Publicado en: A. SARMIENTO, Al servicio del amor y de la vida. El matrimonio y la familia, Instituto de Ciencias para la Familia, Universidad de Navarra, Rialp, Madrid 2006, pp. 121-132.
Índice:
1. La fidelidad matrimonial: vivir de acuerdo con lo que se “es”
2. La custodia de la fidelidad matrimonial
2.1. Los peligros que hay que evitar
2. 2 Los medios que hay que poner
3. La necesidad de salvaguardar la fidelidad matrimonial
En virtud del pacto de amor conyugal el hombre y la mujer que se casan ya no son dos, sino “una sola carne”[1]. A partir de ese momento son, en lo conyugal, una “única unidad”. Ha surgido entre ellos el vínculo conyugal –una “comunidad”— por el que constituyen en lo conyugal una unidad de tal naturaleza que el marido pasa a pertenecer a la mujer, en cuanto esposo, y la mujer al marido, en cuanto esposa. Hasta tal punto que cada uno debe amar al otro cónyuge no sólo como a sí mismo —como a los demás hombres— sino con el amor de sí mismo. Un deber que, por ser derivación y manifestación de la "unidad en la carne"—es decir, de la “unidad” que han constituido con la entrega recíproca de sí mismos en cuanto sexualmente distintos y complementarios—, abarca todos los niveles —cuerpo, espíritu, afectividad, etc.— y ha de desarrollarse más y más cada día.
¿Cómo hacer para que el trato y la existencia matrimonial sea manifestación y testimonio cada vez más vivo de esa unidad? Contestar a esta pregunta es el intento de esta reflexión, que se desarrollará en tres apartados. El primero tratará de precisar el sentido o alcance de lo que se quiere decir cuando se habla de la fidelidad matrimonial (1). El segundo afrontará el tema de la custodia de esa fidelidad (2). Y el tercero la cuestión de la necesidad de la protección y custodia de la fidelidad en el matrimonio (3).
Por el Matrimonio los casados se convierten "como en un sólo sujeto tanto en todo el matrimonio como en la unión en virtud de la cual vienen a ser una sola carne”[2]. Es claro que los esposos, después de la unión matrimonial, son, como personas, sujetos distintos: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo del marido, ni el del marido es el de la mujer. Sin embargo, ha surgido entre ellos una relación de tal naturaleza que la mujer en tanto vive la condición de esposa en cuanto está unida a su marido y viceversa. Y si los que se casan son bautizados, esa unión se convierte en imagen viva y real del misterio de amor de Cristo por la Iglesia.
Pero, como hace notar la Revelación[3], uno de los rasgos esenciales y configuradores de esa unión y del amor de Cristo por la Iglesia es la unidad indivisible, la exclusividad. Cristo se entregó y ama a su Iglesia de manera tal que se ha unido y la ama a ella sola. Así como el Señor es un Dios único y ama con fidelidad absoluta a su pueblo, así tan sólo entre un solo hombre y una sola mujer pueden establecerse la unión y amor conyugal. La unidad indivisible es un rasgo esencial del matrimonio exigido por la realidad representada.
El sacramento hace que la realidad humana sea transformada desde dentro, hasta el punto de que la comunión de los esposos se convierte en anuncio y realización —eso quiere decir “imagen real”— de la unión Cristo-Iglesia. A la vez que une a los esposos tan íntimamente entre sí que hace de los dos “una unidad”, les une también tan estrechamente con Cristo que su unión es participación —y por eso debe ser reflejo— de la unidad Cristo-Iglesia. “En Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la purifica y la eleva, conduciéndola a la perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo Místico del Señor Jesús”[4].
“El sacramento del matrimonio hace entrar al hombre y a la mujer en el misterio de la fidelidad de Cristo para con la Iglesia”[5]. Hace que la unión de los esposos sea imagen de esa fidelidad porque es su participación. Eso quiere ser imagen real del amor de Dios. Han de ser signos o hacer visible ese amor de Dios, el uno al otro, ante los hijos y ante los demás. Así como Cristo se ha unido a su Iglesia para siempre y es fiel a esa unidad (Cristo-Iglesia), así los esposos deben estar unidos y hacer visible esa unidad para siempre.
La fidelidad no es otra cosa que la constancia en esa manifestación. “La fidelidad se expresa en la constancia a la palabra dada”[6]. Esa palabra es el “sí te quiero y te recibo como esposo/a” proclamada ante Dios y ante la Iglesia.
Varias cosas, entre otras, derivan de aquí, todas ellas decisivas para la vida de los matrimonios:— la fidelidad matrimonial, antes que respuesta del hombre, es, sobre todo, iniciativa del amor de Dios;— la fidelidad matrimonial, antes que exigencia jurídica o imperativo legal, es compromiso de la libertad;— la fidelidad es permanencia, consciente y voluntaria, en la decisión de amar.
La comunión conyugal de los esposos —el “nosotros” en el que se ha convertido la relación “yo”-“tú” que deriva, en cierta manera, del “Nosotros” trinitario[7]— ha de realizarse existencialmente. Está llamada “a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total”[8]. A los esposos siempre les cabe alcanzar una mayor identificación con el “Nosotros” divino. Siempre es posible reflejar con mayor transparencia esa “cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios —en este caso, los esposos— en la verdad y en el amor” (GS, n. 24). Siempre puede darse una mayor radicación del amor de los esposos en el amor de Cristo por la Iglesia y, en consecuencia, siempre es posible una mayor fidelidad al reflejar el amor divino participado. “Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que Él ha hecho por nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin cálculo, sin fronteras”[9].
Por eso la “unidad de los dos” ha de construirse cada día: cuando se experimenta el gozo de verse hechos el uno para el otro y también cuando surgen las dificultades, porque la “realidad” no responde a lo que tal vez se esperaba. Vivir la unidad requiere no pocas veces recorrer un camino de paciencia, de perdón. Eso es fatigoso y exige estar constantemente comenzando. Se necesita, por tanto, además del auxilio de Dios, la repuesta y la colaboración de los esposos. En este caso, el esfuerzo por mantener viva “la voluntad (...) de compartir todo su proyecto, lo que tienen y lo que son”[10]. El empeño de permanecer en aquella decisión inicial, libre y consciente, que los convirtió en marido y mujer.
De ahí la “necesidad” —se entiende desde la óptica existencial y ética— de renovar (hacer consciente y voluntariamente nuevo) con frecuencia el momento primero de la celebración matrimonial. Serán así conscientes también de que su matrimonio, si bien se inicia con su recíproco “sí”, surge radicalmente del misterio de Dios. Un misterio que es de amor y que, siendo mandamiento, es primero y sobre todo don. En esa conciencia, precisamente, radicarán el optimismo y la seguridad que deben alentar siempre el existir matrimonial vivido en la verdad y el amor. Lo que, ciertamente, pedirá, en no pocas ocasiones, un esfuerzo que puede llegar hasta el heroísmo, porque no hay otra forma de responder a las exigencias propias del matrimonio como vocación a la santidad. El don del Espíritu Santo infundido en sus corazones con la celebración del sacramento “es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más recia entre ellos en todos los niveles —del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia, de la voluntad, del alma— revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor donada por la gracia de Cristo”[11].
En ese esfuerzo —mantenido siempre con la oración y la vida sacramental— los esposos deberán estar vigilantes —es una característica del verdadero amor— para que no entre la “desilusión” en la comunión que han instaurado. Con otras palabras: habrán de estar atentos para evitar no abrir la puerta a ningún “enamoramiento” hacia otra tercera persona, poniendo los medios necesarios para evitar el “desenamoramiento” del propio cónyuge. Se trata, en el fondo, de mantener siempre vivo el amor primero. Para ello deberán “conquistarse”, el uno al otro, cada día, amándose “con la ilusión de los comienzos”. Sabiendo que las dificultades, cuando hay amor, “contribuirán incluso a hacer más hondo el amor”. “Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio —que es un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae —las muchas dificultades, físicas y morales— non potuerunt extinguere caritatem (Cant 8, 7), no podrán apagar el cariño”[12].
Se puede decir que la custodia de la fidelidad matrimonial se resume en vivir –en hacer consciente y actual— la palabra dada en el consentimiento matrimonial: en prolongar en el tiempo y el espacio el “sí” de la celebración del matrimonio. Por eso el cuidado por vivir la fidelidad matrimonial se resume, en última instancia, en poner por obra, sin desfallecimiento, dos decisiones que parecen fundamentales: a) quitar lo que estorba o impide ese compromiso; y b) poner los medios para mantener viva la decisión primera. (es decir, renovarla o hacerla nueva cada día).
Acechan a la fidelidad matrimonial una serie de peligros o amenazas que es necesario desenmascarar y combatir sin desfallecer. Como consecuencia del desorden causado por el pecado de “los orígenes”, esos riesgos acompañan constantemente el existir del ser humano sobre la tierra, con manifestaciones muy particulares en la relación del hombre y la mujer en el matrimonio. Cabe recordar, entre otros peligros contra la fidelidad conyugal: una idea equivocada del amor matrimonial; el afán de dominio en la mutua relación; la falta de lucha por superar las dificultades; la imprudencia en las relaciones sociales y laborales; etc.
— Una idea equivocada del amor matrimonial. Con mucha frecuencia el amor se identifica con el sentimiento; y el amor matrimonial con la atracción. El amor verdadero, en cambio, no es un mero sentimiento poderoso, es una decisión, una promesa: su sello de autenticidad es la donación, entrega. El sentimiento, por su propia naturaleza, es efímero: comienza y desaparece con facilidad. Perder esto de vista o no haberlo comprendido origina muchos problemas matrimoniales, cuando la atracción y el sentimiento van quedándose atrás. Por eso, hay que evitar idealizar a la otra persona como si ya fuese perfecta o “una santa”, como si fuera imposible que tuviera defectos.
—El afán de dominio en la mutua relación. El primero y principal enemigo de la felicidad conyugal es la soberbia, una de cuyas manifestaciones es el afán de dominar a los demás, en este caso al propio cónyuge. Se puede llevar a cabo de muchas y variadas formas: no escuchando, intentando imponer el propio parecer en asuntos opinables, procediendo con hechos consumados en la administración de las cuestiones que son comunes a los dos, etc.
Se puede y se debe implicar al cónyuge, por ejemplo, en las tareas del hogar. Pero se deberá estar atentos para no caer en victimismos (con quejas continuas que hacen poco atractivas la relación común y la vida del hogar) o en actitudes reivindicativas (que pueden responder a verdaderos derechos), pero que se compaginan difícilmente con el amor. No sería razonable la actitud de la mujer, que se tradujera en presentar al marido hechos consumados como la decoración de la casa, compras u otros aspectos, con la excusa de que se carece de la sensibilidad o del gusto necesario para que se le tenga en cuenta. Tampoco lo sería el proceder del marido que reclamara para sí una posición de dominio absoluto, manifestada, por ejemplo, en que hubiera que pedirle permiso para todo –sin que él lo pida a nadie--, en que hubiera que rendirle cuentas de todo sin que él tuviera que rendir a nadie, o en tomar a su mujer simplemente como una instancia de consulta reservándose siempre para sí la decisión y sin tener que dar razón de ella.
—La falta de lucha por superar las dificultades. Vivimos en una sociedad cómoda en la que es dominante la mentalidad que lleva a huir de los problemas, en vez de afrontarlos y resolverlos. Lo que se pide a la vida es que todo salga sin esfuerzo. Es evidente, sin embargo, que la realidad no es esa, según la experiencia demuestra claramente.
El verdadero amor se manifiesta no tanto en encontrar una especie de sintonía perpetua lograda sin esfuerzo, como en una lucha por superar los obstáculos que se interpongan para conseguir la concordia y aumentar más la unión. “Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte”[13].
En los matrimonios esa falta de lucha por superar las dificultades en sus mutuas relaciones se manifiesta no sólo en las desavenencias y rupturas matrimoniales, sino en el distanciamiento y falta de comunicación aunque se mantenga la convivencia. Y sobre todo, en las discusiones y disputas. Es necesario hacer un esfuerzo por evitarlas, lo que pone en juego una multiplicidad de virtudes: la fortaleza –dentro de ella, sobre todo la paciencia--, la humildad, etc. Es así como se conseguirá muchas veces evitar esas disputas.
— La imprudencia en las relaciones sociales y laborales. Se dan también circunstancias que pueden poner en peligro la felicidad matrimonial. El ambiente laboral y social facilita en ocasiones un tipo de relaciones que pueden resultar a veces agresivas para la fidelidad matrimonial (se comparten muchas cosas, frecuentes viajes, comidas de trabajo, etc. que pueden llevar a un excesivo compañerismo, camaradería, provocaciones…). Es necesario ser prudentes y poner los medios oportunos: la guarda del corazón, evitar hacer o recibir confidencias… y sobre todo fomentar el trato y el diálogo con el propio cónyuge (buscar tiempo, planes familiares, etc.).
La guarda de la fidelidad requiere poner en juego un ascética para que se convierta en una realidad. Además de los peligros que se deben evitar, es necesario poner otros medios que son de dos clases: sobrenaturales y naturales. Entre unos y otros se da, sin embargo una relación tan estrecha que, sin identificarse, son inseparables: los sobrenaturales son como el alma que vivifica los naturales y éstos constituyen, a su vez, el espacio y la materia a través de la que se expresa la autenticidad de los sobrenaturales.
— Como medios naturales para la custodia de la fidelidad matrimonial se recuerdan, entre otros, “el respeto mutuo”, “la comunicación y el diálogo”, “el saber perdonar”, “el cuido de los pequeños detalles”, etc.
*El respeto mutuo. La primera exigencia del amor que se manifiesta en la fidelidad es el respeto. Respetar a una persona es valorarla por lo que es. Eso significa que, como la persona humana sólo existe como hombre o como mujer, requisito indispensable de ese respeto es tener en cuenta tanto la igualdad radical (el hombre y la mujer como personas son absolutamente iguales) como su diferenciación también esencial (por su masculinidad y feminidad son totalmente diferentes). Sólo así se les trata de una manera justa, es decir, la que se ajusta a la realidad de lo que son.
*La comunicación y el diálogo. La diferenciación del ser humano en hombre y mujer está ordenada a la complementariedad y, por eso mismo, al enriquecimiento mutuo. En este sentido, se recuerda una vez más que uno de los fines del matrimonio es la mutua ayuda o bien de los esposos. (No se identifican el bien de los esposos y la mutua ayuda, pero uno y otra se reclaman hasta el punto de que no son separables: la mutua ayuda sólo es tal si se ordena al bien de los esposos y éste solo se alcanza con la ayuda mutua: es la consecuencia necesaria de la “unidad de dos” que son por el matrimonio).
Esta es la razón de que el diálogo, la comunicación y el intercambio de pareceres sea un componente esencial de la vida de los matrimonios. Y esta es también la razón de que en su trato mutuo los esposos no deban olvidar nunca que la psicología del otro sexo es distinta (en la manera de enfocar las cosas, en la importancia que se da a ciertos detalles, en la manera de valorar los aspectos –más objetivos o más subjetivos— de las cuestiones, etc.). Advertir esa manera de ser distinta, tenerla en cuenta (poniéndose en el lugar del otro) enriquece a la persona y hace atractiva la vida del hogar.
Es evidente que todo esto supone una seria de actitudes básicas que se pueden resumir, en una cierta manera, en el espíritu de servicio: es decir, en el afán por hacer fácil y agradable la vida a los demás. Eso exigirá, entre otras cosas, proceder de común acuerdo en los asuntos familiares, hablando y exponiendo las razones antes de tomar las decisiones, etc. Llevar esto a la práctica exigirá muchas veces repartir las responsabilidades –todas ellas, sin embargo, compartidas en última instancia— teniendo en cuenta siempre las capacidades y aptitudes de cada uno, en buena medida ligadas a la condición propia del hombre y de la mujer.
Y un elemento importante de esa comunicación es el tiempo. Los esposos necesitan tiempo para ellos solos. También cuando haya una familia numerosa con hijos pequeños que atender, deben buscar por todos los medios algunos momentos para atender al cónyuge en particular, para conversar sin más, no sólo para tratar asuntos de la vida familiar. Con frecuencia será necesario poner en juego una buena dosis de desprendimiento y de fortaleza para poder hacerlo realidad, pues habrá que superar el cansancio –comprendiendo a la vez que puede ser mutuo--, recortar aficiones, olvidarse de los asuntos de los hijos, profesionales o de otra índole que tienden a ocupar el pensamiento, etc.
Cuando los hijos se van haciendo mayores y se van independizando, los esposos han de buscar puntos de unión, tareas e ilusiones que compartir. Si no, podría ser que, después de una etapa matrimonial con muchas ocupaciones y cosas en común, llegara un momento en que los esposos no supieran ya qué decirse y entrase el aburrimiento, que tanto enfría la convivencia matrimonial.
* El saber perdonar. Uno de los mejores índices para medir el amor es el perdón, el rechazo a guardar agravios o a dar vueltas una y otra vez a lo que desune. La mayoría de las veces se tratará de cuestiones intrascendentes, en otras ocasiones los agravios se deberán a valoraciones excesivamente subjetivas... En cualquier caso el saber perdonar connota siempre la calidad del verdadero amor.
Por eso el examen frecuente –mejor diario— sobre la manera de vivir este aspecto no puede faltar a la hora de valorar la autenticidad del trato conyugal. Cuántas veces se ha sabido pedir perdón; cuántas se ha perdonado a la primera –o mejor, aún se ha adelantado uno a poner cariño antes de que le pidan perdón—; cómo se reacciona ante un desacuerdo del cónyuge –si se sabe ceder en lo intrascendente, si se sabe escuchar—; cuántas veces se ha rectificado una opinión, pues la pretensión de tener siempre la razón o de ser el único capaz de juzgar acertadamente la realidad es pura soberbia: son preguntas que, de una u otra forma, indican la disposición que se tiene y cómo se vive este aspecto del amor.
Y difícilmente se puede esto tan fundamental si estas preguntas no entran en el examen de conciencia y en la confesión sacramental.
* El cuidado de los detalles pequeños: el empeño por hacer feliz al cónyuge. El amor –también el de los esposos— necesita renovarse, es decir, hacerse nuevo cada día, de lo contrario corre el riesgo de enfriarse y desaparecer. Lo normal serán los detalles sencillos, pero significativos y necesarios (un par de besos, recordar al cónyuge que se le sigue queriendo, etc.). No son cosas que se deben dar por dar por supuestos ni tampoco como ya adquiridas, como si no necesitaran una renovación permanente o no fuera necesario el esfuerzo por “conquistar” al cónyuge, procurando hacer que la propia relación matrimonial sea siempre interesante.
Con el correr de los años, cobra una gran importancia en este terreno una caridad que lleva a pensar en lo que satisface al cónyuge más que en las necesidades propias de cariño, venciendo las tentaciones que se pueden presentar: las más comunes son la rutina por parte del varón, y la susceptibilidad por parte de al mujer, debido que esta última suele ser más sensible al cariño manifestado. Hay que tener en cuenta, además, que el marido suele pedir que la mujer exprese con claridad lo que quiere o necesita; por eso sería una actitud equivocada esperar a que él “adivine” lo que pasa a la mujer, y pensar que “ya no le quiere como antes” si no lo hace. Pero también lo sería por parte del marido olvidar ese aspecto de la psicología de la mujer. Parte de ese cariño se debe traducir en detalles materiales, con respecto a lo cual se debe huir de dos extremos: su carencia por un lado, y, por otro, el no acertar a compaginarlo con una vida sobria. (Se debe tener en cuenta que lo que se aprecia de verdad es la “sorpresa” movida por el cariño, no el enfrascarse en un tren de vida de lujo, aunque haya otros que reiteren esas manifestaciones de ostentación. Otras veces esos detalles materiales ostentosos podrían enmascarar el deseo de “comprar” al propio cónyuge).
—La importancia de los medios sobrenaturales en la custodia de la fidelidad matrimonial se descubre enseguida si se advierte que, por el sacramento, el matrimonio es una verdadera transformación y participación del amor humano en el amor divino y, en consecuencia, sólo con la ayuda de la gracia los esposos serán capaces de construir su existencia matrimonial como una revelación y testimonio visible del amor de Dios. Por ello el recurso a la oración y a los sacramentos es decisivo en la custodia de la fidelidad matrimonial.
* Es en la oración y meditación frecuente del sacramento recibido donde los esposos contarán con la luz y fuerza del Espíritu Santo para penetrar en la hondura y exigencias de su amor conyugal. El amor sólo puede ser percibido en toda su radicalidad desde su fuente, el Amor de Dios –El Espíritu Santo, el don del Amor de Dios infundido en sus corazones con la celebración del sacramento[14]— cuya luz se hace particularmente intensa en el diálogo propio de la oración.
* La Eucaristía tiene una significación especial en el crecimiento y custodia de la fidelidad matrimonial. “La esponsalidad del amor de Cristo es máxima en el momento en que, por su entrega corporal de la Cruz, hace a su Iglesia cuerpo suyo, de modo que son ‘una sola carne’. Este misterio se renueva en la Eucaristía”[15]. Por eso los esposos han de encontrar en la Eucaristía la fuerza y el modelo para hacer visible, a través de sus mutuas relaciones, la unidad y fidelidad del misterio del amor de Cristo a su Iglesia del que su matrimonio es un signo y participación.
* También el sacramento de la Reconciliación tiene su momento específico en la custodia de la fidelidad matrimonial. El perdón de las ofensas es índice claro de la calidad del amor. Ha de estar presente entre los esposos que quieren vivir con sinceridad su amor conyugal. Pero las ofensas que pudieran darse, antes que faltas de amor al propio cónyuge, son primero y sobre todo, ofensas a Dios. Por eso el perdón y la reconciliación con el propio esposo exigen siempre que tenga lugar también el perdón y la reconciliación con Dios. De manera necesaria mediante el sacramento de la Reconciliación en el caso de ofensas graves, y muy conveniente en todas las demás.
Varias son las razones que hacen especialmente necesario dar prioridad al tema de la custodia de la fidelidad matrimonial en el discurrir de la vida de los esposos y en la formación y apostolado de los matrimonios y las familias.
— En primer lugar, porque sólo de esa manera los casados están en condiciones re responder adecuadamente a la plenitud de vida cristiana a la que, como bautizados, están llamados.
Por otra parte, la condición histórica del ser humano indica que la persona humana se realiza en el tiempo y en el espacio; y, en consecuencia, la decisión de los esposos de ser fieles ha de hacerse realidad cada día. Y es evidente que las contrariedades que a veces es necesario superar exigen el empeño por mantenerse constantes en el compromiso matrimonial, sobre todo si se tiene en cuenta las consecuencias del pecado de “los orígenes”: acechan constantemente riesgos como el cansancio, el acostumbramiento, etc.
La necesidad de este empeño y apostolado es aún mayor si, como es fácil advertir, existe, también entre los que quieren vivir con rectitud su vida matrimonial y familiar, una concepción bastante rebajada de lo que es y supone la fidelidad matrimonial. No son pocas las veces que aparecen personas casadas que entienden la fidelidad matrimonial como un simple no romper el compromiso matrimonial. Aunque eso ciertamente lo primero (la condición imprescindible), ¿cómo es posible conciliar esa actitud con la afirmación de que el matrimonio es uno de los caminos para vivir la llamada universal a la santidad? Porque se debe recordar siempre que “la unión matrimonial y la estabilidad familiar comportan el empeño, no sólo de mantener sino deacrecentar constantemente el amor y la mutua donación. Se equivocan quienes piensan al matrimonio es suficiente un amor cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados tienen el grave deber –contraído en el compromiso matrimonial—de acrecentar continuamente ese amor” (Juan Pablo II, Aloc.8.IV.1987).
Nos encontramos, por tanto, particularmente en estos casos, con personas que, queriendo vivir con sinceridad las exigencias de su compromiso matrimonial, se ven incapacitadas para hacerlo (desde el punto de vista objetivo). En muchos casos, no es que no quieran. Es que no saben.
— Existen además otra serie de factores, provenientes en buena parte de la cultura y mentalidad que envuelven a la sociedad actual, que hacen más urgente la necesidad de la custodia de la fidelidad matrimonial. Me refiero, entre otros, a la difusión de una falsa idea de la libertad, incapaz de “entender”, ni siquiera como posibilidad, un compromiso estable y de futuro. Pero, ¿cómo entender una entrega de la persona –la que exige un amor conyugal auténtico— limitada sólo a un período de tiempo o a aspectos más o menos agradables según los resultados?
También la difusión de una mentalidad divorcista que llega a proclamar como señal de madurez y autenticidad la ruptura matrimonial en aras—se dice— de una mayor sinceridad con uno mismo y con el propio cónyuge. O la existencia de legislaciones divorcistas que llevan el riesgo de inducir a justificar el divorcio como algo moralmente lícito.
Se hace necesario dar un lugar de primera importancia al tema de la custodia y crecimiento de la fidelidad en el matrimonio. Como acaba de apuntarse, no son pocas las dificultades que es necesario superar. Y, a la vez, la salud y éxito de la familia en la vida de la sociedad y de la Iglesia están ligados a la fidelidad matrimonial. Nos encontramos ante una cuestión que es siempre clave. También en aquellas familias y matrimonios que se esfuerzan por ser coherentes con las exigencias que conlleva el proyecto de Dios sobre sus vidas.
[1] Mt 19,6; cfr. Gn 2,24; FC, n, 19.
[2] JUAN PABLO II, Aloc.
[3] Cfr. Ef 5,25-33; Os 2,21; Jr 3,6-13; Is 45; etc.
[4] FC, n. 19.
[5] CEC, n. 2365.
[6] Ibídem.
[7] Cfr. GrS, nn. 7-8.
[8] FC, n. 19.
[9] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 232.
[10] FC, n. 19.
[11] Ibídem.
[12] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 24.
[13] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 25.
[14] Cfr. Rm 5, 5.
[15] DPF, n. 60.
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