Extracto de la Tesis doctoral presentada en la Facultad Eclesiástica de Filosofía de la Universidad de Navarra: La virtud de la piedad en Santo Tomás de Aquino. Fuentes y análisis textual. Pamplona 2002.
Parte de la Modernidad ha dejado encerrado al hombre en sí mismo, y esto le dificulta entender lo que las cosas son en sí, quedándose en lo que significan para él. Esto conlleva un grave problema de enfoque ante la realidad, que a su vez dificulta el que el hombre pueda llegar a conocerse a sí mismo tal como es, y a encontrar su papel en el mundo. Aparece hoy como una gran tarea la de anunciar al hombre contemporáneo -buscando modos de decir más apropiados a la época- quién es, de dónde viene y hacia dónde va.
Por otra parte, como afirma el profesor Millán-Puelles, “las bases conceptuales necesarias para salir del humanismo antropocéntrico en el que nos movemos están ya dadas en la Filosofía y la Teología elaboradas por Tomás de Aquino. Necesitamos ‘redescubrir’ su pensamiento, esencialmente teocéntrico, para poder basar nuestra conducta en el valor absoluto del bien y de la verdad. Como en cualquier pensador, hay en Santo Tomás ideas condicionadas por su tiempo. Pero el concepto de unos valores absolutos por los que el hombre debe medir la rectitud de su conocer y su operar no es restringible a una época o situación”[1].
La virtud de la piedad, al hacernos reflexionar sobre lo que el hombre recibe por naturaleza, nos lleva a plantearnos su origen y el fin para el que ha sido creado. Como veremos, esta virtud conduce al hombre, hecho libre y consciente de su propio ser, a conocer y valorar cuál es ese modo de ser que ha recibido, y a valorar también en qué modo y bajo qué título lo ha recibido. Un hombre que reconoce que ha recibido gratuitamente su existencia y su modo de ser, no puede mantenerse encerrado en su propia subjetividad, ni postularse como creador de su propia naturaleza y moral, ni como el fundamento último de su propia libertad. Vistos así, el ser y el existir del hombre suponen un don magnífico, que él ha recibido en cuanto persona, y aún más, en cuanto hijo.
La virtud de la piedad filial ha sido poco estudiada. De hecho, más allá del ámbito de los especialistas, se suele entender la virtud de la piedad como la que relaciona al hombre con Dios. Sin embargo, a esa virtud Santo Tomás la denomina religión, en tanto que reserva el término piedad –en sentido estricto- para aquel otro hábito bueno que facilita la adecuada relación del hombre con sus padres –y por extensión con sus consanguíneos- y con su patria (las autoridades, los maestros, etc.) dentro del orden de la caridad.
En la Cuestión 101 de la Secunda Secundae destacan las referencias de Santo Tomás a la tradición cristiana, en boca de San Agustín, y a la tradición clásica, en boca de Aristóteles y Cicerón. Recoge de la tradición cristiana que el culto a los padres y a la patria se entiende ordenado dentro del culto por excelencia que se debe a Dios, aunque se pueda hablar de uno y otro de modo específico. De las tradiciones griega y latina extrae Santo Tomás el significado de piedad sobre el que asentará su propia definición.
Los griegos –recoge Santo Tomás en la objeción primera de la Cuestión 101 de la Secunda Secundae- llamaban a la piedad eusebeia o devoción. Platón destaca en la República[2] la certeza de que la divinidad es absolutamente buena y libre de toda mácula: ella no puede ser la causa del mal en el mundo, como se pensaba antes de él. La divinidad ni mucho menos es la fuente de la que emanan todas las desdichas de nuestra vida. La antigua Grecia creía que los dioses seducían a los débiles mortales para luego hundirles, pero Platón consideró esta creencia impía. Los padecimientos del inocente no son un castigo de la divinidad. La antigua poesía griega, desde Homero hasta la tragedia ática, cree que el destino del hombre se halla por entero supeditado a la acción negativa de los dioses. Aunque la aspiración ideal del hombre se dirigiera a la areté heroica, sobre ella campea la moira divina, con su inevitable necesidad[3].
Aristóteles trata sobre la piedad filial en la Ética a Nicómaco[4], cuando nos habla de la amistad y de la justicia. En la amistad de un rey hacia sus súbditos hay una superioridad. Algo similar ocurre en la amistad del padre con los hijos, ya que el padre es responsable de la existencia de su hijo (esta existencia es el mayor bien), y también de su crianza y educación[5]. Cuando habla de la relación de los padres con los hijos, señala que es similar y derivada de aquélla la relación entre los hermanos entre sí y entre los primos, por el hecho de proceder de los mismos progenitores[6]. De este modo, amplía el vínculo paterno-filial a la familia en su sentido más amplio. Incluye también Aristóteles en esa relación especial –que implica veneración- a los antepasados, de los que uno depende por naturaleza[7]. La veneración a los antepasados está en la raíz del hombre que se siente parte de una sociedad viva.
Por otra parte, afirma Aristóteles que no es posible propiamente devolver el honor debido a los dioses y a los padres. Un hijo debe pagar lo que debe, pero por más que haga, nunca hará lo equivalente de lo que ha recibido, de suerte que siempre es deudor. Sin embargo, un acreedor puede perdonar la deuda, y esto también ocurre con el padre[8]. La relación de los padres hacia los hijos es, propiamente, de donación gratuita; un factor más que invita al reconocimiento y la veneración, a una respuesta libre y llena de gratitud.
Aristóteles amplía de este modo el concepto de piedad que tenían sus antecesores en Grecia: lo amplía a los padres en cuanto tales y en cuanto educadores, y lo extiende a los demás parientes, en cuanto proceden de la misma raíz paterna. Por el mismo motivo, lo hace extensivo a los antepasados. Y por último, en la misma línea argumental, lo refiere también a la ciudad.
En resumen: para la Grecia clásica, la piedad filial es una virtud básica en la conformación de toda sociedad humana: conecta al hombre con sus orígenes, tanto en el plano familiar como en el social: quien es capaz de reconocer y respetar su origen, estará más cerca de ser capaz de transmitirlo a los demás ciudadanos y a las generaciones siguientes.
El término latino pietas es rico en contenidos. El vocablo ha tenido continuidad en todas las lenguas romances, y también en aquéllas que, como el inglés y el alemán, han recibido influjos de la cultura latina. De ese modo, esta tradición ha pasado también a la lengua castellana. Etimológicamente, pietas, pietatis (nombre latino de la tercera declinación) es un sustantivo femenino emparentado con el adjetivo pius, a, um. Pietas significa “sentimiento que hace reconocer y cumplir todos los deberes hacia los dioses, los padres, la patria, etc.”[9].
La primera acepción que tiene el término piedad en Roma es la de veneración para con los dioses[10]. En esto coincide con la tradición griega: sobre todo con la idea de piedad que tenía Platón. En los dioses veían los romanos la tradición, los antepasados y aquellas fuerzas que están por encima de la voluntad de los hombres, a las que iban incluyendo en sus cultos y veneración. La piedad es, en Roma como en Grecia, el respeto a los orígenes de la sociedad y del propio individuo, y el honor a lo que está por encima del poder del hombre. La piedad en Roma se extiende también a los padres, como veíamos ya en el pensamiento de Aristóteles. Se refiere a los padres y parientes en el sentido de afecto piadoso. En una tercera acepción, la piedad en Roma se extiende a la patria: implica veneración a Roma y a sus autoridades. El segundo rey de Roma, Numa Pompilius, sucesor de Rómulo, fue siempre recordado por su piedad: introdujo el culto público a los dioses en la Ciudad. Mucho más tarde, el amor a la República será la gran pasión de Cicerón, y es la fuerza (la virtus) que él desea hacer crecer en su hijo Marco Escipión.
La piedad está presente en la mitología romana. Pietas, pietatis es en Roma el nombre de una diosa[11]. Pietas es, como tal diosa, la personificación del sentimiento que se debe a los propios dioses y a los padres, hijos, hermanos y parientes en general. También junto al circo Flaminio tenía otro santuario la diosa Piedad. A ella se ofrecían sacrificios el día primero de diciembre. Cuando el año 22 después de Jesucristo Liva cayó enferma, Tiberio mandó implorar por ella a la diosa: con tal motivo, el Senado mandó construir un monumento a la Piedad Augusta. Su emblema era la cigüeña. Durante el Imperio, la representación de Pietases muy corriente en las monedas, donde se simbolizan las virtudes morales del emperador reinante.
El amor a los antepasados tiene también en Roma expresiones de una singular viveza. Los romanos conservaban en sus casas las imagines maiorum, mascarillas de cera sacadas del rostro cadavérico de sus antepasados, que ostentaban en procesión en determinados aniversarios. Una consecuencia de la piedad en el mundo antiguo, y particularmente en el romano -donde había una acusada conciencia cívica- es el respeto de la tradición, plasmada de un modo gráfico en la expresión mos maiorum: las costumbres de los mayores.
Santo Tomás había recogido también de Cicerón (él lo invoca con el nombre de Tulio) la definición de virtud en general: “un comportamiento en armonía con la norma natural y la razón”[12]. Es la virtud como puente entre naturaleza y razón, entre naturaleza y libertad.
Afirma también Cicerón que el derecho natural es “aquél que no ha surgido de la opinión sino que está implantado en nosotros por una especie de instinto innato, y que incluye, elsentimiento religioso, el sentido del deber, la gratitud, la venganza, el respeto y la sinceridad. El sentimiento religioso comporta observar escrupulosamente los ritos sagrados en honor de una naturaleza superior a la que llamamos divina. El sentido del deber consiste en mostrar a los parientes de sangre y a la patria nuestro reconocimiento y afecto...”[13].
La importancia que Cicerón atribuye a la virtud de la piedad se demuestra en las frecuentes referencias a esta virtud que encontramos en sus obras: acabamos de comprobar cómo la cita (por duplicado, según su doble objeto) entre las virtudes esenciales al derecho natural. Y la encontramos sobre todo en su vida: como hijo fiel dedica una de sus obras más destacadas a su madre; como padre, escribe dictando lo que considera importante para la educación de su hijo; como ciudadano, da gustoso su vida por su patria, a la que ha servido de modo eminente. Por su naturaleza racional –afirma Cicerón- el hombre se diferencia del animal –asemejándose a la divinidad- en lo que se refiere a su origen[14]. Este conocimiento del pasado y del futuro, nos lleva a reconocer a los que tienen un origen similar al nuestro como semejantes: les necesitamos y nos necesitan[15]. Vemos aquí un autor que, sin conocer la revelación cristiana, intuye el más profundo motivo de la dignidad del hombre: la semejanza con Dios que el hombre puede encontrar en lo más íntimo de su ser.
Cicerón describe las distintas sociedades naturales, y con esto va acotando también el ámbito de la virtud de la piedad: “Hay muchos grados en la sociedad humana. Bajando de aquella infinita y universal, la más inmediata es la de una misma gente, una misma nación, una misma lengua, por la cual sobre todo se sienten unidos los hombres. Todavía es más íntima la de una misma ciudad, porque hay muchas cosas que las ciudades usan en común: el foro, los templos, los pórticos, las calles, las leyes, el derecho, los tribunales, los sufragios, las relaciones familiares, las amistades, muchos negocios y contratos particulares. Más estrecho todavía es el vínculo que forman los miembros de una misma familia: ella reduce a un círculo limitado y pequeño la sociedad inmensa del género humano”[16]. Y también se relaciona la piedad con la caridad: si los vínculos naturales vienen unidos con la unión de voluntades en la búsqueda del bien, el hombre encuentra una sociedad a la altura de su modo de ser: “Como la naturaleza ha dado a todos los animales el deseo de la reproducción, el fundamento de la sociedad radica en el matrimonio; siguen los hijos, después una casa común, en que todo es de todos. Este es el núcleo de la ciudad y como el semillero de la República. Sigue la unión entre hermanos, primos hermanos, primos segundos y, cuando ya no pueden albergarse en una sola casa, salen a fundar nuevas casas, a manera de colonias. Vienen después los matrimonios y las afinidades, de donde surgen nuevos parientes. Esta propagación de la nueva prole es el origen de los Estados. Ahora bien, la comunidad de sangre une a los hombres con el afecto y el amor recíproco. Es una cosa grande tener los mismos recuerdos familiares, participar de los mismos ritos sagrados y tener comunes los sepulcros. Pero no hay sociedad más noble y más firme que la que constituyen los hombres buenos, semejantes en las costumbres y unidos en amistad íntima”[17].
La enumeración de estos distintos grados de sociabilidad, propios del hombre, no impide subrayar la que para Cicerón es la sociedad más digna de nuestro amor y veneración. “Cuando se examina diligentemente y se considera todo, se advierte que no hay sociedad más venerada ni más digna de nuestro amor que la que cada uno de nosotros tiene con la República. Amamos a nuestros padres, a nuestros hijos, a los parientes, a los amigos, pero sólo la patria comprende a todos y cada uno de los que nos son queridos; por ella, ¿qué hombre de bien dudará lanzarse a la muerte para servirla? Por lo cual, resulta más detestable la crueldad de aquellos que con todo género de crímenes han desgarrado el seno de la patria y están y estuvieron entregados a su destrucción”[18].
Pero volvamos al origen: de modo inseparable de la veneración hacia la patria, subraya Cicerón el reconocimiento debido ante los padres[19]: “Si se entabla una discusión comparativa para ver a quién hay que servir más rendidamente, deben ocupar el primer lugar la patria y los padres, a cuyos máximos beneficios estamos obligados; siguen inmediatamente los hijos y toda la casa, que pone en nosotros toda su esperanza y no puede tener otro amparo; después, los parientes bien avenidos, con quienes por lo regular es común nuestra fortuna y condición. Por lo cual, los medios necesarios para la vida se deben sobre todo a quienes he dicho antes, pero la vida común y la íntima familiaridad, los consejos, las conversaciones, las exhortaciones, los consuelos y a veces también los reproches tienen en la amistad su campo más amplio, siendo la más agradable la que brota de la conformidad y semejanza de costumbres”[20].
Sin embargo, para Cicerón no todos los deberes sociales tienen el mismo alcance ni presentan el mismo grado de obligatoriedad: “En la misma comunidad hay grados entre los deberes, por los cuales podemos ver cuál debemos preferir en cada caso: nuestros primeros deberes se refieren a los dioses inmortales; los segundos, a la patria; los terceros, a nuestros padres; y luego, en gradación, a los demás hombres”[21]. Aquí subraya Cicerón, como primer deber, la honra a la divinidad, de modo coherente con lo que antes nos definía como el sentimiento religioso, parte esencial de la ley natural.
Santo Tomás tomó este abanico de contenidos de la virtud de la piedad como inmediato precedente de su estudio.
Recoge Santo Tomás su tratado sistemático sobre la virtud de la piedad en la Summa Theologiae, y en concreto en la Cuestión 101 de la Secunda Secundae. Se trata de la primera Cuestión del Tratado sobre las llamadas virtudes sociales que, a pesar del título, trata más bien de “algunas otras virtudes relacionadas con la justicia”[22]. Estudia la piedad después de la religión, a la que dedicó las Cuestiones 81 a 100. Y estudiará a continuación las virtudes de la observancia (q. 102), la dulía (q. 103), la obediencia (q. 104 y 105), la gratitud (q. 106 y 107), la vindicación (q. 108), la veracidad (q. 109-113), la afabilidad (q. 114-116) y la liberalidad (q. 117-119).
El estudio sistemático de Santo Tomás comienza con el análisis de las diferencias específicas entre la piedad y la religión, y para este propósito cita a Macrobio: “La religión es virtud distinta de la piedad y, sin embargo, una y otra versan sobre determinadas operaciones”[23], porque Dios es principio de un modo mucho más excelente que nuestros padres y nuestra patria: es de hecho el único principio propiamente dicho, del que participa toda otra paternidad. “Dios ocupa el primer lugar, no tan sólo por ser excelentísimo, sino también por ser el principio de nuestro ser y gobierno”[24].
Reconociendo -conforme a la mayor parte de la tradición, según hemos visto- que la piedad abarca también el culto a Dios, le parece conveniente que se atribuya a la relación con el Creador una virtud específica, que explicite cómo la veneración que el hombre debe a Dios está muy por encima e incluye a la que debe a cualquier otra persona de la que haya recibido algún don: por eso son distintas las virtudes de la religión, que da culto a Dios, y la de la piedad, que lo da a nuestros padres y a la patria[25]. Esto, insistimos, no violenta la doctrina de Santo Tomás, que en multitud de ocasiones habla de la piedad en aquel sentido más extenso: “La eusebeia es algo así como el buen culto. Se identifica, por tanto, con la religión”[26]. La piedad, en Santo Tomás, se refiere en primer lugar a Dios porque, como se ha dicho, en El está el origen y fundamento de toda otra paternidad.
Santo Tomás aclara lo que acabamos de matizar cuando afirma que se puede hablar de virtud especial cuando se trata de considerar el objeto de una virtud según una razón especial: “Y como a la razón de justicia pertenece el dar a otro lo que le es debido, donde aparece una razón especial de deuda hacia una persona, allí hay una virtud especial”[27]. Lo reitera al hablar de la religión y de otras virtudes anejas a la justicia: “Se llama religión a la piedad por excelencia; y, sin embargo, la piedad propiamente dicha se distingue de la religión. Del mismo modo puede llamarse piedad a la observancia en grado eminente y, a pesar de todo, la observancia propiamente dicha se distingue de la piedad”[28]. Pero hay muchos otras referencias en Santo Tomás que permiten no tomar las cosas en un sentido restrictivo. Tomando por ejemplo ocasión de una cita de San Agustín en la que se afirma que la piedad se debe a Dios[29], Santo Tomás ordena expresamente la veneración a los padres y a la patria precisamente dentro de ese culto a Dios: “Al culto a Dios se le llama piedad por antonomasia, como se le llama igualmente por antonomasia Padre nuestro”[30].
Hay quien se decanta claramente por una posición distinta a la que aquí venimos defendiendo: “Hay que negar a la piedad –se dice en la Introducción a la Cuestión 101 de una versión de laSumma- la extensión que le conceden algunos modernos (...). Sobre la piedad basta preguntarse a quiénes se deba (a. 1), cuáles sean los actos (a. 2) y cuál su distintivo como virtud (a. 3). Mas, porque viene tras la religión y en ocasiones choca con ella (sic), surge espontánea la cuestión sobre cuál de ellas venza (a. 4)”[31]. Esta opinión, sin duda cargada de un noble deseo de fidelidad a lo dicho por Santo Tomás, nos parece sin embargo demasiado pegada a la letra de lo escrito en esta sola Cuestión. Por el contrario, lo que nosotros sostenemos parecen confirmarlo otros prestigiosos estudiosos de Santo Tomás[32].
En conclusión, pensamos que todo este juego de matices nos permite vislumbrar una dimensión más profunda de la virtud de la piedad, porque explicita su papel en el orden de la caridad: honrando a los padres honramos a Dios. Honrar a los padres y a la patria es un modo de dar también gloria a Dios, y lo que Dios ha hecho por y para el hombre: “En lo mayor está incluido lo menor (...), y por tanto el culto debido a Dios incluye, como algo particular, el que se debe a los padres”[33].
Santo Tomás llega a definir la virtud de la piedad como “cierto testimonio de la caridad con que uno ama a sus padres y a su patria”[34]. Anteriormente vimos cómo Santo Tomás considera la virtud de la piedad en relación con la justicia. Ahora, en su definición, incluye su relación con el orden de la caridad[35]. En el fondo de todo reconocimiento, está la caridad: “La deuda de la gratitud se deriva de la caridad, y la caridad es tal que cuanto más se paga más se debe”[36]. Vista desde este doble ángulo, “la piedad es una parte de la justicia que hace especial referencia a la caridad. Todas las virtudes están informadas por la caridad, pero la piedad está más que informada: está absorbida por esta virtud; por la piedad se realiza la conexión entre la justicia y la caridad, que ordena todo el conjunto de las virtudes”[37]. Se ve aquí la piedad como la primera y más debida expresión de caridad.
La caridad no destruye, como se ve, el orden natural de los afectos, que procede de la justicia: tratar de contraponer estas virtudes principales es crear un falso dilema, o sencillamente plantear mal la cuestión. Santo Tomás afirma que “Dios y nuestros padres nos aman más de lo que nosotros les amamos; pero son ellos a quienes debemos amar más”[38]. Esto implicaría que, siendo la caridad y la justicia las virtudes más excelsas, la piedad filial estaría como en la cúspide, por ser –insistimos- la primera manifestación de caridad (a quien debemos primeramente amar es a Dios, y luego a nuestros padres y a la sociedad), y por ser, al mismo tiempo y por el mismo motivo, el primer deber de justicia al que se enfrenta todo hombre, ya por el mero hecho de serlo[39].
Lo anterior encuentra su refrendo cuando Santo Tomás trata sobre la relación de la caridad con la virtud de la piedad, en la Cuestión 122: “Los preceptos del decálogo se ordenan al amor de Dios y del prójimo. Pero dentro del prójimo, la mayor obligación la tenemos para con los padres. Por eso, inmediatamente después de los preceptos que nos ordenan a Dios se incluye el precepto que nos ordena a los padres, que son el principio particular de nuestro ser, como Dios es el principio universal (...). A los padres les debemos honor y respeto en cuanto tales”[40]. De hecho, en el orden del Decálogo, inmediatamente después de los mandamientos que hacen referencia a Dios, se sitúa el que nos manda honrar a los padres.
Walter Farell relaciona explícitamente la piedad con la religión y con otras virtudes anejas a la justicia, siguiendo el esquema de Santo Tomás. Lo hace situándolas dentro del orden de la caridad: “[la] relación de la piedad con la religión es una cuestión de orden. Una se refiere a la esfera doméstica en tanto que otra se refiere más explícitamente al orden moral (...). También venerando a los padres damos el culto religioso debido a Dios (...). Y todo esto nos conduce a la perfección de nosotros mismos”[41].
En una formulación más general, explica el propio Santo Tomás una jerarquía entre las diversas virtudes sociales, dentro del orden de la caridad y conforme a la naturaleza del hombre: “Es necesario distinguir estas virtudes entre sí bajando escalonadamente de una a otra (...). Así como en lo humano nuestro padre participa con limitaciones de la razón de principio que se encuentra sólo en Dios de manera universal, así también la persona que cuida de algún modo de nosotros participa limitadamente de lo propio de la paternidad. Pues el padre es el principio de la generación, educación, enseñanza y de todo lo relativo a la perfección de nuestra vida humana; en cambio, la persona constituida en dignidad es, por así decirlo, principio de gobierno sólo en algunas cosas, como el príncipe en los asuntos civiles, el jefe del ejército en los militares, el maestro en la enseñanza, y así en lo demás. De ahí que a tales personas se les llame también ‘padres’ por la semejanza del cargo que desempeñan (...). Por tanto, así como en la religión, por la que damos culto a Dios, va implícita en cierto grado la piedad por la que se honra a los padres, así se incluye también en la piedad la observancia, por la cual se respeta y honra a las personas constituidas en dignidad”[42]. Así pues, para Santo Tomás la piedad, entendida en un sentido amplio, se extiende también a todos los que participan de algún modo en la función de los padres.
Farell, al estudiar la relación de la virtud de la piedad con otras afines, explica esta interdependencia entre todas estas virtudes como una escala gradual, que comienza por la religión y la piedad, y con la que todas las virtudes están íntimamente relacionadas: “La piedad depende de la religión como la superioridad de los padres es participación de la superioridad principal de Dios; el patriotismo forma parte de la piedad y la religión; la observancia, de la religión, la piedad y el patriotismo. Obviamente, si la religión es separada del resto de la cadena en su mismo comienzo, todas las demás virtudes quedan en el aire. Si son negados los deberes para con Dios, todos los deberes participados hacia los demás quedarán seriamente dañados. El colapso de la moral en nuestros días se debe fundamentalmente a esta causa. No se pueden poner como remedios a esta situación soluciones superficiales”[43]. Vemos aquí toda una invitación práctica a revitalizar el sentido de la piedad filial en la sociedad actual.
Y es que la inserción de la virtud de la piedad en el orden de la caridad tiene importantes implicaciones prácticas para la vida del hombre. En primer lugar, Santo Tomás se ocupa sobre todo de subrayar cómo el culto debido a Dios y la veneración a los padres no se oponen nunca, sino que se ordenan entre sí, como se ordenan el amor a Dios y el amor a los padres. “La religión y la piedad son dos virtudes. Pero ninguna virtud contraría o se opone a otra virtud: porque como dice el Filósofo en el libro De Predicamentis (C. 8, n. 22), el bien no es contrario al bien. Por lo que es imposible que la piedad y la religión se impidan mutuamente, de forma que una excluya los actos de la otra. Pues los actos de cualquier virtud, como consta por lo antedicho (Summa Theologiae, I-II, q. 18, a. 3) tienen como límites las debidas circunstancias: si se traspasan éstos no son ya actos de virtud, sino viciosos. Según esto, lo propio de la virtud es mostrarse servicial y respetuoso con los padres del debido modo. Por supuesto que el debido modo no consiste en que el hombre ponga más empeño en honrar a su padre que en honrar a Dios, sino que, como dice San Ambrosio (Super Lucam, 12, 52), la piedad de la religión divina se antepone a los lazos de la familia. Por tanto, si el cuidado de los padres nos aparta del culto a Dios, ya no sería acto de piedad el insistir en el cuidado de los padres contrariando a Dios. De ahí las palabras de San Jerónimo en su carta Ad Heliodorum(Epístolas, XIV, 22, 348): Pasa por encima de tu padre, pasa por encima de tu madre, vuela hacia la bandera de la cruz. Es el ápice de la piedad el haber sido cruel en este asunto. Por consiguiente, en tal caso han de omitirse los deberes de piedad para con los padres para dedicarse al culto divino de la religión. Pero si el honrar debidamente a los padres nos arranca del culto debido a Dios, será en ese caso un acto de piedad. No será pues, necesario abandonar la piedad por causa de la religión”[44].
Una vez establecidos los principios básicos, continúa Santo Tomás concretando el modo adecuado de honrar a los padres: un deber propio de la naturaleza del hombre que se ha manifestado de muy distintas maneras en las distintas culturas. Se trata de un deber que conduce al hombre a la felicidad, a la plena realización de su persona, porque le lleva desde su origen hacia el fin que le es propio. En el venerar y cuidar a los padres necesitados se expresa la valoración de la propia vida, vista en su origen. En ese ejercicio encuentra lo más propio de su ser y actuar. Y al seguir libre y conscientemente –virtuosamente- lo que es propio de la naturaleza humana, el hombre se siente realizado en su papel, se ve a sí mismo como mejor hombre: comprueba que no ha defraudado la expectativa que los demás y él mismo esperaban ver cumplida.
El modo concreto en que los hijos han de ayudar a los padres necesitados es modelo de la relación del hombre con todo aquel que necesite de su ayuda. Profundizando en la idea tomista, algunos autores han hablado del cuidado como actitud profundamente humana, actitud propia del trato familiar que, en última instancia, todo hombre merece. Alejandro Llano describe este cuidado como “cultivo de la vida, cooperación respetuosa con las realidades que nos rodean”[45]. El cuidado propio del hombre refleja fielmente, en distintos ámbitos, la piedad filial. Los padres hacen que el hijo nazca y crezca, cuidándolo; la actitud del hijo, en cualquier necesidad de sus padres, no puede ser otra que la del cuidado. Todo lo que no sea esto es, no sólo injusto, sino también impropio del hombre, inhumano.
Como hemos comprobado en la tradición clásica, la virtud de la piedad no se agota en la veneración que todo hijo debe a sus padres. Al preguntarse Santo Tomás expresamente por los sujetos a los que se extiende la virtud de la piedad[46], observa que “como pertenece a la religión dar culto a Dios, en un grado inferior, pertenece a la piedad darlo a los padres y a la patria. Mas en el culto a los padres se incluye el de todos los consanguíneos, pues se les llama precisamente así porque proceden de los mismos padres, como consta por las palabras del Filósofo en el Libro VIII de la Ética a Nicómaco[47]. Y en el culto de la patria va implícito el de los conciudadanos y el de todos los amigos de la patria[48]. Por lo tanto, a éstos principalmente se extiende la virtud de la piedad”[49].
Destacaremos de la cita anterior el término principalmente. Santo Tomás no pretende enunciar taxativamente a quiénes se debe la piedad filial o ante quiénes se ha de mostrar la veneración que se debe a la patria: más bien parece que quiere dejar el ámbito de esta virtud lo más abierto posible, teniendo en cuenta las distintas circunstancias de lugar y de época en las que el hombre tiene que construir su vida familiar y su vida en sociedad. A través de las referencias que hace en este mismo artículo a la Ética a Nicómaco[50] y en el contexto de las fuentes que estudiamos en el apartado anterior, podemos considerar incluidos, por ejemplo, a los antepasados; y también a los maestros, a los que sin duda considera que se debe algo que va más allá de la mera reciprocidad, aunque no considera necesario citarlos, quizá para respetar la referencia que el propio Filósofo hace a los padres en su función de educadores.
De esta manera se amplía el concepto de patria, vacunándonos contra un nacionalismo excluyente y contra concepciones simplistas de corte maniqueo, incompatibles con quien considera a los demás hombres también como hijos, iguales a él por su origen y dignidad. “Con este término se designa la óptima referencia al origen, a lo que es principio del ser, del vivir y del saber de cada individuo, es decir, la referencia a Dios, a los padres, a la sociedad y a la tierra, en virtud de los cuales cada hombre es como tal. Los factores dinámicos cuyooptimum se designan con el término pietas reciben los nombres de religiosidad, amor filial y patriotismo. Estos términos carecen de resonancia viva en la “cultura” contemporánea. En su lugar tenemos otros que recogen parcialmente el contenido de aquellos y cuya resonancia vital es fuerte. Lo que ahora se significa cuando hablamos de “la voz de la sangre” y “la voz de la tierra” recoge parte del contenido de la pietas clásica”[51]. Patria, paternidad y fraternidad humana tienen para Santo Tomás la misma raíz: “En sentido propio, el concepto de piedad se aplica a las relaciones con los padres naturales, los consanguíneos y la patria. En sentido amplio, se extiende también a los amigos personales, a los pueblos amigos y a todos los hombres de buena voluntad”[52]. En esto se recoge también lo que vimos que afirmaba Aristóteles, al referir a la virtud de la amistad los demás vínculos que se dan en la vida humana, más allá de los de la sangre y la ciudadanía[53]. Una amistad “que –dice Santo Tomás- según parece, no es otra cosa que la misma virtud de la piedad”[54].
Como ya se apuntó, la piedad no se refiere a todas esas personas -de las que somos deudores- en un mismo grado: citando a Cicerón, afirma Santo Tomás que el culto y atenciones se deben a todos “los consanguíneos y a los que aman a nuestra patria”[55], pero no a todos por igual, sino que se deben “principalmente” (una vez más este adverbio) a los padres, y a los demás según las propias posibilidades y la dignidad de las personas[56]. Von Hildebrand recoge esta misma idea en su ensayo sobre la gratitud: “Evidentemente debemos un agradecimiento especial por los grandes dones que recibimos de un amigo, de una persona amada con el amor de los novios, del padre o de la madre. Cuanto más elevado es el bien objetivo que tenemos que agradecer al copartícipe, más se nos exige moralmente una respuesta de gratitud”[57]. Aclararemos este punto, recogiendo una de las pocas referencias en las que Santo Tomás concreta cómo vivir el patriotismo: “A las personas constituidas en dignidad se les puede dar algo (...) en orden al bien común; por ejemplo, cuando se les presta un servicio en la administración de la república (...). Esto corresponde a la piedad, que da culto no sólo a los padres, sino también a la patria”[58].
La piedad inserta, en definitiva, el orden de la caridad en los distintos ámbitos de la vida social (hemos visto que era su expresión primera), armonizando a su vez esos distintos ámbitos en los que la vida del hombre se hace propiamente humana: “Cultivamos la tierra que nos nutre y la tradición que espiritualmente nos hace ser quienes somos, seres en la verdad y en el tiempo. Los padres cuidan de los hijos; el político, de la ciudadanía; y la divinidad cuida de todos. Pero este movimiento descendente encuentra una respuesta en la aceptación y el reconocimiento. El hijo maduro cuida de sus padres. El ciudadano responsable se preocupa de la suerte de la ciudad y cuida de que el estadista no utilice la cosa pública para sus intereses parciales. Y el hombre y la mujer ofrecen a Dios su culto”[59].
Como dijimos antes con respecto a los padres, a la patria también cabe, por vía extraordinaria, recompensarla con algo que supere con creces el bien de ella recibido: por ejemplo, con el sacrificio de los intereses individuales más apremiantes, especialmente el de la vida. Muchos hombres no han dudado, a lo largo de la historia, en entregar su vida –en lo ordinario o en sentido literal- por amor a su patria. Se trata de una tendencia muy arraigada en personas virtuosas, precisamente en la medida en que saben valorar en profundidad su propia vida y todo aquello que la ha hecho posible.
Santo Tomás, se refiere expresamente a la piedad cuando estudia la virtud de la gratitud, y una vez más aclara el contenido de la virtud objeto de nuestro estudio al compararla con otras y situarla en el orden de la caridad: “Tulio[60] menciona la gratitud como parte especial de la justicia (...). Según las diversas causas por las que estamos en deuda, deben distinguirse unas de otras las razones que nos obligan a pagar lo que debemos, teniendo en cuenta, eso sí, que siempre lo menor debe estar comprendido en lo mayor. Ahora bien: en Dios está la causa primaria y principal de nuestras deudas: por ser el principio de todos nuestros bienes. La segunda causa se halla en nuestros padres, por ser el principio próximo de nuestra generación y educación. La tercera se encuentra en las personas superiores en dignidad, de quienes nos vienen los beneficios comunes. La cuarta, en un bienhechor cualquiera de quien recibimos algún beneficio particular y privado, por lo que de forma especial le quedamos obligados. Por consiguiente (...) no debemos a ninguno de los bienhechores de quienes recibimos beneficios particulares todo cuanto debemos a Dios, a nuestros padres o a las personas superiores en dignidad. De ahí el que después de la religión, por la que damos el culto debido a Dios, la piedad, por la que lo damos a nuestros padres, la observancia, por la que a las personas superiores en dignidad, está el agradecimiento o gratitud que gracia por gracia recompensa a nuestros bienhechores”[61]. Comprobamos cómo en este contexto se hace referencia a los padres, no sólo como progenitores, sino también como educadores.
Al final de esta misma Cuestión 106, encontramos un criterio clarificador para discernir entre la piedad y otras virtudes afines: tiene que ver, una vez más, con el orden de la caridad. “En la recompensa de un beneficio se debe prestar más atención al afecto con que se hizo que a su efecto. Así pues, si consideramos el efecto del beneficio que un hijo ha recibido de sus padres, es decir, la existencia y la vida, nada igual podrá entregárseles como recompensa, tal como dice el Filósofo[62]. En cambio, si a lo que atendemos es a la voluntad de quien hace y recompensa el beneficio, entonces sí puede el hijo dar a sus padres más de lo que ha recibido, como dice Séneca[63]. Y aún en el caso de que nada pueda, para que haya gratitud basta sólo la voluntad de dar una recompensa”[64]. No podemos pagar la deuda contraída con nuestros padres, pero sí está en nuestras manos el tener la voluntad de honrarles con el corazón.
Veamos también la relación de la piedad con la dulía: “Por la dulía se honra al prójimo. Pero por diversas razones se honra a las diversas clases de ellos: por ejemplo al rey, al padre y al maestro, como consta en lo que dice el Filósofo en la Ética[65] (...). La dulía puede tomarse en dos sentidos: primero, en sentido amplio, como muestra de reverencia a cualquier hombre, por razón de una excelencia cualquiera. Y así considerada, comprende en su concepto la piedad y la observancia y cualquier otra virtud cuyo objeto sea honrar a los hombres (...). Segundo, en sentido estricto, en cuanto que por ella el siervo reverencia a su señor; pues dulía, como hemos dicho, significa servidumbre (...). Por diverso motivo en cada caso honra el siervo a su señor, el soldado a su jefe, el discípulo a su maestro, etc.”[66].
Sobre este último punto se plantea una duda: si la veneración a los maestros entra dentro del ámbito propio de la piedad o de la dulía. Teniendo en cuenta la tradición en la que se sitúa Santo Tomás, y el contexto en el que escribe, nos inclinamos por lo primero: la educación es algo propio de los padres, y los maestros deben ejercer su tarea participando de la autoridad paterna y en colaboración con los padres. Hemos ido viendo varias referencias a este punto al hablar de los padres como educadores[67]. Por otra parte, vemos que la dulía habla de una relación específica de servidumbre, poco acorde con la concepción actual de la educación. Podemos pues defender que la función magisterial, tal y como se entiende hoy, entra más bien dentro del campo de la piedad porque tiene directamente que ver con la tarea que pertenece primariamente a los padres de educar a los hijos, en tanto que se aleja claramente de la concepción de educación –vigente quizá hace siglos- como algo encomendado a los siervos. Sin embargo, sobre la letra, parece que Santo Tomás, fiel a su contexto histórico, incluye la honra a los maestros entre las partes especiales de la dulía[68].
Santo Tomás va entretejiendo la relación entre las distintas virtudes en muchos otros momentos: “La misericordia y la piedad coinciden con la mansedumbre y con la clemencia en cuanto se ordenan a un mismo efecto: el de evitar el mal del prójimo”[69]. Así va introduciendo distintos matices en su sistema de virtudes. Pero como nexo de unión, siempre encontramos siempre la caridad[70].
Como se ha visto, la virtud de la piedad es la contenida en el cuarto precepto del Decálogo y, de un modo más amplio, en los cuatro primeros preceptos de la Ley, los que integran la primera Tabla[71]. Esto nos habla de que se trata de una virtud básica en la vida del hombre: una virtud que nos conduce al origen y al fin del hombre, y que nos habla de su modo de ser más radical., de su respuesta a lo que tiene de más íntimo y original, a lo que le conforma precisamente como hombre.
En la tradición judeo-cristiana, recogida expresamente por Santo Tomás, se ensalza la piedad con los padres de modo particular: “Se promete larga vida a los que honran a sus padres, no sólo en la futura, sino también en la vida presente, según las palabras del Apóstol (I Tim 4, 8): La piedad es útil para todo, y tiene promesas para la vida de ahora y la futura. Y con razón. Pues el que agradece un beneficio merece, por cierta conveniencia, que se le conserve ese beneficio; en cambio, por la ingratitud, merece perderlo. Pues bien: el beneficio de la vida corporal, después de Dios, lo recibimos de los padres. Por tanto, el que honra a sus padres como agradecido por ese beneficio merece la conservación de la vida, mientras que quien no los honra merece ser privado de ella por ingrato”[72]. Pero más allá de la inmediatez del premio o el castigo, la veneración a los padres está inserta en el fin del hombre, según su propia naturaleza y el orden que Dios ha querido.
Así pues, poniendo todo esto en relación con el contexto de la tradición griega y romana, vemos ahora que esta virtud es, en un sentido amplio, la virtud que nos lleva al agradecimiento y a la veneración de quienes nos dieron la vida y también de todos aquellos que nos han ayudado a nacer, crecer y vivir como hombres, ordenando toda esta honra en la veneración que, por encima de todo, debemos a Dios. Una virtud que nos lleva a reconocer amorosamente –dentro del orden de la caridad- nuestras raíces y nuestro destino. Una virtud que nos conduce, en definitiva, a conocer mejor quién es el hombre.
* * * * *
Visto todo lo anterior, estamos en condiciones de afirmar que la virtud de la piedad, tal y como está incoada en nuestra propia naturaleza, conduce al hombre a dar respuesta consciente y libre a su condición más radical: el hecho de ser hijo.
Repasando lo dicho hasta ahora, vemos que el hijo es engendrado como semejante a quienes le dieron el ser. El hijo es también heredero, alguien capaz de recibir, asumir y administrar los dones recibidos: su naturaleza humana y un mundo donde vivir. Ser hijos supone, además, poder transmitir a otros esa misma herencia, participando de la única y fundamental paternidad original.
Ningún otro ser creado reúne en propiedad (como persona, conscientemente) estas características: de ninguna otra criatura se ha dicho que ha sido engendrada a semejanza[73]de Dios, con título de heredero y con capacidad de transmitir a otros la herencia recibida. Podría pensarse en los ángeles, seres espirituales llenos de luz y de poder, pero nunca se ha hablado de los ángeles como hijos: su misión es servir a Dios, glorificándole, siendo sus mensajeros, ejecutando sus mandatos. Tampoco se les ha entendido nunca como reyes y señores –herederos- del universo creado. Los ángeles carecen de la capacidad de engendrar: no son hijos, ni podrían ser padres. Nunca habló la Teología o la Tradición de la Virgen como Madre de los Ángeles: sí la aclaman como su Reina[74]. En última instancia, ninguna otra religión ha llegado a entender a Dios como Padre amoroso, y al hombre como su hijo amado[75].
No se puede tampoco hablar propiamente de paternidad y filiación en el caso los animales: se parecen al hombre -que tiene cuerpo- en que engendran a otros semejantes y en que les transmiten una herencia genética, pero al no tratarse de seres racionales, nada de esto es consciente: no tienen la condición de personas, necesaria para poder ser engendrados como hijos. Los animales engendran crías, no hijos.
Sin embargo, para el hombre, para todo hombre, por el mero hecho de serlo, sin más condición añadida, ser hijo supone poder encontrar la razón del propio ser en lo más profundo de sí mismo (y también antes –fuera- de sí mismo), y poder tender libremente, a través de las virtudes incoadas en su propia naturaleza (a través de la piedad filial), al fin último inserto en su naturaleza, que además la trasciende. El hombre no se entiende en soledad, porque es hijo. Su mayor castigo sería sentirse solo: una soledad que le vendría de no sentirse amado, no sentirse valorado como hijo, porque es ésta una condición, una dignidad, que no se puede perder: es un modo de ser original, radical. Aquí está el gran drama del que no quisiera responder como hijo: a pesar de todo, no dejaría de serlo: su respuesta nunca podría considerarse indiferente. Es deudor, es hijo.
Esta filiación natural es base para esa otra filiación, ya por encima de la naturaleza, que le ganó el Hijo de Dios, a quien el hombre se asemeja precisamente como hijo. El Hijo de Dios, al encarnarse, se llamó a sí mismo Hijo del hombre. Esa filiación, semejanza e íntima relación con Dios, permite al hombre ser elevado a la condición de hijo, en el Hijo, sin quebrantar su naturaleza: sí elevándola. Ninguna otra criatura goza de tal dignidad. Sólo el Hijo Unigénito de Dios y el hombre, creado a su imagen y semejanza, fueron, al fin, engendrados como hijos.
Entender al hombre como hijo podría ser una aportación para esa Antropología de la que hablábamos al principio[76], que habría de ayudar al hombre de hoy a conocerse mejor y a entender de modo más profundo su papel en el mundo: a través precisamente de la virtud de la piedad filial, expresión primaria de la caridad.
El concepto de hijo aumenta sobre el de persona un grado de determinación: todos los hijos son personas, pero no todas las personas son hijos: el hombre, en cambio, siempre lo es[77].
[2] Cfr. Republica, 379 c.
[3] Cfr. JAEGER, W., Paideia, Fondo de Cultura Económica, México 1995, pp. 610-611.
[4] Cfr. Ética a Nicómaco, VIII, 1161 a, 10 - 1162 a, 35.
[5] Cfr. Ibidem, VIII, 1161 a, 10-18.
[6] Cfr. Ibidem, VIII, 1161 b, 18 – 1162 a, 4.
[7] Cfr. Ibidem, VIII, 1161 a, 18-23.
[8] Cfr. Ibidem, VIII, 1163 b, 15-25.
[9] Voz “Pietas”, en Dictionnaire GAFFIOT Latin-Français, Hachette, París 1934, p. 1179.
[10] CICERÓN, De Natura Deorum. I, 115.
[11] Voz “Pietas” en Diccionario de mitología GRIMAL, Paidós, Barcelona 1994, p. 428.
[12] CICERÓN, La invención retórica, II, 159. Hemos venido manejando la versión de Editorial Gredos, Madrid 1997.
[13] La invención retórica, II, 65-66; 162-54.
[14] Cfr. De officiis, I, 11.
[15] Cfr. Ibidem, I, 22.
[16] Ibidem, I, 53.
[17] Ibidem, I, 52-53.
[18] Ibidem, I, 57.
[19] Se plantea en varias ocasiones el problema del Eutifrón: si un hijo debe denunciar a su padre. El hijo rogará al padre que no haga traición a la patria; si no le hace caso, le amenazará; en último extremo, cuando vea que está por medio la salvación de la patria, antepondrá ésta a la salvación de su padre. Los deberes para con la patria están por encima. Cfr. Ibidem, III, 90.
[20] Ibidem, I, 58.
[21] Ibidem, I, 160.
[22] BLÁZQUEZ, N., Suma de Teología de Santo Tomás de Aquino, Edición BAC Maior, Madrid 1994, Introducción a las cuestiones 101-122, Volumen IV, p.183.
[23] Summa Theologiae, II-II, q. 60, a. 3, s. c.
[24] Ibidem, II-II, q. 101, a. 1, c.
[25] Cfr. Ibidem, II-II, q. 101, a. 3, c.
[26] Ibidem, II-II, q. 80, a. único, ad. 4.
[27] Ibidem, II-II, q. 101, a. 3, c.
[28] Ibidem, II-II, q. 102, a. 1, ad. 1.
[29] “Piedad suele significar, hablando con propiedad, culto a Dios”. SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, L. X, C. I.
[30] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 3, ad. 2.
[31] Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, versión bajo la dirección del Padre Fr. Teófilo Urdanoz, O.P.. Introducciones y apéndices por el Padre Fr. Pedro Lumbreras, O.P., BAC, Madrid 1940, Tomo IX, p. 395.
[32] Cfr. Voz “pietà” en MONDIN, B., Dizionario enciclopédico del pensiero di San Tommaso d’Aquino, Edizioni Studio Domenicano, Roma 1991, p. 471.
[33] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 1, ad. 1.
[34] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 3.
[35] Santo Tomás considera la caridad como el factor esencial por el que toda virtud se ordena a su fin, ordenando a su vez toda la vida del hombre, desde su origen natural hasta el fin al que ha sido llamado. Cfr. también Summa Theologiae, II-II, q. 26 (El orden de la caridad) y q. 30 (La misericordia: “la doctrina cristiana en su totalidad se resumen en estas palabras: misericordia y piedad”).
[36] Summa Theologiae, II-II, q. 106, a. 6.
[37] GUTIÉRREZ COMAS, J. J., Voz “piedad”, Gran Enciclopedia Rialp, Tomo XVIII, Madrid 1974, pp. 471-474.
[38] Summa Theologiae, II-II, q. 26, a. 12.
[39] Sobre la inserción de la piedad en el orden de la caridad cfr. BARS, H., Las tres virtudes clave, Casal y Vall, Andorra 1962, pp. 114-146.
[40] Summa Theologiae, II-II, q. 122, a. 6.
[41] FARELL, W., “Virtues of the household”, The Thomist 9 (1946), p. 356.
[42] Summa Theologiae, II-II, q. 102, a. 1, c.
[43] FARRELL, W., “Virtues of the household”, p. 377.
[44] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 4, c.
[45] LLANO, A., La vida lograda, Ariel, Barcelona 2002, p. 186.
[46] Cfr. Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 1.
[47] Cfr. Ética a Nicómaco, VIII, 1161b, 29.
[48] “La comunicación entre consanguíneos y conciudadanos tiene que ver más que las otras con los principios de nuestro ser. Por eso se le da con más razón el nombre de piedad”.Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 1, ad. 3.
[49] Ibidem, II-II, q. 101, a. 1, c.
[50] Ética a Nicómaco, VIII, 1161 a.
[51] CHOZA, J., La supresión del pudor y otros ensayos , pp. 159-160.
[52] BLÁZQUEZ, N., “Introducción”, Suma de Teología de Santo Tomás de Aquino, Volumen IV, p. 197.
[53] “La amistad parece estar en relación con cada una de las formas de gobierno en la misma medida que la justicia. En la amistad de un rey hacia sus súbditos hay una superioridad del beneficio, porque el rey hace bien a sus súbditos, si es bueno y se cuida de ellos, a fin de que prosperen, como el pastor cuida de sus ovejas; por eso, Homero llama a Agamenón “pastor de pueblos”. Tal es también la amistad del padre para con los hijos, aunque difieren por la magnitud de los beneficios, ya que el padre es responsable de la existencia de su hijo (que se considera el mayor bien) y también de su crianza y educación. Estas cosas se aplican también a los antepasados, y por naturaleza gobierna el padre a los hijos, los antepasados a los descendientes y el rey a sus súbditos. Estas formas de amistad implican superioridad, y por eso los progenitores son honrados. La justicia en estas relaciones no radica en la igualdad, sino en el mérito, y lo mismo también en la amistad (...). En la comunidad, por consiguiente, estriba toda la amistad”. Ética a Nicómaco, 1161 a, 10 y 1161 b, 11.
[54] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 1, ad. 3.
[55] CICERÓN, La invención retórica, I, 2, 165.
[56] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 2, ad. 3.
[57] HILDEBRAND, D., La gratitud, Encuentro, Madrid 2000, p. 48.
[58] Summa Theologiae, II-II, q. 102, a. 3, c.
[59] LLANO, A., La vida lograda, p. 186.
[60] La invención retórica, I, 1, 165.
[61] Summa Theologiae, II-II, q. 106, a. 1, c.
[62] Se refiere a Ética a Nicómaco, I, 994 b, 12.
[63] Cfr. SÉNECA, De Beneficiis, C. XXIX, 179.
[64] Summa Theologiae, II-II, q. 106, a. 6, ad. 1.
[65] Ética a Nicómaco, IX, 1165 a, 14.
[66] Summa Theologiae, II-II, q. 103, a. 4, ad. 1 y c.
[67] Cfr. por ejemplo Summa Theologiae, II-II, q. 106. a. 1, c.
[68] Cfr. Summa Theologiae, II-II, q. 103, a. 4, ad. 1.
[69] Summa Theologiae, II-II, q. 157, a. 4, ad. 3.
[70] Cfr. FARRELL, W, “Virtues of the household”, p. 357.
[71] Cfr. Summa Theologiae, II-II, q. 122, a. 6, c. Y también LUMBRERAS, P., “El decálogo según Santo Tomás”, Revista Española de Teología 4 (1944), p. 413.
[72] Summa Theologiae, II-II, q. 122, a. 5, ad. 4.
[73] Este concepto de semejanza es compatible con la doctrina de San Agustín en el Tratado sobre la Trinidad, donde atribuye el carácter de imagen de Dios al hecho de que el hombre es un ser racional (personal) y el carácter de semejante al hecho de que el hombre, destinado desde su origen a gozar de la visión de Dios, como hijo, formando de algún modo parte de la intimidad divina, se hará semejante a El, porque le verá tal cual es. El hombre, por ser hijo, una vez que conozca su esencia, se hará semejante a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, Único Dios verdadero (cfr. De Trinitate, L. XIV, CC. IV y XIX).
[74] Sin intención de adentrarnos en el terreno teológico, traemos a colación dos citas de la Sagrada Escritura: “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser (...). Tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: `Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado’, o `Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo´” (Heb. 1, 1-6). Y en contraste, esta otra: “Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!” (I Ioh, 3, 1).
[75] Cfr. CORDES, P. L., El eclipse del Padre, Palabra, Madrid 2003, pp. 180-203.
[76] En esta aportación de la Antropología Filosófica vislumbramos importantes consecuencias para un enfoque más profundo de la Teología y el Derecho Canónico: bastará aquí apuntar lo que puede suponer el considerar al hombre como hijo para el estudio de la Teología Moral, la Teología Espiritual, la Escatología, la Antropología Teológica o el Derecho Matrimonial Canónico, entre otras muchas disciplinas.
[77] Con este planteamiento podría quedar apuntada la solución de un tema clásico de la filosofía: la pregunta sobre si la relación es esencial o no al ser del hombre o, dicho de otro modo, la explicación de cómo el hombre es un ser relacional. Al considerar al hombre como hijo, esa relación esencial y constitutiva queda ya patente. Al fin y al cabo, también en esto estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, puesto que cada persona divina es entendida como una relación subsistente con las otras dos, en una mutua relación de paternidad y filiación, en el amor. Ser hijos implica, además, ser hermanos: nos asemeja al Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo, y nos muestra, de modo radical, como iguales a todos nuestros hermanos, los hombres.
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