Índice
La sociedad permisiva
Motivaciones
La obediencia hasta la edad de trece años
La actitud de los padres
La obediencia de los adolescentes
La persona obediente acepta las decisiones de quien tiene y ejerce la autoridad, las considera como propias, a condición que no se opongan a la justicia, y realiza prontamente lo que ha decidido, tratando de interpretar fielmente la voluntad del que manda.
Es interesante preguntarse por qué la virtud de la justicia está de moda, mientras que la obediencia –una de sus componentes– ahora ya no lo está. Para algunos, la obediencia crea la sensación desagradable de ver su propia voluntad dominada por el poder de otro. Piensan que obedeciendo, sacrifican su personalidad. Piensan que la obediencia aliena la libertad, la creatividad, el espíritu de iniciativa. Y es precisamente porque ellos mismos tienen dudas acerca del valor de la obediencia, que algunos padres son muy permisivos con sus hijos.
Pero la obediencia como virtud, no es la ciega sumisión de esclavos. Y si la persona obedece rebelándose en su interior, no hay virtud. No habrá tampoco virtud si obedeciera porque quien manda es simpático. Estrictamente hablando, la obediencia es una virtud cuando se ejercita porque se reconoce la autoridad de quien manda.
Tal vez la principal razón para el rechazo de la obediencia, al menos entre los jóvenes, sea porque ponen en duda la necesidad de contar con las autoridades.
Sería fácil concluir que esta actitud es el resultado de un orgullo descontrolado, pero es preferible analizar con mayor detalle algunas de las características de la sociedad en que vivimos para comprender mejor lo que significa en realidad obedecer.
En una sociedad que satisface todas las necesidades básicas –alimentos, vivienda, ropa– al menos para la gran mayoría de la gente, la persona siente una sensación de seguridad que le permite preguntarse si es necesario adherir a las estructuras que rigen las relaciones con los demás. Cuestiona las acciones de las autoridades que controlan este bienestar general cuando baja el poder adquisitivo y se obtiene menos con el mismo esfuerzo, o cuando se quisiera obtener el mismo resultado o un resultado mejor proporcionando un menor esfuerzo. Se pone entonces en tela de juicio la competencia de la autoridad en cuestión y se busca una solución tratando de cambiar la estructura o la autoridad. El individuo rara vez se da cuenta que la solución está en él mismo (dejando por supuesto que la autoridad actúa con justicia). Si llega a ser más responsable, trabajar más o mejor, podrá encontrar exactamente lo que quiere y además allí donde reconoce el valor de lo que busca: un mejor nivel de vida.
Pero si la persona no se da cuenta que hay algo más que vale la pena –me refiero a los valores no materiales– ni se planteará el problema, y es lógico que en este caso, las autoridades pierdan su razón de ser y que la obediencia pierda su significado. Así, si a uno no le interesa la verdad y no cree que la Iglesia es su depositaria, ¿por qué va a obedecer a las directrices del Papa? Si no buscamos que aumente la justicia, el orden, la bondad, ¿por qué obedecer a los filósofos? En el pasado, los filósofos han desempeñado un papel importante en la solución de problemas sociales, pero parece que esta función se pone en duda hoy en día. Si no se atribuye importancia a los valores de amor y servicio a los demás, si no entendemos a qué o a quien se refieren, ¿por qué obedecer a los padres que son las personas delegadas por Dios para educar a los niños en el amor?
Cuando los valores permanentes, que reflejan, en parte, el Bien Supremo, dejan de tener interés, las autoridades, cuya función es ayudar a otros a descubrir esos valores y vivirlos mejor, se encuentran con la necesidad de convencer a los demás de la importancia de lo que poseen. Y esto no es fácil.
Una sociedad permisiva es una sociedad en la que el único valor reconocido es el bienestar material, el placer que surge en el momento presente. Ni el pasado ni el futuro tienen sentido. Por lo tanto, lo que mejor puede hacer una persona es seguir ciegamente sus instintos.
La obediencia sólo tiene sentido respecto a los valores que aceptamos en la vida. Los ejemplos abundan entre los jóvenes que se niegan a seguir la orientación de sus padres en lo que respecta a la ropa, pero después siguen la moda de su pequeño grupo, porque en su opinión, el valor más importante es ser como los otros; actúan sin obedecer a ningún orden en la vida cotidiana, pero más tarde cuando se convierten en deportistas sí que obedecen a su entrenador. Otros rechazan la autoridad civil, pero aceptan las órdenes de los líderes de las manifestaciones callejeras. ¿Dónde está el problema? Los jóvenes no obedecen, o ¿no será mas bien que obedecen a las autoridades que representan anti-valores o valores muy pobres?
La lección está clara. Los padres debemos desarrollar la obediencia de nuestros hijos según los valores que son importantes para nosotros. Si estos valores son pobres, es probable que las exigencias de los padres no produzcan en los niños el desarrollo esperado de virtud, porque estos obedecerán por razones que excluyen el respeto de la patria potestad. Los niños que no aprenden el valor de la obediencia a una edad temprana tendrán más dificultades para reconocerla y para convertirla en un hábito más tarde.
Se debe aclarar un punto: la obediencia no es una virtud reservada a los niños y diseñada para hacer la vida agradable para los padres. Esta virtud –como todas las demás– vale para toda la vida.
Podemos distinguir entre los motivos profundos, que deben ser conocidos por los padres para que éstos puedan explicarlos a los niños, y los motivos parciales que los niños y los jóvenes necesitarán para adquirir el hábito de la obediencia en su evolución hacia una mejor comprensión de lo que realmente es la obediencia.
Como virtud cristiana, la obediencia a la autoridad legítima equivale a obedecer a Dios. Y no hay mejor motivación para el bien. La razón es la certeza de que, obedeciendo, no podemos equivocarnos. El que manda puede equivocarse. El que obedece, no, a condición de que sus acciones no se opongan a la justicia.
La obediencia es también fuente de la verdadera libertad. Nos cura del apegamiento a nuestra propia voluntad. Sabemos que, por naturaleza, la voluntad tiende hacia el bien, pero la inteligencia no siempre entiende lo que realmente es bueno. A menudo tendremos que recurrir a las autoridades competentes para asegurarnos de la adecuación entre nuestros deseos y el bien. La obediencia en estas situaciones, contribuye a darnos la fuerza y la perseverancia para alcanzar los objetivos que nos fijamos en la vida.
Estas razones para la obediencia son profundas, pero no las encontramos todos los días, y mucho menos en los niños pequeños. Sin embargo, si como padres no las tenemos en cuenta, corremos el riesgo de exigir de nuestros niños una obediencia fundada en motivos muy pobres.
¿Qué razones pueden ser sugeridas a los niños pequeños para que sean obedientes, y cómo hacer para motivarlos? Un pequeño puede obedecer porque intuitivamente reconoce la autoridad de sus padres. Estos le proporcionan seguridad, afecto, sentido de bienestar, y todo eso le conduce a satisfacer sus deseos, incluso si, a veces, tiene la tentación de desobedecer para medir su propia fuerza y su capacidad de actuar de forma independiente. Inconscientemente reconoce la existencia de su propia voluntad. Llega a lo que suele llamarse la edad del "no". Desde los tres o cuatro años el niño comienza un proceso, penoso para los padres, que es el desarrollo de su propia voluntad. Si, antes Papá lo sabía todo, ahora, Papá no es tan sabio, y el niño comienza a exigir de sus padres que le convenzan para obedecer. Entiende la necesidad de las reglas del juego y que una vez que las conoce, le será más fácil obedecer, motivado por la idea de que un cierto orden es indispensable para vivir juntos. A partir de cinco años, los motivos cambian. En un principio, el motivo de la obediencia puede ser la autoridad de los padres: esto es suficiente para que la obediencia sea virtuosa. Después, aunque esta autoridad no se pierde nunca, será necesario emplear medios adicionales para que los jóvenes sigan obedeciendo a causa de la autoridad de los padres, pero con una mejor comprensión de la necesidad de la obediencia.
A la edad de cinco años, hará falta exigir a los niños directamente, y al mismo tiempo explicar las razones de estas exigencias, para que obedezcan porque ven que eso es razonable. También podrán obedecer por amor filial, sabiendo que su obediencia es una manera de expresar su afecto hacia los padres. Volveremos a este tema cuando abordemos los problemas específicos planteados por la obediencia a esa edad.
Alrededor de los trece años, conviene que la obediencia sea el resultado de una reflexión. Y las razones para obedecer deben corresponder a los valores que los jóvenes comienzan a vivir más o menos conscientemente.
Antes de continuar, debemos aclarar un punto. Hablamos de la relación autoridad-obediencia entre padres e hijos. Pero estrictamente, esta relación no está regida por la virtud de la obediencia, sino por la virtud de la piedad, que exige que demos a nuestros padres el honor y el respeto debidos. En nuestro caso, no vamos a distinguir estas dos virtudes. Sin embargo, conocer esta distinción puede ayudarnos a comprender la importancia de ayudar a nuestros hijos a obedecer a las autoridades fuera de la familia. Es lógico, por tanto, que a la autoridad natural de los padres corresponda una obediencia motivada por el amor, y que a la autoridad adquirida de los otros corresponda una obediencia motivada por la justicia.
Se trata, en ambos casos de obtener una obediencia que se base en la autoridad de otro, no sólo porque la tiene (le ha sido concedida), sino también porque la ejerce.
Hasta la edad de unos trece años, la falta de obediencia no plantea en general graves problemas. Tan sólo malestar y exasperación en los padres. En ciertos casos, la desobediencia puede causar un peligro físico más que moral. (Por ejemplo, un niño desobedece a la recomendación de no jugar en un lugar peligroso, se cae y se rompe un brazo).
Sin embargo, es hora de enseñar a los niños a obedecer por motivos superiores, a fin de adquirir el hábito de la obediencia antes de llegar a la adolescencia. Por lo tanto, no es suficiente que los niños obedezcan: deben obedecer bien. Esto es lo que vamos a profundizar más, mediante el examen de algunos errores típicos.
Los padres se contentan fácilmente con una obediencia más o menos ciega, porque da los mismos resultados, a saber, la paz y el orden. Pero no nos damos cuenta del riesgo de que exista una simple colaboración involuntaria cada vez que se exige la obediencia sin implicar la conciencia del individuo. No es suficiente que el niño haga lo que se le pide, así no desarrollará la virtud de la obediencia.
Consideramos a este respecto, las deficiencias más comunes que caracterizan la obediencia de los niños, y sugerimos después algunos criterios que pueden ser útiles a los padres.
Entre estas deficiencias podemos encontrar las siguientes:
- Obedecen rutinariamente, con una actuación meramente externa, sin tratar de hacer las cosas bien ni cumplir con los deseos reales del que manda;
- Se contentan con lo mínimo indispensable para que haya obediencia, en lugar de cumplir lo que se les pide con generosidad, para hacer más de lo que se requiere;
- Obedecen al tiempo que critican al que manda;
- Se esconden para no tener que obedecer, o dan falsas excusas, a veces basándose en la autoridad de otra persona (Mamá dijo que no había necesidad de hacerlo);
- Tratan de convencer al que manda de dirigirse a otra persona o de hacerle creer que lo que pide no es realmente necesario;
- Piensan que obedecen a su manera, y se enorgullecen de ello;
- Dicen que van a obedecer y luego no hacen nada;
- Buscan el apoyo de hermanos y hermanas o amigos para formar un grupo de oposición.
¿Cómo resolver estos problemas?
La obediencia se facilita con una actitud coherente de los padres. De hecho, si se comportan de manera diferente dependiendo de su estado de ánimo, exigiendo una cosa un día, y otra distinta al día siguiente, es probable que la obediencia no se desarrolle en los niños. Según Otto Dür, "la falta de coherencia en la enseñanza, la falta de unidad entre la intención y la acción educativas matan las semillas de la obediencia". Por supuesto, la unidad es importante, pero no podemos olvidar que somos humanos y que no podemos esperar encontrar un comportamiento perfectamente uniforme y coherente. De todas formas, lo importante es luchar por mejorar en las cosas que consideramos fundamentales y dar una información clara a los niños sobre estos valores.
En la práctica, esto significa que habrá que exigir la obediencia en menos cosas que las que desearíamos. Si la obediencia de los niños nos interesa para que sean mejores y eviten el mal, no debemos desperdiciar nuestros esfuerzos buscando una obediencia superflua o menos importante en cosas que no pueden hacerles daño. Es decir, en cosas que nos molestan, porque no reflejan nuestra manera de hacer, pero que en realidad son opinables.
Así, en las cosas básicas, podremos hacer entender al niño lo que queremos, asegurarnos que ha escuchado con atención, y a continuación mandar indicando cuando o cómo debe obedecer.
Pero hemos dicho que una obediencia ciega, minimalista, no nos interesaba. Es por eso muy valioso poder contar entonces con el cónyuge, hermanos mayores y otros familiares para sugerir al niño que no basta contentarse con lo estricto necesario, sino que se trata de hacer más, ya sea el mandato explícito o tácito.
Esto nos conduce a los tres grados clásicos de la obediencia:
a) reducida a una actuación meramente externa;
b) implicando la sumisión interna de la voluntad;
c) implicando la completa sumisión del propio juicio.
La educación de la obediencia requiere también una capacidad de observación y una sensibilidad muy grandes por parte de los padres, porque hay muchos factores que pueden contribuir a hacer nacer en los niños una actitud de rebelión y de desobediencia. A los pequeños, si se les proporcionan explicaciones claras y oportunas acompañadas de un gran cariño, y manteniendo siempre un clima de orden, los resultados son generalmente positivos. Sin embargo a la edad de trece o catorce años, muy a menudo vuelve a aparecer el fenómeno del "no" descrito en los niños de tres o cuatro años.
Las causas pueden ser múltiples. Por ejemplo, una demasiada insistencia por parte de los padres en asuntos secundarios; un desorden habitual en el modo de vida; el nerviosismo de los padres; el excesivo recurso a las amenazas o a las promesas vacías y, además, toda una serie de factores del propio niño. Se debe reflexionar sobre la relación entre la falta de pureza y la desobediencia, o entre la injusticia y la desobediencia (el niño que copia en los exámenes). Si los niños sienten que no todo está claro en su conciencia, se sienten incómodos y es posible que lo muestren desobedeciendo.
Los padres debemos prestar atención al comportamiento de los niños hasta en los pequeños detalles, sobre todo para ser conscientes de lo que les sucede. Es conveniente proporcionarles la necesaria información sobre los problemas relacionados con la obediencia que hemos mencionado, y a continuación, animarles mostrando nuestra confianza.
Cuando los niños tienen claro que deben discernir y cumplir la voluntad de los padres, aunque esta sólo sea tácita, ha llegado el momento de que los padres les manifiesten su afecto y gratitud. Tenemos el derecho a ser obedecidos, pero los niños son más propensos a cumplir si saben que apreciamos sus esfuerzos.
Hasta ahora, nos hemos centrado en la obediencia respecto a los padres, ya que es ella la que, junto con la vivida respecto a los profesores, mejor permite desarrollar el buen hábito de la obediencia.
Pero no nos olvidemos de la obediencia que los niños deben mostrar a las demás autoridades. En las edades ya estudiadas, los niños suelen obedecer a las autoridades porque los padres o sus maestros lo han ordenado. Obedecerán al líder del equipo, a un padre que ha venido a ocuparse de ellos, a un agente de policía para cruzar la calle en el momento adecuado, al entrenador de deportes. Y a Dios, gracias a la formación de sus conciencias, con la ayuda de los padres y la de otros educadores.
Al acercarse la adolescencia, es posible que comience a oscurecerse la necesidad de obedecer a estas autoridades, e incluso comiencen a obedecer a otras personas, más o menos conscientemente.
En nuestra definición inicial de la obediencia, dijimos que consistía en aceptar, haciéndolas propias, las decisiones de quien posee y ejerce la autoridad, siempre que no vayan en contra de la justicia. Esto supone el reconocimiento de la autoridad real de determinadas personas, el saber distinguir entre lo que es justo de lo que no lo es, el saber asumir las decisiones de otro. La capacidad de asumir decisiones de otro depende del hábito que se tiene para ello, de nuestro reconocimiento del otro como autoridad y del reconocimiento de la orden o indicación de como justa y razonable.
Vale la pena insistir en estos factores durante la adolescencia. La primera dificultad concierne la capacidad de distinguir entre:
1) las personas que tienen autoridad y la ejercen
2) las personas que la tienen pero no la ejercen
3) las personas que no han recibido ninguna autoridad, pero que tienen una gran influencia.
Los padres han sido investidos por Dios de la autoridad para educar a sus hijos y tienen el deber de ejercerla. La patria potestad debe tener una influencia positiva que apoya e incrementa la autonomía y la responsabilidad de cada niño; es un servicio hecho a los niños en su educación, un servicio que implica el poder de decisión y el poder de castigar; es una ayuda que consiste en dirigir la participación de los niños en la vida familiar y en orientar su creciente autonomía, responsabilizándoles; es un componente esencial de nuestro amor por ellos, que se manifiesta de diversas maneras según las circunstancias en las relaciones padres-hijos. Si como padres no ejercemos la autoridad de forma razonable, es probable que los niños no se sienten obligados a obedecer, ni a nosotros ni a ninguna otra autoridad.
Podemos ayudar a los niños a reconocer las personas investidas de autoridad: la Iglesia, las autoridades civiles, sociales y culturales. La persona tiene autoridad real cuando defiende y refuerza los valores que merecen la pena. Si los valores que pretende transmitir son pobres o equívocos, o si no hay coherencia entre lo que dice y lo que hace, su influencia positiva en los jóvenes será tanto menor (Por ejemplo, las autoridades que predican la paz mientras se mantiene una guerra injustificada).
Aquí reside el principal peligro: que los niños acepten la autoridad de otras personas, no por la validez de los valores que defienden, sino por la influencia que ejercen. Este poder se podría describir así: sin haber recibido autoridad, consiguen generar entusiasmo y alentar la acción de otras personas por su presencia, sus palabras, su capacidad de organización y, más importante aún, logran mantenerlas sometidas hasta que han logrado sus objetivos. Puede tratarse de gente que juega con los instintos de los demás, con sus pasiones, que logran convencerles gracias a medias verdades o a falsas informaciones, pero bien presentadas. En una palabra, manipuladores.
Ante este peligro, ¿qué recursos tenemos los educadores? Debemos conseguir que los niños obedezcan en un punto fundamental: pensar antes de actuar. El desarrollo de la virtud de la prudencia, y de otras capacidades, incluyendo el juicio crítico, será la mejor arma que les permitirá distinguir entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal, entre una autoridad con derecho a la obediencia y un manipulador con fines distintos de la promoción de la juventud.
La obediencia es un elemento esencial de la virtud de la justicia. Es importante mirarla desde este ángulo. Debemos razonar con los niños para mostrarles que deben obedecer, porque los padres y otras personas dotadas de autoridad tienen derecho a que se les obedezca. Podrán de ese modo someterse a la autoridad por amor y por un profundo sentido del deber.
[i] Subtítulo del traductor
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