Pio Santiago

 

José Francisco Nolla

Parte de la Tesis Doctoral «La virtud de la generosidad según Santo Tomás de Aquino», presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2005.


Índice:

1. Fuentes de la doctrina tomista sobre la Magnificencia

1.1. Aristóteles

1.2. La Sagrada Escritura

1.3. Los Santos Padres

2. La naturaleza de la magnificencia

2.1. La materia de la magnificencia

2.2. El acto propio de la virtud de la magnificencia

2.2.1. Visión positiva del acto magnífico

2.2.2. La racionalidad de la acción magnífica

2.2.3. Distinción con el acto de las otras virtudes

2.3. La magnificencia como nexo entre la fortaleza y la generosidad

2.4. Magnificencia: «redundancia de la generosidad»

2.4.1. La distinción a partir de la materia

2.4.2. Distinción a partir del acto

3. Vicios opuestos a la magnificencia


La virtud de la magnificencia merece toda nuestra atención, por el simple motivo de que hace referencia al uso de los bienes materiales y de las riquezas, pero con la peculiaridad de que Santo Tomás no la considera virtud aneja de la justicia –como en el caso de la generosidad–, sino que la relaciona directamente con al fortaleza como virtud secundaria. Por tanto, al detenernos en un análisis más detallado de esta virtud, no nos alejamos de nuestros objetivos, sino más bien nos acercamos a ellos y se enriquece nuestro estudio.

La importancia de esta virtud no radica en sus características peculiares, que, por otro lado, no revisten mayor dificultad. El punto interesante de la magnificencia se encuentra principalmente en su relación con las demás virtudes, pues genera lazos de unión entre diversas potencias y apetitos.

Así enfoca el estudio Santo Tomás, que, a lo largo de toda la cuestión 134 de la Secunda Secundae, a la vez que describe la naturaleza de la magnificencia, hace continuas referencias a su relación con la fortaleza, la generosidad y la justicia.

Son tres las obras tomistas que profundizan en el tema de forma analítica y sistemática: suComentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, el Comentario de la Ética a Nicómaco, y, por supuesto, la Summa Theologiae. También hace referencia a esta virtud en las Quaestiones Disputatae de Virtutibus, pero sin detenerse en muchos detalles.

1. Fuentes de la doctrina tomista sobre la Magnificencia

El hecho de que en el título de este apartado el término «fuentes» sea utilizado en plural constituye una simple formalidad. La razón radica en que Santo Tomás fundamenta su doctrina sobre la magnificencia casi exclusivamente en la enseñanza de Aristóteles, quien dedica a esta virtud varias partes de su libro IV de la Ética a Nicómaco.

1.1.   Aristóteles

¿Por qué podemos afirmar que Santo Tomás fundamenta toda su enseñanza sobre la magnificencia en la doctrina Aristotélica? La respuesta a esta pregunta se sustenta en un simple análisis cuantitativo de las citas que utiliza en la cuestión relativa a esta virtud y sus vicios opuestos. En un total de 29 citas de fuentes, 26 corresponden a obras del Estagirita, y, dentro de éstas, 20 fueron obtenidas del libro IV de la Ética a Nicómaco. Otras obras aristotélicas utilizadas por Santo Tomás son la Retórica, la Metafísica y El cielo y el mundo.

En el libro IV de la Ética, Aristóteles aborda el tema de la magnificencia inmediatamente después de haber acabado el estudio de la generosidad. Esta investigación tiene lugar en el marco del estudio de aquellas virtudes cuyo objeto son las cosas exteriores. El tratamiento que realiza Aristóteles de esta virtud, lleva al padre Lumbreras a relacionarla estrechamente con la fortaleza[1]. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, Aristóteles trata de esta virtud de forma independiente al resto de las virtudes cardinales, existiendo argumentos que permiten relacionarla tanto con la fortaleza como con la templanza[2].

La estructura del estudio de la magnificencia en la Ética es simple y sistemática. Comienza con la distinción entre la liberalidad y la magnificencia, continúa con algunas características propias de la magnificencia y culmina con el análisis de los vicios opuestos a esta virtud.

Aristóteles funda la distinción con respecto a la generosidad en una doble causa: el acto propio y la materia. Mientras que la generosidad se extiende a todas las operaciones que se refieren al dinero, es decir, el dar, el recibir y el gastar, la magnificencia sólo se refiere a los gastos[3]. Con respecto a la materia difiere en la magnitud de dichos dispendios: la magnificencia hace referencia a grandes gastos, mientras que la generosidad a gastos más pequeños[4].

El Estagirita no se enfrenta directamente al tema del tamaño del objeto como factor distintivo de una virtud. Sin embargo, con la ayuda de los comentarios tomistas, es factible deducir de la enseñanza aristotélica los fundamentos que explican por qué la mayor cantidad de bienes materiales requieren de una virtud específica como la magnificencia.

Una primera idea presentada por Aristóteles, que nos puede resultar de utilidad, es la que establece el carácter relativo del tamaño de las cosas exteriores. Con base en esta enseñanza podemos afirmar que la cantidad de riquezas que posea una persona será mucha o poca dependiendo de sus circunstancias personales[5].

Una segunda idea la podemos encontrar en su libro El cielo y el mundo, donde puntualiza que, estrictamente, sólo se puede hablar de grande o de pequeño en lo relativo a los cuerpos que tiene extensión, en cambio, estos conceptos se aplican metafóricamente a todo fenómeno donde se pueda encontrar un más o un menos, por ejemplo, en la inteligencia, o en las virtudes[6].

Aplicando todas estas enseñanzas al objeto de nuestro trabajo podemos encontrar los fundamentos que permitirán justificar la existencia de una virtud específica que regule los grandes gastos. El razonamiento es el siguiente: el punto de partida se encuentra en la máxima aristotélica que enseña que una virtud es una perfección[7], y toda perfección implica la lucha por lograr el máximo resultado posible de una potencia[8]. Esto lleva asociada la idea de esfuerzo y dificultad. El Estagirita resume este razonamiento afirmando que lo propio de una virtud es versar sobre lo difícil y lo bueno[9].

De esta forma, una actividad que supone un alto grado de dificultad, como lo es la correcta administración y uso de grandes riquezas, requiere del máximo empeño y perfección de las potencias humanas, especialmente del apetito sensitivo. Esto es lo mismo que decir que, en la administración de grandes bienes se requiere de una virtud específica, a la que Aristóteles llama magnanimidad.

Continúa el Estagirita dando pequeñas pinceladas sobre la magnificencia, que demuestran un conocimiento profundo y práctico a la vez sobre esta virtud: enseña que el magnánimo se asimila al hombre sabio, pues, por la prudencia propia del hombre virtuoso, guarda siempre la justa proporción impuesta por la recta razón. Además el magnífico siempre actúa con un fin bueno, característica común de todas las virtudes. Una tercera propiedad del magnífico es que realiza grandes gastos de forma deleitable y desprendidamente, con prontitud y sin dificultad. Otra característica destacada por Aristóteles, es que la persona magnífica pondrá más atención en la calidad del resultado –la conveniencia y la bondad de la obra realizada– que en su costo. Por último, enseña que quien tiene la virtud de la magnificencia, a igualdad de gastos con otro que no la posee, realiza una obra más espléndida[10].

En un siguiente paso, Aristóteles hace referencia a los motivos más característicos que impulsan los gastos del magnífico, entre los que destaca, por un lado, las donaciones a los templos y a los dioses, y por otro, los grandes gastos realizados a favor de la comunidad. Pero también pueden llamarse magníficos quienes realizan grandes gastos para realzar eventos únicos e irrepetibles, como puede ser una boda u otros similares. Aristóteles nos pone otros dos ejemplos de gastos magníficos: los que los gobernantes realizan para agasajar a importantes invitados, y los relacionados con la construcción de la propia vivienda, porque «es propio del espléndido amueblar su casa de acuerdo con su riqueza, pues esto es también decoroso, y gastar preferentemente en las obras más duraderas, porque son las más hermosas»[11].

También detalla a qué tipo de personas le corresponde hacer dichos gastos. Entre ellos enumera a los ricos que han generado su fortuna de forma lícita y por mérito propio, y quienes ocupan altos cargos y puestos ilustres.

Por último determina los vicios opuestos a la magnificencia por exceso y por defecto, que son, respectivamente, la vulgaridad y la mezquindad[12]. La vulgaridad implica un gasto grande en cosas que no lo requieren, por lo que se rompe la debida proporción que debe existir entre el gasto y la obra a realizar. El mezquino, en cambio, no gasta todo lo que debe, siempre está viendo la forma de gastar menos, realiza los grandes gastos con cierta tardanza y tristeza, considerándolos siempre como un gasto excesivo.

Este rápido repaso de la doctrina aristotélica sobre la magnificencia nos permitirá comprobar la gran influencia y la estrecha relación con la enseñanza tomista.

Antes de pasar a un breve pero necesario análisis de las otras fuentes, cabe destacar la importancia que Aristóteles da a las virtudes relativas a las cosas grandes, como son la magnanimidad, la magnificencia etc. Es una característica muy peculiar de su enseñanza, que deja entrever una visión positiva y optimista de los bienes exteriores, pues Aristóteles descubre que, por medio del buen uso de estos grandes bienes, el hombre pude realizar también obras espléndidas, con las cuales se honra a Dios de una forma más conforme a su propia naturaleza y se realza la capacidad creadora del hombre.

1.2.   La Sagrada Escritura

Con respecto a las fuentes escriturísticas, es necesario destacar la escasa presencia de citas bíblicas en las cuestiones relativas a la magnificencia. Santo Tomás recurre a los textos bíblicos sólo en tres ocasiones: dos correspondientes a los salmos y una al libro del Éxodo.

En el Nuevo Testamento, según la versión de la Biblia de Jerusalén, sólo aparece citada la virtud de la magnificencia en dos lugares: la primera en Filipenses 4,19, y la segunda en el libro del Apocalipsis 18,14. En la primera cita se hace referencia la magnificencia propia de Dios, y en la segunda a la magnificencia del hombre.

Analicemos brevemente las citas explícitas a esta virtud que aparecen en la Summa Theologiae de Santo Tomás. La primera corresponde al Salmo 68, 35: «Reconoced la fuerza de Dios, su magnificencia sobre Israel». Este salmo, que canta el señorío de Dios sobre toda la tierra y todos los pueblos, corresponde a uno de los versículos conclusivos, donde se invita a la alabanza a Dios por su poder sobre las naciones. Son palabras dirigidas a todos los reyes de la tierra.

No resulta difícil apreciar la estrecha relación que el salmista refleja entre la magnificencia y el poder de Dios. Por este motivo, muchas versiones de la Sagrada Escritura traducen el término latino magnificentia con la palabra castellana majestad, que transmite con más claridad la idea del uso de poder para la realización de grandes obras.

La segunda cita de la Sagrada Escritura empleada por Santo Tomás, corresponde al Salmo96,6, que pertenece a uno de los salmos llamados de la realeza de Dios. En este contexto, la magnificencia divina es considerada un atributo que justifica la necesidad de alabar y agradecer al único y verdadero Dios.

Es interesante detenernos en algunas traducciones del texto, pues, como es de esperar, no existe unanimidad. El texto latino del libro de los salmos dice lo siguiente: «Magnificentia et pulchritudo in conspectu eius, potentia et decor in sanctuario eius». Sin embargo, Santo Tomás hace referencia a «Sanctitas et magnificentia in santificatione eius»[13], que a su vez es traducido por el padre Francisco Barbado en la edición de la BAC de la Summa Theologiaecomo: «gloria y magnificencia en su santuario»[14]. Otras traducciones prefieren traducir este versículo como «majestad y hermosura están en su presencia, potestad y esplendor, en su Santuario»[15], o «gloria y majestad están ante él, poder y fulgor en su santuario»[16].

No resulta fácil realizar un paralelismo entre estas frases, pero sí resulta evidente que, en el texto sagrado, se está haciendo referencia a un atributo divino relacionado con el poder, la gloria, la majestad y la santidad de Dios mismo.

El último texto citado por Santo Tomás corresponde al libro del Éxodo[17]. Al igual que las los salmos anteriores, relaciona la magnificencia con el poder de Dios. Concretamente, en este versículo, se hace referencia al poder de Dios que condujo al pueblo judío a través del mar rojo y venció a los enemigos.

Como se puede comprobar, la Sagrada Escritura considera la magnificencia casi exclusivamente como una virtud propia de Dios. Es justamente este argumento el que utilizará Santo Tomás para justificar que la magnificencia es una virtud que se predica de Dios y de la cual el hombre participa.

1.3.   Los Santos Padres

Una peculiaridad en el estudio de las fuentes tomistas de la magnificencia es la ausencia de textos de los Santos Padres. Este vacío no deja de sorprendernos, y reclama cierta reflexión.

Las razones que pueden explicar este hecho pueden ser varias: que los Padres no hayan tocado el tema –lo cual resulta difícil de creer–, o que Santo Tomás no haya tenido acceso a los textos que se refieren a esta virtud, o bien que el enfoque dado por los Santos Padre no coincida con el modo en que Santo Tomás desea exponer su enseñanza.

Realizando una breve búsqueda del término magnificentia en la patrología latina[18], se puede comprobar que, efectivamente, la atención que los Padres otorgan a esta virtud es escasa y tangencial. Ninguno de los Santos Padres latinos la estudia detenidamente.

Los autores que, en este contexto general de escasas referencias al tema de la magnificencia, profundizan en su estudio son San Hilario[19] y San Agustín[20], y ambos lo hacen en el comentario al Libro de los Salmos. La peculiaridad de dichos comentarios es que, en su mayoría, hacen referencia a los mismos Salmos que Santo Tomás cita en la cuestión relativa a la magnificencia, que como hemos podido constatar, son salmos que se refieren exclusivamente a la magnificencia como un atributo divino y no como una virtud humana.

Es digno de destacar el comentario de San Agustín al Salmo 111 y del que Santo Tomás no hace referencia. El motivo de este interés radica principalmente en el hecho de que San Agustín comenta este salmo relacionándolo con textos del Nuevo Testamento, lo cual nos permite encontrar referencias directas a la virtud de la magnificencia en la enseñanza de Cristo. El salmo al cual nos estamos refiriendo es el que dice así: «El decoro y la magnificencia son sus obras, su justicia por siempre permanece»[21]. Las citas neotestamentarias relacionadas con él especifican algunas características y manifestaciones de la magnificencia de Dios, que se reflejan en la encarnación y a la vida misma de Cristo. Con este punto de partida resulta fácil deducir consecuencias prácticas aplicables a la magnificencia como virtud humana[22].

Las primeras dos citas del Nuevo Testamento corresponden al Evangelio de Lucas[23]. En estos textos, San Agustín relaciona la magnificencia divina con la humildad y la misericordia –manifestada en el perdón de los demás–. Se desprende a simple vista, una visión más espiritual de la magnificencia, y no centrada exclusivamente en las riquezas y en los bienes materiales.

El otro texto que San Agustín relaciona con la magnificencia pertenece a la Epístola a los Romanos, donde San Pablo enseña que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia»[24]. De esta forma muestra que la obra más grande de Dios con el hombre, aquella que manifiesta de modo más perfecto su magnificencia, es la donación de su gracia, que borra el pecado y permite al hombre gozar de Dios eternamente.

En conclusión, son dos los motivos que, a nuestro parecer, justifican la ausencia de los textos patrísticos en la cuestión sobre la magnificencia: el primero radica en el hecho de que los Padres enfocan exclusivamente el estudio de la magnificencia como un atributo propio de Dios, y esto se debe a que su enseñanza surge a partir de la doctrina contenida en el Libro de los Salmos. Santo Tomás, en cambio, la enfoca como una virtud humana, que participa de la virtud divina. El fundamento de dicha enseñanza no se encuentra en los Padres, sino en la doctrina aristotélica.

El segundo motivo puede radicar en que los escasos y breves textos patrísticos sobre esta virtud se concentran en sus comentarios a los salmos, por lo cual, el Aquinate puede haber preferido citar directamente la fuente de la Sagrada Escritura sin hacer referencia directa a ellos.

2. La naturaleza de la magnificencia

Una vez analizadas las fuentes de la doctrina tomista, nos detendremos en la definición de la magnificencia como virtud.

Santo Tomás acude, en primer lugar, a la autoridad de la Sagrada Escritura que enseña: «Reconoced la fuerza de Dios, su magnificencia sobre Israel y su poder sobre las nubes (Ps67,35)»[25]. Una vez atribuida esta virtud a Dios, y fundamentándose en que la virtud humana es una participación de la divina, concluye que la magnificencia es una verdadera virtud[26].

Para la explicación filosófica, el Aquinate recurre a la etimología del término: «magnum facere», es decir, realizar grandes obras[27]. Con este punto de partida, y apoyado en la enseñanza de Aristóteles, que afirma que «la virtud, por comparación, se dice del último grado que la potencia puede alcanzar»[28], deduce el Aquinate que la magnificencia es una virtud especial.

Este argumento justifica la existencia de la virtud de la magnificencia, pura y exclusivamente, en el hecho de que por ella se realizan grandes obras. Esta afirmación resulta, en un primer momento, un tanto sorprendente, porque parece contradecir la definición de virtud como un punto medio entre dos extremos. Santo Tomás es consciente de este problema, por lo que más adelante explica:

«La magnificencia consiste en un extremo si consideramos la magnitud de lo que ha de hacer. En cambio, consiste en el medio considerando la regla de la razón, la cual no es quebrantada ni por defecto ni por exceso»[29].

El magnífico, a pesar de situarse en un extremo –en el sentido que realiza la obra más grande posible–, tiende a ese objeto de forma moderada y según un orden justo, buscando un fin que justifica la realización de esa gran obra. Santo Tomás también explica esta relación entre la grandeza de la obra y el justo medio cuando estudia la virtud de la magnanimidad:

«Se debe decir con Aristóteles que “el magnánimo está en el extremo en cuanto a la grandeza”, porque tiende hacia lo más grande; pero se mantiene en el justo medio, porque, aun cuando se dirige a las mayores cosas, tiende a ellas según el orden de la razón»[30].

Por tanto, a pesar de que la magnificencia implique cierto exceso, no quiere esto decir que sobrepase el límite fijado por la recta razón. Los gastos que realiza el magnífico poseen una grandeza que guarda al mismo tiempo el debido orden, porque responden a la condición y a las circunstancias de la persona que los lleva a cabo, y son proporcionales al fin por el cual se hacen. En este sentido, el fin con que se realiza una obra es un factor a tener en cuenta a la hora de definirla como magnífica. Si, por ejemplo, se gasta en una casa, hay que tener en cuenta a quien está destinada, si es para un príncipe o para un particular. Según a quien se destine, estará o no justificado un gasto más o menos grande para su construcción[31].

No existe, pues, una medida que defina la obra magnífica, ni establece el Aquinate un nivel sobre el cual se acceda al campo de la magnificencia. La medida impuesta es la recta razón, y, por este motivo, la magnificencia dependerá de las circunstancias personales de cada individuo. Por consiguiente, no es la magnificencia una virtud –por decirlo de alguna manera– elitista, propia de quien tiene grandes fortunas; es, por el contrario, una virtud a la cual pueden acceder también personas con escasos recursos económicos.

«El acto principal de la virtud es la elección interior, que puede darse en ella aún sin la fortuna exterior; de esta manera también el pobre puede ser magnífico. Pero los actos exteriores de la virtud precisan, como instrumentos, de los bienes de fortuna; y, según esto, el pobre no puede realizar el acto externo de magnificencia en obras absolutamente grandes, sino acaso en materias grandes relativamente a una obra determinada que, aunque pequeña en sí misma, puede ser realizada con la magnificencia proporcionada a ella, ya que pequeño y grande son, según Aristóteles, conceptos relativos»[32].

2.1.   La materia de la magnificencia

Para identificar los elementos característicos de la magnificencia o, lo que es lo mismo, para distinguirla del resto de las virtudes, es necesario que ahondemos en el estudio de la materia propia de ésta virtud.

 El Aquinate considera a la magnificencia como virtud secundaria o potencial de la fortaleza. Esto significa que, con respecto a la fortaleza, tiene algo igual y a la vez algo que la distingue. La distinción entre ambas virtudes radica en la materia; la similitud en que, tanto una como otra, poseen el mismo modo de conducirse frente a las cosas difíciles que la persona debe conseguir[33].

Dicho de otro modo, la magnificencia tiene, como todas las virtudes secundarias de la fortaleza, algo en común con ella, pero, a su vez, es inferior en algo. Es lo mismo que ocurre entre la generosidad y la justicia[34].

«La magnificencia conviene con la fortaleza en tender a algo difícil, debido a lo cual, parece residir también en el apetito irascible. Pero es inferior a ella, en cuanto que lo arduo a lo cual tiende la fortaleza ofrece dificultades por el peligro que supone para la propia persona, mientras que lo arduo a lo que tiende la magnificencia lo ofrece por los gastos materiales, que resultan mucho menos graves que el peligro personal. Por ello la magnificencia es clasificada entre las partes de la fortaleza»[35].

En resumen, así como la fortaleza tiene por materia los bienes arduos que implican peligros de muerte, la magnificencia tiene por objeto los grandes gastos, que, a pesar de representar una dificultad de menor grado que los peligros de muerte, implican un objetivo arduo que el hombre debe enfrentar.

El peligro que supone el gasto de grandes cantidades de dinero es claramente inferior al peligro de muerte, que caracteriza la materia de la fortaleza, pues no pone en juego la vida de la persona. En este sentido, la magnificencia no puede ser situada al mismo nivel que la fortaleza, sino como una virtud secundaria.

Al hablar de las grandes riquezas como materia de la magnificencia, se pude hacer referencia a ellas en diversos sentidos y bajo distintos aspectos, que enriquecen el análisis de la materia propia de esta virtud. Por ejemplo, al igual que la generosidad, se puede hablar en la magnificencia de una doble materia: por un lado las riquezas poseídas y por otro, las pasiones del apetito sensitivo:

«Puede decirse que son materia de la magnificencia tanto los dispendios que hace el magnífico para realizar su obra grande como el mismo dinero del que se sirve para hacerlos, y el amor al dinero, el cual es moderado por la virtud para que no ponga obstáculos a los grandes dispendios»[36].

Este breve resumen sobre la doctrina tomista relativa a la materia de la magnificencia no deja de llamarnos la atención. La razón es que, si con las grandes cantidades de riquezas el magnífico realiza obras que ayudan a los demás, resultaría lógico pensar que esta virtud esté asociada a la justicia. También se podría objetar que, por tener como materia el amor a grandes riquezas, la magnificencia debería asociarse a la templanza. En cambio, sorprendentemente, Santo Tomás la relaciona con la fortaleza.

El doctor Angélico justifica su posición poniendo de relieve la dificultad implícita en la realización de grandes obras, que requiere la participación de la virtud de la fortaleza y la pasión de la esperanza:

«La justicia se ocupa de las operaciones en sí mismas, considerando en ellas el carácter de debidas. Pero la liberalidad y la magnificencia consideran las operaciones de gastos pecuniarios en su relación con las pasiones del alma, aunque de diverso modo: la liberalidad, en relación con el amor y la codicia del dinero, que son pasiones del apetito concupiscible y no impiden al liberal dar y gastar; por lo cual reside en el apetito concupiscible. La magnificencia, en cambio, considera los gastos en relación con la esperanza [en cuanto una pasión del apetito irascible], alcanzando algo difícil, no en general, como la magnanimidad, si no en una materia particular, es decir en los dispendios. Por eso parece residir, como la magnanimidad, en el apetito irascible»[37].

Este largo texto contiene la respuesta a nuestros interrogantes y, a pesar de su complejidad, nos permite entender cómo Santo Tomás, especificando la materia propia de la magnificencia, la ubica dentro de las virtudes relacionadas con el apetito irascible. De esta forma la distingue de la justicia y de la templanza, asociándola directamente a la fortaleza.

Otro aspecto de la materia de la magnificencia que interesa subrayar es que no se identifica con el tamaño o mole de la obra, pues, según santo Tomás, el tamaño no es la única variable que cuenta a la hora de definir una obra magnífica, también la preciosidad o la dignidad del objeto constituyen elementos que permiten calificar una obra magnífica. Por este motivo, Santo Tomás incluye como materia propia de esta virtud los bienes destinados al culto, como pueden ser los vasos sagrados o custodias, que en sí no constituyen grandes bienes, pero que, por la trascendencia de los actos que con ellos se realizan, exigen materiales nobles y dignos.

Esta trascendencia de la magnificencia respecto de la simple cantidad del objeto, es confirmada por Santo Tomás cuando asigna a esta virtud la función de dirigir la voluntad en el uso del arte[38]. La grandeza de la obra en la que puede descubrirse una razón especial de bondad, no sólo depende de la cantidad, sino también de la riqueza artística o de la dignidad de la obra realizada[39].

2.2. El acto propio de la virtud de la magnificencia

Otro medio para identificar y distinguir una virtud es su acto propio. Lo peculiar de la acción de la magnificencia es que realiza obras grandes, importantes y trascendentes. Para ello se requiere, como condición indispensable, de un empeño y dedicación especial por parte del sujeto que intenta realizar esa obra magnífica. En resumen, por su tamaño y sus consecuencias, el acto magnífico implica siempre una mayor dificultad.

2.2.1 Visión positiva del acto magnífico

No resulta difícil deducir que la magnificencia se relaciona especialmente con la obtención de altos objetivos y la conquista de grandes empresas. Quizá por este motivo Santo Tomás, siguiendo una enseñanza de Cicerón, asocia esta virtud de forma especial con el «atacar» característico de la fortaleza, y no tanto con el «resistir»[40].

«En la fortaleza se da un doble acto: el de resistir y el de atacar. Para que se de el segundo son necesarios dos principios, el primero pertenece a la preparación del ánimo, y consiste en tenerlo preparado para el ataque. Para ello pone Cicerón [entre las virtudes potenciales de la fortaleza] la confianza (...). El segundo elemento se refiere a la ejecución de la obra, y consiste en no desistir en la realización de cosas comenzadas con confianza. Para ello asigna Cicerón la magnificencia, que consiste en la “reflexión y administración de cosas grandes y elevadas en amplia y espléndida disposición del ánimo”, es decir, en la ejecución de esas obras, de tal modo que no falten medios a los grandes proyectos»[41].

Una de las implicaciones que nos interesa resaltar de este texto es que la magnificencia es una virtud ordenada no sólo a defenderse de un mal, sino a la conquista de un bien que debe ser obtenido y realizado[42]. Esto nos impulsa a no enfocar nuestro estudio desde un punto vista negativo, concentrado exclusivamente en la necesidad de evitar todo apego a las riquezas poseídas, sino, más bien, a atender también a la majestuosidad de la obra que el hombre magnífico puede realizar, y a la libertad de ánimo que consigue quien vive esta virtud, porque habilita al hombre a disponer de grandes cantidades de bienes en favor de altos objetivos, que merecen grandes sumas de dinero, como, por ejemplo, el culto divino y la ayuda a los más necesitados[43].

Resulta oportuno, en este momento, destacar la relación directa que Santo Tomás establece entre la magnificencia y la pasión de la esperanza[44]. Esta pasión, moderada por la virtud de la fortaleza, tiene por objeto la consecución del bien arduo y no la huida o la destrucción de un mal que amenaza. En el fondo de esta relación, establecida por el Aquinate, se descubre, una vez más, la visión positiva que Santo Tomás tenía de las grandes riquezas, propia de quien sabe encontrar en las cosas humanas un instrumento para el servicio de Dios y de los demás hombres.

2.2.2. La racionalidad de la acción magnífica

La acción magnífica, que pone en juego grandes sumas de dinero, hace presente, de forma patente, la imperiosa necesidad de que se establezca con suma prudencia una medida justa y acorde a la recta razón en las decisiones propias de esta virtud. El motivo radica en que el riesgo asumido en las obras magníficas es mucho mayor que en las obras pequeñas y, por tanto, si fracasa el negocio, o si el proyecto emprendido sale mal, puede causarse un grave perjuicio al destinatario de la acción, a uno mismo o al dueño del dinero empleado en el proyecto. Santo Tomás lo explica con las siguientes palabras:

«La magnificencia ordena el uso del arte a algo grande. Por residir el arte en la inteligencia, es propio del magnífico hacer buen uso de la razón para establecer la proporción entre la obra que se emprende y los gastos que lleva consigo. Esto es necesario sobre todo por la magnitud de ambos, ya que, de no considerarlos cuidadosamente, podría sobrevenir un grave daño»[45].

Las posibles consecuencias de las obras magníficas –ya sean buenas o malas– siempre son de gran envergadura, y, por ese motivo, Santo Tomás asimila al hombre magnífico con el hombre sabio, porque así como el sabio guarda la proporción debida entre una cosa y otra, el magnífico la guarda entre el gasto y la obra realizada. Por el hábito adquirido, el magnífico sabe descubrir lo que es adecuado gastar, y así hará grandes gastos con prudencia, y, a la vez, fácilmente, como lo requiere toda virtud moral[46].

Concretando aun más el alcance de la necesidad de la recta razón en el actuar del magnífico, Santo Tomás, en una de las objeciones planteadas en el artículo 1 de la cuestión que estamos analizando, se pregunta si es razonable que el hombre realice grandes gastos para sí[47].

La solución del doctor Angélico, nos permite ahondar más en la necesidad de una lógica proporción entre los grandes gastos que realiza el hombre magnífico: las acciones más grandes que el hombre puede realizar, manteniendo siempre la recta razón y la justa proporción, no son aquellas que se refieren a sí mismo, sino aquellas que tienen por beneficiario a Dios y a los demás hombres. Por consiguiente, resulta lógico que todo lo relativo al culto divino y al bienestar de la sociedad constituyan, por antonomasia, los objetos más frecuentes de las acciones magníficas.

«Es propio de la magnificencia hacer algo grande. Pero lo que atañe a cada persona particular es pequeño comparado con lo que se refiere a las cosas divinas o la bien común. Por eso, la magnificencia no se ordena principalmente a hacer gastos en lo referente a la persona propia; no porque no busque su bien, sino porque éste no es algo grande»[48].

La idea de que la magnificencia hace referencia principalmente a gastos relativos al culto divino y a la sociedad es transmitida de forma más clara y contundente cuando Santo Tomás explica la relación entre la magnificencia y la santidad:

«La magnificencia se propone la realización de una obra grande. Por otra parte, las obras realizadas por los hombres se ordenan a un fin. Pero ningún fin de las obras humanas es tan grande como la gloria de Dios. Por ello, la magnificencia ejecuta obras grandes sobre todo en orden al honor divino. De aquí que, según Aristóteles “son gastos máximamente honrosos los que se emplean en sacrificios divinos, y de ello se ocupa principalmente el magnífico”»[49].

Se refleja nuevamente en este texto la visión positiva que adopta Santo Tomás frente a los bienes materiales y las riquezas, pues deja claro que constituyen un medio para dar gloria a Dios, utilizando la precariedad de lo material y de lo humano como instrumentos, muy al alcance de cualquier persona, para brindar a Dios todo el honor que se merece.

Cabe destacar otra característica de la magnificencia que refuerza la idea de su trascendencia respecto de la mera obra material exterior. Es una idea que Santo Tomás toma de las enseñanzas de Cicerón: «la magnificencia es la concepción y realización de cosas grandes y elevadas, con cierta intención de ánimo amplia y espléndida»[50]. La realización de obras grandes implica cierta magnanimidad, amplitud de miras, objetivos altos. Y si, como hemos visto, las obras grandes se dirigen más propiamente a Dios y al resto de los hombres, también se requiere la participación de la fe, la esperanza y la caridad.

2.2.3. Distinción con el acto de las otras virtudes

De esta enseñanza de Cicerón se desprende, además, que la magnificencia no es una virtud que regula exclusivamente la acción externa, sino que implica, al igual que la generosidad, el desprendimiento interior de los bienes materiales.

«Al magnífico pertenece hacer grandes gastos de manera deleitable y desprendidamente, con prontitud y sin dificultad»[51].

 Por tanto, en cuanto a la consecución de una obra digna, grande y, por consiguiente, ardua, la magnificencia puede ser considerada como una virtud potencial de la fortaleza, pero que se sustenta en la moderación que la templanza impone a las pasiones de amor y deseo de riquezas. Desde este punto de vista, la magnificencia esta en estrecha relación con la virtud de la templanza.

La magnificencia también se relaciona estrechamente con la justicia, porque tanto una como la otra hacen referencia a las operaciones exteriores del actuar humano. Sin embargo, el modo de realizar dichas operaciones es diverso: la justicia las realiza por la existencia de un deber de ejecutar la operación, que es exigible por el sujeto a quien la acción se dirige; la magnificencia, en cambio, las realiza en cuanto movida por las pasiones de esperanza y de audacia, con el fin de realizar una obra grande[52].

Por otro lado, las pasiones de la esperanza y de la audacia, que mueven al acto de la magnificencia, son pasiones propias del apetito irascible, que, como bien sabemos, es moderado principalmente por la virtud de la fortaleza y no por la justicia, que pertenece al apetito intelectivo. Este es otro argumento que lleva a Santo Tomás a afirmar que lo más correcto es relacionar la magnificencia con la fortaleza, como una de sus virtudes secundarias.

Sin embargo, cabe aclarar que Santo Tomás concluye el análisis de la relación entre los actos de la magnificencia, la justicia y la templanza con una frase en la cual el grado de certeza no parece pasar de la simple opinión personal: «Por eso [la magnificencia], como la magnanimidad parece residir en el apetito irascible»[53]. De esta forma, Santo Tomás deja abierta la posibilidad de relacionar la magnificencia con otras virtudes principales.

A modo de conclusión, podemos afirmar que la magnificencia tiene por objeto la realización de grandes gastos para realizar grandes obras. Si a esto agregamos que lo grande y lo difícil se relacionan estrechamente[54], es lógico que Santo Tomás prefiera relacionar la magnificencia con la fortaleza y no con la justicia o la templanza.

Este breve análisis de la relación del acto magnífico con el de las demás virtudes es nuestro punto de partida para explicar por qué la magnificencia es el punto de unión entre la generosidad y la fortaleza, pues en la virtud de la magnificencia se conjugan el uso de riquezas, y la lucha por la consecución de un bien arduo, objetos que caracterizan una y otra virtud.

2.3. La magnificencia como nexo entre la fortaleza y la generosidad

La virtud de la fortaleza tiene por objeto los temores y la audacia[55]. Por temor se entiende la natural tendencia humana a huir del mal[56]; en cambio, la audacia es la pasión que, moderada por la recta razón, empuja al hombre a enfrentarse con el mal para destruirlo y alcanzar un bien arduo[57].

Sobre estos bienes arduos actúa la fortaleza, ya sea impulsando su consecución, o alejando los males que los impiden. Para Santo Tomás, todo aquello que reviste cierta grandeza se relaciona con lo arduo[58], y, por tanto, la virtud de la fortaleza entra en juego de forma especial a la hora de administrar grandes riquezas.

Parece, a primera vista, que, al relacionar el uso de grandes bienes materiales con las pasiones de audacia y temor, Santo Tomás tiñe el estudio de la magnificencia de un tono negativo y pesimista. La razón radica en que las grandes riquezas parecen ser presentadas como dificultades para el hombre que pretende alcanzar el justo medio.

Toda la discusión sobre lo positivo o negativo de las pasiones es un tema tan interesante como complejo, y digno de un estudio específico. Sólo nos interesa recalcar que la fortaleza, según la definición de Cicerón, se refiere a los males temporales que apartan de la virtud[59]. Por este motivo, dicha virtud se ocupa principalmente del temor y de la audacia, que tienen por objeto el mal: el temor implica alejamiento del mal, y la audacia enfrentarse a él para destruirlo.

Sin embargo, existe la posibilidad de enfocar el tema de forma positiva, si se considera el problema desde el punto de vista de la pasión de la esperanza. Esta pasión es un movimiento hacia el bien y constituye el primer movimiento del apetito irascible. El motivo por el cual la esperanza antecede al temor o a la audacia radica en que el apetito del bien es la razón por la cual se evita el mal. La audacia, por tanto, aun refiriéndose al mal que hay que combatir, está estrechamente relacionada con el bien, es decir, con el objeto de la esperanza, que se obtiene como consecuencia de la victoria sobre el mal[60].

Por este motivo, al hablar de la virtud de la magnificencia como parte de la fortaleza, no pretendemos centrarnos en su aspecto negativo –o, mejor dicho, pasivo–, es decir, como una virtud necesaria para la defensa contra el mal, sino en su lado positivo, pues la magnificencia es también una virtud que permite conquistar el bien y alcanzar objetivos altos.

Desde el punto de vista de los bienes materiales y de las riquezas, está claro que, a medida que se aumenta la cantidad de bienes administrados, se hace cada vez más necesaria la virtud de la fortaleza. Por un lado, para vencer todas las dificultades que se presentan en su consecución, donde se pone en juego la audacia. Por otro, para moderar el temor a perder la riqueza obtenida, porque un temor inmoderado impulsa al hombre a la tacañería y a gastar en bienes innecesarios. Enseña Santo Tomás que ese temor será mayor en la medida en que exista una más viva experiencia de lo que significa la escasez material[61].

Por consiguiente, el temor y la audacia son pasiones que deben ser moderadas hasta conseguir un punto medio. Por ejemplo: un excesivo temor a perder las riquezas personales llevará al hombre a la avaricia y al apego de sus bienes, mientras que la ausencia del temor puede conducir hacia un despilfarro en la administración de los bienes útiles.

A partir de este ejemplo, se puede entrever la relación existente entre la fortaleza y la generosidad. Para ahondar más en esta relación es necesario considerar, en primer lugar, que el papel de la fortaleza es eliminar los obstáculos que apartan la voluntad de la dirección dictada por la razón[62], es decir, superar las dificultades que alejan la decisión del punto medio virtuoso.

Para moderar y rectificar el temor específico de perder la riqueza poseída y la audacia para conseguirla, es necesario, antes que nada, la virtud de la generosidad, pues es ella la que modera el deseo y amor hacia los bienes necesarios para el sustento del hombre, de forma tal que, una vez obtenidos, el hombre no se apegue a ellos y los administre con facilidad y justicia. Sólo después de haber obtenido los bienes indispensables para el sustento, y moderado el deseo y amor hacia ellos, la persona podrá preocuparse de moderar el temor de perderlos y la audacia para conservarlos y aumentarlos[63].

En estas palabras se puede apreciar que el punto de encuentro entre la fortaleza y la generosidad radica en que los bienes materiales, en cuanto que deben ser obtenidos y conservados con esfuerzo –como lo puede atestiguar cualquier padre de familia– constituyen un bien arduo, y, por tanto, son objeto no sólo de la templanza, sino también de la fortaleza:

«Estos bienes pueden considerarse ya absolutamente –en cuyo caso pertenecen al apetito concupiscible– o ya en cuanto arduos, y así pertenecen al apetito irascible»[64].

Por tanto, para hacer un buen uso de los bienes materiales, el hombre deberá combinar la fortaleza, que lo lleva a enfrentar las dificultades y a acometer los objetivos altos, con la generosidad, que modera el afecto del hombre hacia los bienes, poniéndolos también a disposición de las necesidades ajenas.

En este un punto de intersección entre ambas virtudes, se encuentra la virtud de la magnificencia, que trata, como la generosidad, de las riquezas y bienes materiales, pero con la condición de que sean bienes de gran envergadura. Esta condición aumenta la dificultad de la acción generosa y hace indispensable la presencia de la virtud de la fortaleza[65].

Realizando un análisis similar, pero desde otro punto de vista, es factible concluir con Santo Tomás que la fortaleza goza de cierta primacía respecto a la generosidad y a la magnificencia. La razón radica en que la fortaleza se ordena más directamente al bien común, mientras que la generosidad y la magnificencia tienen por objeto el orden de las potencias sensitivas personales con respecto a la posesión y uso del dinero[66].

2.4 Magnificencia: «redundancia de la generosidad»

Como se puede concluir de los párrafos anteriores, existe una cercanía notable entre la generosidad y la magnificencia. Santo Tomás repite esta idea en diversas ocasiones, haciendo muy patente la similitud entre ambas, pero sin olvidar en ningún momento las características específicas de una y otra.

«El buen uso de las riquezas pertenece a la liberalidad, porque ellas son la materia propia de esta virtud (...). También pertenece a la magnificencia el uso de las riquezas bajo la especial razón de se utilizan para realizar grandes obras. Por esto, la magnificencia es en cierto modo redundancia de la liberalidad»[67].

Mientras que en el texto precedente el Aquinate relaciona estas virtudes teniendo en cuenta su acto propio y su materia remota, es decir, el uso de las riquezas; en otros sitios las relaciona según su materia próxima: las pasiones del apetito sensitivo, como se puede apreciar en el siguiente texto:

«Hay dos virtudes referentes al deseo de dinero: una sobre las medianas riquezas, que es la liberalidad, y otra sobre las riquezas considerables, que es la magnificencia»[68].

Desarrollaremos el estudio siguiendo este esquema: comenzaremos con la distinción a partir de la materia y luego en relación con el acto propio de cada virtud.

2.4.1. La distinción a partir de la materia

La dificultad a la que nos enfrentamos en este apartado radica en que ambas virtudes, la generosidad y la magnificencia, tienen por materia remota las riquezas, y por materia próxima las pasiones sensitivas. El punto de distinción entre ambas radicará en la cantidad de riqueza poseída, que afecta y especifica la materia próxima de cada una.

La pregunta que nos debemos plantear en este momento es la siguiente: ¿cómo la cantidad de riqueza, un simple accidente de la materia, puede hacer cambiar la especie de una virtud?

Hemos visto ya la relación entre lo grande y lo arduo que asocia la magnificencia con la fortaleza y las pasiones del irascible, y que, a su vez, la distancian del campo propio de las pasiones del concupiscible. Desde esta perspectiva, la magnificencia se aleja del campo de influencia de la generosidad, virtud a la que corresponde la administración de sumas módicas de riquezas.

«Es necesario que haya dos virtudes que versen sobre el dinero: la liberalidad, que modera el uso del dinero en general, y la magnificencia que se ocupa de los grandes gastos»[69].

La razón de esta separación radica en que la generosidad no implica involucrarse en grandes esfuerzos para la administración de bienes materiales, sino que tendrá, mas bien, que moderar el desordenado amor o deseo hacia las pequeñas cantidades de riquezas, que es un acto pertinente a las pasiones del concupiscible, ordenadas por la templanza. Vale la pana por tanto reiterar la cita en la que Santo Tomás distingue una y otra virtud:

«La liberalidad y la magnificencia consideran las operaciones de gastos pecuniarios en su relación con las pasiones del alma, aunque de modo diverso: la liberalidad, en relación con el amor y la codicia del dinero, que son pasiones del apetito concupiscible, que impiden al liberal dar y gastar; por lo cual reside en el apetito concupiscible. La magnificencia, en cambio, considera los gastos en relación con la esperanza, llegando a algo difícil (...). Por eso parece residir, como la magnanimidad en el apetito irascible»[70].

El Aquinate profundiza en este criterio de distinción y afirma que, de por sí, el manejo de riquezas resulta algo dificultoso para el hombre, pues puede, aunque sean pocas cantidades, apegarse a ellas. Las grandes cantidades de dinero añaden además otras dificultades, como la intensidad que ese apego puede desarrollar, o simplemente la complejidad de administrarlas bien.

«Las virtudes que se ocupan de cosas exteriores encuentran una dificultad en la naturaleza misma de la obra virtuosa y otra por parte de su magnitud. Por eso es necesario que haya dos virtudes que versen sobre el dinero»[71].

Santo Tomás, en una cuestión previa, cuando estudia la virtud de la magnanimidad, desarrolla y explica cómo dos virtudes distintas pueden distinguirse teniendo la misma materia. Allí afirma que, en el uso de las riquezas, existe de por sí una dificultad que no surge de la cantidad de la materia, sino de su propia naturaleza, y que se opone, de suyo, a la recta razón. En consecuencia, siempre que entran en juego las riquezas, será necesaria una virtud que modere su uso, independientemente de que trate de pequeñas o grandes cantidades, porque las riquezas, sean muchas o pocas, siempre son apetecibles como necesarias para la vida humana. Frente a esto, concluye el Aquinate:

«Además de las disposiciones vistas de la generosidad y sus vicios opuestos, hay también otras virtudes que se refieren a las riquezas, como la magnificencia, que es también una cierta medida media»[72].

A modo de conclusión, podemos afirmar que ambas virtudes poseen la misma materia remota y próxima, pero un cambio accidental en el objeto trae como consecuencia una diferencia específica de la virtud. Esto explica con más precisión aún por qué Santo Tomás, al hablar de magnificencia se refiere a ella como una «redundancia de la generosidad»[73].

Por tanto, se puede decir que la magnificencia implica y tiene como fundamento la generosidad, pues quien no esta desprendido de lo poco no lo estará de las grandes cantidades, y no tendrá, por tanto, la disposición interior para lanzarse a empresas de gran envergadura. A su vez, quien viva desprendido de los bienes materiales, aunque sean escasos, posee, en potencia, la disposición interior para administrarlos con magnificencia.

Santo Tomás desarrolla la idea de que la generosidad posee en potencia a la magnificencia. Comienza afirmando que tanto la magnificencia como la magnanimidad perfeccionan al hombre de forma eminente, es decir, en lo grande. Pero no todos tienen acceso a lo grande, y, por tanto, se les cierra la posibilidad real de ejercitarse en estas virtudes por no contar con la materia de las mismas. Sin embargo, existe la posibilidad de tener estas virtudes en potencia si se adquieren otras virtudes que poseen la misma materia en cantidades o grados inferiores a la de la magnificencia o la magnanimidad:

«Cuando, en efecto, alguien ha adquirido por el ejercicio la liberalidad en donaciones y gastos pequeños, si llega a poseer una gran fortuna, adquirirá, con poco ejercicio, el hábito de la magnificencia, del mismo modo que un geómetra adquiere con módico estudio la ciencia de alguna conclusión que nunca consideró anteriormente. Pues se dice que tenemos ya lo que estamos a punto de conseguir, según aquellas palabras del filósofo: “cuando falta poco, parece que no falta nada”»[74].

El Aquinate ilustra y resume esta idea con unas palabras del Estagirita: «Todo magnífico es generoso, pero esto no implica que todo generoso sea magnífico»[75].

2.4.2 . Distinción a partir del acto

Esta enseñanza aristotélica que acabamos de enunciar, no la usa Santo Tomás únicamente para ilustrar la distinción entre las materias de la magnificencia y la generosidad. También la emplea para señalar cómo afecta al acto propio de cada virtud la diferencia en la cantidad de la riqueza.

«No todo generoso es magnánimo en cuanto al acto, porque le faltan aquellos medios de los que debe hacer uso para el acto de magnificencia. De por sí, todo generoso posee el hábito de magnificencia, sea actualmente o en disposición próxima»[76].

Santo Tomás comienza a analizar la distinción entre la generosidad y la magnificencia partiendo de la elección interior que antecede el acto de toda virtud. En el caso del acto magnífico, la elección interior no tiene como requisito la existencia real y concreta de una gran cantidad de riquezas, por lo cual, un persona con recursos económicos módicos también puede ser, en su interior, magnánimo. Sin embargo, no se puede dar la acción exterior propia de la magnificencia sin que se disponga de los recursos necesarios para realizar una gran obra.

«El acto principal de la virtud es la elección interior, que puede darse en ella aun sin la fortuna exterior; de esta manera, también el pobre puede ser magnífico. Pero los actos exteriores de la virtud precisan, como instrumentos, de los bienes de fortuna; y, según esto, el pobre no puede realizar el acto extremo de magnificencia en obras absolutamente grandes»[77].

Por tanto, la distinción de la generosidad y la magnificencia, con base en el uso de los bienes, radica en que la primera, al usar las riquezas, busca una moderación en el afecto hacia ellas para poder emplearlas sin dificultad y en bien de los demás. En cambio, la magnificencia, no se centra en el desprendimiento con el que el hombre gasta su dinero, sino que regulará el modo en que se gastan grandes sumas de dinero en la realización de grandes obras. El Aquinate lo explica con las siguientes palabras:

«El liberal y el magnífico hacen uso del dinero de manera distinta: el liberal tiene de propio ordenar el afecto hacia las riquezas; de ahí que todo uso debido del dinero, cuyo obstáculos quita el moderado amor hacia él, es propio de la liberalidad, como lo referente a los regalos y los dispendios. El magnífico, en cambio, hace del dinero un instrumento con el que realiza grandes obras, lo cual lleva consigo grandes dispendios»[78].

A modo de conclusión, podemos subrayar la dificultad de realizar una comparación de la importancia relativa de una y otra virtud.

La magnificencia reviste mayor grandiosidad y sus obras constan de una mayor notoriedad e influencia, no solamente por el volumen de la obra realizada, sino también por su dignidad o por su riqueza.

«La magnificencia no se extiende, como la liberalidad, a todas las operaciones pecuniarias, sino sólo a los grandes dispendios, en los que supera en grandeza a la liberalidad»[79]

Pero, desde otro punto de vista, la generosidad cuenta con mayor importancia, pues es una virtud más universal, más al alcance de la mano, y, por tanto, es una fuente de lucha más concreta y cotidiana que la magnificencia. Por eso, en un texto citado anteriormente, Santo Tomás destaca cierta universalidad del acto generoso como un elemento que lo distingue del acto magnífico: «Todo uso debido del dinero, cuyos obstáculos quita el moderado amor hacia él, es propio de la generosidad»[80].

Una y otra virtud se centra en aspectos diversos del uso de los bienes materiales y de la administración de las riquezas, y ambas son medios que facilitan al hombre alcanzar la vida eterna y la justicia verdadera aquí en la tierra.

3. Vicios opuestos a la magnificencia

A la magnificencia se oponen por defecto y exceso la mezquindad y el despilfarro respectivamente.

«A lo pequeño se opone lo grande, y ambos son conceptos relativos. Pero el mismo gasto puede ser escaso en relación a la obra y puede ser también excesivo con respecto a la misma, cuando el gasto realizado exceda la proporción racional»[81].

La mezquindad –o parvificencia– es el vicio por el cual el hombre se propone realizar una cosa pequeña. Pero como bien sabemos, algo es pequeño o grande de un modo relativo, por lo cual, para que exista la mezquindad, debe darse un gasto escaso cuando debería hacerse un gasto grande proporcionado la obra a realizar[82].

En su comentario al libro de la Ética, Santo Tomás deduce del texto aristotélico cinco características propias del hombre mezquino, que lo describen con precisión y rigurosidad: malgasta el dinero, porque no hace bien las obras grandes; no actúa con agilidad en la realización del gasto; está continuamente pensando la forma de gastar menos; realiza el gasto con tristeza y, por último, cuando gasta considera siempre que ha realizado un gasto mayor del que hubiera debido hacer[83].

Santo Tomás destaca que, mientras que el magnífico centra su atención en la realización de la obra grande y en los bienes que puede brindar con ella a Dios y a los demás, el mezquino sólo atiende al gran dispendio que el proyecto implica. Por culpa de su miedo excesivo, el mezquino gasta mucho en cosas pequeñas, que impiden la posibilidad de realizar grandes obras, perdiendo todo el bien que ellas implican. Por este motivo el mezquino obra mal.

«El magnífico se fija principalmente en la magnitud de la obra, y de un modo secundario en la magnitud del dispendio, en lo cual no repara cuando ha de realizar una obra grande (...). El mezquino, en cambio, busca principalmente a la pequeñez del gasto (...). Como consecuencia, se propone una obra pequeña, a la cual no rehúsa, con tal de gastar poco. Por lo cual, en expresión del filósofo, “el mezquino, por gastar mucho en cosas pequeñas, y por no querer gastar en cosas grandes –agrega Santo Tomás–, pierde el bien”»[84].

El error del mezquino no radica tanto en el gasto escaso que realiza. Falla, más bien, en la proporción debida entre la obra a realizar y la elección de la obra o proyecto en la que se debe gastar.

«No se llama mezquino a quien maneja cosas pequeñas, sino de aquel que administrando cosas grandes y pequeñas falla en la regla de la razón. Por eso la mezquindad es un vicio»[85].

Dicho de otro modo, el mezquino es quien teniendo la posibilidad de realizar obras grandes, se dedica, por temor y buscando su propia seguridad, a la consecución de bienes ínfimos, de escasa importancia relativa. No es, por tanto un mal absoluto, en el sentido de que toda obra pequeña sea mala, sino un mal proporcional, pues pudiendo realizar grandes bienes, realiza obras de escasa importancia y trascendencia.

«Es pues evidente que el mezquino peca contra la proporción racional que debe darse entre la obra realizada y sus dispendios. Y, como el defecto en el orden de la razón constituye un vicio, síguese que la mezquindad es uno de ellos»[86].

En esta falta de racionalidad, característica del actuar del mezquino, Santo Tomás resalta la influencia del temor, porque el miedo a perder la riqueza evita que el mezquino viva el desprendimiento necesario de sus bienes, rompiendo la jerarquía debida de los mismos. Esto se concreta en que el mezquino exagera la importancia relativa de los bienes materiales y de las riquezas, e infravalora los bienes espirituales.

«Según Aristóteles, “el temor nos hace hombres reflexivos”. Por eso, el mezquino reflexiona diligentemente, porque teme sin razón que se le agoten sus bienes, aun las cosas más pequeñas. Esto no es digno de alabanza, sino vicioso y reprobable, al no regular su afecto conforme a las reglas de la razón y subordinar más bien la razón a su amor desordenado»[87].

Es digna de destacar la comparación que Santo Tomás realiza entre la mezquindad y la avaricia. Hay un paralelismo obvio entre estos dos vicios y sus virtudes opuestas, es decir la magnificencia y la generosidad: Tal paralelismo se fundamenta en el tamaño del objeto.

«Así como el magnífico tiene de común con el liberal el dar su dinero prontamente y con gusto, el mezquino coincide con el avaro en gastar difícilmente y con pena. Difieren, no obstante, en que la avaricia tiene por materia los gastos comunes, mientras que la mezquindad se refiere a los grandes gastos, cuya realización es más difícil, siendo por ello un vicio menos grave»[88].

Como se puede comprobar en la cita anterior, Santo Tomás también realiza una comparación entre la gravedad de uno y otro vicio. La avaricia, por ser un pecado referente a módicas riquezas, es un vicio más generalizado, que desordena cualquier afecto del hombre hacia sus posesiones, sean del tamaño que sean, y que por tanto dificulta también su justa distribución. En consecuencia, la avaricia no es un simple pecado personal, porque afecta también a los demás. En cambio, el vicio de la mezquindad, no tiene un alcance tan amplio, pues no todos pueden acceder a grandes riquezas. Además la parvificencia es un defecto que no omite el dar a los demás, sino que no da en la justa medida. En este sentido, la mezquindad no es un pecado tan deshonroso como la avaricia, «porque ni hace mal al prójimo ni es muy degradante»[89] para el sujeto.

A la mezquindad se opone el despilfarro, vicio por el cual el hombre sobrepasa la proporción de lo que se debe gastar en una obra grande, pecando contra la magnificencia por exceso.

«A lo pequeño se opone lo grande, y ambos son conceptos relativos. Pero el mismo gasto puede ser pequeño por relación a la obra y puede ser también grande por relación a la misma, cuando el gasto realizado exceda la proporción racional. Es, pues, evidente que al vicio de la mezquindad, por el cual se falla en la proporción que debería darse en los gastos hechos con la obra, al proponerse gastar menos de lo que ella exige, se opone otro vicio que hace sobrepasar la proporción, al gastar más de lo que conviene a la obra»[90].

Es interesante el análisis etimológico que Santo Tomas realiza en el cuerpo del artículo: en él destaca que este vicio, «en la lengua griega, recibe el nombre de banausia, que deriva de horno, porque consume todo como el fuego del horno, o apyrocalia, es decir, sin buen fuego, porque consume de tal modo que no produce mucho provecho»[91]. Al latín es traducido comoconsumptio, que hace referencia a la acción de consumir o agotar un bien. Barbado Viejo en su traducción de la Summa Theologiae, traduce este término por despilfarro; en cambio, Ana Mallea, en su traducción del Comentario a la Ética, llama a quien tiene este vicio, fastuoso o pomposo; mientras que J. Marías y María Araujo, en la traducción de la Ética de Aristóteles, prefieren denominarlo simplemente hombre vulgar.

Santo Tomás, en su comentario a la Ética aristotélica describe al hombre despilfarrador, y enseña, con ejemplos prácticos, cómo éste yerra en la definición de la recta proporción del gasto:

«Por ejemplo, porque ofrece banquetes nupciales a actores y comediantes, dispensándoles muchos favores y alfombrando de púrpura su camino, tal como lo hacen los megáricos, ciertos ciudadanos griegos»[92].

Finalmente, hace notar Santo Tomás la falta de rectitud de intención en el obrar del fastuoso, que actúa simplemente por vanidad, buscando la admiración de sus amistades y convirtiendo lo que podía haber sido una gran obra en bien de Dios y de los demás, en un simple medio para mostrar su riqueza.

«El fastuoso hará todo esto y algo similar, no por buscar algún bien, sino sólo por ostentar sus riquezas y pensando que por ello será admirado»[93].


NOTAS:

[1] Cfr. P. Lumbreras, De habitus et virtutibus in communi, Romae 1950. La cita está tomada de P. Lumbreras, Introducción a la cuestión 60. División de las virtudes morales, en Summa Theologiae (S.Th.), tomo V, Madrid 1945, p 270.

[2] De la definición aristotélica de magnificencia se deducen tres aspectos: 1) que es una virtud secundaria, es decir que no se encuentra al nivel de las virtudes cardinales; 2) que modera las pasiones humanas (sin especificar a cuál); 3) que es una virtud que tiene por objeto las cosas exteriores, en concreto las riquezas. De estas consideraciones no se deduce que Aristóteles asocie la magnificencia a ninguna virtud cardinal en especial, aunque al hablar de pasiones, está haciendo referencia a la templanza o a la fortaleza. Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco(1107 b, 15); Senctentia Libri Ethicorum, L. II, lec. 8, n. 213.

[3] Cfr. Aristóteles, Ética... (1122 a, 20).

[4] Cfr. Ibidem.

[5] Ibidem, (1122 a, 25).

[6] Cfr. G. Buridano, Il Cielo e il mondo. Commento al trattato Del Cielo di Aristóteles, I, 3, Milano 1983, p. 94.

[7] Aristóteles, Física (246 a, 13)

[8] Cfr. Idem, El cielo y el mundo, (281 a, 11).

[9] Idem, Ética... (1105 a, 9)

[10] Cfr. Idem, Ética... (1122b, 1- 20)

[11] Ibidem, (1123 a, 5).

[12] Estos nombres son los que aparecen en la traducción de María Araújo y Julián Marías. En cambio, al vicio por exceso Santo Tomás lo llamará derroche o despilfarro.

[13] S.Th., II-II, q. 134, a. 2, arg. 3.

[14] Cfr. Ibidem.

[15] Traducción de la Sagrada Biblia de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, tomo III, Pamplona 2001.

[16] Traducción de la Biblia de Jerusalén, Bilbao 1998.

[17] Cfr. Ex. 15, 11

[18] Patrología Latina Database, Versión 5.0. De Chadwyck–Healey. Contiene la primera edición de la Patrología Latina de J.P. Migne.

[19] San Hilario, Tractatus super psalmus, (PL, 9,412; 441; 468; 478; 492; 631; 842; 861).

[20] San Agustín, Enarrationes in Psalmos, CXI (PL 37, 1464); XCVI (PL 37, 1232); XCII (PL 37, 1149); VIII (PL 36, 110); XXIX (PL 36, 213); LXVII (PL 36, 839) .

[21] Ps. 111,3 : «Decor et magnificentia opus eius, et iustitia eius manet in saeculum saeculi»

[22] Cfr. San Agustín, Enarrationes in Psalmos, CXI (PL 37, 1464).

[23] Cfr. Lc. 18,14 y 7,42.

[24] Cfr. Rom. 5,20.

[25] S.Th., II-II, q. 134, a. 1, sc: «Tribuite virtutem Deo. Super Israel magnificentia eius et virtus eius in nubibus»

[26] Cfr. S.Th., I-II, q. 63, a. 3, co.

[27] Cfr. In Libros Sententiarum, III, d. 33, q. 3, a. 3d, co; S.Th., II-II, q. 134, a. 1, ad. 3; a.2, arg. 1; a. 2, co; Sententia Libri Eticorum, L. IV, lec. 6, n. 475; L. II, lec. 8, n. 213.

[28] S.Th., II-II, q. 134, a. 1, co: «Virtus dicitur pro comparationem ad ultimum in quod potentia potest». Cfr. Aristóteles, De coelo et mundo (281 a, 11).

[29] S.Th., II-II, q. 134, a. 1, ad. 2: «Magnificentia consistit quidem in extremo, considerata quantitate eius quod facit. Sed tamen in medio consistit, considerata regula rationis, a qua non deficit nec eam excedit».

[30] S.Th., II-II, q. 129, a. 3, ad. 1: «Ad primum ergo dicendum quod, sicut philosophus dicit, in IV ethic., magnanimus est quidem magnitudine extremus, inquantum scilicet ad maxima tendit, eo autem quod ut oportet, medius, quia videlicet ad ea quae sunt maxima, secundum rationem tendit». (Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1123b, 13)

[31] Cfr. Sententia Libri Ethicorum., L. IV, lec. 6, nn. 475-476; In Libros Sententiarum, III, d. 9, a. 1c, arg. 3.

[32] S.Th., II-II, q. 134, a. 3, ad. 4: «Principalis actus virtutis est interior electio, quam virtus potest habere absque exteriori fortuna. Et sic etiam pauper potest esse magnificus. Sed ad exteriores actus virtutum requiruntur bona fortunae sicut quaedam instrumenta. Et secundum hoc, pauper non potest actum magnificentiae exteriorem exercere in his quae sunt magna simpliciter, sed forte in his quae sunt magna per comparationem ad aliquod opus quod, etsi in se sit parvum, tamen potest magnifice fieri secundum proportionem illius generis; nam parvum et magnum dicuntur relative, ut philosophus dicit, in praedicamentis».

[33] Cfr. S.Th., II-II, q. 128, a. 1, co.

[34] Cfr. S.Th., II-II, q. 134, a. 4, co; II-II, q. 80.

[35] Ibidem, co: «Magnificentia autem convenit cum fortitudine in hoc quod, sicut fortitudo tendit in aliquod arduum et difficile, ita etiam et magnificentia, unde etiam videtur esse in irascibili, sicut et fortitudo. Sed magnificentia deficit a fortitudine in hoc quod illud arduum in quod tendit fortitudo, habet difficultatem propter periculum quod imminet personae, arduum autem in quod tendit magnificentia, habet difficultatem propter dispendium rerum; quod est multo minus quam periculum personae. Et ideo magnificentia ponitur pars fortitudinis».

[36] S.Th., II-II, q. 134, a. 3, co: «Et ideo materia magnificentiae possunt dici et ipsi sumptus, quibus utitur magnificus ad opus magnum faciendum; et ipsa pecunia, qua utitur ad sumptus magnos faciendos; et amor pecuniae, quem moderatur magnificus, ne sumptus magni impediantur».

[37] S.Th., II-II, q. 134, a. 4, ad. 1: «Iustitia respicit operationes secundum se, prout in eis consideratur ratio debiti. Sed liberalitas et magnificentia considerant operationes sumptuum secundum quod comparantur ad passiones animae, diversimode tamen. Nam liberalitas respicit sumptus per comparationem ad amorem et concupiscentiam pecuniarum, quae sunt passiones concupiscibilis, quibus non impeditur liberalis a dationibus et sumptibus faciendis, unde est in concupiscibili. Sed magnificentia respicit sumptus per comparationem ad spem, attingendo ad aliquid arduum, non simpliciter, sicut magnanimitas, sed in determinata materia, scilicet in sumptibus. Unde magnificentia videtur esse in irascibili, sicut et magnanimitas».

[38] Cfr. Ibidem, a. 1, ad. 4.

[39] Cfr. Ibidem, a. 2, co y ad. 2.

[40] Cfr. S.Th., II-II, q. 123, a. 6; In Libros Sententiarum, III, d. 33, q. 3, a. 3a, co; III, d. 34, q. 3, a. 1b, co.

[41] S.Th., II-II, q. 128, a. 1, co: «Est autem, sicut supra dictum est, duplex fortitudinis actus, scilicet aggredi, et sustinere. Ad actum autem aggrediendi duo requiruntur. Quorum primum pertinet ad animi praeparationem, ut scilicet aliquis promptum animum habeat ad aggrediendum. Et quantum ad hoc ponit tullius fiduciam. (...). Secundum autem pertinet ad operis executionem, ne scilicet aliquis deficiat in executione illorum quae fiducialiter inchoavit. Et quantum ad hoc ponit Tullius magnificentiam. Unde dicit quod magnificentia est rerum magnarum et excelsarum cum animi ampla quadam et splendida propositione cogitatio atque administratio, idest executio, ut scilicet amplo proposito administratio non desit». Cfr. Cicerón,Retórica, 1.2, c. 54.

[42] La pasión de la esperanza, que constituye un movimiento hacia el bien, antecede a la audacia que pretende destruir el mal. Esta visión positiva de la magnificencia está presente en toda la cuestión y es reflejo la actitud positiva que el Aquinate posee hacia los bienes materiales por el bien que con ellos se puede realizar.

[43] Cfr. S.Th., II-II, q. 134, a. 1, ad. 3.

[44] Cfr. Ibidem, a. 4, ad. 1.

[45] S.Th., II-II, q. 134, a. 4, ad. 3: «Magnificentia ordinat usum artis ad aliquid magnum, ut dictum est. Ars autem est in ratione. Et ideo ad magnificum pertinet bene uti ratione in attendendo proportionem sumptus ad opus quod faciendum Est. Et hoc praecipue necessarium est propter magnitudinem utriusque, quia nisi diligens consideratio adhiberetur, immineret periculum magni damni.». Cfr. S.Th., II-II, q. 128, a. 1, ad 3: en este texto Santo Tomás indica la relación existente entre lo grande y lo arduo y lo peligroso.

[46] Cfr. Sententia Libri Ethicourm, L. IV, lec. 6, n. 479; In libros Sententiarum, III, d. 9, a. 1c, ad. 3.

[47] Cfr. S.Th., II-II, q. 134, a. 1, arg. 3. La duda surge a partir de una frase aristotélica que enseña que el hombre magnífico no hace grandes gastos consigo mismo.

[48] S.Th., II-II, q. 134, a. 1, ad. 3: «Ad magnificentiam pertinet facere aliquid magnum. Quod autem pertinet ad personam uniuscuiusque, est aliquid parvum in comparatione ad id quod convenit rebus divinis vel rebus communibus. Et ideo magnificus non principaliter intendit sumptus facere in his quae pertinent ad personam propriam, non quia bonum suum non quaerat, sed quia non est magnum». Sin embargo, Santo Tomás, siguiedo nuevamente a Aristóteles, aclara, en la misma respuesta, que esto no significa que ninguna acción que el hombre realiza para sí pueda ser magnífica. Hay algunos gastos en cosas permanentes o decisiones que son para toda la vida que ponen en juego esta virtud. Por ejemplo, la construcción de una casa o la decisión del matrimonio.

[49] S.Th., II-II, q. 134, a. 2, ad. 3: «Magnificentia intendit opus magnum facere. Opera autem ab hominibus facta ad aliquem finem ordinantur. Nullus autem finis humanorum operum est adeo magnus sicut honor Dei. Et ideo magnificentia praecipue magnum opus facit in ordine ad honorem Dei. Unde philosophus dicit, in IV ethic., quod honorabiles sumptus sunt maxime qui pertinent ad divina sacrificia, et circa hoc maxime studet magnificus». Cfr. Aristóteles, Etica ..., 1122b, 19.

[50] S.Th., II-II, q. 134, a. 2, ad. 2: «Ad magnificentiam vero pertinet non solum facere magnum secundum quod facere proprie sumitur, sed etiam ad magnum faciendum tendere animo, unde tullius dicit, in sua rhetorica, quod magnificentia est rerum magnarum et excelsarum. Cfr. Cicerón, Retórica, 1.2, c. 54: El mismo texto es citado por Santo Tomás en la S.Th., II-II, q. 128, a. 1, co, cuando se refiere a las parted de la fortaleza.

[51] Sententia Libri Ethicorum., L. IV, lec. 6, nn. 481: «Et dicit, quod ad magnificum pertinet delectabiliter magna expendere, et emissive, idest prompte, et sine difficultate emittendo».

[52] Cfr. S.Th., II-II, q. 134, a. 4, ad. 1.

[53] Ibidem:: «Unde magnificentia videtur esse in irascibili, sicut et magnanimitas».

[54] Cfr. S.Th., II-II, q. 134, a. 3, ad. 1.

[55] Cfr. S.Th., II-II, q. 123, a. 3.

[56] Cfr. S.Th., II-II, q. 125, a. 1.

[57] Cfr. S.Th., II-II, q. 127, a. 1. La audacia es una pasión y puede ser entendida como virtud cuando está moderada por la razón, y también como vicio, cuando se excede de la recta medida. En este apartado utilizaremos el término audacia como virtud.

[58] Cfr. S.Th., II-II, q. 128, a. 1, ad 1; II-II, q. 129, a. 2, co. Para relacionar, a su vez, lo arduo o difícil con la virtud, cfr. Sententia Libri Ethicorum, L. II, lec. 3, n. 173.

[59] Cfr. S. Th., II-II, q. 123, a. 3, arg. 2; Cicerón, Rhetórica, 1.2, c. 54

[60] Cfr. S. Th., I-II, q. 45, a. 3, co y ad. 3; II-II, q. 123, a. 4, ad. 3.

[61] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 4, ad. 1.

[62] Cfr. S.Th., II-II, q. 123, a. 3, co.

[63] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 4, ad 1.

[64] S.Th., I-II, q. 60, a. 5, co: «Et haec quidem bona considerari possunt vel absolute, secundum quod pertinent ad concupiscibilem; vel cum arduitate quadam, secundum quod pertinent ad irascibilem».

[65] Cfr. In Libros Sententiarum, III, d. 34, q. 1, a. 2, co.

[66] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 6, co; Q. D. De Malo, q. 13, a.1, co; Q. D. De Virtutibus, q. 1, a. 12, ad 26; q. 5, a. 1, ad 12; In Libros Sententiarum, III, d. 33, q. 2, a. 1D, ad 5.

[67] S.Th., II-II, q. 117, a. 3, ad 1: «Ad primum ergo dicendum quod ad liberalitatem pertinet bene uti divitiis inquantum huiusmodi, eo quod divitiae sunt propria materia liberalitatis (...). Ad magnificentiam etiam pertinet uti divitiis secundum quandam specialem rationem, idest secundum quod assumuntur in alicuius magni operis expletionem. Unde et magnificentia quodammodo se habet ex additione ad liberalitatem».

[68] S.Th., II-II, q. 129, a. 2, co: «Circa appetitum pecuniarum sunt duae virtutes, una quidem circa mediocres et moderatas, scilicet liberalitas; alia autem circa magnas pecunias, scilicet magnificentia». Cfr. también II-II, q. 117, a. 3, ad 1; II-II, q. 134, a. 1.

[69] S.Th., II-II, q. 134, a. 3, ad 1: «Oportet circa pecuniam et usum eius esse duas virtutes: silicet liberalitatem, quae respicit communiter usum pecuniae, et magnificentiam, quae respicit magnum in pecuaniae usu».

[70] S.Th., II-II, q. 134, a. 4, ad 1: «Liberalitas et magnificentia considerant operationes sumptuum secundum quod comparantur ad passiones animae, diversimode tamen. Nam liberalitas respicit sumptus per comparationem ad amorem et concupiscentiam pecuniarum, quae sunt passiones concupiscibilis, quibus non impeditur liberalis a dationibus et sumptibus faciendis, unde est in concupiscibili. Sed magnificentia respicit sumptus per comparationem ad spem, attingendo ad aliquid arduum, non simpliciter, sicut magnanimitas, sed in determinata materia, scilicet in sumptibus. Unde magnificentia videtur esse in irascibili, sicut et magnanimitas».

[71] S.Th., II-II, q. 134, a. 3, ad 1: «Virtutes illae quae sunt circa res exteriores habent aliquam difficultatem ex ipso genere rei circa quam est virtus, et aliam difficultatem ex magnitudine ipsius rei. Et ideo oportet circa pecuniam et usum eius esse duas virtutes».

[72] Sententia Libri Ethicorum, L, II, lec. 8, n. 213: «Praeter praedictas dispositiones, scilicet liberalitatem et opposita vitia, sunt etiam quaedam aliae circa pecunias, circa quas etiam magnificentia est medietas quaedam». Cfr. S.Th., II-II, q. 160, a. 1, co.

[73] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 3, ad 1.

[74] S. Th., I-II, q. 65, a. 1, ad. 1: «Cum enim aliquis per exercitium adeptus est liberalitatem circa mediocres donationes et sumptus, si superveniat ei abundantia pecuniarum, modico exercitio acquiret magnificentiae habitum, sicut geometer modico studio acquirit scientiam alicuius conclusionis quam nunquam consideravit. Illud autem habere dicimur, quod in promptu est ut habeamus; secundum illud philosophi, in II physic., quod parum deest, quasi nihil deesse videtur». Cfr. Aristóteles, Física (197 a, 29).

[75] Sententia Libri Ethicorum, VI, lec. 6, n. 477: «Quia omnis magnificus est liberalis; non tamen sequitur, quod omnis liberalis sit magnificus». Santo Tomás recurre a esta frase del libro IV de la Ética a Nicómaco (1122a, 27) en dos sitios diversos de la cuestión 134 de la secunda secundae. La primera parte en el a. 3, arg. 2, al referirse a la materia de la magnificencia y la segunda parte en el a. 1, arg. 1, cuando estudia si la magnificencia es virtud. Además, comenta esta frase en Q. D. De Virtutibus, q. 5, a. 2, ad 5.

[76] S.Th., II-II, q. 134, a. 1, ad. 1: «Ad primum ergo dicendum quod non omnis liberalis est magnificus quantum ad actum, quia desunt sibi ea quibus uti necesse est ad actum magnificum. Tamen omnis liberalis habet habitum magnificentiae, vel actu vel in propinqua dispositione».

[77] S.Th., II-II, q. 134, a. 3, ad. 4: «Principalis actus virtutis est interior electio, quam virtus potest habere absque exteriori fortuna. Et sic etiam pauper potest esse magnificus. Sed ad exteriores actus virtutum requiruntur bona fortunae sicut quaedam instrumenta. Et secundum hoc, pauper non potest actum magnificentiae exteriorem exercere in his quae sunt magna simpliciter».

[78] S.Th., II-II, q. 134, a. 3, ad. 2: «Usus pecuniae aliter pertinet ad liberalem, et aliter ad magnificum. Ad liberalem enim pertinet secundum quod procedit ex ordinato affectu circa pecunias. Et ideo omnis usus debitus pecuniae, cuius impedimentum tollit moderatio amoris pecuniae, pertinet ad liberalitatem, scilicet et dona et sumptus. Sed usus pecuniae pertinet ad magnificum in ordine ad aliquod opus magnum quod faciendum est. Et talis usus non potest esse nisi sumptus sive expensa».

[79] S.Th., II-II, q. 134, a. 3, sc: «Sed contra est quod philosophus dicit, in IV ethic., quod magnificentia non extenditur circa omnes operationes quae sunt in pecuniis, sicut liberalitas, sed circa sumptuosas solum, in quibus excellit liberalitatem magnitudine». El texto corresponde al número 1122a, 21 de la Ética a Nicómaco, y es comentado por Santo Tomás en Sententia Libri Ethicorum, IV, lec. 6, n. 457.

[80] S.Th., II-II, q. 134, a. 3, ad. 2: «Et ideo omnis usus debitus pecuniae, cuius impedimentum tollit moderatio amoris pecuniae, pertinet ad liberalitatem».

[81] S.Th., II-II, q. 135, a. 2, co: «Parvo opponitur magnum. Parvum autem et magnum, ut dictum est, relative dicuntur. Sicut autem contingit sumptum esse parvum per comparationem ad opus, ita etiam contingit sumptum esse magnum in comparatione ad opus, ut scilicet excedat proportionem quae esse debet sumptus ad opus secundum regulam rationis».

[82] Cfr. S.Th., II-II, q. 135, a. 1, co.

[83] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, L. IV, lec. 7, n. 495.

[84] S.Th., II-II, q. 135, a. 1, co: «Magnificus igitur principaliter intendit magnitudinem operis, secundario intendit magnitudinem sumptus, quam non vitat, ut faciat magnum opus, (...). Parvificus autem e converso principaliter quidem intendit parvitatem sumptus, (...) ex consequenti autem intendit parvitatem operis, quam scilicet non recusat, dummodo parvum sumptum faciat. Unde philosophus dicit, ibidem, quod parvificus, maxima consumens in parvo, quod scilicet non vult expendere, bonum perdit, scilicet magnifici operis».

[85] S.Th., II-II, q. 135, a. 1, ad. 1: «Non enim dicitur parvificus qui parva moderatur, sed qui in moderando magna vel parva deficit a regula rationis. Et ideo habet vitii rationem».

[86] Ibidem, co: «Sic ergo patet quod parvificus deficit a proportione quae debet esse secundum rationem inter sumptum et opus. Defectus autem ab eo quod est secundum rationem, causat rationem vitii. Unde manifestum est quod parvificentia vitium est».

[87] S.Th., II-II, q. 135, a. 1, ad. 2: «Sicut dicit philosophus, “timor facit consiliativos”. Et ideo parvificus diligenter rationiis intendit: quia inordinate timet bonorum suorum consuptionem, etiam in minimis. Unde hoc non es laudabile, sed vitiosum et vituperabile: quia non dirigit affectum suum secundum rationem, sed potius rationis usum applicat ad inordinationem sui affectus».

[88] S.Th., II-II, q. 135, a. 1, ad. 3: «Sicut magnificus confvenit cum liberali in hoc quod prompte et delectabiliter pecunias emittit, ita etiam parvuificus conveint cum illiberali sive avaro in hoc quod cum tristitia et tarditate expensas facit. Differt autem in hoc quod illiberalitas attenditur circa communes sumptus: parvificentia autem circa magnos sumptus queos difficilius est facere. Et ideo minus vitium est parvificentia quam illiberalitas».

[89]Ibidem: «Quia neque est nociva proximo, neque est valde turpes».

[90] S.Th., II-II, q. 135, a. 2, co: «Parvo opponitur magnum. Parvum autem et magnum, ut dictum est, relative dicuntur. Sicut autem contingit sumptum esse parvum per comparationem ad opus, ita etiam contingit sumptum esse magnum in comparatione ad opus, ut scilicet excedat proportionem quae esse debet sumptus ad opus secundum regulam rationis. Unde manifestum est quod vitio parvificentiae, qua aliquis deficit a proportione debita expensarum ad opus, intendens minus expendere quam dignitas operis requirat, opponitur vitium quo aliquis dictam proportionem excedit, ut scilicet plus expendat quam sit operi proportionatum».

[91] Ibidem: «Et hoc vitium Graece quidem dicitur banausia, a furno dicta, quia videlicet ad modum ignis qui est in furno, omnia consumit, vel dicitur apirocalia, idest sine bono igne, quia ad modum ignis consumit non propter bonum».

[92] Sententia Libri Ethicorum, L. IV, lec. 7, n. 494: «Quia facit nuptialia convivia histrionibus et comoedis, idest repraesentatoribus multa tribuit et viam cooperit purpura, sicut faciunt megares qui erant quidam cives Graeciae».

[93] Ibidem: «Et omnia haec et similia facit, non propter aliquod bonum, sed solum ad ostentandum divitias, et propter hoc existimat quod in admiratione habeatur». 

Pio Santiago

 

Juan Ignacio Manglano Castellary

La autoconciencia de la propia grandeza

Relación con la temporalidad

Características prácticas


 

Estamos acostumbrados a escuchar esta expresión vivir a lo grande como sinónimo de actitudes derrochadoras, consumistas, que sugieren dispendios y no hacen gala precisamente de una excesiva preocupación social. En estas líneas, sin embargo, queremos reivindicar un modo moralmente correcto de vivir a lo grande, más aún, nos atreveríamos a decir moralmente necesario, y no es otro que la existencia del hombre que, siendo consciente de su grandeza originaria, decide comportarse de acuerdo con ella. De esa persona decimos que tiene un ánimo grande, que es magnánimo.

La magnanimidad no es un lujo. Los griegos la tuvieron en mucho, porque no era concebible ni el sabio ni el héroe sin una fuerte carga de megalopsychía. La Estoa también fijó su atención en esta virtud y, por encima de todos, Séneca supo contar admirablemente esta profunda disposición del alma humana: "nada le es tan adecuado a un hombre como la grandeza de ánimo" [1], o en otro lugar: "la naturaleza nos ha hecho magnánimos" [2]. Pero no habla para un reducido número de privilegiados: "La grandeza de ánimo se adecua a cualquier mortal, incluso a aquél por debajo del cual no existe nada" [3]. Por esto el filósofo cordobés puede poner la megalopsychía como la primera, la más hermosa [4], la más excelsa [5] de las virtudes que un hombre puede tener. Para Aristóteles, no sólo es virtud, sino algo más: "la magnanimidad es como un ornato de todas las virtudes" [6]. De donde se deduce también un estatuto especial; hablamos de una virtud cuya presencia, de algún modo, se requiere para que las demás lo sean. Esta peculiaridad de la grandeza de ánimo se explica si nos adentramos en su fundamento. El ánimo debe ser grande porque la persona humana, constitutiva y originariamente, lo es. Por eso hablamos de dignidad humana. Un dignidad que proviene de su capacidad de trascenderse, porque el que crece irrestrictamente es grande, y sobrepasa su propia naturaleza, para apuntar a una sobrenaturaleza: "Si el ser humano se encuentra consigo mismo, y se da cuenta de que tiene un principio o fundamento, entonces es que mira también hacia él, y tiene, por tanto, parte en él. Toda relación significa un cierto particular o hacer propio. Si el alma, en este sentido, tiene un cuerpo, tiene también un espíritu, aunque los dos modos de tenencia sean diversos. Se comprende así la antigua tradición, según la cual el ser humano está constituido por cuerpo, alma y espíritu. Tomás de Aquino insiste con frecuencia en la fórmula dual aristotélica —cuerpo y alma—, pero añade la salvedad de que el alma cumple dos funciones fundamentales: una "hacia" el cuerpo —determinante— y otra —no determinante— "hacia" el espíritu... En otros términos: el dualismo aristotélico —el hombre es el compuesto de cuerpo y alma— no es suficiente para explicar la realidad tan clara —incluso en la experiencia inmediata— de que el hombre es el ser que se trasciende a sí mismo, ni siquiera si se toma en cuenta la muy bella y profunda tesis aristotélica de la inclinación del hombre a un fin divino. El problema de esta última tesis es que, al final, o el ser humano no alcanza nunca propiamente a Dios, o se anula en El (...) La idea según la cual el hombre es el ser que se trasciende a sí mismo conduce a una peculiar dialéctica entre su condición natural o 'sobrenatural' que remonta, al menos, a Platón" [7].

Esta peculiar dialéctica tiene indudable importancia a la hora de comprender la grandeza del hombre. Como ha escrito el profesor Alvira: "Si consideramos a la naturaleza del hombre precisivamente, constituida por cuerpo y alma al modo de los otros seres vivos, entonces lo que llamamos su espíritu es sobrenatural, es decir, un añadido a la pura naturaleza que la perfecciona y eleva. Si tomamos, por el contrario, directamente y en bloque todo aquello que le constituye, entonces el espíritu es también parte de la naturaleza humana. Es natural para el hombre ser sobrenatural. En general y como queda dicho, el hecho de que el hombre se trasciende a sí mismo hace prácticamente inevitable su descripción como ser que unifica lo natural y lo sobrenatural. En la tradición cristiana con frecuencia se reserva la denominación sobrenatural para un don último y supremo de Dios al hombre, denominado gracia, y que le espiritualiza o diviniza de la forma más íntima, pero también fuera de esa tradición se puede hablar del carácter sobrenatural del hombre, aunque la referencia no sea exactamente igual (...) Es decir, el hombre es tanto más naturalmente hombre cuanto sobrenaturalmente lo es (...) Sólo los que se esfuerzan en vivir conformemente a lo mejor que hay en el ser humano se muestran como humanos, como personas con naturalidad humana" [8].

El sentido teleológico de la naturaleza, y la autotrascendencia, es decir, la capacidad de superar a la naturaleza y recogerla en cierta medida para sí mismo nos abren las puertas a la relación del hombre con el Absoluto: "Pero esta superación de sí mismo está basada en la constitución teleológica de la propia naturaleza, para la que valen los axiomas "omne ens est propter suam propriam operationem" y "omne agens agit propter finem". Pero el ultimus finisdel movimiento de todos los seres es "ut consequantur divinam similitudem" [9]. También esto puede leerse ya en Aristóteles. La methexis (la participación en lo eterno y divino) es el fin al que tienden todas las cosas y por el que hacen lo que su naturaleza les permite hacer [10]. Pero sólo del hombre puede decirse que "homo est finis totius generationis" [11], porque sólo él puede tematizar expresamente ese fin como su propio fin. Sólo el hombre, en la medida en que supera a la naturaleza, la recoge en cierta manera para sí mismo. Sólo a él se le hace manifiesto lo que la naturaleza es propiamente, porque sólo en la estructura de su libre querer se abandona la ambigüedad del como-sí, al aparecer como voluntad libre y como libre reconocimiento de un fundamento y un fin que no están puestos por él mismo" [12]. Estamos hablando del fin del hombre y por lo tanto de su naturaleza, y por esto alcanzamos a ver la grandeza de su dignidad: relacionarse con el Absoluto, y esa relación sólo se puede dar si esimago Dei: "La relación del hombre con lo absoluto no es la de un medio con respecto a un fin que se ha de realizar. El "Bien en sí" en el sentido de Platón y de la tradición judeo-cristiana, Dios, es desde siempre real y no necesita del hombre para realizarse. La relación con estefinis ultimus sólo puede ser la de la imagen, la de la representación. Pero en tanto que representación de lo absoluto, cada individuo es un fin en sí mismo y su dignidad completamente independiente de toda "función". Esa dignidad se funda en el carácter personal del hombre [13]. O con palabras de otro filósofo: "El carácter digno de la persona humana aparece como consecuencia de la condición de imagen de Dios (imago Dei) que tiene. La razón es que "siendo racional e intelectual es capaz de alcanzar de algún modo al mismo Verbo en su operación, esto es, conociéndole y amándole" [14]. Ser imago Dei es lo que otorga esa dignidad propia del hombre, pues "cuando decimos que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios, entendemos por imagen, como dice el Damasceno, un ser dotado de inteligencia, libre albedrío y dominio de sus propios actos" [15]... La dignidad del hombre es alta: desde la persona humana se transparenta la misma divinidad. La imagen lleva a lo significado: el hombre es metáfora de Dios, es una de sus principales huellas en la creación. El carácter platónico (o, mejor, agustiniano) del pensamiento tomista, probablemente aparece con su mayor fuerza en estas consideraciones" [16].

Este breve bosquejo de la grandeza engendradora de la dignidad humana nos coloca en disposición de apuntar una definición de la virtud de la magnanimidad como la capacidad de actuar de acuerdo a la autoconciencia de mi grandeza. Pieper, con su habitual lucidez, encierra de algún modo la magnanimidad en la antigua sentencia "nobleza obliga". Efectivamente, el magnánimo es quien actúa obligado —dulcemente forzado— por la nobleza de su alta dignidad; o sea, por la nobleza de ser imago Dei, —o en términos más elevados aún- por la nobleza de ser hijos de Dios [17].

Así las cosas, el peso y la omnipresencia de la magnanimidad en la conducta humana es muy fuerte o, al menos, debería serio para que la conducta fuera con todas las de la ley, verdaderamente humana. Y esta poderosa influencia se revela al estudiar la relación que la grandeza de ánimo posee respecto a las grandes virtudes humanas y cristianas. Puede seguirse la huella de esta implicación a través del concepto filosófico del tiempo. "La virtud es un saber, y no hay saber sin memoria, sin retención del pasado. Pero, al mismo tiempo, toda virtud nos permite dominar el futuro, saber cómo tenemos que actuar. De este modo, la virtud es una síntesis del tiempo. Una síntesis... y algo más. Porque, como quedó dicho antes, la síntesis transciende al tiempo. El virtuoso está por encima del tiempo, lo domina en general" [18]. También la grandeza del hombre, su capacidad de trascender sobrepasa el tiempo, y con él lo más típicamente humano: su limitación, su estar en un espacio y un tiempo determinado.

Esto nos permite relacionar la grandeza de ánimo —saber su dignidad y obrar lo grande en toda virtud relacionándose con el Absoluto— con las virtudes fundamentales por las que el hombre se relaciona con lo más Grande: fe, esperanza, caridad y humildad. Con palabras de Séneca: "Pero 'si alguien tiene en su cuerpo virtud e intrepidez', ése iguala a los dioses, tiende hacia ellos consciente de su origenúa con imprudencia al esforzarse por escalar el lugar del que había descendido. Pues, ¿qué te impide pensar que existe algún destello divino en quien es parte de la divinidad?.. Nuestra alma tiene la capacidad y se eleva hasta Dios, si los vicios no la envilecen. Como nuestro cuerpo por su complexión anda erguido y mira al cielo, así el alma, que puede extenderse cuanto quiera, ha sido modelada por la naturaleza para querer lo mismo que los dioses; y, si utiliza sus propias fuerzas y avanzá por el espacio que le corresponde, se esfuerza en llegar a la cumbre por el camino adecuado" [19].

Por eso el magnánimo tiene la virtud de la fe, porque al trascender al tiempo, lo vence: "¿Quién es por ejemplo, según el cristianismo, el que tiene la virtud de la fe? El que sabe cuál es su pasado fundamental -Oios- y el que está convencido de que ningún avatar futuro le podrá apartar de Él. Por esa razón, San Juan dice que la fe vence al mundo (loh. 1, 5-4) es decir, que vence al tiempo, o sea, que me instala en la eternidad" [20].

Pero el tiempo es tridimensional: "En cada ser material y particularmente en el ser vivo, deben existir tres dimensiones efectivas y diversas, responsables respectivamente de la intensidad energética, de su medida o forma rítmica, y de su capacidad retentiva o de duración. El tiempo es tridimensional" [21]. Y por esto quiero relacionar la magnanimidad —el saberme imago Deiy capaz de obrar lo más grande en la virtud—, con la capacidad de trascender el tiempo. Lo que me lleva a hacer cosas grandes en las virtudes que relacionan al hombre con la divinidad, la plena conciencia de mi ser imago Dei, me hace también ser consciente de mi capacidad de trascender el tiempo, de instalarme en la eternidad, de estar en y por encima de cada una de esas dimensiones del tiempo, responsables de esos 'momentos' de la vida humano-divina.

En primer lugar, la dimensión de la intensidad energética, origen o juventud, me relaciona la magnanimidad con la esperanza: "Por la esperanza, el hombre, 'con el corazón inquieto', se esfuerza en confiada espera para alcanzar el bonum arduum futurum hacia el penoso 'aún no' de la plenitud, tanto natural como sobrenatural" [22]. Por eso "el ímpetu auténtico de la esperanza natural desemboca, después de recibir su forma, en la virtud de la magnanimidad... Así pues, la magnanimidad se apodera del impulso de la esperanza natural y lo conforma con arreglo a la realidad del ser humano. La grandeza de ánimo es, como dice Santo Tomás siguiendo a Aristóteles, 'el ornato de todas las virtudes' [23], pues en el terreno de lo ético se decide siempre por la más grande posibilidad del poder ser, y es hermoso pensar que de este modo todas las grandes virtudes son llevadas por una corriente que ha tomado sobre sí y ha conservado la resuelta inquietud de nuestra esperanza natural" [24].

Y esa intensidad energética es la típica del origen, de la juventud. Por eso "la figura del joven es el símbolo eterno de la esperanza, lo mismo que lo es de la grandeza de ánimo" [25]. Estamos hablando de cómo el magnánimo trasciende el tiempo y de esto nos habla con la juventud que la esperanza sobrenatural da al hombre: "La juventud que la esperanza sobrenatural da al hombre afecta al ser humano de una forma mucho más profunda que la juventud natural. La juventud fundada en lo sobrenatural, pero que repercute muy visiblemente en lo natural del cristiano que espera, vive de una raíz soterrada en una zona del ser humano a la que no alcanzan las fuerzas de la esperanza natural. Pues la juventud sobrenatural deriva de la participación en la vida divina, que nos es más íntima y próxima que nosotros mismos" [26]. De la autoconciencia de su dignidad, de su participación en la vida divina, saca la intensidad energética que le lleva a obrar lo grande en todas las virtudes y alcanzar el bien arduo propio de la esperanza, trascendiendo el 'todavía no'.

"Pasamos al segundo momento: el 'medio', 'tiempo y medida'. Podemos, desde luego, concebir el tiempo como un continuo, pero no sólo como un continuo... Ahora bien, si en el tiempo hay necesariamente rupturas, ellas son constitutivas, y, si se puede hablar así, el tiempo procede a golpes, a pasos...Se dice, entonces, que en todo caso el golpe de tiempo abre o crea un espacio, pero que, en primer lugar, es el dinamismo temporal el que lo realiza y, en segundo lugar, se trata de un 'espacio de tiempo" [27]. Todo esto nos habla de la limitación del hombre, de sus coordenadas espacio temporales, y por lo tanto de aquello que más cuesta trascender, e incluso entender: sus ansias de grandeza y su limitación. Con palabras de Séneca: "La parte principal del hombre es la virtud misma, a ésta se le añade la carne nociva y floja, sólo capaz de recibir los alimentos, según expresión de Posidonio. Esta virtud divina va a terminar en sustancia viscosa y a su parte más noble, venerable y celeste, se le adhiere un animal perezoso y endeble... ¿Por qué, pues, quien empezó a resbalar por la pendiente podrá detenerse en un punto determinado? La fuerza que le impide rodar hasta el fondo, lo retiene en la cumbre. ¿Por qué la felicidad no puede ser destruida? Es que ni siquiera puede disminuir, y así la virtud se basta por sí misma para alcanzarla... ¿Qué es lo principal en la virtud? Que no tiene necesidad del futuro y no echa cuenta de sus días. En el tiempo que quiera, por breve que sea, llega a la plenitud de los bienes eternos" [28]. Aquí nos parece encontrar la relación de la magnanimidad —de los deseos de grandeza— con la humildad.

Si el profesor Alvira define las relaciones de espacio y tiempo como: "la simultaneidad del tiempo es el espacio y la variabilidad del espacio es el tiempo", el profesor Pieper dice "Para que se entienda por dónde va el camino de la verdadera humildad hay que percatarse de que no sólo no es contraria a la magnanimidad [29], sino que es su hermana gemela y compañera; ambas están a mitad de camino, igualmente distantes de la soberbia y de la pusilanimidad" [30-31]. Y más adelante: "Y advertiremos también que la frase de que la humildad y la magnanimidad no se contradicen tiene su parte de aviso y de toque de atención para que no se desvirtúe el contenido de la humildad. Si esta virtud fuera en algún caso demasiado débil y estrecha para soportar la convivencia con esa tensión interna que lleva consigo la magnanimidad, no sería auténtica humildad" [32].

Profundizando más en este paralelismo, podemos llegar a identificar las relaciones entre ambas parejas de conceptos: "Se entiende por tiempo una realidad cuyos elementos no son simultáneos, mientras que el espacio es lo contrario: se constituye sólo si sus extremos son simultáneos, y de otro modo no existe nunca propiamente. El espacio puro es la anulación del tiempo y el tiempo puro es la anulación del espacio. El pensamiento clásico, que insistía en la realidad de Dios y lo eterno, primaba por ello —muy netamente— el espacio sobre el tiempo, y subordinaba a éste, convirtiéndolo implícitamente en espacio o minimizando su modo de ser. El pensamiento más reciente, por el contrario, al insistir en el carácter material y evolutivo de la realidad, prima el tiempo, y subordina el espacio, convirtiéndolo en una cierta dimensión de lo temporal" [33]. Y de una manera que recuerda a lo que hemos dicho sobre humildad-magnanimidad, añade: "Tampoco me parece adecuada la posición de autores de tradición idealista, según la cual y en las diferentes versiones, tiempo y eternidad —o sea, espacio—, son dos caras de una misma moneda" [34].

Y acaba llegando a una definición de espacio y tiempo que queremos subrayar: "Así pues, se puede proponer que sí se da la simultaneidad y que ella es -como ya quedó apuntado antes- el espacio mismo. El espacio puro es la anulación del tiempo puro, y viceversa. Dado que la anulación es esencial, o según definición y forma, pero no existencial, lo que se da de hecho es simple:

—la simultaneidad del tiempo es el espacio

—la variabilidad del espacio es el tiempo" [35].

Y llevándolo a la 'doble virtud' humildad y magnanimidad, que como hemos dicho son un sabery un poder, por ser virtudes, parafrasearíamos la sentencia, y nos saldría una definición que nos parece acertada, y que habla de las relaciones entre ambas virtudes:

—El saber de la magnanimidad es la humildad

—El poder de la humildad es la magnanimidad.

"En su relación, por último, con el término o fin, el tiempo se presenta como duración. No es que la duración sea el fin primero objetivo y 'consciente' al que tiende toda la realidad, ni que la duración, en cuanto mantenimiento en el ser, sea el término del desarrollo vital o real. Lo que se quiere decir es que la duración es el fin y el término del tiempo" [36]. Y esto nos relaciona la magnanimidad con el amor, con la caridad, con la falta de 'envejecimiento'. Como decíamos unas páginas más adelante 'el hombre es el ser que sólo es él mismo cuando se trasciende a sí mismo', cuando se da, porque ama, porque trasciende el espacio-tiempo, por eso el que ama es siempre joven, participa de la eternidad del Dios al que ama: "El envejecimiento es el cambio de la función vital del pasado. Este pasa de estar perfectamente integrado en el presente, de vivificarle como reserva activa, a reduplicarse, es decir, a serpasado en cuanto pasado...

"No hay que confundirse, aunque la afirmación parezca un juego de palabras. El pasado en cuanto pasado es también presente, pero, precisamente no en cuanto savia vivificante, sino en cuanto pasado... La muerte es el momento en el cual el presente de un ser ya sólo es su pasado en cuanto pasado. Ya nada puede variar... Por eso la muerte ha sido considerada siempre en relación con la eternidad, en la medida en que ésta supone una consideración extática o 'espacial'. Y por ello también si la eternidad ha de ser considerada como 'vida eterna', tiene que serio no como negación del tiempo, sino como negación del envejecimiento.El tiempo que no envejece es compatible con la eternidad" [37]. Ese tiempo que no envejece, ese tiempo que se trasciende como virtud es el que se emplea contemplando —un saber— y queriendo —un obrar cosas grandes— al Absoluto y a su imagen en el prójimo. Ese es el magnánimo, el sabio, que contemplando descubre a Dios, al Absoluto y lo considera Padre amable: "Mas, si queremos, puede surgir la luz. Ahora bien, es posible de una sola forma: si hemos adquirido la ciencia de las cosas divinas y humanas, si no sólo nos teñimos externamente sino que nos impregnamos de ella, si volvemos a meditar, por más que las sepamos, las verdades aprendidas y las aplicamos a menudo a nuestra persona, si indagamos lo que es bueno y lo que es malo y a qué se le ha atribuido falsamente este nombre, si indagamos acerca de la virtud y del vicio y acerca de la Providencia... Todo lo que debía ser bueno para nosotros Dios, nuestro padre, nos lo ha puesto muy cerca, no ha esperado nuestra búsqueda y nos lo ha dado espontáneamente" [38].

Estas rápidas consideraciones acerca de la articulación, a través del tiempo, entre magnanimidad y virtudes nos abre paso a una nueva reflexión. ¿Cómo describir la conducta del hombre que actúa según su grandeza? En esta especie de descripción fenomenológica delobrar magnánimo destacan tres características de gran importancia práctica para la vida del hombre, y de una gran belleza: el entusiasmo, la tenacidad y el desprendimiento. En esta triple articulación se encierra la historia de la conducta magnánima. Toda acción que procede de la grandeza de ánimo comienza por el entusiasmo. Si no hay ilusión en la empresa que se va a realizar, si no hay fe en que se llevará a término, si no hay gusto y juventud de espíritu, el que actúa no es magnánimo. "Te confesaré en que disposición de ánimo me encuentro —escribe Séneca a Lucilio— cuando le voy leyendo: me complazco en retar toda adversidad" [39]; o en otro lugar: "el auténtico sabio está rebosante de gozo, jovial, tranquilo, inconmovible: vive con los dioses como un igual" [40]. Mas no es magnánimo sólo quien comienza de manera tan resuelta y garbosa. Si abandonara con el paso del tiempo a causa de la dificultad de la empresa, sería un pusilánime. El ánimo grande es tenaz: el virtuoso "era siempre idéntico, en toda acción igual a sí mismo, bueno no ya por sus designios, sino que por sus hábitos había llegado a tal disposición que no sólo podía obrar el bien, sino que no podía obrar más que el bien" [41].

El corolario de estas dos características imprescindibles en el magnánimo es lo que podríamos denominar desprendimiento. Es propio de la grandeza de ánimo, una vez alcanzada la meta de la acción que se emprendió con entusiasmo y se prosiguió con tenacidad, no apropiársela, en el sentido en que justamente hace el orgulloso. Las consideraciones que Séneca hace a su madre a propósito de su destierro ponen de manifiesto esta idea: "es una concesión estúpida dejarse invadir por un dolor sin límites cuando has perdido a alguien de tus seres más queridos, y una dureza inhumana el no sentir ninguno; lo mejor es el equilibrio entre el cariño y la razón, sentir añoranza y controlarla" [42].

Otras características que completan el estilo del magnánimo han sido profusamente tratadas por Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. En su Ética a Nicómaco y en el comentario del Aquinate encontramos un precioso retrato del 'estilo del magnánimo'. El que es grande de ánimo hace el bien, reparte lo propio, devuelve más de lo que recibe, manifiesta siempre la verdad, no se queja, se preocupa más de la verdad que de la opinión, estima en poco el poder y las riquezas, no se gloria del testimonio y de la alabanza de los demás…[43].

Queremos devolver a la grandeza de ánimo su estatuto auténtico, el que Aristóteles llamaba "ornato de todas las virtudes" [44], o cómo decía del magnánimo: "la grandeza en todas las virtudes parece ser propia del magnánimo" [45]. No se trata de un lugar preeminente —más si tenemos claro el sentido unitario de la virtud—, sino de darle una importancia que tiene, pues "gracias a la magnanimidad todas las virtudes se hacen más grandes... crecen las virtudes" [46]. Opinamos que a la sociedad actual le hace falta recuperar el sentido de esta gran virtud, para huir de la mezquindad que ahora en buena parte le caracteriza. Escasas advertencias se han hecho en este sentido. Y entre esas pocas, la de Gauthier: "Es pues hoy una tarea urgente la de devolver a la virtud de la magnanimidad, tal y como la ha enseñado Santo Tomás, su lugar en la espiritualidad cristiana, y especialmente en la espiritualidad del laicado cristiano" [47]. Y esta monografía, la única que hemos encontrado sobre esta virtud en el siglo XX, acaba diciendo: "Hay que enseñar a los laicos cristianos un fuerte entusiasmo —pues tal es el nombre moderno de la pasión de la esperanza— por las tareas humanas a las cuales ellos están entregados, y que son grandes, y así aprendan el sentido de la iniciativa, la energía en el esfuerzo y sobre todo la confianza en su fuerza como hombre, y, en consecuencia, la confianza en las técnicas humanas que, al servicio de la fuerza del hombre, son capaces de asegurar el éxito de las tareas humanas. La virtud de la magnanimidad forjará en la sociedad moderna el tipo de hombre que ella necesita. Cuando este tipo de hombre cristiano se generalice, el problema de la grandeza, resuelto en principio por Santo Tomás, estará resuelto de hecho" [48].

¿No será esta —la poca acertada valoración de la dignidad del hombre, imago Dei, su nula conciencia de su grandeza, la falta de obras grandes que se proponga el hombre grande— la causa del mal que expone André Frossard en su análisis de la sociedad actual?: "En las misteriosas alturas del espíritu, en fin, nadie puede decir cómo y por qué se toman, de un milenio a otro, las decisiones que orientan a la humanidad entera haciéndola cambiar bruscamente de rumbo 'como un enjambre de abejas en medio del campo', sin que ella misma tenga conciencia de su mudanza. De este modo, la humanidad —y ahí se encierra el secreto de la historia— se acerca a Dios o le vuelve la espalda. En estos momentos, se aleja de Él hacia la nada a la velocidad de la luz" [49]. Aunque el diagnóstico no es ajeno a una cierta dramaticidad, no deja de ser —en lo esencial— verdadero. Y lo que pretendemos subrayar aquí es que las desventuras de la sociedad posmoderna, fundida en el crisol de lo cutre, son deudoras de este alejamiento de lo Grande que desdibuja en el hombre su imagen.

El paisaje de un mundo sin grandeza es una mala caricatura de la creación, una deformada representación del kosmos. La sociedad contemporánea, forjada en el crisol de la modernidad ilustrada, da la impresión de que ha sucumbido paradójicamente al pragmatismo y a la mezquindad. Me parece indudable que el mundo tiene hoy —quizá más que nunca— una urgente necesidad de saciar su sed de Dios. Pero esto, desde un punto de vista antropológico, es tanto como decir que la sociedad clama por el efectivo asentamiento de la grandeza de ánimo en el corazón de los hombres. La máxima muestra del amor de Dios por los hombres es haberles dado una grandeza que sólo define adecuadamente su condición de imagen y su condición de hijos. La tarea de los hombres, la prueba definitiva de su amor de correspondencia, es que vivan magnánimamente, o sea, de acuerdo a su original grandeza y dignidad. De este modo el mundo será grande y no pequeño, será elegante y no zafio, será bueno y no malo, será armonioso y no caótico, será práctico y no pragmático, será bello y no feo. Sólo los hombres magnánimos —con su obrar y con su estilo- conseguirán que el mundo no sea un infierno, sino un trasunto del Cielo.

[1] Los títulos intermedios no son del autor; han sido añadidos al preparar la edición (N. E.) SÉNECA, De clementia, libro 11, 5,4-5. Contenido en el libro Diálogos, Techos, Madrid 1986.

[2] SÉNECA, Cartas morales a Lucilio, 104,23, Gredas, Madrid 1994.

[3] SÉNECA, De clementia, libro 1,5,3, O.c.

[4] SÉNECA, De constantia sapientis, 11,1. Contenido en Diálogos, Tecnos, Madrid 1986

[5] SÉNECA, Cartas morales a Lucilio, 115,3.

[6] ARISTÓTELES, Ética Nicomáquea, Gredas, Madrid 1998, 1124 a 2

[7] ALVI RA, R., La razón de ser hombre, Rialp, Madrid 1998, pp. 109-110.

[8] ALVIRA, R., Ibid., pp. 112-113.

[9] TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, 111,22, BAC, Madrid 1967.

[10] ARISTÓTELES, De anima, 415 b, o.c.

[11] TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, 111,22, o.c.

[12] SPAEMANN, R., Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid 1989, pp. 41-42.

[13] Ibid., pp. 49.

[14] TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 4, a. 1. BAC, Madrid 1994.

[15] Ibid., I-II, pral.

[16] ARANGUREN, J., Resistir en el bien, Eunsa, Pamplona 2000, pp. 95-96.

[17] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1990, p. 395.

[18] ALVIRA, R., Filosofía de la vida cotidiana, Rialp, Madrid 2001, pp. 81-82.

[19] SÉNECA, Cartas morales a Lucilio, 92,10.

[20] ALVIRA, R., Filosofía de la vida cotidiana, o.c., p. 82.

[21] ALVIRA, R., "El sentido del tiempo y la integración psico-física",en Anuario filosófico 1997 (30), p. 349.

[22] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, o.c., p. 377. Pensamos que debe haber un defecto de traducción, y cambiaríamos el adjetivo 'penoso', por 'ansiado' que nos parece refleja más el espíritu del autor.

[23] TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II, II, q. 129, art. 4, ad. 3.

[24] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, a.c., p. 378.

[25] Ibid., pp. 386.

[26] Ibid., pp. 387.

[27] ALVIRA, R., "El sentido del tiempo y la integración psico-física", a.c., p. 340.

[28] SÉNECA, Epistolas morales a Lucilio, 92, 10,23 y 25.

[29] TOMAS DE AQUINO, S. Th., II,II, q. 162, art. 1, ad. 3.

[30] Ibid.

[31] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, a.c., pp. 277.

[32] Ibid., pp. 278.

[33] ALVIRA, R., "El sentido del tiempo y la integración psico-física", a.c., p. 340-341.

[34] Ibid.

[35] Ibid., pp. 347.

[36] Ibid., p. 343.

[37] Ibid., pp. 347-348.

[38] SÉNECA, Cartas morales a Lucilio, 110, 8 y 10.

[39] SÉNECA, Cartas morales a Lucílío, 64, 5.

[40] Ibíd., 59,14.

[41] Ibíd., 120,10.

[42] SÉNECA, Consolación a Helvía, 16,1. Contenido en Díálogos, o.c.

[43] ARISTÓTELES, Étíca Nícomáquea, 1124 a 5 - 1125 a 35. TOMÁS DE AQUINO, Suma teológíca, q. 129, art. 4, 2; q. 132, art.2, 1; y Comentarío a la Ética a   Nicómaco de Aristóteles,lecciones X, XI Y XII.

[44] ARISTÓTELES, Ética Nicomáquea. 1124 a 2.

[45] Ibid., 1123 b 31-32.

[46] TOMÁS DE AQUINO, Comentarío a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, Eunsa, Pamplona 2000, lección VIII, n. 511.

[47] GAUTHIER, R.A., Magnanimité, J. Vrin, Paris 1951, p. 497.

[48] Ibid.

[49] FROSSARD, A., Preguntas sobre el hombre, Rialp, Madrid 1994, p. 139-140.

Pio Santiago

Francisco José Marín-Porgueres. Facultad de Teología. Universidad de Navarra

 Publicado en: Studia Moralia – Vol. 45 / 2, 2007

Índice:

Magnanimidad y fortaleza

Magnanimidad y humildad

La magnanimidad como premio

Una posible sugerencia

La clasificación de las virtudes
La magnanimidad, virtud general
La magnanimidad para amar
 

Son muchos los estudios acerca de la virtud en santo Tomás y, en concreto, de la virtud de la magnanimidad[1]. Mi pretensión con este trabajo era inicialmente recorrer la cuestión 129 de la II-II, donde trata de esta virtud santo Tomás. Pero en el transcurso de su estudio, me he encontrado con una dificultad, a la que habría que dar respuesta con anterioridad para entender mejor esta virtud. Conforme iba avanzando en el estudio, me daba cuenta que la clasificación de las virtudes que presupone santo Tomás —clasificación clásica en el pensamiento cristiano— no terminaba de cuadrar, para entender la virtud de la magnanimidad. Así que mi interés, sin perder de vista la magnanimidad, fue orientándose poco a poco hacia la cuestión de la clasificación de las virtudes. De esta forma, a lo largo de este trabajo, irán apareciendo una serie de sugerencias, que nos ayudarán a entender mejor las virtudes y, en concreto, esta de la magnanimidad.

Magnanimidad y fortaleza

Santo Tomás estudia la magnanimidad como una de las partes de la virtud cardinal de la fortaleza. Junto a la magnanimidad, que es la primera que trata, estudiará también como partes de la fortaleza: la magnificencia, la paciencia y la perseverancia.

Para santo Tomás, el acto propio de la virtud de la magnanimidad es aquel que aspira a lo grande. Es decir, el que hace un uso óptimo de la materia del acto. La materia puede ser una cosa pequeña, y en este caso el acto es grande de forma relativa. Si la materia es algo óptimo y se hace de ella un uso óptimo, el acto es grande absolutamente. De aquí se deduce que la magnanimidad es aspirar al uso óptimo de la materia de los actos, sean grandes o pequeños. Pero a lo más grande que puede aspirar el hombre, afirma santo Tomás, es al honor[2].

Aspirar a los grandes honores  tiene que ver, según santo Tomás, con los actos absolutamente difíciles, considerando así la magnanimidad como parte de la virtud de la fortaleza. Sin embargo, así lo creo, no parece que la magnanimidad sea parte de la fortaleza, sino al revés. Se le podría objetar al Aquinate  que es más bien la fortaleza la que es parte de la magnanimidad; pues si ésta es aspirar a los grandes honores, la fortaleza es la virtud que nos ayuda a alcanzarlos.

Retomemos a santo Tomás. Distingue en la virtud la materia de su acto, y el propio acto, que consiste en el uso debido de la materia. La materia del acto propio de la magnanimidad son los actos que realiza el hombre, y el acto propio es aspirar a los grandes honores en ellos, es decir, hacer un uso óptimo de la materia.

Según esto, se debería entender que la materia de su acto no es otra cosa que los actos del resto de las virtudes. Evidentemente, la más implicada podría ser la fortaleza, pues alcanzar y mantenerse en los grandes honores, a los que aspira en el ejercicio de las virtudes,  requiere esfuerzo.

Aclaremos un poco más. El acto propio de la magnanimidad es aspirar a los grandes honores[3]. Ahora bien, uno se podría preguntar: ¿qué es aspirar? Aspirar es mover el corazón a desear. ¿Cómo se hace realidad ese deseo? Cuando la magnanimidad mueve a la voluntad para que en sus actos (virtudes) —o más bien, por sus actos— se alcancen los grandes honores, o se manifiesten.

La magnanimidad sería, como la humildad y la prudencia, un hábito que tiene que ver tanto con el intelecto (con el conocer), como con la voluntad. La magnanimidad se entiende mejor como virtud más cercana a la prudencia, que como parte de la fortaleza. Lo mismo acontece con la humildad; la sacaría de la virtud de la templanza y la situaría con la magnanimidad en un grupo de hábitos que tienen que ver con el conocer, y presentan una vertiente práctica.

La clasificación de las virtudes puede parecer una cuestión de especialistas y que, en la práctica, lo que cuenta es saber cuáles son las virtudes y cómo crecer en ellas. Así que una discusión sobre la clasificación de las virtudes se puede considerar algo superfluo o, por lo menos, no prioritario. Pero es más importante de lo que parece, pues de cómo clasifique las virtudes dependerá cómo las entienda en su conjunto, y se podrán decir más cosas de ellas; y se podrán poner en práctica antes, más, y mejor. Me da la impresión de que santo Tomás, al situar la virtud de la magnanimidad como parte de la virtud de la fortaleza, dice algo de ella pero, paradójicamente, la empequeñece.

Santo Tomás considera como propio de la magnanimidad el honor, pero en cuanto que tiene razón de grande o arduo[4]. Esto es decir algo, y algo importante, pero no todo. Entonces cuando el honor no tiene que ver con lo arduo, ¿no acontece la magnanimidad? ¿Lo grande tiene que ver siempre con lo arduo? ¿Puede haber grandes honores que no requieran grandes esfuerzos el aspirar a ellos? Habría que determinar si es primero la fortaleza; o si primero es la magnanimidad que, en un segundo momento, requiere de la fortaleza para alcanzar los grandes honores.

Al relacionar la magnanimidad con la humildad, parece considerar los grandes honores, como aquellos que recibimos de otras personas[5]. Efectivamente, cuando los grandes honores se consideran un fin en sí mismos, entonces acontece el megalómano vanidoso. Hay que aspirar, por tanto, a los grandes honores, pero sin tener gran estima por éstos.

Sin embargo, a mi modo de ver, existe un gran honor que nos constituye ante Dios y ante los demás, y que consiste en la filiación divina, la imagen de Dios en cada uno de nosotros. Por este don (honor, regalo) sí hay que tener estima, sabiendo que a la vez nos constituye y nos es dado. De ahí que no quepa vanagloriarse de la imagen de Dios que es cada persona, sino que la actitud propia es la de reflejarla es nuestras obras, encarnarla en nuestra vida.

Los grandes honores son el objeto de la magnanimidad, pero el honor por excelencia es la imagen de Dios que nos es dada, que nos constituye como seres ante Dios y ante el mundo. Somos criaturas llamadas a responder libremente a este don. En esta respuesta libre entran en juego las virtudes. En primer lugar la humildad y la magnanimidad; es decir,reconocer la dependencia, y conjugarla con la grandeza de la imagen. El término conjugar tiene que ver con la dinámica del resto de virtudes morales.

Para santo Tomás, sin embargo, lo difícil y lo grande es lo mismo. Pero, si es lo mismo ¿por qué distinguirlo? Parece dar a entender que la magnanimidad es lo mismo que la fortaleza, pero para cosas grandes. Aunque pertenece a las virtudes en general el versar sobre lo difícil y bueno[6].

Al hablar de lo difícil lo refiere a la razón por un lado (y afecta a las virtudes intelectuales y a la justicia), y a la materia por otro (se da en las virtudes morales, que tratan de las pasiones). Aquí se considera con Dionisio que las pasiones luchan contra la razón. Entre estas pasiones que se oponen a la razón fuertemente, sitúa el apetito por el dinero y el honor. Aquí es donde habla de las virtudes que cita Aristóteles en su libro IV: liberalidad, magnificencia, virtud sin nombre, y magnanimidad. Y concluye afirmando que la magnanimidad tiene por objeto los grandes honores.

Santo Tomás parece considerar los honores como referidos a los que vienen de los hombres. Por eso es un peligro aspirar a los grandes honores, pues se puede caer fácilmente en soberbia. El planteamiento de santo Tomás se mueve, en cierto sentido, en el mismo plano que el de Aristóteles; pues los honores a los que aspira el hombre magnánimo son los que recibe de otros hombres. Honores que serán merecidos por su vida virtuosa, y más si ésta le lleva a realizar grandes empresas[7].

Pero el núcleo de la virtud de la magnanimidad no está en gozarse en los grandes honores (y menos si vienen de los hombres), sino en aspirar a realizar grandes empresas. Cómo sabe cuáles son las grandes empresas, y con qué fuerza va a realizarlas, es otro asunto. Como consecuencia, pueden llegar los honores por parte de los hombres, pero el único que recompensa adecuadamente es Dios.

Es más, tampoco se trata de la recompensa que Dios pueda otorgar a la persona magnánima —y en esto estaría el honor y la gloria de esa persona—, sino que la persona magnánima descubre, por así decirlo, la gloria que le tributa la Trinidad en la medida en que descubre en ella su imagen y semejanza. Sólo por esto, toda persona merece respeto y posee una dignidad absoluta. Pero esto es adelantar conclusiones.

Lo que está claro es que hay que continuar a Aristóteles y al Aquinate. Salir del plano de los honores humanos —que hace que pueda parecer incompatible en una persona la humildad y la magnanimidad—, y acercarse al estudio de la virtud de la magnanimidad desde otro enfoque o planteamiento.

Al responder a la cuestión de si la magnanimidad es una virtud, santo Tomás afirma “es propio de la virtud humana conservar en las cosas humanas el bien de la razón, que es el bien propio del hombre. Entre las cosas exteriores al hombre, ocupan el primer puesto, como hemos dicho, los honores. Por consiguiente, la magnanimidad, que impone a los grandes honores el modo racional, es virtud”[8].

De los bienes que la razón presenta a la voluntad como buenos, ocupan un primer puesto los grandes honores. Esto tiene que ver con la percepción que se tiene de la virtud de la magnanimidad como ornato de todas las virtudes. Pero ¿cómo conjugar la grandeza de los honores con el medius rationem de la virtud? Efectivamente, el magnánimo tiende a la grandeza, pero según el orden de la razón, y pretendiendo sólo aquello de lo cual se cree digno[9].

Algunos podrían objetar que la magnanimidad no es una virtud porque se pueden dar otras sin que el virtuoso sea magnánimo. Y como las virtudes están conectadas, la magnanimidad no es una virtud. Pero la conexión entre las virtudes no se da en los actos, sino que todas las virtudes están conectadas porque se dan conjuntamente en el alma. De esta forma, el que posee el hábito de la magnanimidad, lo podrá ejercer si la situación así lo exige[10].

¿Cuando lo exige la situación? Pienso que cuando entre en juego un valor en sí mismo, un valor absoluto (la dignidad de la persona humana, y la llamada de Dios). Ya sea para preservar un valor en sí mismo (la dignidad de la persona), como para crecer en el sentido vocacional de mi existencia, necesito realizar obras grandes. En otras palabras, el peligro de perder un valor absoluto, y el descubrimiento de mi vocación (de mi persona, tal y como me conoce Dios) me llevan a realizar obras grandes.

¿Por qué la persona humana tiende a las cosas grandes? Porque al descubrir la verdad de su ser —gracias a la humildad— descubre, a la vez, su dependencia de Dios y la grandeza y honor de esa dependencia. Alcanza el ser personal como amor donal, como un continuo crecimiento en el conocer y en el amar, en la entrega amorosa. Por esto, el primer principio de la ética —según algunos autores[11]— no es haz el bien y evita el mal, sino haz el bien, lo mejor.

Magnanimidad y humildad

En una de las objeciones, se afirma que la magnanimidad se opone a la humildad, y se cita al filósofo en su libro IV de la ética, ya que el magnánimo se cree merecedor de grandes cosas y desprecia a los demás.

Santo Tomás afirma que en el hombre hay algo que es de Dios, y es lo que le hace grande y aspirar a la excelencia en la virtud; y en esto consiste la magnanimidad. Pero la humildad le sirve al hombre para tenerse en poca cosa al considerar sus defectos. De esta forma, la magnanimidad desprecia a los demás por no tener los dones de Dios. Por la humildad, sin embargo, es capaz de estimar a los demás, en quienes reconoce algo de los dones de Dios[12].

En un comentario a estas palabras del Aquinate leemos: “Así como el humilde siente bajamente de sí mismo en razón de su propia deficiencia, y siente altamente de los demás por lo que tienen de donación divina, así el magnánimo procura dignificarse con los dones de Dios y menosprecia a los que vanamente se magnifican sin motivo”[13].

Aquí se encuentra algo que está en el núcleo de la cuestión de la magnanimidad cristiana.

Santo Tomás está considerando la virtud de la magnanimidad como parte de la virtud de la fortaleza, y la virtud de la humildad como parte de la virtud de la templanza. Con esto se dice algo de estas virtudes, pero uno se queda corto, no lo dice todo. Y se puede dar lugar a objeciones de peso.

Se le podría objetar al Aquinate que limita la virtud de la humildad a un desprecio propio, o ajeno, por razón de la ausencia de estos dones divinos, o por la presencia de defectos, confundiendo la humildad con la humillación. Pero nada más lejos de la intención del Aquinate; como se hace evidente al estudiar el conjunto de toda su enseñanza.

Sobre la relación entre la virtud de la humildad y la magnanimidad, San Alberto se pregunta si la magnanimidad es una virtud separada de la fortaleza[14]. Después de algunas objeciones que defienden que la magnanimidad está unida a la fortaleza, San Alberto afirma:


Solutio: Dicendum, quod magnanimitas est virtus specialis separata a fortitudine et temperatia, tamen magis convenit cum fortitudine, quia cum ipsa congiungitur in eadem potentia, scilicet irascibili, sed a temperate separatur etiam in quantum ad potentiam.

Esto es interesante, pues más tarde santo Tomás tratará de la humildad en la templanza y de la magnanimidad en la fortaleza. Quizá la razón sea el eadem potentia, del que habla san Alberto.

Si la humildad se entiende como andar en verdad, como transparencia, como el hábito gracias al cual me alcanzo como persona, y alcanzo la verdad de mi ser personal. Descubro entonces, y a la vez, mi grandeza y mi miseria. Pero esto tampoco es así del todo, porque la miseria es consecuencia del pecado original, y al principio no fue así. Lo que alcanzo con la virtud de la humildad es la verdad sobre mi ser personal, mi dependencia del acto creador y amoroso de Dios, y a la vez la grandeza de la llamada, vocación, misión a la que estoy llamado.

La humildad está, pues, en reconocer mi dependencia de Dios, mi condición de criatura. Una dependencia que es filial; de ahí su carácter de actividad, de crecimiento, en la que se manifiesta cada vez con mayor riqueza la imagen de Dios que nos constituye como hijos. La magnanimidad está en reconocer la grandeza de mi vocación, de mi llamada, de la misión a la que estoy llamado o para la que estoy creado, la razón de ser de mi existir en dependencia de Dios. La relación entre humildad y magnanimidad consiste en reconocer la dependencia y conjugarla con la grandeza de la imagen de Dios en cada persona.

Sólo cuando alcanzo la dependencia personal con respecto a Dios, sólo en humildad, descubro o alcanzo la grandeza del don personal, del don que es la persona. Sólo el humilde, por tanto, puede ser magnánimo. De tal forma y manera que se podrían considerar estas dos virtudes como dos caras de una misma moneda, en cuanto al hábito que se encuentra en el alma —como dice santo Tomás—, y no en razón de los actos concretos[15].

Otra cuestión es la del hombre herido por el pecado. Desde ese momento, la humildad —que es andar en verdad— no sólo descubre su dependencia de Dios (y a la vez la grandeza del don), sino las heridas que el pecado ha dejado en su naturaleza. Por la misma razón, la fortaleza se podría considerar como parte de la virtud de la magnanimidad porque, para alcanzar los grandes honores en las condiciones de naturaleza herida, hace falta una gran fuerza de voluntad. Como quiero aspirar a los grandes honores (al descubrir la grandeza de mi vocación) necesito la virtud de la fortaleza pues, a la vez que descubro la grandeza, descubro las heridas que el pecado original a provocado en mi naturaleza; por tanto es la fortaleza la que se puede considerar parte de la virtud de la magnanimidad. Además, ¿cómo va a ser una virtud parte de otra y a la vez ornato de todas?

A la vez humildad y magnanimidad. A la vez fundamento y ornato. Aunque santo Tomás afirma que no hay oposición, la relación entre ambas no se mueve en el plano en el que se mueve su discurso, sino en otro más profundo y que trasciende el anterior.

La magnanimidad como premio

Cuando relaciona la magnanimidad con las demás virtudes, parece que aquella se alcanza como premio por todas estas[16]. En esto sigue muy de cerca a Aristóteles. Sólo el hombre virtuoso es el hombre magnánimo, que merece los grandes honores. Pero los grandes honores no son los que proceden de los hombres, sino de Dios. Y éstos no dependen de las virtudes (exclusivamente). Sin embargo, la explicación del Aquinate podría llevar a pensar que la magnanimidad se fundamenta en las virtudes, y no en la dignidad de la persona, imagen y semejanza de Dios[17].

El matiz consiste, creo yo, en considerar la virtud como las condiciones adecuadas para que la luz alumbre; pero el honor está en la manifestación de la luz, en la luz misma. Todos tenemos esa luz (o la capacidad, si es que no estamos en gracia), y la virtud consiste en ponerse en condiciones de hacer reflejar esa luz. Con la imagen del brillante, la transparencia (humildad) es la primera virtud, el fundamento de todas las demás. El resto de virtudes son la talla del brillante, que hace que esa luz se refleje de forma concreta o peculiar. La magnanimidad es la grandeza del brillante que, paradoja de la vida, será mayor cuanto más transparente. Por tanto los grandes honores a los que aspira el magnánimo no se deben a la virtud, como afirma santo Tomás[18], sino que la virtud los pone de manifiesto.

Uno es el mayor honor, y auténtico, que consiste en la dignidad de la persona humana, en su dependencia filial con Dios; en definitiva, la imagen de Dios que es cada persona y su llamada a participar de su misma Vida. Otros son los honores que la persona virtuosa recibe de los demás hombres. Quedarse sólo con los honores que se reciben de los demás sería una actitud de soberbia, una falacia y, en definitiva, no sería esta persona auténticamente virtuosa. El hombre virtuoso, en el fondo, percibe de alguna forma esa dependencia de Dios que le hace poseedor de una dignidad divina. Esto pasaba en la antigüedad con algunos pensadores griegos y romanos, si bien esa percepción no era aún perfecta. Con el cristianismo se alcanza la plenitud de la revelación de dicha dignidad gracias a la encarnación del Verbo.

La magnanimidad no es que sea premio de la virtud. Sino una virtud o hábito operativo que hace aspirar, consciente de la grandeza de que se es portadora, a grandes empresas. Por supuesto esto es así porque el virtuoso está en condiciones de llevarlas a cabo, gracias a las virtudes cardinales.

Adquirimos la virtud de la magnanimidad, no como premio al adquirir el resto de virtudes, sino como consecuencia de alcanzarnos como hijos de Dios. Gracias a la humildad, al descubrir lo que de Dios hay en nosotros, y en los demás, nos vemos llamados a aspirar a grandes empresas. Me imagino que, como virtud, la magnanimidad también tendrá sus grados; de tal forma que no todos serán magnánimos de la misma forma[19].

Es interesante, a este respecto, lo que afirman algunos autores: “Aunque toda virtud conlleva su propia dignidad y honor, no por eso se identifica con la magnanimidad, que mira al honor en el ejercicio excelente de todas y cada una de las virtudes. El honor de la castidad, por ejemplo, es obrar castamente, sea con gran perfección o sin ella (accidente de perfección); pero buscar el gran honor en el ejercicio excelente de la misma es propio de la magnanimidad, que viene a ser el complemento perfectivo u ornato de todas las virtudes morales”[20].

Teniendo en cuenta las palabras del Aquinate, habría que distinguir el aspirar a los grandes honores (virtud de la magnanimidad), por un lado; y, por otro, los grandes honores como premio del ejercicio excelente de todas las virtudes. ¿Dónde se encuentra la virtud de la magnanimidad, en el aspirar, o al final como premio por el ejercicio de otras virtudes? Buscar el gran honor en el ejercicio excelente de las virtudes es lo propio de la magnanimidad, y ese gran honor es nuestra condición de hijos de Dios. Una es la excelencia propia de cada virtud, y otra es la excelencia y honor al que se aspira en el ejercicio excelente de las virtudes. En esto último es donde encontramos la magnanimidad[21].

Si esto es así, el magnánimo tiene que saber, antes de actuar, en que consiste la grandeza, o cuales son los grandes honores. Después de haber alcanzado el conocimiento de la grandeza de la dignidad de la persona, el magnánimo actuará aspirando a aquellas cosas que son propias de su dignidad.

La magnanimidad no puede ser un premio a la excelencia de las virtudes, sino que la excelencia de las virtudes se alcanza gracias a la magnanimidad. Evidentemente, cuanto más excelsa son las virtudes, mejor se pone de manifiesto la dignidad de la persona y, con ella, su grandeza. Es decir, aspiro a cosas grandes, a grandes acciones, porque entiendo que eso es lo propio de mi dignidad. Sólo alcanzando esas cosas se pone de manifiesto mi dignidad y grandeza, y puede ponerse de manifiesto mi identidad. Sólo cuando aspiro a cosas grandes, acordes con mi dignidad, es cuando acontece mi identidad, y me descubro a la vez en mi grandeza.

Es decir, sólo cuando soy consciente de mi dignidad —de mi filiación divina—, procuro actuar en consecuencia, activando todas las virtudes para alcanzar la excelencia propia de los hijos de Dios. Con otras palabras, las virtudes son el perfeccionamiento de la voluntad al querer el bien, pero ese perfeccionamiento no es un fin en sí mismo, sino que me ponen en condiciones de manifestar existencialmente mi filiación divina, y el honor de esa condición filial.

Actuar de acuerdo a mi dignidad y grandeza me ayuda a alcanzarme más y mejor como hijo de Dios, que no es una realidad estática, sino que va creciendo, es actividad. La filiación no se puede recluir al origen generacional de engendrar, es algo más; entre otras cosas porque lo engendrado es libertad, y la filiación se expresa creciendo[22]. En el momento en que objetualizamos la filiación, la empequeñecemos. Es un radical del co-acto de ser personal, y como tal, no se puede objetualizar. Considerar la filiación divina como radical del acto de ser personal es algo que se saldría del tema de este trabajo; lo que si me parece oportuno subrayar es que la filiación divina acontece en el acto de ser personal y, de la misma forma que éste, escapa a todo conocimiento objetivo intencional[23].

Se puede decir que los grandes honores acontecen como premio al ejercicio de las virtudes, si con esta afirmación se entiende que sólo el hombre virtuoso está en condiciones de descubrir la dignidad de la persona humana, su dependencia filial y su grandeza. El hombre magnánimo será aquél que, consciente de su dignidad, actúa en consecuencia aspirando a manifestar esa filiación, en el ejercicio excelente de cada virtud.

Pero no es la magnanimidad una virtud que me aísle de los demás, o no los tenga en cuenta en su actuar propio. Los actos propios de esta virtud no consisten sólo en aspirar a la dignidad propia de su condición de hijo de Dios, sino buscar también —a través del ejercicio excelente de las virtudes— la grandeza y la dignidad en las otras personas. Al caer en la cuenta y hacerse cargo de la grandeza de su vocación, el magnánimo busca también esa grandeza en los demás. Lo propio del magnánimo será, pues, hacer caer en la cuenta al otro de la grandeza de su condición de hijo de Dios, lo que de Dios hay en él y lo constituye ante Dios y ante el mundo.

Una posible sugerencia

La clasificación de las virtudes

Como hemos dicho más arriba, santo Tomás considera la magnanimidad como parte de la virtud de la fortaleza[24]. No se trata de establecer una clasificación definitiva de las virtudes, ni de afirmar que esta clasificación es errónea. Lo que dice santo Tomás es cierto pero, desde mi punto de vista, no lo dice todo. Existen varias objeciones que se le pueden hacer a la consideración de la magnanimidad como parte de la fortaleza.

La primera es que no se entiende como una virtud puede ser a la vez parte de otra, y ornato de todas las virtudes. Si lo es en sentidos distintos, ¿con cual me quedo? O ¿cuál es el que da razón de ser de la magnanimidad como virtud? Además, según el planteamiento que estoy haciendo —y que santo Tomás parece sostener en alguna ocasión— sería más bien la magnanimidad una virtud aparte de las demás virtudes; más cercana en cuanto virtud a la prudencia y a la humildad. La humildad (fundamento) es condición sine qua non de alcanzar el conocimiento de la dignidad personal y la grandeza de la llamada, y esto nos hace magnánimos (ornato); de tal forma que la prudencia nos ayuda a hacer realidad la grandeza de nuestra vocación activando el resto de virtudes. En éstas nos encontramos la fortaleza, la templanza y la justicia, con las virtudes anejas. A su vez, el ejercicio de las virtudes ayuda a crecer en humildad, nos hace más magnánimos y acrecienta en nosotros la virtud de la prudencia.

Por eso, considero que estas dos virtudes se salen, de alguna forma, de la clasificación clásica de las virtudes. La humildad y la magnanimidad son fundamento y ornato, respectivamente, de todas las virtudes. De tal forma que, en la medida que se crece en ambas virtudes, se facilita la adquisición de las otras. Y son condición sine qua non de la perfección de todas las virtudes.

De todas formas, hay que tener en cuenta también que sin las virtudes de la templanza y la fortaleza, es muy difícil caer en la cuenta, o empezar a alcanzar la humildad y la magnanimidad.

La templanza y la fortaleza son virtudes cardinales porque, “sin esas virtudes, la integridad de la voluntas ut ratio no se mantiene, pues los apetitos sensibles también son modos de disponer, con los que la voluntad no se confunde porque son inferiores a ella”[25]. Sin esas virtudes, la voluntad no está en condiciones de querer el bien, es una voluntad estropeada. No se puede ser humilde y magnánimo sin estas virtudes cardinales; pero esto no quiere decir que la humildad y la magnanimidad sean partes de estas virtudes cardinales.

Además, habría que delimitar el alcance de la voluntas ut ratio, ya que la razón práctica no conoce el ser personal. En concreto, “los actos cuya intención de otro son las personas, exceden la voluntas ut ratio”[26]. En el caso de la magnanimidad, la intención de otro es la persona (y, por lo tanto, excede a la voluntas ut ratio). Por lo tanto, aspirar a los grandes honores no tiene que ver con los apetitos sensibles.

Con lo cual, me parece que la clásica clasificación de las virtudes se puede matizar un poco, utilizar otro criterio de clasificación. Existe un grupo de virtudes que tienen que ver primero con el conocer, y sólo después se manifiestan en el actuar activando las otras virtudes. Son virtudes que informan al resto de virtudes, que ya se daban pero no en grado excelente. Éste grado excelente se alcanza en cada virtud cuando son informadas por estas otras virtudes: La primera (la humildad) es fundamento de todas; la tercera (la magnanimidad) es ornato; y la segunda (la prudencia) es criterio de actuación para el perfeccionamiento de la voluntad, es decir, criterio para que la voluntad no sólo quiera el bien, sino lo mejor[27].

La magnanimidad, virtud general

Santo Tomás sostiene que la magnanimidad es distinta que la fortaleza puesto que “en ambas se da una razón distinta de dificultad, por eso, hablando con propiedad, la magnanimidad es considerada por Aristóteles como virtud distinta de la fortaleza”[28]. Para esto sostiene santo Tomás que vencer un mal grave se considera como alcanzar un bien. Ahora bien, lo primero es propio de la fortaleza y lo segundo de la magnanimidad. Lo que quiere decir que si el mal a evitar es grande, el bien alcanzado también lo es, y aquí entra la magnanimidad.

Pero esto es empequeñecer la magnanimidad. La magnanimidad no consiste sólo en evitar grandes males, alcanzando con ello grandes bienes, que son los que están en peligro. Si consideramos la magnanimidad como ornato de todas las virtudes, es más propia de ella la grandeza en el bien a conseguir. La vida virtuosa no consiste en evitar el mal y hacer el bien, sino que se debate entre lo bueno y lo mejor (aquí se encuentra propiamente la virtud de la magnanimidad).

Santo Tomás considera que, al evitar el mal, lo esencial es evitarlo y lo accidental querer el bien[29]. Pero esta afirmación es matizable pues, al evitar el mal, no consideramos el mal en sí mismo. La razón de mal es la ausencia de bien; o lo que consideramos un mal, lo es en tanto que se pone en peligro un bien. Lo que se quiere al evitar el mal no es evitar el mal, lo que se quiere es el bien que se preserva o está en peligro. Con lo cual, cuando me esfuerzo por evitar el mal, lo esencial es querer el bien y lo accidental el esfuerzo por evitar el mal que lo pone en peligro. Con lo que en todos los sentidos, el bien es más principal que el mal, y por lo tanto la magnanimidad es superior a la fortaleza. Si el peligro es grande, la persona de ánimo grande querrá poner los medios para proteger el bien al que se acecha; y éste es el magnánimo.

Santo Tomás afirma que el que se expone de forma indiscriminada a los peligros, no puede ser magnánimo, ya que nadie se expone al peligro por algo que no considere grande; el temerario, sin embargo, juzga de forma indiferente lo grande.

“Sed pro his quae vere sunt magna, magnanimus promptissime periculis se exponit, quia operatur magnum in actu fortitudinis, sicut et in actibus aliarum virtutum[30]

Entonces, si hace lo mismo que en los actos de las demás virtudes ¿también es parte de las demás virtudes?

Efectivamente, santo Tomás distingue la virtud de la magnanimidad de la fortaleza, pues la magnanimidad no es una virtud cardinal. Aunque a la hora de exponer esta diferencia, parezca que la magnanimidad es inferior a la fortaleza. De hecho, santo Tomás considera la virtud de la magnanimidad como una virtud general. Así lo sostiene Gauthier[31], que afirma que la primacía de las virtudes cardinales no es una primacía absoluta, sino una primacía en cierto orden, que deja lugar a otras primacías. Las virtudes cardinales, sigue afirmando Gauthier, no son las más grandes entre todas las virtudes, como la de la religión. Por tanto, la magnanimidad no posee el privilegio de una virtud cardinal, pero puede reivindicar otros privilegios. Será, según el mismo santo Tomás, una virtud General.

Según Gauthier, santo Tomás sostiene que existen dos formas de principialidad en las virtudes: la correspondiente a las virtudes cardinales, y otra correspondiente a las virtudes generales.  De tal forma que estas dos formas de principialidad se pueden encontrar en una misma virtud; así, la justicia y la prudencia son virtudes cardinales y, a la vez, generales. También hay virtudes cardinales que no son generales, como la fortaleza y la templanza. Y virtudes generales que no son cardinales, como la religión y la magnanimidad[32].

Pero, ¿qué es una virtud general? Santo Tomás afirma que se puede entender una virtud general de dos formas. En primer lugar per predicationem; es decir, la generalidad que se puede atribuir a todas las especies de un género. En segundo lugar per causam, secundum virtutem; es decir, la generalidad que causa universalidad. Pues bien, la magnanimidad es virtud general en los dos sentidos[33].

La magnanimidad para amar

No es la magnanimidad una virtud que aísle de los demás, sino una virtud que dispone al servicio y a la buena convivencia con los demás. Esto se pone de manifiesto en otro momento de esta cuestión de la Suma que estamos comentando.

Santo Tomás se pregunta si la confianza y la seguridad forman parte de la magnanimidad[34]. Esta cuestión es complicada. Efectivamente, existe una conexión entre la virtud de la magnanimidad y la virtud teologal de la esperanza. Hablar de confianza —de fe— es moverse dentro de esas virtudes que considero que están por encima, o son anteriores al resto de las virtudes clásicas; es decir: humildad, prudencia, y magnanimidad. Cuando nos movemos en el plano sobrenatural, acontece la virtud de la fe. La fe teologal es una virtud sobrenatural (don) que ilumina esas tres virtudes a las que me he referido antes. Todas ellas tienen que ver con el conocer, con el saber. Como consecuencia, de la dinámica de estas cuatro virtudes, se desprende la activación del resto de virtudes morales, con vistas a alcanzar el fin último.

Además, la confianza tiene que ver con la virtud de la esperanza. Así como la fe se puede relacionar más con la humildad; la esperanza tiene que ver con la magnanimidad. Y dentro de la esperanza encontramos la confianza; si puedo esperar es porque confío.

Santo Tomás añade además que, como ser social, necesita en primer lugar de Dios, y en segundo lugar de los demás para vivir. Por eso es propio del magnánimo confiar en los demás, en cuanto que pueden ayudarle[35].

Esto que se afirma aquí es interesante por varios motivos. En primer lugar, por la relación entre la virtud de la magnanimidad y el carácter social de la persona humana. Es decir, por destacar la co-existencia del ser personal en la virtud de la magnanimidad (más en concreto la co-existencia-con; siendo el –con, lo que indica la sociabilidad del ser personal). En segundo lugar, la relación entre la magnanimidad y la humildad, aunque parezca que aquí no trata de esta cuestión. Efectivamente, la indigencia de la persona se encuentra en su dependencia de Dios creador. De esa dependencia depende la confianza en sí mismo, porque confía en su verdad, es decir, en lo que de Dios hay en él. La consideración de la dependencia de Dios como ser creatural, le lleva a alcanzar la imagen y semejanza de Dios en su acto de ser. Esto es lo que le hace digno, y lo que le llena de esperanza para, fiado en Dios, aspirar a los grandes honores.

La confianza en los demás es también manifestación de magnanimidad porque el magnánimo fundamenta la confianza en los demás por lo que de Dios encuentra en ellos. Trata a los demás con la dignidad que poseen (según la imagen y semejanza de Dios), aunque a veces no la merezcan (de esta forma ayudan al prójimo a descubrir su dignidad)[36].

Al seguir hablando de la confianza y relacionarla con el resto de las virtudes, se produce una cierta confusión; pues en cierto sentido la confianza pertenece a la magnanimidad y, en otro, a la fortaleza[37]. Todo esto se vería con mayor claridad si situamos a las virtudes en el lugar que les corresponde, según la clasificación que se va perfilando en estos comentarios que estoy haciendo. La confianza, que no es virtud[38], es parte de la fortaleza y, a la vez, de la magnanimidad. Y no hay confusión porque por encima o anterior a todas está la magnanimidad, que requiere de la fortaleza para conseguir los grandes honores, y ésta de la confianza, que da lugar a la audacia. No deja de ser una propuesta. No se trata de que la anterior fuese mala, sino de que no es la más adecuada.

Conclusión

Al principio del artículo señalé que lo único que pretendía con este trabajo era hacer una primera aproximación a santo Tomás. Creo que se pueden sacar algunas ideas que pueden ser muy sugerentes para posteriores trabajos. Intentaré señalar algunas de ellas.

1. La clasificación de las virtudes se puede establecer de otra forma que permita entender mejor cada una de ellas. Mi propuesta es considerar una serie de hábitos intelectuales con una vertiente práctica. En concreto: la prudencia, la humildad y la magnanimidad. Virtudes formales de las demás, que serían las morales. Se podrían considerar como virtudes cardinales entre los hábitos intelectuales y las virtudes morales.

2. La magnanimidad, por tanto, no es una parte de la fortaleza. Más bien, es una virtud general que informa a todas las virtudes y, entre ellas, a la fortaleza.

3. La humildad es la verdad alcanzándome en el ser personal. No es miseria, pecado, debilidad, limitación… etc. La humildad hay que entenderla como caer en la cuenta de nuestra dependencia filial de Dios en condiciones tales de saber corresponder a la grandeza a la que estamos llamados.

4. La magnanimidad no sólo no se opone a la humildad, sino que la presupone. Porque aspirar a los grandes honores (y el mayor es el de la condición de hijo de Dios) sólo lo puedo hacer si conozco esos honores. Y alcanzo mi ser personal filial gracias a la humildad. Por tanto, sólo el humilde puede ser magnánimo. Reconocer la dependencia y conjugarla con la grandeza de la imagen. La dependencia es filial; cuanto más dependo de Dios (filialmente) mayor grandeza de la imagen

5. La magnanimidad no se entiende como premio a las virtudes ejercidas excelentemente. La magnanimidad es la gloria propia a la dignidad de la persona humana. Pero la dignidad no es algo estático, sino actividad; la filiación divina se manifiesta creciendo y es a la que se le debe los grandes honores. La magnanimidad, aspirar a los grandes honores, es la virtud que me permite ordenar las demás virtudes (ejercidas excelentemente) a un fin que trasciende el de cada virtud, es decir: la persona humana en su condición filial con respecto a Dios.

6. Existe un grupo de virtudes que tienen que ver primero con el conocer, y sólo después se manifiestan en el actuar activando las otras virtudes. Son virtudes que informan al resto de virtudes. La primera (la humildad) es fundamento de todas; la tercera (la magnanimidad) es ornato; y la segunda (la prudencia) es criterio de actuación para el perfeccionamiento de la voluntad, es decir, criterio para que la voluntad no sólo quiera el bien, sino lo mejor.

7. Buscar el gran honor en el ejercicio excelente de las virtudes es lo propio de la magnanimidad, y ese gran honor es nuestra condición de hijos de Dios. Una es la excelencia propia de cada virtud, y otra es la excelencia y honor al que se aspira en el ejercicio excelente de las virtudes. En esto último es donde encontramos la magnanimidad.

Notas:


[1] R.-A. GAUTHIER, Magnanimité. L'ideal de la grandeur dans la philosophie paienne et dans la théologie chrétienne, París, 1951. En este libro estudia la virtud de la magnanimidad en los clásicos y en el Aquinate, así como su relación con la humildad y la esperanza cristiana.

[2] “Sic autem dicitur aliquis magnanimus ex his quae sunt magna simpliciter et absolute, sicut dicitur aliquis fortis ex his quae sunt simpliciter difficilia. Et ideo consequens est quod magnanimitas consistat circa honores”.IIª-IIae, q. 129 a. 1 co

[3] Que, desde el punto de vista cristiano, es todo lo referente a la persona, imagen y semejanza de Dios.

[4] IIª-IIae, q. 129 a. 1 ad 1 Ad primum ergo dicendum quod bonum vel malum, absolute quidem considerata, pertinent ad concupiscibilem, sed inquantum additur ratio ardui, sic pertinet ad irascibilem. Et hoc modo honorem respicit magnanimitas, inquantum scilicet habet rationem magni vel ardui.

[5] IIª-IIae, q. 129 a. 1 ad 3 Ad tertium dicendum quod illi qui contemnunt honores hoc modo quod pro eis adipiscendis nihil inconveniens faciunt, nec eos nimis appretiantur, laudabiles sunt. Si quis autem hoc modo contemneret honores quod non curaret facere ea quae sunt digna honore, hoc vituperabile esset. Et hoc modo magnanimitas est circa honorem, ut videlicet studeat facere ea quae sunt honore digna, non tamen sic ut pro magno aestimet humanum honorem.

[6] Cf. IIª-IIae, q. 129 c

[7] IIª-IIae, q. 129 a. 2 ad 3 Ad tertium dicendum quod ille utitur magnis, multo magis potest bene uti parvis. Magnanimitas ergo attendit magnos honores sicut quibus est dignus, vel etiam sicut minores his quibus est dignus, quia scilicet virtus non potest sufficienter honorari ab homine, cui debetur honor a Deo. Et ideo non extollitur ex magnis honoribus, quia non reputat eos supra se, sed magis eos contemnit. Et multo magis moderatos aut parvos. Et similiter etiam dehonorationibus non frangitur, sed eas contemnit, utpote quas reputat sibi indigne afferri

[8] IIª-IIae, q. 129 a. 3 co “Respondeo dicendum quod ad rationem virtutis humanae pertinet ut in rebus humanis bonum rationis servetur, quod est proprium hominis bonum. Inter ceteras autem res humanas exteriores, honores praecipuum locum tenent, sicut dictum est. Et inde magnanimitas, quae modum rationis ponit circa magnos honores, est virtus”.

[9] Cf. IIª-IIae, q. 129 a. 3 ad 1

[10] “Ad secundum dicendum quod connexio virtutum non est intelligenda secundum actus, ut scilicet cuilibet competat habere actus omnium virtutum. Unde actus magnanimitatis non competit cuilibet virtuoso, sed solum magnis. Sed secundum principia virtutum, quae sunt prudentia et gratia, omnes virtutes sunt connexae secundum habitus simul in anima existentes, vel in actu vel in propinqua dispositione. Et sic potest aliquis cui non competit actus magnanimitatis, habere magnanimitatis habitum, per quem scilicet disponitur ad talem actum exequendum si sibi secundum statum suum competeret”. IIª-IIae, q. 129 a. 3 ad 2

[11] Cf. Polo, L., Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos, AEDOS, 1997, pp. 160 y ss.

[12] “Similiter etiam magnanimitas contemnit alios secundum quod deficiunt a donis Dei, non enim tantum alios appretiatur quod pro eis aliquid indecens faciat. Sed humilitas alios honorat, et superiores aestimat, inquantum in eis aliquid inspicit de donis Dei. Unde in Psalmo dicitur de viro iusto, ad nihilum deductus est in conspectu eius malignus, quod pertinet ad contemptum magnanimi; timentes autem dominum glorificat, quod pertinet ad honorationem humilis. Et sic patet quod magnanimitas et humilitas non sunt contraria, quamvis in contraria tendere videantur, quia procedunt secundum diversas considerationes”. IIª-IIae, q. 129 a. 3 ad 4

[13] Cf. Comentario a la Suma Teológica que se encuantra en la edición de la Suma dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, Tomo IV. Parte II-II (b), BAC, Madrid 1994. La cuestión 129 ocupa las páginas: 342-351.

[14] Super ethica, en el Liber IV, Lectio VIII. Que la titula así: magnanimitas. En la segunda cuestión (n. 295).

[15] De esta forma lo subraya Gauthier en su libro: “La magnanimité des philosophes et la magnanimité des politiques, telles que les avait conçues le monde antique, étaient deux magnanimités contradictories, parce qu’elles avaient le même objet: c’etait le même monde que l’une s’appliquait à mépriser et que lautre aspirait  à conquérir. Au contraire, la transposition mystique de la magnanimité des philosophes, qui abouit à l’identifier  à l’humilité chrétienne, et la transposition mystique de la magnanimité des politiques, qui abouit à l’identifier à l’espérance chrétienne, formet deux magnanimités complémentaires, parce qu’elles n’ont pas le même objet; c’est la créature que l’une s’applique à mépriser et c’est le créateur que l’autre aspire à conquérir, et, justement, il faut mépriser le créature pour conquérir le créateur: la magnanimité-humilité ouvre la voie á la magnanimité-espérance, mieux, la magnanimité-humilité et la magnanimité-espérance ne sont que l’aspect négatif et l’aspect positif, l’envers et l’endroit d’une même réalité spirituelle”. R.-A. GAUTHIER, Magnanimité. L'ideal de la grandeur dans la philosophie paienne et dans la théologie chrétienne, París, 1951, pp. 291-292.

[16] “Respondeo dicendum quod, sicut supra dictum est, ad specialem virtutem pertinet quod modum rationis in aliqua determinata materia ponat. Magnanimitas autem ponit modum rationis circa determinatam materiam, scilicet circa honores, ut supra dictum est. Honor autem, secundum se consideratus, est quoddam bonum speciale. Et secundum hoc magnanimitas, secundum se considerata, est quaedam specialis virtus. Sed quia honor est cuiuslibet virtutis praemium, ut ex supra dictis patet; ideo ex consequenti, ratione suae materiae, respicit omnes virtutes”. IIª-IIae, q. 129 a. 4 c.

[17] “Ad secundum dicendum quod, sicut philosophus ibidem dicit, honor non est sufficiens virtutis praemium, sed nihil potest esse in humanis rebus et corporalibus maius honore, inquantum scilicet ipsae corporales res sunt signa demonstrativa excellentis virtutis. Est autem debitum bono et pulchro ut manifestetur, secundum illud Matth. V, neque accendunt lucernam et ponunt eam sub modio, sed super candelabrum, ut luceat omnibus qui in domo sunt, et pro tanto praemium virtutis dicitur honor”. IIª-IIae, q. 103 a. 1 ad 2.

[18] “Ad primum ergo dicendum quod magnanimitas non est circa honorem quemcumque, sed circa magnum honorem. Sicut autem honor debetur virtuti, ita etiam magnus honor debetur magno operi virtutis. Et inde est quod magnanimus intendit magna operari in qualibet virtute, inquantum scilicet tendit ad ea quae sunt digna magno honore”. IIª-IIae, q. 129 a. 4 ad 1.

[19] También es interesante tener en cuenta la tendencia natural de la que habla el Aquinate al tratar de la virtud en general. Cuando nos encontramos con una persona que, naturalmente tiende a cierta virtud, es bueno para el crecimiento en el resto de virtudes, que aspire a cosas grandes en esa virtud de la que ya tiene una tendencia natural o cierta facilidad.

[20] Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, SUMA DE TEOLOGIA, Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, Tomo IV. Parte II-II (b), BAC, Madrid 1994. La cuestión 129 ocupa las páginas: 342-351. Estas palabras nos ayudan a entender mejor el sentido vocacional, como marco de comprensión del ser personal y su grandeza.

[21] “Ad tertium dicendum quod quaelibet virtus habet quendam decorem sive ornatum ex sua specie, qui est proprius unicuique virtuti. Sed superadditur alius ornatus ex ipsa magnitudine operis virtuosi per magnanimitatem, quae omnes virtutes maiores facit, ut dicitur in IV Ethic”. IIª-IIae, q. 129 a. 4 ad 3

[22] El acto de ser personal, que es además, libertad, intelecto y amor donal, se ve perfeccionado en cuanto a sus capacidades cuando acontece la gracia, la filiación divina, por medio del sacramento.

[23] El ser personal como co-acto de ser, como crecimiento irrestricto, es algo que encontramos en la antropología trascendental del profesor Polo.

[24] “Sic ergo patet quod magnanimitas convenit cum fortitudine inquantum confirmat animum circa aliquid arduum, deficit autem ab ea in hoc quod firmat animum in eo circa quod facilius est firmitatem servare. Unde magnanimitas ponitur pars fortitudinis, quia adiungitur ei sicut secundaria principali”. IIª-IIae, q. 129 a. 5 co.

[25] Polo, L., Antropología trascendental II, p. 181.

[26] Ibidem, p. 182.

[27] ¿Cómo puede ser la humildad fundamento de todas las virtudes y, a la vez, necesitar del ejercicio previo de las cardinales? Es fundamento de todas las virtudes en el ejercicio auténtico, excelente, de dichas virtudes. Cuando son referidas al fin propio de la persona (su dignidad), y no ejercidas sólo referidas al fin propio.

[28] IIª-IIae, q. 129 a. 5 ad 1 Ad primum ergo dicendum quod, sicut philosophus dicit, in V Ethic., carere malo accipitur in ratione boni. Unde et non superari ab aliquo gravi malo, puta a periculis mortis, accipitur quodammodo pro eo quod est attingere ad magnum bonum, quorum primum pertinet ad fortitudinem, secundum ad magnanimitatem. Et secundum hoc fortitudo et magnanimitas pro eodem accipi possunt. Quia tamen alia ratio difficultatis est in utroque praedictorum, ideo, proprie loquendo, magnanimitas ab Aristotele ponitur alia virtus a fortitudine.

[29] “Ad tertium dicendum quod malum, inquantum huiusmodi, fugiendum est, quod autem sit contra ipsum persistendum, est per accidens, inquantum scilicet oportet sustinere mala ad conservationem bonorum. Sed bonum de se est appetendum, et quod ab eo refugiatur, non est nisi per accidens, inquantum scilicet existimatur excedere facultatem desiderantis. Semper autem quod est per se potius est quam id quod est per accidens. Et ideo magis repugnat firmitati animi arduum in malis quam arduum in bonis. Et ideo principalior est virtus fortitudinis quam magnanimitatis, licet enim bonum sit simpliciter principalius quam malum, malum tamen est principalius quantum ad hoc”. IIª-IIae, q. 129 a. 5 ad 3.

[30] IIª-IIae, q. 129 a. 5 ad 2

[31] R.-A. GAUTHIER, Magnanimité. L'ideal de la grandeur dans la philosophie paienne et dans la théologie chrétienne, París, 1951, p. 364.

[32] Cf., Ibidem, p. 365.

[33] Cf., Ibidem, p. 367.

[34] Cf. IIª-IIae, q. 129 a. 6 co

[35] “Ad primum ergo dicendum quod, sicut philosophus dicit, in IV Ethic., ad magnanimum pertinet nullo indigere, quia hoc deficientis est, hoc tamen debet intelligi secundum modum humanum; unde addit, vel vix. Hoc enim est supra hominem, ut omnino nullo indigeat. Indiget enim omnis homo, primo quidem, divino auxilio, secundario autem etiam auxilio humano, quia homo est naturaliter animal sociale, eo quod sibi non sufficit ad vitam. Inquantum ergo indiget aliis, sic ad magnanimum pertinet ut habeat fiduciam de aliis, quia hoc etiam ad excellentiam hominis pertinet, quod habeat alios in promptu qui eum possint iuvare. Inquantum autem ipse aliquid potest, intantum ad magnanimitatem pertinet fiducia quam habet de seipso”. IIª-IIae, q. 129 a. 6 ad 1.

[36] Un ejemplo de esta actitud la encontramos en Séneca, Consolación a Helvia.

[37] “Ad secundum dicendum quod, sicut supra dictum est, cum de passiionibus

 ageretur, spes quidem directe opponitur desperationi, quae est circa idem obiectum, scilicet circa bonum, sed secundum contrarietatem obiectorum opponitur timori, cuius obiectum est malum. Fiducia autem quoddam robur spei importat. Et ideo opponitur timori, sicut et spes. Sed quia fortitudo proprie firmat hominem contra mala, magnanimitas autem circa prosecutionem bonorum; inde est quod fiducia magis proprie pertinet ad magnanimitatem quam ad fortitudinem. Sed quia spes causat audaciam, quae pertinet ad fortitudinem, inde est quod fiducia ad fortitudinem ex consequenti pertinet”. IIª-IIae, q. 129 a. 6 ad 2.

[38] “Et ideo fiducia non potest, proprie loquendo, nominare aliquam virtutem, sed potest nominare conditionem virtutis. Et propter hoc numeratur inter partes fortitudinis, non quasi virtus adiuncta (nisi secundum quod accipitur pro magnanimitate a Tullio), sed sicut pars integralis, ut dictum est (q. 128)”. IIª-IIae, q. 129 a. 6 ad 3

Pio Santiago

 

Juan Pablo II

Audiencia, 15 de noviembre de 1978

 

Índice

1. Recordando a Juan Pablo I

El Papa Juan Pablo I, hablando desde el balcón de la Basílica de San Pedro al día siguiente de su elección, recordó, entre otras cosas, que en el cónclave del día 26 de agosto, cuando se veía ya claro que iba a ser elegido él precisamente, los cardenales que estaban a su lado le susurraron al oído: "¡Animo!" Probablemente esta palabra la necesitaba en aquel momento y se le quedó grabada en el corazón, puesto que la recordó en seguida al día siguiente, Juan Pablo I me perdonará si ahora utilizo esta confidencia. Creo que a todos los aquí presentes podrá introducirnos del modo mejor en el tema que me propongo desarrollar. En efecto, deseo hablar hoy de la tercera virtud cardinal: la fortaleza. A esta virtud concreta nos referimos cuando queremos exhortar a alguien a tener valor, como lo hizo el cardenal que se encontraba cerca de Juan Pablo I en el cónclave al decirle: "¡Animo!"

  2. Hombres y mujeres fuertes

¿A quién tenemos nosotros por hombre fuerte, hombre valiente? De ordinario esta palabra evoca al soldado que defiende la patria exponiendo al peligro su incolumidad y hasta la vida en tiempo de guerra. Pero, a la vez, nos damos cuenta de que también en tiempo de paz necesitamos fortaleza. Y por ello sentimos estima grande de las personas que se distinguen por lo que se llama "coraje cívico". Un testimonio de fortaleza nos lo ofrece quien expone la propia vida por salvar a alguno que está a punto de ahogarse, o también el hombre que presta ayuda en las calamidades naturales: incendios, inundaciones, etc. Ciertamente se distinguía por esta virtud San Carlos, mi Patrono, que durante la peste de Milán seguía ejerciendo el ministerio pastoral entre los habitantes de dicha ciudad. Pero pensamos con admiración asimismo en los hombres que escalan las cimas del Everest o en los astronautas, por ejemplo en los que pusieron el pie en la luna por vez primera.

Como se deduce de todo esto, las manifestaciones de la virtud de la fortaleza son abundantes. Algunas son muy conocidas y gozan de cierta fama. Otras son más ignoradas, aunque a menudo exigen mayor virtud aún. Como ya hemos dicho al comenzar, la fortaleza es, en efecto, una virtud, una virtud cardinal. Permitidme que atraiga vuestra atención hacia ejemplos poco conocidos en general, pero que atestiguan en sí mismos una virtud grande, a veces incluso heroica.

Pienso, por ejemplo, en una mujer, madre de familia ya numerosa, a la que muchos "aconsejan" que elimine la vida nueva concebida en su seno y se someta a una "operación" para interrumpir la maternidad; y ella responde con firmeza: "¡no!". Ciertamente que cae en la cuenta de toda la dificultad que este "no" comporta: dificultad para ella, para su marido, para toda la familia; y, sin embargo, responde: "no". La nueva vida humana concebida en ella es un valor demasiado grande, demasiado "sacro", para que pueda ceder ante semejantes presiones.

Otro ejemplo: Un hombre al que se promete la libertad y hasta una buena carrera a condición de que reniegue de sus principios o apruebe algo contra su honradez hacia los demás. Y también éste contesta "no", incluso a pesar de las amenazas de una parte y los halagos de otra ¡He aquí un hombre valiente! Muchas, muchísimas son las manifestaciones de fortaleza, heroica con frecuencia, de las que no se escribe en los periódicos o de las que poco se sabe. Sólo la conciencia humana las conoce... y ¡Dios lo sabe!

  3. Superar la debilidad humana y el miedo

Deseo rendir homenaje a todos estos valientes desconocidos. ¡A todos los que tienen el valor de decir "no" o "sí" cuando ello resulta costoso! A los hombres que dan un testimonio singular de dignidad humana y humanidad profunda. Justamente por el hecho de que son desconocidos merecen un homenaje y reconocimiento especial. Según la doctrina de Santo Tomás, la virtud de la fortaleza se encuentra en el hombre: -que está dispuesto a aggredi perirula, a afrontar los peligros; -que está dispuesto a sustinere mala, o sea, a soportar las adversidades por una causa justa, por la verdad, por la justicia, etcétera.

La virtud de la fortaleza requiere siempre una cierta superación de la debilidad humana y, sobre todo, del miedo. Porque el hombre, por naturaleza, teme espontáneamente el peligro, los disgustos y sufrimientos. Por eso hay que buscar hombres valientes no sólo en los campos de batalla, sino también en las salas de los hospitales o en el lecho del dolor. Hombres tales podían encontrarse a menudo en los campos de concentración y en los lugares de deportación. Eran auténticos héroes.

El miedo quita a veces el coraje cívico a los hombres que viven en un clima de amenaza, opresión o persecución. Así, pues, tienen valentía especial los hombres que son capaces de traspasar la llamada barrera del miedo, a fin de dar testimonio de la verdad y la justicia Para llegar a tal fortaleza, el hombre debe "superar" en cierta manera los propios límites y "superarse" a sí mismo, corriendo el "riesgo" de encontrarse en situación ignota, el riesgo de ser mal visto, el riesgo de exponerse a consecuencias desagradables, injurias, degradaciones, pérdidas materiales y tal vez hasta la prisión o las persecuciones. Para alcanzar tal fortaleza, el hombre debe estar sostenido por un gran amor a la verdad y al bien a que se entrega. La virtud de la fortaleza camina al mismo paso que la capacidad de sacrificarse. Esta virtud tenía ya perfil bien definido entre los antiguos. Con Cristo ha adquirido un perfil evangélico, cristiano. El Evangelio va dirigido a los hombres débiles, pobres, mansos y humildes, operadores de paz, misericordiosos: y al mismo tiempo contiene en sí un llamamiento constante a la fortaleza. Con frecuencia repite: "No tengáis miedo" (Mt 14,27). Enseña al hombre que es necesario saber "dar la vida" (Jn 15,13) por una causa justa, por la verdad, por la justicia.

  4. El ejemplo de San Estanislao de Kostka

Deseo referirme también aquí a otro ejemplo que nos viene de hace 400 años, pero que sigue siempre vivo y actual. Se trata de la figura de San Estanislao de Kostka, Patrono de la juventud, cuya tumba se encuentra en la Iglesia de San Andrés al Quirinale de Roma.

En efecto, aquí terminó su vida, a los dieciocho años de edad, este Santo de natural muy sensible y frágil, y que, sin embargo, fue bien valiente. A él, que procedía de familia noble, la fortaleza lo llevó a elegir ser pobre, siguiendo el ejemplo de Cristo, y a ponerse exclusivamente a su servicio. A pesar de que su decisión encontró fuerte oposición en su ambiente, con gran amor y gran firmeza a la vez consiguió real izar su propósito condensado en el lema Ad maiora natas sum. "He nacido para cosas más grandes". Llegó al noviciado de los jesuitas haciendo a pie el camino de Viena a Roma, huyendo de quienes le seguían y querían, por la fuerza, disuadir a aquel "obstinado" joven de sus intentos.

Sé que en el mes de noviembre muchos jóvenes de toda Roma, sobre todo estudiantes, alumnos y novicios, visitan la tumba de San Estanislao en la iglesia de San Andrés. Yo me uno a ellos porque también nuestra generación tiene necesidad de hombres que sepan repetir con santa "obstinación": Ad maiora natas sum. ¡Tenemos necesidad de hombres fuertes!

Tenemos necesidad de fortaleza para ser hombres. En efecto, hombre verdaderamente prudente es sólo el que posee la virtud de la fortaleza; del mismo modo que hombre verdaderamente justo es sólo el que tiene la virtud de la fortaleza. Pidamos este don del Espíritu Santo que se llama "don de fortaleza".

Cuando al hombre le faltan las fuerzas para "superarse" a sí mismo, con miras a valores superiores como la verdad, la justicia, la vocación, la fidelidad conyugal, es necesario que este "don de lo alto" haga de cada uno de nosotros un hombre fuerte y que en el momento oportuno nos diga "en lo íntimo": ¡Animo!

Pio Santiago

 

Tomás Trigo. Facultad de Teología. Universidad de Navarra

Publicado en: A. SARMIENTO-T. TRIGO, «Moral de la persona», Apuntes, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra, Pamplona 2002.

Índice

1. Concepto teológico de la virtud de la fortaleza

1.1. Enseñanzas de la Sagrada Escritura sobre la fortaleza

1.2.La doctrina patrística

1.3. Las elaboraciones teológicas medievales

1.4. Los desarrollos teológicos actuales

2.  Análisis teológico de la virtud de la fortaleza

2.1. Naturaleza de la virtud de la fortaleza: la fortaleza como empeño en la realización del bien y del valor, superando la dificultad

2.2. Opción fundamental por el bien y esfuerzo personal en los actos concretos

2.3. Fortaleza y madurez humana; fortaleza y personalidad

2.4. Fortaleza y conciencia de la propia debilidad: la confianza en Dios, elemento constitutivo de la fortaleza cristiana

2.5. El don de fortaleza

3.  Los actos propios de la virtud de la fortaleza

3.1. Acometer y resistir para vivir y realizar la verdad y el bien, momentos decisivos del ejercicio de la virtud de la fortaleza

3.2. Los vicios contrarios a la fortaleza

3.3. La disposición al martirio, piedra de toque de la autenticidad de la vida cristiana

4. Virtudes anejas a la fortaleza

4.1. La magnanimidad

4.2. La magnificencia

4.3. La paciencia

4.4. La perseverancia

4.5. Lealtad y fidelidad


1.  Concepto teológico de la virtud de la fortaleza

1.1. Enseñanzas de la Sagrada Escritura sobre la fortaleza

En la Sagrada Escritura se emplean diversos términos para expresar el concepto de fortaleza. En griego: dynamis, isjis, krátos; en latín: fortitudo, virtus, vis.

La diferencia fundamental entre la fortaleza bíblica y la fortaleza de la filosofía antigua es el carácter religioso y teocéntrico de la primera.

La fortaleza en la filosofía griega se entiende como fuerza de ánimo frente a las adversidades de la vida, como desprecio del peligro en la batalla (andreía); como dominio de las pasiones para ser dueño de uno mismo (kartería); como virtud con la que el hombre se impone por su grandeza (megalopsychía). En todo caso, se considera que el hombre sólo posee sus propias fuerzas para librarse de los males y del destino.

Antiguo Testamento

En el Antiguo Testamento, la fortaleza aparece como una perfección o atributo divino. Dios manifiesta su fuerza liberando a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Después del paso del mar Rojo, los israelitas entonan un canto triunfal en el que atribuyen a Yahvéh la victoria: «Tu diestra, Yahvéh, relumbra por su fuerza; tu diestra, Yahvéh, aplasta al enemigo» (Ex 15, 6). En los Salmos, son muchos los lugares en los que se canta la fortaleza de Dios (Sal 21, 2; 21, 14; 93, 1; 118, 14; 147, 5).

De la fortaleza divina participa el pueblo de Israel y cada uno de sus miembros en la lucha por alcanzar la tierra prometida y cumplir la Ley, de modo que la fortaleza se considera como un don de Dios: «Yahvéh, mi roca, mi baluarte, mi liberador, mi Dios, la peña en que me amparo, mi escudo y cuerno de mi salvación, mi altura inexpugnable y mi refugio, mi salvador que me salva de la violencia» (2 Sam 22, 2-3); «En Dios sólo el descanso de mi alma, de él viene mi salvación; sólo él mi roca, mi salvación, mi ciudadela, no he de vacilar» (Sal 62, 2-3); «A los que esperan en Yahvéh él les renovará el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40, 31). Es Dios el que da la fuerza al pueblo (cfr Dt 8, 17; Jue 6, 12) y combate por él (2 Re 19, 35; 2 Crón 20, 5).

El hombre no debe fiarse de su propia fortaleza: «No queda a salvo el rey por su gran ejército, ni el bravo inmune por su enorme fuerza. Vana cosa el caballo para la victoria, ni con todo su vigor puede salvar» (Sal 33, 16-17). El Señor pone en guardia contra la exaltación de la propia fuerza: «Así dice Yahvéh: No se alabe el sabio por su sabiduría, ni se alabe el valiente por su valentía» (Jer 9, 22).

La fortaleza es don de Dios, y Dios la da al hombre que confiesa su propia debilidad y le invoca con confianza: «Pon tu suerte en Yahvéh, confía en él, que él obrará» (Sal 37, 5). Da la fuerza a David, que se presenta frente a Goliat en nombre de Yahvéh (cfr 1 Sam17, 45). En cambio, cuando el hombre presume de ser independiente de Dios e intenta conseguir la felicidad y la grandeza por sus propias fuerzas, el pecado y los ídolos lo esclavizan, y él, a su vez, trata de esclavizar a sus semejantes (cfr Gén 11).

Nuevo Testamento

También el Nuevo Testamento enseña que la fortaleza es un atributo divino. Pero sobre todo nos la muestra como residiendo plenamente en Cristo, que manifiesta su poder obrando milagros, manifestación tangible de la potencia divina presente en Él. Poder que concede a los apóstoles ya desde su primera misión (cfr Lc 9, 1).

El modelo de fortaleza es Cristo. Por una parte, asume y experimenta la debilidad humana a lo largo de su vida en la tierra. De modo especial se manifiesta su condición humana en la oración en el huerto de Getsemaní (cfr Mt 26, 38 ss). Pero, por otra parte, Cristo se mantiene firme en el cumplimiento de la voluntad del Padre y se identifica con ella. Demuestra el grado supremo de fortaleza en el martirio, en el sacrificio de la cruz, confirmando en su propia carne lo que había aconsejado a sus discípulos: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno» (Mt 10, 28).

El discípulo de Cristo, que sabe que «el Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan» (Mt 11, 12), que ha de seguir a su Maestro llevando la cruz, que tiene que esforzarse por entrar por la puerta angosta, permanecer firme en la verdad y afrontar con paciencia los peligros que proceden del enemigo, necesita la virtud de la fortaleza. Pero se trata de una fortaleza sobrenatural. No basta con las fuerzas humanas para alcanzar la meta a la que está destinado.

Es el mismo Cristo quien comunica gratuitamente esta virtud al cristiano: «Todo lo puedo en aquél que me conforta» (Fil 4, 13); «Por lo demás, reconfortaos en el Señor y en la fuerza de su poder, revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los principados, las potestades, las dominaciones de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos que están en los aires.  Por eso, poneos la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo y, tras vencer en todo, permanezcáis firmes» (Ef6, 10-13).

La concesión de la fortaleza está condicionada al reconocimiento humilde, por parte del hombre, de su debilidad. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). El discípulo debe ser consciente de su debilidad: «Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la sobreabundancia del poder es de Dios y que no proviene de nosotros» (2 Cor 4, 7). Es entonces cuando encuentra su fortaleza en la fortaleza de Dios: «Pero él me dijo: “Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza”. Por eso, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12, 9-10).

Después de su resurrección y ascensión al cielo, Cristo envía el Espíritu Santo a sus discípulos, y, con Él, la fuerza divina que los fortalece interiormente (cfr Ef 3, 16) y les proporciona la valentía necesaria para proclamar el Evangelio, incluso a costa de la vida.

La fortaleza divina se manifiesta en la vida de los discípulos de muchas maneras:

a)   en el poder (dynamis) que Dios le concede para permitirle realizar una obra divina, para asociarlo a la obra salvadora de Dios. Este poder permite    que crezca en nosotros el hombre interior (cfr Ef 3, 16, 20); nos habilita para ser testigos de Dios (cfrHe 4, 35), para anunciar el mensaje del evangelio (cfr Rom 1, 16; 1 Cor 1, 18); nos permite sufrir por la expansión del Reino (cfr Gál 1, 11);

b)   en su confianza (parresía) para proclamar la palabra de Dios sin miedo, como Pedro el día de Pentecostés (cfr He 2), o en compañía de Juan ante los miembros del Sanedrín, que les mandan dejar de enseñar en nombre de Jesús, y responden: «Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios» (He 4, 19). «Laparresía consiste en decirlo todo, es esa libertad de lenguaje y franqueza en el hablar que dice todo lo que tiene que decir y lo dice abiertamente, a la cara. Una libertad tal supone en quien la posee una resuelta osadía, una seguridad que no sufre desorientación, y la confianza de quien está seguro de aquello que dice y de que nadie será capaz de hacerle callar»[1];

c)   en su firmeza en la fe y en las buenas obras: «Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario, el diablo, como un león rugiente, ronda buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos dispersos por el mundo soportan los mismos padecimientos» (1 Pdr 5, 8-9);

d)   en la paciencia (hypomoné), especialmente ante la persecución y las tribulaciones: «Hermanos míos: considerad una gran alegría el estar cercados por toda clase de pruebas, sabiendo que vuestra fe probada produce la paciencia. Pero la paciencia tiene que ejercitarse hasta el final, para que seáis perfectos e íntegros, sin defecto alguno» (Sant 1, 2-4). La perseverancia es necesaria para salvarse: «Y todos os odiarán a causa de mi nombre; pero quien persevere hasta el fin, ése se salvará» (Mt 10, 22);

e)   en el perdón a los que les ofenden, renunciando a todo deseo de venganza (cfr Mt18, 21-35; Rom 12, 20), refrenando todo sentimiento de cólera o irritación, guardando calma y paz ante las ofensas.

La fortaleza está íntimamente relacionada con la esperanza de la vida eterna: «Pero no sólo esto: también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Una esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5, 3-5).

En el Nuevo Testamento se utiliza la palabra mártir para designar al testigo de Cristo por excelencia, que es el apóstol. Sin embargo, en algunos textos aparece ya ligada a esta idea la de los sufrimientos y la muerte que llevará consigo para los testigos su propio testimonio. El Señor predice a los apóstoles: «Vosotros estad alerta: os entregarán a los tribunales, y seréis azotados en las sinagogas, y compareceréis por causa mía ante los gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos» (Mc 13, 9). Esteban será el primer testigo que sufrirá la muerte por Cristo. En el lenguaje cristiano, la palabra mártir designará no ya al testigo sino al testigo dispuesto a confesar la fe hasta la muerte[2].

1.2. La doctrina patrística

En algunos Padres de la Iglesia parece darse una confusión entre la fortaleza griega y la fortaleza cristiana. Así, Clemente de Alejandría, en el siglo III, y con él los padres griegos, identifican las concepciones estoicas de la fortaleza con las concepciones bíblicas. Lo mismo sucede entre los padres latinos. Pero se trata sobre todo de una cuestión de términos. Aunque adopten términos que en la filosofía griega responden a conceptos distintos, en el fondo su concepción es diferente. Así, cuando Clemente de Alejandría afirma que el cristiano perfecto es impasible, podría parecer que se está refiriendo al ideal estoico. Sin embargo, para él, la impasibilidad consiste en el desprecio de las cosas creadas y en la esperanza de vivir un día con Cristo, y es un don de la gracia[3].

Los Padres de la Iglesia insisten en que la fortaleza del cristiano es prestada, y debe ser pedida a Dios:

«Habiendo Dios dotado a los demás animales de la velocidad en la carrera, o la rapidez en el vuelo, o de uñas, o de dientes, o de cuernos, sólo al hombre lo dispuso de tal forma que su fortaleza no podía ser otra que el mismo Dios: y esto lo hizo para que, obligado por la necesidad de su flaqueza, pida siempre a Dios cuanto pueda necesitar»[4].

«Si Dios retira su auxilio, podrás pelear; lo que no podrás es vencer»[5].

La afirmación de San Pablo: «Todo lo puedo en aquél que me conforta» (Fil 4, 13), tiene su eco en los escritos de los Padres:

«Muchas son las olas que nos ponen en peligro, y una gran tempestad nos amenaza: sin embargo, no tememos ser sumergidos porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Nada trajimos al mundo, de modo que nada podemos llevarnos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes»[6].

La fortaleza aparece en directa conexión con la esperanza sobrenatural:

«Pues me parece que el atleta valiente, una vez desnudo para luchar en el estado de la piedad, debe sufrir con valor los golpes que le den los contrarios, con la esperanza de la gloria del premio. Pues que todos aquellos que en los juegos gimnásticos se han acostumbrado a las fatigas de la lucha, jamás desmayan por el dolor de los golpes; antes bien, despreciando los males presentes por el deseo del triunfo, atacan de cerca de sus adversarios. De la misma manera, aunque al varón virtuoso le acontezca alguna cosa desagradable, no por eso perderá su gozo»[7].

Es frecuente el tema de la necesidad de la fortaleza para enseñar la verdad y corregir los errores:

«Lo que hay que temer no es el mal que digan contra vosotros, sino la simulación de vuestra parte; entonces sí que perderíais vuestro sabor y seríais pisoteados. Pero si no cejáis en presentar el mensaje con toda su austeridad, si después oís hablar mal de vosotros, alegraos. Porque lo propio de la sal es morder y escocer a los que llevan una vida de molicie. Por tanto, estas maledicencias son inevitables y en nada os perjudicarán, antes serán prueba de vuestra firmeza»[8].

Se trata, sin embargo, de una fortaleza que sabe conjugar la intransigencia con los vicios y la compasión con los pecadores:

«Si la regla de conducta del maestro debe ser siempre perseguir al vicio para corregirlo, es muy conveniente que conozcamos que debemos ser firmes contra los vicios, pero compasivos con los hombres»[9].

El tema del martirio como supremo acto de la virtud de la fortaleza es también muy frecuente. El texto más primitivo en el que se encuentra la palabra mártir en el sentido de testigo que muere por dar testimonio, es la Epístola a los Corintios de San Clemente Romano. En ella, el martirio se considera un acto de la paciencia cristiana sostenida por la esperanza de una vida mejor, por la confianza en al auxilio de Cristo y por el amor a Dios[10].

1.3. Las elaboraciones teológicas medievales

Hasta Santo Tomás es difícil encontrar un estudio sistemático de la fortaleza. Sin embargo, tanto por los testimonios que recogen de Aristóteles y otros filósofos y de los Santos Padres, como por el modo de enfocar la cuestión y sus comentarios personales, resulta interesante hacer mención de algunos autores medievales. Entre ellos se van perfilando dos grandes líneas de pensamiento: la escuela dominicana (con San Alberto Magno y Santo Tomás) y la escuela franciscana (Alejandro de Hales y San Buenaventura).

Pedro Lombardo trata la virtud de la fortaleza en el Libro de las Sentencias, que posiblemente es un compendio de las lecciones dictadas en la Universidad de París, y que durante mucho tiempo fue el libro de texto de los estudiantes de Teología. En el libro tercero de las Sentencias, recoge la afirmación de San Agustín, según la cual la fortaleza está «in perferendis molestiis», es decir, para llevar con ánimo las molestias[11].

Alejandro de Hales, cuando comenta las afirmaciones de Pedro Lombardo sobre las virtudes cardinales, recoge lo que Aristóteles y San Agustín habían dicho sobre la fortaleza. Define esta virtud, siguiendo a San Agustín, como «amor omnia facile tolerans propter id quod amatur»[12]. Más adelante, se refiere de nuevo a San Agustín y asume su distinción de las virtudes: «Prudentia est in eligendis, temperantia in utendis, fortitudo in tolerandis, iustitia in distribuendis» (De anima et spiritu). Esta distinción –afirma Alejandro de Hales- se ha tomado según si los actos se refieren al prójimo o a uno mismo. Desde este segundo punto de vista, a la fortaleza le corresponde, en lo que se refiere al acto exterior, tolerar los males[13].

Sin embargo, si se dividen las virtudes teniendo en cuenta que éstas son las fuerzas del alma contra los vicios, a la fortaleza le corresponde obrar contra lo adverso en lo que se refiere al apetito irascible[14]. Según otra división de las virtudes, a la fortaleza pertenece la realización de aquellas cosas que se deben hacer: lleva a obrar, actuar, hacer (facere)[15]. Por último, si la división de las virtudes «sumitur penes appetitum intra, et opus extra, et ordinem ad finem et impedimentum ne stet citra finem», a la fortaleza le corresponde «terrenas cupiditates reprimere et penitus eas oblivisci», puesto que su función consiste en «impedimenta removere»[16].

El acto principal de la potencia irascible respecto a aquellas cosas que se refieren al fin es afrontar lo que es difícil de resistir y difícil de atacar, y todo ello pertenece a la fortaleza[17].

Se puede apreciar en el pensamiento de Alejandro de Hales un mayor interés por adentrarse en la consideración teológica de la fortaleza. Aunque no se detiene a explicar los actos de esta virtud, ni el sujeto, el objeto, el martirio, etc., refleja la convicción de que los actos de la fortaleza son dos: tolerar lo adverso y obrar contra lo adverso, y es consciente de que el sujeto psicológico de esta virtud es el apetito irascible. Las referencias a Aristóteles manifiestan el interés de conciliar el pensamiento agustiniano con el del Estagirita.

El pensamiento de San Alberto Magno con respecto a la fortaleza se encuentra sobre todo en el comentario al Libro de las Sentencias y en el Paradisus animae sive libellus de virtutibus.

Considera la fortaleza como el hábito que gobierna el actuar del hombre ante los peligros extremos, como los peligros de la guerra, que ponen en juego el bien de los ciudadanos, es decir, su justicia, su libertad o cosas semejantes[18].

Al comentar la definición de las virtudes cardinales, San Alberto afirma que, aunque la fortaleza está presente en todo acto virtuoso -pues todas las virtudes se refieren a los gozos y tristezas, y todas procuran llevar con buen ánimo las molestias que las pasiones comportan-, a la fortaleza pertenece propiamente llevar con ánimo las molestias, porque la pasión a que se refieren es la más acerba y la que más contrista de todas[19].

Posteriormente y con un lenguaje más ascético que filosófico, desarrolla San Alberto las ideas centrales acerca de la virtud de la fortaleza en el capítulo noveno del Paradisus animae. Afirma que la verdadera fortaleza está en resistir y dominar las tentaciones de todo tipo. No consiste propiamente en ayunar, no dormir y castigar el cuerpo, sino en el poder de refrenar los pies ante los vicios, las manos ante las obras y el tacto ilícitos, el oído para no escuchar lo que no conviene, y la lengua para no hablar palabras dañosas[20]. Tres características tiene la virtud de la fortaleza que hacen saborear la suavidad espiritual: «Fortalece la mente para hacer el bien, para tolerar lo adverso y para vencer los vicios y todas las cosas nocivas»[21]. Señala también los oficios de la fortaleza: afirmar el intelecto en el conocimiento de Dios y la voluntad en el amor de Dios y del prójimo; robustecer la mente ante las cosas adversas; y animar a la mente para que se mantenga siempre en el bien y no se abata ante el mal[22].

También San Buenaventura afronta el estudio de la fortaleza en sus comentarios a lasSentencias de Pedro Lombardo. Considera el apetito irascible como sujeto de la fortaleza. En cuanto a los actos interiores que concurren necesariamente en la acción virtuosa (conocer, querer y obrar sin perturbación), a la fortaleza corresponde obrar sin perturbación en las situaciones adversas. Su función consiste en superar la debilidad[23].

Con respecto a la definición que recoge Pedro Lombardo (fortitudo est in perferendis molestiis), San Buenaventura trata de resolver algunas dificultades que se pueden presentar. Según Aristóteles, el paciente se distingue del fuerte en que el primero «patitur sed non deducitur», mientras que el fuerte «nec patitur nec deducitur». Por tanto, no parece que la fortaleza sea «in perferendis molestiis». Sin embargo, la fortaleza «non solum non deducitur, verum etiam magis agat quan agatur», puesto que al decir que consiste en llevar con ánimo las molestias, no se dice sólo que en ellas no sucumbe, sino que las supera[24].

De otra parte, si las virtudes son de los deleites y de las tristezas, la fortaleza será también de los deleites, lo cual no parece muy acertado. A lo que San Buenaventura contesta puntualizando que la fortaleza versa sobre esto a modo de soportar y tolerar, a diferencia de las demás virtudes que lo hacen por medio de elección o fuga. Argumento que sirve también para aclarar que la fortaleza es una virtud específica diferente de las demás[25].

«La labor de Santo Tomás y su novedad consistió en integrar en el pensamiento cristiano las afirmaciones capitales de la razón griega. Será Santo Tomás el primero en ofrecernos una teología de la fortaleza en que a la lección de la Biblia sepa unir la lección de los griegos y a la exaltación de Dios la exaltación del hombre»[26].

Aunque el Aquinate trata de la fortaleza en muchas de sus obras, recogemos únicamente el esquema que sigue en la Summa Theologiae (II-II, qq. 123-140):

1.   La fortaleza en sí misma (q. 123).

2.   El martirio, como acto más perfecto de la fortaleza (q. 124).

3.   Los vicios contrarios a la fortaleza (qq. 125-127):

   Timidez o cobardía

   Impavidez

   Audacia o temeridad

4.   Las virtudes anejas a la fortaleza (qq. 128-138):

  Magnanimidad

  Magnificencia

  Paciencia

  Perseverancia

5.   El don de fortaleza (q. 139).

6.   Los preceptos de fortaleza (q. 140).

1.4. Los desarrollos teológicos actuales

Los manuales de teología moral que adoptan el esquema de las virtudes, siguen de cerca el pensamiento de Santo Tomás sobre la virtud de la fortaleza, tratando de esquematizarlo y compendiarlo para facilitar su aprendizaje[27]. Siguiendo la estructura de la II-II, suelen dedicar una primera parte a considerar la virtud en sí misma (definición, objeto, sujeto, actos, martirio), y un segundo apartado, más extenso, para tratar de las virtudes anejas a la fortaleza: magnificencia, magnanimidad, paciencia y perseverancia.

En general, definen la fortaleza como la virtud que robustece el apetito irascible y, por tanto, la voluntad en cuanto le pertenece dicho apetito, para que no desista en la consecución del bien arduo a pesar de los máximos peligros. Consideran que el objeto material próximo son los temores y audacias, y el objeto material remoto los peligros y dificultades. El objeto formal es la moderación de los temores y audacias ordenándolos a la razón y en lo referente a los máximos peligros.

En todos los manuales se dedica una atención especial al acto más excelente de la fortaleza: el martirio, estudiando su naturaleza, condiciones, mérito y eficacia.

Los manuales que siguen el esquema del Decálogo, suelen hacer una primera aproximación a la fortaleza al exponer las virtudes cardinales en general. Posteriormente incluyen su estudio o entre los deberes morales terrenos[28], o entre los deberes para consigo mismo[29]. El desarrollo de los distintos aspectos de esta virtud es semejante al de los manuales anteriores, pero tratan de señalar más las aplicaciones prácticas para la vida cristiana.

El desprestigio de la virtud de la fortaleza

Una consecuencia del racionalismo liberal, con el que se pierde la relación de la persona humana con el Creador, y se pretende situar al hombre en el centro del universo, ha sido el planteamiento “horizontal” de la vida del hombre y el vaciamiento del contenido de los conceptos en los que el cristianismo había cifrado el «paradigma del hombre bueno: prudencia, justicia, fortaleza y templanza»[30]. De estas virtudes, las que han sufrido un mayor falseamiento tal vez hayan sido la fortaleza y la templanza. Al poner como centro del universo al hombre, se difumina e incluso se pretende eliminar la realidad metafísica del mal, que es el fundamento real de la virtud de la fortaleza: «Este fundamento real, sin el que ni la fortaleza ni la templanza podrían ser concebidas en su pleno sentido de hábitos laudables, es el hecho metafísico de la existencia de la iniquidad: del mal humano y del mal diabólico, del mal en la doble figura de culpa y de castigo, es decir, del mal que hacemos y del mal que padecemos»[31].

La búsqueda desmedida de seguridad y el optimismo incondicional e infundado, llevan al hombre a querer liberarse de la necesidad de luchar y, por tanto, a perder el sentido de la fortaleza. La lucha cristiana y el ejercicio de la fortaleza se ven entonces como una esclavitud del hombre con respecto a Dios. «El liberalismo no puede menos de calificar de sin sentido a la verdadera fortaleza que se esfuerza en el combate, antojándosele sin remedio ser un “estúpido” el hombre que participa de semejante virtud»[32].

A lo largo del siglo XX, se han dado repetidos intentos de contrarrestar el desprestigio de la virtud de la fortaleza y de su aplicación e importancia en la vida cristiana[33].

2.  Análisis teológico de la virtud de la fortaleza

2.1. Naturaleza de la virtud de la fortaleza: la fortaleza como empeño en la realización del bien y del valor, superando la dificultad

La palabra fortaleza puede tomarse en dos sentidos[34]:

a)   como condición necesaria de toda virtud, pues toda virtud debe ser firme y estable;

b)   como virtud, significa la especial firmeza para resistir y rechazar todos peligros graves.

La fortaleza es la recta disposición del apetito irascible que robustece el ánimo frente a todo peligro o adversidad que se derive de querer hacer el bien o rechazar el mal, sobre todo frente a la muerte. El Catecismo de la Iglesia Católica la define así: «La fortalezaes la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa»[35].

Es una virtud cardinal que tiene por sujeto al apetito irascible en cuanto subordinado a la razón, y por finalidad remover los impedimentos provenientes de las pasiones de temor y temeridad, para que la voluntad no deje de seguir los dictados de la recta razón y de la fe frente a los peligros graves o grandes males corporales, llegando, si es preciso, hasta la muerte.

El sujeto de la fortaleza es el apetito irascible, no en sí mismo, sino en cuanto subordinado al dictado de la razón; es decir, en su potencia obediencial respecto a la razón. A causa del pecado original, el apetito irascible puede escapar  del dominio de la razón; se requiere, por tanto, en este apetito una disposición estable que le haga obedecer fácil y prontamente a los dictámenes de aquélla.

La función de la fortaleza es doble:

a)   superar el temor, que provoca un retraimiento frente al mal que amenaza. La fortaleza hace que la persona no ceda al temor, que persevere en el bien o en su búsqueda, superando el miedo;

b)   moderar la temeridad.

De este modo, la fortaleza permite superar los impedimentos que provienen de las pasiones del temor y de la temeridad para que la voluntad siga los dictados de la recta razón y de la fe frente a los peligros graves o grandes males físicos y corporales. Es importante advertir que el fin de la fortaleza no consiste principalmente en superar el temor y la temeridad, sino en moderar estas pasiones en razón del bien y para obrar el bien.

La esencia de la fortaleza no es vencer dificultades, sino obrar el bien cueste lo que cueste. El fuerte no busca ser herido, no busca el sufrimiento, sino el bien. Lo importante es hacer el bien, no el sufrir. Por eso, los que tienen la función de enseñar, de orientar la vida interior de las personas, deben tener en cuenta que las exposiciones innecesarias al mal son, entre otras cosas, muy antipedagógicas, pues lo importante no es superar dificultades, sino buscar o mantenerse firmes en el bien. No es más fuerte el que más sufre, sino el que se adhiere con más firmeza al bien. La esencia de la fortaleza es la unión con el bien.

A veces se realizan determinados actos externos que parecen manifestación de fortaleza sin serlo realmente[36]. Es falsa fortaleza enfrentarse a lo difícil como si no lo fuera, ya sea por desconocer la magnitud del peligro o por confiar imprudentemente en las propias fuerzas. Tampoco es virtud realizar un acto de fortaleza a impulsos de la pasión, sea la tristeza que se pretende sacudir, sea la ira, porque está ausente la dirección racional del juicio prudencial. Por último, pueden realizarse actos de fortaleza pero por un fin no legítimo; por ejemplo: sólo para conseguir bienes temporales como el honor, el placer o la riqueza, o para evitar alguna incomodidad. En este caso falta la necesaria ordenación de la recta razón al Sumo Bien.

El supuesto real sobre el que se asienta la virtud de la fortaleza (como también la templanza) es el hecho metafísico del mal que hacemos y del mal que padecemos[37]. Por eso no es de extrañar que cuando se pierde el sentido del pecado –cuya gravedad sólo se puede captar por la fe- se pierda también la conciencia de la necesidad de combatirlo y, por tanto, la necesidad de la fortaleza.

La razón más profunda de la necesidad de la fortaleza es la esencial vulnerabilidad del hombre. Quien no es vulnerable no necesita ser fuerte: el ángel, un bienaventurado, no tienen necesidad de esta virtud. Ser fuerte supone poder estar herido.

En sí misma, la fortaleza es una virtud insuficiente. Para estar dispuesto a sufrir por y para alcanzar el bien, hay que saber primero cuál es el bien.  De ahí que la prudencia sea condición de la fortaleza. Así, no es valiente el que se expone alocadamente a toda clase de peligros, pues estaría valorando cualquier cosa como mejor que su integridad personal. La fortaleza supone una valoración prudente de lo que se arriesga y de lo que se intenta proteger o conseguir. Al mismo tiempo, una fortaleza que no estuviese al servicio de la justicia también sería falsa, pues en realidad estaría al servicio del mal. Por eso afirma Santo Tomás que «el hombre no pone su vida en peligro más que cuando se trata de la salvación de la justicia. De ahí que la dignidad de la fortaleza sea una dignidad que depende de la anterior virtud»[38].

2.2. Opción fundamental por el bien y esfuerzo personal en los actos concretos 

La noción de fin domina todo el ámbito de la moralidad. Sin un fin último, ninguna acción tendría sentido ni moralidad. No habría bien ni mal. Pero la fortaleza tiene una especial relación con el fin. «La razón es sencilla: en esta virtud lo cronológicamente presente no se vive como agradable, proporcionado, armonioso o bello. Más bien se sabe que es un mal: dolor, miedo, sufrimiento, dificultad. ¿Por qué ser fuerte entonces? Por mor del bien, a causa del fin. El fin, cronológicamente no presente, es la razón de ser del resistir en el bien pese al dolor, o a la repugnancia, que provoca el mal actual»[39].

El valiente está dispuesto a enfrentarse al mal, a las dificultades y sufrimientos, incluso a la muerte, como consecuencia de su fidelidad a un fin al que considera como superior a cualquier bien. El fuerte no decide soportar el dolor, el sufrimiento, la miseria, el mal, por sí mismos, sino por el fin. La única razón para soportar el mal es el amor al fin, al bien que se ama sobre todas las cosas.

De ahí la necesidad de poseer una presencia esperanzada y amorosa del fin. En caso contrario, el esfuerzo tiende a aparecer como absurdo. San Pablo pregunta a los cristianos de Corinto: «Si realmente los muertos no resucitan (...) ¿para qué ponernos en peligro a cada instante? (...). Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1 Cor 15, 29-32).

De este modo puede comprenderse que existe una íntima relación entre la unión con Dios y la realización de los actos concretos. Cuanta mayor sea la unión con Dios por la fe, la esperanza y el amor, más firme será la persona en resistir el mal o en afrontar las dificultades concretas que se la presentan.

«Bebamos hasta la última gota del cáliz del dolor en la pobre vida presente. -¿Qué importa padecer diez años, veinte, cincuenta..., si luego es cielo para siempre, para siempre..., para siempre?  -Y, sobre todo -mejor que la razón apuntada, “propter retributionem”-, ¿qué importa padecer, si se padece por consolar, por dar gusto a Dios nuestro Señor, con espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz, en una palabra: si se padece por Amor?...»[40].

2.3. Fortaleza y madurez humana; fortaleza y personalidad

Una persona madura es aquella que ha llevado a su plenitud todas las dimensiones propias de la persona.

La personalidad es la fisonomía espiritual de la persona, y en este sentido se dice que una persona tiene una personalidad madura o inmadura.

Al hablar de madurez humana es preciso distinguir diversos niveles: fisiológico, psicológico y espiritual[41]:

  • La madurez fisiológica supone un desarrollo orgánico normal, sin anomalías.
  • La madurez psicológica consiste en la capacidad de conducirse racionalmente. Supone dominar las funciones intelectuales (capacidad de atención, dominio de la imaginación, hábitos de razonamiento), controlar la afectividad (capacidad de moderar los placeres y soportar los dolores, integración de la sexualidad, estabilidad de ánimo), tomar decisiones ponderadas, juzgar rectamente los acontecimientos y las personas, confiar en uno mismo, etc.
  • La madurez espiritual significa que la persona posee unas directrices generales, asumidas conscientemente, que ordenan su vida. Supone tener suficiente cultura personal sobre el mundo y la sociedad; poseer valores, convicciones y criterios morales verdaderos; haber establecido relaciones humanas satisfactorias; y tener unos objetivos personales, una vocación, una idea de lo que se quiere en la vida, con la consiguiente responsabilidad para asumir las consecuencias de la propia situación vital.

Como puede apreciarse fácilmente, todas las virtudes morales están implicadas en la madurez de la persona. Podríamos decir que alguien tiene una personalidad madura cuando posee todas las virtudes, y su fisonomía espiritual, sin dejar de ser propia, se identifica con la de Cristo. Sin embargo, se puede apreciar también que la virtud de la fortaleza juega un papel de primer orden en la adquisición de la madurez, en cuanto es la virtud que lleva a resistir el sufrimiento y la muerte por el bien, y a atacar con decisión los obstáculos que se oponen a la consecución del bien.

Se afirma frecuentemente que nada hace madurar tanto como el dolor. Es cierto, a condición de que completemos esta idea diciendo: como el dolor que se sufre por el bien. No es el dolor en sí mismo lo que busca el valiente, sino el bien, a pesar del sufrimiento que sea preciso soportar para alcanzarlo. Así, la lucha por adquirir la fortaleza es también la lucha por la madurez. Quien posee la virtud de la fortaleza mantiene habitualmente un ánimo estable ante las contrariedades y los sufrimientos físicos o morales, porque está internamente adherido al bien con una gran fuerza. Y se enfrenta a los obstáculos y a las dificultades no por ambición u orgullo, sino para obtener el bien, teniendo en cuenta sus propias fuerzas y juzgando adecuadamente la magnitud del obstáculo. La virtud de la fortaleza, al darnos un ánimo estable, nos permite mantenernos serenos para tomar las decisiones más oportunas y prudentes. Nos hace más libres no sólo con respecto a nuestras pasiones y sentimientos, a los que ordena según la razón y la fe, sino también ante la influencia del ambiente que trata de convencernos de que resistir en el bien no vale la pena, y mucho menos emplear nuestras energías para alcanzarlo.

El dolor y el sufrimiento físico o moral, cuando se recibe como venido de la mano de Dios y se lleva por amor a Él, transforma positivamente nuestra personalidad: nos hace más comprensivos con los demás, nos ayuda a valorar las cosas objetivamente, lima las asperezas de nuestro carácter, etc.

2.4. Fortaleza y conciencia de la propia debilidad: la confianza en Dios, elemento constitutivo de la fortaleza cristiana

La fortaleza sólo es virtud cuando se apoya en el conocimiento objetivo de las propias fuerzas y, en consecuencia, pide y confía en la fortaleza de Dios.

El poder del hombre para realizar el bien moral encuentra una primera dificultad real en su naturaleza herida por el pecado original.

«Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada uno debe siempre pedir esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal»[42].

A esto se añade la debilidad producida por los pecados personales, la influencia que ejerce el ambiente, etc.

La excesiva confianza en las propias fuerzas termina en la derrota. San Pedro, lleno de entusiasmo, pero poco consciente tal vez de su miseria, promete a Jesús que nunca la dejará y que, si es preciso, morirá con Él. A las pocas horas jura no conocerle.

La fortaleza cristiana no desconoce ni desprecia las fuerzas humanas. Por el contrario, el cristiano conoce mejor y aprecia en su justa medida su propia capacidad. Por eso es también consciente de la necesidad que tiene de la gracia de Dios, de la fortaleza divina, para mantenerse firme ante los peligros y para lanzarse con verdadera audacia a la consecución del bien. La fortaleza cristiana está igualmente alejada del pelagianismo, que pone su confianza en las propias fuerzas, como de la pasividad, que espera la ayuda extraordinaria de Dios mientras olvida que es el mismo Dios quien le ha dado al hombre unas fuerzas naturales que debe desarrollar.

La gracia que recibimos a través de los Sacramentos nos fortalece para ser valientes en el seguimiento de Cristo. Especial importancia tiene en este sentido el sacramento de la Confirmación:

«Con el Bautismo y la Eucaristía, el sacramento de la Confirmación constituye el conjunto de los “sacramentos de la iniciación cristiana”, cuya unidad debe ser salvaguardada. Es preciso, pues, explicar a los fieles que la recepción de este sacramento es necesaria para la plenitud de la gracia bautismal (cfr OCf, Praenotanda 1). En efecto, a los bautizados “el sacramento de la confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma se comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras” (LG 11; cfr OCf, Praenotanda2)»[43].

El conocimiento de la propia debilidad lleva a la oración confiada, en la que pedimos la fuerza para hacer la voluntad de Dios y le rogamos que no nos deje caer en la tentación.

«“No entrar en la tentación” implica una decisión del corazón: “Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón... Nadie puede servir a dos señores” (Mt 6, 21-24). “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Ga 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este “dejarnos conducir” por el Espíritu Santo. “No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito” (1 Co 10, 13)»[44]

«Pues bien, este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (cfr Mt 4, 11) y en el último combate de su agonía (cfr Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya (cfr Mc 13, 9. 23. 33-37; 14, 38; Lc 12, 35-40). La vigilancia es “guarda del corazón”, y Jesús pide al Padre que “nos guarde en su Nombre” (Jn 17, 11). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia (cfr 1 Co 16, 13; Col 4, 2; 1 Ts 5, 6; 1 P 5, 8). Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. “Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela” (Ap 16, 15)»[45].

En los escritos de S. Josemaría Escrivá encontramos continuas referencias a la confianza en Dios como elemento constitutivo de la fortaleza cristiana. Baste el siguiente texto:

«La ascética del cristiano exige fortaleza; y esa fortaleza la encuentra en el Creador. Somos la oscuridad, y El es clarísimo resplandor; somos la enfermedad, y El es salud robusta; somos la debilidad, y El nos sustenta,quia tu es, Deus, fortitudo mea (Ps XLII, 2), porque siempre eres, oh Dios mío, nuestra fortaleza. Nada hay en esta tierra capaz de oponerse al brotar impaciente de la Sangre redentora de Cristo. Pero la pequeñez humana puede velar los ojos, de modo que no adviertan la grandeza divina. De ahí la responsabilidad de todos los fieles, y especialmente de los que tienen el oficio de dirigir -de servir- espiritualmente al Pueblo de Dios, de no cegar las fuentes de la gracia, de no avergonzarse de la Cruz de Cristo»[46].

Apoyado en la fortaleza de Dios, el cristiano adquiere un santo “complejo de superioridad”, que no es manifestación de soberbia, sino consecuencia de la humildad:

«“Todo lo puedo en Aquél que me conforta”. Con Él no hay posibilidad de fracaso, y de esta persuasión nace el santo “complejo de superioridad” para afrontar las tareas con espíritu de vencedores, porque nos concede Dios su fortaleza»[47]

«Cuando se trabaja por Dios, hay que tener “complejo de superioridad”, te he señalado.    

»Pero, me preguntabas, ¿esto no es una manifestación de soberbia? —¡No! Es una consecuencia de la humildad, de una humildad que me hace decir: Señor, Tú eres el que eres. Yo soy la negación. Tú tienes todas las perfecciones: el poder, la fortaleza, el amor, la gloria, la sabiduría, el imperio, la dignidad... Si yo me uno a Ti, como un hijo cuando se pone en los brazos fuertes de su padre o en el regazo maravilloso de su madre, sentiré el calor de tu divinidad, sentiré las luces de tu sabiduría, sentiré correr por mi sangre tu fortaleza»[48].

2.5. El don de fortaleza

La virtud de la fortaleza nos hace fuertes para la lucha por ser fieles a Dios, pero normalmente no evita la angustia y el miedo, las fluctuaciones de la sensibilidad y la repugnancia ante el sufrimiento. «Hay una manera incomparablemente superior de triunfar de todo miedo y de moderar toda audacia, en presencia de todas las dificultades, aun de las más imprevistas, frente a los más temibles peligros de muerte, sin doblegarse lo más mínimo: cuando Dios en Persona suple las limitaciones de la naturaleza humana, convirtiéndose en sostén de sus hijos. Entonces, la fortaleza sobrehumana y sonriente de los siervos de Dios y de los mártires carece de límites. Dios es su invencible Fuerza. Él les conserva en medio de las mayores torturas en su inmutable paz»[49], pues la esencia del don de fortaleza consiste precisamente en revestir al hombre de la fuerza misma de Dios.

El don de fortaleza robustece el alma para practicar, por instinto del Espíritu Santo, todas las virtudes heroicas con invencible confianza en superar los mayores peligros o dificultades. Esta confianza en la victoria es una de las diferencias fundamentales entre la virtud y el don de fortaleza. Como afirma Santo Tomás, «la fortaleza como virtud da al alma fuerza para soportar toda suerte de peligros, pero no puede darle la seguridad de que se librará de todos ellos; esto lo hace el don de fortaleza»[50].

El don de fortaleza proporciona al cristiano una energía y determinación inquebrantables en la búsqueda de la santidad. «Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella (la santidad), venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo»[51]. Esta fortaleza es don del Espíritu Santo.

Otra consecuencia del don de fortaleza es la completa destrucción de la tibieza, que se debe casi siempre a la falta de fortaleza para superar las dificultades que se oponen a la santidad.

El don de fortaleza transforma al cristiano y lo convierte en valiente testigo de Cristo ante cualquier peligro o enemigo, como vemos que sucede a los Apóstoles el día de Pentecostés: desaparece la cobardía que les había llevado a dejar solo a Jesús, incluso a negarle, como Pedro, y se presentan ante el pueblo y, más tarde, ante el Sanedrín con una valentía que nadie puede doblegar.

El don de fortaleza no sólo lleva al heroísmo en lo grande, sino también al heroísmo en lo pequeño, a la fidelidad en el cumplimiento de los pequeños deberes de cada instante.

3.  Los actos propios de la virtud de la fortaleza

3.1.  Acometer y resistir para vivir y realizar la verdad y el bien, momentos decisivos del ejercicio de la virtud de la fortaleza

Ser valiente quiere decir realizar el bien haciendo frente a las dificultades. Pero se puede hacer frente de dos modos: resistiendo y atacando.

Según Santo Tomás, el acto más propio de la fortaleza es resistir[52]. Esto no quiere decir que resistir posea un valor más alto que atacar, ni que sea más valiente el que resiste que el que ataca, sino que la situación en la que se muestra la verdadera esencia de la fortaleza es aquella en la que la única posibilidad que le queda a la persona es resistir.

Resistencia no equivale a pasividad, sino que implica un enérgico acto del alma que consiste en adherirse fuertemente al bien, que es la causa de que el fuerte no ceda ante el peligro de ser herido o muerto[53].

La fortaleza puede hacer uso de la ira en el acto de atacar, porque es propio de la ira revolverse contra lo que nos causa tristeza; pero no se trata de cualquier ira, sino únicamente de la controlada y rectificada por la razón[54].

3.2.  Los vicios contrarios a la fortaleza

A la fortaleza se opone la timidez o cobardía, que consiste en rehuir los sufrimientos necesarios para conseguir el bien difícil. Se opone también la impavidez, que no evita los peligros pudiendo y debiendo hacerlo, y la temeridad o audacia desordenada, que desprecia los dictámenes de la prudencia saliendo al encuentro del peligro.

La timidez o cobardía

A veces se identifica erróneamente la valentía con no tener miedo. «El justo –afirma el Aquinate- es alabado porque el temor no le aparta del bien, no por falta completa de temor»[55]. La persona valiente no ignora la realidad sino que es consciente de que el daño al que se expone es un mal, y ante el mal el hombre normalmente siente miedo. La fortaleza no consiste, pues, en no sentir temor, sino en no dejar que el temor fuerce al mal o impida realizar el bien. Es fuerte el que hace frente a la dificultad que le produce temor, no por ambición ni por miedo a ser tachado de cobarde, sino por amor al bien, es decir, por amor a Dios. 

«El miedo quita a veces el coraje cívico a los hombres que viven en un clima de amenaza, opresión o persecución. Así, pues, tienen valentía especial los hombres que son capaces de traspasar la llamada barrera del miedo, a fin de dar testimonio de la verdad y la justicia Para llegar a tal fortaleza, el hombre debe “superar” en cierta manera los propios límites y “superarse” a sí mismo, corriendo el “riesgo” de encontrarse en situación ignota, el riesgo de ser mal visto, el riesgo de exponerse a consecuencias desagradables, injurias, degradaciones, pérdidas materiales y tal vez hasta la prisión o las persecuciones. Para alcanzar tal fortaleza, el hombre debe estar sostenido por un gran amor a la verdad y al bien a que se entrega. La virtud de la fortaleza camina al mismo paso que la capacidad de sacrificarse. Esta virtud tenía ya perfil bien definido entre los antiguos. Con Cristo ha adquirido un perfil evangélico, cristiano. El Evangelio va dirigido a los hombres débiles, pobres, mansos y humildes, operadores de paz, misericordiosos: y al mismo tiempo contiene en sí un llamamiento constante a la fortaleza. Con frecuencia repite: “No tengáis miedo” (Mt 14,27). Enseña al hombre que es necesario saber “dar la vida” (Jn 15,13) por una causa justa, por la verdad, por la justicia»[56].

Cuando la persona huye de aquello que, según la razón, debe huir, actúa bien. Por ejemplo, cuando huye de una ocasión de pecar, o de un mal al que no puede resistir y de cuya resistencia no saca ninguna utilidad. Su temor, en este caso, es ordenado y recto. Actúa mal, en cambio, cuando huye de aquello que la razón le manda soportar para no desistir de otros bienes que debe conseguir: en esto consiste el temor desordenado o cobardía[57].

La impavidez

No es valiente, fuerte, aquel que, por desconocer o valorar erróneamente la realidad, es decir, por necedad, no tiene miedo alguno. Otras veces, como afirma J. Pieper siguiendo a Santo Tomás, «es resultado de una perversión del amor. Porque el temor y el amor se condicionan mutuamente: cuando nada se ama, nada se teme; y si se trastorna el orden del amor, se pervierte asimismo el orden del temor»[58]. En muchas ocasiones la impavidez se debe a la soberbia.

No se debe temer a la muerte de tal modo que por miedo a ella ofendamos a Dios, «pero debe temerse en cuanto que puede ser un obstáculo que impida al hombre realizar obras de virtud, bien sea para sí mismo o para utilidad de los demás»[59]. De modo semejante, no debemos ceder al miedo a perder los bienes temporales cuando nos impiden amar a Dios. Pero no deben despreciarse en cuanto nos sirven de instrumentos para amarle[60].

La impavidez se opone, por tanto, a la fortaleza, porque es propio de esta virtud un temor moderado conforme a la razón y a la fe, de tal modo que el hombre tema lo que conviene y cuando conviene. El valiente resiste, pero no de cualquier modo, sino conforme a la razón y  a la fe[61].

La audacia o temeridad

La falta de temor razonable lleva a la temeridad o audacia[62]. Audacia es el nombre de una pasión del apetito irascible. La audacia como pecado consiste en no querer moderar esta pasión según la razón y la fe[63].

Aunque pudiera parecer lo contrario, de la audacia a la timidez hay un paso. Santo Tomás, citando a Aristóteles, afirma que los audaces se adelantan y buscan el peligro, pero una vez en él, se vuelven atrás, poseídos por el temor[64].

3.3.  La disposición al martirio, piedra de toque de la autenticidad de la vida cristiana

«El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. "Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios" (S. Ignacio de Antioquía, Rom 4,1)»[65].

La palabra griega mártir significa testigo. El mártir es el que está dispuesto a morir, si es preciso, para dar testimonio de la fe de Cristo.

El martirio es acto de la fortaleza. Es propio de la fortaleza mantener firme al hombre en el bien contra los peligros, sobre todo contra los peligros de muerte. En el martirio, «el hombre es confirmado en el bien de la virtud de una manera singular, al no abandonar la fe y la justicia ante los peligros de muerte, que amenazan inminentes, en una especie de combate particular, de parte de los perseguidores»[66].

La mayor herida que puede sufrir el viador es la muerte.  Toda herida es, en el fondo, una figura e imagen de la muerte. La fortaleza se refiere, en última instancia, a la muerte: ser fuerte es estar dispuesto a morir, a caer en el combate, por el bien. De ahí que una fortaleza que no conlleve la disposición de pelear hasta morir, de morir antes que pecar, no es verdadera fortaleza.

El martirio es el acto más perfecto, porque entre todos los actos de virtud es el que más demuestra la perfección de la caridad, ya que tanto mayor amor se demuestra a Dios cuanto más amado es lo que se desprecia por Él –la vida- y más odioso lo que se elige: la muerte, especialmente si va a acompañada de dolores y tormentos corporales[67]. De ahí podemos entrever el gran amor que nos demostró Jesús al padecer y morir por nosotros, pues «nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

Para que se pueda hablar propiamente de martirio, ¿basta con que el hombre elija sufrir la muerte y mantenerse firme en la verdad y la justicia ante los peligros de muerte, o es preciso que padezca efectivamente la muerte que ha aceptado? Si es esencial al martirio que el hombre dé testimonio de la fe demostrando con sus obras que desprecia todos los bienes temporales para alcanzar a Dios, es obvio que mientras posea la vida corporal no ha demostrado todavía de facto que desprecia todos los bienes temporales. En conclusión, sólo se puede hablar con propiedad de martirio cuando se sufre la muerte por Cristo[68].

Sin embargo, la fortaleza en el martirio no consiste en el hecho de recibir la muerte, sino en recibirla por conservar o ganar un bien más importante. El mártir no menosprecia la vida, sino que le asigna menos valor que a aquello por lo que la entrega. De ahí que no sea malo huir de la muerte, salvo si supone no adherirse al bien. Con razón afirma Santo Tomás que «no debe darse a otro ocasión de obrar injustamente; pero si él obra así, debe soportarse en la medida que exige la virtud»[69].

El cristiano ama la vida y las cosas de este mundo. Dios al crear vio que todo era bueno. La vida, la salud, las cosas materiales, el dinero, etc., son bienes auténticos que el cristiano no desprecia sino que ordena. Si necesita desprenderse de todos esos bienes es para conseguir bienes más altos, más importantes para el bien de la persona.

Es mártir no sólo el que padece la muerte por la confesión verbal de la fe, sino todo el que la padece por hacer un bien y evitar un mal por Cristo, porque todo ello cae dentro de la confesión de la fe. Todas las obras virtuosas, en cuanto referidas a Dios, son manifestaciones de fe, gracias a la cual sabemos que Dios las exige de nosotros y nos premia por ellas. Por tanto, en este sentido, todas las virtudes pueden ser causa del martirio. Y por eso la Iglesia celebra el martirio de San Juan Bautista, que no sufrió la muerte por defender la fe, sino por haber reprendido un adulterio[70].

4. Virtudes anejas a la fortaleza

Como la fortaleza tiene una materia muy determinada –los peligros de muerte-, no tiene partes subjetivas, pues no se divide en virtudes específicamente distintas. En cambio, sí se pueden distinguir virtudes cuasi integrales y anejas[71].

Como hemos visto, en la fortaleza se dan dos actos: resistir y atacar. Para que pueda darse el segundo se requieren dos virtudes:

a)   tener el ánimo preparado para el ataque, y

b)   no desistir en la realización de lo que se ha comenzado.

Estas dos virtudes, cuando se refieren a la materia propia de la fortaleza, es decir, a los peligros de muerte, son a modo de partes integrales de la misma, que no puede darse sin ellas. Pero si se refieren a otras materias de menor dificultad, dan lugar a virtudes específicamente distintas de la fortaleza, aunque unidas a ella como secundarias a la principal: la magnanimidad y la magnificencia.

Del mismo modo, para que se dé el primer acto de la fortaleza –resistir-, se necesita:

a)   no dejarse abatir por la tristeza ante lo difícil de los males que amenazan, perdiendo así el valor y grandeza de ánimo; y

b)   no cansarse ante la duración del mal que hay que resistir.

Estos elementos, cuando se refieren a la materia propia de la fortaleza, son a modo de partes integrales de la misma, mientras que si se ordenan a cualquier otra materia difícil, dan lugar a virtudes distintas de la fortaleza: la paciencia y la perseverancia.

Naturaleza de la magnanimidad

La magnanimidad es la virtud que inclina a lo grande, a lo que es verdaderamente digno de honor, en todo género de obras virtuosas.

«Parece ser la magnanimidad el adorno de todas las virtudes, pues por ella todas las virtudes cobran mayor realce, obrando ella los actos excelentes en la materia de las demás. Y con estos actos todas crecen. Añádase que la magnanimidad no cabe sin las otras virtudes; por lo cual parece añadírseles como su ornato o complemento»[72].

La fortaleza, de modo general, impone racionalidad al apetito irascible. Pero, más en concreto, en el apetito irascible se dan las pasiones de la esperanza y de la desesperación. Pues bien, la virtud que regula estas pasiones es la magnanimidad[73].

El objeto de la pasión de la esperanza es un bien futuro, arduo y difícil, pero posible de conseguir. Arduo es no lo que supera nuestras fuerzas, sino lo que supera el ejercicio fácil de nuestras fuerzas, lo que exige de nosotros un esfuerzo excepcional. Arduo es aquel bien que, por grandes que sean las penas y dificultades que tenemos que superar, merece que lo busquemos. Y la pasión de la esperanza nos impulsa a conseguirlo.

La pasión de la esperanza «es, ante todo, un deseo intenso, agudizado y fortalecido por la grandeza de su objeto y llevado a su punto máximo de tensión: no se espera, efectivamente, más que lo grande. Es también un deseo eficaz. Sólo se espera lo que es posible, entendiéndose por ello lo quese puede hacer por sí mismo. Precisamente a causa de que antes de esperar ha medido sus fuerzas y las ha encontrado suficientes, la esperanza puede, y sólo ella lo puede, regir la acción; es así la pasión motriz por excelencia»[74].

Pero la pasión de la esperanza necesita ser regulada, de modo que aspire a la verdadera grandeza. Discernir la verdadera grandeza y buscarla según la medida de las propias fuerzas corresponde a la virtud de la magnanimidad.

La verdadera grandeza del hombre consiste, sobre todo, en realizar las acciones virtuosas más perfectas, pero también en adquirir ciencia y bienes exteriores, de los cuales el más elevado es el honor. A primera vista podría parecer que buscar el honor no es virtud, y que la verdadera virtud lleva a huir de los honores. Ante esta objeción, Santo Tomás afirma que «son dignos de alabanza los que desprecian los honores de modo que no hacen nada improcedente para alcanzarlos ni los aprecian demasiado. Pero sería reprobable despreciarlos tanto que no se cuidara de hacer lo que es digno de honor. De este modo trata del honor la magnanimidad: procurando hacer las cosas dignas de honor, sin tenerlo en mucha estima»[75].

Hay que tener en cuenta que las cosas que más honor merecen son las virtudes. El magnánimo, que tiende a las cosas dignas de gran honor, no busca el honor como fin (es sólo un medio o estímulo para la virtud), ni como superior a la virtud (sólo es su recompensa). En consecuencia, no se engríe por los grandes honores que los hombres rinden a la virtud, pues considera que no son superiores a ella, ya que nunca puede ser honrada suficientemente por los hombres. Del mismo modo, no se desalienta cuando es deshonrado por los ignorantes o viciosos, incapaces de apreciar el valor de la virtud, sino que desprecia ese deshonor como injusto[76].

Magnanimidad y humildad

Cuando se aprecia que existe un conflicto entre magnanimidad y humildad, la causa puede ser un falso concepto de grandeza o un falso concepto de humildad.

La grandeza a la que aspira el magnánimo no tiene nada que ver con el orgullo. Por el contrario, busca la grandeza como medio para servir a los demás y a Dios.

«Los objetivos más altos que pueden solicitar el corazón del hombre son tres: el hombre, el bien de la comunidad y el honor de Dios. Según esto se dan tres líneas de fuerza de la vida moral, tres grandes virtudes generales: la magnanimidad, la justicia social, la religión. La magnanimidad abraza toda la actividad humana para ordenarla a la grandeza del hombre; la justicia social abarca toda la actividad humana para ordenarla al bien de la ciudad; la religión abarca, de nuevo, toda la actividad humana para ordenarla al honor de Dios. Entre todas estas aspiraciones no existe conflicto, sino que reina perfecta armonía, porque la persona humana no alcanza su grandeza, a no ser en el servicio de la comunidad y en el culto a Dios. La magnanimidad no podrá olvidar estas perspectivas grandiosas. El hombre ambiciona ser grande para el bien de la ciudad y para honra de Dios»[77].

La relación entre la magnanimidad y la humildad se comprende si se tiene en cuenta que en el hombre existe, por una parte, algo grande: los dones recibidos de Dios; y, por otra, algo defectuoso, que se debe a la debilidad de su naturaleza. Pues bien, la magnanimidad hace que el hombre se dignifique en cosas grandes considerando los dones recibidos de Dios. «Así –explica Santo Tomás-, si posee un ánimo valeroso, la magnanimidad hace que tienda a las obras perfectas de virtud. Lo mismo cabe decir del uso de cualquier otro bien, como la ciencia o los bienes exteriores de fortuna»[78]. La humildad, por su parte, lleva al hombre a considerarse poca cosa teniendo en cuenta sus defectos, y a reconocer que las fuerzas que posee son un don de Dios. Por tanto, si espera alcanzar la grandeza es por ese don de Dios. Y tendiendo a ella, rinde homenaje a Dios.

La magnanimidad define todo un estilo de vida que se manifiesta incluso en el porte exterior, siempre sereno. El que se mueve mucho es el que tiende a muchas cosas y quiere realizarlas enseguida, mientras que el magnánimo sólo se propone cosas verdaderamente importantes, que son pocas y requieren atención. Esa misma atención a lo realmente valioso hace que sea parco en el hablar. Evita la adulación y la hipocresía, que indican pequeñez de ánimo. Sabe relacionarse con todos, pequeños y grandes. Siempre antepone lo honesto a lo útil. Está siempre pronto para hacer el bien, dar de lo suyo y devolver más de lo que ha recibido. No teme decir la verdad cuando debe decirla. Por las cosas que de verdad valen la pena, el magnánimo no duda en ponerse en peligro. Confía en los demás cuando necesita de su ayuda, y confía en sí mismo en todo aquello que debe hacer sin ayuda de otros. Desprecia los bienes materiales en cuanto no los considera tan importantes que por ellos deba hacer algo indebido. Pero los aprecia en cuanto le sirven de medios para realizar actos de virtud. No se enorgullece si los posee, y no se entristece ni abate si los pierde. En las más difíciles circunstancias permanece inaccesible a la desesperación[79].

«Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios»[80].

Magnanimidad y vida cristiana

En el cuerpo de la moral cristiana, la magnanimidad adquiere una dimensión que no poseía en la ética pagana. La magnanimidad pagana pone la grandeza del hombre al servicio de la sociedad, e incluso llega a hacer de ella un homenaje a Dios. En el nuevo orden cristiano, la magnanimidad se pone al servicio de la caridad: por amor a Dios, el hombre procura restaurar en sí mismo la obra de Dios[81].

Por otra parte, la magnanimidad entra en estrecha relación con la esperanza teologal. Por esta virtud, el hombre no busca conquistar su grandeza, sino la grandeza de Dios. Se trata de una conquista para la que no cuentan las fuerzas del hombre, sino la fuerza de Dios. El hombre, sin embargo, no permanece pasivo: la virtud de la esperanza es un dinamismo sobrenatural que arrastra al cristiano a alcanzar a Dios y, por tanto, a poner los medios para extender el Reino de Dios en la tierra.

La esperanza teologal aparece, pues, como una magnanimidad sobrenatural que viene a coronar la magnanimidad humana, y como la condición misma del desarrollo completo de la magnanimidad humana:

«Aquel que para conquistar la grandeza de Dios cuenta sólo con Dios, es también el único que tiene fundamento para confiar en sí, bajo la dependencia de Dios, para la conquista de la grandeza humana. Aquel que espera de Dios su salvación, la única salvación verdadera, superior al hombre, divina, es el único que tiene derecho a contar con sus propias fuerzas, reparadas y sostenidas por Dios, para salvar en el hombre lo humano. Ahora bien, la esperanza divina está ofrecida a todos y por ella, como por el don de fortaleza, queda deshecha la aristocracia de la magnanimidad natural, y puede instaurarse el único humanismo de masa que no sea una utopía»[82].

Los pecados contra la magnanimidad

Por exceso, son contrarias a la magnanimidad la presunción, la ambición y lavanagloria. Por defecto, la pusilanimidad.

La presunción consiste en empeñarse en realizar algo que rebasa las propias fuerzas[83].

La ambición es el apetito desordenado de honor, ya sea porque se apetece recibir honor por algo que no se posee, o bien porque se desea el honor para uno mismo sin ordenarlo a Dios ni al servicio de los demás. El ambicioso no tiene en cuenta que aquello en lo que sobresale se lo debe a Dios, y que se lo concede para servir a los demás[84].

La vanagloria no consiste en conocer y aprobar el bien propio, pues en él podemos reconocer los dones que Dios nos ha concedido. Tampoco consiste en querer que otros conozcan nuestras buenas obras, pues ese conocimiento puede llevarles a glorificar a Dios. La vanagloria, que Santo Tomás considera un pecado capital, consiste en desear una gloria vana, cosa que sucede cuando se busca en cosas que, por ser frágiles y caducas, no son dignas de gloria; o cuando se pretende recibir gloria por parte de los hombres, cuyo juicio es falible; o bien, por último, cuando no se ordena el deseo de gloria a su verdadero fin, que es el honor de Dios y la salvación del prójimo[85].

El fin de la vanagloria es la manifestación de la propia excelencia, y a este fin puede tender el hombre de dos modos:

a)   directamente, por medio de palabras: la “jactancia”; por medio de hechos, dando lugar, si son verdaderos y dignos de alguna admiración, al “afán de novedades”, que los hombres suelen admirar particularmente; y si son fingidos, a la “hipocresía”;

b)   indirectamente, dando a entender que en nada es inferior a otro. Esto puede revestir cuatro modalidades:

  • en cuanto al entendimiento: la “pertinacia”, que hace al hombre apoyarse demasiado en su parecer, sin dar crédito a otro mejor;
  • en cuanto a la voluntad: la “discordia”, por la cual no se quiere abandonar la propia voluntad para conformarse a la de los demás;
  • en las palabras: la “contienda”, cuando se disputa con otro a gritos;
  • en los hechos: la “desobediencia”, que hace que el hombre no quiera cumplir los preceptos del superior.

Aparecen así las siete hijas de la vanagloria, de las que habla Santo Tomás, siguiendo a San Gregorio Magno[86].

La pusilanimidad consiste en no querer aspirar al bien proporcionado a nuestra capacidad, como el siervo que enterró el talento recibido y no lo hizo fructificar para su señor. La causa de la pusilanimidad puede ser la ignorancia de nuestras propias fuerzas y de los dones recibidos de Dios, o también el temor a fallar en la realización de acciones virtuosas que falsamente se consideran superiores a las propias fuerzas[87].

«Al no estimarse el hombre digno de los bienes que realmente merece, viene insensiblemente a empeorar. Y es que cada cual apetece lo que le cuadra según su dignidad. Ignorando, pues, su dignidad, es el hombre doblemente perjudicado. Primero, porque renuncia a las obras virtuosas y al desarrollo de la ciencia, como si esto sobrepujara su mérito y alcance; es claro que, como haciendo grandes cosas los hombres se hacen mejores, dejando de hacerlas empeoran. Segundo, porque, llevados de dicha desestima, se alejan de ciertos bienes exteriores de los que son dignos y que podrían servirles como instrumentos para muchas obras virtuosas»[88].

4.2.  La magnificencia

La magnificencia (de magnum facere, hacer algo grande) es la virtud que regula el amor al dinero, de modo que ese amor no impida concebir y realizar cosas grandes por un fin elevado. Ahora bien, ningún fin es tan grande como la gloria de Dios. Por ello, la magnificencia lleva a ejecutar obras grandes sobre todo en orden al honor divino. En este sentido, la magnificencia está íntimamente relacionada con la santidad[89].

Aunque está relacionada con la generosidad y con la magnanimidad, la magnificencia es una virtud distinta, pues regula el amor al dinero sólo en cuanto a los gastos, y precisamente a los gastos grandes; mientras que la generosidad regula el amor al dinero en general, y la magnanimidad inclina a lo grande, sin referencia inmediata al dinero.

Se oponen a la magnificencia la suntuosidad, que lleva a hacer grandes gastos, pero innecesarios y fuera de lo prudente y razonable; y la tacañería, la mezquindad, que consiste en no gastar lo necesario y razonable.

Especial importancia tiene esta virtud en todo lo relacionado con el culto a Dios. Jesús alaba el gasto (unos trescientos denarios, el sueldo de un año) que hace una mujer en Betania, rompiendo el frasco de nardo purísimo para derramarlo sobre la cabeza del Maestro. Ante el “escándalo” de los que la reprenden, Jesús afirma: «Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha hecho una buena obra conmigo, porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, y podéis hacerles bien cuando queráis, pero a mí no siempre me tenéis. Ha hecho cuanto estaba en su mano: se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. En verdad os digo: dondequiera que se predique el Evangelio, en todo el mundo, también lo que ella ha hecho se contará en memoria suya» (Mc 14, 6-9).

4.3.   La paciencia

La paciencia es parte de la fortaleza. La función de la fortaleza es soportar los males más difíciles de tolerar, es decir, los peligros de muerte. A la paciencia, en cambio, le corresponde soportar toda clase de males. Por otra parte, la fortaleza se ocupa sobre todo de los temores, que obligan a huir del bien; «la paciencia, en cambio, se ocupa preferentemente de las tristezas, ya que es paciente no el que huye, sino el que soporta de una manera digna de alabanza los daños presentes, sin sucumbir a la tristeza»[90].

Las adversidades pueden dar lugar a la tristeza. La pasión de la tristeza, afirma el Aquinate, es particularmente poderosa para impedir el bien de la razón. Por eso afirma San Pablo que «la tristeza según el mundo lleva a la muerte» (2 Cor 7, 10). Y el Eclesiástico: «A muchos mató la tristeza, y no hay utilidad en ella» (Eccli 30, 25). Pues bien, la paciencia es la virtud que conserva el bien de la razón contra la tristeza[91], de modo que nos hace soportar los males con buen ánimo.

La paciencia no debe confundirse con la actitud despreocupada y apática del que no se inquieta por nada, que en ocasiones puede ser muy cómoda, y otras, muy imprudente. Tampoco tiene nada que ver con la ataraxia del estoico, conseguida con esfuerzo, una actitud que tiene como objetivo sentirse dueño de las situaciones, tal vez por el orgullo de no querer admitir la dependencia de nada ni de nadie. El que ha conseguido no tener interés por nada tampoco tiene interés por el bien.

La paciencia puede referirse a bienes naturales que se desean y tardan en llegar, o a la duración de algo desagradable y molesto. Cuando la persona se impacienta porque el bien que quiere conseguir tarda en llegar, manifiesta que el interés con el que aspira a ese bien es desordenado. La paciencia, en cambio, lleva a mantener la jerarquía de intereses. Por muy urgentes que sean ciertas necesidades momentáneas, la persona paciente no deja que su atención se distraiga de los bienes más importantes.  

La impaciencia ante la duración de lo molesto puede revelar la falta de dominio sobre uno mismo. Esa falta de libertad interior impide ver esas circunstancias como queridas o permitidas por Dios para nuestro bien. «Por vuestra paciencia poseeréis vuestras almas» (Lc 21, 19). «La posesión –explica Santo Tomás- llega consigo un dominio tranquilo; por eso decimos que el hombre posee su alma mediante la paciencia, en cuanto que arranca de raíz la turbación causada por las adversidades, que quitan el sosiego al alma»[92].

El componente más profundo de la impaciencia ha sido magistralmente señalado por D. von Hildebrand: 

«Consiste en una falsa posición de dominio frente al cosmos, una ceguera respecto a nuestra situación de criaturas, de limitados, de finitos. Esta actitud significa atribuirse una categoría de poder sin fundamento, sentirse dueños del tiempo. Los impacientes quieren deshacerse de la dependencia de todas las “causae secundae” (causas segundas), asumen todos los impedimentos con un menosprecio impertinente, no quieren reconocer la atadura por el período de tiempo entre el propósito y la consecución de la meta y pretenden, como Dios, ocasionar el efecto intencionado con un simple “fiat”. He aquí el primero y más profundo pecado de la impaciencia. Contiene una soberbia: ambiciona pasar por alto la situación de dependencia del Creador y se complace con la ilusión de un señorío por encima de los seres creados. El tiempo y el tener que esperar puede ser una limitación específica de nuestra vida de criaturas terrenales. Nos encontramos con un decurso de los acontecimientos en el tiempo que no hemos creado y que sólo podemos cambiar en ciertos límites. Tenemos que contar con el período de tiempo entre un propósito de nuestra voluntad y la obtención de un fin, y aceptarlo como una realidad querida por Dios»[93]

La paciencia supone estar verdaderamente convencidos de que somos criaturas de Dios, y de que, en consecuencia, no podemos nada sin Él, y todas nuestras aspiraciones dependen de Él. La persona paciente sabe que Dios es el dueño del tiempo, y que ha designado su momento a cada acontecimiento. Acepta, por tanto, como queridas por Dios, las propias limitaciones y, entre ellas, la de no poder conseguir lo que desea con un simple “hágase”.

La paciencia se puede considerar en relación con los bienes sobrenaturales, y en este caso es fruto de la caridad[94].

De modo especialmente claro se ve aquí que la paciencia no es pasividad. La búsqueda de la santidad debe hacerse con “hambre y sed”: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados» (Mt 5, 6). «La virtud de la paciencia no es incompatible con una actividad que en forma enérgica se mantiene adherida al bien, sino justa, expresa y únicamente con la tristeza y el desorden del corazón»[95]. De hecho, no se opone a la paciencia –afirma el Aquinate- el rebelarse, cuando es preciso, contra el que infiere el mal, pues, como dice San Juan Crisóstomo, «soportar pacientemente las injurias inferidas contra nosotros es digno de alabanza; pero soportar pacientemente las injurias contra Dios sería el colmo de la impiedad»[96].

«El amor de Cristo nos urge» (2 Cor 5, 14). La urgencia por la santidad no debe, sin embargo, hacernos caer en la impaciencia. «Cuando suena la llamada de Dios la respuesta no puede efectuarse demasiado rápidamente. Al “sequere me” tiene que seguir inmediatamente la entrega incondicional de nuestra parte, tenemos que decir sin reservas: “Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum” “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Toda demora será un fracaso y una falta. Pero esta incondicional orientación interior hacia Dios todavía no significa la realización de todos los actos por separado que resultan de ella como consecuencia interior, y menos aún la eficacia hacia fuera, el apostolado»[97]. Es preciso no olvidar que la maduración en las virtudes exige tiempo, que Dios cuenta con el tiempo, y normalmente nos lleva como por un plano inclinado. Se comprende así que hayamos de tener paciencia con nosotros mismos, ante nuestros defectos y caídas. El desánimo y la tristeza ante las propias miserias manifiestan que el motivo de nuestra lucha no es tanto el amor a Dios como el amor propio.

Algo similar debe decirse de la urgencia en el apostolado. Junto al celo ardiente por las almas, que participa de los sentimientos de Cristo -«He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49)-,  hay que saber esperar con paciencia, conscientes de que el apóstol, como el labrador, puede plantar, regar, pero sólo Dios puede dar el desarrollo (cfr 1 Cor 3, 6). La impaciencia en el apostolado, que puede degenerar en celo amargo, puede ser señal de que falta rectitud en la intención, de que se busca el propio éxito, en lugar de la gloria de Dios. Pero además se puede hacer un grave daño a las personas, como se dañaría la planta si pretendiéramos que diese fruto a fuerza de comprimir su tallo.

«El que sabe ser fuerte no se mueve por la prisa de cobrar el fruto de su virtud; es paciente. La fortaleza nos conduce a saborear esa virtud humana y divina de la paciencia. Mediante la paciencia vuestra, poseeréis vuestras almas (Lc XXI, 19). La posesión del alma es puesta en la paciencia que, en efecto, es raíz y custodia de todas las virtudes. Nosotros poseemos el alma con la paciencia porque, aprendiendo a dominarnos a nosotros mismos, comenzamos a poseer aquello que somos[98]. Y es esta paciencia la que nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»[99].

Hablando de la nueva evangelización, advierte el Cardenal Ratzinger:

«Sin embargo, aquí se oculta también una tentación: la tentación de la impaciencia, la tentación de buscar el gran éxito inmediato, los grandes números. Y éste no es el método del reino de Dios. Para el reino de Dios, así como para la evangelización, instrumento y vehículo del reino de Dios, vale siempre la parábola del grano de mostaza (cf. Mc 4, 31‑32). El reino de Dios vuelve a comenzar siempre bajo este signo. Nueva evangelización no puede querer decir atraer inmediatamente con nuevos métodos, más refinados, a las grandes masas que se han alejado de la Iglesia. No; no es ésta la promesa de la nueva evangelización. Nueva evangelización significa no contentarse con el hecho de que del grano de mostaza haya crecido el gran árbol de la Iglesia universal, ni pensar que basta el hecho de que en sus ramas pueden anidar aves de todo tipo, sino actuar de nuevo valientemente, con la humildad del granito, dejando que Dios decida cuándo y cómo crecerá (cf. Mc 4, 28‑29)»[100].

4.4.  La perseverancia

La perseverancia es la virtud que nos permite persistir en la realización del bien hasta el final, soportando, cuanto sea necesario, la duración en todos los actos de virtud[101].

La perseverancia rechaza el tedio, que se origina por la duración de la acción virtuosa.

«La perseverancia es una virtud que lleva a aceptar la condición temporal de la actividad virtuosa, de la existencia dentro del marco de una narración que, con frecuencia, simula poseer un carácter cíclico, repetitivo. Por ella el ser humano se pone en disposición de aceptar su carácter histórico y la larga duración de la vida y de la prueba que es la vida. Es la virtud que evita el tedio por la repetición de las cosas cotidianas, o el entristecerse por el esfuerzo que conlleva tratar de resistir en el bien un día tras otro. Efectivamente, el bien de un acto se opone al aburrimiento de la repetición de ese acto, o al peso de oponerse a las tendencias primarias: las de la concupiscencia. Por la perseverancia se buscar evitar la rutina, obrar con gusto, reforzándonos ante el cansancio de esa repetición»[102].

La perseverancia es alegre cuando se busca de verdad a Dios, cuando hasta las cosas más ordinarios se hacen por amor a Dios.

«Necesito prevenirte todavía contra el peligro de la rutina -verdadero sepulcro de la piedad-, que se presenta frecuentemente disfrazada con ambiciones de realizar o emprender gestas importantes, mientras se descuida cómodamente la debida ocupación cotidiana. Cuando percibas esas insinuaciones, ponte con sinceridad delante del Señor: piensa si no te habrás hastiado de luchar siempre en lo mismo, porque no buscabas a Dios; mira si ha decaído -por falta de generosidad, de espíritu de sacrificio- la perseverancia fiel en el trabajo. Entonces, tus normas de piedad, las pequeñas mortificaciones, la actividad apostólica que no recoge un fruto inmediato, aparecen como tremendamente estériles. Estamos vacíos, y quizá empezamos a soñar con nuevos planes, para acallar la voz de nuestro Padre del Cielo, que reclama una total lealtad. Y con una pesadilla de grandezas en el alma, echamos en olvido la realidad más cierta, el camino que sin duda nos conduce derechos hacia la santidad: clara señal de que hemos perdido el punto de mira sobrenatural; el convencimiento de que somos niños pequeños; la persuasión de que nuestro Padre obrará en nosotros maravillas, si recomenzamos con humildad»[103].

Es una virtud distinta a la constancia:

«La perseverancia y la constancia tienen el mismo fin, y es propio de ambas mantenerse firmes en el bien. Pero difieren en cuanto a los objetos que ofrecen dificultad para permanecer en el bien: la perseverancia hace que el hombre permanezca firme en el bien venciendo la dificultad que implica la duración del acto; la constancia, venciendo la dificultad originada por todos los demás obstáculos externos. De donde se deduce que la perseverancia es parte de la fortaleza y más principal que la constancia, ya que la dificultad causada por la duración del acto es más esencial al acto de virtud que la originada por los obstáculos externos»[104].

A la perseverancia se oponen la pertinacia o terquedad, que inclina a obstinarse en no ceder cuando sería razonable hacerlo; y la blandura o flojedad, que inclina a desistir con facilidad del ejercicio de una virtud cuando se presentan obstáculos[105].

La virtud de la perseverancia debe distinguirse del don de la perseverancia en la gracia hasta el momento de la muerte[106].

4.5.  Lealtad y fidelidad

Aunque la lealtad no es, propiamente, una virtud aneja a la fortaleza, guarda con ella y especialmente con la paciencia y la perseverancia, una estrecha relación. La fidelidad o lealtad a lo largo del tiempo a una persona, a un bien, a la verdad, etc., exigen sin duda la disposición a sufrir dificultades y, en muchos casos, acometer lo que ponga en peligro el bien con el que nos hemos comprometido.

Lealtad indica la cualidad interior de rectitud y franqueza, de fidelidad a la palabra dada, a las personas e instituciones e incluso al propio honor personal.

«Corresponde a la fidelidad del hombre cumplir aquello que prometió»[107]. La fidelidad inclina a la voluntad a cumplir las promesas hechas. En sentido amplio, la fidelidad es la adhesión de la inteligencia y la voluntad a un bien de modo estable, a pesar de la duración y de los obstáculos que inclinan a la voluntad a ceder o a cambiar de propósito.

La realidad designada por la lealtad subyace en toda la historia de la salvación. Dios es fiel a la Alianza que ha establecido con su pueblo, pues ha comprometido su palabra: «Él es un Dios fiel» (Dt 32, 4); «Es Dios fiel que guarda su alianza y su amor por mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos» (Dt 7, 9; 1 Re 8, 23; Neh1, 5; 9, 32). Jesucristo vino a dar pleno cumplimiento a la fidelidad divina, a realizar las promesas de la Alianza. Él es la manifestación y perfecta consumación de la fidelidad de Dios (2 Cor 1, 20).

Dios exige que el pueblo guarde lealmente el pacto con el Señor. El cristiano debe ser fiel a los compromisos asumidos en el bautismo. El hombre debe participar de la fidelidad de Dios para alcanzar la santidad. Y esta fidelidad debe ser actualizada en todas las relaciones: con Dios, la Iglesia, el prójimo, en su trabajo, en sus deberes de estado, consigo mismo, etc.

Considerada la fidelidad del hombre como respuesta a la fidelidad de Dios, constituye una propiedad esencial de la caridad. El amor tiende al establecimiento de una relación personal, y cuanto más íntima sea esta relación, más profundo será el deber de fidelidad: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14, 15).

La fidelidad es una propiedad esencial de cualquier amor:

«La importancia trascendental de la fi­delidad aparece con especial claridad en el ámbito de las relaciones humanas, pre­cisamente en sentido estricto. ¿Qué es un amor sin fidelidad? Una mentira en últi­ma instancia. Pues el más profundo senti­do del amor, la “palabra” interna pronun­ciada en el amor, es orientación interna y entrega de uno mismo, la cual perdura sin limitación, sin conmoverse, en los cam­bios del curso vital (...). El hombre que dice: “Te amo, pero no sé por cuánto tiempo”, no ha amado todavía de verdad y ni siquiera barrunta la esencia del amor. Tan pro­pio del amor es la fidelidad, que el amante tiene que considerar su inclinación como algo permanente. Esto vale para todo amor: conyugal, filial, paternal, amistoso. Cuanto más profundo es el amor, tanto más queda transverberarado por la fideli­dad. Hay precisamente en esta fidelidad un particular esplendor moral, una casta belleza del amor. Lo propiamente conmo­vedor del amor (...) está esencialmente unido a este elemento de la fidelidad. La fidelidad cer­tera del amor materno, el amor invencible de un amigo, poseen una particular belle­za moral que queda prendida en el cora­zón del hombre abierto al valor. Así, pues, la fidelidad es un elemento nuclear de todo amor grande y profundo»[108].

La falta de fidelidad a la propia vocación impide el desarrollo verdadero y armonioso de la personalidad. «Si no realiza, porque es libre de no realizarlo, el designio que Dios tiene sobre él, su vida ha fracasado, porque sólo siendo fiel a Dios puede el hombre alcanzar todos los bienes a que está llamado y encontrar la fuerza y el fundamento para ser fiel a todos sus compromisos particulares»[109].

Es de la fidelidad a Dios de donde se deducen, y a la que se reducen, todas las fidelidades humanas.

En el plano propiamente humano, la lealtad inspira una coherente fidelidad a las personas y a las instituciones, en la medida en que éstas encarnan los valores auténticamente humanos y evangélicos.

Una degradación de la lealtad es el servilismo, el apegamiento incondicional a personas o instituciones que no están al servicio del bien general. El fanatismo no es verdadera fidelidad, porque la razón última del fanatismo no es la verdad y el bien que encarnan las personas o instituciones que el fanático defiende. El fanático no defiende la verdad ni el bien, sino que toma la verdad y el bien (al menos los que él piensa que lo son) como justificación para dominar a los demás. La verdad no es para él un servicio, sino un arma con la que conculca las libertad de los demás.

«En cuanto cualidad ética (...), la lealtad incluye capacidad de discernimiento, lucidez y coraje para rectificar la adhesión enraizándola en los valores humanos y sociales y no en organizaciones o personas que, eventualmente, las representan»[110].

Se opone también a la lealtad la traición, que es la ruptura del vínculo interpersonal, el desprecio de la palabra dada. La infidelidad a la vocación divina o al matrimonio, etc., no suele presentarse de repente. Suele ser la culminación de una larga serie de pequeñas infidelidades, que van mermando el amor.

«Toda fidelidad debe pasar por la prueba más exigente: la duración (...). Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad a una coherencia que dura a lo largo de toda la vida»[111].

Es necesario entender bien la libertad para evitar falsos conflictos entre libertad y fidelidad. El que adquiere unos compromisos con Dios o con los hombres, libremente se impone el deber de cumplir las obligaciones que libremente asumió. Comprometerse y ser fiel a los compromisos, siempre que sean buenos, no limita la libertad del hombre. Por el contrario, suponen el ejercicio de la libertad. Esto no se entiende si se piensa que la esencia de la libertad es la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. Esa libertad de indiferencia llevaría lógicamente a no adquirir ningún compromiso, pues cualquier compromiso, cualquier decisión, limitaría nuestras posibilidades. Ahora bien, si la libertad se entiende como el poder de autodeterminarse a realizar el bien, entonces no hay ningún conflicto: toda decisión o compromiso prudente de realizar algo bueno es un acto de libertad, y la libertad sigue ejerciéndose para mantener la fidelidad al compromiso adquirido.

Bajo la perspectiva meramente humana, la fidelidad ocupa un primer plano, en cuanto que, con el amor y la justicia, constituye uno de los fundamentos de la vida social. Sin ella no hay posibilidad de establecer un orden social. En este sentido, «la lealtad significa (...) la superación del individualismo, y engendra un vínculo interior correspondiente a los lazos externos designados por la legalidad, de la cual la lealtad es como su alma»[112].

La fidelidad en la transmisión de la fe tiene hoy una especial importancia. El único lugar en el que los hombres pueden entenderse y unirse es la verdad. Falsear la verdad para conseguir la unidad es un camino equivocado, y más cuando se trata de la verdad revelada.

La vocación que una ha recibido de Dios es un importante campo en el que se debe vivir la fidelidad: «Nadie que, después de haber puesto la mano sobre el arado, mire atrás, es apto para el reino de Dios» (Lc 9, 62). El hombre ha sido llamado por Dios a participar de la santidad de Dios. El cristiano es fiel cuando orienta su vida y todas sus acciones según esta vocación, es decir, cuando vive según el querer de Dios.

La fidelidad supone que el pasado, el presente y el futuro de la persona forman una unidad coherente. La persona que vive sólo el presente está a merced de todo lo nuevo, de los nuevos sentimientos, de sus caprichos. El hombre fiel tiene “dominio” sobre su vida de modo global. Sabe conservar los compromisos del pasado con plena actualidad, y es dueño del futuro en cuanto que lo ha comprometido libremente.


Notas

[1] A. GAUTHIER, La fortaleza, en Iniciación Teológica, II. Teología Moral, Herder, Barcelona 1962, 726.
[2] Cfr ibidem, 732.

[3] Cfr ibidem, 734-735.

[4] S. JUAN CRISÓSTOMO, Catena Aurea, vol. I, p. 427.

[5] S. AGUSTÍN, Coment. sobre el Salmo 106.

[6] S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilía antes del exilio, 1-3.

[7] S. BASILIO, Homilía sobre la alegría.

[8] S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilía sobre San Mateo, 15.

[9] S. GREGORIO MAGNO, Homilía 33 sobre los Evangelios.

[10] Cfr A. GAUTHIER, La fortaleza, 733.

[11] Cfr PEDRO LOMBARDO, III Sent., d. 33.

[12] ALEJANDRO DE HALES, In III Sent., d. 33, 1, a.

[13] Cfr ibidem, 2, c.

[14] Cfr ibidem, 2, d.

[15] Cfr ibidem, 2, c.

[16] Cfr ibidem, 2, f.

[17] Cfr ibidem, 4 b.

[18] Cfr S. ALBERTO MAGNO, In III Sent., d. 33, a. 1, c.

[19] Cfr ibidem, a. 3, 3.

[20] Cfr S. ALBERTO MAGNO, Paradisus animae sive libellus de virtutibus, c. 9, 1-2.

[21] Ibidem, c. 9, 3.

[22] Cfr ibidem, c. 9, 4.

[23] S. BUENAVENTURA, In III Sent., d. 33, a. 1, q. 4, c.

[24] Cfr ibidem, dub. 3.

[25] Cfr ibidem.

[26] GAUTHIER, A., La fortaleza, 736.

[27] Cfr M. PRÜMMER, Manuale theologiae mralis, t. II, Friburgo 1955; A. PEINADOR,Cursus brevior theologiae moralis, t. III, Madrid 1956; B.H. MERCKELBACH, Summa theologiae moralis, t. II, Brujas 1962.

[28] Cfr J. MAUSBACH-G. ERMECKE, Teología moral católica, t. III, Pamplona 1974, 34.

[29] Cfr A. ROYO MARÍN, Teología moral para seglares, t. I, Madrid 1973, 357-360.

[30] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976, 175.

[31] Ibidem, 180.

[32] Ibidem, 182.

[33] Cfr M.A. JANVIER, La vertu de force, Paris 1920; L.O. KENNEDY, De fortitudo christiana, Gemblaci 1938; G. THIBON, Considérations actuelles, “Revue Universelle”, Paris 1942 y “Revue des Deux Mondes”, Paris 1941; J. PIEPER, La fortaleza, en Las virtudes fundamentales, cit.

[34] Cfr S.Th., II-II, q. 123, a. 2, co.

[35] Catecismo de la Iglesia Católica, 1808.

[36] Cfr S.Th., II-II, q. 123, a. 1, ad 2.

[37] Cfr. J. PIEPER, Fortaleza, en Las virtudes fundamentales, 180.

[38] S.Th., II-II, q. 123, a. 12, ad 3.

[39] J. ARANGUREN, Resistir en el bien. Razones de la virtud de la fortaleza en Santo Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 2000, 72.

[40] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 182.

[41] Agradezco las sugerencias sobre esta cuestión al Prof. J.L. LORDA.

[42] Catecismo de la Iglesia Católica, 1811.

[43] Ibidem, 1285.

[44] Ibidem, 2848.

[45] Ibidem, 2849.

[46] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, Ed. Rialp, Madrid 1973 (4ª), 80.

[47] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 337.

[48] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 342.

[49] M.M. PHILIPON, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 1997, 310.

[50] S.Th., II-II, q. 139, a. 1, ad 1.

[51] Sta. TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, 21, 2.

[52] Cfr S.Th., II-II, q. 123, a. 6, co.

[53] Cfr ibidem, ad 2.

[54] Cfr S.Th., II-II, q. 123, a. 10.

[55] S.Th., II-II, q. 126, a. 1, ad 1.

[56] JUAN PABLO II, Audiencia, 15.XI.1978.

[57] Cfr S.Th., II-II, q. 125, a. 1.

[58] J. PIEPER, Fortaleza, 197.

[59] S.Th., II-II, q. 126, a. 1, ad 2.

[60] Cfr ibidem, ad 3.

[61] Cfr S.Th., II-II, q. 126, a. 2.

[62] Este vicio contrario a la fortaleza recibe en Santo Tomás y en otros autores el nombre de audacia. Aunque se puede hablar de la audacia como virtud considerándola como perteneciente a la fortaleza, aquí nos referiremos a la audacia como vicio.

[63] Cfr S.Th., II-II, q. 127, a. 1.

[64] Cfr S.Th., II-II, q. 127, a. 2, ad 3.

[65] Catecismo de la Iglesia Católica, 2473.

[66] S.Th., II-II, q. 124, a. 2, co.

[67] Cfr S.Th., II-II, q. 124, a. 3, co.

[68] Cfr S.Th., II-II, q. 124, a. 4, co.

[69] S.Th., II-II, q. 124, a. 1, ad 3.

[70] Cfr S.Th., II-II, q. 124, a. 5.

[71] Cfr S.Th., II-II, q. 128.

[72] Sto. TOMÁS DE AQUINO, In IV Ethic., lect. 8, n. 749.

[73] Cfr S.Th., I-II, q. 60, a. 4.

[74] A. GAUTHIER, La fortaleza, 737.

[75] S.Th., II-II, q. 129, a. 1, ad 3.

[76] Cfr S.Th., II-II, q. 129, a. 2, ad 3.

[77] A. GAUTHIER, La fortaleza, 739.

[78] S.Th., II-II, q. 129, a. 3, ad 4.

[79] Cfr S.Th., II-II, q. 129, a. 3-8.

[80] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Ed. Rialp, Madrid 1977 (2ª), 80.

[81] A. GAUTHIER, La fortaleza, 741.

[82] Ibidem, 742-743.

[83] Cfr S.Th., II-II, q. 130, a. 1-2.

[84] Cfr S.Th., II-II, q. 131, a. 1-2.

[85] Cfr S.Th., II-II, q. 132, a. 1-4.

[86] Cfr S.Th., II-II, q. 132, a. 5.

[87] Cfr S.Th., II-II, q. 133, a. 1-2.

[88] Sto. TOMÁS DE AQUINO, In IV Ethic., lect. 11, n. 786.

[89] S.Th., II-II, q. 134, a. 1-2.

[90] S.Th., II-II, q. 136, a. 4, ad 2.

[91] Cfr S.Th., II-II, q. 136, a. 1, co.

[92] S.Th., II-II, q. 136, a. 2, ad 2.

[93] D. von HILDEBRAND, La santa paciencia, en Nuestra transformación en Cristo, Ed. Encuentro, Madrid 1996, 209.

[94] Cfr S.Th., II-II, q. 136, a. 3.

[95] J. PIEPER, Fortaleza, en Las virtudes fundamentales, 201.

[96] Cfr S.Th., II-II, q. 136, a. 4, ad 3.

[97] D. von HILDEBRAND, La santa paciencia, 212.

[98] S. GREGORIO MAGNO, Homiliae in Evangelia, 35, 4 (PL 76, 1261).

[99] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 78.

[100] J. RATZINGER, La nueva evangelización, Conferencia durante el congreso de catequistas y profesores de religión (10 de diciembre de 2000).

[101] Cfr S.Th., II-II, q. 137, a. 1.

[102] J. ARANGUREN, Resistir en el bien, 279.

[103] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 150.

[104] S.Th., II-II, q. 137, a. 3.

[105] Cfr S.Th., II-II, q. 138, a. 1-2.

[106] Cfr S.Th., II-II, q. 137, a. 4.

[107] S.Th., II-II, q. 110, a. 3.

[108] D. von HILDEBRAND, Santidad y virtud en el mundo, Rialp, Madrid 1972, 142-143.

[109] J. CARDONA PESCADOR, Fidelidad, “Gran Enciclopedia Rialp”, Madrid 1979, t. X, p. 87.

[110] C.J. PINTO DE OLIVEIRA, Lealtad, en “Gran Enciclopedia Rialp”, Madrid 1979, t. XIV, p. 70.

[111] JUAN PABLO II, Homilía, México, 27.I.1979.

[112] C.J. PINTO DE OLIVEIRA, Lealtad, 71.