magistralmente en una de sus novelas el tipo del lujurioso seductor con estas palabras: “ya al primer vistazo captan a cada mujer desde el punto de vista sensual, tanteando y sin distinguir si se trata de la esposa de su amigo o de la criada que les abre la puerta que conduce hasta ella. (...) La vida entera se les convierte en una incesante aventura, un único día se les descompone en cientos de pequeñas experiencias sensuales: una mirada al pasar, una sonrisa fugaz, el roce de una rodilla cuando se sientan frente a alguien. Para ellos, la experiencia sensual es una fuente que fluye eternamente, alimentando y estimulando su vida” (ZWEIG, S., Ardiente secreto, Acantilado, Barcelona 2004, pp. 12-13).
[80] En opinión de Aertsen, esta es la determinación que parece describir mejor el lugar de la belleza en Santo Tomás: Cfr. AERTSEN, J.A., La filosofía medieval y los trascendentales, EUNSA, Pamplona 2003, p. 347 y, en general, todo el Capítulo VIII, donde se recoge un excelente estudio de ese trascendental.
[81] Cfr. S. Th., II-II q153 a5 co y I-II, q15 a1 co.
[82] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 249.
[83] S. Th., II-II q154 a11 co.
[84] Cfr. PORTER, J., “Chastity as a virtue”, p. 289. Conviene advertir que, en opinión de este autor, esta distinción entre los vicios naturales y los vicios contra naturaleza, de acuerdo con la cual, la homosexualidad y la masturbación son actos más desordenados que el adulterio o el rapto, es “poco persuasiva para muchos profesores modernos”, y “puede ser sólo descrita como escalofriante” (Ibidem, p. 285).
[85] Cfr. S. Th., II-II q154 a1, a11 y a12. El motivo para esta calificación como “contra natura” es que impiden, en sí mismos, el fin propio al que tiende intrínsecamente el acto venéreo: la generación. Ciertamente, desde otro punto de vista, se podría decir que, en realidad, todo pecado, en cuanto que viola el orden que la razón práctica impone en las inclinaciones y acciones (esto es, la ley natural), es “contra natura”.
[86] S. Th., II-II q154 a12 co.
[87] Cfr. NORIEGA, J., El Destino del Eros, pp. 247-259.
Pio Santiago
Síntesis y recensión de la obra de Alasdair MACINTYRE, After Virtue, University of Notre Dame Press 1984. Traducción española: Tras la Virtud, Editorial Crítica, Barcelona 1987, 350pp.
Índice:
1. Introducción
2. Naturaleza del desacuerdo moral actual. El «emotivismo»
3. El emotivismo no se supera con la filosofía analítica
4. Proyecto ilustrado de justificación de la moral
5. Reponer una ética de virtudes. «La Ilíada»
6. Concepto de tradición. Las virtudes según Aristóteles
7. Otras conclusiones
Alasdair MacIntyre llegó a entender, como escribe en el prefacio de Tras la virtud, que estudiar los conceptos de la moral simplemente reflexionando sobre lo que él y los que tiene alrededor dicen o hacen, es estéril, «porque en el mismo momento en que estaba afirmando la variedad y heterogeneidad de las creencias, las prácticas y los conceptos morales, quedaba claro que yo me estaba comprometiendo con valoraciones de otras peculiares creencias, prácticas y conceptos. Di, o intenté dar cuenta, por ejemplo, del surgimiento o declive de distintas concepciones de la moral; y era claro que mis consideraciones históricas y sociológicas estaban informadas por un punto de vista valorativo determinado. Más en particular, parecía que estaba afirmando que la naturaleza de la percepción común de la moralidad y del juicio moral en las distintas sociedades modernas era tal, que ya no resultaba posible apelar a criterios morales de la misma forma que lo había sido en otros tiempos y lugares –¡y esto era una calamidad moral!–» (pp. 9-10)[1].
After virtue (1981) es fruto de una dilatada reflexión sobre las deficiencias de sus primeros ensayos de filosofía moral. El autor comenzó a escribir este libro en el año 1972[2]. Un tema central de buena parte de aquellas obras[3] era que «la historia y la antropología debían servirnos para aprender la variedad de las prácticas morales, creencias y esquemas conceptuales»[4].
En Tras la virtud, se propone recuperar el concepto ético central de virtud, perdido, como señala el autor, en amplios sectores de la literatura ética contemporánea influida por la ética kantiana y la utilitarista. Realiza en la primera parte un análisis y valoración del emotivismo ético que invade gran parte del pensamiento socio-cultural de nuestros días en materias de moral. Frente a este emotivismo ético, defiende MacIntyre el carácter racional y objetivo de la moralidad del obrar humano y la necesidad de que ésta recupere su fundamentación teónomay teleológica. Expone MacIntyre cómo este doble fundamento ha sido anulado por la ética kantiana y la ética de Hume respectivamente, al pretender Kant suplantar el fundamento teónomo por la autonomía de la razón pura práctica, y Hume, la teleología de la acción humana por el bien entendido exclusivamente en términos de placer o utilidad.
También ayuda After virtue a conocer mejor la historia de la ética, sobre todo a partir de la Ilustración, de la que MacIntyre hace una valoración –que parece muy acertada– de sus supuestos y de las causas de su fracaso. En efecto, los pensadores de la Ilustración querían demostrar que era posible un acuerdo racional sobre la moralidad, que había argumentos convincentes para cualquier persona racional, cuyas conclusiones eran los principios de la moral. Desgraciadamente, los pensadores en cuestión fueron incapaces de ponerse de acuerdo entre ellos acerca de cuáles eran esos argumentos y a qué conclusiones llevaban, como pone de manifiesto MacIntyre en su libro.
Pero el desacuerdo no tuvo lugar sólo entre los filósofos; se extendió –y se extiende– a las actuaciones morales ordinarias. La consecuencia ha sido una cultura de profunda discrepancia moral enmascarada superficialmente por un consenso retórico. Un ejemplo lo proporciona la "regla" moral, públicamente compartida, acerca de la verdad y mentira. A este propósito, al referirse a esa "regla", comentaba años más tarde: «"No digas nunca una mentira excepto cuando..."; a continuación, se añade una lista de excepciones, que significativamente termina con un "etc." Puesto que cada persona confecciona su propia lista de excepciones y adopta su propio punto de vista acerca de lo que constituye una ofensa grave o insignificante contra la veracidad, lo que al comienzo parece un principio compartido, resulta después un expediente para acomodarse a las opiniones mas dispares. Y el resultado es una profunda confusión acerca de las pautas morales con las que hay que juzgar a las diferentes personas: políticos, profesores o padres. No nos ponemos de acuerdo sobre el modo de responsabilizar a los demás. La consecuencia es que cada vez se nos trata como seres menos responsables»[5].
MacIntyre, al comienzo de Tras la virtud, acude al ejemplo de las consecuencias de una guerra catastrófica y formula una hipótesis no carente de realidad: en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral está como en un grave estado de desorden conceptual. No infrecuentemente el hombre posee «fragmentos de un esquema conceptual», partes a las que faltan los contextos de los que derivaron el significado –precisamente– de esos conceptos morales. Poseemos «simulacros de moral, continuamos usando muchas de las expresiones clave; pero hemos perdido –en gran parte, si no enteramente– nuestra comprensión, tanto teórica como práctica, de la moral» (p. 15). Además, nuestra capacidad para ser guiados por el razonamiento moral, para definir nuestras transacciones con otros en términos morales, es tan fundamental para la visión de nosotros mismos, que plantearse la posibilidad de que seamos radicalmente incapaces de hacerlo sería tanto como preguntarnos por «lo que somos y hacemos». Pero esto es difícil de realizar (de dar una respuesta), si bien MacIntyre intenta ofrecerla.
La tesis de MacIntyre se resume en el «título» de su libro. Tras la virtud expresa la ambivalencia característica de muchos fenómenos de nuestro tiempo. El diagnóstico que realiza de la moral de finales del siglo XX es desolador: el ethos configurado por la modernidad ha dejado de ser creíble, el proyecto ilustrado ha sido un fracaso y es inútil proseguir la búsqueda de una racionalidad y de una moralidad universales, como pretendió hacer el pensamiento moderno. La modernidad (o postmodernidad) se encuentra en un estado que cabría caracterizar como de después de la virtud. «Además, llegué a entender que el propio marxismo ha padecido un serio y perjudicial empobrecimiento moral a causa de lo que en él había, tanto de herencia del individualismo liberal como de su desviación del liberalismo» (p. 10).
Sostiene MacIntyre que la moral ha sido inficionada por un hecho que pretende destruirla, la pérdida del sentido y valor de la virtud: vivimos después (after) de la virtud. Lo más característico de la situación moral presente es la ausencia de un acuerdo sobre qué sean el "bien" y el "mal", pareciendo existir casi una imposibilidad para entenderse. Afirma que se debe al predominio del «emotivismo»; una moral del sentimiento subjetivo, desarrollada por los filósofos ingleses de comienzos del siglo XX, y que arranca de la convicción sobre la imposibilidad de dar una justificación racional de la moralidad objetiva. Es decir, una forma de cultura en la que, los que hacen afirmaciones morales, creen que están apelando a algún tipo de norma moral independiente de sus propias preferencias y sentimientos, aun cuando, de hecho, no exista el tipo concreto de norma moral al que están apelando y, por consiguiente, se limitan exclusivamente a expresar sus propias experiencias y sentimientos de forma enmascarada. Quien descubre que sus afirmaciones morales han incurrido en un error de este tipo, –explica– podría moverse en dos direcciones:
En primer lugar, puede preguntarse si el error reside en que la naturaleza de las normas morales objetivas ha sido mal comprendida por la cultura en que se vive. De ser así, puede llegarse a la conclusión de que hay normas morales independientes de las preferencias y sentimientos individuales, pero muy diferentes de aquellas a las que se apela de modo ostensible en el propio ámbito cultural (este raciocinio es el seguido en el transcurso del análisis que realiza MacIntyre partiendo de la crítica al liberalismo);
En segundo lugar, se puede concluir que no hay ningún género de normas morales objetivas, y que las afirmaciones morales de un individuo son expresiones postmodernas de los puntos de vista de Kant. Quien llegara a percibir que lo que se considera una apelación a normas independientes no es de hecho sino una expresión disfrazada de preferencias individuales, pero siguiera actuando como si ello no fuera así, estaría contribuyendo a sostener una moralidad que es «un fragmento» de «decepción institucionalizada».
Al hacer un diagnóstico de la cultura moral contemporánea como cultura emotivista, MacIntyre trata de indicar los peligros que esta actitud encierra. «En este contexto, la retórica superficial de nuestra cultura tal vez hable indulgentemente de pluralismo moral, pero esa noción de pluralismo es demasiado imprecisa, ya que igualmente podría aplicarse a un diálogo ordenado entre puntos de vista interrelacionados, como a una mezcla malsonante de fragmentos de toda laya. La sospecha se aviva cuando nos damos cuenta de que esos diferentes conceptos que informan nuestro discurso moral, originariamente estaban integrados en totalidades de teoría y práctica más amplias, donde tenían un papel y una función suministrados por contextos de los que ahora han sido privados. Además, los conceptos que empleamos han cambiado de carácter, al menos en algunos casos, durante los últimos trescientos años. En la transición desde la diversidad de contextos en que tenían su elemento originario hacia nuestra cultura contemporánea, "virtud" y "piedad" y "obligación" e incluso "deber" se convirtieron en algo distinto de lo que una vez fueran» (pp. 24-25). MacIntyre, al tratar de describir la historia de tales cambios, encuentra una justificación de su hipótesis inicial (el lenguaje de la moral está como en un grave estado de desorden conceptual) y se plantea si podrá construir una «narración» histórica verdadera en cuyo estadio mas temprano el razonamiento moral era de clase muy diferente.
La moral se había fundado, desde Aristóteles a nuestros días, en la metafísica, en una concepción del hombre, con su naturaleza y un fin que le es propio, al cual progresivamente se dirige por sus obras, que engendran las virtudes. Cuando en el siglo XVII la filosofía dominante negó la Revelación, derrocó la sabiduría filosófica pagana sobre el hombre. Se tuvo quizá la ilusión de mantener el ideal moral desligado de su fundamento metafísico. Pero esto es imposible: sin una base filosófico-religiosa, como en Aristóteles y en la tradición cristiana, es imposible fundar la objetividad del orden moral.
Del creciente desorden subjetivista del sentimiento –sigue explicando MacIntyre–, se dieron cuenta algunos filósofos de la ilustración y más concretamente Kant, que trabajaron en «el proyecto de suministrar justificación racional por y para las normas», es decir, encontrar una justificación racional a la moralidad. Pero el «proyecto», desprovisto de su verdadero sostén, terminó, como no podía menos, por fracasar. Por eso, Nietzsche pudo arrasar los planteamientos de «esa moralidad»: estaban fundados sobre arena. Pero el error, para MacIntyre, se había cometido mucho antes, al abandonar a Aristóteles y la base metafísica de la moral, sin la cual se hace inevitable el subjetivismo del sentimiento, con la ausencia práctica de toda guía segura y certera. Conviene volver a Aristóteles, como genuino representante del pensamiento moral verdaderamente perenne, nacido en las sociedades heroicas de la antigüedad y culminado en la civilización cristiana[6].
Alasdair MacIntyre se propone –no sin encontrar dificultad– acudir a un filósofo que, como Aristóteles, supo recoger con fidelidad el pasado de la humanidad, en modo original y profundo, abriéndose a la vez al futuro[7]. MacIntyre presupone que debe ser posible justificar racionalmente, de una forma u otra, unas normas morales impersonales y verdaderamente objetivas, aun cuando en algunas culturas y en determinadas etapas, la posibilidad de tal justificación racional no sea accesible. «Y esto es lo que el emotivismo niega. Lo que, en líneas generales, considero aplicable a nuestra cultura –que en la discusión moral la aparente aserción de principios funciona como una máscara que encubre expresiones de preferencia personal–, el emotivismo lo toma como caso universal. Además, lo hace en términos que no reclaman ninguna investigación histórica o sociológica de las culturas humanas. Pues una de las tesis centrales del emotivismo es que no hay ni puede haber ninguna justificación racional válida para postular la existencia de normas morales impersonales y objetivas, y [es otra conclusión a la que llega el emotivismo] que, en efecto, no hay tales normas» (p. 35). El emotivismo mantiene que pueden existir justificaciones racionales aparentes, pero que justificaciones realmente racionales no pueden existir, porque no hay ninguna.
Así, cada intento, pasado o presente, de proveer de justificación racional a una moral objetiva ha fracasado de hecho. Es un veredicto que afecta a toda la historia de la filosofía moral y como tal deja a un lado la distinción entre presente y pasado. Sin embargo, «el emotivismo no supo prever la diferencia que se establecería en la moral si él [el emotivismo] fuera no solamente cierto, sino además "ampliamente creído cierto". Stevenson, por ejemplo, entendió claramente que decir "desapruebo esto; desapruébalo tú también" no tiene la misma fuerza que decir "¡esto es malo!". Se dio cuenta de que lo último está impregnado de un prestigio que no impregna a lo primero. Pero no se dio cuenta de que ese prestigio deriva de que el uso de "¡esto es malo!" implica apelar a una norma impersonal y objetiva, mientras que "yo desapruebo esto; desapruébalo tú también" no lo hace» (pp. 35-36). Es decir, precisamente porque contemplaba el emotivismo como una teoría del significado.
Es decir, cuanto más verdadero sea el emotivismo más seriamente dañado queda el lenguaje moral; y cuantos más motivos justificados haya para admitir el emotivismo, más habremos de suponer que debe abandonarse el uso del lenguaje moral heredado y tradicional. «A esta conclusión no llegó ningún emotivista; y queda claro que, como Stevenson, no llegaron porque erraron al construir su propia teoría como una teoría del significado. Éste es también el porqué de que el emotivismo no prevaleciera en la filosofía moral analítica. Los filósofos analíticos han definido la tarea central de la filosofía como la de descifrar el significado de las expresiones clave tanto del lenguaje científico como del lenguaje ordinario; y puesto que el emotivismo falla en tanto que teoría del significado de las expresiones morales, los filósofos analíticos rechazaron el emotivismo en líneas generales» (p. 36).
Pero el emotivismo –dirá el autor– no murió y es importante caer en la cuenta de cuán a menudo, en contextos filosóficos modernos muy diferentes, algo muy similar al emotivismo intenta reducir la moral a preferencias personales, como suele observarse en escritos de muchos que no se tienen a sí mismos por emotivistas. El poder filosófico no reconocido del emotivismo es indicio de su poder cultural. Dentro de la filosofía moral analítica, la resistencia al emotivismo ha brotado de la percepción de que el razonamiento moral existe, de que puede haber entre diversos juicios morales vinculaciones lógicas de una clase, que el emotivismo no pudo por sí mismo admitir ("por lo tanto" y "si... entonces", no se usan como es obvio para expresar sentimientos).
La descripción más influyente del razonamiento moral que surgió en respuesta a la crítica emotivista estaba de acuerdo con ella en un punto: que un agente puede sólo justificar un juicio particular por referencia a alguna regla universal de la que puede ser lógicamente derivado, y puede sólo justificar esta regla derivándola a su vez de alguna regla o principio más general; pero, puesto que cada cadena de razonamiento debe ser finita, un proceso de razonamiento justificatorio siempre debe acabar en la afirmación de una regla o principio de la que no puede darse más razón[8].
Así, el punto terminal de la justificación siempre es, desde esta perspectiva, una elección que ya no puede justificarse, una elección no guiada por criterios. Cada individuo, implícita o explícitamente, tiene que adoptar sus primeros principios sobre la base de una tal elección. El recurso a un principio universal es, a la postre, expresión de las preferencias de una voluntad individual y para esa voluntad sus principios tienen y sólo pueden tener la autoridad que ella misma decide conferirles al adoptarlos. Con lo que, a fin de cuentas, no hemos aventajado en gran cosa a los emotivistas. «Yo mantengo que no tenemos ninguna razón para creer que la filosofía analítica pueda proveernos de escapatoria convincente alguna ante el emotivismo, (...) una vez que el emotivismo es entendido más como teoría del uso que del significado (...). La aparición del emotivismo en tal variedad de disfraces filosóficos sugiere que mi tesis debe definirse en efecto en términos de enfrentamiento con el emotivismo. Porque una manera de encuadrar mi afirmación de que la moral no es ya lo que fue, es la que consiste en decir que hoy la gente piensa, habla y actúa en gran medida como si el emotivismo fuera verdadero, independientemente de cuál pueda ser su punto de vista teorético públicamente confesado. El emotivismo está incorporado a nuestra cultura. Pero, como es natural, al decir esto no afirmo meramente que la moral no es lo que fue, sino algo más importante: que lo que la moral fue ha desaparecido en amplio grado; y que esto marca una degeneración y una grave pérdida cultural. Por lo tanto, acometo dos tareas distintas, si bien relacionadas» (pp. 38-39).
Merece la pena reseñar también –como abundará MacIntyre en After virtue–[9] que "el yo peculiarmente moderno", el "yo emotivista", cuando alcanzó la soberanía en su propio dominio, perdió los límites tradicionales que le habían proporcionado una identidad social y un proyecto de vida humana ordenado a un fin dado. No obstante, el "yo emotivista" tiene su propia clase de definición social. Se sitúa en un tipo determinado de orden social, del cual es parte integrante y que –como subraya el autor– se vive en la actualidad en los llamados países avanzados. Su definición, es parte de la definición de esos personajes que incorporan y exhiben los papeles sociales dominantes. La bifurcación del mundo social contemporáneo, en un dominio organizativo en el que los fines se consideran como algo dado –y no susceptible de escrutinio racional–; y un dominio de lo personal, cuyos factores centrales son el juicio y el debate sobre los valores (pero donde no existe resolución racional social de los problemas), encuentra su "internalización" –su representación más profunda– en la relación del yo individual con los papeles y personajes de la vida social.
Esta bifurcación es en sí misma una clave importante de las características centrales de las sociedades modernas y la que puede facilitarnos evitar ser confundidos por sus debates políticos internos. Tales debates a menudo se representan en términos de una supuesta oposición entre individualismo (liberal) y colectivismo, apareciendo cada uno en una pluralidad de formas doctrinales. «Por un lado, se presentan los sedicentes protagonistas de la libertad individual; por otro, los sedicentes protagonistas de la planificación y la reglamentación, de cuyos beneficios disfrutamos a través de la organización burocrática. Lo crucial, en realidad, es el punto en que las dos partes contendientes están de acuerdo, a saber, que tenemos abiertos sólo dos modos alternativos de vida social, uno en el que son soberanas las opciones libres y arbitrarias de los individuos, y otro en el que la burocracia es soberana para limitar precisamente las opciones libres y arbitrarias de los individuos» (p. 54).
Por ese «acuerdo», precisamente, no es sorprendente que la política de las sociedades modernas oscile entre una libertad que no es sino el abandono de la reglamentación de la conducta individual y unas formas de control colectivo ideadas sólo para limitar la anarquía del interés egoísta. Las consecuencias de la victoria de una instancia sobre la otra tienen a menudo una gran importancia inmediata; sin embargo, ambos modos de vida son –a la postre– intolerables. La sociedad actual es tal, que en ella burocracia e individualismo son tanto asociados como antagonistas. Así, en este clima de individualismo burocrático, el "yo emotivista" tiene su espacio natural.
Queda claro el paralelismo que realiza MacIntyre entre el "yo emotivista" y "las teorías emotivistas" del juicio moral –sea stevensoniano, nietzscheano o sartriano–. En ambos casos nos enfrentamos a algo que sólo es inteligible como producto final de un proceso de cambio histórico; en ambos casos MacIntyre compara posturas teóricas cuyos protagonistas sostienen que lo que él considera características históricamente producidas de lo específicamente moderno, no son tales, sino características necesarias e intemporales de todo juicio moral y de todo yo personal. Si su argumentación es correcta, no somos lo que dicen Sartre y Goffman, precisamente porque somos los últimos herederos, por el momento, de un proceso de transformación histórica.
Esta transformación del yo y su relación con sus papeles, desde los modos tradicionales de existencia hasta las formas contemporáneas del emotivismo, no pudo haber ocurrido si no se hubieran transformado al mismo tiempo las formas del discurso moral, el lenguaje de la moral. Por supuesto, es erróneo separar la historia del yo y sus papeles de la historia del lenguaje en que el yo se define y a través del cual se expresan los papeles. Lo que descubrimos es una sola historia, no dos historias paralelas.
Una de las claves del pensamiento de MacIntyre parece ser el rechazo del individualismo epistemológico y la propuesta de renovación de un concepto de comunidad. Añadamos asimismo que, en efecto, la vida y tradición moral del hombre responde también a la necesidad humana de realizar el aprendizaje moral en el ethos enraizado y participado por una comunidad, como explicaba el entonces cardenal Ratzinger[10], y también desarrolla MacIntyre en otro de sus libros[11]. Esto conllevaría relegar la filosofía analítica y fortalecer la dimensión narrativa: la razón humana es narrativa, es decir, está dentro de la historia, en una comunidad, orientada hacia una finalidad que proporciona criterios para evaluar los éxitos y los fracasos en la adquisición de las virtudes.
A partir del cuadro sintomático compuesto por el desacuerdo moral (hoy en día generalizado), y la insuficiencia –fracaso– del emotivismo como remedio eficaz, descubre MacIntyre el mal radical en el "proyecto ilustrado" de justificación moral. Una tesis central de Tras la virtud es que la ruptura de ese proyecto proporcionó el trasfondo histórico sobre el cual llegan a ser inteligibles las dificultades de nuestra cultura. Para justificar esta tesis, parte MacIntyre de la propia historia de este proyecto y la de su ruptura; y la forma más esclarecedora de volver sobre esta historia es hacerlo en sentido retrospectivo, comenzando por el punto en que por vez primera la postura específicamente moderna aparece completamente caracterizada, si tal puede decirse[12].
Así, se observa cómo lo distintivo de la postura moderna, es la misma en la que se plantea el debate moral como confrontación entre las premisas morales incompatibles e inconmensurables y los mandatos morales como expresión de una preferencia sin criterios entre esas premisas. Es decir, de un tipo de preferencia para la que no se puede dar justificación racional. Este elemento de arbitrariedad en nuestra cultura moral, fue presentado como un descubrimiento filosófico mucho antes de que se convirtiera en un lugar común del discurso cotidiano. «En efecto –escribe nuestro autor– ese descubrimiento fue presentado por primera vez, precisamente, con la intención de escandalizar a los participantes en el discurso moral cotidiano, en un libro que es a la vez el resultado y el epitafio de la Ilustración en su intento sistemático de descubrir una justificación racional de la moral. El libro es Enten-Eller de Kierkegaard, y si normalmente no lo leemos en los términos de tal perspectiva histórica es porque nuestra excesiva familiaridad con su tesis ha embotado nuestra percepción de su asombrosa novedad en el tiempo y en el lugar en que se escribió: la cultura nordeuropea de Copenhague en 1842» (p. 60). Se refiere MacIntyre a la discusión entre el yo escéptico y el yo cristiano que Pascal había intentado llevar a cabo en sus Pensées.
Kierkegaard, al idear la seudología de Enten-Eller, parece pretender suplir la incapacidad del lector para tomar la última elección, incapaz él mismo de determinarse por una alternativa más que por otra: «A» propugna el modo de vida estético; «B» propugna el modo de vida ético; Víctor Eremita edita y anota los papeles de ambos. La opción entre lo ético y lo estético no es elegir entre el bien y el mal, es la opción sobre si escoger o no en términos de bien y mal. En «el corazón del modo de vida estético», tal como Kierkegaard lo caracteriza, está el intento de ahogar el yo en la inmediatez de la experiencia presente. El paradigma de la expresión estética es el enamorado romántico que se sumerge en su propia pasión. Por contraste, el paradigma de lo ético es el matrimonio, un estado de compromiso y obligaciones de tipo duradero, donde el presente se vincula con el pasado y el futuro. Cada uno de los dos modos de vida se articula con conceptos diferentes, actitudes incompatibles, premisas rivales.
Supongamos –argumenta MacIntyre– que alguien se plantea la elección entre ellos sin haber, sin embargo, abrazado ninguno de ellos. No puede ofrecer ninguna razón para preferir uno al otro. Puesto que, si una razón determinada ofrece apoyo para el modo de vida ético (vivir en el cual servirá a las exigencias del deber, o vivir de modo que se aceptará la perfección moral como una meta, lo que por tanto dará cierto significado a las acciones de alguien), la persona que, sin embargo, no ha abrazado ni el ético ni el estético tiene aún que escoger entre considerar o no si esta razón está dotada de alguna fuerza. Si ya tiene fuerza para él, ya ha escogido el ético; lo que ex hypothesi no ha hecho. Y lo mismo sucede con las razones que apoyan el estético. El hombre que no ha escogido todavía, debe elegir las razones a las que quiera prestar fuerza. Tiene aún que escoger sus primeros principios y, precisamente porque son primeros principios, previos a cualesquiera otros en la cadena del razonamiento, no pueden aducirse más razones últimas para apoyarlos.
De este modo, Kierkegaard se presenta como imparcial frente a cualquier posición. Él no es ni «A» ni «B». Y si suponemos que representa la postura de que no existen fundamentos para escoger entre ambas posiciones y de que la elección misma es la razón última, niega también esto porque él, que no era ni «A» ni «B», tampoco es Víctor Eremita. Sin embargo, al mismo tiempo es cada uno de ellos y quizá detectamos su presencia sobre todo en la creencia puesta en boca de «B» de que, quienquiera que se plantee la elección entre lo estético y lo ético, de hecho quiere escoger lo ético; la energía, la pasión del querer seriamente lo mejor, por así decir, arrastra a la persona que opta por lo ético. «Creo que aquí Kierkegaard afirma –si es Kierkegaard quien lo afirma, escribe MacIntyre en After virtue– algo que es falso: lo estético puede ser escogido seriamente, si bien la carga de elegirlo puede ser una pasión tan dominante como la de quienes optan por lo ético. Pienso en especial en los jóvenes de la generación de mi padre que contemplaron como sus principios éticos primitivos morían según morían sus amigos en las trincheras durante los asesinatos masivos de Ypres y el Somme; y los que regresaron decidieron que nada iba a importarles nunca más, e inventaron la trivialidad estética de los años veinte» (p. 62).[13]
Desde la postura originada en la filosofía kantiana, en la que se presenta al sujeto como libertad absoluta; y pasando por el Enten-Eller de Kierkegaard, en el que se establece una infranqueable ruptura entre el estado estético y el estado ético, obligando al hombre a tomar una contundente opción, nos hemos quedado sin recursos –sin razones válidas– en y para el obrar. Las diversas especies de pragmatismo (utilitarismo, proporcionalismo, consecuencialismo,...) y de irracionalismo ético, la proliferación de tabúes, no es sino signo inequívoco de este hastío. Se acentúa y se subraya, hasta llegar a la absurda exageración, todo quiebro o desfase entre hombre (constitutivamente libertad) y naturaleza (índole de la necesidad), razón y voluntad, ética (racionalidad) y estética (sentimiento). La terapia adecuada entonces prescribe el retroceder, el trazar y recorrer, aunque sólo sea con la mente, el camino de la ciencia ética desde sus orígenes.
La Ilustración nos llevó como a un punto muerto y MacIntyre considera que toda empresa investigadora ha de desarrollarse en el contexto de una tradición. MacIntyre analiza la virtud en las sociedades heroicas, donde predominaba la idea de un valor pre-filosófico o pre-moral, asociado a cualidades naturales del temperamento o carácter. Pasa a considerar luego el contexto histórico-político en el que sale a la luz la ciencia ética –la Atenas donde convivían Sócrates, Platón y los sofistas. Dedicará buena parte de su libro a destacar el pensamiento de Aristóteles. Como es conocido, en la Ethica Nicomachea define la virtud como disposición a elegir, que consiste esencialmente en un medio determinado con respecto a nosotros por una regla, esto es, por la regla según la cual se determinaría un hombre sabio en las cuestiones prácticas[14].
En las sociedades heroicas, moral y estructura social son de hecho una y la misma cosa: la moral no existe como algo distinto; las cuestiones valorativas son cuestiones de hecho social. Por esta razón, explica MacIntyre, Homero habla siempre de "saber lo que hacer y cómo juzgarlo". Y añade: «Esas cuestiones no son difíciles de resolver, excepto en casos excepcionales. Porque en las reglas dadas que asignan a los hombres su lugar en el orden social y con él su identidad, queda prescrito lo que deben y lo que se les debe, y cómo han de ser tratados y contemplados si fallan, y cómo tratar y contemplar a los demás si los demás fallan» (p. 158). En efecto, sin tener ese lugar en el orden social, un hombre no sólo sería incapaz de recibir reconocimiento y respuesta de los demás; no sólo los demás no sabrían, sino que él mismo no sabría quién es. Ya en aquellas sociedades heroicas vemos que se ocupan del estatuto con el que asignan a los extraños que les llegaban de fuera (en griego, la palabra para «extranjero» y la palabra para «huésped» es la misma). Otro de los temas centrales de las sociedades heroicas es también que a ambos les aguarda por igual la muerte. La vida es frágil, los hombres son vulnerables y que esto sea así es la esencia de la condición humana. En las sociedades heroicas, la vida es la medida de valor (hasta pagar con la vida).
Ser valiente es ser alguien en quien se puede tener confianza. Por ello el valor es un ingrediente importante de la amistad. Quiénes son mis amigos y quiénes mis enemigos está tan claramente definido como quiénes son mis parientes. El otro ingrediente de la amistad es la fidelidad. El valor de mi amigo me asegura de que su fuerza me ayudará a mí y a mi estirpe; la fidelidad de mi amigo me asegura su voluntad. La fidelidad de mi estirpe es la garantía básica de su unidad. «Por ello la fidelidad es la virtud clave de las mujeres implicadas en relaciones de parentesco. Andrómaca y Héctor, Penélope y Ulises son tan amigos (philos) como lo son Aquiles y Patroclo. Espero que esta descripción deje claro que cualquier interpretación adecuada de las virtudes en las sociedades heroicas no es posible si se las separa de su contexto en la estructura social, del mismo modo que una descripción adecuada de la sociedad heroica no es posible si no se incluye una interpretación de las virtudes heroicas» (p. 158).
Además, hay fuerzas en el mundo que nadie puede controlar. La vida humana está invadida por pasiones que a veces parecen fuerzas impersonales, a veces dioses. La cólera de Aquiles desgarra tanto a Aquiles como a su relación con los demás griegos. Estas fuerzas, junto con las reglas de parentesco y amistad, constituyen los modelos de una naturaleza contra la cual no puede lucharse. Ninguna voluntad o astucia permitirá a nadie evadirlos. El destino es una realidad social, y descubrir el destino un papel social importante. No es casual que el profeta o el adivino florezcan por igual en la Grecia homérica, en la Islandia de las sagas y en la Irlanda pagana. Aunque haga lo que debe hacer, el hombre continuamente camina hacia su destino y su muerte. Es la derrota y no la victoria la que al final permanece. «Entender esto es ello mismo una virtud; en realidad, entender esto es parte necesaria del valor. Pero ¿qué conlleva tal entendimiento? ¿Qué hemos entendido si hemos captado las conexiones entre valor, amistad, fidelidad, estirpe, destino y muerte? Seguramente, que la vida humana tiene una forma determinada, la forma de cierta clase de historia. No sólo los poemas y sagas narran lo que les ocurre a los hombres y las mujeres, sino que en su forma narrativa los poemas y sagas capturan una forma que estaba ya presente en las vidas que relatan» (p. 159).
En la sociedad heroica, el carácter y lo fortuito no pueden caracterizarse de forma independiente. Así, entender el valor en tanto que virtud no es sólo entender cómo puede mostrarse, sino también qué lugar puede tener en cierta clase de historia sancionada. Porque valor, en la sociedad heroica, no es sólo capacidad de arrostrar daños y peligros, sino la de encarar un tipo determinado, modélico, de daños y peligros, un modelo en que encuentran su lugar las vidas individuales y que tales vidas, a su vez, ejemplifican.
La épica y la saga retratan una sociedad que ya encarna la forma de la épica o la saga. Su poesía articula su forma en la vida individual y social. Pero decir esto –apuntará MacIntyre– es dejar todavía abierta la pregunta sobre si tales sociedades han existido; pero sugiere que si existieran tales sociedades, sólo podrían ser adecuadamente entendidas a través de su poesía. Sin embargo, la épica y la saga no son simples imágenes especulares de la sociedad que dicen retratar. Está muy claro que el poeta o el escritor de sagas pretende para sí mismo una clase de discernimiento que niega a los personajes sobre los que escribe. Como antes dije de la sociedad heroica en general –escribe MacIntyre–, los héroes de la Ilíada no tienen dificultad en saber lo que se deben entre sí; sienten aidós –en el sentido propio de vergüenza– cuando se enfrentan con la posibilidad de obrar mal y, si esto no es suficiente, nunca falta otra gente que ponga las cosas en su sitio.
«El honor lo confieren los iguales y sin honor un hombre no vale nada. En el vocabulario de que disponen los personajes de Homero no hay manera de que puedan contemplar desde fuera su propia sociedad y cultura. Las expresiones valorativas que emplean se definen mutuamente y cada una debe explicarse en términos de las demás. Permítaseme usar una analogía peligrosa, pero esclarecedora. Las reglas que gobiernan las acciones y los juicios valorativos en la Ilíada se parecen a las reglas y preceptos de un juego similar al ajedrez. (...) Alguien que diga esto y entienda lo que está diciendo ha debido emplear una noción de "bien" cuya definición es ajena al ajedrez, y alguien debería preguntarle, si lo que se propone es distraerse como un niño más que ganar. Una de las razones que hacen peligrosa esta analogía es que jugamos a juegos como el ajedrez con varios propósitos» (p. 160).
Son interesantes y prácticas para la construcción moral, las conclusiones que MacIntyre saca del estudio de la Ilíada, entre otras[15]: El yo de la era heroica carece precisamente de aquello que hemos visto que algunos filósofos morales modernos toman por característica esencial de la "yoidad" (identidad) humana: la capacidad de separarse de cualquier punto de vista, de dar un paso atrás como si se situara, opinara y jugara desde el exterior. El ejercicio de las virtudes heroicas requiere una clase específica de ser humano y una clase específica de estructura social. Toda moral está siempre en cierto grado vinculada a lo socialmente singular y local, y las aspiraciones de la moral de la modernidad a una universalidad libre de toda particularidad son una ilusión.
La virtud –es otra de las conclusiones– no se puede poseer excepto como parte de una tradición, dentro de la cual la heredamos y la discernimos de una serie de predecesoras, en cuya serie las sociedades heroicas ocupan el primer lugar. Si esto es así, el contraste entre la libertad de elegir valores de que se enorgullece la modernidad y la ausencia de tal elección en las culturas heroicas, se contemplaría de modo diferente. La libertad de elegir valores, desde el punto de vista de la tradición enraizada en último término en las sociedades heroicas, se parecería a la libertad de los fantasmas, de aquellos cuya sustancia humana está a punto de desvanecerse, más que a la de los hombres.
Los personajes de la épica se nos presentan con una visión del mundo para la que reclaman la verdad. En fin, «la epistemología implícita del mundo heroico es un realismo consumado» (p. 164). Incluso la sociedad heroica es todavía una parte ineludible de todos nosotros, y estamos narrando una historia que particularmente es nuestra propia historia cuando revisamos la formación de nuestra cultura moral. Cualquier intento de escribir esta historia tropezará necesariamente con la afirmación de Marx de que la razón por la cual la poesía épica griega todavía tiene fuerza sobre nosotros y nos cautiva, deriva del hecho de que los griegos son a la civilizada modernidad como el niño al adulto.
MacIntyre se sirve de Aristóteles, en primer lugar, para elucidar un concepto de virtud de raíz aristotélica. Asimismo, esta investigación del concepto de virtud le lleva al concepto de tradición. Es en este momento cuando se vuelve a recurrir a Aristóteles, más exactamente: una tradición cuyo punto de partida lo sitúa en Aristóteles. Por tradición, MacIntyre no entiende un mero tradicionalismo, sino un presupuesto real para el progreso científico; progreso que sólo acontece en una comunidad de aprendizaje. «Para el concepto de tal tradición, es central que el pasado no sea nunca algo simplemente rechazable, sino más bien que el presente sea inteligible como comentario y respuesta al pasado, en la cual el pasado, si es necesario y posible, se corrija y trascienda, pero de tal modo que se deje abierto el presente para que sea a su vez corregido y trascendido por algún futuro punto de vista más adecuado» (p. 185).
Según MacIntyre, las posturas maduras de Aristóteles habrán de encontrarse en la Ética a Eudemo y no, como han creído casi todos los estudiosos, en la Ética a Nicómaco. «El debate sobre este contencioso continúa (Irwin, 1980), pero felizmente no necesito entrar en él. Porque la tradición dentro de la que coloco a Aristóteles, es la que hizo de la Ética a Nicómaco el texto canónico de la interpretación aristotélica de las virtudes. La Ética a Nicómaco (...) es el conjunto más brillante de apuntes jamás escrito; y precisamente porque son apuntes, con todas las desventajas de comprensión irregular, reiteraciones, referencias incompletas, de vez en cuando nos parece escuchar el tono de voz en que Aristóteles hablaba. Es magistral y es único; pero es también una voz que quiere ser más que meramente la del propio Aristóteles (...) ¿Quién es este "nosotros" en cuyo nombre escribe?» (p. 187).
La respuesta la apunta MacIntyre al señalar que Aristóteles no piensa que está inventando una interpretación de las virtudes, sino que está expresando la interpretación implícita en el pensamiento, lenguaje y acción de un ateniense educado. Busca ser la voz racional de los mejores ciudadanos de la mejor ciudad-estado; mantiene que la ciudad-estado es la única forma política en que las virtudes de la vida humana pueden ser auténtica y plenamente mostradas. De este modo, la teoría filosófica de las virtudes es aquella cuyo «tema» es que la teoría pre-filosófica ya está implícita y presupuesta en la óptima práctica contemporánea de las virtudes. «Esto no conlleva que la práctica, ni la teoría prefilosófica implícita en la práctica, sean normativas, ya que la filosofía tiene necesariamente un punto de partida sociológico, o, como hubiera dicho Aristóteles, político. Cada actividad, cada investigación, cada práctica apuntan a algo bueno; por "el bien" o "lo bueno" queremos decir aquello a lo que el ser humano característicamente tiende. Interesa observar que las argumentaciones iniciales de Aristóteles en la ética presumen que lo que G. E. Moore iba a llamar "falacia naturalista" no es una falacia en absoluto, y que los juicios sobre lo bueno –y lo justo, valeroso o excelente por otras vías– sean un tipo de sentencia factual. Los seres humanos, como los miembros de todas las demás especies, tienen una naturaleza específica; y esa naturaleza es tal que tiene ciertos propósitos y fines a través de los cuales tienden hacia un telos específico. El bien se define en términos de sus características específicas» (p. 187).
MacIntyre explicará el concepto de virtud en tres fases (Capítulos 14 y 15 de Tras la virtud) –damos un salto aquí en esta amplia reseña de su libro, para retomar más adelante de nuevo el hilo argumental de nuestro autor–. En un primer momento (1ª fase), en relación con el concepto de práctica, pues todas las virtudes se dan en el contexto de un tipo particular de práctica. Toda práctica conlleva bienes, sean éstos internos o externos a la práctica en cuestión. Los internos son aquellos que sólo se obtienen ejercitando tal práctica u otra muy similar y sólo pueden identificarse y reconocerse participando en la práctica en cuestión; los segundos, son contingentes en relación con la práctica a la que están unidos. MacIntyre los explica con el ejemplo de la práctica del ajedrez: alcanzar agudeza analítica e imaginación estratégica es un bien interno a esta práctica, mientras que obtener dinero y prestigio es un bien externo, ya que este bien se puede obtener con muy diversas prácticas.
A partir de esta primera consideración, el autor ofrece una definición de virtud, que reconoce parcial y provisional: «es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente el lograr cualquiera de tales bienes» (p. 237). Siguiendo el ejemplo del juego del ajedrez, el virtuoso del ajedrez es aquel que ha adquirido aquellas cualidades que le permiten lograr aquellos bienes que son internos a la práctica del juego.
Dos dificultades ponen de manifiesto la insuficiencia y provisionalidad de esta primera aproximación. En primer lugar, la circunstancia innegable de que hay prácticas sumamente perversas; en tal caso, cabe preguntarse si serán también virtudes aquellas cualidades humanas adquiridas cuya posesión y ejercicio tienden a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas perversas. Esta dificultad obliga a reconocer que el concepto de virtud no se puede definir y explicar únicamente a partir de la noción de la práctica. Así, señala nuestro autor: «hay que decir algo más acerca del lugar que corresponde a las prácticas en un contexto moral más amplio» (p. 248). La segunda dificultad nace del hecho de que las prácticas pueden ser contradictorias entre sí y, de este modo, sumir al sujeto en un exceso de conflictos y arbitrariedad, de suerte que reaparecerían los conflictos típicos del yo moderno (emotivista). Estos conflictos, argumenta MacIntyre, sólo pueden evitarse suponiendo que exista «un telos que transcienda los bienes limitados de las prácticas y constituya el bien de la vida humana completa» (p. 251).
Nos introduce de este modo en una 2ª fase del desarrollo del concepto de virtud, que apunta a la descripción de un orden normativo de una vida humana única. En esta fase, aristotélicamente, MacIntyre supone que la vida humana como tal vida humana tiene un telos, un concepto de lo bueno para el ser humano. Aristóteles, piensa MacIntyre, enraíza su visión teleológica en una «biología metafísica» que resulta rechazable. El problema es entonces cómo mantener el concepto de telos sin asumir al mismo tiempo todas las presuposiciones metafísicas que se encierran en esta noción. El autor cree encontrar una solución a esta dificultad en el concepto de narración[16]. La intención de A. Macintyre al introducir el concepto de «narración» parece clara: apunta a la recuperación de una noción unitaria del yo, pues sólo tal yo puede entenderse como soporte de las virtudes entendidas al modo aristotélico. Pero con esto se sitúa en contraposición directa con un pensamiento contemporáneo que cada vez ha problematizado más la noción de una identidad personal sustantiva, bien sea –como hacen algunas corrientes de la filosofía de la acción de orientación analítica– al pensar la acción como una secuencia de episodios individuales, bien sea –como hace el Sartre de los años treinta y cuarenta– al describir al yo como enteramente distinto de cualquier papel social concreto que por tal o cual razón asuma, o bien sea –como hace E. Goffman– al entender que el yo no es más que un «clavo» del que cuelgan los vestidos del papel.
Frente a todos estos casos A. MacIntyre piensa al "yo" de un modo narrativo. Sin embargo, mientras que frente a aquellos filósofos analíticos que han construido teorías de la acción atomistas el concepto de narración es, por así decirlo, una estrategia epistemológica gracias a la cual es posible hacer inteligible la acción (al insertarla en una historia que pone de manifiesto las relaciones entre la acción, las intenciones del agente y los escenarios donde aquélla sucede y éste actúa), en los otros dos casos el concepto de narración es más que una mera estrategia explicativa, pues la superación del yo sartreano o goffmanesco exige que la vida misma, en su estructura ontológica, sea narrativa[17].
La ética de Aristóteles, «expuesta como él la expone» –retomamos aquí el hilo que seguíamos en nuestra recensión–, presupone su biología metafísica (cf. supra). Aristóteles argumenta concluyentemente contra la identificación del bien con el dinero, con el honor o con el placer. Le da el nombre de eudaimonía, cuya traducción es a menudo difícil: bienaventuranza, felicidad, prosperidad. Es «el estado de estar bien y hacer bien estando bien, de un hombre bienquisto para sí mismo y en relación a lo divino (...) Pero si Aristóteles es el primero en dar este nombre al bien del hombre, la cuestión del contenido de la eudaimonía queda bastante abierta. Las virtudes son precisamente las cualidades cuya posesión hará al individuo capaz de alcanzar la eudaimonía y cuya falta frustrará su movimiento hacia ese telos» (p. 188).
Aristóteles no distingue "explícitamente" en sus escritos entre dos tipos diferentes de relación medios-fines. Los medios y el fin se pueden caracterizar por separado sin referencia a lo demás; y numerosos medios completamente diferentes pueden emplearse para lograr uno y el mismo fin. Pero el ejercicio de las virtudes no es medio en este sentido para el fin del bien del hombre. Lo que constituye el bien del hombre es la vida humana completa vivida al óptimo, y el ejercicio de las virtudes es parte necesaria y central de tal vida, no un mero ejercicio preparatorio para asegurársela. No podemos caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin haber hecho ya referencia a las virtudes. Para Aristóteles, la sugerencia de que podrían existir algunos medios de lograr el fin del hombre sin el ejercicio de las virtudes, carece de sentido. El resultado inmediato del ejercicio de la virtud es una elección cuya consecuencia es la acción buena. "Es la rectitud del fin de la elección intencionada de lo que la virtud es causa", escribió Aristóteles en la Ética a Eudemo.[18]
No se sigue, pues, que en ausencia de la virtud relevante no pueda realizarse una acción buena. «Para entender por qué, consideremos la respuesta de Aristóteles a la pregunta: ¿cómo será alguien que carezca en alto grado de un entrenamiento adecuado en las virtudes de carácter? Esto dependería en parte de sus rasgos y talentos naturales; algunos individuos tienen una disposición natural heredada a hacer en ocasiones lo que una particular virtud requiere. Pero este feliz regalo de la fortuna no debe confundirse con la posesión de la virtud correspondiente; justamente a causa de no estar formados por un entrenamiento sistemático y de raíz, incluso esos individuos serán presa de sus propias emociones y deseos (...). Por una parte, se carecería de cualquier medio de poner orden en las propias emociones y deseos, para decidir racionalmente qué cultivar y alentar, qué inhibir y vencer; por otra parte y en ocasiones concretas, se podría carecer de las disposiciones que capacitan para poner a prueba al deseo de algo distinto de lo que es realmente el propio bien. Las virtudes son disposiciones no sólo para actuar de maneras particulares, sino para sentir de maneras particulares» (p. 189).
Actuar virtuosamente no es, como Kant pensaría más tarde, actuar contra la inclinación; es actuar desde una inclinación formada por el cultivo de las virtudes. La educación moral es una "éducation sentimentale". «El agente moral educado debe por supuesto saber lo que está haciendo cuando juzga o actúa virtuosamente. Por lo tanto hace lo virtuoso porque es virtuoso» –señala MacIntyre–. Este hecho distingue el ejercicio de las virtudes del ejercicio de ciertas cualidades que no son virtudes. «El agente auténticamente virtuoso actúa sobre la base de un juicio verdadero y racional» (p. 189). Una teoría aristotélica de las virtudes debe, por tanto, «presuponer la distinción crucial entre lo que tiene por bueno para sí cualquier individuo en particular en cualquier tiempo en particular y lo que es realmente bueno para él como hombre. Por la busca de la obtención de este bien más lejano, practicamos las virtudes y lo hacemos eligiendo acerca de los medios para lograr ese fin, que son medios en los dos sentidos antes descritos. Tales medios piden juicio y el ejercicio de las virtudes exige, por lo tanto, la capacidad de juzgar y hacer lo correcto, en el lugar correcto, en el momento correcto y de la forma correcta» (p. 190).
«El ejercicio de tal juicio no es una aplicación rutinaria de normas. He aquí quizá la omisión más obvia y asombrosa del pensamiento de Aristóteles para cualquier lector moderno: las normas apenas son mencionadas en algún que otro pasaje de la Ética. Además, Aristóteles mantiene que la parte de la moral que es obediencia a normas es obediencia a las leyes proclamadas por la ciudad-estado, siempre y cuando la ciudad-estado las sancione como debe. Tales leyes prescriben y prohíben absolutamente ciertos tipos de acción y tales acciones están entre las que un hombre virtuoso podría realizar o no. Es parte crucial la opinión de Aristóteles que ciertos tipos de acción están prohibidos u ordenados absolutamente, sin considerar circunstancias ni consecuencias» (p. 190). Como hemos apuntado más arriba, la argumentación de Aristóteles es teleológica, no consecuencialista.
Además –añade MacIntyre–, «los ejemplos que da Aristóteles de lo absolutamente prohibido se parecen a preceptos de un sistema moral a primera vista completamente distinto, el de la ley mosaica. Lo que dice acerca de la ley es muy breve, aunque insista en que hay normas de justicia naturales y universales, además de las convencionales y locales. Parece como si quisiera decir que la justicia natural y universal prohíbe absolutamente ciertos tipos de actos, pero que los castigos que se imponen a quien los comete varían de ciudad en ciudad» (p. 190). [19]
No obstante, –explica MacIntyre– parece interesante preguntar de modo más general cómo opiniones como las de Aristóteles acerca del lugar de las virtudes en la vida humana deberían exigir alguna referencia a las prohibiciones absolutas de la justicia natural. Y al hacer esta pregunta –añade el autor de Tras la virtud– es bueno recordar la insistencia de Aristóteles en que las virtudes encuentran su lugar, no en la vida del individuo, sino en la vida de la ciudad y que el individuo sólo es realmente inteligible como politikon zoon. La última puntualización sugiere que una manera de elucidar la relación entre las virtudes, por un lado, y por otro la moral de las leyes, es considerar qué implicaría, en cualquier época, fundar una comunidad para alcanzar un proyecto común y originar algún bien reconocido como bien compartido por todos cuantos se empeñan en el proyecto.
Ser positivamente malo no es lo mismo que ser defectivo en bondad o en obrar el bien. No obstante, las dos clases de fallo están íntimamente relacionadas. Ambas lesionan en cierto grado a la comunidad y alejan del éxito al proyecto común que se comparte. Un delito contra las leyes destruye las relaciones que hacen posible la común persecución del bien; el carácter defectivo, a la vez que es más susceptible de cometer delitos, incapacita para contribuir al logro del bien sin el cual la vida común de la comunidad no tiene objeto. Ambos son malos porque son privaciones del bien, pero privaciones de diferente entidad.
Cualquiera que pretenda sostener una concepción aristotélica de las virtudes debe oponerse a la división que se hace de ellas en ámbitos aislados –y también de los vicios–. Las virtudes y los vicios tienen que ver con nosotros qua seres humanos, no qua padres, consumidores o participes en la vida política. Por lo mismo, no acertar con las normas de la virtud es fracasarqua seres humanos. Aunque puedan variar según el contexto las acciones que determinadas virtudes –la valentía o la justicia por ejemplo– exigen de nosotros (el aspecto mas importante de la valentía en la vida familiar tal vez sea la paciencia –subraya MacIntyre–; en cambio, el mas necesario para combatir el fuego es la habilidad para afrontar un peligro que amenaza la vida), es preciso afirmar que en todas las áreas de la vida son precisas las mismas virtudes. Si un género determinado de acciones está prohibido por las normas morales, esta prohibido como tal, no en esta o aquella área. Qua agente del gobierno tengo que ser juzgado de acuerdo con las mismas normas de veracidad y justicia que qua amigo o miembro de una familia[20].
De modo que una interpretación de las virtudes en tanto que parte esencial de la interpretación de la vida moral de una comunidad, nunca puede por sí misma quedar cerrada y completa. Aristóteles reconoce que su interpretación de las virtudes tiene que completarse con otra, por breve que sea, de los tipos de acción que están absolutamente prohibidos. «Hay otro vínculo clave entre las virtudes y la ley, porque el saber cómo aplicar la ley sólo es posible para quien posee la virtud de la justicia. Ser justo es dar a cada uno lo que merece; y los supuestos sociales para que florezca la virtud de la justicia en la comunidad son, por tanto, dobles: que haya criterios racionales de mérito y que exista acuerdo socialmente establecido sobre cuáles son esos criterios» (p. 192).
Pero, en parte porque las leyes son generales, siempre surgirán casos particulares en que no esté claro cómo aplicar la ley ni tampoco lo que la justicia exige. «En tales ocasiones tenemos que actuar kata ton orthon logon (de acuerdo con la recta razón, Ética a Nicómaco), frase traducida erróneamente por W. D. Ross por "de acuerdo con la regla correcta" (esta mala interpretación... refleja la gran preocupación por las normas, nada aristotélica, de los filósofos morales modernos). Lo que Aristóteles parece querer decir aquí es que, juzgar kata ton orthon logon es, en realidad, juzgar sobre "más o menos", y Aristóteles intenta usar la noción de "un punto medio" entre el más y el menos para dar una caracterización general de las virtudes» (p. 194).
Por lo tanto, el juicio tiene un papel indispensable en la vida del hombre virtuoso, que ni tiene ni podría, tener, por ejemplo, en la vida del hombre meramente obediente a la ley o a las normas. Así, la virtud central es la phrónesis (que, como sophrosyne, es originariamente un término aristocrático de alabanza). Caracteriza a quien sabe lo que le es debido, y que tiene a orgullo el reclamar lo que se le debe. De modo más general, viene a significar alguien que sabe cómo ejercer el juicio en casos particulares. La phrónesis es una virtud intelectual; pero es la virtud intelectual sin la cual no puede ejercerse ninguna de las virtudes de carácter. La distinción de Aristóteles entre esas dos clases de virtud se realiza en principio contrastando las maneras en que se adquieren: las "intelectuales" por medio de la enseñanza y las de "carácter" por medio del ejercicio habitual. A su vez, la adquisición de esas virtudes intelectuales y morales resulta imprescindible para el progreso en el saber teórico y práctico.
Estas dos clases de educación moral están íntimamente relacionadas. Según Aristóteles, la excelencia de carácter y la inteligencia no pueden ser separadas. No es posible poseer de forma desarrollada ninguna de las virtudes de carácter sin poseer todas las demás. Pero es difícil suponer que quiera decir seriamente "todas" –comenta MacInyre–[21], parece obvio que alguien puede ser auténticamente valiente sin ser socialmente ameno y, sin embargo, la amenidad se encuentra entre las virtudes según Aristóteles, pero eso es lo que dice (Ética a Nicómaco)[22].
«No obstante, es fácil de entender por qué Aristóteles sostiene que las virtudes centrales están íntimamente relacionadas entre sí. El hombre justo no debe caer en el vicio de la pleonexíaque es uno de los dos vicios que corresponden y se oponen a la virtud de la justicia. Pero para evitar la pleonexía, está claro que se debe poseer sophrosyne (...)
»Esta interrelación de las virtudes explica por qué no nos suministran un número de criterios definidos con que juzgar la bondad de un individuo en particular, sino más bien una medida compleja. La aplicación de esa medida en una comunidad cuyo fin compartido es la realización del bien humano presupone por descontado un margen amplio de acuerdo en esa comunidad acerca de los bienes y de las virtudes, y este acuerdo hace posible la clase de vínculo entre los ciudadanos que, según Aristóteles, constituye una polis. Ese vínculo es el vínculo de la amistad, y la amistad es ella misma una virtud. El tipo de amistad que contempla Aristóteles es el que conlleva una idea común del bien y su persecución. Este compartir es esencial y primario para la constitución de cualquier forma de comunidad, se trate de una estirpe o de una ciudad» (p. 196).
De este modo pensamos a veces de las escuelas, hospitales u organizaciones filantrópicas; pero no tenemos ningún concepto de esa forma de comunidad interesada. «No es de maravillar que la amistad haya sido relegada a la vida privada y por ello debilitada en comparación con lo que alguna vez significó. La amistad, por supuesto, en opinión de Aristóteles, conlleva afecto. Pero ese afecto surge dentro de una relación definida en función de una idea común del bien y de su persecución. El afecto es secundario, que no es lo mismo que decir que no sea importante. Desde una perspectiva moderna, el afecto es a menudo el tema central; llamamos amigos a los que nos gustan, quizás a los que nos gustan mucho» (p. 197).
«Amistad» ha llegado a ser en gran parte el nombre de un estado emocional, más que un tipo de relación política y social. E. M. Forster apuntó en una ocasión –escribe MacInyre– que si llegara a tener que elegir entre traicionar a su país y traicionar a un amigo, esperaba tener la valentía de traicionar a su país. Desde una perspectiva aristotélica, quien sea capaz de formular tal contraste no tiene país, no tiene polis; es ciudadano de ninguna parte y vive, donde sea, en un exilio interno. «En realidad, desde el punto de vista aristotélico, la sociedad política liberal moderna no puede parecer sino una colección de ciudadanos de ninguna parte que se han agrupado para su común protección. Poseen, como mucho, esa forma inferior de amistad que se funda en el mutuo beneficio (...) Han abandonado la unidad moral del aristotelismo, ya sea en sus formas antiguas o medievales» (pp. 197-198).
Un portavoz de la opinión liberal moderna, podría replicar que el retrato aristotélico es como mucho una idealización y siempre tiende, podría decirse, a exagerar la coherencia y unidad moral[23]. Pero, como recuerda MacIntyre, «la creencia de Aristóteles en la unidad de las virtudes es una de las pocas partes de su filosofía moral que hereda directamente de Platón. Como en Platón, es un aspecto de la hostilidad hacia el conflicto y la negación del mismo tanto dentro de la vida del hombre bueno individual como dentro de la buena ciudad. Ambos, Platón y Aristóteles, tratan el conflicto como un mal y Aristóteles lo trata como un mal eliminable» (p. 198).
La convicción de MacIntyre, junto a su crítica radical del liberalismo post-ilustrado, es que los problemas morales sólo se pueden plantear y resolver adecuadamente dentro de un sistema aristotélico. «Todas las virtudes están en armonía con cada una de las demás y la armonía del carácter individual se reproduce en la del Estado. La guerra civil es el peor de los males. Para Aristóteles, como para Platón, la vida buena para el hombre es en sí misma simple y unitaria, por integración de una jerarquía de bienes» (p. 198). Se sigue que el conflicto es simplemente el resultado de las imperfecciones de carácter en los individuos o de arreglos políticos poco inteligentes.
Lo anterior tiene consecuencias no sólo para la política de Aristóteles, sino también para su poética e incluso para su teoría del conocimiento. En las tres, el agón ha sido desplazado de su centralidad homérica. Además, saca otra consecuencia: «la dialéctica ya no es el camino hacia la verdad, sino en su mayor parte sólo un procedimiento subordinado y semiformal de la investigación. Sócrates argumentaba dialécticamente con individuos particulares, y Platón escribió diálogos; Aristóteles, en cambio, da exposiciones y tratados» (p. 199).
El punto de vista aristotélico sobre la teología ofrece gran interés. La divinidad impersonal e inmutable de la que habla Aristóteles, cuya contemplación metafísica procura al hombre su especifico y último telos, no puede interesarse en lo meramente humano y aún menos en lo dilemático; no es otra cosa que pensamiento que se piensa continuamente a sí mismo y sólo consciente de sí mismo. Puesto que tal contemplación es el último telos humano, el ingrediente esencial y final que completa la vida del hombre que es eudaimon, existe cierta tensión entre la visión de Aristóteles del hombre como esencialmente político y su visión del hombre como esencialmente metafísico. Para llegar a ser eudaimon son necesarios requisitos materiales y sociales.[24]
¿Cuál es el lugar de la libertad dentro de esta estructura metafísica y social? «Es crucial en la estructura de la extensa argumentación de Aristóteles el que las virtudes no estén al alcance de los esclavos o de los bárbaros, ni tampoco el bien del hombre. ¿Qué es un bárbaro? No sólo un no griego (cuyo lenguaje suena en los oídos helénicos como "ba, ba, ba"), sino alguien que carece de polis, en opinión de Aristóteles, y muestra por ello que es incapaz de relaciones políticas. ¿Qué son relaciones políticas? Las relaciones de los hombres libres entre sí, que es la relación entre aquellos miembros de una comunidad que legislan y se autolegislan. El yo libre es simultáneamente súbdito político y soberano político. Estar incluido en relaciones políticas conlleva la libertad de cualquier posición que sea mera sujeción. La libertad es requisito para el ejercicio de las virtudes y para el logro del bien. No necesitamos discutir esta parte de la conclusión de Aristóteles» (p. 200).
Los individuos, en tanto que miembros de una especie, tienen un telos, continúa explicando MacIntyre, pero no hay historia de la polis, de Grecia o de la humanidad que camine hacia untelos. En realidad, la historia es menos filosófica que poética, puesto que aspira a habérselas con los individuos reales, mientras que la poesía, según Aristóteles, por lo menos se encarga de tipos. Aristóteles era muy consciente de que la clase de conocimiento que tomaba por auténticamente científico, por ser una episteme –conocimiento de naturalezas esenciales captado por medio de verdades universales y necesarias, lógicamente derivables de ciertos primeros principios–, no tenía nada que ver con los asuntos humanos.[25] Aristóteles «no entendió la transitoriedad de la polis, porque poco o nada entendió de la historicidad en general. Así no era posible que se plantease una determinada categoría de cuestiones, incluyendo las que conciernen a las maneras en que los hombres podrían pasar de ser esclavos o bárbaros a ser ciudadanos de una polis. En opinión de Aristóteles, algunos hombres son esclavos "por naturaleza". Sin embargo, es cierto que estas limitaciones de la interpretación aristotélica de las virtudes no menoscaban necesariamente su esquema general de comprensión del lugar de las virtudes en la vida humana» (p. 201).
Dos de ellas merecen un énfasis especial en cualquier interpretación de las virtudes. La primera concierne al lugar del gozo en la vida humana (Aristóteles comprende bien el papel del gozo en la vida humana): el gozo que identifica Aristóteles es el que típicamente acompaña al logro de la excelencia en una actividad. En este sentido, explica MacIntyre, «hubo un período del siglo XVIII, en que fue un hecho común hacer constar (...) que las virtudes no eran más que aquellas cualidades que generalmente encontramos placenteras o útiles. (...) Lo que encontramos por lo general placentero o útil dependerá generalmente de qué virtudes se posean y cultiven en nuestra comunidad. De ahí que las virtudes no puedan definirse o identificarse en términos de lo placentero o lo útil. A esto puede replicarse que seguramente existen cualidades que son útiles y placenteras para los seres humanos qua miembros de una especie biológica concreta en su medio ambiente particular. La medida de utilidad o placer la sienta el hombre qua animal, el hombre previo a cualquier cultura. Pero el hombre sin cultura es un mito. Ciertamente nuestra naturaleza biológica pone límites a toda posibilidad cultural; pero el hombre que no tiene más que naturaleza biológica es una criatura de la que nada sabemos. Sólo el hombre con inteligencia práctica (y ésta, como vimos, es inteligencia informada por las virtudes) es el que encontramos vigente en la historia. Y sobre la naturaleza del razonamiento práctico, Aristóteles proporciona otra discusión que es de relevancia crucial para el carácter de las virtudes» (pp. 202-203).
Se trata del segundo punto que merece énfasis especial en cualquier interpretación de las virtudes (la descripción del razonamiento práctico): «la descripción aristotélica del razonamiento práctico seguramente es correcta en lo esencial» (p. 203). Tiene –subraya MacIntyre– unos «rasgos clave»:
a) El silogismo práctico (su conclusión es una clase concreta de acción). La descripción del silogismo práctico de Aristóteles puede servir para declarar las condiciones necesarias de la acción humana inteligible y hacerlo de modo tal que valga reconocidamente para cualquier cultura humana. El razonamiento práctico tiene, según Aristóteles, cuatro elementos esenciales. Ante todo –explica MacIntyre–, están «los deseos y metas del agente», que son el contexto necesario para el razonamiento práctico. El segundo elemento es la premisa mayor (un caso general); el tercer elemento es la premisa menor (por medio de la cual el agente, apoyado en un juicio perceptual, afirma que este es un ejemplo u ocasión de la clase requerida, es decir, el actual es un caso que se inscribe en la premisa mayor; el cuarto es la conclusión (la acción)[26].
«Esta descripción nos retrotrae a la cuestión de la relación entre la inteligencia práctica y las virtudes. Porque los juicios que proporciona el razonamiento práctico del agente incluirán juicios sobre lo que es bueno hacer y ser para alguien como él; y la capacidad del agente para guiarse y obrar bajo tales juicios dependerá de qué virtudes y vicios intelectuales y morales compongan su carácter. La naturaleza precisa de esta conexión sólo podría elucidarse por medio de una descripción más completa del razonamiento práctico que la que nos da Aristóteles» (p. 204).[27]
b) La relación entre inteligencia práctica y las virtudes (las pasiones son educables) «la razón no puede ser esclava de las pasiones. La educación de las pasiones en conformidad con la persecución de lo que la razón teorética identifica como telos y el razonamiento práctico como la acción correcta que realizar en cada lugar y tiempo determinado, es el terreno de actividad de la ética» (p. 204)[28]. Analiza MacIntyre los inconvenientes que pueden aducirse a la interpretación aristotélica de las virtudes. Concretamente:
1º) La manera en que la teleología de Aristóteles presupone su biología metafísica. Si rechazamos esta biología (como debemos), ¿hay manera de que esa teleología pueda preservarse? La habría, siempre que cualquier interpretación teleológica nos provea de alguna descripción clara y defendible del telos (cualquier descripción aristotélica adecuada, por lo general, debe aportar una consideración teleológica que reemplace a la biología metafísica)[29].
2º) La relación de la ética con la estructura de la polis. ¿Cómo formular que el aristotelismo tenga presencia moral en un mundo donde ya no hay ciudades-estado? ¿es posible ser aristotélico y contemplar sin embargo la ciudad-estado desde la perspectiva histórica para la cual es sólo una forma más, aunque muy importante, dentro de una serie de formas sociales y políticas a través y por medio de las cuales se define el yo capaz de ejemplificar las virtudes, y donde éste puede educarse y hallar campo para su actuación?
3º) En tercer lugar están las preguntas planteadas por el hecho de haber heredado Aristóteles la creencia de Platón en «la unidad y armonía del espíritu individual y de la ciudad-estado, así como la consideración consiguiente de Aristóteles del conflicto como cosa a evitar y controlar» (p. 205). MacIntyre concluye que «podemos aprender cuáles son nuestros fines y propósitos a través del conflicto y algunas veces sólo a través del conflicto» (p. 206).
Hemos visto, por tanto, de qué manera se detiene MacIntyre en la elaboración aristotélica de la moral que es, probablemente, como dice, al menos en el plano teórico, el más venturoso y feliz encuentro de la razón con el obrar que la «incorpora». En el Capítulo 13 de Tras la virtudanalizó las «apariencias y circunstancias medievales» que enriquecen con sus matices cristianos el sustrato moral básicamente aristotélico, y más adelante –como también ha quedado apuntado ya– retorna al estado actual de la cuestión.
Como en santo Tomás de Aquino, la ética de Aristóteles no es una ética del deber ni una ética legalista, sino una ética del bien y de la virtud: el bien es lo que perfecciona al hombre, y la virtud lo que le facilita conocer y obrar el bien. La objetividad del bien resulta, entonces, obvia: es lo que perfecciona efectivamente al hombre. Sólo son buenas y virtuosas las obras que efectivamente encaminan al hombre hacia su fin o bien propio. La virtud se adquiere obrando el bien y enseña a conocerlo: la vida es un camino hacia el propio fin o bien, que se encarna en la virtud. La acción del hombre sólo se entiende como parte de una historia personal, de la cual cada uno es protagonista.
Ya apuntamos de qué manera MacIntyre salía al paso de alguna objeción que cabría hacerle al tratar de ofrecer un concepto de virtud, en el sentido de que no se puede definir y explicar únicamente a partir de la noción de la práctica. Así nos lo dice él mismo: «En parte he definido las virtudes por el lugar que les corresponde en las prácticas. Pero seguramente, podría apuntarse, algunas prácticas –esto es, algunas actividades coherentemente humanas que responden a la descripción de lo que he llamado práctica– son malas. Pero, ¿cómo puede ser virtud una disposición, si es de la clase de disposición que mantiene una práctica, cuando el resultado de esa práctica sea un mal? Mi respuesta a esta objeción se divide en dos partes» (p. 247).
«En primer lugar, concedo que "puede" haber prácticas, en el sentido en que entiendo el concepto, que "son" simplemente malas (...) porque está claro que muchos tipos de práctica en ocasiones pueden ser productores de mal. (...) Pero, ¿qué resulta de esto? Mi postura, ciertamente, no conlleva que debamos excusar o condonar tales males ni que todo lo que resulta de una virtud sea correcto. Tengo por cierto que a veces el valor es el soporte de la injusticia, que la fidelidad puede respaldar a un agresor criminal y que la generosidad perjudica en ocasiones la capacidad de hacer el bien. Pero negar esto sería chocar con los hechos empíricos invocados para criticar la opinión de Tomás de Aquino acerca de la unidad de las virtudes.
Continúa: »Que las virtudes en principio necesitan ser definidas y explicadas por referencia a la noción de práctica, en modo alguno nos obliga a aprobar todas las prácticas en todas las circunstancias. Que las virtudes, como la misma objeción presupone, no "se" definan en términos de prácticas buenas y correctas, sino de prácticas, no conlleva ni implica que las prácticas, tal como realmente se llevan a cabo en tiempos y lugares concretos, no tengan necesidad de crítica moral (...).
»En primer lugar, no hay inconsistencia alguna en apelar a las exigencias de una virtud para criticar una práctica. La justicia puede definirse en principio como la disposición que es necesaria, en su modo particular, para mantener las prácticas; de esto no resulta que, por el hecho de seguir las exigencias de una práctica, no hayan de ser condenadas las violaciones de la justicia. (...) Una moral de las virtudes requiere como contrapartida un concepto de ley moral. Sus requerimientos también deben ser satisfechos por las prácticas. Pero, se podría preguntar, ¿no implica todo esto la necesidad de decir algo más acerca del lugar que corresponde a las prácticas en un contexto moral más amplio? Ya he subrayado que el alcance de cualquier virtud para la vida humana va más allá de las prácticas que en principio la definen. ¿Cuál es entonces el lugar de las virtudes en el terreno más amplio de la vida humana?» (p. 248).
«Una descripción de las virtudes en términos de prácticas no podría ser sino elemental y parcial. ¿Cómo procede, pues, complementarla? Hasta el momento la diferencia más notable entre mi interpretación y la que podría llamarse aristotélica es que, aun no habiendo restringido en modo alguno el ejercicio de las virtudes al contexto de las prácticas, he precisado el significado y la función de aquéllas a partir de éstas. En cambio, Aristóteles precisa ese significado y esa función usando la noción de una vida humana completa a la que pudiéramos llamar buena. Parece entonces que la pregunta ¿de qué carecería un ser humano que careciera de virtudes? debe recibir una respuesta que abarque más de lo que hasta ahora se ha dicho. Tal individuo no fracasaría meramente en muchos aspectos concretos, por lo que se refiere a la excelencia que puede alcanzarse por medio de la participación en prácticas y a la relación humana que mantener tal excelencia exige. Su propia vida, vista en conjunto, quizá fuera imperfecta. No sería la clase de vida que alguien describirla si tratara de responder a la pregunta ¿cuál es el mejor tipo de vida que un hombre o mujer de esta clase puede vivir? Y no se puede responder a esta pregunta sin que surja, entre otras, la de Aristóteles: ¿cuál es la vida buena para el hombre?» (p. 249).
Tres razones ofrece A. MacIntyre por las cuales la vida humana, si estuviera informada sólo por el concepto de virtud hasta aquí esbozado, sería imperfecta:
1) Estaría invadida por un "exceso" de conflictos y de arbitrariedad. El mérito de la interpretación de las virtudes en términos de multiplicidad de bienes es que admite la posibilidad del conflicto trágico, mientras que la de Aristóteles no. Pero puede motivar también, incluso en la vida de un ser virtuoso y disciplinado, demasiadas ocasiones en que se plantee un conflicto de lealtades. Si la vida de las virtudes está continuamente puntuada de elecciones en que la conservación de una lealtad implique la renuncia aparentemente arbitraria a otra, puede parecer que los bienes internos a las prácticas no derivan de su autoridad, al fin y al cabo, sino de nuestra elección individual; porque cuando bienes diferentes nos obligan en direcciones diferentes e incompatibles, yo tengo que elegir entre pretensiones rivales. «El yo moderno, con su falta de criterio para elegir», reaparece aparentemente en un contexto ajeno, el de un mundo que pretendía ser aristotélico. Esta acusación podría rebatirse, en parte, volviendo a la pregunta de por qué tanto bienes como virtudes tienen autoridad sobre nuestras vidas y repitiendo lo que se ha dicho antes. Pero esta réplica sólo sería concluyente en parte; la noción distintivamente moderna de elección reaparecería, aunque fuera con alcance más limitado del que normalmente pretende.[30]
2) Sin un concepto dominante de telos de la vida humana completa, concebida como unidad, nuestra concepción de ciertas virtudes individuales es parcial e incompleta. MacIntyre nos ofrece dos ejemplos ilustrativos: La justicia, según Aristóteles, se define por dar a cada persona lo que le es debido o merece. Merecer el bien es haber contribuido de alguna forma substancial al logro de aquellos bienes, la participación en los cuales y la común búsqueda de los cuales proporcionan los fundamentos a la comunidad humana. Pero los bienes internos a las prácticas, incluyendo los bienes internos a la práctica de promover y mantener formas de comunidad, necesitan jerarquizarse y valorarse de alguna manera si vamos a juzgar sus méritos relativos. Así, cualquier aplicación substantiva del concepto aristotélico de justicia requiere un entendimiento de los bienes, comprendido el que va más allá de la multiplicidad de los bienes que informan las prácticas. Y lo que pasa con la justicia, pasa con la paciencia. La paciencia es la virtud de esperar atentamente y sin quejas, lo que no significa que se deba esperar de este modo por cualquier cosa. Para tratar la paciencia como virtud hay que responder adecuadamente a la pregunta ¿esperar por qué? Dentro del contexto de las prácticas puede darse una respuesta parcial, aunque adecuada para bastantes propósitos: la paciencia de un artesano con un material difícil, o la de un profesor con un alumno lento, o la de un político en las negociaciones, son variedades de la paciencia.
«Pero, ¿y si el material es demasiado difícil, el alumno demasiado lento, las negociaciones demasiado frustrantes? ¿Debemos agotar siempre un cierto límite en interés de la práctica misma? Los glosadores medievales de la virtud de la paciencia pretendían que hay ciertos tipos de situación en que la virtud de la paciencia exige que yo siga con determinada persona o tarea, situaciones en que, como ellos hubieran dicho, se me exige incorporar a mi actitud hacia esta persona o tarea algo parecido a la paciente actitud de Dios para con su creación. Pero esto sólo es posible si la paciencia sirve a algún bien dominante, a algún telos que justifique el postergar otros bienes a lugar subordinado» (p. 251). Así, resulta que el contenido de la virtud de la paciencia depende de cómo ordenemos jerárquicamente los variados bienes y, a fortiori, de si somos capaces de ordenar racionalmente esos bienes en primer lugar.[31] «He apuntado que salvo cuando exista un telos que trascienda los bienes limitados de las prácticas y constituya el bien de la vida humana completa, el bien de la vida humana concebido como una unidad, ocurre que cierta arbitrariedad subversiva invade la vida moral y no somos capaces de especificar adecuadamente el contexto de ciertas virtudes» (p. 251).
3) Las dos consideraciones anteriores se subrayan con una tercera: «existe al menos una virtud reconocida por la tradición que no puede especificarse si no es por referencia a la totalidad de la vida humana. Es la virtud de la integridad. "La pureza de corazón –dijo Kierkegaard– es querer una sola cosa". Esta noción de único propósito de toda una vida no puede tener aplicación si esa vida entera no la tiene» (p. 251).
Por tanto, concluye MacIntyre, «Es evidente que ni mi descripción preliminar de las virtudes en función de las prácticas, aunque bastante amplia, dista de abarcar todo lo que la tradición aristotélica enseñó acerca de las virtudes. También está claro que para dar una descripción que sea a la vez más adecuada a la tradición y más defendible racionalmente, hay que plantear una pregunta que la tradición aristotélica consideraba presupuesta a tal punto en el mundo premoderno, que nunca fue necesario formularla expuesta y concretamente. Esta pregunta es: ¿es racionalmente justificable el concebir a cada vida humana como una unidad, es decir, que tenga sentido definirla como provista de su bien propio y, por lo tanto, podamos entender las virtudes como si su función consistiera en permitir que el individuo realice por medio de su vida un tipo de unidad con preferencia a otro?» (p. 251).
En efecto, ninguna virtud moral puede ser perfecta mientras no se den también todas las demás. Las virtudes no son perfecciones aisladas unas de otras, sino que forman un organismo vivo, y en último término una vida indivisible. Pero no parece muy claro que MacIntyre afirme esto en After virtue. Aun cuando hablemos de distintas virtudes individuales, estas son solamente aspectos distintos de una unidad compleja. Pues las virtudes no son sencillamente las perfecciones propias de las distintas potencias, sino que siempre son también virtudes de una persona humana: una estructura compleja, pero dotada de unidad interna. Igualmente, el transcurso de una vida en su dimensión histórica, como biografía de una persona, también forma una unidad. Tal es la doctrina clásica de la "concatenación de las virtudes". MacIntyre parece prescindir de la antropología de la virtud. También como ya apuntamos anteriormente, quizá le falte una teoría de la razón práctica, que no se encuentra hasta su libro de 1988 Whose Justice? Which Rationality? (cf. notas 27, 28 y 38).
Parte de la incomprensión moderna sobre las virtudes se debe al hecho de que la facilidad que confieren para adquirir los bienes interiores y propiamente humanos, impone a veces renuncia o dificulta la adquisición de bienes externos. Una sociedad de consumo resulta poco sensible a la virtud, tiende a ser utilitarista y subjetivista. Sin embargo, concluye el autor, hay motivos para continuar siendo optimistas: la tradición ética de las virtudes ha superado ya otras crisis, y no hay motivo para pensar que no logrará superar también ésta[32].
Cabría clasificar de dos modos las tesis filosóficas propuestas en Tras la virtud: el de ética semántica y el de ética sociológica[33]. Y ambos se unen y descansan en el aserto fundamental según el cual los conceptos morales cambian simultáneamente con la vida social. No es que lo segundo sea estrictamente causa para que se efectúen cambios correspondientes en lo primero: podría interpretarse como si la moral fuera una cosa y la vida social otra; o que existiese sólo una relación causal contingente entre ambas. Pero tiene un alcance mucho más hondo porque MacIntyre afirma que los conceptos morales se encarnanen y son, en particular, las formas constitutivas de la vida social.
Una ética semántica (o semántica de la ética) –escribe Alejo Sison– ejerce una función complementaria actualmente necesaria, dada la reinante confusión; pero por sí sola es insuficiente para explicar cabalmente la acción humana. Y, en lo que respecta al nombre de ética sociológica, ofrece ciertos indicios de haber asimilado la moral a una ciencia social indiscriminada. Recalca infatigablemente la importancia para la virtud del rol, papel o función que el individuo desempeña, y el condicionamiento o determinación social que recibe tal rol. Sólo se es virtuoso por referencia a una escala de valores institucional –históricamente flexibles tanto la jerarquía como los mismos valores– (entiéndase por "institución" el clan, el ciudad-estado griego, la sociedad victoriana, etc.). Aquí incide su insistencia por recuperar y rehabilitar el concepto de tradición, en contra de los esfuerzos ilustrados por conseguir la autonomía absoluta en la moral. La tradición social e histórica es una suerte de matriz originaria de valores o virtudes[34].
Sin embargo, es muy valiosa la descripción que realiza nuestro profesor de Notre Dame de la dimensión social del obrar virtuoso, aunque ciertamente no se encuentra ahí la excelencia privativa de la virtud. La dimensión social es muy importante, pero sólo secundaria al valor interno que encierra y acoge la virtud. Coincidimos con la apreciación de Sison acerca de las dos éticas que le parece observar en After virtue, aunque por otra parte ya hemos visto que MacIntyre va más lejos (los conceptos morales se encarnan en y son). Encontramos sin embargo otra explicación –aunque también parcial– a tenor de lo que leemos en su libro, por ejemplo: la especialización de la ética ha permitido que ciertos grupos de personas se interesen por la ética médica, otros por la ética empresarial, otros por la ética militar, etc. Ello refleja de modo preciso la división de ámbitos; la ética es entendida como una disciplina estrechamente vinculada a este o aquel rol social, es decir, como un saber adecuado a las más variadas situaciones. Aunque ciertamente puede dar el falso resultado de creer que hay una ética para cada cosa: en consecuencia, se perdería de vista que el interés de la ética es el ser humano qua ser humano, la persona como tal, en su integridad, con lo cual se fortalecen los hábitos mentales, que son a la vez causa y consecuencia de la división señalada.
La cuestión, quizá, en referencia a la ética política, es que efectivamente no puede ser una mera ética de virtudes; tiene que ser también ética de instituciones. En este sentido, en efecto, MacIntyre no termina de percibir que la filosofía política moderna no es la causa de los conflictos de la Modernidad, sino el intento de solucionarlos[35]. Alasdair MacIntyre termina el libro (Epílogo a la segunda edición inglesa) con una evaluación de su propia obra, en diálogo con sus críticos, que compila en tres apartados que también reseñamos a continuación[36]:
Después de hacerse eco a las objeciones que suscitó la primera edición de After virtue, señala que su situación con respecto a por qué una teoría es superior a otra «no difiere de nuestra situación con respecto a las teorías científicas o a las morales y filosofías morales; y añade a continuación: «En ningún caso hemos de aspirar a la teoría perfecta, válida para cualquier ser racional, invulnerable o casi invulnerable a las objeciones, sino más bien a la mejor teoría que haya surgido en la historia de esta clase de teorías. Por lo tanto, debemos aspirar a proporcionar la mejor teoría de ese tipo hasta el momento; ni más ni menos. De ahí que este tipo de historia filosófica nunca pueda darse por cerrado. Siempre debe quedar abierta la posibilidad de que en cualquier campo concreto, sea de las ciencias naturales, de la moral y la filosofía moral, o de la teoría de teorías, aparezca una rival a la establecida y la desplace. Por tanto, este tipo de historicismo, al contrario que el de Hegel, conlleva una forma de falibilidad; es un historicismo que excluye cualquier pretensión de conocimiento absoluto» (p. 330).
Recuerda MacIntyre que, si algún esquema moral concreto ha trascendido con éxito los limites de los que le precedieron y al hacerlo nos ha provisto de los mejores medios disponibles para comprender a esos predecesores, «superando por tanto los numerosos y sucesivos retos de los puntos de vista rivales, y siendo en todos los casos capaz de modificarse como conviniera al objeto de asimilar los puntos fuertes mientras ponía de manifiesto sus debilidades y limitaciones, al tiempo que daba la mejor explicación hasta la fecha sobre esas debilidades y limitaciones, entonces tenemos las mejores razones para confiar en que se enfrentará también con éxito a los retos futuros que encuentre, ya que los principios que definen el núcleo de ese esquema moral son principios duraderos. Y éste es el mérito que atribuyo al esquema moral fundamental de Aristóteles en Tras la virtud» (p. 330-331).
Asimismo, nos parece de interés otra apreciación: «Pretendía también afirmar que los fundamentos para entender esos fracasos sólo podían provenir de los recursos de que dispone la tradición aristotélica de las virtudes que, tal precisamente como lo he descrito, emerge de sus enfrentamientos históricos como la mejor teoría hasta la fecha. Pero nótese que no afirmé en Tras la virtud que sostuviera esta pretensión, ni ahora lo pretendo» (p. 331).
«Mi interpretación de las virtudes procede por tres etapas: en primer lugar, por lo que atañe a las virtudes en tanto que cualidades necesarias para lograr los bienes internos a una práctica; segundo, por cuanto las considero como cualidades que contribuyen al bien de una vida completa; y tercero, en su relación con la búsqueda del bien humano, cuyo concepto sólo puede elaborarse y poseerse dentro de una tradición social vigente. ¿Por qué empezar por las prácticas?» (p. 333)
Otros filósofos morales, al fin y al cabo, han comenzado por la consideración de las pasiones o de los deseos, o por la elucidación de algún concepto de deber o bondad. En cualquier caso, –señala MacIntyre– la discusión fácilmente se rige por cualquier versión de la distinción medios-fines, de acuerdo con la cual todas las actividades humanas son dirigidas como medios hacia fines ya dados o decididos o simplemente valiosos en sí mismos o ambas cosas. Lo que esa estructura descuida es «el gradualismo de aquellas actividades humanas cuyos fines han de descubrirse y redescubriese permanentemente, junto con los medios para buscarlos. (...) Por tanto, la importancia de comenzar por las prácticas en toda consideración de las virtudes es que el ejercicio de las virtudes no sólo es valioso en sí mismo –resulta que no se puede ser valiente, justo o lo que sea sin cultivar esas virtudes por sí mismas–, sino que tiene más sentido y propósito, y en realidad al captar ese sentido y propósito llegamos a valorar en principio las virtudes» (p. 334).
Destaquemos otra afirmación que también nos parece de interés: «Hay cualidades de las que puede argumentarse plausiblemente que satisfacen las condiciones de la noción de práctica, pero que no son virtudes, cualidades que pasan las pruebas de la primera fase, pero que fallan en la segunda o la tercera» (p. 336).
Ciertos críticos han señalado deficiencias en la trama argumentativa central de Tras la virtud. La más notable, la carencia de tratamiento adecuado de la relación entre la tradición aristotélica de las virtudes y la religión de la Biblia y su teología[37].
Pero –argumenta Alasdair MacIntyre–, «cualquier conciliación de la teología bíblica con el aristotelismo tendría que mantener la tesis de que sólo una vida constituida fundamentalmente por la obediencia a la ley podría mostrar completamente aquellas virtudes sin las cuales los seres humanos no pueden alcanzar su telos» (p. 339).
Para negar tal conciliación, habrían de aducirse razones contra esa tesis –añade nuestro profesor de Notre Dame, y afirma–: «La defensa y la afirmación clásica de esta tesis pertenecen a Tomás de Aquino; y contra él lo más convincente de que se dispone es un clásico menor moderno, ciertamente algo dejado de lado, el comentario de Harry V. Jaffa sobre el comentario de Tomás de Aquino a la Ética a Nicómaco (Thomism and Aristotelianism,Chicago 1952)[38]. Evitar los problemas que suscita Tomás de Aquino al combinar la fidelidad teológica a la Torah con la fidelidad filosófica a Aristóteles habría obscurecido o distorsionado lo que era fundamental en la última parte de mi exposición: la naturaleza compleja y varia de la tradición aristotélica y su reacciones protestantes y jansenistas a secuela, el intento kantiano de establecer una base secular racional de la moral sobre la existencia de Dios, pero conllevando no sólo el rechazo del aristotelismo, sino su señalamiento como fuente primera de error moral. El contenido de mi exposición exige, una vez más, adiciones y enmiendas en muchos aspectos si las conclusiones que de él derivan han de mantener la pretensión de justificación racional. En éste y otros aspectos, Tras la virtud debería leerse como obra provisional, y si ahora puedo adelantar más mi trabajo, en gran parte lo debo a la penetración y a la generosidad de muchos filósofos, sociólogos, antropólogos, historiadores y teólogos que han contribuido a ese trabajo con sus críticas» (p. 340).
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Como nos parece haber señalado suficientemente en esta nota bibliográfica, la inspiración fundamental de Alasdair MacIntyre es aristotélica. El redescubrimiento de la filosofía práctica clásica provocó en su momento un giro en su trayectoria intelectual, que se había movido hasta entonces en una atmósfera analítica y marxiana.
La publicación de After Virtue: A Study in Moral Theory (1981) marca un punto de inflexión. La brillantez de esta obra, su amplitud de referencias literarias y sociológicas, así como su crítica al individualismo liberal y de su actualización del concepto aristotélico de virtud, hacen de Tras la virtud una referencia obligada. Pero como también queda de manifiesto, es aún conceptualmente algo impreciso. Whose Justice? Which Rationality? (1988) es un neto avance en la maduración de ideas y en la eliminación de equívocos. En este otro libro introduce una fundamental referencia al agustinismo ético y acerca el aristotelismo hacia una visión claramente tomista. Three Rival Versions of Moral Enquiry (1990) cierra el ciclo de esta temática dentro de la obra de MacIntyre; en él, el tomismo se sitúa a la altura de la discusión contemporánea, al tiempo que destaca las insuficiencias de cierta neoescolástica, mimetizada de pensamiento modernizante y desconocedora del valor paradigmático del pensamiento de santo Tomás de Aquino[39].
En suma, la filosofía de inspiración aristotélica no mira hacia atrás, sino hacia adelante: no parte de unos principios inmóviles y rígidos, sino de narrativas dialécticas en las que los principios lógicos-ontológicos que se van descubriendo se refieren analógicamente a su posible culminación como fines. Aparece con claridad que la ética no puede ser una ciencia aislada: no sólo es necesario radicarla en una metafísica teleológica, sino también articularlas con los demás saberes humanísticos y sociales.
«La virtud es todo menos una costumbre», decía Servais Pinckaers: es una cualidad activa que dispone al hombre para producir el máximo de lo que puede en el plano moral, que da a su razón y a su voluntad juntas el poder de realizar las acciones morales más perfectas y más altas en valor humano. Llegamos así a otra definición aristotélica de virtud, a menudo, invocada por santo Tomás, que hace bueno al que la posee y a su obra. La virtud permite al hombre hacer una obra moral perfecta y le hace perfecto a él mismo.
La virtud, en fin, no es una costumbre formada por la repetición de actos materiales[40]; no es una forma superior de automatismo psicológico. La virtud da al hombre la capacidad de inventar, de crear los mejores actos humanos que sea posible realizar en el plano moral, es poder de innovación y de renovación. Se forma mediante la repetición de actos "interiores" o espirituales de la inteligencia y de la voluntad, animando los actos "exteriores" del hombre. O más bien, digamos que la virtud se forma mediante la educación, según un proceso de desarrollo gradual y de perfeccionamiento metódico por el ejercicio. Esta educación es principalmente personal, pero reclama, sobre todo, la ayuda de «otro» en sus comienzos, ayuda benévola, inteligente y enérgica[41].
Como es bien conocido, la teología moral asume el orden inmanente a la vida cristiana y lo lleva a la conciencia refleja y científica, explicitando sus principios y su lógica interna, verificando su congruencia con la Revelación y facilitando su comunicabilidad. Su atención se centra, por tanto, en el fin, que es el bien de la vida humana tomada como un todo, y que el sujeto moral manifiesta día a día a través de comportamientos concretos. La teología moral asume así la perspectiva interna del sujeto moral autor de su conducta, es decir, la perspectiva de la primera persona y del dinamismo intencional interno que informa las acciones humanas. Todo ello se corresponde con la mente de santo Tomás de Aquino al considerar la teología moral una ciencia práctica o al menos un saber que posee algunas de las características metodológicas de las ciencias prácticas.
Precisamente, la originalidad del pensamiento moral tomista se encuentra en la perspectiva de la primera persona, elaborada por él sobre la base de la ética aristotélica y de la teología cristiana de la ley: originalidad que han olvidado muchos de sus intérpretes. Este enfoque de la primera persona es el que conocemos actualmente como ética cristiana de la virtud, que tal vez sea el más idóneo para entender y para expresar la moralidad como fenómeno humano, y para comprender y exponer científicamente la moral cristiana en la Revelación, pues, en líneas generales, el método de la teología moral consistirá en acoger la Revelación y responder, a su vez, a las exigencias de la razón humana[42].
[1] Para no engrosar el número de notas a pie de página, en las citas textuales de Tras la virtud, nos limitaremos a señalar la página entre paréntesis.
[2] Cf. MacINTYRE, A., entrevista concedida a la Rev. «Atlántida», vol 1, nº 4, 1990, pp. 87-95.
[3] Entre otras, podemos recordar: A Short History of Ethics (1966), Secularisation and Moral Change (1967) y Against the Self Images of the Age (1971).
[4] MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 9.
[5] Cf. MacINTYRE, A., entrevista concedida a la Rev. «Atlántida», vol 1, nº 4, 1990, pp. 87-95.
[6] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 35.
[7] Cf. GARCÍA DE HARO, R., Recensión A. MacIntyre, After Virtue, Notre Dame, Univ. of Notre Dame Press 1980, en «Scripta Theologica» 16 (1984/3), p. 1017.
[8] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 36-38.
[9] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 50-54.
[10] Cf. RATZINGER, J., Verdad, valores y poder, Rialp, Madrid 1995, pp. 33-40.
[11] Vid. MacINTYRE, Tres Versiones rivales de la ética, Rialp, Madrid 1992.
[12] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 56-61.
[13] Obviamente, las argumentaciones de Kierkegaard son difíciles de mantener, aunque en algún punto le asista la razón. Un poco después, en Philosophiske Smuler (1845), Kierkegaard invoca esa nueva idea fundamental de elección radical y última para explicar cómo alguien se convierte en cristiano. No es sólo que esa idea esté reñida con la filosofía de Hegel, que ya enEnten-Eller era uno de los blancos principales de Kierkegaard, sino que destruye toda cultura moral racional. Este es tal vez el principal punto flaco de su arquitectura intelectual.
[14] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 150-155.
[15] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 161-166.
[16] Esta cuestión la analizará más ampliamente Alasdair MacIntyre en Three Rival Versions of Moral Enquiry (1990). En este otro libro escribe que, «puesto que mi vida ha de entenderse como una unidad ordenada de manera teleológica, como un todo cuya naturaleza y cuyo bien he de aprender a descubrir, mi vida tiene la continuidad y la unidad de una búsqueda; búsqueda cuyo objeto es descubrir esa verdad sobre mi vida como un todo que es una parte indispensable del bien de esa vida» Y más adelante apunta: «la historia de mi vida está siempre embebida en la de aquellas comunidades de las que derivo mi identidad» (MacINTYRE, A., Tres versiones rivales de la ética, Rialp, Madrid 1992, pp. 245ss.).
[17] Es cierto –pensamos nosotros– que esa ontologización del concepto de narración plantea múltiples problemas, pero –de acuerdo con las tesis generales de MacIntyre– sólo de esta manera es posible pensar que la vida humana como tal tiene un telos, un concepto de lo bueno para el ser humano que, en último extremo, es independiente del agente. No en el sentido de estar ubicado en un mundo suprasensible al estilo platónico, sino más bien en el de ser previo al agente. Este telos no dice con relación a la subjetividad y a la autonomía del sujeto, sino a algo que está por detrás de él; para Aristóteles, la polis, es acto de un movimiento con respecto al cual el ser humano es potencia. Pero a MacIntyre le atrae la filosofía práctica de Aristóteles, no su metafísica. De aquí que tenga que hablar de un telosprevio pero que, sin embargo, no está dado. MacIntyre, obviamente, no es hegeliano: no quiere reconciliarse con la facticidad de lo dado. En efecto, este telos –en tanto que está por realizar– es también lo que se busca: la vida buena para el hombre –dice MacIntyre– es la vida dedicada a buscar la vida buena para el hombre. Desde esta perspectiva (y presuponiendo como soporte un yo entendido de modo narrativo) las virtudes son aquellas cualidades humanas adquiridas que nos sostienen y nos ayudan en esta búsqueda, al capacitamos «para entender más y mejor lo que la vida buena para el hombre es» (MacINTYRE, Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 271).
[18] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 188-189.
[19] Nos parece de interés remitir al lector al conocido artículo de A. MacIntyre, How Can We Learn What Veritatis Splendor Has To Teach?, «The Thomist», nº 58, 1994, pp. 171-195. El autor expone su pensamiento acerca de las verdades sobre las que nos alerta la encíclica: «nos presenta [la Veritatis splendor] la caracterización de cierto número de tipos de error contemporáneos: filosóficos, teológicos y morales. (...) Mientras no hayamos entendido en qué consisten dichos errores y por qué son tales, nos será imposible captar puntos importantes del relevante conjunto de verdades a que la encíclica se refiere (...)». MacIntyre va analizando esos errores, al tiempo que da razón de la ley natural, el bien absoluto, los preceptos negativos (semper et pro semper), Libertad, valores y ley, Verdad, conciencia y naturaleza... «Los mandamientos de Dios tienen que ser y actuar lo que nos restablece en nuestra libertad (...). No debemos tener voluntades, ni mentes, ni corazones divididos, (...)». Comenta [a propósito de VS, 41]: «El uso del lenguaje kantiano en este pasaje es instructivo, porque la encíclica está a la vez de acuerdo y en desacuerdo con Kant. Está de acuerdo en la comprensión de los preceptos negativos de la ley moral como prohibiciones que no admiten excepciones. Está en desacuerdo afirmando que la razón humana necesita ser instruida y corregida por la revelación de la ley de Dios. Porque no se trata sólo de que lo que Dios nos manda coincide con lo que nos exige nuestra naturaleza racional –con esto Kant podía estar fácilmente de acuerdo–, sino de que actuar de una manera particular, justamente porque Dios nos lo manda, es siempre conformar nuestra voluntad con la buena voluntad, sabiendo que lo que su bondad requiere de nosotros es lo que el propio bien nos pide. Por eso "la autodeterminación" de los seres humanos es compatible con una "teonomía" de la razón y la voluntad, puesto que "la obediencia libre del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humanas participan de la sabiduría y de la providencia de Dios". Pero esta no es la única diferencia con Kant –añade MacIntyre–. «Según Kant hemos de cumplir nuestro deber obedeciendo la ley moral por sí misma. La doctrina de la encíclica afirma que también hemos de obedecer dicha ley por el bien que de ello se deriva para nosotros y para los demás. La ley natural nos enseña qué acciones hemos de llevar a cabo, cuáles hemos de evitar, y qué tipo de personas tenemos que llegar a ser, si queremos alcanzar nuestro último fin y nuestro bien y compartir con los otros la consecución de esta meta y este bien. Consiguiendo este bien seremos perfectos, cosa que para nosotros, humanos pecadores, es posible únicamente por la gracia. Y lo que perderemos, en caso de fracasar, será, según nos enseñó Jesús, a Dios mismo, (...)» [Puede leerse el articulo completo en MARTINEZ CAMINO, J. A. (ed.), «Libertad de Verdad», San Pablo, Madrid 1995, pp. 49-76].
[20] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 191-195.
[21] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 196.
[22] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 194-196
[23] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 198.
[24] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 199.
[25] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 201.
[26] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 203.
[27] Algunos autores, como Rhonheimer, parecen no estar muy de acuerdo con esta valoración de MacIntyre porque, señalan, la doctrina Aristotélica del silogismo práctico es solamente un medio para hacer intuitivo cómo están estructurados los procesos racionales prácticos; proporcionan una "exposición formal de la inferencia práctica", en la que el momento decisivo de la tendencia o del querer no puede aparecer en la formulación en modo alguno. La exposición que ofrece MacIntyre es algo distinta, dice Rhonheimer, y tal vez insuficiente: «MacIntyre –escribe Rhonheimer– reduce el fenómeno "silogismo práctico" a una mera estructura del juicio y la deliberación, sin tener en cuenta que un silogismo práctico no essolamente un silogismo, sino el juicio y la deliberación envueltos en el proceso tendencial» (RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, pp. 123-124). Sin embargo, a nuestro entender, como hemos reflejado al exponer lo que dice MacIntyre a este respecto ("Ante todo, están «los deseos y metas del agente», que son el contexto necesario..."), nosotros no vemos tal disparidad.
[28] Haber superado la limitación unilateral de la tradición platónica y aristotélica al papel de las pasiones es sin duda mérito de san Agustín. Así lo señala MacIntyre en Whose Justice? Which Rationality? University of Notre Dame Pres, Indiana 1988, 410pp., cap. IX, pp. 146-163.
[29] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 205.
[30] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 250.
[31] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 251.
[32] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 331.
[33] Cf. SISON, A., Recensión A. MacIntyre, Tras la virtud, en «Persona y Derecho» 21, 1989, pp. 231-233.
[34] Cf. Ibidem.
[35] Cf. RHONHEIMER, M., Perché una filosofia politica? Elementi storici per una risposta, en Rev. «Acta Philosophica», volume I, 1992, pp. 233-263. Vid. también, RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, p. 252.
[36] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 323-340.
[37] Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 340.
[38] Martin Rhonheimer, en La perspectiva de la moral, a propósito de la obligación moral y su fundamentación teónoma (cf. ob. cit., pp. 330-331), hace alusión a esta cuestión. Hablemos de «ley», de «orden moral», de «principios prácticos» o de «naturaleza humana» –escribe Rhonheimer–, siempre nos estaremos refiriendo a lo único en lo que tiene sentido que se base esa forma de hablar: al orden de la virtud moral, que es un orden de la razón a lo bueno para el hombre, y por tanto «concierne sobre todo al orden de la felicidad» (S. Th., I-II, q. 90, a. 2). Con ello debería quedar solucionado el problema que plantea MacIntyre en la apostilla a su libro Der Verlust der Tugend [La pérdida de la virtud]. La referencia que hace ahí a H. Jaffa,Thomism and Aristotelianism, Chicago 1952, no es feliz –añade Rhonheimer–, dado que la mala, pero influyente interpretación a que somete Jaffa la fundamentación tomasiana de la moral surge de un desconocimiento y de una superficialidad que MacIntyre mismo ha superado, como se advierte en su obra posterior (Whose Justice? Which Rationality?).
[39] Cf. LLANO, A. en Presentación al libro de MacINTYRE, A., Tres versiones rivales de la ética, Rialp, Madrid 1992, pp. 12-17.
[40] Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, III, q. 62, a. 2; I-II, q. 68, a. 3,solución. Para el Doctor Angélico, los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales, que se infunden con la gracia santificante, junto con las virtudes. Llama a la gracia habitual gratia virtutum et donorum, porque considera que de ella proceden tanto las virtudes como los dones. Por ello, las virtudes y los dones comparten numerosas características –entre otras, tienen la misma causa eficiente, es decir, Dios, porque ambos son hábitos sobrenaturales infusos; inhieren en el mismo sujeto (las facultades humanas); tienen el mismo objeto material (toda la conducta moral); tienen la misma causa final (la santificación del cristiano). Sin embargo, hay algunas diferencias entre las virtudes y los dones (cf. Ibíd., I-II, q. 68, a. 1, solución).
[41] Cf. PINCKAERS, S., La virtud es todo menos una costumbre, en «La renovación de la moral», Verbo Divino, Estella 1971, pp. 221-246.
[42] Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 29.
Pio Santiago
Publicado en: A. SARMIENTO, Al servicio del amor y de la vida. El matrimonio y la familia, Instituto de Ciencias para la Familia, Universidad de Navarra, Rialp, Madrid 2006, pp. 121-132.
Índice:
1. La fidelidad matrimonial: vivir de acuerdo con lo que se “es”
2. La custodia de la fidelidad matrimonial
2.1. Los peligros que hay que evitar
2. 2 Los medios que hay que poner
3. La necesidad de salvaguardar la fidelidad matrimonial
En virtud del pacto de amor conyugal el hombre y la mujer que se casan ya no son dos, sino “una sola carne”[1]. A partir de ese momento son, en lo conyugal, una “única unidad”. Ha surgido entre ellos el vínculo conyugal –una “comunidad”— por el que constituyen en lo conyugal una unidad de tal naturaleza que el marido pasa a pertenecer a la mujer, en cuanto esposo, y la mujer al marido, en cuanto esposa. Hasta tal punto que cada uno debe amar al otro cónyuge no sólo como a sí mismo —como a los demás hombres— sino con el amor de sí mismo. Un deber que, por ser derivación y manifestación de la "unidad en la carne"—es decir, de la “unidad” que han constituido con la entrega recíproca de sí mismos en cuanto sexualmente distintos y complementarios—, abarca todos los niveles —cuerpo, espíritu, afectividad, etc.— y ha de desarrollarse más y más cada día.
¿Cómo hacer para que el trato y la existencia matrimonial sea manifestación y testimonio cada vez más vivo de esa unidad? Contestar a esta pregunta es el intento de esta reflexión, que se desarrollará en tres apartados. El primero tratará de precisar el sentido o alcance de lo que se quiere decir cuando se habla de la fidelidad matrimonial (1). El segundo afrontará el tema de la custodia de esa fidelidad (2). Y el tercero la cuestión de la necesidad de la protección y custodia de la fidelidad en el matrimonio (3).
Por el Matrimonio los casados se convierten "como en un sólo sujeto tanto en todo el matrimonio como en la unión en virtud de la cual vienen a ser una sola carne”[2]. Es claro que los esposos, después de la unión matrimonial, son, como personas, sujetos distintos: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo del marido, ni el del marido es el de la mujer. Sin embargo, ha surgido entre ellos una relación de tal naturaleza que la mujer en tanto vive la condición de esposa en cuanto está unida a su marido y viceversa. Y si los que se casan son bautizados, esa unión se convierte en imagen viva y real del misterio de amor de Cristo por la Iglesia.
Pero, como hace notar la Revelación[3], uno de los rasgos esenciales y configuradores de esa unión y del amor de Cristo por la Iglesia es la unidad indivisible, la exclusividad. Cristo se entregó y ama a su Iglesia de manera tal que se ha unido y la ama a ella sola. Así como el Señor es un Dios único y ama con fidelidad absoluta a su pueblo, así tan sólo entre un solo hombre y una sola mujer pueden establecerse la unión y amor conyugal. La unidad indivisible es un rasgo esencial del matrimonio exigido por la realidad representada.
El sacramento hace que la realidad humana sea transformada desde dentro, hasta el punto de que la comunión de los esposos se convierte en anuncio y realización —eso quiere decir “imagen real”— de la unión Cristo-Iglesia. A la vez que une a los esposos tan íntimamente entre sí que hace de los dos “una unidad”, les une también tan estrechamente con Cristo que su unión es participación —y por eso debe ser reflejo— de la unidad Cristo-Iglesia. “En Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la purifica y la eleva, conduciéndola a la perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo Místico del Señor Jesús”[4].
“El sacramento del matrimonio hace entrar al hombre y a la mujer en el misterio de la fidelidad de Cristo para con la Iglesia”[5]. Hace que la unión de los esposos sea imagen de esa fidelidad porque es su participación. Eso quiere ser imagen real del amor de Dios. Han de ser signos o hacer visible ese amor de Dios, el uno al otro, ante los hijos y ante los demás. Así como Cristo se ha unido a su Iglesia para siempre y es fiel a esa unidad (Cristo-Iglesia), así los esposos deben estar unidos y hacer visible esa unidad para siempre.
La fidelidad no es otra cosa que la constancia en esa manifestación. “La fidelidad se expresa en la constancia a la palabra dada”[6]. Esa palabra es el “sí te quiero y te recibo como esposo/a” proclamada ante Dios y ante la Iglesia.
Varias cosas, entre otras, derivan de aquí, todas ellas decisivas para la vida de los matrimonios:— la fidelidad matrimonial, antes que respuesta del hombre, es, sobre todo, iniciativa del amor de Dios;— la fidelidad matrimonial, antes que exigencia jurídica o imperativo legal, es compromiso de la libertad;— la fidelidad es permanencia, consciente y voluntaria, en la decisión de amar.
La comunión conyugal de los esposos —el “nosotros” en el que se ha convertido la relación “yo”-“tú” que deriva, en cierta manera, del “Nosotros” trinitario[7]— ha de realizarse existencialmente. Está llamada “a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total”[8]. A los esposos siempre les cabe alcanzar una mayor identificación con el “Nosotros” divino. Siempre es posible reflejar con mayor transparencia esa “cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios —en este caso, los esposos— en la verdad y en el amor” (GS, n. 24). Siempre puede darse una mayor radicación del amor de los esposos en el amor de Cristo por la Iglesia y, en consecuencia, siempre es posible una mayor fidelidad al reflejar el amor divino participado. “Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que Él ha hecho por nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin cálculo, sin fronteras”[9].
Por eso la “unidad de los dos” ha de construirse cada día: cuando se experimenta el gozo de verse hechos el uno para el otro y también cuando surgen las dificultades, porque la “realidad” no responde a lo que tal vez se esperaba. Vivir la unidad requiere no pocas veces recorrer un camino de paciencia, de perdón. Eso es fatigoso y exige estar constantemente comenzando. Se necesita, por tanto, además del auxilio de Dios, la repuesta y la colaboración de los esposos. En este caso, el esfuerzo por mantener viva “la voluntad (...) de compartir todo su proyecto, lo que tienen y lo que son”[10]. El empeño de permanecer en aquella decisión inicial, libre y consciente, que los convirtió en marido y mujer.
De ahí la “necesidad” —se entiende desde la óptica existencial y ética— de renovar (hacer consciente y voluntariamente nuevo) con frecuencia el momento primero de la celebración matrimonial. Serán así conscientes también de que su matrimonio, si bien se inicia con su recíproco “sí”, surge radicalmente del misterio de Dios. Un misterio que es de amor y que, siendo mandamiento, es primero y sobre todo don. En esa conciencia, precisamente, radicarán el optimismo y la seguridad que deben alentar siempre el existir matrimonial vivido en la verdad y el amor. Lo que, ciertamente, pedirá, en no pocas ocasiones, un esfuerzo que puede llegar hasta el heroísmo, porque no hay otra forma de responder a las exigencias propias del matrimonio como vocación a la santidad. El don del Espíritu Santo infundido en sus corazones con la celebración del sacramento “es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más recia entre ellos en todos los niveles —del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia, de la voluntad, del alma— revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor donada por la gracia de Cristo”[11].
En ese esfuerzo —mantenido siempre con la oración y la vida sacramental— los esposos deberán estar vigilantes —es una característica del verdadero amor— para que no entre la “desilusión” en la comunión que han instaurado. Con otras palabras: habrán de estar atentos para evitar no abrir la puerta a ningún “enamoramiento” hacia otra tercera persona, poniendo los medios necesarios para evitar el “desenamoramiento” del propio cónyuge. Se trata, en el fondo, de mantener siempre vivo el amor primero. Para ello deberán “conquistarse”, el uno al otro, cada día, amándose “con la ilusión de los comienzos”. Sabiendo que las dificultades, cuando hay amor, “contribuirán incluso a hacer más hondo el amor”. “Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio —que es un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae —las muchas dificultades, físicas y morales— non potuerunt extinguere caritatem (Cant 8, 7), no podrán apagar el cariño”[12].
Se puede decir que la custodia de la fidelidad matrimonial se resume en vivir –en hacer consciente y actual— la palabra dada en el consentimiento matrimonial: en prolongar en el tiempo y el espacio el “sí” de la celebración del matrimonio. Por eso el cuidado por vivir la fidelidad matrimonial se resume, en última instancia, en poner por obra, sin desfallecimiento, dos decisiones que parecen fundamentales: a) quitar lo que estorba o impide ese compromiso; y b) poner los medios para mantener viva la decisión primera. (es decir, renovarla o hacerla nueva cada día).
Acechan a la fidelidad matrimonial una serie de peligros o amenazas que es necesario desenmascarar y combatir sin desfallecer. Como consecuencia del desorden causado por el pecado de “los orígenes”, esos riesgos acompañan constantemente el existir del ser humano sobre la tierra, con manifestaciones muy particulares en la relación del hombre y la mujer en el matrimonio. Cabe recordar, entre otros peligros contra la fidelidad conyugal: una idea equivocada del amor matrimonial; el afán de dominio en la mutua relación; la falta de lucha por superar las dificultades; la imprudencia en las relaciones sociales y laborales; etc.
— Una idea equivocada del amor matrimonial. Con mucha frecuencia el amor se identifica con el sentimiento; y el amor matrimonial con la atracción. El amor verdadero, en cambio, no es un mero sentimiento poderoso, es una decisión, una promesa: su sello de autenticidad es la donación, entrega. El sentimiento, por su propia naturaleza, es efímero: comienza y desaparece con facilidad. Perder esto de vista o no haberlo comprendido origina muchos problemas matrimoniales, cuando la atracción y el sentimiento van quedándose atrás. Por eso, hay que evitar idealizar a la otra persona como si ya fuese perfecta o “una santa”, como si fuera imposible que tuviera defectos.
—El afán de dominio en la mutua relación. El primero y principal enemigo de la felicidad conyugal es la soberbia, una de cuyas manifestaciones es el afán de dominar a los demás, en este caso al propio cónyuge. Se puede llevar a cabo de muchas y variadas formas: no escuchando, intentando imponer el propio parecer en asuntos opinables, procediendo con hechos consumados en la administración de las cuestiones que son comunes a los dos, etc.
Se puede y se debe implicar al cónyuge, por ejemplo, en las tareas del hogar. Pero se deberá estar atentos para no caer en victimismos (con quejas continuas que hacen poco atractivas la relación común y la vida del hogar) o en actitudes reivindicativas (que pueden responder a verdaderos derechos), pero que se compaginan difícilmente con el amor. No sería razonable la actitud de la mujer, que se tradujera en presentar al marido hechos consumados como la decoración de la casa, compras u otros aspectos, con la excusa de que se carece de la sensibilidad o del gusto necesario para que se le tenga en cuenta. Tampoco lo sería el proceder del marido que reclamara para sí una posición de dominio absoluto, manifestada, por ejemplo, en que hubiera que pedirle permiso para todo –sin que él lo pida a nadie--, en que hubiera que rendirle cuentas de todo sin que él tuviera que rendir a nadie, o en tomar a su mujer simplemente como una instancia de consulta reservándose siempre para sí la decisión y sin tener que dar razón de ella.
—La falta de lucha por superar las dificultades. Vivimos en una sociedad cómoda en la que es dominante la mentalidad que lleva a huir de los problemas, en vez de afrontarlos y resolverlos. Lo que se pide a la vida es que todo salga sin esfuerzo. Es evidente, sin embargo, que la realidad no es esa, según la experiencia demuestra claramente.
El verdadero amor se manifiesta no tanto en encontrar una especie de sintonía perpetua lograda sin esfuerzo, como en una lucha por superar los obstáculos que se interpongan para conseguir la concordia y aumentar más la unión. “Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte”[13].
En los matrimonios esa falta de lucha por superar las dificultades en sus mutuas relaciones se manifiesta no sólo en las desavenencias y rupturas matrimoniales, sino en el distanciamiento y falta de comunicación aunque se mantenga la convivencia. Y sobre todo, en las discusiones y disputas. Es necesario hacer un esfuerzo por evitarlas, lo que pone en juego una multiplicidad de virtudes: la fortaleza –dentro de ella, sobre todo la paciencia--, la humildad, etc. Es así como se conseguirá muchas veces evitar esas disputas.
— La imprudencia en las relaciones sociales y laborales. Se dan también circunstancias que pueden poner en peligro la felicidad matrimonial. El ambiente laboral y social facilita en ocasiones un tipo de relaciones que pueden resultar a veces agresivas para la fidelidad matrimonial (se comparten muchas cosas, frecuentes viajes, comidas de trabajo, etc. que pueden llevar a un excesivo compañerismo, camaradería, provocaciones…). Es necesario ser prudentes y poner los medios oportunos: la guarda del corazón, evitar hacer o recibir confidencias… y sobre todo fomentar el trato y el diálogo con el propio cónyuge (buscar tiempo, planes familiares, etc.).
La guarda de la fidelidad requiere poner en juego un ascética para que se convierta en una realidad. Además de los peligros que se deben evitar, es necesario poner otros medios que son de dos clases: sobrenaturales y naturales. Entre unos y otros se da, sin embargo una relación tan estrecha que, sin identificarse, son inseparables: los sobrenaturales son como el alma que vivifica los naturales y éstos constituyen, a su vez, el espacio y la materia a través de la que se expresa la autenticidad de los sobrenaturales.
— Como medios naturales para la custodia de la fidelidad matrimonial se recuerdan, entre otros, “el respeto mutuo”, “la comunicación y el diálogo”, “el saber perdonar”, “el cuido de los pequeños detalles”, etc.
*El respeto mutuo. La primera exigencia del amor que se manifiesta en la fidelidad es el respeto. Respetar a una persona es valorarla por lo que es. Eso significa que, como la persona humana sólo existe como hombre o como mujer, requisito indispensable de ese respeto es tener en cuenta tanto la igualdad radical (el hombre y la mujer como personas son absolutamente iguales) como su diferenciación también esencial (por su masculinidad y feminidad son totalmente diferentes). Sólo así se les trata de una manera justa, es decir, la que se ajusta a la realidad de lo que son.
*La comunicación y el diálogo. La diferenciación del ser humano en hombre y mujer está ordenada a la complementariedad y, por eso mismo, al enriquecimiento mutuo. En este sentido, se recuerda una vez más que uno de los fines del matrimonio es la mutua ayuda o bien de los esposos. (No se identifican el bien de los esposos y la mutua ayuda, pero uno y otra se reclaman hasta el punto de que no son separables: la mutua ayuda sólo es tal si se ordena al bien de los esposos y éste solo se alcanza con la ayuda mutua: es la consecuencia necesaria de la “unidad de dos” que son por el matrimonio).
Esta es la razón de que el diálogo, la comunicación y el intercambio de pareceres sea un componente esencial de la vida de los matrimonios. Y esta es también la razón de que en su trato mutuo los esposos no deban olvidar nunca que la psicología del otro sexo es distinta (en la manera de enfocar las cosas, en la importancia que se da a ciertos detalles, en la manera de valorar los aspectos –más objetivos o más subjetivos— de las cuestiones, etc.). Advertir esa manera de ser distinta, tenerla en cuenta (poniéndose en el lugar del otro) enriquece a la persona y hace atractiva la vida del hogar.
Es evidente que todo esto supone una seria de actitudes básicas que se pueden resumir, en una cierta manera, en el espíritu de servicio: es decir, en el afán por hacer fácil y agradable la vida a los demás. Eso exigirá, entre otras cosas, proceder de común acuerdo en los asuntos familiares, hablando y exponiendo las razones antes de tomar las decisiones, etc. Llevar esto a la práctica exigirá muchas veces repartir las responsabilidades –todas ellas, sin embargo, compartidas en última instancia— teniendo en cuenta siempre las capacidades y aptitudes de cada uno, en buena medida ligadas a la condición propia del hombre y de la mujer.
Y un elemento importante de esa comunicación es el tiempo. Los esposos necesitan tiempo para ellos solos. También cuando haya una familia numerosa con hijos pequeños que atender, deben buscar por todos los medios algunos momentos para atender al cónyuge en particular, para conversar sin más, no sólo para tratar asuntos de la vida familiar. Con frecuencia será necesario poner en juego una buena dosis de desprendimiento y de fortaleza para poder hacerlo realidad, pues habrá que superar el cansancio –comprendiendo a la vez que puede ser mutuo--, recortar aficiones, olvidarse de los asuntos de los hijos, profesionales o de otra índole que tienden a ocupar el pensamiento, etc.
Cuando los hijos se van haciendo mayores y se van independizando, los esposos han de buscar puntos de unión, tareas e ilusiones que compartir. Si no, podría ser que, después de una etapa matrimonial con muchas ocupaciones y cosas en común, llegara un momento en que los esposos no supieran ya qué decirse y entrase el aburrimiento, que tanto enfría la convivencia matrimonial.
* El saber perdonar. Uno de los mejores índices para medir el amor es el perdón, el rechazo a guardar agravios o a dar vueltas una y otra vez a lo que desune. La mayoría de las veces se tratará de cuestiones intrascendentes, en otras ocasiones los agravios se deberán a valoraciones excesivamente subjetivas... En cualquier caso el saber perdonar connota siempre la calidad del verdadero amor.
Por eso el examen frecuente –mejor diario— sobre la manera de vivir este aspecto no puede faltar a la hora de valorar la autenticidad del trato conyugal. Cuántas veces se ha sabido pedir perdón; cuántas se ha perdonado a la primera –o mejor, aún se ha adelantado uno a poner cariño antes de que le pidan perdón—; cómo se reacciona ante un desacuerdo del cónyuge –si se sabe ceder en lo intrascendente, si se sabe escuchar—; cuántas veces se ha rectificado una opinión, pues la pretensión de tener siempre la razón o de ser el único capaz de juzgar acertadamente la realidad es pura soberbia: son preguntas que, de una u otra forma, indican la disposición que se tiene y cómo se vive este aspecto del amor.
Y difícilmente se puede esto tan fundamental si estas preguntas no entran en el examen de conciencia y en la confesión sacramental.
* El cuidado de los detalles pequeños: el empeño por hacer feliz al cónyuge. El amor –también el de los esposos— necesita renovarse, es decir, hacerse nuevo cada día, de lo contrario corre el riesgo de enfriarse y desaparecer. Lo normal serán los detalles sencillos, pero significativos y necesarios (un par de besos, recordar al cónyuge que se le sigue queriendo, etc.). No son cosas que se deben dar por dar por supuestos ni tampoco como ya adquiridas, como si no necesitaran una renovación permanente o no fuera necesario el esfuerzo por “conquistar” al cónyuge, procurando hacer que la propia relación matrimonial sea siempre interesante.
Con el correr de los años, cobra una gran importancia en este terreno una caridad que lleva a pensar en lo que satisface al cónyuge más que en las necesidades propias de cariño, venciendo las tentaciones que se pueden presentar: las más comunes son la rutina por parte del varón, y la susceptibilidad por parte de al mujer, debido que esta última suele ser más sensible al cariño manifestado. Hay que tener en cuenta, además, que el marido suele pedir que la mujer exprese con claridad lo que quiere o necesita; por eso sería una actitud equivocada esperar a que él “adivine” lo que pasa a la mujer, y pensar que “ya no le quiere como antes” si no lo hace. Pero también lo sería por parte del marido olvidar ese aspecto de la psicología de la mujer. Parte de ese cariño se debe traducir en detalles materiales, con respecto a lo cual se debe huir de dos extremos: su carencia por un lado, y, por otro, el no acertar a compaginarlo con una vida sobria. (Se debe tener en cuenta que lo que se aprecia de verdad es la “sorpresa” movida por el cariño, no el enfrascarse en un tren de vida de lujo, aunque haya otros que reiteren esas manifestaciones de ostentación. Otras veces esos detalles materiales ostentosos podrían enmascarar el deseo de “comprar” al propio cónyuge).
—La importancia de los medios sobrenaturales en la custodia de la fidelidad matrimonial se descubre enseguida si se advierte que, por el sacramento, el matrimonio es una verdadera transformación y participación del amor humano en el amor divino y, en consecuencia, sólo con la ayuda de la gracia los esposos serán capaces de construir su existencia matrimonial como una revelación y testimonio visible del amor de Dios. Por ello el recurso a la oración y a los sacramentos es decisivo en la custodia de la fidelidad matrimonial.
* Es en la oración y meditación frecuente del sacramento recibido donde los esposos contarán con la luz y fuerza del Espíritu Santo para penetrar en la hondura y exigencias de su amor conyugal. El amor sólo puede ser percibido en toda su radicalidad desde su fuente, el Amor de Dios –El Espíritu Santo, el don del Amor de Dios infundido en sus corazones con la celebración del sacramento[14]— cuya luz se hace particularmente intensa en el diálogo propio de la oración.
* La Eucaristía tiene una significación especial en el crecimiento y custodia de la fidelidad matrimonial. “La esponsalidad del amor de Cristo es máxima en el momento en que, por su entrega corporal de la Cruz, hace a su Iglesia cuerpo suyo, de modo que son ‘una sola carne’. Este misterio se renueva en la Eucaristía”[15]. Por eso los esposos han de encontrar en la Eucaristía la fuerza y el modelo para hacer visible, a través de sus mutuas relaciones, la unidad y fidelidad del misterio del amor de Cristo a su Iglesia del que su matrimonio es un signo y participación.
* También el sacramento de la Reconciliación tiene su momento específico en la custodia de la fidelidad matrimonial. El perdón de las ofensas es índice claro de la calidad del amor. Ha de estar presente entre los esposos que quieren vivir con sinceridad su amor conyugal. Pero las ofensas que pudieran darse, antes que faltas de amor al propio cónyuge, son primero y sobre todo, ofensas a Dios. Por eso el perdón y la reconciliación con el propio esposo exigen siempre que tenga lugar también el perdón y la reconciliación con Dios. De manera necesaria mediante el sacramento de la Reconciliación en el caso de ofensas graves, y muy conveniente en todas las demás.
Varias son las razones que hacen especialmente necesario dar prioridad al tema de la custodia de la fidelidad matrimonial en el discurrir de la vida de los esposos y en la formación y apostolado de los matrimonios y las familias.
— En primer lugar, porque sólo de esa manera los casados están en condiciones re responder adecuadamente a la plenitud de vida cristiana a la que, como bautizados, están llamados.
Por otra parte, la condición histórica del ser humano indica que la persona humana se realiza en el tiempo y en el espacio; y, en consecuencia, la decisión de los esposos de ser fieles ha de hacerse realidad cada día. Y es evidente que las contrariedades que a veces es necesario superar exigen el empeño por mantenerse constantes en el compromiso matrimonial, sobre todo si se tiene en cuenta las consecuencias del pecado de “los orígenes”: acechan constantemente riesgos como el cansancio, el acostumbramiento, etc.
La necesidad de este empeño y apostolado es aún mayor si, como es fácil advertir, existe, también entre los que quieren vivir con rectitud su vida matrimonial y familiar, una concepción bastante rebajada de lo que es y supone la fidelidad matrimonial. No son pocas las veces que aparecen personas casadas que entienden la fidelidad matrimonial como un simple no romper el compromiso matrimonial. Aunque eso ciertamente lo primero (la condición imprescindible), ¿cómo es posible conciliar esa actitud con la afirmación de que el matrimonio es uno de los caminos para vivir la llamada universal a la santidad? Porque se debe recordar siempre que “la unión matrimonial y la estabilidad familiar comportan el empeño, no sólo de mantener sino deacrecentar constantemente el amor y la mutua donación. Se equivocan quienes piensan al matrimonio es suficiente un amor cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados tienen el grave deber –contraído en el compromiso matrimonial—de acrecentar continuamente ese amor” (Juan Pablo II, Aloc.8.IV.1987).
Nos encontramos, por tanto, particularmente en estos casos, con personas que, queriendo vivir con sinceridad las exigencias de su compromiso matrimonial, se ven incapacitadas para hacerlo (desde el punto de vista objetivo). En muchos casos, no es que no quieran. Es que no saben.
— Existen además otra serie de factores, provenientes en buena parte de la cultura y mentalidad que envuelven a la sociedad actual, que hacen más urgente la necesidad de la custodia de la fidelidad matrimonial. Me refiero, entre otros, a la difusión de una falsa idea de la libertad, incapaz de “entender”, ni siquiera como posibilidad, un compromiso estable y de futuro. Pero, ¿cómo entender una entrega de la persona –la que exige un amor conyugal auténtico— limitada sólo a un período de tiempo o a aspectos más o menos agradables según los resultados?
También la difusión de una mentalidad divorcista que llega a proclamar como señal de madurez y autenticidad la ruptura matrimonial en aras—se dice— de una mayor sinceridad con uno mismo y con el propio cónyuge. O la existencia de legislaciones divorcistas que llevan el riesgo de inducir a justificar el divorcio como algo moralmente lícito.
Se hace necesario dar un lugar de primera importancia al tema de la custodia y crecimiento de la fidelidad en el matrimonio. Como acaba de apuntarse, no son pocas las dificultades que es necesario superar. Y, a la vez, la salud y éxito de la familia en la vida de la sociedad y de la Iglesia están ligados a la fidelidad matrimonial. Nos encontramos ante una cuestión que es siempre clave. También en aquellas familias y matrimonios que se esfuerzan por ser coherentes con las exigencias que conlleva el proyecto de Dios sobre sus vidas.
[1] Mt 19,6; cfr. Gn 2,24; FC, n, 19.
[2] JUAN PABLO II, Aloc.
[3] Cfr. Ef 5,25-33; Os 2,21; Jr 3,6-13; Is 45; etc.
[4] FC, n. 19.
[5] CEC, n. 2365.
[6] Ibídem.
[7] Cfr. GrS, nn. 7-8.
[8] FC, n. 19.
[9] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 232.
[10] FC, n. 19.
[11] Ibídem.
[12] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 24.
[13] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 25.
[14] Cfr. Rm 5, 5.
[15] DPF, n. 60.
Pio Santiago
Artículo publicado en: T. TRIGO (ed.), “«Dar razón de la esperanza». Homenaje al Prof. Dr. José Luis Illanes”, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2004, pp. 253-268.
Andaba un tiempo dándole vueltas a la cabeza acerca de la «humildad de Dios» a partir, por una parte, de la contemplación de la vida oculta de Nuestro Señor en Nazaret y de la discreción en la manifestación del misterio de su ser teándrico; y de por otra, de la consideración del Dios «que se esconde» detrás de su gobierno del universo y de los acontecimientos de la historia humana[1]. Me maravillaba de que Dios no pregone, ni «haga publicidad» de sus obras, ni se jacte en ellas de la infinita sabiduría de su ser, de su inmenso poder... Además pensaba que todos los santos, que son los que más se han asemejado a Él, se hayan esforzado decididamente por ser humildes, siguiendo la invitación de Jesucristo «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Pero estando en estos pensamientos me tropecé con el texto de Santo Tomás de Aquino: «Hay dos clases de perfección. Una, absoluta, carente de todo defecto, tanto en sí misma como en relación con los otros seres. Así, sólo Dios es perfecto, y en Él, según su naturaleza divina, no cabe la humildad, sino sólo según la naturaleza asumida»[2]. Tanto la evidencia de su concisa argumentación y el peso de su autoridad me dejaron sin ánimo para proseguir en mis pensamientos. Por si fuera poco, el mismo Aquinate dice inmediatamente antes: «La humildad reprime el apetito a fin de que no aspire a grandes cosas que exceden el recto orden de la razón»[3]. Decididamente, el tema se me presentó como un despropósito y lo dejé aparcado por un tiempo, no fuese que, en el intento de profundizar en la humildad, cayera en el vicio opuesto.
Sin embargo, había algunas ideas que me hacían resistencia a abandonar por completo el propósito. Una es que el Verbo Encarnado ¿no refleja, de alguna manera, en los gestos y en el lenguaje humanos, el ser invisible y el actuar inalcanzable de Dios? La misma Encarnación del Verbo ¿no es ya un acto de synkatábasis, de condescensión, de abajamiento, de «humildad» de la Trinidad Beatísima? Muchos textos evangélicos me venían a la cabeza. Me detendré en algunos.
«El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
La frase pertenece a un contexto más amplio, en el que a una pregunta del apóstol Tomás, Jesús responde con inesperada y sorprendente profundidad. Es el pasaje de Jn 14, 6-11:
«6 Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida —le respondió Jesús—; nadie va al Padre si no es a través de mí. 7 Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto.
8 Felipe le dijo:
—Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
9 —Felipe —le contestó Jesús—, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»?10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. 11 Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas».
Un camino de acceso para penetrar en sentido del texto de San Juan pueden ser las palabras del n. 516 del Catecismo de la Iglesia Católica: «Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9), y el Padre: “Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Lc 9, 35). Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre (cfr. Hb 10,5-7), nos “manifestó el amor que nos tiene” (1 Jn 4, 9) incluso con los rasgos más sencillos de sus misterios». Por su parte, el Papa Juan Pablo II escribe: «Una exigencia de no menor importancia (...) me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre»[4].
A mayor abundamiento, y para no iniciar todavía mi propia exégesis del texto joaneo, me permito reproducir unos párrafos del Sermo 141, 1 y 4, de San Agustín: «Todo hombre alcanza a comprender la Verdad y la Vida; pero no todos encuentran el Camino. Los sabios del mundo comprenden que Dios es vida eterna y verdad cognoscible (...); pero el Verbo de Dios, que es Verdad y Vida junto al Padre, se ha hecho Camino asumiendo la naturaleza humana. Camina contemplando su humildad y llegarás hasta Dios». Y, en la misma línea, he aquí un apunte de la nota a Jn 14,1-14 del Nuevo Testamento preparado por profesores de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra: «El v. 9 es de una intensidad deslumbrante. Conocer a Cristo es conocer a Dios. Jesús es el rostro de Dios»[5].
En el v. 6, Jesús, al responder a la pregunta de Felipe −cfr. vv. 4-5−, toma ocasión para descorrer un resquicio del misterio de su ser. No se trata de conocer un lugar terrestre y el camino para llegar a él. El lugar, el término donde Jesús va a ir es el Padre y el Camino no puede ser otro que el mismo Jesús. Jesús es la Verdad y la Vida por ser el Verbo de Dios, la verdad absoluta y la vida eterna, como el Padre. Estos atributos divinos los posee también Jesús y han resplandecido en su santísima Humanidad[6]. La verdad absoluta, divina, ha sido enseñada por la palabra de Jesús[7], que nos ha revelado al Padre[8]. Jesús, a quienes nos adherimos a su verdad por medio de la fe, nos hace participar de la vida eterna como hijos de Dios[9].
Vida eterna y Verdad absoluta se identifican, como también el Padre y el Hijo en la naturaleza: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado» (Jn 17, 3). El conocimiento del Hijo por la fe sobrenatural, que bucea en el misterio, conduce al conocimiento del Padre: «Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre» (Jn 14, 7): aún más, los discípulos de Jesús, que creen en él, que le “ven” a través de su Humanidad, puede decirse de alguna manera que “ven” al Padre.
Probablemente Felipe (Jn 14, 8) no pensaba sino en una teofanía, semejante a las concedidas a Moisés (cfr. Ex 33, 18-23), o a Isaías (cfr. Is 6, 1-5), porque no había penetrado aún en el misterio de Cristo (Jn 14, 9), como les ocurría a los demás apóstoles, no obstante el tiempo en que habían convivido con Él[10]. Pero las palabras de Jesús en su respuesta (Jn 14, 9-10) no dejan de ser misteriosas. Insinúan que Jesús es la imagen perfecta del Padre (cfr. Hb 1, 3). De varias maneras ya les había hablado de la unión profunda, indisoluble entre el Padre y el Hijo[11].
Jn 14, 11 repite, resumidamente, el mismo argumento que aparece otras veces en el IV Evangelio[12] : para creer que Jesús «está» en el Padre y el Padre en él tienen la garantía de la autoridad de su palabra; y, además, si ésta no les resulta clara, está el argumento de sus «obras». Si bien más vale creer sencillamente por su palabra[13].
«Lo que Él [el Padre] hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo» (Jn 5, 19)
«En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».
El versículo inicia un largo discurso (vv. 19-47), en el que se desarrolla, de modo equivalente a una demostración, la legitimidad de la afirmación sobrecogedora del v. 17b. Puede dividirse en dos partes. En la primera (vv.19-30) se habla de la igualdad del Hijo con el Padre y de algunas de sus implicaciones. En la segunda (vv. 31-47) viene como la prueba de la primera parte.
Igualdad del Hijo con el Padre: Jn 5, 19-30. El v. 19 está en relación directa con la afirmación del v. 17 («Jesús les replicó: −Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo», Ho Patér mou héôs árti ergázetai, kagô ergázomai) y con el comentario del Evangelista en el v. 18 («Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios»)[14]. Los vv. 19-30 se extienden en mostrar que las obras del Hijo son las obras del Padre: poder de resucitar los muertos (v. 21); juicio supremo (v. 22); honra (v. 23); los vv. 24-30 desarrollan los enunciados de los vv. 21-23. En esta parte del discurso, al mismo tiempo que se habla de igualdad del Hijo con el Padre, se les distingue: son Padre e Hijo respectivamente (en la doctrina cristiana, igualdad de sustancia o naturaleza y distinción de personas). La «obras mayores» de las que se maravillarán los hombres (v. 20) parece que se refieren a la resurrección de Jesús y a la de los muertos como efecto de la propia resurrección de Jesús[15].
El v. 24 apunta al corazón de la teología de Juan, a saber, la necesidad de «escuchar» y «creer» en la palabra de Jesús para ser salvado, para alcanzar la vida eterna. Un mismo acto de fe abarca al Padre y al Hijo.
Ceguera de los judíos: Jn 5, 31-47. Frente a la resistencia a creer, esta parte del discurso aduce cuatro testimonios o “argumentos de credibilidad”, o “razones para creer”: el testimonio de Juan el Bautista (vv. 32-35); el de las «obras» que hace Jesús, los signos o milagros (v. 36); el testimonio del Padre (vv. 37-38); el de las Escrituras (v. 39). De estos argumentos el de más peso dialéctico es el de las obras que hace Jesús, incluida su vida y enseñanzas. En cuanto que Jesús es enviado del Padre e igual a Él, las obras de Jesús son el testimonio mismo del Padre, es decir, de Dios. Al no percibir en las obras de Jesús la «voz» del Padre, al no creer en el que Dios ha enviado, los hombres se cierran a la posibilidad de «ver» el «rostro» de Dios. De nuevo el pasaje apunta al meollo del mensaje del IV Evangelio.
Los vv. 41-47 reprochan a “los judíos”[16] tres impedimentos que les ciegan: falta de amor a Dios, búsqueda de gloria humana, miopía para interpretar las Escrituras.
«Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30)
Es otro texto impresionante. Forma parte de un discurso que el evangelista enmarca durante la fiesta de la Dedicación del Templo, conmemorativa de la purificación realizada por Judas Macabeo después de la profanación hecha por Antíoco IV Epífanes[17]. El relato-discurso abarca Jn 10, 22-42:
24 «Entonces le rodearon los judíos y comenzaron a decirle:
—¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.
25 Les respondió Jesús:
—Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí (...). 30 Yo y el Padre somos uno.
31 Los judíos recogieron otra vez piedras para lapidarle. 32 Jesús les replicó:
—Os he mostrado muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas queréis lapidarme?
33 —No queremos lapidarte por ninguna obra buena, sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces Dios —le respondieron los judíos.
34 Jesús les contestó:
—(...) ¿A quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de Dios? 37 Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; 38 pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.
39 Intentaban entonces prenderlo otra vez (...).Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio (...). 41 Y muchos acudieron a él y decían:
—Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan dijo de él era verdad.
42 Y muchos allí creyeron en él».
A la pregunta apremiante sobre si es o no el Mesías (v. 24), Jesús responde por elevación. La palabra Mesías (Cristo) no es pronunciada, y con razón, pues este término se había mundanizado, banalizado en el ambiente de la época, hasta encerrarlo en los estrechos límites de un nacionalismo político y terreno[18]. Parece que, en la intención de sus interpelantes, si Jesús reivindicaba el título, daba pretexto para denunciarlo a la autoridad romana como rebelde contra el César −tal como sería en efecto la acusación de los pontífices ante Pilatos[19]−. Si lo rechazaba, causaría una gran decepción popular. Por ello, Jesús no descendió al plano de sus interrogadores. Pero dio la respuesta llevando la cuestión al fondo: remontándose del mesianismo nacionalista hasta la identidad con el Padre (que en términos teológicos llamamos la identidad sustancial del Padre y del Hijo). El camino de argumentación que sigue Jesús es, como en otros pasajes del IV Evangelio, el testimonio de las obras (v. 25)[20].
El punto culminante del pasaje es el v. 30, donde de manera lapidaria afirma la identidad con el Padre: Egô kaì ho Patêr hén esmen. Ya San Agustín explicaba así este versículo: «No dijo “yo soy el Padre”, ni “yo y el Padre es uno mismo”. Sino que en la expresión “yo y el Padre somos uno” hay que fijarse en las dos palabras «somos» y «uno» (...). Porque si son uno, entonces no son diversos, y si somos, entonces hay un Padre y un Hijo»[21]. En lenguaje teológico Jesús revela su unidad sustancial con el Padre, o, en otros términos, la identidad de su esencia o naturaleza divina con el Padre y, al mismo tiempo, la distinción personal entre el Padre y el Hijo. Pero sus interpeladores no estaban para meditar sobre tales realidades divinas.
Si aplicamos el aforismo escolástico operari sequitur esse, la consustancialidad con el Padre nos lleva a pensar que el Hijo encarnado, aun en su obrar humano, actúa “de acuerdo” con el Padre, opera según la pauta del Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34), «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado» (Jn 6, 38). Como explicará el dogma cristológico, en Cristo hay dos voluntades, la divina y la humana. Cuando Jesús habla de “su voluntad” se está refiriendo a la humana, en la que gravita, entre otras cosas, la repugnancia al dolor y a la muerte violenta. En esta perspectiva se entiende la oración de Jesús en la agonía en el huerto. «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42); o las que consigna Jn 5, 30: «No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado».
Por eso, puede también afirmar Jesús en el mismo versículo de Jn 5, 30: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo», palabras paralelas a las más solemnes de Jn 5, 19: «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».
«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)
El adjetivo griego praüs, usado también en plural, praeîs, es traducido en todos los diccionarios por manso, afable, clemente, de ánimo suave, opuesto a iracundo. De igual significación es su correspondiente sustantivo praütês, mansedumbre. Además del texto de Mt 11, 29, San Pablo la evoca en 2 Co 10,1 diciéndoles a sus destinatarios: «os exhorto por la mansedumbre (praütês) y la benignidad (epieíkeia) de Cristo».
La mansedumbre es uno de los frutos del Espíritu Santo, según Ga 5, 22-23: «En cambio, los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia». El Papa León XIII explicaba así el pasaje: «Los frutos enumerados por el Apóstol son aquellos que el Espíritu Santo causa y comunica a los hombres justos, aun durante esta vida (...), pues son propios del Espíritu Santo, que “en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo”»[22].
¿Podemos decir que Dios actúa con mansedumbre, que es manso? El AT nos puede dar una pista. Is 54 ,7-8 pone en boca del Señor: «Por un breve instante te abandoné, / pero con grandes ternuras te recogeré. / En un arrebato de ira / te oculté mi rostro un momento, / pero con amor eterno me he apiadado de ti, / dice tu Redentor, el Señor». Por Jr 31, 20 vuelve a exclamar Dios: «¡Pero si Efraím es mi hijo querido, / el niño de mis delicias, / que cada vez que le reprendo / aún me acuerdo más de él! / Por eso se conmueven mis entrañas. / Siempre me apiadaré de él». Y, por citar aún a otro profeta, dice el Señor por Os 11, 8-9: «¿Podré abandonarte, Efraím, / podré entregarte, Israel? (...). Me da un vuelco el corazón, / se conmueven a la vez mis entrañas. / No dejaré que prenda el ardor de mi cólera, / no volveré a destruir a Efraím, / porque Yo soy Dios, / y no un hombre; / soy el Santo en medio de ti, / y no voy a llegar con mi ira». Los salmos 103, 8 y 145, 8 repiten la expresión −con insignificantes variaciones−: «El Señor es clemente y compasivo, / lento a la ira y rico en misericordia». Pero no sólo esos versículos, sino ambos salmos enteros son una oración de alabanza a Dios, que perdona los pecados de su pueblo y lo protege en vez de airarse.
Ser humilde de corazón, eimì tapeinòs tê kardía, es lo opuesto a ser hyperêfanós, soberbio, “el que quiere aparecer superior a los demás”, como se expresa en St 4,6[23]. Jesús «se humilló a sí mismo», etapeínôsen heautón (Flp 2, 8), «haciéndose obediente hasta la muerte». El sustantivo tapeínôsis, “humillación”, corresponde al verbo tapeinóô en pasiva, ser humillado,tapeinoûsthai, en griego[24] y na‘anah en hebreo (Is 53, 7)[25]. En Hch 8, 32-33 se aplica a Cristo parte del cuarto canto del Siervo de Isaías; nos interesa especialmente Hch 8, 33a, que corresponde a Is 53a hebreo: «Fue maltratado y él fue humillado/se dejó humillar» (niggash we hû’ na‘annéh): el Cristo tenía que ser humillado, y Jesús cumplió también esta profecía.
Como todas las enseñanzas de Jesús, ésta es también una expresión sincera de su propio ser y obrar. Dentro del misterio del ser teándrico de Jesús, estas palabras ¿expresan sólo sus sentimientos humanos? ¿Son también, de alguna manera, el ejemplo que ve en el Padre? Jesús, el Verbo del Padre, ¿podría tener sentimientos humanos no conformados con el Padre, aunque, como la repulsa o el miedo al sufrimiento, repugnaran a su condición de verdadero hombre? ¿Pudo “aprender” Jesús la humildad al margen de su visión del Padre? Es verdad que, como dice Hb 5, 8: «y, siendo Hijo, aprendió por los padecimientos, la obediencia».
La cuestión de cómo podemos hablar de Dios
Aristóteles debió de ser el primero en expresar con claridad que la palabra o nombre (ónoma) no designa necesaria o directamente la realidad o cosa (chrêma) −como pensaron los antiguos griegos−, sino que lo que el nombre designa, es el signo de la idea, la palabra interior, el concepto (lógos) que nos formamos de la cosa[26]. Santo Tomás de Aquino parte de aquí para plantear el tema de cómo podemos nosotros hablar de Dios, que desarrolla en toda la cuestión 13ª de la Prima Pars de la Summa Theologiae, con el título de De nominibus Dei.
En efecto, Tomás de Aquino comienza la q. 13, a. 1, cor. : «Según el “Filósofo”, las palabras son signos de los conceptos, y los conceptos son signos de las cosas (...). Así, pues, lo que puede ser conocido por nosotros con el entendimiento, puede recibir nombre por nuestra parte. Ha quedado demostrado (q. 12 a. 11 y 12) que en esta vida Dios no puede ser visto en su esencia; pero puede ser conocido a partir de las criaturas como principio suyo por vía de excelencia y remoción. Por consiguiente, a partir de las criaturas puede recibir nombre por nuestra parte; sin embargo, no un nombre que, dándole significado, exprese la esencia divina tal cual es».
La tesis del Aquinate es hoy común en el pensamiento filosófico y teológico católico y puede ser explicada así: nuestro lenguaje expresa las cosas según las concibe y representa nuestro entendimiento. Las que conocemos con perfección las podemos expresar adecuadamente; pero las que conocemos de modo imperfecto sólo las podemos expresar de modo imperfecto, por analogía de las que conocemos mejor; por medio de éstas hablamos de las más desconocidas y las podemos nombrar de modo no adecuado, metafóricamente. Por ello sólo podemos nombrar a Dios y hablar de Él por la mediación de las cosas creadas, de manera imperfecta e inadecuada.
El discurso de Tomás de Aquino prosigue con el razonamiento escueto y riguroso que le caracteriza: lo primero que conocemos de Dios es su causalidad de los seres imperfectos y limitados, es decir, el aspecto “relacional”. De aquí que las criaturas representan a Dios, le son de alguna manera semejantes, en cuanto tienen alguna perfección relativa, esto es, en cuanto participan parcialmente de la perfección total de Dios. Por ello no le representan como algo de su misma especie o género, sino como efectos que no pueden igualar a su causa, que es el principio sobreeminente o sublime.
El Aquinate hace una distinción: a) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido negativo: Dios es in-mortal, in-material, in-finito...; estos nombres, aunque absolutos, son evidentemente negativos; no significan propiamente lo que es Dios, sino lo que no es y, por consiguiente, no expresan propiamente la esencia o sustancia divina; pero estos nombres no son una vaciedad, sino que expresan la esencia divina de modo imperfecto, como de modo imperfecto representan a Dios las criaturas[27]. b) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido afirmativo y absoluto (bueno, sabio...). ¿Podemos expresar con ellos la esencia divina? La respuesta ha de ser muy matizada. Estos nombres significan la esencia divina y se aplican a Dios sustancialmente, pero no alcanzan a expresarla con perfección, totalmente. La razón está en que tales términos expresan a Dios tal y como nuestro entendimiento le conoce; pero nuestro entendimiento le conoce por el intermedio de las criaturas, de donde se sigue que sólo le conoce en la medida en que éstas le representan. En la II-II, q. 4 a. 2 el Aquinate demostró que Dios, por ser simple y absolutamente perfecto, contiene previamente en Sí todas las perfecciones que dio a las criaturas; por ello, una criatura le representa y es semejante a Él en cuanto tiene alguna perfección; pero ésta no es de la misma especie o género que la divina. En conclusión, los nombres que se atribuyen a Dios de modo afirmativo y absoluto expresan la sustancia divina, pero imperfectamente, por cuanto las criaturas la representan de modo imperfecto. Así, al decir que Dios es bueno, el sentido de esta proposición no es Dios es causa de bondad, o Dios no es malo, sino: lo que llamamos bondad en las criaturas prexiste en Diosy siempre de modo sublime. De donde se sigue que a Dios no le corresponde ser bueno porque cause bondad, sino al revés, porque es bueno causa la bondad en las cosas[28].
Podría parecer que la cuestión ha quedado resuelta en el a. 2 de la q. 13. Pero Tomás de Aquino sabe bien que todavía restan puntos oscuros. El primero es ¿cómo los muchos nombres que se atribuyen a Dios de modo afirmativo y absoluto (y que significan la esencia divina aunque de modo imperfecto, a. 2) se pueden compaginar con la absoluta simplicidad de Dios? En otras palabras: si estos varios nombres expresan la esencia divina, entonces introducirían una pluralidad en el ser de Dios. Es la dificultad que veía Maimónides sin encontrar solución[29]. El Aquinate responde: «En los nombres que se dan a Dios hay que considerar dos cosas: las mismas perfecciones significadas, como la bondad, la vida y otras semejantes, y el modo de significarlas. En cuanto a lo que significan tales nombres, en sentido propio le corresponden a Dios, y con mucha más propiedad a Él que a las criaturas, y primeramente se dicen de Él. En cuanto al modo de significarlas, no se aplican a Dios en sentido propio, pues el modo de expresarlas le compete a las criaturas[30].
A mayor abundamiento, Santo Tomás expone que tales nombres no son sinónimos, sino que corresponden a conceptualizaciones distintas en el entendimiento humano de las perfecciones que, procedentes de Dios, encontramos en las criaturas. Tales perfecciones preexisten en Dios en forma única y simple, mientras que en las criaturas se representan de forma variada y múltiple. En conclusión, los nombres atribuidos a Dios, aunque signifiquen una sola realidad, no son sinónimos, porque la expresan bajo muchos y diversos conceptos[31].
Con el a. 3 de la q. 13 llegamos a un punto clave para plantear el magno problema del lenguaje religioso. La distinción tomista entre la realidad divina (las perfecciones significadas) y el humano modo de significarla sigue siendo fundamental. Pero nosotros no disponemos en esta vida más que de un solo lenguaje, y a éste se adapta Dios al revelarnos su esencia e intimidad. Se sirve del lenguaje humano, de nuestros conceptos naturales, para manifestarnos realidades que nos sobrepasan.
Y. Congar ha hecho un resumen del tema. Apoyándose sobre todo en San Juan Crisóstomo, recuerda que los Padres ven a lo largo de la “temporalis dispensatio” de la revelación, una condescendencia (synkatábasis) de Dios, un descenso de Dios dentro de los límites del tiempo histórico y de la expresión humana[32]. La encarnación es el punto más bajo de este descenso[33], al mismo tiempo que el momento supremo de la revelación de Dios. “Felipe, quien me ha visto ha visto al Padre”[34]. La synkatábasis, obra del amor divino, revela a Dios, pero con la limitación inherente a la historicidad, que sólo permite percibir los efectos temporales del acto eterno e infinito de Dios[35].
También Congar ha resumido el problema de cómo percibir y dar forma racional, en lenguaje humano, a la existencia de un orden sobrenatural, por encima de nuestra razón: «Es una tesis generalmente sostenida por los teólogos, pero acerca de la cual no existe enseñanza expresa del magisterio, que la razón puede demostrar la existencia, por encima de ella, de un orden de realidad, para ella misteriosa, que es el objeto propio de la inteligencia increada; es decir, que puede, por lo tanto, demostrar la existencia de un orden sobrenatural de verdad: esto partiendo del valor analógico de la perfección que es la inteligencia. Se llega así a la existencia de un orden misterioso en general (...). Los teólogos se preguntan si esa misma razón puede demostrar la revelabilidad y la comunicabilidad del mismo. La cuestión se reduce de nuevo a preguntarse si se puede probar la posibilidad intrínseca y positiva de la visibilidad de Dios, término de la revelación. Las posiciones divergen. Sí, dicen unos, basándose, sobre todo, en el “deseo natural” de ver a Dios (...). No, dicen otros (...). Nosotros, por nuestra parte, sostenemos las proposiciones siguientes: 1) No se puede probar apodípticamente la revelabilidad de la vida divina ni la capacidad de la naturaleza humana respecto a aquélla, pues tal revelabilidad es la propiedad de una esencia que no conocemos. 2) Tampoco se puede probar su imposibilidad. 3) La consideración de la estructura analógica de nuestra inteligencia, por una parte, y la de nuestro deseo de ver a Dios, por otra, inclinan a admitir la existencia en nosotros de una “potencia obediencial”, sobre la cual somos capaces de ser elevados a participar en la vida íntima de Dios»[36].
Como expone S. Fuster: «La Revelación implica que Dios hace accesible su intimidad. Por ejemplo, cuando Dios se autorrevela como “padre”, el concepto humano de paternidad es el presupuesto de la Palabra divina; pero lo que quiere darse a entender no puede comprenderse por el mero análisis de la paternidad terrena. Cuando Dios se declara “padre nuestro”, no sólo informa sobre algo que es verdad, sino que más bien produce un nuevo significado por la palabra “padre”: crea una nueva relación vivencial entre el hombre y Dios»[37].
Valor analógico del lenguaje humano acerca de Dios
Llegados a este punto nos es imposible soslayar el tema de la analogía aunque, obviamente no es éste el lugar para tratar de él. Únicamente tracemos un resumen del pensamiento de los filosófos y teólógos católicos sobre el tema[38].
Congar formula la siguiente síntesis, a modo de tesis: «La palabra que, de diversas maneras, dirige Dios a los hombres presupone como condición trascendental el valor de nuestro lenguaje acerca de Dios según la analogía, así como una aptitud de nuestro entendimiento para la comprensión de esa palabra (próximo a la fe)»[39].
Que Dios nos dirija una palabra en expresiones del conocimiento y del lenguaje del hombre supone ya alguna aptitud de los conceptos y de los vocablos humanos para significar −aun con los límites e imperfecciones aludidos− el misterio de Dios. Por lo mismo, entraña un sujeto capaz, aunque de modo muy imperfecto, de ser receptor de la palabra divina y de comprenderla. Que la Biblia se inicie con el relato de la creación del mundo por obra de la Palabra, y de la creación del hombre a imagen de Dios y, todavía más, que la acción redentora y recreadora divina sea la encarnación de la Palabra creadora (Jn 1; Hb 1, 1-3), todo ello supone y asienta cierta proporción o relación entre Dios y la criatura humana. Hablar de un Dios “totalmente otro”, resultaría situar fuera de Él, independiente de Dios, lo que es obra de Dios mismo; aunque Dios trascienda su creación, esto no quiere decir que se ausente por completo de ella.
La relación de la criatura humana con su Creador es consecuencia de la causalidad divina, continuación de la relación de dependencia respecto de Dios precisamente por su condición de criatura. Consecuentemente, la posibilidad de las criaturas de conocer algo de Dios y expresar ese conocimiento, procede enteramente de Dios. San Pablo es consciente de que los hombres podemos tener un cierto conocimiento natural de Dios cuando escribe: «Porque lo que se puede conocer de Dios es manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado. Pues desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios —su eterno poder y su divinidad— se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas. De modo que son inexcusables» (Rm 1, 19-20)»[40].
Así, pues, la analogía −repitámoslo, con toda su limitación− del lenguaje humano y la Palabra de Dios es el fundamento y la justificación de la predicación del misterio de Dios: Jesús de Nazaret, por razón de su identidad con el Verbo de Dios, emplea nuestras expresiones humanas para revelarnos algo del misterio íntimo de Dios. De otra manera, la palabra de Jesucristo no tendría nada que revelarnos. Si avanzamos un paso más, la misma encarnación del Verbo de Dios, la humanización del Lógos divino, ¿acaso no supone alguna conformidad osemejanza de la criatura humana con Dios?[41]. Son dos los aspectos que consideramos en laanalogía: Primero, el lenguaje humano de que se ha servido el Verbo para revelarnos confieren a nuestro lenguaje el aval de su idoneidad −por supuesto, muy imperfectamente− para expresar la Palabra de Dios. Segundo, y más importante todavía, la Encarnación supone, y atestigua, la capacidad de la naturaleza humana para recibir la gracia divina y entrar en comunión con Dios[42].
Admitido que Jesucristo es el revelador perfecto del misterio del ser de Dios, la consecuencia necesaria es que su enseñanza, en el sentido más fuerte, es enseñanza de Dios; es la Palabra misma, en la que Dios se da a conocer, el magisterio auténtico de Dios. Congar anota que los Padres evitaron cuidadosamente una interpretación monofisita de la función reveladora del Verbo encarnado. Lo que Jesucristo veía en el Padre pasaba a su enseñanza a través de su conciencia humana, en la que había un conocimiento humano perfecto de Dios, y, además, la revelación operada por Cristo no se reduce a sus enseñanzas como maestro, sino que se ejerce por medio de sus actos, sus milagros, a través de toda su vida[43].
Volvemos así a los textos ya estudiados de Jn 14, 6-11; 5, 19; 10, 30; Mt 11, 29 y de Flp 2, 5-8 y de 1 Jn 4, 8-10.
¿Podemos hablar de “humildad” en Dios?
Recapitulemos cuanto hemos intentado ofrecer en relación con nuestro conocimiento de Dios.
Primero, si nos situamos en el plano de la razón natural (de la teología natural y de la metafísica) diremos que nosotros, en virtud de la huella que la Causa primera pone en sus efectos, podemos atribuir a Dios las perfecciones puras que se dan en las cosas creadas de manera imperfecta y fragmentada. Con tal atribución no alcanzamos un concepto común a Dios y a las criaturas, puesto que −como insiste Tomás de Aquino− Dios no está comprendido en género alguno, sino que está más allá de todas las atribuciones que podamos pensar. En su absoluta simplicidad, Dios no es ya que posea tales perfecciones, sino que Él es esas perfecciones y de modo que escapa a nuestro conocer. Las atribuciones que le aplicamos no son, pues, unívocas, pues no pueden delimitar el ser de Dios: la Causa trasciende infinitamente sus efectos. Pero tampoco son equívocas, ya que hay cierta semejanza o proporción entre la Causa y sus efectos según la analogía, katà tèn analogian. En otras palabras, la analogía implica que la perfección existe “formalmente” en Dios, pero no sería verdadera si en su afirmación no incluimos la negación de toda imperfección (inherente al orden creado y, por tanto, a nuestro conocimiento).
Segundo, si nos situamos en el plano de la Revelación, es decir, de la Palabra que Dios nos dirige, las palabras que usa, tomadas de nuestro lenguaje, adquieren una “plusvalía” que enriquece el valor de nuestros conceptos, trascendiendo sus limitaciones, pero no oponiéndose a ellos (ya hemos aludido a que el concepto que tenemos de paternidad es el presupuesto de la palabra divina; pero cuando Dios se autorrevela como “padre” expresa en nuestro lenguaje un significado infinitamente más rico que el que tenía en nuestro concepto). Se establece así, por iniciativa divina, una más alta relación entre Dios y la criatura humana y nuestro lenguaje queda verdaderamente ennoblecido[44].
La cuestión es más clara cuando nos referimos a las perfecciones puras y cuando es Dios quien toma la iniciativa en su autorrevelación. Pero la dificultad se hace mucho mayor cuando somos nosotros los que tomamos la iniciativa atribuyendo a Dios perfecciones que vemos en la criatura, como es el caso de la virtud de la “humildad”.
No cabe duda de que en el hombre, la humildad es una virtud, puesto que la perfección humana es sólo relativa, no absoluta. Por tanto la criatura humana que es humilde reconoce interna y exteriormente sus limitaciones y defectos; en primer lugar, al verse ante Dios, ante el que se considera infinitamente pequeño, defectuoso, imperfecto y absolutamente necesitado de Él, ante cuyo honor se humilla; y, en segundo lugar, también por ser consciente de que todos los bienes que posee son recibidos de la bondad y liberalidad divinas, se humilla ante sus semejantes, que han recibido mayores gracias de Dios, o pueden recibirlas, por lo que nunca se considera superior a las demás criaturas humanas.
Como plantea concisamente el Aquinate, por ser Dios absolutamente perfecto, no puede considerarse a Sí mismo, de ninguna manera, inferior a los seres creados, y, por tanto, propiamente hablando «no cabe en Él la humildad según su naturaleza divina, sino sólo en virtud de la naturaleza asumida»[45]. Ahora bien, si contemplamos la humildad desde su opuesto la soberbia, «deseo desordenado de la propia excelencia»[46], podemos decir que Dios ama su indudable e infinita excelencia, pero no de modo desordenado, sino conforme a su propia naturaleza divina. Así, Sb 8, 1 proclama que [la Sabiduría de Dios] «Alcanza con vigor de un confín a otro confín / y gobierna (diokeî) todas las cosas con benignidad (jrêstôs)», y el Sal 145, 9: «El Señor es bueno con todos, / y su misericordia se extiende a todas sus obras»[47].
En efecto, no es difícil darnos cuenta de que Dios no se impone a la criatura humana con prepotencia, sino que escogió el camino de la synkatábasis, condescendencia, hacia la criatura humana, hasta llegar al acto, increíble si no hubiera sucedido, de la Encarnación del Verbo. Pero la misma synkatábasis ¿no es un descenso, un bajar, ¿abajarse?, divino hasta la condición de la naturaleza humana?[48] ¿No habrá que «releer» el tan sabido texto de Flp 2, 5-8[49] en la perspectiva no sólo del anonadamiento, de la humillación de Cristo Jesús, sino, de alguna manera, de toda la Trinidad? «Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros»[50]. Las citas de la Biblia a este respecto serían innumerables. San Pablo habla del tiempo de la paciencia (anojê) de Dios[51], en el cual permitió (eíasen) que las gentes siguiesen sus propios caminos[52]. A partir de Abrahán, según el discurso de San Esteban en Hechos, se habla del tiempo de la promesa (jrónos tês epangelías)[53], promesa que tendrá su cumplimiento en Jesucristo. Dios, siendo Señor de la Historia, deja en su liberalidad que la criatura humana sea el sujeto de tal historia, sin imponerle por la fuerza su plan divino de salvación. Dios permanece, quasi in occulto, debajo de los eventos, invitando al hombre suaviter a que se adhiera libremente a los designios divinos. ¿No constituye todo el misterio salvífico divino una condescendencia, un abajamiento de Dios hacia la persona humana, «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»?[54].
Conclusión
¿Podemos hablar de «humildad» en Dios? Y ¿en qué sentido: impropio, o algo más? ElDiccionario de la Lengua Española de la Real Academia trae varias acepciones del verboconcluir: «1. Acabar o finalizar una cosa. 2. Determinar y resolver sobre lo que se ha tratado. 3. Inferir, deducir una verdad de otras que se admiten, demuestran o presuponen». Y así hasta siete significados. No me atrevo a situar esta conclusión más que en la primera acepción. El lector, en primer lugar, después de los textos de la Sagrada Escritura y de los autores que he sacado a colación, y, en muy segundo lugar, de las consideraciones que he ido ofreciendo, podrá sacar su «propia conclusión», quizás en alguna de las tres acepciones que he citado delDiccionario de la Lengua Española. De momento no me atrevo a ir más al fondo.
[1] Cfr. Is 45, 15.
[2] S.Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 4.
[3] Ibid., ad 3.
[4] Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia (30-XI-1980), n. 1.
[5] Fac. de Teología de la Univ. de Navarra, Sagrada Biblia, Nuevo Testamento (condensado), Pamplona 1999, 435-436.
[6] Cfr. Jn 1, 14; 1 Jn 1, 2.
[7] Cfr. Jn 8, 31-32; 18, 37.
[8] Cfr. Jn 1, 17-18; 10, 10.
[9] Cfr. Jn 1, 12; 3, 16.36; 6, 40.47; 20, 31.
[10] Cfr. M.J. Lebreton, La vie et l’enseignement de Jésus-Christ Notre-Seigneur, Paris 1931, vol. 2, 282.
[11] Cfr. Jn 5, 19; 7, 16; 8, 28; 10, 38; 12, 49.
[12] Cfr. Jn 3, 2; 5, 36; 10, 37.
[13] Cfr. Jn 2, 22-23; 4, 42.48.
[14] Los vv. 17-18 son el colofón del relato de la curación del paralítico de la piscina de Betzata, Jn 5, 1-16.
[15] Cfr. 1 Co 15, 20-23.
[16] Este es el apelativo con que el IV Evangelio designa a los contemporáneos de Cristo que se resistieron a aceptarle como Mesías y le persiguieron. No es designación genérica del pueblo de Israel.
[17] Cfr. 1 M 1, 54; 4, 36-59; 2 M 1, 1-2, 18.
[18] Cfr. J.M. Casciaro, Jesucristo y la sociedad política, Madrid 31973, 35-105.
[19] Cfr. Lc 23, 2-5. San Agustín comenta: «Hablaban así no por el deseo de conocer la verdad, sino para preparar el camino de la calumnia» (In Ioannis evangelium tractatus, 48,3).
[20] Cfr. Jn 5, 36; 14, 11.
[21] San Agustín, In Ioan. evang. tract., 36,9.
[22] León XIII, Enc. Divinum illud munus (9-V-1897), n. 12, cita a San Agustín, De Trinitate, 5, 9.
[23] También en 1 P 5, 5; cfr. Prv 3, 34.
[24] Esta voz pasiva no viene en el N.T., sino en el A.T. (Lv 23, 29) y en la literatura griega no cristiana (Platón, Aristóteles). En el N.T. en vez de tapeínoûsthai se encuentra la fórmula «humillarse a sí mismo» (Flp 2, 8).
[25] Na‘anáh es la forma nifal de ‘anáh, pero se encuentra en forma ufal, ‘unnáh (Salmos).
[26] Aristóteles, Perì Hermeneías, lib. I, c. 1, n. 2; c. 2, nn. 16-19; c. 26, n. 28 (según la edic. de Didot, Aristoteles Opera Omnia Graece et Latine, Paris 1848-1878) y vol. 1, pág. 16, columna a, lín. 3 (según la edic. de I. Bekker, Aristoteles Graece, 2 vols., Berlin 1831). Cfr. una síntesis del análisis filosófico-ontológico del lenguaje en J. Cruz Cruz, Lenguaje II, en «Gran Enciclopedia Rialp» 14 (1984) 120-123.
[27] S.Th, I, q. 13, a. 1.
[28] Cfr. ibid., a. 2.
[29] Cfr. Maimónides (Rabbí Môshé ben Maymôn), Doctor perplexorum (Guía de perplejos), P. I, cap. 58 (trad. latina de Johannes Buxtorf, Basileae 1629).
[30] S. Th., I, q. 13, a. 3, cor.
[31] Cfr. ibid., a. 4, cor.
[32] Y remite en nota a San Juan Crisóstomo, Adversus anomoeos, hom. III (PG 48,722): «¿Qué es, pues, la synkatábasis? Ésta tiene lugar cuando Dios no aparece como es, sino que se muestra tal como es capaz de verle el que le contempla, proporcionando su manifestación a la cortedad de vista de sus contempladores».
[33] Cfr. Flp 2, 7.
[34] Jn 14, 19.
[35] Cfr. Y.M.J. Congar, La fe y la teología, vers. castellana de E. Molina, Barcelona 1977, 28-29.
[36] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 43-44.
[37] S. Fuster Perelló O.P., en S. Tomás de Aquino, Suma de Teología, edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, Parte I, Madrid 1988, nota a q. 13, a. 4, p. 186.
[38] El tema ha sido estudiado per longum et latum. Cfr. S. Ramírez, De Analogia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1970, 4 vols. L. Scheffczyk, Analogía de la fe, en Sacramentum mundi I, Barcelona 1972, 138-143.
[39] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 60.
[40] Puede verse una argumentación parecida a la que hacemos en Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 60-63.
[41] Espontáneamente nuestro pensamiento vuelve al comienzo del libro del Génesis.
[42] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 67-68.
[43] Cfr. ibid., 38-39.
[44] Cfr. ibid., 63-65.
[45] Cfr. S.Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2 y a. 2, cor.
[46] Cfr. S.Th., II-II, q. 162, a. 1, ad 2.
[47] Cfr. Sal 34, 9 (cfr. 1 P 2, 3); 109,21; etc.
[48] Sin abandonar su condición (naturaleza) divina, sino sólo el ejercicio de ella.
[49] 5«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, / 6el cual, siendo de condición divina, /no consideró como presa codiciable / el ser igual a Dios, / 7sino que se anonadó a sí mismo / tomando la forma de siervo, / hecho semejante a los hombres; / y, mostrándose igual que los demás hombres, / 8se humilló a sí mismo haciéndose obediente /hasta la muerte, / y muerte de cruz».
[50] Rm 5, 8; cfr. 1 Jn 4, 7-10.
[51] Cfr. Rm 3, 26.
[52] Cfr. Hch 14, 15
[53] Hch 7, 17; cfr Lc 24, 49; Ga 3, 16; etc.
[54] Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 24.
Pio Santiago
Capítulo 26 de su obra: “Hábitos intelectuales”, EUNSA, Pamplona 2008
Índice:
2. La dificultad de conocer el hábito de sabiduría
3. Un rasgo del conocimiento por connaturalidad para conocer el hábito de sabiduría
4. Conocer por connaturalidad y niveles humanos de afectividad
5. La afinidad entre la amistad y el hábito de sabiduría
6. Límite del conocer por connaturalidad y del hábito de sabiduría
7. ¿Cabe otro modo de conocer el hábito de sabiduría?
Si frente al agnosticismo moderno ante el sujeto[1] y frente a la negación postmoderna de él[2], somos personas y sabemos que lo somos, tenemos que dar razón filosóficamente de cómo lo sabemos, es decir, de cuál es el método cognoscitivo humano que alcanza como tema al ser personal. Aunque es claro que ese saber personal nunca es completo a lo largo de la vida en la presente situación, su incremento no es menos manifiesto a quien lo busca y se encamina en tal saber. Ahora bien, tal conocimiento no parece responder al método que proponen ciertas hipótesis de diversos pensadores en la tradición filosófica occidental[3], a saber: a) A la consideración de llamada “reflexio” (cfr. cap. 3, nota 30), porque -como se ha indicado- la reflexión es contraria a la índole de todo acto de conocer humano. b) A la hipótesis de la filosofía idealista moderna (Hegel) que pretende la identidad entre sujeto y objeto, porque el yo pensado ni es ni puede ser el yo real, sencillamente porque no piensa. c) A la propuesta de la filosofía contemporánea (Kierkegaard, Marcel, etc.) según la cual se tiende al llamado conocimiento subjetivo, porque no da razón noética de ese modo de conocer y, por ello, puede incurrir en subjetivismo. d) Al reciente recurso a la afectividad (Heidegger) porque si bien ésta habla fundamentalmente de sí, con todo es claro que el ser personal no se reduce a ella. e) Al argumento de algunos pensadores creyentes del s. XX (Jaspers, Buber, etc.) que acuden en exclusiva fe sobrenatural, porque la “sola fides” supondría prescindir del conocer personal natural al respecto, asunto que no es correcto. En consecuencia, tenemos que dar razón de cómo se lleva a cabo el conocimiento del acto de ser personal humano y del incremento cognoscitivo al respecto, teniendo en cuenta, además, que ese desarrollo, por definición, no puede ser innato. Sin embargo, cierta incoación innata del conocer personal debe existir, porque uno no aprende que es una persona distinta por educación familiar, social, etc., sino que parte sabiéndose distinto, y ese saber es base para todos los demás. Con todo, para que se dé un progresivo perfeccionamiento cognoscitivo en el saber natural humano que versa sobre la propia persona, se precisan varios requisitos: a) Como en el hombre todo conocer es dual con su tema, es decir, ningún conocer se refiere a sí mismo, no es autointencional (reflexivo), el método cognoscitivo que alcanza como tema a la persona no será la persona. b) Que si no nos conocemos desde nuestro inicio existencial como distintos, este método cognoscitivo debe ser activado por alguna realidad humana activa superior a él, porque sólo lo superior puede activar a lo inferior. c) Que el acto superior que active la instancia cognoscitiva que nos permite alcanzar nuestro ser personal sea cognoscente, pues sólo el conocer activa el conocer. d) Superior a ese saber que alcanza a conocer a la persona humana y concomitante a ella sólo es la propia persona humana. Por tanto, de acuerdo con c), la persona humana debe ser un conocer en acto. e) Que el conocer en acto que es la persona no tenga como tema ni a la propia persona, ni a ese saber inferior a la persona con el que podemos conocer a la propia persona, pues de lo contrario se abriría de nuevo el proceso reflexivo. En suma, ¿cuál es el método cognoscitivo humano que alcanza a la persona como tema?, ¿qué alcanza a conocer de la persona humana? ¿cómo se activa progresivamente?
Esta dificultad es semejante a la encontrada capítulos atrás al preguntar cómo se conoce el hábito de la sindéresis y el hábido de los primeros principios, pero es más aguda que en aquellos hábitos, porque si bien decíamos que en cierto modo el hábito de sabiduría puede dar razón esos otros hábitos, ahora no podemos responder que la sabiduría dé razón de sí.
El método cognoscitivo humano que alcanza a la persona como tema tiene, a mi modo de ver, un nombre clásico en la tradición filosófica tomista, a saber, el de hábito de sabiduría. Por su parte, la persona, vista como acto de conocer que permite activar a dicho hábito, también posee una denominación no menos clásica en esta tradición: entendimiento agente[4]. Ambos son descubrimientos aristotélicos, pero conviene revisar, perfilar y, sobre todo prolongar, el alcance que les dio el Estagirita y su comentador medieval que nos ocupa.
Según la tesis que precede, se mantiene que lo que alcanza el hábito de sabiduría es que somos un conocer en acto y que éste forma parte de nuestro acto de ser personal. Con todo, en este estudio interesa más atender al hábito que al conocer trascendental personal[5]. En efecto, es pertinente perfilar en la medida de lo posible el modo de conocer del hábito. Asimismo, hay que estudiar más a fondo su índole innata o adquirida, a la de su progresiva activación, su carácter distintivo respecto de los demás modos humanos de conocer, de su tema y de qué alcanza dicho hábito de él.
No obstante, además de que la explicitación de estos puntos es ardua y prolongada, todos ellos conllevan una cuestión previa: ¿cómo se conoce el hábito de sabiduría? Para responder, se requiere centrar la atención el propio hábito. Ahora bien, intentar centrar la atención en este hábito comporta, a mi juicio, un doble riesgo: por un lado, el de incurrir en la reflexividad; por otro, en el materialismo. En efecto, si el hábito de sabiduría es dual con su tema, que es la persona humana, intentar captar al hábito de sabiduría al margen de su tema, es, por una parte, preguntar con qué se conoce tal hábito. Si se responde que por sí mismo se incurre en un planteamiento reflexivo. Por otra parte, separarlo de su tema por centrar la atención en él es olvidar su carácter cognoscitivo, dual por tanto con su tema, y convertirlo de ese modo en una cosa en sí; pero es claro que lo en sí es de índole material. Dadas estas dificultades, y el largo trayecto a recorrer para esclarecerlas, es preferible en este momento no centrar directamente la atención en dicho hábito, sino en otra instancia que, según mi parecer, da noticia de él indirectamente: la amistad.
La tesis a explicitar dice así: “si se tiene la virtud de la amistad en la voluntad, al arrojar luz sobre ella por una instancia cognoscitiva superior a la misma (la sindéresis), alcanzamos un conocimiento indirecto, pero por connaturalidad, del hábito de sabiduría”. Es patente que el conocer por connaturalidad no es un tema nuevo, pues se encuentra perfilado en Tomás de Aquino[6] y recuperado en diversos estudios tomistas recientes[7]. En esa tradición se declara que este conocimiento es derivado de nuestro comportamiento virtuoso. En efecto, se dice que quien tiene una determinada virtud, sabe por experiencia lo que pertenece a ella y lo que es contrario a la misma. En suma, según ese legado, el conocimiento por connaturalidad consiste en que la persona que vive una determinada virtud, tiene un conocimiento de ella que no es teórico, sino experiencial[8]. Lo que es comúnmente admitido es que este conocer, a distinción del especulativo, versa sobre una inclinación voluntaria[9].
Ahora bien, como toda virtud tiene una dimensión social innegable, también se puede preguntar qué sabemos de los demás hombres al conocer nuestras propias virtudes. Aquí entronca, a mi modo de ver, el tema que de ordinario se suele denominar intersubjetividad, y cuyo mejor enfoque es precisamente el de la virtud. En efecto, la virtud es la clave del arco de la ética, el único vínculo suficiente cohesión social, ya que “una sociedad libre de dominio”[10]–por usar la terminología de Habermas– sin virtud es imposible, porque sin ella es utópico que uno defienda la verdad o el bien de los demás cuando aquélla o éste vayan en contra de los propios intereses, e incluso de los propios defectos (soberbia, envidia, etc.).
La filosofía tomista afirma que no cabe ninguna virtud moral sin prudencia[11], pero añade que conocemos nuestras propias virtudes, y también la prudencia, por la sindéresis[12]. Al conocerlas, nos damos cuenta que no todas nuestras virtudes valen lo mismo ni están en el mismo plano. La superior de todas ellas es la amistad. Es claro que al conocer nuestra virtud de la amistad, esta instancia nos abre a conocer a los demás hombres por susmanifestaciones, es decir, no como “personas” distintas, y tampoco como un “tu” distinto (como postulan ciertos protagonistas del personalismo), sino precisamente como Aristóteles indicaba, a saber, como “otro yo”[13]. Tomás de Aquino habla de “alter ipse”[14].
Iluminando desde la sindéresis nuestra virtud de la amistad, podemos conocer a nuestros amigos como otro yo, seguramente porque la sindéresis es el yo[15], y mediante ella se conocen a los “yoes”. En cambio, el acto de ser personal no es el yo, porque es superior a la sindéresis. En efecto, el acto de ser humano no es un hábito. Podemos conocer en cierto modo la intimidad del acto de ser personal de los demás cuando conocemos la nuestra, tema que se esclarece –como se ha indicado– por medio del hábito de sabiduría. Pero iluminar la virtud de la amistad es el mejor modo de conocer a los demás, no en su intimidad, sino en susmanifestaciones; y ello se logra por medio de la sindéresis. Esto es así no sólo porque la amistad sea la virtud más alta de la voluntad[16], sino porque es lo más alto, sin más, que puede alumbrar la sindéresis[17]. “Otro yo” desde el conocimiento virtuoso equivale a amigo. De manera que conocer nuestra virtud de la amistad es lo que más abre a conocer a los amigos.
Desde luego que al conocer nuestra virtud de la amistad, lo que conocemos prioritaria y fundamentalmente es la índole de la virtud de la amistad. Pero como esta virtud vincula lo más humano de los hombres, permite conocer lo más alto de la esencia humana. Nos abre, pues, a conocer mejor a nuestros amigos. Ahora bien, cabe preguntar si nuestro conocimiento connatural de la virtud de la amistad remite a algo más. A mi modo de ver, la respuesta es afirmativa: al arrojar luz sobre la virtud de la amistad, ésta nos permite conocer indirectamentela existencia de una realidad nuestra superior: el hábito de sabiduría, porque de quien se debe ser amigo, en primer lugar, es de la sabiduría[18], pues sin ese norte todas las demás amistades no lo son. Con la iluminación de la más alta virtud, la amistad se convierte en una especie de símbolo real que remite a una realidad humana superior: el hábito de sabiduría.
Si el conocer nuestra virtud de la amistad permite conocer, por connaturalidad, indirectamente, nuestro hábito de sabiduría, con todo, no da noticia de nuestro acto de ser personal, porque dicho hábito no es el acto de ser personal humano, sino, precisamente, un hábito o disposición suya. Por otra parte, -como se ha indicado- el saber propio del hábito de sabiduría es superior al conocer propio de la sindéresis. Si se acepta la distinción real tomista entre esencia y acto de ser, y se tiene en cuenta tal distinción en antropología, es pertinente decir que el conocer propio del hábito de sabiduría alcanza al acto de ser personal, mientras que el conocer propio de la sindéresis ilumina la esencia humana. La persona no se reduce al yo, porque el acto de ser es irreductible a la esencia humana.
Lo que se propone a estudio es, en concreto, que el conocer propio de la sindéresis, al iluminar la virtud de la amistad, da noticia afectiva, por connaturalidad, de un modo nuestro de conocer personal muy alto, el propio del hábito de sabiduría. Ahora bien, dar noticia de la existencia del hábito de sabiduría no es ejercer dicho hábito ni tampoco, obviamente, alcanzar el tema de dicho hábito: el “actus essendi hominis”. Por tanto, el conocimiento por connaturalidad es inferior al propio del hábito de sabiduría[19]. En efecto, mientras que la aludida connaturalidad nota que disponemos del hábito de sabiduría, éste alcanza nuestro acto de ser personal. En rigor, el conocer por connaturalidad es inferior al conocimiento que proporciona el hábito de sabiduría. Sin embargo, el conocimiento por connaturalidad es superior al resto de niveles cognoscitivos humanos que radican en la esencia humana[20].
El conocer por connaturalidad es, por tanto, un conocimiento muy elevado. No obstante, a pesar de esa gran prerrogativa, este conocer acarrea también una notoria desventaja, y es que, dado su componente precisamente afectivo, no es, a distinción de otros modos de conocer, un conocimiento estrictamente intelectual. Algunos implican en el conocer del hábito de sabiduría el querer, el afecto, pues dicen que en tal conocer está inmersa la voluntad[21]. Pero no es la voluntad lo que se conoce mediante del hábito de sabiduría -sí por la sindéresis-, porque el tema del hábito de sabiduría es superior a él, y es claro que superior a él sólo son los actos de ser personales. En cambio, la voluntad es una potencia, y ninguna potencia humana es el acto de ser personal[22].
Otra cosa es si en el acto de ser personal existe amor y, por tanto, lo conoce en cierto modo el hábito de sabiduría. De existir en esa radicalidad amor personal, ese no será el querer propio de la voluntad, pues es claro que mientras el querer voluntario desea aquello de lo que carece (se ve claro que depende de una potencia), el amor personal se da, se entrega, porque es efusivo, desbordante (con lo que se echa de ver que forma parte del acto de ser). Y otra cosa, aún más compleja, es si acompañan afectos al acto de ser personal humano, como acompañan a las potencias sensibles e inmateriales humanas. Pero en estos puntos no podemos detenernos ahora[23].
No se debe confundir el conocimiento por connaturalidad con la vida afectiva humana, que es muy rica y admite muchos niveles[24]. En ésta se pueden distinguir, al menos, los siguientes grados de menos a más: los sentimientos sensibles (pasiones o emociones), los estados de ánimo (de las facultades espirituales inteligencia y voluntad) y los afectos espirituales (éstos acompañan a la sindéresis, al hábito de los primeros principios, a la sabiduría y al acto de ser personal). Como es sabido, tanto unos como otros pueden ser positivos o negativos. Por su parte, también el conocimiento afectivo o por connaturalidad puede ser más o menos intenso, pero es, ante todo, conocimiento, aunque lo sea de nuestra vida afectiva. También los sentimientos son cognoscitivos, pero -a distinción de los hábitos- hablan de sí. Sólo aluden a otras realidades cuando se los ilumina por un conocer superior a ellos, y esta es misión, seguramente, del conocer por connaturalidad.
Se emplea la palabra sentimiento (placer–dolor sensible, deseo–rechazo, ira, etc.) para aludir a la emotividad sensible, es decir, a esas realidades que Tomás de Aquino denomina pasiones sensibles[25]. Frente a estas, Tomás habla de pasiones propias del alma, (alegría–tristeza, gozo–paz–pena, etc.) a las que más abajo designaremos con otros nombres. Estas “pasiones” superiores, según el corpus tomista, tienen como “sujeto” a las facultades espirituales (inteligencia y voluntad) y, por tanto, carecen de soporte orgánico. Por el contrario, los sentimientos son sensibles, es decir, tienen un componente orgánico, e informan, o bien de la idoneidad de una facultad sensible para seguir ejerciendo sus propios actos a fin de alcanzar sus propios objetos, o bien de su indisposición, para proceder así a omitir dicha operatividad.
Con la expresión estados de ánimo se designa el modo de estar de la inteligencia (admiración, aburrimiento, etc.) y de la voluntad (certeza, duda, etc.). Equivalen, pues, a lo que el de Aquino caracteriza como pasiones propias del alma. Estos estados informan acerca de la disposición de esas facultades, es decir, si se encuentran aptas para proseguir en el ejercicio de sus propios actos o, por el contrario, si no se sienten impulsadas a realizarlos, o sea, a descubrir más verdad o a adaptarse a mayor bien, respectivamente. Se pueden asimilar a los hábitos y a las virtudes adquiridas de esas facultades.
Por otro lado, los afectos espirituales (alegría–tristeza, esperanza–desesperación, confianza–desconfianza, amor–odio etc.) se entienden aquí, no como estados de ánimo, sino comoestados del ser personal. Equivaldrían, según el marco explicativo tomista, a unas pasiones muy agudas del alma (por ejemplo: los pecados capitales responderían –según este esquema– a unas pasiones negativas muy íntimas; y sus “virtudes” contrarias (que no son de la voluntad), a unas pasiones positivas muy personales). Según mi opinión, los afectos del espíritu acompañan a las diversas perfecciones trascendentales que conforman a la personahumana en su intimidad, esto es, al co–acto de ser personal, no directamente a las potenciasespirituales de la persona (inteligencia y voluntad), que conforman la esencia humana, ni tampoco, obviamente, a las facultades humanas con soporte orgánico (sentidos y apetitos), que constituyen la naturaleza humana.
El conocer por connaturalidad no está -a mi juicio- ni a nivel de naturaleza humana (sensible), ni de acto de ser (personal), sino a nivel de esencia humana (lo que hemos llamado el yo), pues claro que este conocer requiere de las virtudes morales, que son propias de la voluntad, pues si las conociésemos, no cabrían las noticias connaturales, por ejemplo, no sabríamos lo agradable que es vivir la virtud de la castidad. Es manifiesto que conocemos nuestra vida moral, la experiencia de nuestras virtudes; que no todas ellas son iguales, ni igualmente gratificantes o felicitarias. Es clásico considerar que la más alta de ellas es -como se ha adelantado- la amistad. Es pertinente reparar ahora un poco en ella. Notamos experiencialmente lo gratificante que conlleva ser amigos de nuestros amigos. No es oportuno en este momento abundar en el debido elogio de dicha virtud, sino intentar esclarecer elconocimiento que, por connaturalidad, ella reporta, pues así podremos perfilar mejor la índole del hábito que nos ocupa: el de sabiduría. Para tal menester, reparemos previamente en la semejanza que guarda la amistad con el hábito que nos ocupa.
Como es sabido, para Aristóteles caben diversas formas de amistad, pero según el filósofo de Atenas la perfecta se distingue de las imperfectas en que en la primera los amigos se quieren entre sí porque son buenos en sí mismos según la virtud, mientras que en las otras se quieren por algún interés, placer, etc.[26]. Es claro que la primera tiene a las personas como fin, mientras que las demás, en rigor, no tienen fin, sino medios. Tomás de Aquino distingue a propósito de esto entre el bien honesto, útil y deleitable[27]. Según el de Aquino, sólo el honesto es virtuoso, el de auténtica amistad[28].
Para el Estagirita, y también para su mejor comentador medieval, a fin de que exista verdadera amistad con los demás, se requiere que uno sea previamente amigo de sí mismo[29], es decir, que ame la virtud que existe en él. La amistad, además de la prudencia, exige de otro requisito, pues no basta controlarse a sí mismo mediante esa virtud práctica dianoética, sino también regular las relaciones con los demás, es decir, la justicia. La justicia es el tema deldeber. Sin esta virtud no cabe amistad, pero la amistad es superior a la justicia, porque la amistad no es únicamente un asunto de deberes, sino de predilección libre[30]. Justicia -como se recordará- es dar a cada uno lo suyo. En este caso, lo que se dan son cosas. En cambio, amistad es darse (poner a disposición la propia esencia y naturaleza humanas); es añadidura, sobreabundancia. Las cosas son medios; las personas, fines. Si bien es claro que el fin no se puede alcanzar a querer sin medios (obras son amores y no buenas razones), no nos podemos quedar en ellos si queremos ser verdaderamente amigos.
La justicia mira a los medios; la amistad, al fin. La justicia es una virtud social. La clave de la cohesión social es –como se ha dicho– la virtud. Ahora bien, unirá más la virtud que sea más alta. La virtud superior de la razón práctica es la prudencia, y la suprema de la voluntad es laamistad. A la par, lo más alto de la prudencia parece ser la veracidad, pues si el mejor vínculo de relación social es el lenguaje, el correcto empleo de éste, su uso ético, es la sinceridad. Sin veracidad no cabe cohesión social; ni siquiera familiar. ¿Por qué la veracidad parece ser la culminación de la prudencia? Recuérdese que el acto propio de la prudencia es el imperio,precepto o mandato, y que este acto mueve, dirige y gobierna todas nuestras acciones transitivas. Para responder a la precedente cuestión cabe preguntar: ¿cuál es la principal acción práctica que el hombre puede realizar? Obviamente la del lenguaje, porque ésta es la acción transitiva superior (y condición de posibilidad de las demás), pero el lenguaje no se puede emplear de cualquier manera, sino según una norma ética: la veracidad. De modo que hablar, y hablar verazmente, es un deber de justicia. Sin embargo, no todo se debe decir a cualquiera. A quién más se deben decir las cosas es a los verdaderamente amigos y se deben decir amigablemente. Por eso, la amistad comporta predilección; la justicia, en cambio, no.
Según se ha señalado, la amistad es una virtud de la voluntad, y la dimensión cognoscitiva que arroja luz sobre ella es la sindéresis. Pues bien, se propone a consideración la siguiente tesis: “al iluminar la sindéresis esta virtud, la misma virtud se vuelve remitente, es decir, permite que no nos quedamos sólo en ella, sino que nos lanza hacia una realidad superior a sí misma”[31], una realidad que no es extrínseca al propio hombre, sino más íntima que la propia virtud de la amistad. La amistad, así iluminada, se convierte, por decirlo de algún modo, en una especie desímbolo muy peculiar, puesto que no es sensible, sino inmaterial; no es imaginativo o ideal, sino real. ¿De qué es símbolo real la amistad?
A mi modo de ver, la amistad iluminada es símbolo del hábito de sabiduría, porque la amistad impele a penetrar cognoscitivamente en el amigo, a adaptarse a la verdad o sentido personalde él, a conocerle y a conocernos como personas distintas, tema propio del hábito de sabiduría. La persona es abierta co–existencialmente a sí y a las demás personas. Al alumbrar la sindéresis nuestra virtud de la amistad, ésta se vuelve símbolo del hábito de sabiduría, porque éste es quien descubre el sentido personal propio y ajeno. Conocer la amistad impele hacia el hábito de sabiduría, porque de quien se debe ser amigo en primer lugar es de lasabiduría, ya que sólo en orden a ella es como se puede dirimir la mayor o menor conveniencia de las demás amistades. Se ha dicho muchas veces que no se puede ser verdadero amigo si entre ellos no media la verdad. A esta certera observación cabe añadir que no se es verdadero amigo si esa amistad no empuja a descubrir cada vez más la verdad personal propia y del amigo.
Por otra parte, el modo de lanzarnos el conocimiento de la amistad a la sabiduría personal no puede ser, de ninguna manera, por medio de un conocer objetivo (según objeto pensado), es decir, derivado de la abstracción, puesto que ni la virtud de la amistad es sensible, ni tampoco el conocer que la ilumina, ni menos aún el saber al que ella remite. A la par, es obvio que no estamos ante un conocimiento innato, sino adquirido, puesto que la amistad requiere tiempo y dedicación: trato. Tampoco es un conocimiento reflexivo, puesto que iluminar nuestra virtud de la amistad es alumbrarla a ella, no iluminar el propio conocer que la alumbra (sindéresis). Además, al ser iluminada la virtud de la amistad, esa luz no se queda inexorablemente en dicha virtud, sino que lanza al saber personal. Por otro lado, este conocer tiene también la ventaja de que no es detenido o acotado (como el abstractivo), pues, además de permitirnos conocer dicha virtud, nos lanza al saber superior.
Por su parte, el hábito de sabiduría alcanza el sentido personal propio, y lo que descubre de la persona es que ésta es coexistente, es decir, que nuestro ser personal no es independiente, aislado, autónomo, sino abierto personalmente a otras personas. Por otro lado, al conocer la virtud de la amistad alcanzamos a conocer “otros yoes”, es decir, otros hombres. Es claro que hay afinidad entre lo descubierto por el hábito de sabiduría -otros actos de ser personales- y a lo que se abre nuestra amistad -otras esencias humanas-. La amistad no descubre el sentido del acto de ser personal propio o ajeno, pero sí anima a saber en esa dirección. En efecto, si no se busca la verdad de la propia intimidad humana y si esa verdad interior no se manifiesta ante el amigo, no hay verdadera amistad.
Conocernos amigos nos lanza al saber personal, acabamos de decir. Con todo, el saber acerca del acto de ser personal, propio del hábito de sabiduría tiene un límite: no nos conocemos por entero. No se trata del límite de la verdad de la propia persona o el de la ajena, sino de la limitación del saber que tenemos de ellas. Ese límite es ontológico, sencillamente porque mientras vivimos el hábito de sabiduría no ha llegado a su culmen. En efecto, no puede desvelar enteramente el ser personal que somos, simplemente porque todavía no hemos llegado a ser el ser que estamos llamados a ser. Además, la luz del hábito de sabiduría es constitutivamente menos luz que la luz del acto de ser personal humano. Es una luz en una luz más excelsa. No se trata de que no acabemos de conocer nuestro sentido personal porque exista en él una irreductible opacidad (como afirman algunos personalistas), sino justo por el motivo inverso, porque la luz del hábito es inferior a la luz del acto de ser personal, que respecto de aquél es sobreabundancia de luz.
Por su parte, el conocimiento por connaturalidad del hábito de sabiduría también es limitado. Ahora bien, si el límite cognoscitivo del saber personal es insalvable en la presente situación, la noticia que nos da la amistad cuando ésta es iluminada es que debemos ir a más en el aumento del hábito de sabiduría, o sea, en el conocimiento de los actos de ser personales: debemos desvelar más la verdad personal. Con otras palabras: la amistad es verdadera cuando el amigo ayuda a descubrir el propio sentido personal (a éste sentido también se puede llamar vocación). De otro modo: el norte de la amistad es el conocimiento de la propia verdad personal y ajena. La cara inversa de este planteamiento parece clara: la ausencia de saber personal entre amigos, el tedio, la acidia, la desgana en la búsqueda de ese saber acerca del sentido personal de cada quién delata carencia de verdadera amistad.
Como es claro, si la amistad no es recíproca, se extingue[32]. Por ello, se puede considerar que a lo que anima la verdadera amistad es a ir a más en ese saber personal. Si ese saber personal no se busca, o llega un momento de estancamiento en que no va a más, es preferible desatar los vínculos de la amistad. Recuérdese que no hay verdadera amistad si no se ve al otro como “otro yo”. Por eso, no toda forma de amistad lo es verdaderamente. También esto sirve en el seno de la familia. En efecto, sin verdadera y creciente amistad, no hay amor personal, porque la amistad es una manifestación a nivel de esencia humana, del amor personal que caracteriza al acto de ser. Por eso, la clave de los esposos es que, con el paso del tiempo, vayan siendo cada vez más amigos (sin compensaciones). Y la misma clave media entre éstos y los hijos, hasta el punto de que sin amistad no cabe educación. Y otro tanto hay que decir respecto de hermanos: si se rompe en ellos la amistad, es porque previamente la fraternidad ha desaparecido. ¿Cómo se nota la falta de amistad? Ya se ha indicado: por la falta de obras que cohesionen. También, por sobra de obras que separen.
Por otra parte, para Aristóteles un hombre puede ser amigo de otro, pero no de Dios, porque entre el hombre y la divinidad falta la debida proporción, y el Estagirita supone que la amistad se deben dar siempre entre iguales[33]. En cambio, para Tomás de Aquino, cabe la amistad con los hombres y también con Dios[34]. En efecto, en la revelación cristiana, más que hablar de que el hombre busque la amistad con Dios, es éste quien toma la iniciativa y manifiesta su amistad con el hombre, con cada hombre[35]. Tener amistad con Dios es mucho más que cumplir sus mandamientos, aunque cumplirlos es requisito para ser amigo de Dios[36], es decir, ser amigo de Dios es mucho más que lo justo. Si se cumplen las normas a que inclina la naturaleza humana, se es justo, pero no necesariamente amigo[37]. La justicia es inferior a la amistad, aunque es requisito indispensable para que ésta se dé. Por eso no existe verdadera amistad entre quienes no cumplen la ley natural, tema de la sindéresis. Por lo demás, ser amigo de Dios comporta predilección por él por encima de todas las demás cosas[38].
La amistad es la virtud humana más excelsa, pero no es equivalente al amor personal[39]. Para Tomás de Aquino, el amor unas veces es considerado como una pasión[40], otras como un acto de la voluntad[41], y dentro de este último punto de vista unas veces se destaca su fuerza como “virtus unitiva”; otras, su ser “forma et radix amicitiae”, etc.[42]. Algunos de los estudiosos tomistas de este tema han notado que el amor personal no puede ser algo adquirido de la voluntad (un acto o una virtud), y postulan que se trata de un hábito innato[43]. Por otro lado, para algunos representantes de la moderna fenomenología el amor es más radical en el hombre que el conocer[44]. Para pensadores como Marcel, el amor es una de las realidades humanas con más peso ontológico[45]. Según otros pensadores actuales, mientras que la amistad es una virtud de la voluntad, el amor es, en cambio, una dimensión del acto de ser personal[46]. Esta última posición es más certera, pues es pertinente distinguir el amor personal de la amistad. El primero radica en el acto de ser, la segunda es una virtud de laesencia humana.
Por su parte, la caridad parece incidir más en el amor propio del acto de ser personal humano que en la amistad propia de la voluntad. Obviamente, la caridad no puede prescindir del saber personal (hábito de sabiduría), puesto que el tema de éste es la propia persona humana; y como ésta es coexistente, tal saber se abre a las demás personas como personas. Pero dicho saber no es el que proporciona el conocimiento por connaturalidad de la amistad, porque éste no alcanza a conocer a las personas como actos de ser personales, sino como esenciashumanas, es decir, como “otros yoes”. De manera que el hábito de sabiduría añade al conocimiento que versa sobre la amistad un conocimiento superior al esencial, a saber, elpersonal. Pero si se acepta que el acto de ser personal es elevado por medio de la caridad, ¿por qué el hábito de sabiduría no va a poder ser elevado por otro don divino? Seguramente de esa elevación responde el don de sabiduría[47].
En suma, cabe un conocimiento indirecto, experiencial, afectivo, connatural, del hábito de sabiduría, cuando tenemos una verdadera virtud de la amistad y arrojamos luz sobre ella indagando acerca de cuál es su sentido y su fin. Ahora bien, ¿es éste el único modo de conocer el hábito de sabiduría?, ¿tal vez el mejor?
Tomás de Aquino asegura -como vimos- que el hábito de los primeros principios se conoce por el de sabiduría[48]. Si esta tesis se aceptase, y -siguiendo su paradigma- se preguntase con qué instancia cognoscitiva se alcanza a conocer el hábito de sabiduría, habría que preguntar por un conocer superior al del propio hábito. Pero si no disponemos de otro hábito más excelente que el de sabiduría, no podemos preguntar con qué otro hábito se puede alcanzar a conocer, de modo directo, este hábito. Como también se dijo, para el de Aquino, superior a este hábito sólo es el intelecto agente. Así pues, cabría preguntar si acaso es el “intellectus agens” el que conoce al hábito de sabiduría.
La respuesta afirmativa al precedente interrogante sería problemática, porque, si se ha indicado que el hábito de sabiduría alcanza al intelecto agente, ¿cómo sería posible que el intelecto agente conociese, a su vez, a tal hábito? ¿No sería esto una especie de circularidad y, consecuentemente, una falta de fundamentación? Además, de aceptarse esta explicación surgirían otros interrogantes: ¿cómo es posible que el hábito de sabiduría tenga dos temas a conocer: el hábito de los primeros principios y el intelecto agente? La dificultad se incrementaría cuando se advirtiera que un tema conocido por el hábito es inferior al propio hábito y el otro, en cambio, superior. Asimismo, de seguir ese modelo explicativo, habría que indagar cómo se puede conocer el propio intelecto agente. Ahora bien, si éste -lo superior del conocer humano- se vincula con Dios -la realidad suprema-, ¿cómo sería posible que el “intellectus agens” tuviese dos temas, uno inferior a él -el hábito de sabiduría-, y otro superior -el ser personal divino-?
Para paliar la perplejidad de la propuesta precedente se podría alegar que así como el hábito de los primeros principios es uno y, sin embargo, sus temas son plurales -el acto de ser creado es distinto del acto de ser divino-, así el hábito de sabiduría podría tener temas plurales. Sin embargo, a lo que precede habría que replicar que no es equivalente tener temas plurales de la misma índole -actos de ser- que tenerlos de diversa índole -un hábito cognoscitivo, el de los principios, no es de la misma naturaleza que un acto de ser cognoscente, el personal humano-, porque los temas de cualquier método cognoscitivo no pueden ser heterogéneos. Y otro tanto habría que decir respecto de los supuestos temas del intelecto agente, pues es obvio que un hábito -el de sabiduría- no es de la misma condición que un ser personal -el divino-. Como se puede apreciar, en la cumbre del conocer humano se multiplican las dificultades y, además, no se encuentran respuestas explícitas a ellas en el corpus tomista. Obviamente, eso no indica que no las haya, sino que se debe proseguir el planteamiento tomista intentando encontrar la solución.
Añádase que el hábito de sabiduría no puede conocer de modo intencional ni al hábito de los primeros principios ni a la persona humana, por un lado, porque la intencionalidad implicaconmensuración, y el hábito de sabiduría no puede conmensurarse con el hábito de los primeros principios, puesto que éste no es una forma sino un acto, una realidad y, si se conmensurase con él, no podría conocer otra realidad, otro acto, como lo es el acto de ser personal; por otro lado, porque no podría conocer intencionalmente a la persona humana ya que la intencionalidad versa siempre sobre lo inferior, y es obvio que el acto de ser personal, si es que lo alcanza el hábito de sabiduría, es superior al propio hábito. Lo mismo sucede con el hábito de los primeros principios: su conocer no puede ser intencional, si es que los primeros principios no son formas abstraídas, sino actos de ser reales superiores al propio hábito. Y otro tanto se puede decir del intelecto agente. En efecto, si éste se refiriese al hábito de sabiduría y al ser divino, por una parte, es claro que el hábito de sabiduría no se puede conocer intencionalmente, entre otras cosas porque no es físico y, por tanto, no es posible hacer una forma de él; por otra parte, porque carece de sentido decir que el intelecto agente ilumina intencionalmente al ser divino, o que el ser divino sea una forma mental.
A pesar de las dificultades precedentes, tras la formulación de esas hipótesis, podemos sacar algunas conclusiones seguras: a) los temas del hábito de los primeros principios, de la sabiduría y del intelecto agente, no pueden ser inferiores a ellos ni, obviamente, ellos mismos, sino superiores; b) los temas de esos métodos cognoscitivos son plurales. Habrá que investigar, por tanto, cuales son sus temas propios y en qué consiste su pluralidad. Se ha dicho que el tema del hábito de los primeros principios son los actos de ser reales, que son superiores al hábito y plurales. Ahora hay que añadir que el tema del hábito de sabiduría es el acto de ser personal humano, que es superior al hábito, e íntimamente plural, porque tal acto de ser personal humano no está conformado por un solo rasgo (no es simple), sino por varios rasgos de diverso nivel ontológico. A la par, el tema del intelecto agente es el ser personal divino, que es muy superior al intellectus agens, y tampoco puede consistir en una única persona divina, pues la soledad frustra la noción misma de persona.
El conocimiento del hábito de sabiduría del propio ser personal es transparente. Por otra parte, si se acepta que el acto de ser personal humano está conformado por pluralidad de rasgos de diverso nivel, el hecho de que el hábito de sabiduría los alcance no conduce a admitir que se pueda tratar de varios hábitos de sabiduría, pues todos esos rasgos son homogéneos y, además, de nada serviría multiplicar los hábitos sin necesidad, ya que lo que se requiere es la conexión entre los hábitos y el intelecto personal, y el postular dos o más hábitos sapienciales no resuelve el problema de su conexión. Sin embargo, eso no es incompatible con lo que Tomás admite, a saber, que se den varios actos de ese hábito. Con el hábito de sabiduría sabemos lo que se alcanza: el acto se ser personal. Sabemos cómo se alcanza el ser personal[49], pero todavía no queda claro cómo se conoce el propio hábito de sabiduría. Tampoco cómo se conoce la sindéresis y el hábito de los primeros principios. Y aunque alcancemos a conocer el intelecto agente (co-acto del ser personal humano) por medio del hábito de sabiduría, sin embargo, tampoco lo desvelemos enteramente por el hábito, sencillamente porque éste es inferior al “actus essendi hominis”.
Lo que precede puede sumir en la perplejidad al investigador de los hábitos superiores según Tomás de Aquino, pero también puede espolear su ingadación. Para evitar la perplejidad y animar en ulteriores investigaciones se puede indicar lo siguiente: la dificultad que encontramos para conocer los hábitos de la sindéresis, primeros principios y sabiduría es indicio revelador de que tales hábitos superiores son personales, y tanto ellos como el acto de ser personal humano no se pueden descifrar enteramente en esta vida[50]. Si se pregunta el por qué de esta eventualidad, se ofrece la siguiente posible respuesta positiva (prescindimos de las negativas, simplemente porque no responden): que Dios los descifre completamente en la vida futura.
[1] Como es sabido, para Kant pretender conocer el sujeto como real es incurrir en paralogismo. Cfr. Kant, I., Crítica de la razón pura, trad. de J. Rovira, Buenos Aires, Losada, 2ª ed., 1960, vol. II, 90–93. Por otra parte, el yo nietzscheano, por poner otro ejemplo, es satélite de la voluntad de poder cósmica e impersonal. Además, dicha voluntad está supeditada al eterno retorno. En esa tesitura el yo no es más que una forma dionísiaca de las múltiples que se pueden formar dentro del gran caleidoscopio del eterno eterno. Cfr. Así habló Zaratrustra. Intr., trad. y notas de A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 22ª ed., 312. Pretender conocer al sujeto en esa tesitura sería como el intento de transformar en perennes formas apolíneas lo que no pasan de configuraciones dionisíacas, es decir, una vana pretensión.
[2] Para algunos pensadores que se suelen llamar postmodernos –cuya influencia de Nietzsche es palmaria–, el yo parece un invento. Cfr. Foucault, M., Hermenéutica del sujeto, edición y traducción de Fernando Alvarez–Uría, Madrid, Ediciones de La Piqueta, 1994. Cfr. asimismo Vattimo, G., Más allá del sujeto: Nietzsche, Heidegger y la hermeneútica, trad. de J. Carlos Gentile Vitale, Barcelona, Paidós, 2ª ed., 1992.
[3] De la fragilidad de esas hipótesis he dado razón en mi trabajo: “El método del conocimiento personal”. Hacia una definición de filosofía personalista, Madrid, Palabra, 2006, 157–173.
[4] Cfr. mi trabajo: “El entendimiento agente según Tomas de Aquino”, Revista Española de Filosofía Medieval, 9 (2002) 105–124.
[5] Cfr. mi trabajo: El conocer personal. Estudio del entendimiento agente según Leonardo Polo, Cuadernos de Anuario Filosófico, n. 163, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2003.
[6] “Rectitudo autem iudicii potest contingere dupliciter: uno modo secundum perfectum usum rationis; alio modo propter connaturalitatem quamdam ad ea de quibus iam est iudicandum; sicut de his quae ad castitatem pertinent, per rationis inquisitionem recte iudicat ille qui didicit scientiam moralem; sed per quandam connaturalitatem ad ipsam, recte iudicat de eis ille qui habet habitum castitatis”. S. Theol., I–II, q. 45, a. 2 co. Má adelante añade: “virtuosus enim recte iudicat de fine virtutis, quia qualis unusquisque est, talis finis videtur ei, ut dicitur inEthicorum (l. III, cap. 5)”, Ibid., I–II, q. 58, a. 5 co.
[7] Cfr. Pero–Sanz, J.M., El conocimiento por connaturalidad (la afectividad en la gnoseología tomista, Pamplona, Eunsa, 1964; Cfr. asimismo: Biffi, I., “Il giudigio per quandam connaturalitatem o per modum inclinationis secondo San Tommaso”, Rivista di Filosofía Neoscolastica, 66 (1974) 356–93; Bortolaso, G., “La connaturalità affettiva nel processo conoscitivo”, Civiltà Cattolica, 103/I (1952) 374–83; Camporeale, I., “La conoscenza affettiva nel pensiero di S. Tommaso”, Sapienza, 12 (1959) 237–71; D´Avenia, La conoscenza per connaturalità in San Tommaso, Bologna, Domenicano, 1992; Faricy, R., “Connatural Knowledge”, Sciences Ecclésiastiques, XVI (1964) 155–163; Gaspar, P., “O cohecimento afectivo en S. Tomas”, Revista Portuguesa de Filosofia, 16 (1960) 411–36; 17 (1961), 13–48; Maritain, J., “La connoscenza per connaturalitá”, Humanitas, 36 (1981) 383–390; Miralles, M., “El conocimiento por connaturalidad en teología”, XI Semana Española de Teología, CSIC., Madrid, 1952; Moreno, A., “The nature of St. Thomas´ knoledge per connaturalitate”,Angelicum, 47 (1970) 44–62; Noble, H.D., “La connaissance affetive”, Revue des Sciences Philosophiques et Thèologiques, VII (1913) 637–62; Rivera, J.E., “El conocimiento por connaturalidad en santo Tomás de Aquino”, Philosophica, 2–3, (1979–80) 87–99; Roland–Gosselin, M.D., “De la connaissance affetive”, Revue des Sciences Philosophiques et Thèologiques, XXVII, (1938) 5–26; Simonin, H.D., “La lumière de l´amour. Essai sur la connaissance affective”, Vie Spirituelle, 46 (1936) 65–72; White, V., “Affective Knowledge”, New Blackfriars, 25 (1944) 321–28; Acosta, M., Dimensiones del conocimiento afectivo, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, n. 102, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2000. No podemos detenernos a comentar estos escritos, obviamente, por brevedad, y asimismo, porque no es el tema central de este Capítulo.
[8] Cfr. Patfoort, A., “Cognitio ista est quasi experimentalis”, Angelicum, 63 (1986) 3–13.
[9] Por ejemplo, D´Avenia escribe que “la conoscenza per connaturalità allora è un giudicio conoscitivo non raziozinativo che, utilizando come mezzo una inclinazione appetitiva del soggetto conoscente fissa sull´oggetto, sperimenta inmediatamente l´appetibilità dell´oggetto stesso”. De homine, Atti VII Congressus Thomistici Internationalis, Romae, Officium libri catholici, II, 1970–1972, 93.
[10] Cfr. Innerarity, D., Praxis e intersubjetividad (La teoría crítica de Jürgen Habermas), Pamplona, Eunsa, 1985; Belardineli, S., “La teoría consensual de la verdad de Jürgen Habermas”, Anuario Filosófico, XXIV/1 (1991) 115–124.
[11] Cfr. el capítulo sobre la prudencia.
[12] Cfr. el primer capítulo sobre la sindéresis.
[13] Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. IX, 1168 a 2–35; 1168 a 1–14.
[14] “Amicus est alter ipse”. In III Sent., d. 27, q. 1, a. 1 co. Cfr. también: S. Theol., I–II, q. 28, a. 1 co. Ibid., I–II, q. 77, a. 4, ad 4. De malo, q. 10, a. 2 co. In Ethic., lib. VIII, lec. 1, n. 6. Ibid., lib. IX, lec. 10, n. 2 y 12. Ibid., lib. IX, lec. 11, n. 10.
[15] Cfr. mi trabajo: “Del yo cultural al yo personal”, Thémata, 35 (2005) 189–196.
[16] Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, 7, 1155a 5.
[17] En efecto, la sindéresis puede iluminar a la inteligencia y a la voluntad. Además, puede iluminar a estas potencias perfeccionadas por sus actos y hábitos, o por sus actos y virtudes, respectivamente. Unos actos son superiores a otros; unos hábitos más altos que otros; y unas virtudes más activas que otras. Pues bien, se precisa de más luz para alumbrar la verdad de la voluntad que para iluminar a la inteligencia, porque la inteligencia es por naturaleza traslúcida y la voluntad no. Como la amistad es la virtud más alta de la voluntad, es la que requerirá de más luz cognoscitiva para ser iluminada.
[18] Para ilustrar este punto puede servir la lectura de ese himno a la sabiduría que se encuentra, precisamente, el libro revelado que lleva dicho nombre: Sap. caps. VII y VIII.
[19] Y es asimismo inferior al hábito que advierte los actos de ser extramentales (hábito de los primeros principios), porque la esencia humana es inferior a los distintos actos de ser.
[20] Son conocimientos propios de la esencia humana todo el modo de proceder propio de larazón, según actos y según hábitos, en su vertiente teórica y práctica. Cfr. mi trabajo: Razón teórica y razón práctica según Tomás de Aquino, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, n. 101, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2000.
[21] Schmidt escribe al respecto que la sabiduría no es sólo “un hábito especulativo o intelectual, sino como una síntesis, que supone un ordenamiento cognoscitivo y normativo, y que, como tal, responde al ser humano en su integridad”. “La sabiduría en Santo Tomás. Ascensión a la intimidad con Dios por participación de la verdad y el amor”, Sapientia, 39 (1984) 119. Más adelante añade estos pasajes más explícitos: “Al analizar en esta exposición el hábito y la virtud de sabiduría me refiero especialmente a los hábitos intelectuales. Sin embargo, debo señalar que, en relación al hombre y al fin de la vida humana, la verdadera y completa virtud encierra necesariamente la voluntad”. Ibid., 122. “Al responder la sabiduría a una relación íntima entre el hombre y Dios, responde al hombre en su estructura intelectiva y volitiva”. Ibid., 128. “Por ella se dirige el intelecto del hombre y su afecto”. Ibid., 129. “La sabiduría así entendida es la que nos entrega no sólo el conocimiento sino el amor”. Ibid., 130.
[22] Aquí vale la distinción tomista de potencia y acto en el alma humana: “El alma humana como subsistente, está compuesta de potencia y acto, pues la misma sustancia del alma no es su ser sino que se compara a él como la potencia al acto. Y de aquí no se sigue que el alma no pueda ser forma del cuerpo, ya que incluso en estas formas eso que es como la forma, como el acto, en comparación a una cosa, es como potencia en comparación a otra”. Q.D. De Anima, q. un., ar. 1, ad 6. Cfr. también S. Theol., I, q. 75, a. 5, ad 6.
[23] Cfr. mi trabajo: “Los afectos del espíritu. Propuesta de ampliación del planteamiento clásico”, Aquinas, XLIX/1, (2006) 215–229.
[24] Cfr. mi estudio: “Naturaleza y niveles de los sentimientos”, Pensamiento y cultura, 4 (2001) 75–86.
[25] Cfr. Tomás de Aquino, De Veritate, cuestión 26. Las pasiones del alma. Intr., trad. y notas, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, n. 111, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2000.
[26] Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1171 ss.
[27] Cfr. S. Theol., I, q. 5, a. 6 co; I–II, q. 99, a. 5, co; II–II, q. 45, a. 3 co.
[28] Cfr. sobre la amistad en Sto. Tomás: Gillon, L.B., “A propos de la théorie thomiste de l´amitie”, Angelicum, 25 (1948) 3–17. Este autor defiende que la amistad con Dios equivale a la caridad.
[29] Cfr. De Weis, R., Amor sui. Sens et fonctions de l´amour de soi dans l´ontologie de Thomas d´Aquin, Genève, Imprimerie du Belvédère, 1977; Kristeva, J., “Ratio diligendi o el triunfo de lo propio. Santo Tomás: amor natural y amor a sí mismo”, Historias de amor, Siglo Veintiuno, 2ª ed., 1988.
[30] Desde este punto de vista, la ética aristotélica es superior a la moral kantiana.
[31] La realidad a la que remite la amistad es superior a ella como virtud, porque el amigo, como “otro yo”, tiene más realidad ontológica que la propia virtud. Dicha realidad apuntada por la amistad es superior a la propia vida biológica. Eso se nota en que el amigo está dispuesto a sacrificar su propia vida por el amigo, si se sabe “verdadero” amigo. Es superior también a la vida moral, pues el amigo está dispuesto a reorientar el crecimiento de sus virtudes morales a las exigencias del bien del amigo, si se sabe amigo “de veras”.
[32] Cfr. S. C. Gentes, l. III, cap. 151.
[33] Cfr. Polo, L., “La amistad en Aristóteles”, Anuario Filosófico, XXXII/2 (1999) 477–85.
[34] Cfr. In Iohan., XI, 3; S. Theol., II–II, q. 172, a. 2, ad 1.
[35] “Ya no os llamo siervos, (…); a vosotros, en cambio, os he llamado amigos”. Jn., XV, 15.
[36] “Si diligitis me, mandata mea servabitis”, Jn., XIV, 15.
[37] El ejemplo evangélico del joven rico puede ilustrar este punto. Cfr. Mt., XIX, 16–30; Mc., X, 17–31; Lc., XVIII, 18–30.
[38] Por eso, el primer precepto del decálogo –primero en importancia– manda amar a Dios con todo el corazón, alma, mente y con todas las fuerzas.
[39] Maritain indica que lo que Tomás de Aquino llama amor de benevolencia equivale a lo que llamamos amor de amistad o también al amor de dilección. Distingue este autor en el plano natural entre el amor pasión, el amor auténtico y el amor como entrega; y en el sobrenatural entre el amor de caridad y el amor increado. Cfr. “Amour et amitié”, Approches sans entraves, Paris, Fayard, 1973, 202–239.
[40] Cfr. Super Ev. Matthaei, cap. XXII, vs. 4.
[41] Cfr. S. Th., I, q. 20, a. 1, ad 1; II–II, q.27, a. 2 co; In Ethicorum, l. IX, lect. 5, n. 3.
[42] Cfr. Bucchi, G., L´amore secondo la dottrina dell´Angelico, Pistoia, 1887; Geiger, L.B., Le probleme de l´amour chez Saint Thomas d´Aquin, Paris, Vrin, 1852; Caldera, R.T., Sobre la naturaleza del amor, Cuadernos de Anuario Filosófico, n. 80, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1999; D´Arcy, M.C., La double nature de l´amour, Paris, Montaigne, 1948; De Finance, J., “Amour, volonté, causalité”, Giornale di Metafisica, 13 (1958) 1–22; D´Hautefeuille, F., “Métaphysique de l´amour”, Revue de Métaphysique et Morale, (1964) 184 ss; Ferrari, V., “L´amore nella vita umana secondo l´Aquinate”, Sapienza, 6 (1953) 63–71; 197–206; 408–424; Garrigou–Lagrange., R., “L´amour pur et la solution de St. Thomas”, Angelicum, VI (1929) 83–124; VII (1930) 1–16; Johann, R., The Meaning of Love, Westminster, The Newman Press, 1959; “The Problem of Love”, The Review of Metaphysics, 8/2 (1954) 225–245; Manzanedo, M. F., “El amor y sus causas (Santo Tomás)”, Studium, 25 (1985) 41–69; “Propiedades y efectos del amor (Santo Tomás)”, Ibid., 423–443; Méndez, J.R., “El principio del amor”, Stromata, 43 (1987) 387–391; Laporta, J., “Pour touver le sens exact des termes: appetitus naturalis, desideriun naturale, amor naturalis, etc., chez Thomas d´Aquin”, Archives d´Histoire Doctrinale et Littéraire du Moyen Age, (1973) 37–95; Pieper, J., “El amor”, Las virtudes fundamentales, Madrid, Rialp, 1972; Rossner, W., The Theory of Love in the Philosophy of St. Thomas Aquinas, Princeton, Princeton University Press, 1953; Rousselot, P., L´histoire de l´amour au moyen age, Münster, Aschendorff, 1908; Sánchez–Ruiz, J.M., “El amor en el tomismo”, Salesianum, 22 (1960) 3–35; Simonin, H.D., “Autour de la solution thomiste du probléme de l´amour”, Archives d´Histoire Doctrinelle et Litteraire du Moyen Age, 6 (1931) 174–276; Thibon, G., Sobre el amor humano, Madrid, Rialp, 4ª ed., 1965; Tomás de la Cruz, O.C.D., El amor y su fundamento ontológico según Santo Tomás, Roma, Angelicum, 1956; Vennette, N., Filosofia dell´amore, Roma, Organozazzione Editoriale Tipografica, 1945; Wilhelmsen, F., La metafísica del amor. Traducción de F. Aguirre de Cárcer, Madrid, Rialp, 1964.
[43] “El amor íntimo… es más hábito que acto, es más quiescente que itinerante”. Cruz, J., El éxtasis de la intimidad. Ontología del amor según Tomás de Aquino, Madrid, Rialp, 1999, 911.
[44] Scheler, por ejemplo, rectificando al racionalismo moderno y al voluntarismocontemporáneo, escribió que “antes que ens cogitans o ens volens el hombre es ens amans”.Ordo amoris, Madrid, Revista de Occidente, 1934, 130. Cfr. asimismo de ese autor: Amor y conocimiento, Buenos Aires, Sur, 1960. Y respecto de otros fenomenólogos, cfr. Hildebrand, D. Von, La esencia del amor, Pamplona, Eunsa, 1998; Ferrer, U., Amor y comunidad. Un estudio basado en la obra de Dietrich von Hildebrand, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2000.
[45] Cfr, Urabayen, J., El pensamiento antropológico de Gabriel Marcel, Pamplona, Eunsa, 2001, 169.
[46] Cfr. Polo, L., Antropología trascendental, I. La persona humana, Pamplona, Eunsa, 2ª ed., 2003; Piá–Tarazona, S., El hombre como ser dual, Pamplona, Eunsa, 2001. Cfr. asimismo, Cardona, C., "El ser como amor", "La ordenación del amor", y "Los actos amorosos", enMetafísica del bien y del mal, Pamplona, Eunsa, 1987.
[47] Cfr. respecto del don de sabiduría según Tomás de Aquino: González Ayesta, C., El don de sabiduría según Santo Tomás, Pamplona, Eunsa, 1998; Anderegen J., “El don de sabiduría del Espíritu Santo en santo Tomas de Aquino”, AAVV., Los saberes según santo Tomás (XV Semana Tomista de Filosofía), Sociedad Tomista Argentina, Buenos Aires, 1990, 1–8; Gardeil, A., “Le don de sagese”, La Vie Spirituelle, 20 (1934) 12–23; “Le rôle du don de sagese dans notre vie surnaturelle”, Somme Théologique, XXXV, Paris, Du Cerf, 1957; Tascon, T., “Note sur la place du don de sagese dans la théologie morale thomiste”, Revue Thomiste, 35 (1930) 415–425.
[48] Cfr. In Metaphys., VI, cap. 11, n. 8. En otros lugares escribe: “como dice el Filósofo, la sabiduría considera las conclusiones y los principios; y por esto la sabiduría es ciencia e intelecto; ya que la ciencia es de las conclusiones y el intelecto de los principios”. In I Sen, d. 1, q. 3, a, co. “La sabiduría es cierta ciencia, en cuanto que tiene eso que es común a todas las ciencias, a saber, que demuestra las conclusiones partiendo de principios. Pero como tiene algo propio y superior a las otras ciencias, en cuanto que juzga de todas ellas, y no solo en cuanto a las conclusiones, sino también en cuanto a los primeros principios, posee razón de virtud más perfecta que las ciencias”. S. Theol., I–II, q. 57, a. 2, ad 1. “La ciencia depende del intelecto como de lo principal. Y ambos dependen de la sabiduría como de lo principalísimo, que contiene bajo sí tanto al intelecto como a la ciencia, de modo que juzga de las conclusiones de las ciencias y de los principios de ellas mismas”. Ibid., ad 2. “La sabiduría no usa sólo de los principios indemostrables, que son del intelecto, concluyendo desde ellos, como otras ciencias; sino también juzgando de ellos, y disputando contra los que los niegan. De donde inferimos de ahí que la sabiduría juzgue todas las virtudes intelectuales; y lo propio suyo sea ordenarlas a todas; y ella misma es aproximadamente la arquitectónica respecto de todo”. Ibid., I–II, q. 66, a. 5, co.
[49] Polo lo expone así: “el hábito de sabiduría alcanza la radicalidad metódico–temática: la persona no puede ser temáticamente distinta del método con que se alcanza. Como método, el carácter de además es una luz que no ilumina un tema distinto y, como tema, una luz transparente. En el hábito de sabiduría el método y el tema son solidarios; si no lo fueran, la persona asistiría como un espectador a su propio conocerse, es decir, se supondría respecto de él y, por consiguiente, en rigor no se conocería. La persona es solidaria con su propio alcanzarse”. Antropología, I, 182.
[50] Cabe la posibilidad de que los hábitos superiores y el acto de ser personal humano sean descifrados progresivamente por Dios en esta vida.
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