Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Contacto Tomás Trigo
James E. Bermúdez
Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2003.
Índice
El desarrollo de la humildad
1. Las causas de la humildad
1.1. La acción de Dios
1.2. La acción del hombre
2. Los grados de la humildad
2.1. Los doce grados de humildad según San Benito
2.2. Los tres grados de humildad según la Glosa
2.3. Los siete grados de humildad según San Anselmo
3. La perfección de la humildad
3.1. El temor de Dios: don que perfecciona la humildad
3.2. La pobreza de espíritu como bienaventuranza correspondiente a la humildad
3.3. La paz, fruto principal de la humildad
Las causas de la humildad son la acción de Dios y la acción del hombre, o sencillamente, Dios y el hombre. La acción de Dios incluye todo aquello que hace Dios para procurar nuestra humildad: lo que en su providencia permite o dispone en orden a nuestra humildad, así como la gracia que infunde en nuestras almas (1.1). La acción del hombre se refiere al esfuerzo que ha de poner para crecer en humildad, lo cual se concreta en los medios principales de que dispone para desarrollar esta virtud (1.2).
Dios procura la humildad de sus elegidos por medio de su providencia. En efecto, como la materia del vicio de la soberbia se halla principalmente en el bien, Dios permite que sus elegidos, por alguna enfermedad, o defecto, o incluso pecado mortal, se vean privados del bien que buscan, a fin de que se humillen y reconozcan que no les bastan sus fuerzas para mantenerse en pie[1]. Dios permite estas cosas con el fin de ayudar a ver que todo lo bueno que tenemos lo recibimos de sus manos y que nuestras fuerzas -que también las tenemos como recibidas- son limitadas. De este modo, por su paternal providencia, nos lleva a un mejor conocimiento propio, y como consecuencia, a confiar más en Él.
Este fin, pretendido por Dios al permitir estas cosas, está subordinado a otro: evitar cosas peores. Del mismo modo que un médico con frecuencia provoca una enfermedad menor para evitar una mayor, Nuestro Señor Jesucristo, el médico de las almas, permite que muchos de sus elegidos sean afligidos con grandes enfermedades corporales para combatir las enfermedades graves del alma, e igualmente, permite que caigan en pecados menores -incluso en pecados mortales- para evitar pecados aún mayores[2].
Tenemos, en este sentido, el caso de San Pablo[3]: “Para que no me engría a propósito de la magnitud de las revelaciones, me fue dado el aguijón de la carne, un ángel de Satanás, que me abofetea” (2 Co 12, 7). Este aguijón, en sentido literal, significa un dolor ilíaco; por tanto, una enfermedad corporal. Así, Dios querría o permitiría su enfermedad para ayudarle a ser humilde.
Pero el aguijón de la carne puede interpretarse también como referido a la concupiscencia de la carne. Y así, puede referirse a lo mismo a que alude San Pablo cuando dice que no hace lo que quiere, sino lo que no quiere (cf. Ro 7, 25). Este aguijón de la carne, dice el Apóstol, es un ángel de Satanás. En realidad, es un ángel enviado o permitido por Dios; pero es de Satanás, porque su intención es subvertir o destruir; la intención de Dios, en cambio, es humillar y probar. Así pues, Dios se sirve del ángel de Satanás para procurar la humildad de San Pablo.
“Rogué tres veces al Señor que se retirase de mí” (2 Co 12, 8). Podemos hacer notar aquí -porque no lo hace el Aquinate- que el que San Pablo rogase tres veces al Señor pone de manifiesto que no confió en sus propias fuerzas. De manera que la experiencia de su debilidad le sirvió para conocerse a sí mismo, reconocerse débil, y confiar más en Dios.
“Y Él me dijo: Te basta mi gracia. Pues en la enfermedad se perfecciona la virtud” (2 Co 12, 9). Y comenta Santo Tomás: “La virtud se perfecciona en la enfermedad, no porque la enfermedad cause la virtud, sino porque da ocasión para cierta virtud, esto es, para la humildad”[4]. De este modo, el que la experiencia de la propia debilidad -tanto física como espiritual- sea ocasión para crecer en la humildad, y no causa de ella, pone de relieve el hecho de que es necesaria la correspondencia del hombre.
Dios procura nuestra humildad, no ya permitiendo la tentación, sino incluso permitiendo el pecado, quedando así éste ordenado al bien de la virtud. De esta manera, aunque la caída en el pecado sea un castigo por nuestros anteriores pecados[5], es también manifestación de la misericordia divina[6], ya que puede favorecer no sólo la humildad, sino también la prudencia[7] y la diligencia[8].
Un caso similar es el de San Pedro. Dios permitió que le negara tres veces para favorecer su humildad. “‘Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré’ (Mt 26, 33). Se consideraba más firme que los demás; y cayó en aquello que se dice en Lc. 18, 11: ‘No soy como los demás hombres’ etc... Se atribuía a sí mismo lo que no debía, como está escrito en Jn 15, 15: ‘Sin mí, no podéis hacer nada’. Por eso, por cuanto habló con arrogancia, le permitió caer más veces; y esto lo hace Dios, porque odia mucho la soberbia: ‘Y humilla toda arrogancia’ (Jb 40, 6)”[9]: “En verdad en verdad te digo que esta misma noche, antes de que cante el gallo, me negarás tres veces” (Mt 26, 34). Y aun en la réplica de San Pedro a estas palabras se nota su arrogancia: “Aunque tenga que morir contigo, no te negaré” (Mt 26, 35). Al decir esto se pone por encima, no ya de los apóstoles, sino del mismo Señor y en esto se aprecia su soberbia[10].
Las humillaciones que quiere o permite el Señor pueden efectivamente ayudar a vivir la humildad, y así lo muestra el caso de San Pedro. Efectivamente, en las confesiones de amor que posteriormente hace al Señor, se pone de manifiesto su humildad: “Señor, tú sabes que te amo” (Jn 21, 15). Ahora no se pone por encima del Señor diciéndole que no le negará, cuando el Señor le había dicho que sí le negaría, sino que se humilla ante Él, no atreviéndose a confesar su amor sino bajo el testimonio de Cristo. E igualmente, no se pone por encima de los apóstoles diciendo: “Te amo más que éstos”, sino simplemente: “Te amo”. Y nos enseña así el apóstol a no considerarnos mejores que los demás, sino a considerar a los demás mejores que nosotros: “En humildad, que cada cual considere a los demás como superiores” (Flp 2, 3)[11].
Podemos colocar como algo incluido en la providencia de Dios por la que favorece nuestra humildad, la ayuda que los demás nos prestan para que aprendamos a ser humildes. En efecto, la perfección -y, por tanto, la humildad- depende también de la relación con los demás[12]: así hemos traducido lo que Santo Tomás denomina en latín politica. El Aquinate no desarrolla en este lugar esta idea, pero es de una gran lógica. La relación con otras personas parece referirse a la formación y la ayuda que se recibe de los demás: la familia, la escuela, etc. De esta manera, si la relación con los demás está comprendida en la providencia de Dios, podemos decir que Dios procura nuestra humildad también a través de otras personas.
A la vez, hay que tener en cuenta que la relación con otras personas puede ser también motivo de soberbia. Puede darse, por ejemplo, una educación en el orgullo, de manera que la relación con otras personas sea ocasión para fomentar la soberbia. Esto lo permite Dios porque respeta la libertad humana, aunque Él lo que busque sea nuestra humildad.
Entre quienes pueden procurar nuestra soberbia se encuentra el diablo. Santo Tomás afirma que éste tienta a los grandes (magnos) por las glorias vanas. El contexto de esta afirmación es las tentaciones de Jesús en el desierto, concretamente la segunda de ellas, en la que el diablo lleva a Jesús al pináculo del templo. El Aquinate se pregunta por qué lo puso en concreto sobre el pináculo. A lo que responde que porque era un lugar en el que se enseñaba. Y así, el que el diablo condujera a Jesús ahí significa que tienta a los grandes con la vanagloria[13].
Santo Tomás no explica aquí quienes son los grandes. Caben al menos dos interpretaciones. Podría referirse a uno de dos tipos de hombre que Santo Tomás distingue: los de grande y elevado ánimo, los cuales son fácilmente provocados a la ira, y los pusilánimes que son propensos a la envidia[14]. Los grandes serían, pues, los de soberbio y elevado ánimo. Esta interpretación, sin embargo, no parece acertada porque no es aplicable a Cristo, que no fue ni soberbio, ni dado a la ira, ni tampoco pusilánime y propenso a la envidia.
Otra interpretación es que los grandes son, sin más, los virtuosos. Esta lectura nos parece más acertada, y esto, por dos motivos. Primero, porque entendido de este modo, cabe decir que Cristo es un grande, es el grande. Y segundo, porque todos podemos caer en la vanagloria, no sólo los de soberbio y elevado ánimo. En cualquier caso, lo que interesa resaltar aquí es que el diablo induce a la soberbia: si Dios procura nuestra humildad; el diablo, en cambio, intenta fomentar nuestra soberbia.
Sacando conclusiones de lo dicho hasta ahora, Dios procura nuestra humildad por medio de su misericordiosa providencia, dándonos ocasiones para ejercitarnos en esta virtud: la enfermedad, las tentaciones, y hasta el mismo pecado. Asimismo, intenta fomentar nuestra humildad sirviéndose de los demás. Sin embargo, éstos también pueden favorecer a veces nuestra soberbia, de modo que procuran nuestra humildad, pero no siempre.
En cambio, el diablo nunca procura nuestra humildad; si acaso intenta que caigamos en la tentación de la soberbia. Aun así, Dios se puede servir de la acción del diablo -que no escapa a la providencia divina- para procurar nuestra humildad, como se puede apreciar en el caso de San Pablo. En efecto, si se interpreta el pasaje del aguijón de la carne como referido a la concupiscencia estimulada por el diablo, entonces Dios se sirve de las tentaciones para procurar la humildad de San Pablo y, por tanto, la nuestra.
Aparte de la providencia de Dios, existe otro modo en que Dios nos ayuda a ser humilde: dándonos su gracia. Se trata de algo que podría acaso considerarse como parte de la providencia, pero en realidad es algo distinto. Es una ayuda más directa. Es una luz y una fuerza de Dios que actúa en nosotros. En realidad, lo que hemos incluido hasta el momento como perteneciente a la providencia de Dios no son sino ocasiones que brinda Dios para que nos ejercitemos en la humildad; en cambio, el don de la gracia causa la humildad. Aun así, pensamos que la providencia de Dios puede considerarse también causa de esta virtud: una causa ocasional, más externa que interna y menos decisiva de cara al desarrollo de la virtud.
Lo más decisivo para el desarrollo de la virtud es el don de la gracia: la humildad en el hombre se debe en primer lugar y principalmente a la gracia[15]. De todas maneras, la causa primera de la humildad parece ser el Espíritu Santo. En efecto, Santo Tomás afirma que el Espíritu Santo causa la humildad[16]. Así, como el Espíritu Santo es quien infunde la gracia, el Espíritu Santo es la causa primera o última de la humildad, quedando la gracia, si se quiere, como causa segunda o penúltima. Con todo, como Santo Tomás en la Suma teológica no habla del Espíritu Santo como causa de la humildad, y el Comentario al evangelio de Mateo, donde sí lo hace, es anterior a esta obra, podemos decir simplemente que la causa primera de la humildad es la gracia de Dios. En el fondo, nos parece que la gracia de Dios es inseparable del Espíritu Santo. En este sentido, el concepto gracia de Dios incluye de alguna forma al Espíritu Santo: la gracia es precisamente la acción del Espíritu Santo en el alma.
“El hombre consigue la humildad en virtud de dos cosas: en primer lugar y de modo principal, por el don de la gracia (...) y, en segundo lugar, por el esfuerzo humano”[17]. Para el crecimiento de la humildad, paralelo a la gracia como acción de Dios en el hombre, ha de concurrir el correspondiente esfuerzo humano: la acción del hombre. Para desarrollar esta virtud es necesaria la colaboración humana: aprovechar todas las ocasiones que ofrece Dios para humillarse, correspondiendo a la gracia. Consideremos, pues, con más detenimiento lo que el hombre ha de poner de su parte para ser humilde.
La humildad requiere del esfuerzo humano, del mismo modo que cualquier otra virtud. Podemos decir que el esfuerzo humano -en última instancia el hombre- es la causa secundaria de la humildad, siendo la primera la gracia de Dios. Este esfuerzo se traduce en la repetición de actos: “La perfección, por la que el hombre se hace grato, se debe a la gracia, a la relación con los demás y a la repetición de actos”[18].
En realidad, los medios para crecer en humildad son las manifestaciones de humildad, de las que ya hemos tratado. De ellos, hay dos que para Santo Tomás son principales: acudir a los sacramentos y a la oración.
Estos dos medios están relacionados de modo especial con la gracia de Dios, pues ésta la recibimos principalmente a través de los sacramentos y de la oración, si bien la recibimos también de muchos otros modos. Sin embargo, al hablar de los sacramentos y de la oración como medio para desarrollar la humildad, Santo Tomás no se refiere a ellos como canales de la gracia, sino como ocasiones para ejercitarse en la humildad. De modo que cuando hablamos aquí de estos medios nos referimos, por así decir, al aspecto humano de los mismos. Así entendidos, éstos son concreciones del esfuerzo humano en cuanto causa secundaria de la humildad.
Santo Tomás explica en su Comentario a las Sentencias por qué convenía que los sacramentos poseyeran un carácter sensible. En efecto, la corrupción de la virtud en el hombre se dio por medio de un sometimiento a las cosas temporales y sensibles por un afecto desordenado. Como la virtud se hace y se corrompe por el mismo camino, era conveniente que la reparación o curación de la virtud se obrase por medio de una humillación -es decir, un acto de humildad- en las cosas temporales y sensibles por reverencia a Dios. Así, además, se cumple el adagio según el cual las cosas contrarias, por sus contrarias son curadas[19]. De manera que los sacramentos en general son un medio para crecer en la virtud de la humildad, no sólo en el sentido de que son cauces de la gracia de Dios, sino también porque son una ocasión para hacer actos de humildad.
Con todo, el único sacramento concreto al que Santo Tomás hace alusión expresa en este sentido es el sacramento de la Penitencia: “Por la confesión de los pecados el hombre se hace más humilde y más manso”[20]. Por confesión ha de entenderse también la satisfacción por los pecados, pues es propio del humilde no sólo confesar los pecados, sino también satisfacer por ellos[21]. Aquí, de nuevo, no se quiere señalar el hecho de que por la gracia de la confesión nos hacemos humildes sino que el esfuerzo humano que requiere confesar los pecados y satisfacer por ellos es materia de humildad y el que confiesa sus pecados se ejercita y crece en esta virtud.
Por otra parte, Santo Tomás parece ver en la oración una ocasión privilegiada para crecer en humildad. En la oración se rebaja -se hace bajar- la altivez del espíritu de soberbia[22]. Por la oración humilde, no sólo disminuye la soberbia y aumenta la humildad, sino que se satisface por la soberbia de los precedentes pecados y se amputa la raíz de los mismos de cara al futuro[23]. La humildad en la oración tiene también, entonces, un valor satisfactorio y previene contra los futuros pecados.
Santo Tomás señala, como modo de evitar la soberbia, la consideración de la propia flaqueza, la de la grandeza de Dios y la de la imperfección de las obras buenas de que se ensoberbece el hombre[24]. Si bien Santo Tomás no trata estos medios en el contexto de la oración, nos parece que se pueden considerar como parte de la oración en cuanto medio para el desarrollo de la humildad.
El primer modo de evitar la soberbia -la consideración de la propia flaqueza- se refiere al conocimiento de uno mismo. El segundo -la consideración de la grandeza de Dios- dice relación al conocimiento de Dios. Pero el tercero -la consideración de la imperfección de las propias obras- nos parece que también hace referencia en última instancia a uno mismo. Considerar la imperfección de las propias obras buenas remite a la propia flaqueza. Por ello, nos parece que este tercer modo de evitar la soberbia se puede incluir en el primero. Y así, podemos decir que son dos los medios para evitar la soberbia: la consideracion de la propia flaqueza y la consideracion de la grandeza de Dios.
Estos medios para evitar la soberbia -y, por tanto, de vivir la humildad- se refieren a la razón, pues ambos consisten en realizar una consideración, cosa propia de la inteligencia. Como toda virtud moral tiene su inicio en la razón[25], esta consideración es algo que pertenece a la raíz u origen de la humildad. De suerte que se trata de una consideración por parte de la razón, que da lugar a un conocimiento propio y a un conocimiento de Dios, que está como en el origen de la virtud y del cual depende, en último término -junto con el asentimiento por parte de la voluntad-, el que se realicen o no los actos propios de la humildad.
Por lo que se refiere concretamente a la consideración de la propia flaqueza, es fácil comprender por qué Santo Tomás lo considera como medio para vivir la humildad. En efecto, como ya señalamos, “la humildad se fija en la regla de la recta razón, según la cual el hombre tiene una verdadera estimación de sí mismo”[26]. Ser humilde no parece ser otra cosa que actuar según la verdad sobre uno mismo. Y por eso es lógico que el fijarse en la recta razón, la cual proporciona una concepción verdadera sobre uno, sea un medio indispensable para ser humilde. La concepción verdadera de uno mismo es el conocimiento propio. Y decirconocimiento propio nos parece que equivale a decir consideración de la propia flaqueza, por cuanto -como señala Santo Tomás- lo propio del hombre es lo defectuoso, los defectos, porque todo lo que hay de perfección, de bueno en él, es propio de Dios[27].
Por lo que respecta a la consideración de la grandeza de Dios, también resulta lógico que Santo Tomás lo considere medio para la práctica de la humildad. Si el motivo por el que el hombre vive la humildad es la reverencia debida a Dios, un requisito necesario, un medio que, por fuerza, habrá de poner, será la consideración de la grandeza de Dios. En efecto, el objeto de la reverencia es precisamente la excelencia de una persona, es decir, la grandeza de una persona, que en este caso es Dios[28].
Santo Tomás considera también el ayuno como un posible medio para crecer en humildad. En efecto, al comentar las palabras del Salmo: “Y humillaba con ayunos mi alma” (Ps 34, 13), ofrece varias interpretaciones, siendo una de ellas la de que el ayuno es causa de humildad en el justo[29]. Sin embargo, no resulta claro a qué humildad se refiere, porque opone dicha humildad a la soberbia carnal, pues ésta se vería macerada por el ayuno. Parece referirse al desorden de las pasiones, a la concupiscencia de la carne. En cualquier caso, Santo Tomás afirma que se puede entender este versículo como referido al ayuno en cuanto acompañado de la humildad como único medio para que aquél sea grato a Dios.
En suma, los medios para vivir la humildad son, por una parte, acudir a los sacramentos -tanto porque por ellos recibimos la gracia, como porque son ocasiones para el ejercicio de la humildad-; y, por otra, la oración, que incluye la consideración de la propia flaqueza y la consideración de la grandeza de Dios.
La virtud de la humildad está en el hombre por naturaleza, en cuanto que hay una incoación natural de la virtud en todo hombre. A propósito de si las virtudes en general están en nosotros por naturaleza, Santo Tomás propone la siguiente objeción: “Dice la Glosa sobre Mateo IV, 23: ‘enseña los preceptos naturales: a saber, la castidad, la justicia, la humildad, los que el hombre posee por naturaleza’”[30]. A ella responde diciendo que “las virtudes se denominan naturales en cuanto a las incoaciones naturales de las virtudes que están en el hombre, no en cuanto a su perfección”[31].
Existe, pues, una inclinación e incoación natural de la virtud de la humildad, que se perfecciona con la gracia y con el ejercicio[32] o esfuerzo humano, según se van poniendo los medios. De tal manera que existe un desarrollo de la humildad, en virtud del cual se puede hablar de diversos grados en esta última.
En la Suma Teológica, Santo Tomás examina principalmente la clasificación de la humildad en doce grados hecha por San Benito. A ella dedicaremos el primer apartado. Seguidamente expondremos otras dos clasificaciones -los tres grados de la humildad según la Glosa y los siete grados de humildad según San Anselmo-, sobre las cuales Santo Tomás también trata, si bien brevemente.
Santo Tomás estudia los doce grados de humildad, según San Benito, a fin de determinar si están bien señalados. Estos grados son: 1) tener siempre los ojos bajos y manifestar humildad interior y exterior, 2) hablar poco y bien y en voz baja, 3) no ser muy propenso a la risa, 4) ser taciturno hasta ser interrogado, 5) observar lo prescrito por la regla común del monasterio, 6) creerse y comportarse como el último de todos, 7) confesar sinceramente la inutilidad para todas las cosas, 8) confesar los propios pecados, 9) llevar con paciencia la obediencia en cosas ásperas y difíciles, 10) someterse a los mayores por obediencia, 11) no tratar de satisfacer la propia voluntad y 12) temer a Dios y conservar el recuerdo vivo de todos sus beneficios[33].
Para mostrar que estos doce grados están bien señalados, Santo Tomás ofrece antes lo que se puede considerar un resumen de toda la cuestión sobre la humildad, la cuestión 161: “La humildad radica esencialmente en el apetito, refrenando el ímpetu del mismo a fin de que no aspire a cosas grandes; pero la regla de operaciones está en el entendimiento, a fin de que nadie se engañe creyéndose más de lo que es. Estos dos elementos tienen su origen en la reverencia debida a Dios, que se deja sentir primero interiormente y se manifiesta luego al exterior en palabras, hechos y gestos, lo mismo que las restantes virtudes. ‘Por su rostro y modo de proceder se conoce al hombre sensato’, enseña el Eclesiástico”[34].
A continuación, Santo Tomás pone de manifiesto cómo están presentes en la clasificación de San Benito todos estos elementos que intervienen en el desarrollo de la humildad, mostrando de este modo que está bien hecha esta clasificación: “Aparece, en primer término, un elemento que corresponde al principio y raíz de la humildad y que figura en el número doce: ‘temor de Dios y memoria de sus beneficios’”.
“Viene luego el elemento apetitivo: no aspirar desordenadamente a la propia gloria. Este fin se consigue venciendo tres dificultades: no seguir los movimientos de la propia voluntad (grado undécimo); regularla conforme al arbitrio del superior (grado décimo), y no desistir ante los obstáculos (grado noveno)”.
“En tercer lugar vienen los elementos que nos obligan a reconocer los propios defectos.También son tres: reconocimiento y confesión de los mismos (grado octavo); juicio de insuficiencia para cosas grandes, viendo nuestros defectos (grado séptimo), y preferencia de los demás sobre uno mismo (grado sexto).
“Por fin, los elementos referentes a los signos externos. Ante todo, el hombre no debe apartarse en sus obras de la vía común (grado quinto), ni gastar el tiempo en palabras vanas (grado cuarto), ni excederse en el modo de hablar (grado segundo), y, por último, moderar los gestos externos, reprimiendo la altanería en la mirada (grado primero) y cohibiendo la risa y demás signos de necia alegría (grado tercero)”[35].
Santo Tomás toma en consideración varias dificultades que presenta esta clasificación, que hacen pensar que no está bien hecha. Primeramente, en esta clasificación se ponen primero los actos externos y luego los internos; sin embargo, toda virtud, y, por tanto, también la humildad, procede del interior al exterior. Por tanto, esta clasificación podría parecer incorrecta. Santo Tomás responde así a esta objeción: “Para conseguir la humildad necesita el hombre dos cosas: la gracia de Dios, y en este sentido precede lo interior a lo exterior; segundo, el esfuerzo humano, por el que comienza moderando los movimientos externos y, al fin, llega a dominar la raíz interior del mal. En este orden están señalados los grados de la humildad en el lugar referido”[36]. Así pues, en el cultivo de la virtud de la humildad, como en el de cualquier otra virtud, Dios trabaja de adentro hacia afuera, mientras que el hombre trabaja de afuera hacia adentro. Y por eso, por lo que respecta a éste, tiene que empezar a esforzarse por vivir la humildad por los actos externos. Lo interior es lo más difícil y de ello se encarga Dios primero y preferentemente. Lo exterior es lo más fácil y de ello se encarga el hombre primero y preferentemente.
Una segunda dificultad que contempla Santo Tomás para considerar correctos los doce grados de humildad es la inclusión en los mismos de actos que son propios de otras virtudes, como la obediencia y la paciencia. A esta dificultad responde el Aquinate diciendo que “no hay dificultad en atribuir a la humildad cosas que pertenecen a otras virtudes, pues así como un vicio nace de otro, así también el acto de una virtud tiene su origen en otra anterior”[37]. Consideramos que, en este caso, los actos pertenecientes a la obediencia y a la paciencia son originados por un acto de humildad y no al revés. Así se entiende que Santo Tomás diga que la obediencia es causada por la reverencia a los superiores[38], mientras que la humildad es causada por la reverencia a Dios. Pues si se obedece a los superiores es, en última instancia, porque se quiere obedecer a Dios[39]. De ese modo, además, se comprende que Santo Tomas diga que la razón por la que nos sometemos a los demás es por aquello que participan de Dios[40].
Por otra parte, parece que se incluyen elementos que van contra la verdad, lo cual no pertenece a virtud alguna, quizá menos aún a la humildad; así, por ejemplo, figuran como grados de la humildad el tenerse por el último de todos y el más vil, y asimismo, el confesarse inútil para todo. A esta dificultad responde Santo Tomás afirmando que el considerarse el más vil se puede hacer sin ningún tipo de falsedad, comparando los defectos propios ocultos con los dones divinos ocultos de los demás; e igualmente, puede uno confesarse inútil para todas las cosas en la medida en que, a fin de cuentas, recibimos todo de Dios[41].
Otra clasificación de los grados de la humildad es la de la Glosa, la cual contempla sólo tres grados: 1) someterse a los mayores y no anteponerse a los iguales, 2) someterse a los iguales y no anteponerse a los inferiores y 3) someterse incluso a los inferiores. Esta clasificación considera la humildad según las diversas condiciones de las personas, a diferencia de la clasificación en doce grados, que considera la naturaleza de las cosas mismas[42].
En su comentario al Evangelio de Mateo, Santo Tomás afirma que Jesús muestra tener el máximo grado de humildad al querer ser bautizado. En efecto, el primer grado y el inferior es el de aquél que no se prefiere a sí sobre sus iguales y se somete al que es superior; el segundo, el de quien se somete a sus iguales; y el tercer grado, y el más alto, es el de quien se somete incluso al que es inferior. Y éste es precisamente el grado de humildad que evidencia Cristo al querer ser bautizado por el Bautista[43].
Los siete grados de humildad de San Anselmo son: 1) reconocerse despreciable, 2) dolerse de ello, 3) confesarlo, 4) persuadirse de ello (querer creerlo), 5) sobrellevar con paciencia el que eso se publique, 6) sobrellevar ese trato despreciable de que se es objeto, y 7) amarlo.
Los grados de esta clasificación están todos ellos contenidos en el sexto y séptimo en la clasificación de San Benito, que son: creerse y comportarse como el último de todos y confesarse sinceramente inútil para todas las cosas[44]. Se trata, por tanto, de una clasificación no exhaustiva.
Como conclusión a este apartado en torno a las diversas clasificaciones en grados de la humildad, podemos decir que Santo Tomás sostiene que la clasificación en doce grados según se encuentra en la Regla de San Benito es la más completa, y la única, de las tres que examina, que se fija en la misma naturaleza de las cosas. Los grados de humildad que se señalan en la Glosa también son correctos, y constituyen una clasificación completa. Sin embargo, no toma como criterio la misma naturaleza de las cosas, sino las distintas condiciones de las personas. Finalmente, los siete grados que señala San Anselmo contemplan, por así decir, sólo los grados correspondientes a una etapa concreta del desarrollo de la virtud de la humildad, de manera que están bien señalados, pero no constituyen una clasificación completa.
El don de temor perfecciona la humildad (3.1). A su vez, la pobreza de espíritu que, en cuanto bienaventuranza, tiene que ver con la perfección de la vida espiritual, guarda relación tanto con el don de temor como con la humildad (3.2). Y la paz, fruto del Espírtu Santo, se relaciona con la humildad, sobre todo con la perfección de la humildad (3.3).
Los dones del Espíritu Santo son perfecciones de las potencias del alma -es decir, de la inteligencia y de la facultad apetitiva o voluntad-, por las que éstas se tornan dóciles a la moción del Espíritu Santo, del mismo modo que por las virtudes morales se vuelven dóciles las potencias apetitivas -el apetito irascible y el apetito concupiscible y la voluntad- a la razón[45].
Los dones del Espíritu Santo son, así, principio de las intelectuales y de las virtudes morales y, a su vez, las virtudes teologales son principio de los dones[46]. De manera, pues, que las virtudes teologales actúan sobre los dones y éstos, a su vez, actúan sobre las virtudes intelectuales y morales.
Entre los dones existe un orden: el don de temor es el primero de ellos en escala ascendente. Se trata de un temor de Dios: un temor filial, esto es, un temor de ofender a Dios por el amor que se le tiene[47]. Se traduce en reverenciar a Dios y huir de no someterse a Él[48]. Así, como los dones se encargan de hacer que las potencias del alma sean dóciles a la acción del Espíritu Santo, se sigue que el don de temor es el primer don. Efectivamente, lo primero que se requiere para que algo sea un buen móvil es que no se resista al motor. Esto es precisamente lo que realiza el don de temor al hacer que el hombre se someta a Dios por reverencia hacia Él[49], es decir, por reconocer su superioridad. Y por eso se dice también que el temor es principio de la vida espiritual[50].
El don de temor actúa como principio de la vida espiritual mediante la humildad[51], al perfeccionarla. El temor es principio de la humildad porque el sometimiento a Dios por el cual le reverenciamos, de lo cual se encarga el don de temor, es justamente el motivo de la humildad. En realidad, nos parece que el motivo de la humildad, según lo hemos señalado, pertenece al don de temor, y por tanto, a la perfección de la humildad. De forma que el motivo de la humildad y el don de temor se identifican.
El don de temor corresponde a la bienaventuranza de la pobreza de espíritu. El razonamiento que sigue Santo Tomás para llegar a esta conclusión es el siguiente: La bienaventuranza es un acto de virtud perfecta. Por tanto, todas las bienaventuranzas tienen que ver con la perfección de la vida espiritual (al igual que los dones). Dicha perfección parece comenzar por el abandono de los bienes terrenos, lo cual pertenece a la pobreza. De manera que, así como el don de temor es el primero de los dones, del mismo modo también la pobreza de espíritu es la primera de las bienaventuranzas[52].
A su vez, la humildad corresponde a la pobreza de espíritu. En efecto, cuando el Aquinate explica quiénes son los pobres de espíritu, afirma que se puede entender por tales los humildes[53]. Se entiende así que la humildad guarde relación con los bienes terrenos, especialmente con las riquezas. En efecto, como ya hemos indicado en el tercer capítulo al hablar de las manifestaciones de la humildad respecto a los bienes externos, la soberbia suele sobrevenir a propósito de los bienes temporales que se poseen. Y por eso es propio de la humildad despreciar los bienes terrenos.
La pobreza de espíritu, o humildad, se distingue del voto de pobreza. No existe voto de humildad, por la misma razón que no existe voto de caridad: porque, mientras que el voto depende de la propia voluntad, la perfección de la humildad y de la caridad no se da por nuestro arbitrio, sino que depende del obrar de Dios[54]. Así, hablar de la perfección de la humildad –del don de temor y de la pobreza de espíritu- es poner de manifiesto la acción de Dios como causa de la humildad.
Tenemos, por tanto, que la virtud de la humildad corresponde al don de temor, que perfecciona la humildad, y que caracteriza a los pobres de espíritu: “(...) para reprimir la presunción de la esperanza, hay que fijarse en la reverencia debida a Dios, a fin de no traspasar el grado de bondad que Él nos ha señalado como propio nuestro. De modo que la humildad parece implicar sobre todo sujeción a Dios. Y por eso San Agustín, bajo el nombre de pobreza de espíritu, atribuye la humildad al don de temor, por el cual el hombre reverencia a Dios”[55].
La paz procede de la humildad, porque por la humildad el hombre se somete a Dios y, por tanto, no tiene necesidad de resistirle. Nadie puede tener paz con Dios si no es obedeciéndole humildemente[56]: “Él es sabio de corazón y robusto de fuerza: ¿Quién le resiste y tiene paz?” (Jb 9, 4). Efectivamente, si la humildad implica sobre todo sujeción a Dios, la soberbia comporta principalmente insumisión o resistencia a Dios. De ahí que los impíos o soberbios no pueden tener paz: “No hay paz, dice Yahvé, para los impíos” (Is 57, 21).
La paz es fruto de la humildad porque el humilde confía en Dios: “Su firme ánimo conservará la paz, porque en ti pone su confianza” (Is 26, 3). En efecto, el soberbio confía en sus propias fuerzas y por eso tiene motivo para la intranquilidad, pues sus fuerzas son limitadas. En cambio, el humilde, que confía en Dios, tiene paz porque el poder de Dios no tiene límites.
Quizá pueda referirse también a esta paz estas otras palabras de la Sagrada Escritura: “Pero Dios, que consuela a los humildes, nos consoló con la llegada de Tito” (2 Co 7, 6). Esta consolación la otorga Dios con la gracia. Se refiere, pues, a la consolación del Espíritu Santo: “El espíritu del Señor, Yahvé, está sobre mí, pues Yahvé me ha ungido, me ha enviado (...) para publicar el año de gracia de Yahvé y un día de venganza de nuestro Dios, para consolar a todos los tristes” (Is 61, 1-2)[57].
Con todo, Santo Tomás no llega a decir que la paz, en cuanto fruto del Espíritu Santo, tiene correspondencia con la humildad. En efecto, cuando se pregunta si la pobreza de espíritu es la bienaventuranza correspondiente al don de temor, afirma que los frutos que parecen corresponder al don de temor son aquéllos que se refieren al uso moderado y la privación de las cosas temporales -la continencia, la castidad y la modestia-, pero no menciona la humildad[58].
Una razón que podría explicar lo anterior es que existe una bienaventuranza que se refiere específicamente a los pacíficos. De todas maneras, Santo Tomás tampoco relaciona la humildad con esta bienaventuranza.
Por lo demás, no es de extrañar que Santo Tomás relacione la humildad con la paz, pues el mismo Señor dice: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 28-29). El descanso para el alma parece indicar la paz espiritual, pues si se tratara más bien de un descanso físico, quizá no hablaría el Señor de un descanso del alma.
[1] Cfr. Super II ad Cor., Cap. XII, Lect. III, n. 472.
[2] Cfr. Ibíd., Cap. XII, Lect. III, n. 472.
[3] Cfr. Ibíd., Cap. XII, Lect. III, nn. 473-474.
[4] De virtutibus in communi, q. 1, a. 9, ad 19: “Virtus perficitur in infirmitate, non quia infirmitas causat virtutem, sed quia dat occasionem alicui virtuti, scilicet humilitati”.
[5] Cfr. S. Th., I-II, q. 87, a. 2, co.
[6] Cfr. I-II, q. 79, a. 4, co.
[7] Cfr. III, q. 89, a. 2, ad 1.
[8] Cfr. In II Sententiarum, d. 31, q. 1, a. 4, c, ad 1.
[9] Super evangelium Matthaei, Cap. XXVI, Lect. V, n. 2212: “Unde reputabat se aliis firmiorem; et incidit in illud quod dicitur Lc. XVIII, 11: Non sum sicut caeteri hominum etc... attribuebat sibi quod non debebat, cum scriptum sit Io. XV, 15; Sine me nihil potestis facere. Quia ergo arroganter locutus est, ideo magis permisit eum cadere. Et hoc facit Deus, quia multum odit Deus superbiam; Iob XL, 6: Et respiciens omnem arrogantem humiliat”.
[10] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. XXI, Lect. III, n. 2621.
[11] Cfr. Ibíd., Cap. XXI, Lect. III, n. 2621.
[12] Cfr. Ibíd., Cap. IV, Lect. III, n. 386.
[13] Cfr. Ibíd., Cap. IV, Lect. I, n. 330.
[14] Cfr. In Job, Cap. V, vs. 2-4.
[15] S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum... Aliud autem est humanum studium”.
[16] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1488.
[17] S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum... Aliud autem est humanum studium”.
[18] Super evangelium Matthaei, Cap. IV, Lect. III, n. 386: “... perfectio, qua gratus homo redditur, est ex gratia, politica, et ex assuetudine”.
[19] Cfr. In IV Sententiarum, d. 1, q. 1, a. 2, a., ad 2.
[20] Ibíd., d. 17, q. 3, a. 5, sc. 1: “Per confessionem homo fit humilior et mitior...”.
[21] Cfr. In Job, Cap. XLII, vs. 1-7.
[22] Cfr. In IV Sententiarum, d. 15, q. 2, a. 1, b, ad 3.
[23] Cfr. Ibíd., d. 15, q. 2, a. 1, b, ad 3.
[24] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 6, ad 1.
[25] Cfr. Ibíd., I-II, q. 59, a. 1, co.
[26] Ibíd., II-II, q. 162, a. 3, ad 3: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem de se habet”.
[27] Cfr. Ibíd., II-II, q. 161, a. 3, co.
[28] Cfr. Ibíd., II-II, q. 104, a. 2, ad 4.
[29] Cfr. In Psalmos, Ps. 34, n. 9.
[30] De virtutibus in communi, q. 1, a. 8, obj. 2: “Matt., IV, 23, dicit glossa: Docet naturales iustitias: scilicet castitatem, iustitiam, humilitatem, quales naturaliter habet homo”.
[31] Ibíd., q. 1, a. 8, ad 1: “Virtutes dicuntur naturales quantum ad naturales inchoationes virtutum quae insunt homini, non quantum ad earum perfectionem”.
[32] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. IV, Lect. III, n. 386.
[33] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 6, prologus.
[34] II-II, q. 161, a. 6, co.: “Humilitas essentialiter in appetitu consistit, secundum quod aliquis refrenat impetum animi sui, en inordinate tendat in magna: sed regulam habet in cognitione, ut scilicet aliquis non se existimet esse supra id quod est. Et utriusque principium et radix est reverentiam quam quis habet Deum. Ex interiori autem dispositione humilitatis procedunt quaedam exteriora signa in verbis et factis et gestibus, quibus id quod interius latet manifestatur, sicut et in ceteris virtutibus accidit: nam ‘ex visu cognoscitur vir, et ab occursu faciei sensatus’, ut dicitur Eccli. 19, 26”.
[35] II-II, q. 161, a. 6, co.: “Et ideo in praedictis (ar. 1) gradibus humilitatis ponitur aliquid quod pertinet ad humilitatis radicem: scilicet duodecimus gradus, qui est, ‘ut homo Deum timeat, et memor sit omnium quae praecepit’. Ponitur etiam aliquid pertinens ad appetitum: ne scilicet in propriam excellentiam inordinate tendat. Quod quidem fit tripliciter. Uno modo, ut non sequatur homo propriam voluntatem: quod pertinet ad undecimum gradum. Alio modo, ut regulet eam secundum superioris arbitrium: quod pertinet ad gradum decimum. -Tertio modo, ut ab hoc non desistat propter dura et aspera quae occurrunt: et hoc pertinet ad nonum. Ponuntur etiam quaedam pertinentia ad existimationem hominis recognoscentis suum defectum. Et hoc tripliciter. Uno quidem modo, per hoc quod proprios defectus recognoscat et confiteatur: quod pertinet ad octavum gradum. -Secundo, ut ex consideratione sui defectus aliquis insufficientem se existimet ad maiora: quod pertinet ad septimum. -Tertio, ut quantum ad hoc sibi alios praeferat: quod pertinet ad sextum. Ponuntur etiam quaedam quae pertinent ad exteriora signa. Quorum unum est in factis, ut scilicet homo non recedat in suis operibus a via communi: quod pertinet ad quintum. -Alia duo sunt in verbis: ut scilicet homo non praeripiat tempus loquendi, quod pertinet ad quartum: nec excedat modum in loquendo, quod pertinet ad secundum. -Alia vero consistunt in exterioribus gestibus: puta in reprimendo extollentiam oculorum, quod pertinet ad primum; et in cohibendo exterius risum et alia ineptae laetitiae signa, quod pertinet ad tertium”.
[36] II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum. Et quantum ad hoc, interiora praecedunt exteriora. -Aliud autem est humanum studium: per quod homo prius exteriora cohibet, et postmodum pertingit ad extirpandum interiorem radicem. Et secundum hunc ordinem assignatur hic humilitatis gradus”.
[37] II-II, q. 161, a. 6, ad 1: “Non est autem inconveniens quod ea quae ad alias virtutes pertinent, humilitati adscribantur. Quia sicut unum vitium oritur ex alio, ita naturali ordine actus unius virtutis procedit ex actu alterius”.
[38] Cfr. II-II, q. 104, a. 3, ad 1.
[39] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[40] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[41] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, ad 1.
[42] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, ad 4.
[43] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. III, Lect. II, n. 294.
[44] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 3.
[45] Cfr. I-II, q. 19, a. 9, co; I-II, q. 68, a. 4, co.
[46] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, ad 4.
[47] Cfr. II-II, q. 19, a. 10, co.
[48] Cfr. I-II, q. 19, a. 9, co.
[49] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, co.
[50] Cfr. II-II, q. 19, a. 12, ad 1.
[51] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[52] Cfr. II-II, q. 19, a. 12, ad 1.
[53] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1488.
[54] Cfr. Contra impugnantes, Cap. II, arg. 4, ad 4.
[55] S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Sed in reprimendo praesumptionem spei, ratio praecipua sumitur ex reverentia divina, ex qua contingit ut homo non plus sibi attribuat quam sibi competat secundum gradum quem est a Deo sortitus. Unde humilitas praecipue videtur importare subiectionem hominis ad Deum. Et propter hoc Augustinus, in libro “De serm. Dom. In monte”, humilitatem, quam intelligit per paupertatem spiritus, attribuit dono timoris, quo homo Deum reveretur”.
[56] Cfr. In Job, Cap. IX, vs. 4.
[57] Cfr. Super II ad Cor., Cap. VII, Lect. II, n. 260.
[58] Cfr. S. Th., II-II, q. 19, a. 12, ad 4.
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