Pio Santiago
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Pio Santiago
Publicado en: A. SARMIENTO-T.TRIGO-E.MOLINA, Moral de la Persona, EUNSA, Pamplona 2006.
Índice:
Introducción
1. La virtud de la veracidad
1.1. Noción de veracidad
1.2. Fundamento de la veracidad
2. Virtudes vinculadas a la veracidad
2.1. La sinceridad
2.2. La sencillez
2.3. La fidelidad a la palabra dada
3. La comunicación de la verdad
3.1. La comunicación de la verdad moral y religiosa
3.2. Veracidad y medios de comunicación
4. Las ofensas a la verdad
4.1. La mentira
4.2. La simulación y la hipocresía
4.3. La jactancia y la ironía
4.4. Pecados contra la fama de las personas
BIBLIOGRAFÍA
Manifestar la verdad conocida cuando es debido, es un bien moral, el bien custodiado por la virtud de la veracidad (Apartado 1), cuya noción es preciso delimitar adecuadamente para no confundirla con la espontaneidad, que es un modo de proceder no siempre virtuoso. La conformidad entre lo que la persona es y piensa, y las obras y palabras con que lo expresa, reviste una especial importancia para la misma existencia de la vida social. Su fundamento último, sin embargo, lo encontraremos en la vida íntima de la Trinidad.
Existen algunas virtudes que se asimilan a la veracidad o la acompañan, y que resultan esenciales para la perfección moral de la persona: la sinceridad, la sencillez y la fidelidad a la palabra dada (Apartado 2).
Un aspecto especialmente interesante de la veracidad es comunicar a otros la verdad religiosa y moral: se trata de uno de los servicios más importantes que el hombre puede prestar a sus semejantes para ayudarles a ser felices (Apartado 3).
Entre las ofensas a la verdad (Apartado 4), la que se opone más directamente a la virtud de la veracidad es la mentira, un acto intrínsecamente malo o absoluto moral cuya noción es importante delimitar bien. También se estudian brevemente otros defectos contrarios a la veracidad: la simulación, la hipocresía, la jactancia, la ironía y los pecados que atentan contra la fama del prójimo.
Se considera, en primer lugar, la veracidad en sí misma y después algunas virtudes anejas, que vienen a ser como su despliegue y manifestación.
La veracidad, custodiada especialmente por el octavo mandamiento de la Ley de Dios, es la virtud que inclina a la persona a decir la verdad y a manifestarse al exterior, con sus acciones y palabras, tal como es interiormente[1]. Su función consiste en establecer la conformidad de las acciones y palabras con la realidad que ellas expresan, como el signo con la cosa significada[2]. El Catecismo de la Iglesia Católica la define como «la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía»[3].
La veracidad es el justo medio entre un vicio por exceso y otro por defecto. En primer lugar, con relación a lo que se dice, porque el que dice la verdad sobre algo ni exagera ni disminuye la realidad. En segundo lugar, con relación al acto mismo de decir la verdad, porque el hombre veraz dice la verdad cuando debe y como debe: no habla cuando debe callar, ni calla cuando debe hablar[4].
La virtud de la veracidad puede ser considerada como una parte de la justicia, pues tiene algunos rasgos comunes con esta virtud, como la alteridad, ya que su acto consiste en manifestar algo a otro. Pero, desde otro punto de vista, la veracidad difiere de la justicia en cuanto decir la verdad no constituye una deuda legal, sino moral, es decir, basada en lahonestidad[5].
La veracidad no debe confundirse con la espontaneidad, que consiste en actuar o hablar de acuerdo con lo que se siente en cada momento. Esa confusión supone convertir los sentimientos en la regla del comportamiento verdadero, despojando de esa función a la razón. Si, por ejemplo, en aras de una veracidad mal entendida, tratamos sin respeto a una persona que despierta en nosotros sentimientos de antipatía, tal comportamiento no es veraz, sino ofensivo, porque no está de acuerdo con lo que pensamos que se debe hacer, sino con lo quesentimos ganas de hacer, y este no es un criterio moral.
1.2. Fundamento de la veracidad
a) La naturaleza de la palabra. La veracidad es postulada por la misma naturaleza de la palabra, cuya finalidad consiste en manifestar a los demás nuestro pensamiento interior; es la expresión externa (signo) del pensamiento (significado). La naturaleza del hombre, como personalidad unitaria, y la naturaleza del lenguaje, como instrumento de apertura del propio espíritu, exigen que las palabras concuerden con el pensamiento. La palabra es expresión de un contenido mental, y el lenguaje es la forma de comunicación intelectual creada por la misma naturaleza. Por eso, cuando se utiliza para expresar lo contrario de lo que se piensa, se violenta el orden natural que la Sabiduría divina ha establecido.
b) La vida social. La veracidad es una perfección moral de la persona, indispensable para la misma existencia de la sociedad. El hombre es un ser social, y el fin de la vida social es la amistad entre los hombres. Por su misma naturaleza, cada hombre debe al otro todo aquello sin lo cual la sociedad humana se volvería imposible. Ahora bien, los hombres no podrían convivir si no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad, si cada individuo utilizase el lenguaje sin sujeción a la realidad de las cosas tal como se refleja en su mente. Con la comunicación de la verdad, es posible la convivencia de las personas y su perfección; con la mentira, en cambio, se manipula a los demás, tratándolos como instrumentos para alcanzar los propios intereses.
Sin la verdad no sólo sería imposible la justicia en la sociedad, sino también la misma esperanza de justicia. En la medida en que en una sociedad se respeta la verdad, la persona puede esperar, cuando sea necesario, que se le haga justicia; pero si la sociedad estuviese fundada en la mentira, desaparecería toda esperanza.
«Quien no respeta la verdad no puede hacer el bien. Donde no se respeta la verdad no puede crecer la libertad, la justicia y el amor. La verdad, sobre todo la sencilla, humilde y paciente verdad de la vida diaria, es el fundamento de las demás virtudes (...). Cuando la verdad no está presente, se desintegra el suelo social sobre el que nos apoyamos. De ahí que esta virtud aparentemente tan inútil sea en realidad la virtud fundamental de toda vida social»[6].
La veracidad hace posible el primer bien natural de la humanidad: su vida intelectual, pues esta descansa en los principios generales verdaderos y exige de todo poseedor de la verdad que no la altere ni desfigure.
c) El fundamento teológico. El fundamento más profundo de la veracidad es de tipo teológico. «Puesto que Dios es el “Veraz” (Rm 3, 4), los miembros de su pueblo son llamados a vivir en la verdad (cfr. Sal 119, 30)»[7]. Esta llamada encuentra una cumplida explicación cuando se considera la concepción de la persona humana que se manifiesta en la revelación del misterio trinitario: «La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unión de las Personas divinas entre sí»[8]. Se puede decir, por tanto, que la relación de las Personas divinas, el «encuentro personal» de la Trinidad, es el fundamento del encuentro entre las personas humanas.
La relación del Padre con el Hijo (el Verbo, la Palabra) es una relación de diálogo en el que lo que se dice y se responde es lo más alto y sublime: lo que está contenido en la Palabra es el mismo ser de Dios. Es un diálogo de amor en el que el Padre se entrega totalmente al Hijo, y este corresponde con una entrega total al Padre. Este diálogo de amor permite afirmar que la palabra del hombre, imagen de Dios, debe ser también diálogo enriquecedor para los demás, comunicación de la riqueza de la propia intimidad, manifestación de la verdad.
Virtudes vinculadas a la veracidad
2.1. La sinceridad
En sentido amplio, la sinceridad se identifica con la veracidad. En un sentido más restringido, la sinceridad es la veracidad del hombre en sus íntimas y personales relaciones con Dios.
La sinceridad con Dios consiste en que el hombre trata de verse tal como es delante de Él; quiere verse a sí mismo, por decirlo así, con los ojos de Dios, «reconoce» la verdad sobre su condición, sus cualidades y defectos, la acepta y se comporta consecuentemente[9].
En muchas ocasiones, la sinceridad con Dios implica reconocer que se le ha ofendido, y confesarse pecador, sin justificarse con falsas razones. En estos casos, es preciso superar el miedo a la verdad, y para ello conviene considerar que Dios quiere que el hombre acepte la verdad de sus miserias, no para acusarlo, sino para perdonarlo. La sinceridad con Dios lleva a reconocer los errores, a pedir perdón y a dar gracias por la misericordia divina.
En el sacramento de la Penitencia, Dios pide una actitud de sinceridad para confesar los propios pecados. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda iniquidad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso, y su palabra no está en nosotros»[10]. Al arrepentimiento y la sinceridad humilde del hombre que se reconoce pecador, Dios corresponde con su misericordia y su perdón.
El conocimiento propio y el conocimiento de lo que Dios quiere de nosotros son ámbitos en los que el hombre puede equivocarse con facilidad, y por eso resulta tan conveniente la dirección espiritual, en la que también es imprescindible la virtud de la sinceridad: sólo así puede ser el director espiritual un fiel instrumento del Espíritu Santo (el verdadero modelador) que trata de esculpir en la persona la imagen de Cristo (el verdadero modelo).
Un aspecto importante que el director espiritual debe tener en cuenta es, precisamente, la necesidad de ayudar al interesado a descubrir su interior con claridad, a superar las dificultades que encuentre para manifestarse tal como es.
También la sencillez puede asimilarse a la virtud de la veracidad. Según Santo Tomás, sólo las separa una mera diferencia racional: la veracidad se llama así cuando los signos concuerdan con lo significado; se llama, en cambio, sencillez o simplicidad cuando no se tiende a diversos objetivos, a saber, procurar internamente una cosa y buscar externamente otra[11]. La sencillez hace referencia, por tanto, a la conexión entre la intención del hombre y el camino que toma para realizarla. Podría definirse como la virtud «por la que en el hombre concuerdan sus intenciones íntimas con el modo en que las expresa y las pretende realizar»[12].
Es una virtud individual y social al mismo tiempo: «Exige una actitud primaria interior, que excluye la complicación y la doblez en las ideas y deseos del hombre; y, partiendo de ella, una actitud exterior, incompatible con la mentira y con todo género de doblez en sus diversas manifestaciones»[13].
En cuanto a la actitud interior, la sencillez, si se toma en un sentido amplio, puede identificarse con la rectitud de intención, pues asegura que las últimas intenciones del hombre estén limpiamente dirigidas hacia Dios, y prevalezcan sobre los sentimientos, impresiones y emociones; exige claridad de inteligencia y rectitud de voluntad, que impiden que la vida de los sentidos y sentimientos creen en el interior del hombre una duplicidad o complicación en sus deseos e intenciones más recónditas[14]. De todas formas, en un sentido estricto, la sencillez es la rectitud de intención que excluye la duplicidad en un caso particular: entre el ser y el parecer[15].
La sencillez es como un reflejo en el hombre de la simplicidad de Dios. El hombre sencillo se caracteriza por su unidad de vida: es siempre el mismo, en todo momento y en todo lugar. Se comporta como hijo de Dios en el trabajo y en la calle, en las relaciones profesionales y en la familia. No tiene las complicaciones interiores que tantas veces causa la soberbia; trata de mantener la coherencia entre lo que es, lo que piensa y lo que hace.
La sencillez es una virtud muy agradable a Dios. El Señor, refiriéndose a Natanael, dice a sus discípulos: «Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez»[16]. Con frecuencia, el Señor alaba la sencillez de corazón y la pide como características de sus discípulos, que han de ser «prudentes como serpientes y sencillos como palomas»[17]. No hay incompatibilidad entre prudencia y sencillez; por el contrario, gracias a la sencillez, la prudencia no se convierte en astucia. La sencillez no debe confundirse con la ingenuidad en la actuación o en las palabras, es decir, con la simplonería.
La persona sencilla atrae la benevolencia de Dios, que le da a conocer verdades que permanecen encubiertas para quienes se tienen por sabios: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños»[18]. «Buscad al Señor con sencillez de corazón»[19]. La sencillez de corazón es necesaria para encontrar a Dios y para entender las cosas de Dios. El engreído, el soberbio, el pagado de sí mismo, por muy inteligente que sea, no entiende la lógica divina.
La sencillez es una virtud que se refleja también en el modo de actuar, en la actitud exterior. El hombre sencillo actúa y habla en íntima conexión con lo que piensa y desea, y aparece ante los demás como realmente es, pues no tiene doblez, es decir, no tiene en el corazón algo distinto a lo que exterioriza[20]
2.3. La fidelidad a la palabra dada
La fidelidad es la virtud que dispone al hombre a mantener aquello que ha prometido[21]. Mientras la veracidad consiste en la conformidad de las palabras y acciones con las realidades que expresan, la fidelidad es la conformidad de lo que se dice con lo que se hace. Como la veracidad, la fidelidad reposa sobre la honestidad que debe reinar entre los hombres[22].
El fundamento de la fidelidad humana es la fidelidad de Dios. A pesar del pecado original, Dios no abandona al hombre, sino que le promete la victoria contra el mal. Establece con él una alianza y se revela como el Dios fiel a sus promesas. «Al revelar su Nombre, Dios revela, al mismo tiempo, su fidelidad que es de siempre y para siempre»[23]. Se manifiesta como el Dios «rico de amor y fidelidad»[24], que mantiene eternamente su alianza y su amor: «Has de saber, pues, que Yahvé tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos»[25]. La fidelidad divina tiene su más perfecta manifestación en Cristo, en el que se cumplen las promesas hechas a los Patriarcas[26].
A la fidelidad de Dios debe corresponder la fidelidad del hombre, que se identifica con la rectitud moral. El Nuevo Testamento pone la fidelidad en relación explícita con el amor: es el amor de Dios el que pide como prueba y expresión de amor la fidelidad del hombre.
El cristiano tiene que ser fiel, en primer lugar, a Dios, viviendo la vocación que ha recibido en el Bautismo, vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo[27], es decir, a identificarse con Cristo. Esta vocación se concreta después en caminos diversos: unos son llamados a santificarse en las realidades temporales y otros en la vida religiosa, unos en la vida matrimonial, otros en el celibato, etc.
Respecto a los demás, el hombre debe cumplir fielmente la palabra dada o las promesas explícitas o implícitas que ha asumido: fidelidad conyugal, fidelidad a los amigos, a la empresa, a la Patria, etc. Un campo especial de la fidelidad a los demás es el que se refiere al deber deguardar los secretos[28], pues conllevan un compromiso implícito o explícito de no ser revelados. Algunos secretos, sin embargo, deben desvelarse en razón de la fidelidad debida a otra persona; otros, en razón de esta misma virtud, deben callarse[29].
«Los secretos profesionales –que obligan, por ejemplo, a políticos, militares, médicos, juristas- o las confidencias hechas bajo secreto deben ser guardadas, salvo los casos excepcionales en los que el no revelarlos podría causar al que los ha confiado, al que los ha recibido o a un tercero daños muy graves y evitables únicamente mediante la divulgación de la verdad»[30]. En cambio, «el secreto del sacramento de la Reconciliación es sagrado y no puede ser revelado bajo ningún pretexto»[31].
Actualmente está bastante extendida la opinión, fruto de una antropología errónea y del olvido de la gracia divina, de que el hombre, un ser limitado, débil y contingente, no puede comprometerse a nada de modo duradero, y menos aún para toda la vida.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma, en cambio, que «por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar»[32].
Gracias a la espiritualidad de su alma, el hombre no está anclado en al momento presente; gracias a su capacidad de prever y proyectar, puede adueñarse de su futuro y entregarlo. De ahí que asumir un compromiso, según las propias capacidades, no implique una reducción de la libertad, sino, por el contrario, un acto de libertad; y la fidelidad a ese compromiso, que exige ejercitar la libertad día tras día para hacer realidad lo que se ha prometido, perfecciona la libertad. No decidirse o no comprometerse no significa tener más libertad, sino convertir la libertad en esclava del propio egoísmo o de la propia soberbia.
Pero la fidelidad no es fruto de la inercia ni del entusiasmo. Exige poner los medios adecuados para consolidarse como virtud: el conocimiento propio, que lleva a reconocer las debilidades y, en consecuencia, a rectificar y a pedir ayuda a Dios para vivir lo que se ha prometido; la lucha por vivir la fidelidad en los pequeños deberes de cada día, que prepara a la persona para ser fiel en situaciones de mayor dificultad; y el crecimiento en el amor a Dios y a los demás.
La veracidad se ha presentado a veces como una virtud negativa: como si consistiese únicamente en no mentir o, a lo más, en decir la verdad cuando alguien la pregunta y tiene derecho a conocerla. Se descuida entonces su dimensión más atractiva, el derecho y el deber de comunicar la verdad conocida, que responde a la inclinación humana de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, para contribuir a su felicidad.
3.1. La comunicación de la verdad moral y religiosa
Entre las verdades que el hombre puede comunicar, reviste especial importancia la verdad moral y religiosa, la verdad salvadora: es lógico que la persona que ha llegado a conocerla y la ha recibido como un don precioso, sienta la necesidad de hacer partícipes de ella a todos los miembros de la comunidad humana.
La comunicación de la verdad salvadora encuentra su punto de partida en la comunión de amor entre las Personas divinas y en su comunicación a nosotros: en y por Jesucristo, Hijo y Palabra hecha carne, Dios se comunica a sí mismo y comunica su salvación a los hombres.
«Cuando, por su muerte y resurrección, Cristo, el Hijo encarnado, a la vez Palabra y Imagen del Dios invisible (Col 1,15; 2 Cor 4,4), liberó a la raza humana, compartió con todos la verdad y la vida de Dios mismo con una nueva y mayor abundancia. El mismo como único mediador entre el Padre y los hombres establece la paz, la comunión con Dios y restaura la fraterna unión entre los hombres (cfr. Ad Gentes,3). Desde entonces el fundamento último y el primer modelo de la comunicación entre los hombres lo encontramos en Dios que se ha hecho Hombre y Hermano y que después mandó a los discípulos que anunciaran la buena nueva a todos los hombres de toda edad y región (Mt 28,19), proclamándola “a la luz” y “desde los tejados” (Mt 10,27; Lc 12,3)»[33].
Comunicar la verdad que procede de Dios, al mismo tiempo que es un bien moral para la persona que lo hace, es el mayor bien y el mejor servicio que se puede prestar a los demás:
«Si existe una verdad del hombre, si nuestra existencia es realización de un pensamiento de la verdad eterna, su proclamación y la ayuda para que la vida se encamine hacia ella constituyen el paso decisivo de la liberación del hombre, que es liberación del absurdo y de la nada para encaminarse hacia la plenitud de su destino»[34].
El cristiano ha recibido de Dios, a través de la Iglesia, la única verdad salvadora, y tiene el gozoso deber, siguiendo el ejemplo de Cristo, de dar testimonio de esa verdad[35]. «Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad»[36].
Se trata de un derecho y un deber de todo cristiano, y no sólo de los que han sido instituidos por Cristo como Pastores: «Todos (...) los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación»[37].
«La caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico –afirma la Enc. Veritatis splendor-, puede llevar al creyente al testimonio del martirio»[38]. El martirio –término griego que se tradujo al latín por testimonio- es el acto principal de la virtud de la fortaleza; se relaciona con la fe, con la caridad (es el amor a Dios el que impera este testimonio) y con la paciencia. Aparece así como la confirmación de la inviolabilidad del orden moral y hace resplandecer la santidad de la ley de Dios, y, al mismo tiempo, la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios[39].
«Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero “usque ad sanguinem” para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no solo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: laconfusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades»[40].
Son pocos relativamente las personas llamadas al martirio. Pero existe «un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios»[41].
La condición para poder comunicar coherentemente la verdad recibida es realizarla, en primer lugar, en la propia vida, en las circunstancias ordinarias, familiares, profesionales, etc., que no pocas veces exigen una fidelidad heroica a la verdad moral y religiosa. La verdad cristiana no es sólo un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo que ha de ser vivido personalmente con fidelidad.
«La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y par la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. “El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios” (Apostolicam Actuositatem, 6)»[42].
Una vida coherente con la verdad implica transmitirla también oralmente, de diversas formas, según las circunstancias de cada persona. Tal vez sea este uno de los aspectos del apostolado cristiano que necesitan más atención, y en el que aparece con mayor claridad la urgencia de una formación más profunda en el conocimiento de la verdad religiosa y moral, de modo que cada cristiano pueda transmitir con fidelidad y naturalidad, en el ambiente en el que vive y trabaja, la verdad que profesa.
3.2. Veracidad y medios de comunicación
Nunca han existido tantos medios y tan eficaces como en nuestro tiempo para formar, informar y comunicar a otros la verdad conocida.
«Dentro de la sociedad moderna, los medios de comunicación social desempeñan un papel importante en la información, la promoción cultural y la formación. Su acción aumenta en importancia por razón de los progresos técnicos, de la amplitud y la diversidad de las noticias transmitidas, y la influencia ejercida sobre la opinión pública»[43].
La importancia e influencia de los medios de comunicación es un estímulo para todos los que quieren servir a los demás dando a conocer la verdad. Todos los hombres de buena voluntad deben sentirse invitados a trabajar coordinadamente «para que los instrumentos de comunicación social sean útiles para el descubrimiento y conquista de la verdad y para el desarrollo y progreso humanos. Y aún más los cristianos quienes por su fe saben que el mensaje del Evangelio, difundido por los medios de comunicación, promueve la fraternidad humana bajo la paternidad de Dios»[44].
Los profesionales de los medios pueden prestar un gran servicio al bien común si persiguen sinceramente lo que constituye el verdadero fin de la comunicación y de sus instrumentos: la perfección moral de la persona y el progreso de la convivencia humana, de la solidaridad entre los hombres, que aparece «como una consecuencia de una información verdadera y justa, y de la libre circulación de las ideas, que favorecen el conocimiento y el respeto del prójimo»[45].
Al mismo tiempo, por tener en sus manos unos medios con los que se puede hacer tanto bien y tanto mal, los profesionales de la información y, en general, todas aquellas personas que comunican algo a través del medio que sea (cine, programas televisivos, etc.), tienen una importante responsabilidad moral: comunicar es un acto moral[46]; la comunicación no es un mero producto, sino un bien o un mal social; con su trabajo pueden «conducir recta o erradamente al género humano»[47].
«Los informadores no deben olvidar que necesariamente una cantidad inmensa e indeterminada de personas será afectada por esos instrumentos de comunicación social. Y sin traicionar ni al genio ni al arte, han de pensar en el poder y en las obligaciones que comporta su profesión. Pues su influencia puede contribuir de forma increíble al progreso y felicidad humanos»[48].
«La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad»[49]. En consecuencia, el recto ejercicio de la comunicación a través de los medios exige, entre otras cosas:
a) que los contenidos de la comunicación sean verdaderos e íntegros, sin ofender a la caridad y a la justicia, evitando la difamación. El informador debe adherirse a la realidad objetiva, proporcionar una información verídica y auténtica, situando los hechos en su contexto, y manifestando sus relaciones esenciales sin distorsiones. En la medida de sus posibilidades, debe preocuparse de que el público se forme una imagen precisa y coherente del mundo, donde el origen, naturaleza y esencia de los acontecimientos, procesos y situaciones sean comprendidos de la manera más objetiva posible;
b) que los modos de informar sean honestos y convenientes, respetuosos con las leyes morales, los derechos legítimos y la dignidad del hombre, tanto en la búsqueda de la noticia como en su divulgación[50].
Para poder realizar su trabajo con responsabilidad, el profesional de la comunicación necesita una seria preparación intelectual y un fuerte compromiso con la verdad y la honestidad. Debe contar además con la necesaria independencia de todo poder extraño, incluso de la empresa en la que trabaja, para poder mantener su compromiso con la verdad, que consiste en transmitirla fielmente, sin deformarla o manipularla por intereses políticos, económicos, ideológicos, etc. Todo ello requiere, sin duda, la virtud de la fortaleza, para no ceder a la presesiones internas y externas que pretenden condicionar sus informaciones[51].
El Magisterio de la Iglesia, consciente de la importancia de los medios de comunicación, anima a los católicos a promover y sostener diarios, revistas, producciones cinematográficas, radiofónicas y televisivas «cuyo fin principal sea divulgar y defender la verdad y promover la formación cristiana de la sociedad humana. Al mismo tiempo, invita insistentemente a las asociaciones y a los particulares que gocen de mayor autoridad en las cuestiones económicas y técnicas a sostener con generosidad y de buen grado, con sus recursos y su competencia, estos medios, en cuanto que sirven al apostolado y a la verdadera cultura»[52].
«Jesús es el modelo y el criterio de nuestra comunicación. Para quienes están implicados en la comunicación social responsables de la política, comunicadores profesionales, usuarios, sea cual sea el papel que desempeñen, la conclusión es clara: “Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. (...) No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen” (Ef 4,25.29). Servir a la persona humana, construir una comunidad humana fundada en la solidaridad, en la justicia y en el amor, y decir la verdad sobre la vida humana y su plenitud final en Dios han sido, son y seguirán ocupando el centro de la ética en los medios de comunicación»[53].
4. Las ofensas a la verdad
Consideradas en el apartado anterior las manifestaciones de la veracidad como modo de comunicar la verdad, se examinan aquí aquellas conductas que contradicen esa comunicación.
El aspecto positivo de la veracidad es que la verdad reine en el propio yo y que irradie eficazmente hacia fuera para constituir una comunidad de comunicación verdadera. El aspecto negativo de esta virtud obliga a evitar toda mentira y falsedad.
a) Noción
Son clásicas las definiciones de la mentira que ofrecen San Agustín y Santo Tomás. Para el primero, «consiste en decir falsedad con intención de engañar»[54]. Para el segundo, es mentira lo que se dice contrariamente a lo que se piensa[55]. El Catecismo de la Iglesia Católica, que recoge la definición de San Agustín, afirma además que «la mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error. Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor»[56]. «Es una profanación de la palabra cuyo objeto es comunicar a otros la verdad conocida. La intención deliberada de inducir al prójimo a error mediante palabras contrarias a la verdad constituye una falta contra la justicia y la caridad»[57].
Si se entiende la veracidad como aquel tipo de justicia que está en la base comunicativa de la convivencia humana, la mentira puede definirse también como una afirmación a sabiendas falsa dentro de un contexto comunicativo. Un contexto comunicativo está caracterizado por el hecho de que en él existe una convivencia humana mediada por la comunicación lingüística, en la que el lenguaje posee la función de un signo para los pensamientos, sentimientos, intenciones, etc., de quien utiliza este signo. El abuso de la lengua por medio de falsas afirmaciones es un acto de engaño comunicativo.
b) Clases
Si se tiene en cuenta que la veracidad, que consiste en cierta adecuación o igualdad, se quebranta tanto por exceso como por defecto, la mentira puede ser de dos tipos: por exceso, la jactancia, que sobrepasa los límites de la verdad; y por defecto, la ironía, que consiste en rebajarse ante los demás en contra de lo que se siente interiormente[58].
Atendiendo a la intención, la mentira se divide en jocosa, oficiosa y perniciosa. La jocosa tiene como fin divertir o distraer, y de suyo no beneficia ni perjudica a nadie. En este caso no se puede hablar propiamente de mentira, pues lo que escuchan saben que el que habla no pretende afirmar lo que dice, sino tan sólo divertir. Con la mentira oficiosa se pretende conseguir un bien útil o evitar un daño, un disgusto, un castigo, etc., para uno mismo o para otro, sin ánimo de perjudicar a nadie. La mentira perniciosa, en cambio, es la que se profiere con la intención de perjudicar a otro.
c) Malicia moral
Son muy abundantes los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento que prohíben de modo terminante la mentira: «Aléjate de toda palabra falsa»[59]; «No quieras proferir mentira alguna, pues su resultado no es agradable»[60]; «Abominación para Yahvé son los labios mentirosos»[61]; «Una boca mentirosa da muerte al alma»[62].
«El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: «Vuestro padre es el diablo (...) porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44)»[63]. San Pablo dice a los colosenses: «No os engañéis unos a otros, ya que os habéis despojado del hombre viejo con sus obras y os habéis revestido del hombre nuevo, que se renueva para lograr un conocimiento pleno según la imagen de su creador»[64]. San Juan, en el prólogo de su Evangelio, recuerda que «la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo», y al final del Apocalipsis exclama: «Fuera (...) todo el que ama y practica la mentira»[65].
El Catecismo afirma que, por tratarse de una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia a los demás; atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión; contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que esta suscita; y es funesta para toda sociedad, pues socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales[66].
Junto a esta valoración, hay que tener en cuenta otros criterios orientadores para determinar su gravedad moral: «La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí sólo constituye un pecado venial, sin embargo, llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad»[67].
Las afirmaciones contrarias a la verdad cuando se hacen públicamente, revisten una particular gravedad. Si se hace ante un tribunal se trata de un falso testimonio; cuando es pronunciada bajo juramento se llama perjurio. «Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado (cfr. Pr 18, 5); comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces»[68].
d) La mentira como absoluto moral
«La mentira –afirma el Catecismo de la Iglesia Católica- es condenable por su misma naturaleza»[69], y no sólo por las consecuencias negativas que de ella puedan originarse. Se trata de un acto intrínsecamente malo o absoluto moral, es decir, de un acto que no puede justificarse nunca, ni siquiera en el caso de que reportase beneficios a una persona o a la sociedad[70].
La razón es que la mentira es objetivamente una acción dirigida contra el bien del otro, contra su derecho a que las palabras coincidan con lo que piensa el que habla, es decir, a que sean verdaderas. La persona humana tiene derecho a no ser engañada, porque tiene derecho a la sociedad. Además tiene también derecho al funcionamiento de las instituciones correspondientes, que presuponen igualmente la veracidad. Mentir es, por tanto, lo opuesto a la benevolencia hacia el prójimo y una negación del reconocimiento del otro como igual a mí.
Esta injusticia objetiva de la mentira, dentro de una comunidad de comunicación, subsiste independientemente de otras posteriores intenciones con las que se pueda realizar: para perjudicar a alguien, para procurar algo ventajoso o para evitar una desventaja propia o ajena, incluso para el engañado. En definitiva, una afirmación falsa se ha de considerar injusta cuando el otro puede esperar razonablemente, es decir, según justicia, que el que habla le diga la verdad.
Mentir es una acción que lesiona la justicia. Pretender justificar excepciones a la norma «nunca es lícito mentir», significaría querer justificar que en un «situación excepcional” no hay necesidad de obrar bien; que, considerando el conjunto, un «poquito» de inmoralidad aquí o allá no está mal.
e) El encubrimiento de la verdad
Como se acaba de ver, nunca es lícito mentir, pero también señalábamos que, en ciertas ocasiones, decir la verdad puede dar lugar a la violación de un secreto o llevar consigo graves peligros públicos y privados. «El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla»[71].
Sin olvidar que «puede haber circunstancias en las que el hombre —y en especial el cristiano— no puede ignorar que debe sacrificarlo todo, aun la misma vida, por salvar su alma»[72], existen situaciones en las que es lícito ocultar la verdad cuya manifestación ocasionaría un perjuicio injusto al sujeto que la expresa o a cualquier otra persona. En este sentido, se considera lícita, con determinadas condiciones, la restricción mental, es decir, el uso de palabras o frases que adquieren un significado distinto en virtud de las circunstancias que las acompañan.
Muchos moralistas admiten con razón —lo dice el mismo sentido común y también el proceder de las personas rectas y aun santas— que, en casos extremos, en los que quien pregunta no sólo no tiene derecho a conocer la verdad, sino que es un injusto agresor, es lícito —si no hay otro remedio— no sólo ocultar la verdad, sino incluso dar contestaciones que induzcan al error a quien pregunta, si este interroga injustamente, pues ciertamente ha perdido su derecho a no ser engañado[73].
La simulación es la mentira que se realiza con los hechos. Se trata de una ficción en la conducta o en el comportamiento con el fin de causar a los demás un falso juicio acerca del propio estado íntimo. Puede ser empleada para parecer mejor o peor, o para fingir un estado físico (enfermedad) o espiritual. Sin embargo, como advierte Santo Tomás, no toda simulación es pecado.
Es pecado del mismo género que la mentira simular una acción mala (aunque interiormente no se quiera), por razón de la mentira y el escándalo que se da; pero no lo es ocultar lo que debe permanecer oculto con el fin de evitar el escándalo, por ejemplo, un pecado ya cometido. En este sentido, afirma San Jerónimo que el segundo remedio después de la caída es ocultar el pecado, para evitar el escándalo del prójimo[74].
La hipocresía es una simulación especial, que la persona realiza para ser considerada, honrada o alabada como virtuosa, es decir, para aparentar exteriormente lo que no es en realidad. Es el pecado de los escribas y fariseos, que tan duramente fustiga el Señor[75]. La enseñanza del Señor es clara: «Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía»[76]. La hipocresía se opone directamente a la veracidad y puede ser pecado mortal o venial según el objeto, el fin y las circunstancias que la acompañen[77].
Una variante de la hipocresía es la que se conoce como hipocresía del mal, es decir, los respetos humanos que inclinan a no practicar la fe o a evitar el testimonio apostólico con la palabra o la conducta coherente; también puede darse la simulación de una incredulidad y de una inmoralidad que se está muy lejos de padecer: «Si no eres malo, y lo pareces, eres tonto. —Y esa tontería —piedra de escándalo— es peor que la maldad»[78].
Se relacionan con los defectos anteriores, la afectación y la oficiosidad, actitudes superficiales por las que el hombre obra de modo maquinal, llevado sólo por fórmulas o actitudes vacías, sin contenido, o por simple imitación: son faltas de autenticidad[79]. En las relaciones con Dios, se encuentra en esta línea la reducción de la vida de piedad a fórmulas o actos sin contenido: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí»[80].
La jactancia es la alabanza propia, desordenada y presuntuosa[81]. Se trata de un defecto que se opone a la veracidad y, concretamente, a la sencillez. En efecto, esta virtud incluso «inclina al hombre a callarse acerca de sus propias cualidades»[82], para hacer fáciles las relaciones con los demás, ya que «los que se declaran superiores a lo que son, fastidian y fatigan a los demás queriendo ser más que ellos; en cambio, los que no cuentan todo el bien que hay en ellos, se hacen amables por su condescendencia y moderación»[83].
La ironía, en el lenguaje corriente, significa varias cosas: burla fina y disimulada, tono burlón con el que se dice una cosa, y figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice[84]. En teología moral, y concretamente en los escritos de Santo Tomás de Aquino, se usa la palabra ironía en un sentido peculiar para referirse a una especie de falsa humildad por la que uno se rebaja ante los demás en contra de lo que siente interiormente, es decir, finge ser menos de lo que es en realidad[85]. En este sentido es un pecado que se opone a la veracidad, por defecto.
Santo Tomás distingue dos supuestos en el hecho de rebajarse a sí mismo:
a) Cuando se hace respetando la verdad: por ejemplo, cuando se callan cualidades importantes que uno tiene y se descubren y manifiestan pequeños defectos cuya existencia se admite. En este caso, silenciar o rebajar las propias cualidades no implica ironía ni es en sí pecado, a no ser por alguna otra circunstancia.
b) Cuando se falsea la verdad: por ejemplo, cuando se afirma la existencia de un defecto que no se posee, o cuando se niega una cualidad sabiendo que se tiene. En este caso sí aparece la ironía, y siempre es pecado. Alguien podría pensar que este modo de proceder puede ser bueno para no caer en la soberbia. Pero eso es un error, pues no se debe cometer un pecado para evitar otro. Como afirma san Agustín, «mentir por humildad es convertirse en pecador, si no se era antes»[86].
Hay que tener en cuenta que la jactancia y la ironía pueden ir unidas[87], como en el caso de quien viste pobremente pretendiendo con ello aparentar ser pobre y así hacer ostentación de alguna excelencia espiritual: «Demudan su rostro para que los hombres vean que ayunan»[88].
4.4. Pecados contra la fama de las personas
La buena fama, en sentido amplio, es la estima que se tiene de la excelencia de una persona. También se utiliza el término reputación para expresar la opinión que los demás tienen de una persona como sobresaliente en su ciencia, arte o profesión. Pero de un modo más particular, la buena fama se entiende referida a la conducta moral, a la honradez de vida.
La buena fama es un bien necesario –a las personas e instituciones- para poder cumplir eficazmente las obligaciones familiares, profesionales, sociales, etc., pues es evidente que se necesita para ser obedecido, para dirigir, para ordenar cualquier agrupación humana y para ejercer cualquier profesión o cargo.
El derecho a la buena fama –fundado en la naturaleza social del hombre- es un derecho natural que ha de suponerse mientras la persona no demuestre con hechos indignos, públicos y notorios que no le corresponde.
Los pecados más frecuentes contra la fama del prójimo son el juicio temerario, la maledicenciay la calumnia.
a) El juicio temerario es un pecado interno que consiste en admitir como verdadero, sin tener fundamento suficiente para ello, un defecto moral del prójimo[89]. Por el hecho mismo de tener mala opinión de otro sin causa suficiente, se le injuria y desprecia. Por tanto, mientras no aparezcan indicios manifiestos de la malicia de alguien, ha de ser considerado bueno, interpretando en sentido favorable sus acciones[90].
b) La maledicencia o murmuración consiste en manifestar, sin razón objetiva válida, los defectos y faltas de otros a personas que los ignoran[91].
c) La calumnia consiste en dañar la reputación de otros y dar ocasión a juicios falsos respecto a ellos, mediante palabras contrarias a la verdad[92]. La calumnia, por tanto, añade a la maledicencia la mentira.
La maledicencia y la calumnia, al destruir el derecho natural a la fama y el honor del prójimo, lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad[93].
Sobre los pecados de la lengua, es especialmente instructivo el capítulo tercero de la Carta de Santiago. El mal uso de la lengua es síntoma de la perversión del corazón, pues, como advierte el Señor, «de la abundancia del corazón habla la boca»[94]. Algunas fuentes de este pecado, que puede causar tantos daños, disgustos, enemistades y sufrimientos, son la vanidad, la locuacidad, la ligereza y el gusto corrompido por contar o escuchar hechos escandalosos.
Como toda falta cometida contra la justicia y la verdad, la maledicencia y la calumnia entrañan el deber de reparar el daño cometido. «Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad (...) Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia»[95].
N. BLÁZQUEZ, Ética y medios de comunicación social, BAC, Madrid 1994.
I.J. DE CELAYA, Voz Sinceridad, GER, XXI, Madrid 1979, 406-408.
I.J. DE CELAYA, Voz Sencillez, GER, XXI, Madrid 1979, 173-174.
A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 292-334.
M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 348–368.
Sto. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, qq. 109-113.
[1] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 1c; a. 3, ad 3.
[2] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 1, ad 2.
[3] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA (CEC), n. 2468.
[4] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 1.
[5] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 3.
[6] J. RATZINGER, Cooperadores de la verdad, Rialp, Madrid 1991, 182-183.
[7] CEC, n. 2465.
[8] CEC, n. 1704.
[9] Cfr. I.J. DE CELAYA, Voz Sinceridad, GER, XXI, Madrid 1979, 407.
[10] 1 Jn 1,8–10.
[11] S.Th., II–II, q. 111, a. 3.
[12] I.J. DE CELAYA, Voz Sencillez, GER, XXI, Madrid 1979, 173.
[13] Ibidem.
[14] Cfr. Ibidem.
[15] Cfr. S.Th., II-II, q. 109, a. 3.
[16] Jn 1,47.
[17] Mt 10,16.
[18] Mt 11,25–26.
[19] Sb 1,1.
[20] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 2, ad 4.
[21] Cfr. S.Th., II–II, q. 110, a. 3, ad 5.
[22] Cfr. S.Th., II–II, q. 88, a. 3, ad 1.
[23] CEC, n. 207.
[24] Ex 34,6.
[25] Dt 7,9.
[26] Cfr. Rm 15,8; Hch 13, 32-34.
[27] Cfr. CEC, n. 1533.
[28] Cfr. S.Th., II–II, q. 68, a. 1, ad 3.
[29] Cfr. S.Th., II–II, q. 70, a. 1, ad 2.
[30] CEC, n. 2491.
[31] CEC, n. 2490.
[32] CEC, n. 357.
[33] Instr. Past. Communio et progressio sobre los medios de comunicación social, 18.V.1971 (CP), n. 10.
[34] J. RATZINGER, Cooperadores de la verdad, cit., 238-239.
[35] Cfr. Jn 18,37.
[36] CEC, n. 2472.
[37] CONCILIO VATICANO II, Decr. Ad gentes (7.XII.1965), n. 11.
[38] VS, n. 89.
[39] Cfr. VS, nn. 90-92.
[40] VS, 93.
[41] Ibidem.
[42] CEC, n. 2044.
[43] CEC, n. 2493.
[44] CP, n. 13.
[45] CEC, n. 2495. Cfr. CP, nn. 1, 6 y 8.
[46] Cfr. PONTIFICIO CONSEJO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES, Ética de las comunicaciones sociales (4-VI-2000), n. 32.
[47] CONCILIO VATICANO II, Decr. Inter mirifica (4-XII-1963), n. 11.
[48] CP, n. 76.
[49] CEC, n. 2494.
[50] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decr. Inter mirifica, n. 5; CP, n. 17; CEC, 2497.
[51] Cfr. Código de ética periodística de la UNESCO (21 de noviembre de 1983). Cfr. N. BLÁZQUEZ, Ética y medios de comunicación social, BAC, Madrid 1994, 129-169.
[52] CONCILIO VATICANO II, Decr. Inter mirifica, n. 17.
[53] PONTIFICIO CONSEJO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES, Ética de las comunicaciones sociales, n. 33.
[54] S. AGUSTÍN., De mendacio, 4, 5: PL 40, 491.
[55] Cfr. S.Th., II-II, q. 110, a. 1.
[56] CEC, n. 2483.
[57] CEC, n. 2485.
[58] Cfr. S. Th., II–II, q. 110, a. 2.
[59] Ex 23,7.
[60] Si 7,13.
[61] Pr 12,22.
[62] Sb 1,11.
[63] CEC, n. 2482.
[64] Col 3,9-10.
[65] Ap 22,15.
[66] Cfr. CEC, n. 2486.
[67] CEC, n. 2484.
[68] CEC, n. 2476.
[69] CEC, n. 2485.
[70] Sobre este tema seguimos la exposición de M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 348–368.
[71] CEC, n. 2489.
[72] PÍO XII, Aloc. 18.IV.1952.
[73] Cfr. M. ZALBA, Theologiae Moralis Compendium, Madrid 1958, nn. 2555, 1376; S. ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, Theologia Moralis, l. 4, n. 153; D.M. PRÜMMER, Manuale Theologiae Moralis, vol. II, n. 173, 1; A. TANQUEREY, Synopsis Theologiae Moralis et Pastoralis, vol. III, n. 382. No se trata de un subterfugio que debilita la obligación absoluta de evitar la mentira. Pensamos –con A. Millán Puelles- que la solución de los problemas que se presentan al querer fundamentar estas conductas aparentemente contrarias a la veracidad, está «en la afirmación de la licitud moral de las comunicaciones engañosas cuyos últimos fines propios son moralmente lícitos, sin que tampoco carezca de este valor ninguna de las circunstancias concurrentes en ellas» (A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 311).
[74] Cfr. S.Th., II–II, q. 111, a.1.
[75] Cfr. Mt 23,13–36.
[76] Lc 12,1.
[77] Cfr. S.Th., II–II, q. 111. aa. 2–4.
[78] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Madrid 2001, 72ª, n. 370.
[79] Cfr. I.J. DE CELAYA, Voz Sencillez, GER, XXI, Madrid 1979, 174.
[80] Mt 15,8.
[81] Cfr. S.Th., II–II, q. 112, a. 1.
[82] S.Th., II–II, q. 109, a. 4.
[83] ARISTÓTELES, Ethica, l. IV, 7. La jactancia será un pecado grave o leve según sean su objeto, fin y circunstancias: cfr. S.Th., II-II, q. 112.
[84] Cfr. Diccionario de la lengua española, voz ironía.
[85] Cfr. S.Th., II–II, q. 113, a. 1.
[86] S. AGUSTÍN, Lib. de Verbis Apost., Serm. 181.
[87] Cfr. S. Th. II–II, q. 113, a. 2.
[88] Mt 6,16.
[89] Cfr. CEC, n. 2477.
[90] Cfr. CEC, n.2478; S.Th., II-II, q. 60, a. 4.
[91] Cfr. CEC, n. 2477.
[92] Cfr. Ibidem.
[93] Cfr. CEC, n. 2479.
[94] Mt 12,34.
[95] CEC, n. 2487.
Pio Santiago
Índice
La sociedad permisiva
Motivaciones
La obediencia hasta la edad de trece años
La actitud de los padres
La obediencia de los adolescentes
La persona obediente acepta las decisiones de quien tiene y ejerce la autoridad, las considera como propias, a condición que no se opongan a la justicia, y realiza prontamente lo que ha decidido, tratando de interpretar fielmente la voluntad del que manda.
Es interesante preguntarse por qué la virtud de la justicia está de moda, mientras que la obediencia –una de sus componentes– ahora ya no lo está. Para algunos, la obediencia crea la sensación desagradable de ver su propia voluntad dominada por el poder de otro. Piensan que obedeciendo, sacrifican su personalidad. Piensan que la obediencia aliena la libertad, la creatividad, el espíritu de iniciativa. Y es precisamente porque ellos mismos tienen dudas acerca del valor de la obediencia, que algunos padres son muy permisivos con sus hijos.
Pero la obediencia como virtud, no es la ciega sumisión de esclavos. Y si la persona obedece rebelándose en su interior, no hay virtud. No habrá tampoco virtud si obedeciera porque quien manda es simpático. Estrictamente hablando, la obediencia es una virtud cuando se ejercita porque se reconoce la autoridad de quien manda.
Tal vez la principal razón para el rechazo de la obediencia, al menos entre los jóvenes, sea porque ponen en duda la necesidad de contar con las autoridades.
Sería fácil concluir que esta actitud es el resultado de un orgullo descontrolado, pero es preferible analizar con mayor detalle algunas de las características de la sociedad en que vivimos para comprender mejor lo que significa en realidad obedecer.
En una sociedad que satisface todas las necesidades básicas –alimentos, vivienda, ropa– al menos para la gran mayoría de la gente, la persona siente una sensación de seguridad que le permite preguntarse si es necesario adherir a las estructuras que rigen las relaciones con los demás. Cuestiona las acciones de las autoridades que controlan este bienestar general cuando baja el poder adquisitivo y se obtiene menos con el mismo esfuerzo, o cuando se quisiera obtener el mismo resultado o un resultado mejor proporcionando un menor esfuerzo. Se pone entonces en tela de juicio la competencia de la autoridad en cuestión y se busca una solución tratando de cambiar la estructura o la autoridad. El individuo rara vez se da cuenta que la solución está en él mismo (dejando por supuesto que la autoridad actúa con justicia). Si llega a ser más responsable, trabajar más o mejor, podrá encontrar exactamente lo que quiere y además allí donde reconoce el valor de lo que busca: un mejor nivel de vida.
Pero si la persona no se da cuenta que hay algo más que vale la pena –me refiero a los valores no materiales– ni se planteará el problema, y es lógico que en este caso, las autoridades pierdan su razón de ser y que la obediencia pierda su significado. Así, si a uno no le interesa la verdad y no cree que la Iglesia es su depositaria, ¿por qué va a obedecer a las directrices del Papa? Si no buscamos que aumente la justicia, el orden, la bondad, ¿por qué obedecer a los filósofos? En el pasado, los filósofos han desempeñado un papel importante en la solución de problemas sociales, pero parece que esta función se pone en duda hoy en día. Si no se atribuye importancia a los valores de amor y servicio a los demás, si no entendemos a qué o a quien se refieren, ¿por qué obedecer a los padres que son las personas delegadas por Dios para educar a los niños en el amor?
Cuando los valores permanentes, que reflejan, en parte, el Bien Supremo, dejan de tener interés, las autoridades, cuya función es ayudar a otros a descubrir esos valores y vivirlos mejor, se encuentran con la necesidad de convencer a los demás de la importancia de lo que poseen. Y esto no es fácil.
Una sociedad permisiva es una sociedad en la que el único valor reconocido es el bienestar material, el placer que surge en el momento presente. Ni el pasado ni el futuro tienen sentido. Por lo tanto, lo que mejor puede hacer una persona es seguir ciegamente sus instintos.
La obediencia sólo tiene sentido respecto a los valores que aceptamos en la vida. Los ejemplos abundan entre los jóvenes que se niegan a seguir la orientación de sus padres en lo que respecta a la ropa, pero después siguen la moda de su pequeño grupo, porque en su opinión, el valor más importante es ser como los otros; actúan sin obedecer a ningún orden en la vida cotidiana, pero más tarde cuando se convierten en deportistas sí que obedecen a su entrenador. Otros rechazan la autoridad civil, pero aceptan las órdenes de los líderes de las manifestaciones callejeras. ¿Dónde está el problema? Los jóvenes no obedecen, o ¿no será mas bien que obedecen a las autoridades que representan anti-valores o valores muy pobres?
La lección está clara. Los padres debemos desarrollar la obediencia de nuestros hijos según los valores que son importantes para nosotros. Si estos valores son pobres, es probable que las exigencias de los padres no produzcan en los niños el desarrollo esperado de virtud, porque estos obedecerán por razones que excluyen el respeto de la patria potestad. Los niños que no aprenden el valor de la obediencia a una edad temprana tendrán más dificultades para reconocerla y para convertirla en un hábito más tarde.
Se debe aclarar un punto: la obediencia no es una virtud reservada a los niños y diseñada para hacer la vida agradable para los padres. Esta virtud –como todas las demás– vale para toda la vida.
Podemos distinguir entre los motivos profundos, que deben ser conocidos por los padres para que éstos puedan explicarlos a los niños, y los motivos parciales que los niños y los jóvenes necesitarán para adquirir el hábito de la obediencia en su evolución hacia una mejor comprensión de lo que realmente es la obediencia.
Como virtud cristiana, la obediencia a la autoridad legítima equivale a obedecer a Dios. Y no hay mejor motivación para el bien. La razón es la certeza de que, obedeciendo, no podemos equivocarnos. El que manda puede equivocarse. El que obedece, no, a condición de que sus acciones no se opongan a la justicia.
La obediencia es también fuente de la verdadera libertad. Nos cura del apegamiento a nuestra propia voluntad. Sabemos que, por naturaleza, la voluntad tiende hacia el bien, pero la inteligencia no siempre entiende lo que realmente es bueno. A menudo tendremos que recurrir a las autoridades competentes para asegurarnos de la adecuación entre nuestros deseos y el bien. La obediencia en estas situaciones, contribuye a darnos la fuerza y la perseverancia para alcanzar los objetivos que nos fijamos en la vida.
Estas razones para la obediencia son profundas, pero no las encontramos todos los días, y mucho menos en los niños pequeños. Sin embargo, si como padres no las tenemos en cuenta, corremos el riesgo de exigir de nuestros niños una obediencia fundada en motivos muy pobres.
¿Qué razones pueden ser sugeridas a los niños pequeños para que sean obedientes, y cómo hacer para motivarlos? Un pequeño puede obedecer porque intuitivamente reconoce la autoridad de sus padres. Estos le proporcionan seguridad, afecto, sentido de bienestar, y todo eso le conduce a satisfacer sus deseos, incluso si, a veces, tiene la tentación de desobedecer para medir su propia fuerza y su capacidad de actuar de forma independiente. Inconscientemente reconoce la existencia de su propia voluntad. Llega a lo que suele llamarse la edad del "no". Desde los tres o cuatro años el niño comienza un proceso, penoso para los padres, que es el desarrollo de su propia voluntad. Si, antes Papá lo sabía todo, ahora, Papá no es tan sabio, y el niño comienza a exigir de sus padres que le convenzan para obedecer. Entiende la necesidad de las reglas del juego y que una vez que las conoce, le será más fácil obedecer, motivado por la idea de que un cierto orden es indispensable para vivir juntos. A partir de cinco años, los motivos cambian. En un principio, el motivo de la obediencia puede ser la autoridad de los padres: esto es suficiente para que la obediencia sea virtuosa. Después, aunque esta autoridad no se pierde nunca, será necesario emplear medios adicionales para que los jóvenes sigan obedeciendo a causa de la autoridad de los padres, pero con una mejor comprensión de la necesidad de la obediencia.
A la edad de cinco años, hará falta exigir a los niños directamente, y al mismo tiempo explicar las razones de estas exigencias, para que obedezcan porque ven que eso es razonable. También podrán obedecer por amor filial, sabiendo que su obediencia es una manera de expresar su afecto hacia los padres. Volveremos a este tema cuando abordemos los problemas específicos planteados por la obediencia a esa edad.
Alrededor de los trece años, conviene que la obediencia sea el resultado de una reflexión. Y las razones para obedecer deben corresponder a los valores que los jóvenes comienzan a vivir más o menos conscientemente.
Antes de continuar, debemos aclarar un punto. Hablamos de la relación autoridad-obediencia entre padres e hijos. Pero estrictamente, esta relación no está regida por la virtud de la obediencia, sino por la virtud de la piedad, que exige que demos a nuestros padres el honor y el respeto debidos. En nuestro caso, no vamos a distinguir estas dos virtudes. Sin embargo, conocer esta distinción puede ayudarnos a comprender la importancia de ayudar a nuestros hijos a obedecer a las autoridades fuera de la familia. Es lógico, por tanto, que a la autoridad natural de los padres corresponda una obediencia motivada por el amor, y que a la autoridad adquirida de los otros corresponda una obediencia motivada por la justicia.
Se trata, en ambos casos de obtener una obediencia que se base en la autoridad de otro, no sólo porque la tiene (le ha sido concedida), sino también porque la ejerce.
Hasta la edad de unos trece años, la falta de obediencia no plantea en general graves problemas. Tan sólo malestar y exasperación en los padres. En ciertos casos, la desobediencia puede causar un peligro físico más que moral. (Por ejemplo, un niño desobedece a la recomendación de no jugar en un lugar peligroso, se cae y se rompe un brazo).
Sin embargo, es hora de enseñar a los niños a obedecer por motivos superiores, a fin de adquirir el hábito de la obediencia antes de llegar a la adolescencia. Por lo tanto, no es suficiente que los niños obedezcan: deben obedecer bien. Esto es lo que vamos a profundizar más, mediante el examen de algunos errores típicos.
Los padres se contentan fácilmente con una obediencia más o menos ciega, porque da los mismos resultados, a saber, la paz y el orden. Pero no nos damos cuenta del riesgo de que exista una simple colaboración involuntaria cada vez que se exige la obediencia sin implicar la conciencia del individuo. No es suficiente que el niño haga lo que se le pide, así no desarrollará la virtud de la obediencia.
Consideramos a este respecto, las deficiencias más comunes que caracterizan la obediencia de los niños, y sugerimos después algunos criterios que pueden ser útiles a los padres.
Entre estas deficiencias podemos encontrar las siguientes:
- Obedecen rutinariamente, con una actuación meramente externa, sin tratar de hacer las cosas bien ni cumplir con los deseos reales del que manda;
- Se contentan con lo mínimo indispensable para que haya obediencia, en lugar de cumplir lo que se les pide con generosidad, para hacer más de lo que se requiere;
- Obedecen al tiempo que critican al que manda;
- Se esconden para no tener que obedecer, o dan falsas excusas, a veces basándose en la autoridad de otra persona (Mamá dijo que no había necesidad de hacerlo);
- Tratan de convencer al que manda de dirigirse a otra persona o de hacerle creer que lo que pide no es realmente necesario;
- Piensan que obedecen a su manera, y se enorgullecen de ello;
- Dicen que van a obedecer y luego no hacen nada;
- Buscan el apoyo de hermanos y hermanas o amigos para formar un grupo de oposición.
¿Cómo resolver estos problemas?
La obediencia se facilita con una actitud coherente de los padres. De hecho, si se comportan de manera diferente dependiendo de su estado de ánimo, exigiendo una cosa un día, y otra distinta al día siguiente, es probable que la obediencia no se desarrolle en los niños. Según Otto Dür, "la falta de coherencia en la enseñanza, la falta de unidad entre la intención y la acción educativas matan las semillas de la obediencia". Por supuesto, la unidad es importante, pero no podemos olvidar que somos humanos y que no podemos esperar encontrar un comportamiento perfectamente uniforme y coherente. De todas formas, lo importante es luchar por mejorar en las cosas que consideramos fundamentales y dar una información clara a los niños sobre estos valores.
En la práctica, esto significa que habrá que exigir la obediencia en menos cosas que las que desearíamos. Si la obediencia de los niños nos interesa para que sean mejores y eviten el mal, no debemos desperdiciar nuestros esfuerzos buscando una obediencia superflua o menos importante en cosas que no pueden hacerles daño. Es decir, en cosas que nos molestan, porque no reflejan nuestra manera de hacer, pero que en realidad son opinables.
Así, en las cosas básicas, podremos hacer entender al niño lo que queremos, asegurarnos que ha escuchado con atención, y a continuación mandar indicando cuando o cómo debe obedecer.
Pero hemos dicho que una obediencia ciega, minimalista, no nos interesaba. Es por eso muy valioso poder contar entonces con el cónyuge, hermanos mayores y otros familiares para sugerir al niño que no basta contentarse con lo estricto necesario, sino que se trata de hacer más, ya sea el mandato explícito o tácito.
Esto nos conduce a los tres grados clásicos de la obediencia:
a) reducida a una actuación meramente externa;
b) implicando la sumisión interna de la voluntad;
c) implicando la completa sumisión del propio juicio.
La educación de la obediencia requiere también una capacidad de observación y una sensibilidad muy grandes por parte de los padres, porque hay muchos factores que pueden contribuir a hacer nacer en los niños una actitud de rebelión y de desobediencia. A los pequeños, si se les proporcionan explicaciones claras y oportunas acompañadas de un gran cariño, y manteniendo siempre un clima de orden, los resultados son generalmente positivos. Sin embargo a la edad de trece o catorce años, muy a menudo vuelve a aparecer el fenómeno del "no" descrito en los niños de tres o cuatro años.
Las causas pueden ser múltiples. Por ejemplo, una demasiada insistencia por parte de los padres en asuntos secundarios; un desorden habitual en el modo de vida; el nerviosismo de los padres; el excesivo recurso a las amenazas o a las promesas vacías y, además, toda una serie de factores del propio niño. Se debe reflexionar sobre la relación entre la falta de pureza y la desobediencia, o entre la injusticia y la desobediencia (el niño que copia en los exámenes). Si los niños sienten que no todo está claro en su conciencia, se sienten incómodos y es posible que lo muestren desobedeciendo.
Los padres debemos prestar atención al comportamiento de los niños hasta en los pequeños detalles, sobre todo para ser conscientes de lo que les sucede. Es conveniente proporcionarles la necesaria información sobre los problemas relacionados con la obediencia que hemos mencionado, y a continuación, animarles mostrando nuestra confianza.
Cuando los niños tienen claro que deben discernir y cumplir la voluntad de los padres, aunque esta sólo sea tácita, ha llegado el momento de que los padres les manifiesten su afecto y gratitud. Tenemos el derecho a ser obedecidos, pero los niños son más propensos a cumplir si saben que apreciamos sus esfuerzos.
Hasta ahora, nos hemos centrado en la obediencia respecto a los padres, ya que es ella la que, junto con la vivida respecto a los profesores, mejor permite desarrollar el buen hábito de la obediencia.
Pero no nos olvidemos de la obediencia que los niños deben mostrar a las demás autoridades. En las edades ya estudiadas, los niños suelen obedecer a las autoridades porque los padres o sus maestros lo han ordenado. Obedecerán al líder del equipo, a un padre que ha venido a ocuparse de ellos, a un agente de policía para cruzar la calle en el momento adecuado, al entrenador de deportes. Y a Dios, gracias a la formación de sus conciencias, con la ayuda de los padres y la de otros educadores.
Al acercarse la adolescencia, es posible que comience a oscurecerse la necesidad de obedecer a estas autoridades, e incluso comiencen a obedecer a otras personas, más o menos conscientemente.
En nuestra definición inicial de la obediencia, dijimos que consistía en aceptar, haciéndolas propias, las decisiones de quien posee y ejerce la autoridad, siempre que no vayan en contra de la justicia. Esto supone el reconocimiento de la autoridad real de determinadas personas, el saber distinguir entre lo que es justo de lo que no lo es, el saber asumir las decisiones de otro. La capacidad de asumir decisiones de otro depende del hábito que se tiene para ello, de nuestro reconocimiento del otro como autoridad y del reconocimiento de la orden o indicación de como justa y razonable.
Vale la pena insistir en estos factores durante la adolescencia. La primera dificultad concierne la capacidad de distinguir entre:
1) las personas que tienen autoridad y la ejercen
2) las personas que la tienen pero no la ejercen
3) las personas que no han recibido ninguna autoridad, pero que tienen una gran influencia.
Los padres han sido investidos por Dios de la autoridad para educar a sus hijos y tienen el deber de ejercerla. La patria potestad debe tener una influencia positiva que apoya e incrementa la autonomía y la responsabilidad de cada niño; es un servicio hecho a los niños en su educación, un servicio que implica el poder de decisión y el poder de castigar; es una ayuda que consiste en dirigir la participación de los niños en la vida familiar y en orientar su creciente autonomía, responsabilizándoles; es un componente esencial de nuestro amor por ellos, que se manifiesta de diversas maneras según las circunstancias en las relaciones padres-hijos. Si como padres no ejercemos la autoridad de forma razonable, es probable que los niños no se sienten obligados a obedecer, ni a nosotros ni a ninguna otra autoridad.
Podemos ayudar a los niños a reconocer las personas investidas de autoridad: la Iglesia, las autoridades civiles, sociales y culturales. La persona tiene autoridad real cuando defiende y refuerza los valores que merecen la pena. Si los valores que pretende transmitir son pobres o equívocos, o si no hay coherencia entre lo que dice y lo que hace, su influencia positiva en los jóvenes será tanto menor (Por ejemplo, las autoridades que predican la paz mientras se mantiene una guerra injustificada).
Aquí reside el principal peligro: que los niños acepten la autoridad de otras personas, no por la validez de los valores que defienden, sino por la influencia que ejercen. Este poder se podría describir así: sin haber recibido autoridad, consiguen generar entusiasmo y alentar la acción de otras personas por su presencia, sus palabras, su capacidad de organización y, más importante aún, logran mantenerlas sometidas hasta que han logrado sus objetivos. Puede tratarse de gente que juega con los instintos de los demás, con sus pasiones, que logran convencerles gracias a medias verdades o a falsas informaciones, pero bien presentadas. En una palabra, manipuladores.
Ante este peligro, ¿qué recursos tenemos los educadores? Debemos conseguir que los niños obedezcan en un punto fundamental: pensar antes de actuar. El desarrollo de la virtud de la prudencia, y de otras capacidades, incluyendo el juicio crítico, será la mejor arma que les permitirá distinguir entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal, entre una autoridad con derecho a la obediencia y un manipulador con fines distintos de la promoción de la juventud.
La obediencia es un elemento esencial de la virtud de la justicia. Es importante mirarla desde este ángulo. Debemos razonar con los niños para mostrarles que deben obedecer, porque los padres y otras personas dotadas de autoridad tienen derecho a que se les obedezca. Podrán de ese modo someterse a la autoridad por amor y por un profundo sentido del deber.
[i] Subtítulo del traductor
Pio Santiago
Extracto de la Tesis doctoral presentada en la Facultad Eclesiástica de Filosofía de la Universidad de Navarra: La virtud de la piedad en Santo Tomás de Aquino. Fuentes y análisis textual. Pamplona 2002.
Parte de la Modernidad ha dejado encerrado al hombre en sí mismo, y esto le dificulta entender lo que las cosas son en sí, quedándose en lo que significan para él. Esto conlleva un grave problema de enfoque ante la realidad, que a su vez dificulta el que el hombre pueda llegar a conocerse a sí mismo tal como es, y a encontrar su papel en el mundo. Aparece hoy como una gran tarea la de anunciar al hombre contemporáneo -buscando modos de decir más apropiados a la época- quién es, de dónde viene y hacia dónde va.
Por otra parte, como afirma el profesor Millán-Puelles, “las bases conceptuales necesarias para salir del humanismo antropocéntrico en el que nos movemos están ya dadas en la Filosofía y la Teología elaboradas por Tomás de Aquino. Necesitamos ‘redescubrir’ su pensamiento, esencialmente teocéntrico, para poder basar nuestra conducta en el valor absoluto del bien y de la verdad. Como en cualquier pensador, hay en Santo Tomás ideas condicionadas por su tiempo. Pero el concepto de unos valores absolutos por los que el hombre debe medir la rectitud de su conocer y su operar no es restringible a una época o situación”[1].
La virtud de la piedad, al hacernos reflexionar sobre lo que el hombre recibe por naturaleza, nos lleva a plantearnos su origen y el fin para el que ha sido creado. Como veremos, esta virtud conduce al hombre, hecho libre y consciente de su propio ser, a conocer y valorar cuál es ese modo de ser que ha recibido, y a valorar también en qué modo y bajo qué título lo ha recibido. Un hombre que reconoce que ha recibido gratuitamente su existencia y su modo de ser, no puede mantenerse encerrado en su propia subjetividad, ni postularse como creador de su propia naturaleza y moral, ni como el fundamento último de su propia libertad. Vistos así, el ser y el existir del hombre suponen un don magnífico, que él ha recibido en cuanto persona, y aún más, en cuanto hijo.
La virtud de la piedad filial ha sido poco estudiada. De hecho, más allá del ámbito de los especialistas, se suele entender la virtud de la piedad como la que relaciona al hombre con Dios. Sin embargo, a esa virtud Santo Tomás la denomina religión, en tanto que reserva el término piedad –en sentido estricto- para aquel otro hábito bueno que facilita la adecuada relación del hombre con sus padres –y por extensión con sus consanguíneos- y con su patria (las autoridades, los maestros, etc.) dentro del orden de la caridad.
En la Cuestión 101 de la Secunda Secundae destacan las referencias de Santo Tomás a la tradición cristiana, en boca de San Agustín, y a la tradición clásica, en boca de Aristóteles y Cicerón. Recoge de la tradición cristiana que el culto a los padres y a la patria se entiende ordenado dentro del culto por excelencia que se debe a Dios, aunque se pueda hablar de uno y otro de modo específico. De las tradiciones griega y latina extrae Santo Tomás el significado de piedad sobre el que asentará su propia definición.
Los griegos –recoge Santo Tomás en la objeción primera de la Cuestión 101 de la Secunda Secundae- llamaban a la piedad eusebeia o devoción. Platón destaca en la República[2] la certeza de que la divinidad es absolutamente buena y libre de toda mácula: ella no puede ser la causa del mal en el mundo, como se pensaba antes de él. La divinidad ni mucho menos es la fuente de la que emanan todas las desdichas de nuestra vida. La antigua Grecia creía que los dioses seducían a los débiles mortales para luego hundirles, pero Platón consideró esta creencia impía. Los padecimientos del inocente no son un castigo de la divinidad. La antigua poesía griega, desde Homero hasta la tragedia ática, cree que el destino del hombre se halla por entero supeditado a la acción negativa de los dioses. Aunque la aspiración ideal del hombre se dirigiera a la areté heroica, sobre ella campea la moira divina, con su inevitable necesidad[3].
Aristóteles trata sobre la piedad filial en la Ética a Nicómaco[4], cuando nos habla de la amistad y de la justicia. En la amistad de un rey hacia sus súbditos hay una superioridad. Algo similar ocurre en la amistad del padre con los hijos, ya que el padre es responsable de la existencia de su hijo (esta existencia es el mayor bien), y también de su crianza y educación[5]. Cuando habla de la relación de los padres con los hijos, señala que es similar y derivada de aquélla la relación entre los hermanos entre sí y entre los primos, por el hecho de proceder de los mismos progenitores[6]. De este modo, amplía el vínculo paterno-filial a la familia en su sentido más amplio. Incluye también Aristóteles en esa relación especial –que implica veneración- a los antepasados, de los que uno depende por naturaleza[7]. La veneración a los antepasados está en la raíz del hombre que se siente parte de una sociedad viva.
Por otra parte, afirma Aristóteles que no es posible propiamente devolver el honor debido a los dioses y a los padres. Un hijo debe pagar lo que debe, pero por más que haga, nunca hará lo equivalente de lo que ha recibido, de suerte que siempre es deudor. Sin embargo, un acreedor puede perdonar la deuda, y esto también ocurre con el padre[8]. La relación de los padres hacia los hijos es, propiamente, de donación gratuita; un factor más que invita al reconocimiento y la veneración, a una respuesta libre y llena de gratitud.
Aristóteles amplía de este modo el concepto de piedad que tenían sus antecesores en Grecia: lo amplía a los padres en cuanto tales y en cuanto educadores, y lo extiende a los demás parientes, en cuanto proceden de la misma raíz paterna. Por el mismo motivo, lo hace extensivo a los antepasados. Y por último, en la misma línea argumental, lo refiere también a la ciudad.
En resumen: para la Grecia clásica, la piedad filial es una virtud básica en la conformación de toda sociedad humana: conecta al hombre con sus orígenes, tanto en el plano familiar como en el social: quien es capaz de reconocer y respetar su origen, estará más cerca de ser capaz de transmitirlo a los demás ciudadanos y a las generaciones siguientes.
El término latino pietas es rico en contenidos. El vocablo ha tenido continuidad en todas las lenguas romances, y también en aquéllas que, como el inglés y el alemán, han recibido influjos de la cultura latina. De ese modo, esta tradición ha pasado también a la lengua castellana. Etimológicamente, pietas, pietatis (nombre latino de la tercera declinación) es un sustantivo femenino emparentado con el adjetivo pius, a, um. Pietas significa “sentimiento que hace reconocer y cumplir todos los deberes hacia los dioses, los padres, la patria, etc.”[9].
La primera acepción que tiene el término piedad en Roma es la de veneración para con los dioses[10]. En esto coincide con la tradición griega: sobre todo con la idea de piedad que tenía Platón. En los dioses veían los romanos la tradición, los antepasados y aquellas fuerzas que están por encima de la voluntad de los hombres, a las que iban incluyendo en sus cultos y veneración. La piedad es, en Roma como en Grecia, el respeto a los orígenes de la sociedad y del propio individuo, y el honor a lo que está por encima del poder del hombre. La piedad en Roma se extiende también a los padres, como veíamos ya en el pensamiento de Aristóteles. Se refiere a los padres y parientes en el sentido de afecto piadoso. En una tercera acepción, la piedad en Roma se extiende a la patria: implica veneración a Roma y a sus autoridades. El segundo rey de Roma, Numa Pompilius, sucesor de Rómulo, fue siempre recordado por su piedad: introdujo el culto público a los dioses en la Ciudad. Mucho más tarde, el amor a la República será la gran pasión de Cicerón, y es la fuerza (la virtus) que él desea hacer crecer en su hijo Marco Escipión.
La piedad está presente en la mitología romana. Pietas, pietatis es en Roma el nombre de una diosa[11]. Pietas es, como tal diosa, la personificación del sentimiento que se debe a los propios dioses y a los padres, hijos, hermanos y parientes en general. También junto al circo Flaminio tenía otro santuario la diosa Piedad. A ella se ofrecían sacrificios el día primero de diciembre. Cuando el año 22 después de Jesucristo Liva cayó enferma, Tiberio mandó implorar por ella a la diosa: con tal motivo, el Senado mandó construir un monumento a la Piedad Augusta. Su emblema era la cigüeña. Durante el Imperio, la representación de Pietases muy corriente en las monedas, donde se simbolizan las virtudes morales del emperador reinante.
El amor a los antepasados tiene también en Roma expresiones de una singular viveza. Los romanos conservaban en sus casas las imagines maiorum, mascarillas de cera sacadas del rostro cadavérico de sus antepasados, que ostentaban en procesión en determinados aniversarios. Una consecuencia de la piedad en el mundo antiguo, y particularmente en el romano -donde había una acusada conciencia cívica- es el respeto de la tradición, plasmada de un modo gráfico en la expresión mos maiorum: las costumbres de los mayores.
Santo Tomás había recogido también de Cicerón (él lo invoca con el nombre de Tulio) la definición de virtud en general: “un comportamiento en armonía con la norma natural y la razón”[12]. Es la virtud como puente entre naturaleza y razón, entre naturaleza y libertad.
Afirma también Cicerón que el derecho natural es “aquél que no ha surgido de la opinión sino que está implantado en nosotros por una especie de instinto innato, y que incluye, elsentimiento religioso, el sentido del deber, la gratitud, la venganza, el respeto y la sinceridad. El sentimiento religioso comporta observar escrupulosamente los ritos sagrados en honor de una naturaleza superior a la que llamamos divina. El sentido del deber consiste en mostrar a los parientes de sangre y a la patria nuestro reconocimiento y afecto...”[13].
La importancia que Cicerón atribuye a la virtud de la piedad se demuestra en las frecuentes referencias a esta virtud que encontramos en sus obras: acabamos de comprobar cómo la cita (por duplicado, según su doble objeto) entre las virtudes esenciales al derecho natural. Y la encontramos sobre todo en su vida: como hijo fiel dedica una de sus obras más destacadas a su madre; como padre, escribe dictando lo que considera importante para la educación de su hijo; como ciudadano, da gustoso su vida por su patria, a la que ha servido de modo eminente. Por su naturaleza racional –afirma Cicerón- el hombre se diferencia del animal –asemejándose a la divinidad- en lo que se refiere a su origen[14]. Este conocimiento del pasado y del futuro, nos lleva a reconocer a los que tienen un origen similar al nuestro como semejantes: les necesitamos y nos necesitan[15]. Vemos aquí un autor que, sin conocer la revelación cristiana, intuye el más profundo motivo de la dignidad del hombre: la semejanza con Dios que el hombre puede encontrar en lo más íntimo de su ser.
Cicerón describe las distintas sociedades naturales, y con esto va acotando también el ámbito de la virtud de la piedad: “Hay muchos grados en la sociedad humana. Bajando de aquella infinita y universal, la más inmediata es la de una misma gente, una misma nación, una misma lengua, por la cual sobre todo se sienten unidos los hombres. Todavía es más íntima la de una misma ciudad, porque hay muchas cosas que las ciudades usan en común: el foro, los templos, los pórticos, las calles, las leyes, el derecho, los tribunales, los sufragios, las relaciones familiares, las amistades, muchos negocios y contratos particulares. Más estrecho todavía es el vínculo que forman los miembros de una misma familia: ella reduce a un círculo limitado y pequeño la sociedad inmensa del género humano”[16]. Y también se relaciona la piedad con la caridad: si los vínculos naturales vienen unidos con la unión de voluntades en la búsqueda del bien, el hombre encuentra una sociedad a la altura de su modo de ser: “Como la naturaleza ha dado a todos los animales el deseo de la reproducción, el fundamento de la sociedad radica en el matrimonio; siguen los hijos, después una casa común, en que todo es de todos. Este es el núcleo de la ciudad y como el semillero de la República. Sigue la unión entre hermanos, primos hermanos, primos segundos y, cuando ya no pueden albergarse en una sola casa, salen a fundar nuevas casas, a manera de colonias. Vienen después los matrimonios y las afinidades, de donde surgen nuevos parientes. Esta propagación de la nueva prole es el origen de los Estados. Ahora bien, la comunidad de sangre une a los hombres con el afecto y el amor recíproco. Es una cosa grande tener los mismos recuerdos familiares, participar de los mismos ritos sagrados y tener comunes los sepulcros. Pero no hay sociedad más noble y más firme que la que constituyen los hombres buenos, semejantes en las costumbres y unidos en amistad íntima”[17].
La enumeración de estos distintos grados de sociabilidad, propios del hombre, no impide subrayar la que para Cicerón es la sociedad más digna de nuestro amor y veneración. “Cuando se examina diligentemente y se considera todo, se advierte que no hay sociedad más venerada ni más digna de nuestro amor que la que cada uno de nosotros tiene con la República. Amamos a nuestros padres, a nuestros hijos, a los parientes, a los amigos, pero sólo la patria comprende a todos y cada uno de los que nos son queridos; por ella, ¿qué hombre de bien dudará lanzarse a la muerte para servirla? Por lo cual, resulta más detestable la crueldad de aquellos que con todo género de crímenes han desgarrado el seno de la patria y están y estuvieron entregados a su destrucción”[18].
Pero volvamos al origen: de modo inseparable de la veneración hacia la patria, subraya Cicerón el reconocimiento debido ante los padres[19]: “Si se entabla una discusión comparativa para ver a quién hay que servir más rendidamente, deben ocupar el primer lugar la patria y los padres, a cuyos máximos beneficios estamos obligados; siguen inmediatamente los hijos y toda la casa, que pone en nosotros toda su esperanza y no puede tener otro amparo; después, los parientes bien avenidos, con quienes por lo regular es común nuestra fortuna y condición. Por lo cual, los medios necesarios para la vida se deben sobre todo a quienes he dicho antes, pero la vida común y la íntima familiaridad, los consejos, las conversaciones, las exhortaciones, los consuelos y a veces también los reproches tienen en la amistad su campo más amplio, siendo la más agradable la que brota de la conformidad y semejanza de costumbres”[20].
Sin embargo, para Cicerón no todos los deberes sociales tienen el mismo alcance ni presentan el mismo grado de obligatoriedad: “En la misma comunidad hay grados entre los deberes, por los cuales podemos ver cuál debemos preferir en cada caso: nuestros primeros deberes se refieren a los dioses inmortales; los segundos, a la patria; los terceros, a nuestros padres; y luego, en gradación, a los demás hombres”[21]. Aquí subraya Cicerón, como primer deber, la honra a la divinidad, de modo coherente con lo que antes nos definía como el sentimiento religioso, parte esencial de la ley natural.
Santo Tomás tomó este abanico de contenidos de la virtud de la piedad como inmediato precedente de su estudio.
Recoge Santo Tomás su tratado sistemático sobre la virtud de la piedad en la Summa Theologiae, y en concreto en la Cuestión 101 de la Secunda Secundae. Se trata de la primera Cuestión del Tratado sobre las llamadas virtudes sociales que, a pesar del título, trata más bien de “algunas otras virtudes relacionadas con la justicia”[22]. Estudia la piedad después de la religión, a la que dedicó las Cuestiones 81 a 100. Y estudiará a continuación las virtudes de la observancia (q. 102), la dulía (q. 103), la obediencia (q. 104 y 105), la gratitud (q. 106 y 107), la vindicación (q. 108), la veracidad (q. 109-113), la afabilidad (q. 114-116) y la liberalidad (q. 117-119).
El estudio sistemático de Santo Tomás comienza con el análisis de las diferencias específicas entre la piedad y la religión, y para este propósito cita a Macrobio: “La religión es virtud distinta de la piedad y, sin embargo, una y otra versan sobre determinadas operaciones”[23], porque Dios es principio de un modo mucho más excelente que nuestros padres y nuestra patria: es de hecho el único principio propiamente dicho, del que participa toda otra paternidad. “Dios ocupa el primer lugar, no tan sólo por ser excelentísimo, sino también por ser el principio de nuestro ser y gobierno”[24].
Reconociendo -conforme a la mayor parte de la tradición, según hemos visto- que la piedad abarca también el culto a Dios, le parece conveniente que se atribuya a la relación con el Creador una virtud específica, que explicite cómo la veneración que el hombre debe a Dios está muy por encima e incluye a la que debe a cualquier otra persona de la que haya recibido algún don: por eso son distintas las virtudes de la religión, que da culto a Dios, y la de la piedad, que lo da a nuestros padres y a la patria[25]. Esto, insistimos, no violenta la doctrina de Santo Tomás, que en multitud de ocasiones habla de la piedad en aquel sentido más extenso: “La eusebeia es algo así como el buen culto. Se identifica, por tanto, con la religión”[26]. La piedad, en Santo Tomás, se refiere en primer lugar a Dios porque, como se ha dicho, en El está el origen y fundamento de toda otra paternidad.
Santo Tomás aclara lo que acabamos de matizar cuando afirma que se puede hablar de virtud especial cuando se trata de considerar el objeto de una virtud según una razón especial: “Y como a la razón de justicia pertenece el dar a otro lo que le es debido, donde aparece una razón especial de deuda hacia una persona, allí hay una virtud especial”[27]. Lo reitera al hablar de la religión y de otras virtudes anejas a la justicia: “Se llama religión a la piedad por excelencia; y, sin embargo, la piedad propiamente dicha se distingue de la religión. Del mismo modo puede llamarse piedad a la observancia en grado eminente y, a pesar de todo, la observancia propiamente dicha se distingue de la piedad”[28]. Pero hay muchos otras referencias en Santo Tomás que permiten no tomar las cosas en un sentido restrictivo. Tomando por ejemplo ocasión de una cita de San Agustín en la que se afirma que la piedad se debe a Dios[29], Santo Tomás ordena expresamente la veneración a los padres y a la patria precisamente dentro de ese culto a Dios: “Al culto a Dios se le llama piedad por antonomasia, como se le llama igualmente por antonomasia Padre nuestro”[30].
Hay quien se decanta claramente por una posición distinta a la que aquí venimos defendiendo: “Hay que negar a la piedad –se dice en la Introducción a la Cuestión 101 de una versión de laSumma- la extensión que le conceden algunos modernos (...). Sobre la piedad basta preguntarse a quiénes se deba (a. 1), cuáles sean los actos (a. 2) y cuál su distintivo como virtud (a. 3). Mas, porque viene tras la religión y en ocasiones choca con ella (sic), surge espontánea la cuestión sobre cuál de ellas venza (a. 4)”[31]. Esta opinión, sin duda cargada de un noble deseo de fidelidad a lo dicho por Santo Tomás, nos parece sin embargo demasiado pegada a la letra de lo escrito en esta sola Cuestión. Por el contrario, lo que nosotros sostenemos parecen confirmarlo otros prestigiosos estudiosos de Santo Tomás[32].
En conclusión, pensamos que todo este juego de matices nos permite vislumbrar una dimensión más profunda de la virtud de la piedad, porque explicita su papel en el orden de la caridad: honrando a los padres honramos a Dios. Honrar a los padres y a la patria es un modo de dar también gloria a Dios, y lo que Dios ha hecho por y para el hombre: “En lo mayor está incluido lo menor (...), y por tanto el culto debido a Dios incluye, como algo particular, el que se debe a los padres”[33].
Santo Tomás llega a definir la virtud de la piedad como “cierto testimonio de la caridad con que uno ama a sus padres y a su patria”[34]. Anteriormente vimos cómo Santo Tomás considera la virtud de la piedad en relación con la justicia. Ahora, en su definición, incluye su relación con el orden de la caridad[35]. En el fondo de todo reconocimiento, está la caridad: “La deuda de la gratitud se deriva de la caridad, y la caridad es tal que cuanto más se paga más se debe”[36]. Vista desde este doble ángulo, “la piedad es una parte de la justicia que hace especial referencia a la caridad. Todas las virtudes están informadas por la caridad, pero la piedad está más que informada: está absorbida por esta virtud; por la piedad se realiza la conexión entre la justicia y la caridad, que ordena todo el conjunto de las virtudes”[37]. Se ve aquí la piedad como la primera y más debida expresión de caridad.
La caridad no destruye, como se ve, el orden natural de los afectos, que procede de la justicia: tratar de contraponer estas virtudes principales es crear un falso dilema, o sencillamente plantear mal la cuestión. Santo Tomás afirma que “Dios y nuestros padres nos aman más de lo que nosotros les amamos; pero son ellos a quienes debemos amar más”[38]. Esto implicaría que, siendo la caridad y la justicia las virtudes más excelsas, la piedad filial estaría como en la cúspide, por ser –insistimos- la primera manifestación de caridad (a quien debemos primeramente amar es a Dios, y luego a nuestros padres y a la sociedad), y por ser, al mismo tiempo y por el mismo motivo, el primer deber de justicia al que se enfrenta todo hombre, ya por el mero hecho de serlo[39].
Lo anterior encuentra su refrendo cuando Santo Tomás trata sobre la relación de la caridad con la virtud de la piedad, en la Cuestión 122: “Los preceptos del decálogo se ordenan al amor de Dios y del prójimo. Pero dentro del prójimo, la mayor obligación la tenemos para con los padres. Por eso, inmediatamente después de los preceptos que nos ordenan a Dios se incluye el precepto que nos ordena a los padres, que son el principio particular de nuestro ser, como Dios es el principio universal (...). A los padres les debemos honor y respeto en cuanto tales”[40]. De hecho, en el orden del Decálogo, inmediatamente después de los mandamientos que hacen referencia a Dios, se sitúa el que nos manda honrar a los padres.
Walter Farell relaciona explícitamente la piedad con la religión y con otras virtudes anejas a la justicia, siguiendo el esquema de Santo Tomás. Lo hace situándolas dentro del orden de la caridad: “[la] relación de la piedad con la religión es una cuestión de orden. Una se refiere a la esfera doméstica en tanto que otra se refiere más explícitamente al orden moral (...). También venerando a los padres damos el culto religioso debido a Dios (...). Y todo esto nos conduce a la perfección de nosotros mismos”[41].
En una formulación más general, explica el propio Santo Tomás una jerarquía entre las diversas virtudes sociales, dentro del orden de la caridad y conforme a la naturaleza del hombre: “Es necesario distinguir estas virtudes entre sí bajando escalonadamente de una a otra (...). Así como en lo humano nuestro padre participa con limitaciones de la razón de principio que se encuentra sólo en Dios de manera universal, así también la persona que cuida de algún modo de nosotros participa limitadamente de lo propio de la paternidad. Pues el padre es el principio de la generación, educación, enseñanza y de todo lo relativo a la perfección de nuestra vida humana; en cambio, la persona constituida en dignidad es, por así decirlo, principio de gobierno sólo en algunas cosas, como el príncipe en los asuntos civiles, el jefe del ejército en los militares, el maestro en la enseñanza, y así en lo demás. De ahí que a tales personas se les llame también ‘padres’ por la semejanza del cargo que desempeñan (...). Por tanto, así como en la religión, por la que damos culto a Dios, va implícita en cierto grado la piedad por la que se honra a los padres, así se incluye también en la piedad la observancia, por la cual se respeta y honra a las personas constituidas en dignidad”[42]. Así pues, para Santo Tomás la piedad, entendida en un sentido amplio, se extiende también a todos los que participan de algún modo en la función de los padres.
Farell, al estudiar la relación de la virtud de la piedad con otras afines, explica esta interdependencia entre todas estas virtudes como una escala gradual, que comienza por la religión y la piedad, y con la que todas las virtudes están íntimamente relacionadas: “La piedad depende de la religión como la superioridad de los padres es participación de la superioridad principal de Dios; el patriotismo forma parte de la piedad y la religión; la observancia, de la religión, la piedad y el patriotismo. Obviamente, si la religión es separada del resto de la cadena en su mismo comienzo, todas las demás virtudes quedan en el aire. Si son negados los deberes para con Dios, todos los deberes participados hacia los demás quedarán seriamente dañados. El colapso de la moral en nuestros días se debe fundamentalmente a esta causa. No se pueden poner como remedios a esta situación soluciones superficiales”[43]. Vemos aquí toda una invitación práctica a revitalizar el sentido de la piedad filial en la sociedad actual.
Y es que la inserción de la virtud de la piedad en el orden de la caridad tiene importantes implicaciones prácticas para la vida del hombre. En primer lugar, Santo Tomás se ocupa sobre todo de subrayar cómo el culto debido a Dios y la veneración a los padres no se oponen nunca, sino que se ordenan entre sí, como se ordenan el amor a Dios y el amor a los padres. “La religión y la piedad son dos virtudes. Pero ninguna virtud contraría o se opone a otra virtud: porque como dice el Filósofo en el libro De Predicamentis (C. 8, n. 22), el bien no es contrario al bien. Por lo que es imposible que la piedad y la religión se impidan mutuamente, de forma que una excluya los actos de la otra. Pues los actos de cualquier virtud, como consta por lo antedicho (Summa Theologiae, I-II, q. 18, a. 3) tienen como límites las debidas circunstancias: si se traspasan éstos no son ya actos de virtud, sino viciosos. Según esto, lo propio de la virtud es mostrarse servicial y respetuoso con los padres del debido modo. Por supuesto que el debido modo no consiste en que el hombre ponga más empeño en honrar a su padre que en honrar a Dios, sino que, como dice San Ambrosio (Super Lucam, 12, 52), la piedad de la religión divina se antepone a los lazos de la familia. Por tanto, si el cuidado de los padres nos aparta del culto a Dios, ya no sería acto de piedad el insistir en el cuidado de los padres contrariando a Dios. De ahí las palabras de San Jerónimo en su carta Ad Heliodorum(Epístolas, XIV, 22, 348): Pasa por encima de tu padre, pasa por encima de tu madre, vuela hacia la bandera de la cruz. Es el ápice de la piedad el haber sido cruel en este asunto. Por consiguiente, en tal caso han de omitirse los deberes de piedad para con los padres para dedicarse al culto divino de la religión. Pero si el honrar debidamente a los padres nos arranca del culto debido a Dios, será en ese caso un acto de piedad. No será pues, necesario abandonar la piedad por causa de la religión”[44].
Una vez establecidos los principios básicos, continúa Santo Tomás concretando el modo adecuado de honrar a los padres: un deber propio de la naturaleza del hombre que se ha manifestado de muy distintas maneras en las distintas culturas. Se trata de un deber que conduce al hombre a la felicidad, a la plena realización de su persona, porque le lleva desde su origen hacia el fin que le es propio. En el venerar y cuidar a los padres necesitados se expresa la valoración de la propia vida, vista en su origen. En ese ejercicio encuentra lo más propio de su ser y actuar. Y al seguir libre y conscientemente –virtuosamente- lo que es propio de la naturaleza humana, el hombre se siente realizado en su papel, se ve a sí mismo como mejor hombre: comprueba que no ha defraudado la expectativa que los demás y él mismo esperaban ver cumplida.
El modo concreto en que los hijos han de ayudar a los padres necesitados es modelo de la relación del hombre con todo aquel que necesite de su ayuda. Profundizando en la idea tomista, algunos autores han hablado del cuidado como actitud profundamente humana, actitud propia del trato familiar que, en última instancia, todo hombre merece. Alejandro Llano describe este cuidado como “cultivo de la vida, cooperación respetuosa con las realidades que nos rodean”[45]. El cuidado propio del hombre refleja fielmente, en distintos ámbitos, la piedad filial. Los padres hacen que el hijo nazca y crezca, cuidándolo; la actitud del hijo, en cualquier necesidad de sus padres, no puede ser otra que la del cuidado. Todo lo que no sea esto es, no sólo injusto, sino también impropio del hombre, inhumano.
Como hemos comprobado en la tradición clásica, la virtud de la piedad no se agota en la veneración que todo hijo debe a sus padres. Al preguntarse Santo Tomás expresamente por los sujetos a los que se extiende la virtud de la piedad[46], observa que “como pertenece a la religión dar culto a Dios, en un grado inferior, pertenece a la piedad darlo a los padres y a la patria. Mas en el culto a los padres se incluye el de todos los consanguíneos, pues se les llama precisamente así porque proceden de los mismos padres, como consta por las palabras del Filósofo en el Libro VIII de la Ética a Nicómaco[47]. Y en el culto de la patria va implícito el de los conciudadanos y el de todos los amigos de la patria[48]. Por lo tanto, a éstos principalmente se extiende la virtud de la piedad”[49].
Destacaremos de la cita anterior el término principalmente. Santo Tomás no pretende enunciar taxativamente a quiénes se debe la piedad filial o ante quiénes se ha de mostrar la veneración que se debe a la patria: más bien parece que quiere dejar el ámbito de esta virtud lo más abierto posible, teniendo en cuenta las distintas circunstancias de lugar y de época en las que el hombre tiene que construir su vida familiar y su vida en sociedad. A través de las referencias que hace en este mismo artículo a la Ética a Nicómaco[50] y en el contexto de las fuentes que estudiamos en el apartado anterior, podemos considerar incluidos, por ejemplo, a los antepasados; y también a los maestros, a los que sin duda considera que se debe algo que va más allá de la mera reciprocidad, aunque no considera necesario citarlos, quizá para respetar la referencia que el propio Filósofo hace a los padres en su función de educadores.
De esta manera se amplía el concepto de patria, vacunándonos contra un nacionalismo excluyente y contra concepciones simplistas de corte maniqueo, incompatibles con quien considera a los demás hombres también como hijos, iguales a él por su origen y dignidad. “Con este término se designa la óptima referencia al origen, a lo que es principio del ser, del vivir y del saber de cada individuo, es decir, la referencia a Dios, a los padres, a la sociedad y a la tierra, en virtud de los cuales cada hombre es como tal. Los factores dinámicos cuyooptimum se designan con el término pietas reciben los nombres de religiosidad, amor filial y patriotismo. Estos términos carecen de resonancia viva en la “cultura” contemporánea. En su lugar tenemos otros que recogen parcialmente el contenido de aquellos y cuya resonancia vital es fuerte. Lo que ahora se significa cuando hablamos de “la voz de la sangre” y “la voz de la tierra” recoge parte del contenido de la pietas clásica”[51]. Patria, paternidad y fraternidad humana tienen para Santo Tomás la misma raíz: “En sentido propio, el concepto de piedad se aplica a las relaciones con los padres naturales, los consanguíneos y la patria. En sentido amplio, se extiende también a los amigos personales, a los pueblos amigos y a todos los hombres de buena voluntad”[52]. En esto se recoge también lo que vimos que afirmaba Aristóteles, al referir a la virtud de la amistad los demás vínculos que se dan en la vida humana, más allá de los de la sangre y la ciudadanía[53]. Una amistad “que –dice Santo Tomás- según parece, no es otra cosa que la misma virtud de la piedad”[54].
Como ya se apuntó, la piedad no se refiere a todas esas personas -de las que somos deudores- en un mismo grado: citando a Cicerón, afirma Santo Tomás que el culto y atenciones se deben a todos “los consanguíneos y a los que aman a nuestra patria”[55], pero no a todos por igual, sino que se deben “principalmente” (una vez más este adverbio) a los padres, y a los demás según las propias posibilidades y la dignidad de las personas[56]. Von Hildebrand recoge esta misma idea en su ensayo sobre la gratitud: “Evidentemente debemos un agradecimiento especial por los grandes dones que recibimos de un amigo, de una persona amada con el amor de los novios, del padre o de la madre. Cuanto más elevado es el bien objetivo que tenemos que agradecer al copartícipe, más se nos exige moralmente una respuesta de gratitud”[57]. Aclararemos este punto, recogiendo una de las pocas referencias en las que Santo Tomás concreta cómo vivir el patriotismo: “A las personas constituidas en dignidad se les puede dar algo (...) en orden al bien común; por ejemplo, cuando se les presta un servicio en la administración de la república (...). Esto corresponde a la piedad, que da culto no sólo a los padres, sino también a la patria”[58].
La piedad inserta, en definitiva, el orden de la caridad en los distintos ámbitos de la vida social (hemos visto que era su expresión primera), armonizando a su vez esos distintos ámbitos en los que la vida del hombre se hace propiamente humana: “Cultivamos la tierra que nos nutre y la tradición que espiritualmente nos hace ser quienes somos, seres en la verdad y en el tiempo. Los padres cuidan de los hijos; el político, de la ciudadanía; y la divinidad cuida de todos. Pero este movimiento descendente encuentra una respuesta en la aceptación y el reconocimiento. El hijo maduro cuida de sus padres. El ciudadano responsable se preocupa de la suerte de la ciudad y cuida de que el estadista no utilice la cosa pública para sus intereses parciales. Y el hombre y la mujer ofrecen a Dios su culto”[59].
Como dijimos antes con respecto a los padres, a la patria también cabe, por vía extraordinaria, recompensarla con algo que supere con creces el bien de ella recibido: por ejemplo, con el sacrificio de los intereses individuales más apremiantes, especialmente el de la vida. Muchos hombres no han dudado, a lo largo de la historia, en entregar su vida –en lo ordinario o en sentido literal- por amor a su patria. Se trata de una tendencia muy arraigada en personas virtuosas, precisamente en la medida en que saben valorar en profundidad su propia vida y todo aquello que la ha hecho posible.
Santo Tomás, se refiere expresamente a la piedad cuando estudia la virtud de la gratitud, y una vez más aclara el contenido de la virtud objeto de nuestro estudio al compararla con otras y situarla en el orden de la caridad: “Tulio[60] menciona la gratitud como parte especial de la justicia (...). Según las diversas causas por las que estamos en deuda, deben distinguirse unas de otras las razones que nos obligan a pagar lo que debemos, teniendo en cuenta, eso sí, que siempre lo menor debe estar comprendido en lo mayor. Ahora bien: en Dios está la causa primaria y principal de nuestras deudas: por ser el principio de todos nuestros bienes. La segunda causa se halla en nuestros padres, por ser el principio próximo de nuestra generación y educación. La tercera se encuentra en las personas superiores en dignidad, de quienes nos vienen los beneficios comunes. La cuarta, en un bienhechor cualquiera de quien recibimos algún beneficio particular y privado, por lo que de forma especial le quedamos obligados. Por consiguiente (...) no debemos a ninguno de los bienhechores de quienes recibimos beneficios particulares todo cuanto debemos a Dios, a nuestros padres o a las personas superiores en dignidad. De ahí el que después de la religión, por la que damos el culto debido a Dios, la piedad, por la que lo damos a nuestros padres, la observancia, por la que a las personas superiores en dignidad, está el agradecimiento o gratitud que gracia por gracia recompensa a nuestros bienhechores”[61]. Comprobamos cómo en este contexto se hace referencia a los padres, no sólo como progenitores, sino también como educadores.
Al final de esta misma Cuestión 106, encontramos un criterio clarificador para discernir entre la piedad y otras virtudes afines: tiene que ver, una vez más, con el orden de la caridad. “En la recompensa de un beneficio se debe prestar más atención al afecto con que se hizo que a su efecto. Así pues, si consideramos el efecto del beneficio que un hijo ha recibido de sus padres, es decir, la existencia y la vida, nada igual podrá entregárseles como recompensa, tal como dice el Filósofo[62]. En cambio, si a lo que atendemos es a la voluntad de quien hace y recompensa el beneficio, entonces sí puede el hijo dar a sus padres más de lo que ha recibido, como dice Séneca[63]. Y aún en el caso de que nada pueda, para que haya gratitud basta sólo la voluntad de dar una recompensa”[64]. No podemos pagar la deuda contraída con nuestros padres, pero sí está en nuestras manos el tener la voluntad de honrarles con el corazón.
Veamos también la relación de la piedad con la dulía: “Por la dulía se honra al prójimo. Pero por diversas razones se honra a las diversas clases de ellos: por ejemplo al rey, al padre y al maestro, como consta en lo que dice el Filósofo en la Ética[65] (...). La dulía puede tomarse en dos sentidos: primero, en sentido amplio, como muestra de reverencia a cualquier hombre, por razón de una excelencia cualquiera. Y así considerada, comprende en su concepto la piedad y la observancia y cualquier otra virtud cuyo objeto sea honrar a los hombres (...). Segundo, en sentido estricto, en cuanto que por ella el siervo reverencia a su señor; pues dulía, como hemos dicho, significa servidumbre (...). Por diverso motivo en cada caso honra el siervo a su señor, el soldado a su jefe, el discípulo a su maestro, etc.”[66].
Sobre este último punto se plantea una duda: si la veneración a los maestros entra dentro del ámbito propio de la piedad o de la dulía. Teniendo en cuenta la tradición en la que se sitúa Santo Tomás, y el contexto en el que escribe, nos inclinamos por lo primero: la educación es algo propio de los padres, y los maestros deben ejercer su tarea participando de la autoridad paterna y en colaboración con los padres. Hemos ido viendo varias referencias a este punto al hablar de los padres como educadores[67]. Por otra parte, vemos que la dulía habla de una relación específica de servidumbre, poco acorde con la concepción actual de la educación. Podemos pues defender que la función magisterial, tal y como se entiende hoy, entra más bien dentro del campo de la piedad porque tiene directamente que ver con la tarea que pertenece primariamente a los padres de educar a los hijos, en tanto que se aleja claramente de la concepción de educación –vigente quizá hace siglos- como algo encomendado a los siervos. Sin embargo, sobre la letra, parece que Santo Tomás, fiel a su contexto histórico, incluye la honra a los maestros entre las partes especiales de la dulía[68].
Santo Tomás va entretejiendo la relación entre las distintas virtudes en muchos otros momentos: “La misericordia y la piedad coinciden con la mansedumbre y con la clemencia en cuanto se ordenan a un mismo efecto: el de evitar el mal del prójimo”[69]. Así va introduciendo distintos matices en su sistema de virtudes. Pero como nexo de unión, siempre encontramos siempre la caridad[70].
Como se ha visto, la virtud de la piedad es la contenida en el cuarto precepto del Decálogo y, de un modo más amplio, en los cuatro primeros preceptos de la Ley, los que integran la primera Tabla[71]. Esto nos habla de que se trata de una virtud básica en la vida del hombre: una virtud que nos conduce al origen y al fin del hombre, y que nos habla de su modo de ser más radical., de su respuesta a lo que tiene de más íntimo y original, a lo que le conforma precisamente como hombre.
En la tradición judeo-cristiana, recogida expresamente por Santo Tomás, se ensalza la piedad con los padres de modo particular: “Se promete larga vida a los que honran a sus padres, no sólo en la futura, sino también en la vida presente, según las palabras del Apóstol (I Tim 4, 8): La piedad es útil para todo, y tiene promesas para la vida de ahora y la futura. Y con razón. Pues el que agradece un beneficio merece, por cierta conveniencia, que se le conserve ese beneficio; en cambio, por la ingratitud, merece perderlo. Pues bien: el beneficio de la vida corporal, después de Dios, lo recibimos de los padres. Por tanto, el que honra a sus padres como agradecido por ese beneficio merece la conservación de la vida, mientras que quien no los honra merece ser privado de ella por ingrato”[72]. Pero más allá de la inmediatez del premio o el castigo, la veneración a los padres está inserta en el fin del hombre, según su propia naturaleza y el orden que Dios ha querido.
Así pues, poniendo todo esto en relación con el contexto de la tradición griega y romana, vemos ahora que esta virtud es, en un sentido amplio, la virtud que nos lleva al agradecimiento y a la veneración de quienes nos dieron la vida y también de todos aquellos que nos han ayudado a nacer, crecer y vivir como hombres, ordenando toda esta honra en la veneración que, por encima de todo, debemos a Dios. Una virtud que nos lleva a reconocer amorosamente –dentro del orden de la caridad- nuestras raíces y nuestro destino. Una virtud que nos conduce, en definitiva, a conocer mejor quién es el hombre.
* * * * *
Visto todo lo anterior, estamos en condiciones de afirmar que la virtud de la piedad, tal y como está incoada en nuestra propia naturaleza, conduce al hombre a dar respuesta consciente y libre a su condición más radical: el hecho de ser hijo.
Repasando lo dicho hasta ahora, vemos que el hijo es engendrado como semejante a quienes le dieron el ser. El hijo es también heredero, alguien capaz de recibir, asumir y administrar los dones recibidos: su naturaleza humana y un mundo donde vivir. Ser hijos supone, además, poder transmitir a otros esa misma herencia, participando de la única y fundamental paternidad original.
Ningún otro ser creado reúne en propiedad (como persona, conscientemente) estas características: de ninguna otra criatura se ha dicho que ha sido engendrada a semejanza[73]de Dios, con título de heredero y con capacidad de transmitir a otros la herencia recibida. Podría pensarse en los ángeles, seres espirituales llenos de luz y de poder, pero nunca se ha hablado de los ángeles como hijos: su misión es servir a Dios, glorificándole, siendo sus mensajeros, ejecutando sus mandatos. Tampoco se les ha entendido nunca como reyes y señores –herederos- del universo creado. Los ángeles carecen de la capacidad de engendrar: no son hijos, ni podrían ser padres. Nunca habló la Teología o la Tradición de la Virgen como Madre de los Ángeles: sí la aclaman como su Reina[74]. En última instancia, ninguna otra religión ha llegado a entender a Dios como Padre amoroso, y al hombre como su hijo amado[75].
No se puede tampoco hablar propiamente de paternidad y filiación en el caso los animales: se parecen al hombre -que tiene cuerpo- en que engendran a otros semejantes y en que les transmiten una herencia genética, pero al no tratarse de seres racionales, nada de esto es consciente: no tienen la condición de personas, necesaria para poder ser engendrados como hijos. Los animales engendran crías, no hijos.
Sin embargo, para el hombre, para todo hombre, por el mero hecho de serlo, sin más condición añadida, ser hijo supone poder encontrar la razón del propio ser en lo más profundo de sí mismo (y también antes –fuera- de sí mismo), y poder tender libremente, a través de las virtudes incoadas en su propia naturaleza (a través de la piedad filial), al fin último inserto en su naturaleza, que además la trasciende. El hombre no se entiende en soledad, porque es hijo. Su mayor castigo sería sentirse solo: una soledad que le vendría de no sentirse amado, no sentirse valorado como hijo, porque es ésta una condición, una dignidad, que no se puede perder: es un modo de ser original, radical. Aquí está el gran drama del que no quisiera responder como hijo: a pesar de todo, no dejaría de serlo: su respuesta nunca podría considerarse indiferente. Es deudor, es hijo.
Esta filiación natural es base para esa otra filiación, ya por encima de la naturaleza, que le ganó el Hijo de Dios, a quien el hombre se asemeja precisamente como hijo. El Hijo de Dios, al encarnarse, se llamó a sí mismo Hijo del hombre. Esa filiación, semejanza e íntima relación con Dios, permite al hombre ser elevado a la condición de hijo, en el Hijo, sin quebrantar su naturaleza: sí elevándola. Ninguna otra criatura goza de tal dignidad. Sólo el Hijo Unigénito de Dios y el hombre, creado a su imagen y semejanza, fueron, al fin, engendrados como hijos.
Entender al hombre como hijo podría ser una aportación para esa Antropología de la que hablábamos al principio[76], que habría de ayudar al hombre de hoy a conocerse mejor y a entender de modo más profundo su papel en el mundo: a través precisamente de la virtud de la piedad filial, expresión primaria de la caridad.
El concepto de hijo aumenta sobre el de persona un grado de determinación: todos los hijos son personas, pero no todas las personas son hijos: el hombre, en cambio, siempre lo es[77].
[2] Cfr. Republica, 379 c.
[3] Cfr. JAEGER, W., Paideia, Fondo de Cultura Económica, México 1995, pp. 610-611.
[4] Cfr. Ética a Nicómaco, VIII, 1161 a, 10 - 1162 a, 35.
[5] Cfr. Ibidem, VIII, 1161 a, 10-18.
[6] Cfr. Ibidem, VIII, 1161 b, 18 – 1162 a, 4.
[7] Cfr. Ibidem, VIII, 1161 a, 18-23.
[8] Cfr. Ibidem, VIII, 1163 b, 15-25.
[9] Voz “Pietas”, en Dictionnaire GAFFIOT Latin-Français, Hachette, París 1934, p. 1179.
[10] CICERÓN, De Natura Deorum. I, 115.
[11] Voz “Pietas” en Diccionario de mitología GRIMAL, Paidós, Barcelona 1994, p. 428.
[12] CICERÓN, La invención retórica, II, 159. Hemos venido manejando la versión de Editorial Gredos, Madrid 1997.
[13] La invención retórica, II, 65-66; 162-54.
[14] Cfr. De officiis, I, 11.
[15] Cfr. Ibidem, I, 22.
[16] Ibidem, I, 53.
[17] Ibidem, I, 52-53.
[18] Ibidem, I, 57.
[19] Se plantea en varias ocasiones el problema del Eutifrón: si un hijo debe denunciar a su padre. El hijo rogará al padre que no haga traición a la patria; si no le hace caso, le amenazará; en último extremo, cuando vea que está por medio la salvación de la patria, antepondrá ésta a la salvación de su padre. Los deberes para con la patria están por encima. Cfr. Ibidem, III, 90.
[20] Ibidem, I, 58.
[21] Ibidem, I, 160.
[22] BLÁZQUEZ, N., Suma de Teología de Santo Tomás de Aquino, Edición BAC Maior, Madrid 1994, Introducción a las cuestiones 101-122, Volumen IV, p.183.
[23] Summa Theologiae, II-II, q. 60, a. 3, s. c.
[24] Ibidem, II-II, q. 101, a. 1, c.
[25] Cfr. Ibidem, II-II, q. 101, a. 3, c.
[26] Ibidem, II-II, q. 80, a. único, ad. 4.
[27] Ibidem, II-II, q. 101, a. 3, c.
[28] Ibidem, II-II, q. 102, a. 1, ad. 1.
[29] “Piedad suele significar, hablando con propiedad, culto a Dios”. SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, L. X, C. I.
[30] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 3, ad. 2.
[31] Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, versión bajo la dirección del Padre Fr. Teófilo Urdanoz, O.P.. Introducciones y apéndices por el Padre Fr. Pedro Lumbreras, O.P., BAC, Madrid 1940, Tomo IX, p. 395.
[32] Cfr. Voz “pietà” en MONDIN, B., Dizionario enciclopédico del pensiero di San Tommaso d’Aquino, Edizioni Studio Domenicano, Roma 1991, p. 471.
[33] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 1, ad. 1.
[34] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 3.
[35] Santo Tomás considera la caridad como el factor esencial por el que toda virtud se ordena a su fin, ordenando a su vez toda la vida del hombre, desde su origen natural hasta el fin al que ha sido llamado. Cfr. también Summa Theologiae, II-II, q. 26 (El orden de la caridad) y q. 30 (La misericordia: “la doctrina cristiana en su totalidad se resumen en estas palabras: misericordia y piedad”).
[36] Summa Theologiae, II-II, q. 106, a. 6.
[37] GUTIÉRREZ COMAS, J. J., Voz “piedad”, Gran Enciclopedia Rialp, Tomo XVIII, Madrid 1974, pp. 471-474.
[38] Summa Theologiae, II-II, q. 26, a. 12.
[39] Sobre la inserción de la piedad en el orden de la caridad cfr. BARS, H., Las tres virtudes clave, Casal y Vall, Andorra 1962, pp. 114-146.
[40] Summa Theologiae, II-II, q. 122, a. 6.
[41] FARELL, W., “Virtues of the household”, The Thomist 9 (1946), p. 356.
[42] Summa Theologiae, II-II, q. 102, a. 1, c.
[43] FARRELL, W., “Virtues of the household”, p. 377.
[44] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 4, c.
[45] LLANO, A., La vida lograda, Ariel, Barcelona 2002, p. 186.
[46] Cfr. Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 1.
[47] Cfr. Ética a Nicómaco, VIII, 1161b, 29.
[48] “La comunicación entre consanguíneos y conciudadanos tiene que ver más que las otras con los principios de nuestro ser. Por eso se le da con más razón el nombre de piedad”.Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 1, ad. 3.
[49] Ibidem, II-II, q. 101, a. 1, c.
[50] Ética a Nicómaco, VIII, 1161 a.
[51] CHOZA, J., La supresión del pudor y otros ensayos , pp. 159-160.
[52] BLÁZQUEZ, N., “Introducción”, Suma de Teología de Santo Tomás de Aquino, Volumen IV, p. 197.
[53] “La amistad parece estar en relación con cada una de las formas de gobierno en la misma medida que la justicia. En la amistad de un rey hacia sus súbditos hay una superioridad del beneficio, porque el rey hace bien a sus súbditos, si es bueno y se cuida de ellos, a fin de que prosperen, como el pastor cuida de sus ovejas; por eso, Homero llama a Agamenón “pastor de pueblos”. Tal es también la amistad del padre para con los hijos, aunque difieren por la magnitud de los beneficios, ya que el padre es responsable de la existencia de su hijo (que se considera el mayor bien) y también de su crianza y educación. Estas cosas se aplican también a los antepasados, y por naturaleza gobierna el padre a los hijos, los antepasados a los descendientes y el rey a sus súbditos. Estas formas de amistad implican superioridad, y por eso los progenitores son honrados. La justicia en estas relaciones no radica en la igualdad, sino en el mérito, y lo mismo también en la amistad (...). En la comunidad, por consiguiente, estriba toda la amistad”. Ética a Nicómaco, 1161 a, 10 y 1161 b, 11.
[54] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 1, ad. 3.
[55] CICERÓN, La invención retórica, I, 2, 165.
[56] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 2, ad. 3.
[57] HILDEBRAND, D., La gratitud, Encuentro, Madrid 2000, p. 48.
[58] Summa Theologiae, II-II, q. 102, a. 3, c.
[59] LLANO, A., La vida lograda, p. 186.
[60] La invención retórica, I, 1, 165.
[61] Summa Theologiae, II-II, q. 106, a. 1, c.
[62] Se refiere a Ética a Nicómaco, I, 994 b, 12.
[63] Cfr. SÉNECA, De Beneficiis, C. XXIX, 179.
[64] Summa Theologiae, II-II, q. 106, a. 6, ad. 1.
[65] Ética a Nicómaco, IX, 1165 a, 14.
[66] Summa Theologiae, II-II, q. 103, a. 4, ad. 1 y c.
[67] Cfr. por ejemplo Summa Theologiae, II-II, q. 106. a. 1, c.
[68] Cfr. Summa Theologiae, II-II, q. 103, a. 4, ad. 1.
[69] Summa Theologiae, II-II, q. 157, a. 4, ad. 3.
[70] Cfr. FARRELL, W, “Virtues of the household”, p. 357.
[71] Cfr. Summa Theologiae, II-II, q. 122, a. 6, c. Y también LUMBRERAS, P., “El decálogo según Santo Tomás”, Revista Española de Teología 4 (1944), p. 413.
[72] Summa Theologiae, II-II, q. 122, a. 5, ad. 4.
[73] Este concepto de semejanza es compatible con la doctrina de San Agustín en el Tratado sobre la Trinidad, donde atribuye el carácter de imagen de Dios al hecho de que el hombre es un ser racional (personal) y el carácter de semejante al hecho de que el hombre, destinado desde su origen a gozar de la visión de Dios, como hijo, formando de algún modo parte de la intimidad divina, se hará semejante a El, porque le verá tal cual es. El hombre, por ser hijo, una vez que conozca su esencia, se hará semejante a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, Único Dios verdadero (cfr. De Trinitate, L. XIV, CC. IV y XIX).
[74] Sin intención de adentrarnos en el terreno teológico, traemos a colación dos citas de la Sagrada Escritura: “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser (...). Tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: `Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado’, o `Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo´” (Heb. 1, 1-6). Y en contraste, esta otra: “Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!” (I Ioh, 3, 1).
[75] Cfr. CORDES, P. L., El eclipse del Padre, Palabra, Madrid 2003, pp. 180-203.
[76] En esta aportación de la Antropología Filosófica vislumbramos importantes consecuencias para un enfoque más profundo de la Teología y el Derecho Canónico: bastará aquí apuntar lo que puede suponer el considerar al hombre como hijo para el estudio de la Teología Moral, la Teología Espiritual, la Escatología, la Antropología Teológica o el Derecho Matrimonial Canónico, entre otras muchas disciplinas.
[77] Con este planteamiento podría quedar apuntada la solución de un tema clásico de la filosofía: la pregunta sobre si la relación es esencial o no al ser del hombre o, dicho de otro modo, la explicación de cómo el hombre es un ser relacional. Al considerar al hombre como hijo, esa relación esencial y constitutiva queda ya patente. Al fin y al cabo, también en esto estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, puesto que cada persona divina es entendida como una relación subsistente con las otras dos, en una mutua relación de paternidad y filiación, en el amor. Ser hijos implica, además, ser hermanos: nos asemeja al Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo, y nos muestra, de modo radical, como iguales a todos nuestros hermanos, los hombres.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |