Publicado en: A. SARMIENTO-T.TRIGO-E.MOLINA, Moral de la Persona, EUNSA, Pamplona 2006.
Índice:
Introducción
1. La virtud de la veracidad
1.1. Noción de veracidad
1.2. Fundamento de la veracidad
2. Virtudes vinculadas a la veracidad
2.1. La sinceridad
2.2. La sencillez
2.3. La fidelidad a la palabra dada
3. La comunicación de la verdad
3.1. La comunicación de la verdad moral y religiosa
3.2. Veracidad y medios de comunicación
4. Las ofensas a la verdad
4.1. La mentira
4.2. La simulación y la hipocresía
4.3. La jactancia y la ironía
4.4. Pecados contra la fama de las personas
BIBLIOGRAFÍA
Manifestar la verdad conocida cuando es debido, es un bien moral, el bien custodiado por la virtud de la veracidad (Apartado 1), cuya noción es preciso delimitar adecuadamente para no confundirla con la espontaneidad, que es un modo de proceder no siempre virtuoso. La conformidad entre lo que la persona es y piensa, y las obras y palabras con que lo expresa, reviste una especial importancia para la misma existencia de la vida social. Su fundamento último, sin embargo, lo encontraremos en la vida íntima de la Trinidad.
Existen algunas virtudes que se asimilan a la veracidad o la acompañan, y que resultan esenciales para la perfección moral de la persona: la sinceridad, la sencillez y la fidelidad a la palabra dada (Apartado 2).
Un aspecto especialmente interesante de la veracidad es comunicar a otros la verdad religiosa y moral: se trata de uno de los servicios más importantes que el hombre puede prestar a sus semejantes para ayudarles a ser felices (Apartado 3).
Entre las ofensas a la verdad (Apartado 4), la que se opone más directamente a la virtud de la veracidad es la mentira, un acto intrínsecamente malo o absoluto moral cuya noción es importante delimitar bien. También se estudian brevemente otros defectos contrarios a la veracidad: la simulación, la hipocresía, la jactancia, la ironía y los pecados que atentan contra la fama del prójimo.
Se considera, en primer lugar, la veracidad en sí misma y después algunas virtudes anejas, que vienen a ser como su despliegue y manifestación.
La veracidad, custodiada especialmente por el octavo mandamiento de la Ley de Dios, es la virtud que inclina a la persona a decir la verdad y a manifestarse al exterior, con sus acciones y palabras, tal como es interiormente[1]. Su función consiste en establecer la conformidad de las acciones y palabras con la realidad que ellas expresan, como el signo con la cosa significada[2]. El Catecismo de la Iglesia Católica la define como «la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía»[3].
La veracidad es el justo medio entre un vicio por exceso y otro por defecto. En primer lugar, con relación a lo que se dice, porque el que dice la verdad sobre algo ni exagera ni disminuye la realidad. En segundo lugar, con relación al acto mismo de decir la verdad, porque el hombre veraz dice la verdad cuando debe y como debe: no habla cuando debe callar, ni calla cuando debe hablar[4].
La virtud de la veracidad puede ser considerada como una parte de la justicia, pues tiene algunos rasgos comunes con esta virtud, como la alteridad, ya que su acto consiste en manifestar algo a otro. Pero, desde otro punto de vista, la veracidad difiere de la justicia en cuanto decir la verdad no constituye una deuda legal, sino moral, es decir, basada en lahonestidad[5].
La veracidad no debe confundirse con la espontaneidad, que consiste en actuar o hablar de acuerdo con lo que se siente en cada momento. Esa confusión supone convertir los sentimientos en la regla del comportamiento verdadero, despojando de esa función a la razón. Si, por ejemplo, en aras de una veracidad mal entendida, tratamos sin respeto a una persona que despierta en nosotros sentimientos de antipatía, tal comportamiento no es veraz, sino ofensivo, porque no está de acuerdo con lo que pensamos que se debe hacer, sino con lo quesentimos ganas de hacer, y este no es un criterio moral.
1.2. Fundamento de la veracidad
a) La naturaleza de la palabra. La veracidad es postulada por la misma naturaleza de la palabra, cuya finalidad consiste en manifestar a los demás nuestro pensamiento interior; es la expresión externa (signo) del pensamiento (significado). La naturaleza del hombre, como personalidad unitaria, y la naturaleza del lenguaje, como instrumento de apertura del propio espíritu, exigen que las palabras concuerden con el pensamiento. La palabra es expresión de un contenido mental, y el lenguaje es la forma de comunicación intelectual creada por la misma naturaleza. Por eso, cuando se utiliza para expresar lo contrario de lo que se piensa, se violenta el orden natural que la Sabiduría divina ha establecido.
b) La vida social. La veracidad es una perfección moral de la persona, indispensable para la misma existencia de la sociedad. El hombre es un ser social, y el fin de la vida social es la amistad entre los hombres. Por su misma naturaleza, cada hombre debe al otro todo aquello sin lo cual la sociedad humana se volvería imposible. Ahora bien, los hombres no podrían convivir si no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad, si cada individuo utilizase el lenguaje sin sujeción a la realidad de las cosas tal como se refleja en su mente. Con la comunicación de la verdad, es posible la convivencia de las personas y su perfección; con la mentira, en cambio, se manipula a los demás, tratándolos como instrumentos para alcanzar los propios intereses.
Sin la verdad no sólo sería imposible la justicia en la sociedad, sino también la misma esperanza de justicia. En la medida en que en una sociedad se respeta la verdad, la persona puede esperar, cuando sea necesario, que se le haga justicia; pero si la sociedad estuviese fundada en la mentira, desaparecería toda esperanza.
«Quien no respeta la verdad no puede hacer el bien. Donde no se respeta la verdad no puede crecer la libertad, la justicia y el amor. La verdad, sobre todo la sencilla, humilde y paciente verdad de la vida diaria, es el fundamento de las demás virtudes (...). Cuando la verdad no está presente, se desintegra el suelo social sobre el que nos apoyamos. De ahí que esta virtud aparentemente tan inútil sea en realidad la virtud fundamental de toda vida social»[6].
La veracidad hace posible el primer bien natural de la humanidad: su vida intelectual, pues esta descansa en los principios generales verdaderos y exige de todo poseedor de la verdad que no la altere ni desfigure.
c) El fundamento teológico. El fundamento más profundo de la veracidad es de tipo teológico. «Puesto que Dios es el “Veraz” (Rm 3, 4), los miembros de su pueblo son llamados a vivir en la verdad (cfr. Sal 119, 30)»[7]. Esta llamada encuentra una cumplida explicación cuando se considera la concepción de la persona humana que se manifiesta en la revelación del misterio trinitario: «La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unión de las Personas divinas entre sí»[8]. Se puede decir, por tanto, que la relación de las Personas divinas, el «encuentro personal» de la Trinidad, es el fundamento del encuentro entre las personas humanas.
La relación del Padre con el Hijo (el Verbo, la Palabra) es una relación de diálogo en el que lo que se dice y se responde es lo más alto y sublime: lo que está contenido en la Palabra es el mismo ser de Dios. Es un diálogo de amor en el que el Padre se entrega totalmente al Hijo, y este corresponde con una entrega total al Padre. Este diálogo de amor permite afirmar que la palabra del hombre, imagen de Dios, debe ser también diálogo enriquecedor para los demás, comunicación de la riqueza de la propia intimidad, manifestación de la verdad.
Virtudes vinculadas a la veracidad
2.1. La sinceridad
En sentido amplio, la sinceridad se identifica con la veracidad. En un sentido más restringido, la sinceridad es la veracidad del hombre en sus íntimas y personales relaciones con Dios.
La sinceridad con Dios consiste en que el hombre trata de verse tal como es delante de Él; quiere verse a sí mismo, por decirlo así, con los ojos de Dios, «reconoce» la verdad sobre su condición, sus cualidades y defectos, la acepta y se comporta consecuentemente[9].
En muchas ocasiones, la sinceridad con Dios implica reconocer que se le ha ofendido, y confesarse pecador, sin justificarse con falsas razones. En estos casos, es preciso superar el miedo a la verdad, y para ello conviene considerar que Dios quiere que el hombre acepte la verdad de sus miserias, no para acusarlo, sino para perdonarlo. La sinceridad con Dios lleva a reconocer los errores, a pedir perdón y a dar gracias por la misericordia divina.
En el sacramento de la Penitencia, Dios pide una actitud de sinceridad para confesar los propios pecados. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda iniquidad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso, y su palabra no está en nosotros»[10]. Al arrepentimiento y la sinceridad humilde del hombre que se reconoce pecador, Dios corresponde con su misericordia y su perdón.
El conocimiento propio y el conocimiento de lo que Dios quiere de nosotros son ámbitos en los que el hombre puede equivocarse con facilidad, y por eso resulta tan conveniente la dirección espiritual, en la que también es imprescindible la virtud de la sinceridad: sólo así puede ser el director espiritual un fiel instrumento del Espíritu Santo (el verdadero modelador) que trata de esculpir en la persona la imagen de Cristo (el verdadero modelo).
Un aspecto importante que el director espiritual debe tener en cuenta es, precisamente, la necesidad de ayudar al interesado a descubrir su interior con claridad, a superar las dificultades que encuentre para manifestarse tal como es.
También la sencillez puede asimilarse a la virtud de la veracidad. Según Santo Tomás, sólo las separa una mera diferencia racional: la veracidad se llama así cuando los signos concuerdan con lo significado; se llama, en cambio, sencillez o simplicidad cuando no se tiende a diversos objetivos, a saber, procurar internamente una cosa y buscar externamente otra[11]. La sencillez hace referencia, por tanto, a la conexión entre la intención del hombre y el camino que toma para realizarla. Podría definirse como la virtud «por la que en el hombre concuerdan sus intenciones íntimas con el modo en que las expresa y las pretende realizar»[12].
Es una virtud individual y social al mismo tiempo: «Exige una actitud primaria interior, que excluye la complicación y la doblez en las ideas y deseos del hombre; y, partiendo de ella, una actitud exterior, incompatible con la mentira y con todo género de doblez en sus diversas manifestaciones»[13].
En cuanto a la actitud interior, la sencillez, si se toma en un sentido amplio, puede identificarse con la rectitud de intención, pues asegura que las últimas intenciones del hombre estén limpiamente dirigidas hacia Dios, y prevalezcan sobre los sentimientos, impresiones y emociones; exige claridad de inteligencia y rectitud de voluntad, que impiden que la vida de los sentidos y sentimientos creen en el interior del hombre una duplicidad o complicación en sus deseos e intenciones más recónditas[14]. De todas formas, en un sentido estricto, la sencillez es la rectitud de intención que excluye la duplicidad en un caso particular: entre el ser y el parecer[15].
La sencillez es como un reflejo en el hombre de la simplicidad de Dios. El hombre sencillo se caracteriza por su unidad de vida: es siempre el mismo, en todo momento y en todo lugar. Se comporta como hijo de Dios en el trabajo y en la calle, en las relaciones profesionales y en la familia. No tiene las complicaciones interiores que tantas veces causa la soberbia; trata de mantener la coherencia entre lo que es, lo que piensa y lo que hace.
La sencillez es una virtud muy agradable a Dios. El Señor, refiriéndose a Natanael, dice a sus discípulos: «Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez»[16]. Con frecuencia, el Señor alaba la sencillez de corazón y la pide como características de sus discípulos, que han de ser «prudentes como serpientes y sencillos como palomas»[17]. No hay incompatibilidad entre prudencia y sencillez; por el contrario, gracias a la sencillez, la prudencia no se convierte en astucia. La sencillez no debe confundirse con la ingenuidad en la actuación o en las palabras, es decir, con la simplonería.
La persona sencilla atrae la benevolencia de Dios, que le da a conocer verdades que permanecen encubiertas para quienes se tienen por sabios: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños»[18]. «Buscad al Señor con sencillez de corazón»[19]. La sencillez de corazón es necesaria para encontrar a Dios y para entender las cosas de Dios. El engreído, el soberbio, el pagado de sí mismo, por muy inteligente que sea, no entiende la lógica divina.
La sencillez es una virtud que se refleja también en el modo de actuar, en la actitud exterior. El hombre sencillo actúa y habla en íntima conexión con lo que piensa y desea, y aparece ante los demás como realmente es, pues no tiene doblez, es decir, no tiene en el corazón algo distinto a lo que exterioriza[20]
2.3. La fidelidad a la palabra dada
La fidelidad es la virtud que dispone al hombre a mantener aquello que ha prometido[21]. Mientras la veracidad consiste en la conformidad de las palabras y acciones con las realidades que expresan, la fidelidad es la conformidad de lo que se dice con lo que se hace. Como la veracidad, la fidelidad reposa sobre la honestidad que debe reinar entre los hombres[22].
El fundamento de la fidelidad humana es la fidelidad de Dios. A pesar del pecado original, Dios no abandona al hombre, sino que le promete la victoria contra el mal. Establece con él una alianza y se revela como el Dios fiel a sus promesas. «Al revelar su Nombre, Dios revela, al mismo tiempo, su fidelidad que es de siempre y para siempre»[23]. Se manifiesta como el Dios «rico de amor y fidelidad»[24], que mantiene eternamente su alianza y su amor: «Has de saber, pues, que Yahvé tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos»[25]. La fidelidad divina tiene su más perfecta manifestación en Cristo, en el que se cumplen las promesas hechas a los Patriarcas[26].
A la fidelidad de Dios debe corresponder la fidelidad del hombre, que se identifica con la rectitud moral. El Nuevo Testamento pone la fidelidad en relación explícita con el amor: es el amor de Dios el que pide como prueba y expresión de amor la fidelidad del hombre.
El cristiano tiene que ser fiel, en primer lugar, a Dios, viviendo la vocación que ha recibido en el Bautismo, vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo[27], es decir, a identificarse con Cristo. Esta vocación se concreta después en caminos diversos: unos son llamados a santificarse en las realidades temporales y otros en la vida religiosa, unos en la vida matrimonial, otros en el celibato, etc.
Respecto a los demás, el hombre debe cumplir fielmente la palabra dada o las promesas explícitas o implícitas que ha asumido: fidelidad conyugal, fidelidad a los amigos, a la empresa, a la Patria, etc. Un campo especial de la fidelidad a los demás es el que se refiere al deber deguardar los secretos[28], pues conllevan un compromiso implícito o explícito de no ser revelados. Algunos secretos, sin embargo, deben desvelarse en razón de la fidelidad debida a otra persona; otros, en razón de esta misma virtud, deben callarse[29].
«Los secretos profesionales –que obligan, por ejemplo, a políticos, militares, médicos, juristas- o las confidencias hechas bajo secreto deben ser guardadas, salvo los casos excepcionales en los que el no revelarlos podría causar al que los ha confiado, al que los ha recibido o a un tercero daños muy graves y evitables únicamente mediante la divulgación de la verdad»[30]. En cambio, «el secreto del sacramento de la Reconciliación es sagrado y no puede ser revelado bajo ningún pretexto»[31].
Actualmente está bastante extendida la opinión, fruto de una antropología errónea y del olvido de la gracia divina, de que el hombre, un ser limitado, débil y contingente, no puede comprometerse a nada de modo duradero, y menos aún para toda la vida.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma, en cambio, que «por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar»[32].
Gracias a la espiritualidad de su alma, el hombre no está anclado en al momento presente; gracias a su capacidad de prever y proyectar, puede adueñarse de su futuro y entregarlo. De ahí que asumir un compromiso, según las propias capacidades, no implique una reducción de la libertad, sino, por el contrario, un acto de libertad; y la fidelidad a ese compromiso, que exige ejercitar la libertad día tras día para hacer realidad lo que se ha prometido, perfecciona la libertad. No decidirse o no comprometerse no significa tener más libertad, sino convertir la libertad en esclava del propio egoísmo o de la propia soberbia.
Pero la fidelidad no es fruto de la inercia ni del entusiasmo. Exige poner los medios adecuados para consolidarse como virtud: el conocimiento propio, que lleva a reconocer las debilidades y, en consecuencia, a rectificar y a pedir ayuda a Dios para vivir lo que se ha prometido; la lucha por vivir la fidelidad en los pequeños deberes de cada día, que prepara a la persona para ser fiel en situaciones de mayor dificultad; y el crecimiento en el amor a Dios y a los demás.
La veracidad se ha presentado a veces como una virtud negativa: como si consistiese únicamente en no mentir o, a lo más, en decir la verdad cuando alguien la pregunta y tiene derecho a conocerla. Se descuida entonces su dimensión más atractiva, el derecho y el deber de comunicar la verdad conocida, que responde a la inclinación humana de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, para contribuir a su felicidad.
3.1. La comunicación de la verdad moral y religiosa
Entre las verdades que el hombre puede comunicar, reviste especial importancia la verdad moral y religiosa, la verdad salvadora: es lógico que la persona que ha llegado a conocerla y la ha recibido como un don precioso, sienta la necesidad de hacer partícipes de ella a todos los miembros de la comunidad humana.
La comunicación de la verdad salvadora encuentra su punto de partida en la comunión de amor entre las Personas divinas y en su comunicación a nosotros: en y por Jesucristo, Hijo y Palabra hecha carne, Dios se comunica a sí mismo y comunica su salvación a los hombres.
«Cuando, por su muerte y resurrección, Cristo, el Hijo encarnado, a la vez Palabra y Imagen del Dios invisible (Col 1,15; 2 Cor 4,4), liberó a la raza humana, compartió con todos la verdad y la vida de Dios mismo con una nueva y mayor abundancia. El mismo como único mediador entre el Padre y los hombres establece la paz, la comunión con Dios y restaura la fraterna unión entre los hombres (cfr. Ad Gentes,3). Desde entonces el fundamento último y el primer modelo de la comunicación entre los hombres lo encontramos en Dios que se ha hecho Hombre y Hermano y que después mandó a los discípulos que anunciaran la buena nueva a todos los hombres de toda edad y región (Mt 28,19), proclamándola “a la luz” y “desde los tejados” (Mt 10,27; Lc 12,3)»[33].
Comunicar la verdad que procede de Dios, al mismo tiempo que es un bien moral para la persona que lo hace, es el mayor bien y el mejor servicio que se puede prestar a los demás:
«Si existe una verdad del hombre, si nuestra existencia es realización de un pensamiento de la verdad eterna, su proclamación y la ayuda para que la vida se encamine hacia ella constituyen el paso decisivo de la liberación del hombre, que es liberación del absurdo y de la nada para encaminarse hacia la plenitud de su destino»[34].
El cristiano ha recibido de Dios, a través de la Iglesia, la única verdad salvadora, y tiene el gozoso deber, siguiendo el ejemplo de Cristo, de dar testimonio de esa verdad[35]. «Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad»[36].
Se trata de un derecho y un deber de todo cristiano, y no sólo de los que han sido instituidos por Cristo como Pastores: «Todos (...) los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación»[37].
«La caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico –afirma la Enc. Veritatis splendor-, puede llevar al creyente al testimonio del martirio»[38]. El martirio –término griego que se tradujo al latín por testimonio- es el acto principal de la virtud de la fortaleza; se relaciona con la fe, con la caridad (es el amor a Dios el que impera este testimonio) y con la paciencia. Aparece así como la confirmación de la inviolabilidad del orden moral y hace resplandecer la santidad de la ley de Dios, y, al mismo tiempo, la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios[39].
«Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero “usque ad sanguinem” para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no solo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: laconfusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades»[40].
Son pocos relativamente las personas llamadas al martirio. Pero existe «un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios»[41].
La condición para poder comunicar coherentemente la verdad recibida es realizarla, en primer lugar, en la propia vida, en las circunstancias ordinarias, familiares, profesionales, etc., que no pocas veces exigen una fidelidad heroica a la verdad moral y religiosa. La verdad cristiana no es sólo un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo que ha de ser vivido personalmente con fidelidad.
«La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y par la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. “El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios” (Apostolicam Actuositatem, 6)»[42].
Una vida coherente con la verdad implica transmitirla también oralmente, de diversas formas, según las circunstancias de cada persona. Tal vez sea este uno de los aspectos del apostolado cristiano que necesitan más atención, y en el que aparece con mayor claridad la urgencia de una formación más profunda en el conocimiento de la verdad religiosa y moral, de modo que cada cristiano pueda transmitir con fidelidad y naturalidad, en el ambiente en el que vive y trabaja, la verdad que profesa.
3.2. Veracidad y medios de comunicación
Nunca han existido tantos medios y tan eficaces como en nuestro tiempo para formar, informar y comunicar a otros la verdad conocida.
«Dentro de la sociedad moderna, los medios de comunicación social desempeñan un papel importante en la información, la promoción cultural y la formación. Su acción aumenta en importancia por razón de los progresos técnicos, de la amplitud y la diversidad de las noticias transmitidas, y la influencia ejercida sobre la opinión pública»[43].
La importancia e influencia de los medios de comunicación es un estímulo para todos los que quieren servir a los demás dando a conocer la verdad. Todos los hombres de buena voluntad deben sentirse invitados a trabajar coordinadamente «para que los instrumentos de comunicación social sean útiles para el descubrimiento y conquista de la verdad y para el desarrollo y progreso humanos. Y aún más los cristianos quienes por su fe saben que el mensaje del Evangelio, difundido por los medios de comunicación, promueve la fraternidad humana bajo la paternidad de Dios»[44].
Los profesionales de los medios pueden prestar un gran servicio al bien común si persiguen sinceramente lo que constituye el verdadero fin de la comunicación y de sus instrumentos: la perfección moral de la persona y el progreso de la convivencia humana, de la solidaridad entre los hombres, que aparece «como una consecuencia de una información verdadera y justa, y de la libre circulación de las ideas, que favorecen el conocimiento y el respeto del prójimo»[45].
Al mismo tiempo, por tener en sus manos unos medios con los que se puede hacer tanto bien y tanto mal, los profesionales de la información y, en general, todas aquellas personas que comunican algo a través del medio que sea (cine, programas televisivos, etc.), tienen una importante responsabilidad moral: comunicar es un acto moral[46]; la comunicación no es un mero producto, sino un bien o un mal social; con su trabajo pueden «conducir recta o erradamente al género humano»[47].
«Los informadores no deben olvidar que necesariamente una cantidad inmensa e indeterminada de personas será afectada por esos instrumentos de comunicación social. Y sin traicionar ni al genio ni al arte, han de pensar en el poder y en las obligaciones que comporta su profesión. Pues su influencia puede contribuir de forma increíble al progreso y felicidad humanos»[48].
«La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad»[49]. En consecuencia, el recto ejercicio de la comunicación a través de los medios exige, entre otras cosas:
a) que los contenidos de la comunicación sean verdaderos e íntegros, sin ofender a la caridad y a la justicia, evitando la difamación. El informador debe adherirse a la realidad objetiva, proporcionar una información verídica y auténtica, situando los hechos en su contexto, y manifestando sus relaciones esenciales sin distorsiones. En la medida de sus posibilidades, debe preocuparse de que el público se forme una imagen precisa y coherente del mundo, donde el origen, naturaleza y esencia de los acontecimientos, procesos y situaciones sean comprendidos de la manera más objetiva posible;
b) que los modos de informar sean honestos y convenientes, respetuosos con las leyes morales, los derechos legítimos y la dignidad del hombre, tanto en la búsqueda de la noticia como en su divulgación[50].
Para poder realizar su trabajo con responsabilidad, el profesional de la comunicación necesita una seria preparación intelectual y un fuerte compromiso con la verdad y la honestidad. Debe contar además con la necesaria independencia de todo poder extraño, incluso de la empresa en la que trabaja, para poder mantener su compromiso con la verdad, que consiste en transmitirla fielmente, sin deformarla o manipularla por intereses políticos, económicos, ideológicos, etc. Todo ello requiere, sin duda, la virtud de la fortaleza, para no ceder a la presesiones internas y externas que pretenden condicionar sus informaciones[51].
El Magisterio de la Iglesia, consciente de la importancia de los medios de comunicación, anima a los católicos a promover y sostener diarios, revistas, producciones cinematográficas, radiofónicas y televisivas «cuyo fin principal sea divulgar y defender la verdad y promover la formación cristiana de la sociedad humana. Al mismo tiempo, invita insistentemente a las asociaciones y a los particulares que gocen de mayor autoridad en las cuestiones económicas y técnicas a sostener con generosidad y de buen grado, con sus recursos y su competencia, estos medios, en cuanto que sirven al apostolado y a la verdadera cultura»[52].
«Jesús es el modelo y el criterio de nuestra comunicación. Para quienes están implicados en la comunicación social responsables de la política, comunicadores profesionales, usuarios, sea cual sea el papel que desempeñen, la conclusión es clara: “Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. (...) No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen” (Ef 4,25.29). Servir a la persona humana, construir una comunidad humana fundada en la solidaridad, en la justicia y en el amor, y decir la verdad sobre la vida humana y su plenitud final en Dios han sido, son y seguirán ocupando el centro de la ética en los medios de comunicación»[53].
4. Las ofensas a la verdad
Consideradas en el apartado anterior las manifestaciones de la veracidad como modo de comunicar la verdad, se examinan aquí aquellas conductas que contradicen esa comunicación.
El aspecto positivo de la veracidad es que la verdad reine en el propio yo y que irradie eficazmente hacia fuera para constituir una comunidad de comunicación verdadera. El aspecto negativo de esta virtud obliga a evitar toda mentira y falsedad.
a) Noción
Son clásicas las definiciones de la mentira que ofrecen San Agustín y Santo Tomás. Para el primero, «consiste en decir falsedad con intención de engañar»[54]. Para el segundo, es mentira lo que se dice contrariamente a lo que se piensa[55]. El Catecismo de la Iglesia Católica, que recoge la definición de San Agustín, afirma además que «la mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error. Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor»[56]. «Es una profanación de la palabra cuyo objeto es comunicar a otros la verdad conocida. La intención deliberada de inducir al prójimo a error mediante palabras contrarias a la verdad constituye una falta contra la justicia y la caridad»[57].
Si se entiende la veracidad como aquel tipo de justicia que está en la base comunicativa de la convivencia humana, la mentira puede definirse también como una afirmación a sabiendas falsa dentro de un contexto comunicativo. Un contexto comunicativo está caracterizado por el hecho de que en él existe una convivencia humana mediada por la comunicación lingüística, en la que el lenguaje posee la función de un signo para los pensamientos, sentimientos, intenciones, etc., de quien utiliza este signo. El abuso de la lengua por medio de falsas afirmaciones es un acto de engaño comunicativo.
b) Clases
Si se tiene en cuenta que la veracidad, que consiste en cierta adecuación o igualdad, se quebranta tanto por exceso como por defecto, la mentira puede ser de dos tipos: por exceso, la jactancia, que sobrepasa los límites de la verdad; y por defecto, la ironía, que consiste en rebajarse ante los demás en contra de lo que se siente interiormente[58].
Atendiendo a la intención, la mentira se divide en jocosa, oficiosa y perniciosa. La jocosa tiene como fin divertir o distraer, y de suyo no beneficia ni perjudica a nadie. En este caso no se puede hablar propiamente de mentira, pues lo que escuchan saben que el que habla no pretende afirmar lo que dice, sino tan sólo divertir. Con la mentira oficiosa se pretende conseguir un bien útil o evitar un daño, un disgusto, un castigo, etc., para uno mismo o para otro, sin ánimo de perjudicar a nadie. La mentira perniciosa, en cambio, es la que se profiere con la intención de perjudicar a otro.
c) Malicia moral
Son muy abundantes los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento que prohíben de modo terminante la mentira: «Aléjate de toda palabra falsa»[59]; «No quieras proferir mentira alguna, pues su resultado no es agradable»[60]; «Abominación para Yahvé son los labios mentirosos»[61]; «Una boca mentirosa da muerte al alma»[62].
«El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: «Vuestro padre es el diablo (...) porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44)»[63]. San Pablo dice a los colosenses: «No os engañéis unos a otros, ya que os habéis despojado del hombre viejo con sus obras y os habéis revestido del hombre nuevo, que se renueva para lograr un conocimiento pleno según la imagen de su creador»[64]. San Juan, en el prólogo de su Evangelio, recuerda que «la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo», y al final del Apocalipsis exclama: «Fuera (...) todo el que ama y practica la mentira»[65].
El Catecismo afirma que, por tratarse de una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia a los demás; atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión; contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que esta suscita; y es funesta para toda sociedad, pues socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales[66].
Junto a esta valoración, hay que tener en cuenta otros criterios orientadores para determinar su gravedad moral: «La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí sólo constituye un pecado venial, sin embargo, llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad»[67].
Las afirmaciones contrarias a la verdad cuando se hacen públicamente, revisten una particular gravedad. Si se hace ante un tribunal se trata de un falso testimonio; cuando es pronunciada bajo juramento se llama perjurio. «Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado (cfr. Pr 18, 5); comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces»[68].
d) La mentira como absoluto moral
«La mentira –afirma el Catecismo de la Iglesia Católica- es condenable por su misma naturaleza»[69], y no sólo por las consecuencias negativas que de ella puedan originarse. Se trata de un acto intrínsecamente malo o absoluto moral, es decir, de un acto que no puede justificarse nunca, ni siquiera en el caso de que reportase beneficios a una persona o a la sociedad[70].
La razón es que la mentira es objetivamente una acción dirigida contra el bien del otro, contra su derecho a que las palabras coincidan con lo que piensa el que habla, es decir, a que sean verdaderas. La persona humana tiene derecho a no ser engañada, porque tiene derecho a la sociedad. Además tiene también derecho al funcionamiento de las instituciones correspondientes, que presuponen igualmente la veracidad. Mentir es, por tanto, lo opuesto a la benevolencia hacia el prójimo y una negación del reconocimiento del otro como igual a mí.
Esta injusticia objetiva de la mentira, dentro de una comunidad de comunicación, subsiste independientemente de otras posteriores intenciones con las que se pueda realizar: para perjudicar a alguien, para procurar algo ventajoso o para evitar una desventaja propia o ajena, incluso para el engañado. En definitiva, una afirmación falsa se ha de considerar injusta cuando el otro puede esperar razonablemente, es decir, según justicia, que el que habla le diga la verdad.
Mentir es una acción que lesiona la justicia. Pretender justificar excepciones a la norma «nunca es lícito mentir», significaría querer justificar que en un «situación excepcional” no hay necesidad de obrar bien; que, considerando el conjunto, un «poquito» de inmoralidad aquí o allá no está mal.
e) El encubrimiento de la verdad
Como se acaba de ver, nunca es lícito mentir, pero también señalábamos que, en ciertas ocasiones, decir la verdad puede dar lugar a la violación de un secreto o llevar consigo graves peligros públicos y privados. «El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla»[71].
Sin olvidar que «puede haber circunstancias en las que el hombre —y en especial el cristiano— no puede ignorar que debe sacrificarlo todo, aun la misma vida, por salvar su alma»[72], existen situaciones en las que es lícito ocultar la verdad cuya manifestación ocasionaría un perjuicio injusto al sujeto que la expresa o a cualquier otra persona. En este sentido, se considera lícita, con determinadas condiciones, la restricción mental, es decir, el uso de palabras o frases que adquieren un significado distinto en virtud de las circunstancias que las acompañan.
Muchos moralistas admiten con razón —lo dice el mismo sentido común y también el proceder de las personas rectas y aun santas— que, en casos extremos, en los que quien pregunta no sólo no tiene derecho a conocer la verdad, sino que es un injusto agresor, es lícito —si no hay otro remedio— no sólo ocultar la verdad, sino incluso dar contestaciones que induzcan al error a quien pregunta, si este interroga injustamente, pues ciertamente ha perdido su derecho a no ser engañado[73].
La simulación es la mentira que se realiza con los hechos. Se trata de una ficción en la conducta o en el comportamiento con el fin de causar a los demás un falso juicio acerca del propio estado íntimo. Puede ser empleada para parecer mejor o peor, o para fingir un estado físico (enfermedad) o espiritual. Sin embargo, como advierte Santo Tomás, no toda simulación es pecado.
Es pecado del mismo género que la mentira simular una acción mala (aunque interiormente no se quiera), por razón de la mentira y el escándalo que se da; pero no lo es ocultar lo que debe permanecer oculto con el fin de evitar el escándalo, por ejemplo, un pecado ya cometido. En este sentido, afirma San Jerónimo que el segundo remedio después de la caída es ocultar el pecado, para evitar el escándalo del prójimo[74].
La hipocresía es una simulación especial, que la persona realiza para ser considerada, honrada o alabada como virtuosa, es decir, para aparentar exteriormente lo que no es en realidad. Es el pecado de los escribas y fariseos, que tan duramente fustiga el Señor[75]. La enseñanza del Señor es clara: «Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía»[76]. La hipocresía se opone directamente a la veracidad y puede ser pecado mortal o venial según el objeto, el fin y las circunstancias que la acompañen[77].
Una variante de la hipocresía es la que se conoce como hipocresía del mal, es decir, los respetos humanos que inclinan a no practicar la fe o a evitar el testimonio apostólico con la palabra o la conducta coherente; también puede darse la simulación de una incredulidad y de una inmoralidad que se está muy lejos de padecer: «Si no eres malo, y lo pareces, eres tonto. —Y esa tontería —piedra de escándalo— es peor que la maldad»[78].
Se relacionan con los defectos anteriores, la afectación y la oficiosidad, actitudes superficiales por las que el hombre obra de modo maquinal, llevado sólo por fórmulas o actitudes vacías, sin contenido, o por simple imitación: son faltas de autenticidad[79]. En las relaciones con Dios, se encuentra en esta línea la reducción de la vida de piedad a fórmulas o actos sin contenido: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí»[80].
La jactancia es la alabanza propia, desordenada y presuntuosa[81]. Se trata de un defecto que se opone a la veracidad y, concretamente, a la sencillez. En efecto, esta virtud incluso «inclina al hombre a callarse acerca de sus propias cualidades»[82], para hacer fáciles las relaciones con los demás, ya que «los que se declaran superiores a lo que son, fastidian y fatigan a los demás queriendo ser más que ellos; en cambio, los que no cuentan todo el bien que hay en ellos, se hacen amables por su condescendencia y moderación»[83].
La ironía, en el lenguaje corriente, significa varias cosas: burla fina y disimulada, tono burlón con el que se dice una cosa, y figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice[84]. En teología moral, y concretamente en los escritos de Santo Tomás de Aquino, se usa la palabra ironía en un sentido peculiar para referirse a una especie de falsa humildad por la que uno se rebaja ante los demás en contra de lo que siente interiormente, es decir, finge ser menos de lo que es en realidad[85]. En este sentido es un pecado que se opone a la veracidad, por defecto.
Santo Tomás distingue dos supuestos en el hecho de rebajarse a sí mismo:
a) Cuando se hace respetando la verdad: por ejemplo, cuando se callan cualidades importantes que uno tiene y se descubren y manifiestan pequeños defectos cuya existencia se admite. En este caso, silenciar o rebajar las propias cualidades no implica ironía ni es en sí pecado, a no ser por alguna otra circunstancia.
b) Cuando se falsea la verdad: por ejemplo, cuando se afirma la existencia de un defecto que no se posee, o cuando se niega una cualidad sabiendo que se tiene. En este caso sí aparece la ironía, y siempre es pecado. Alguien podría pensar que este modo de proceder puede ser bueno para no caer en la soberbia. Pero eso es un error, pues no se debe cometer un pecado para evitar otro. Como afirma san Agustín, «mentir por humildad es convertirse en pecador, si no se era antes»[86].
Hay que tener en cuenta que la jactancia y la ironía pueden ir unidas[87], como en el caso de quien viste pobremente pretendiendo con ello aparentar ser pobre y así hacer ostentación de alguna excelencia espiritual: «Demudan su rostro para que los hombres vean que ayunan»[88].
4.4. Pecados contra la fama de las personas
La buena fama, en sentido amplio, es la estima que se tiene de la excelencia de una persona. También se utiliza el término reputación para expresar la opinión que los demás tienen de una persona como sobresaliente en su ciencia, arte o profesión. Pero de un modo más particular, la buena fama se entiende referida a la conducta moral, a la honradez de vida.
La buena fama es un bien necesario –a las personas e instituciones- para poder cumplir eficazmente las obligaciones familiares, profesionales, sociales, etc., pues es evidente que se necesita para ser obedecido, para dirigir, para ordenar cualquier agrupación humana y para ejercer cualquier profesión o cargo.
El derecho a la buena fama –fundado en la naturaleza social del hombre- es un derecho natural que ha de suponerse mientras la persona no demuestre con hechos indignos, públicos y notorios que no le corresponde.
Los pecados más frecuentes contra la fama del prójimo son el juicio temerario, la maledicenciay la calumnia.
a) El juicio temerario es un pecado interno que consiste en admitir como verdadero, sin tener fundamento suficiente para ello, un defecto moral del prójimo[89]. Por el hecho mismo de tener mala opinión de otro sin causa suficiente, se le injuria y desprecia. Por tanto, mientras no aparezcan indicios manifiestos de la malicia de alguien, ha de ser considerado bueno, interpretando en sentido favorable sus acciones[90].
b) La maledicencia o murmuración consiste en manifestar, sin razón objetiva válida, los defectos y faltas de otros a personas que los ignoran[91].
c) La calumnia consiste en dañar la reputación de otros y dar ocasión a juicios falsos respecto a ellos, mediante palabras contrarias a la verdad[92]. La calumnia, por tanto, añade a la maledicencia la mentira.
La maledicencia y la calumnia, al destruir el derecho natural a la fama y el honor del prójimo, lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad[93].
Sobre los pecados de la lengua, es especialmente instructivo el capítulo tercero de la Carta de Santiago. El mal uso de la lengua es síntoma de la perversión del corazón, pues, como advierte el Señor, «de la abundancia del corazón habla la boca»[94]. Algunas fuentes de este pecado, que puede causar tantos daños, disgustos, enemistades y sufrimientos, son la vanidad, la locuacidad, la ligereza y el gusto corrompido por contar o escuchar hechos escandalosos.
Como toda falta cometida contra la justicia y la verdad, la maledicencia y la calumnia entrañan el deber de reparar el daño cometido. «Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad (...) Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia»[95].
N. BLÁZQUEZ, Ética y medios de comunicación social, BAC, Madrid 1994.
I.J. DE CELAYA, Voz Sinceridad, GER, XXI, Madrid 1979, 406-408.
I.J. DE CELAYA, Voz Sencillez, GER, XXI, Madrid 1979, 173-174.
A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 292-334.
M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 348–368.
Sto. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, qq. 109-113.
[1] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 1c; a. 3, ad 3.
[2] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 1, ad 2.
[3] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA (CEC), n. 2468.
[4] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 1.
[5] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 3.
[6] J. RATZINGER, Cooperadores de la verdad, Rialp, Madrid 1991, 182-183.
[7] CEC, n. 2465.
[8] CEC, n. 1704.
[9] Cfr. I.J. DE CELAYA, Voz Sinceridad, GER, XXI, Madrid 1979, 407.
[10] 1 Jn 1,8–10.
[11] S.Th., II–II, q. 111, a. 3.
[12] I.J. DE CELAYA, Voz Sencillez, GER, XXI, Madrid 1979, 173.
[13] Ibidem.
[14] Cfr. Ibidem.
[15] Cfr. S.Th., II-II, q. 109, a. 3.
[16] Jn 1,47.
[17] Mt 10,16.
[18] Mt 11,25–26.
[19] Sb 1,1.
[20] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 2, ad 4.
[21] Cfr. S.Th., II–II, q. 110, a. 3, ad 5.
[22] Cfr. S.Th., II–II, q. 88, a. 3, ad 1.
[23] CEC, n. 207.
[24] Ex 34,6.
[25] Dt 7,9.
[26] Cfr. Rm 15,8; Hch 13, 32-34.
[27] Cfr. CEC, n. 1533.
[28] Cfr. S.Th., II–II, q. 68, a. 1, ad 3.
[29] Cfr. S.Th., II–II, q. 70, a. 1, ad 2.
[30] CEC, n. 2491.
[31] CEC, n. 2490.
[32] CEC, n. 357.
[33] Instr. Past. Communio et progressio sobre los medios de comunicación social, 18.V.1971 (CP), n. 10.
[34] J. RATZINGER, Cooperadores de la verdad, cit., 238-239.
[35] Cfr. Jn 18,37.
[36] CEC, n. 2472.
[37] CONCILIO VATICANO II, Decr. Ad gentes (7.XII.1965), n. 11.
[38] VS, n. 89.
[39] Cfr. VS, nn. 90-92.
[40] VS, 93.
[41] Ibidem.
[42] CEC, n. 2044.
[43] CEC, n. 2493.
[44] CP, n. 13.
[45] CEC, n. 2495. Cfr. CP, nn. 1, 6 y 8.
[46] Cfr. PONTIFICIO CONSEJO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES, Ética de las comunicaciones sociales (4-VI-2000), n. 32.
[47] CONCILIO VATICANO II, Decr. Inter mirifica (4-XII-1963), n. 11.
[48] CP, n. 76.
[49] CEC, n. 2494.
[50] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decr. Inter mirifica, n. 5; CP, n. 17; CEC, 2497.
[51] Cfr. Código de ética periodística de la UNESCO (21 de noviembre de 1983). Cfr. N. BLÁZQUEZ, Ética y medios de comunicación social, BAC, Madrid 1994, 129-169.
[52] CONCILIO VATICANO II, Decr. Inter mirifica, n. 17.
[53] PONTIFICIO CONSEJO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES, Ética de las comunicaciones sociales, n. 33.
[54] S. AGUSTÍN., De mendacio, 4, 5: PL 40, 491.
[55] Cfr. S.Th., II-II, q. 110, a. 1.
[56] CEC, n. 2483.
[57] CEC, n. 2485.
[58] Cfr. S. Th., II–II, q. 110, a. 2.
[59] Ex 23,7.
[60] Si 7,13.
[61] Pr 12,22.
[62] Sb 1,11.
[63] CEC, n. 2482.
[64] Col 3,9-10.
[65] Ap 22,15.
[66] Cfr. CEC, n. 2486.
[67] CEC, n. 2484.
[68] CEC, n. 2476.
[69] CEC, n. 2485.
[70] Sobre este tema seguimos la exposición de M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 348–368.
[71] CEC, n. 2489.
[72] PÍO XII, Aloc. 18.IV.1952.
[73] Cfr. M. ZALBA, Theologiae Moralis Compendium, Madrid 1958, nn. 2555, 1376; S. ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, Theologia Moralis, l. 4, n. 153; D.M. PRÜMMER, Manuale Theologiae Moralis, vol. II, n. 173, 1; A. TANQUEREY, Synopsis Theologiae Moralis et Pastoralis, vol. III, n. 382. No se trata de un subterfugio que debilita la obligación absoluta de evitar la mentira. Pensamos –con A. Millán Puelles- que la solución de los problemas que se presentan al querer fundamentar estas conductas aparentemente contrarias a la veracidad, está «en la afirmación de la licitud moral de las comunicaciones engañosas cuyos últimos fines propios son moralmente lícitos, sin que tampoco carezca de este valor ninguna de las circunstancias concurrentes en ellas» (A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 311).
[74] Cfr. S.Th., II–II, q. 111, a.1.
[75] Cfr. Mt 23,13–36.
[76] Lc 12,1.
[77] Cfr. S.Th., II–II, q. 111. aa. 2–4.
[78] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Madrid 2001, 72ª, n. 370.
[79] Cfr. I.J. DE CELAYA, Voz Sencillez, GER, XXI, Madrid 1979, 174.
[80] Mt 15,8.
[81] Cfr. S.Th., II–II, q. 112, a. 1.
[82] S.Th., II–II, q. 109, a. 4.
[83] ARISTÓTELES, Ethica, l. IV, 7. La jactancia será un pecado grave o leve según sean su objeto, fin y circunstancias: cfr. S.Th., II-II, q. 112.
[84] Cfr. Diccionario de la lengua española, voz ironía.
[85] Cfr. S.Th., II–II, q. 113, a. 1.
[86] S. AGUSTÍN, Lib. de Verbis Apost., Serm. 181.
[87] Cfr. S. Th. II–II, q. 113, a. 2.
[88] Mt 6,16.
[89] Cfr. CEC, n. 2477.
[90] Cfr. CEC, n.2478; S.Th., II-II, q. 60, a. 4.
[91] Cfr. CEC, n. 2477.
[92] Cfr. Ibidem.
[93] Cfr. CEC, n. 2479.
[94] Mt 12,34.
[95] CEC, n. 2487.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |