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Aunque pueden acudir a otros colaboradores, los padres son siempre los principales responsables de la educación de sus hijos. Junto con la familia, también el Estado y la Iglesia poseen obligaciones ineludibles en el campo de la educación.
En la actual Declaración Universal de Derechos Humanos, el artículo 26 señala el derecho de los padres a elegir la educación que prefieren para sus hijos[1], y es más significativo aún el hecho de que los firmantes incluyan este principio entre los básicos que un Estado no puede negar o manipular.
Pertenece a la naturaleza humana que el hombre sea un ser intrínsecamente social y dependiente, dependencia que se muestra de modo más patente en los años de la infancia; pertenece al ser hombre que todos debamos recibir una educación, crecer en sociedad, adquirir una cultura y unos conocimientos.
Efectivamente, un hijo no es sólo una criatura arrojada al mundo: en la persona humana se da una estrecha relación entre procreación y educación, hasta el punto de que ésta se considera como una prolongación o complemento de la obra generativa. Todo hijo tiene derecho a la educación, necesaria para poder desarrollar sus capacidades; y a este derecho de los hijos corresponde el derecho-deber de los padres a educarlos.
Manifestación del Amor de Dios
Esta realidad se puede apreciar en la etimología de la palabra “educación”. El término educare significa primordialmente acción y efecto de alimentar o nutrir la prole. Alimento que, evidentemente, no es sólo material, sino que abarca también el cultivo de las facultades espirituales de los hijos: intelectuales y morales, que incluyen virtudes y normas de urbanidad.
Hijo y padre son, de modo respectivo, el educando y el educador natos, y cualquier otra especie de educación solamente lo es en un sentido análogo: la educación atañe a la persona en tanto que hijo o hija, es decir, en tanto que está en dependencia de sus padres.
Por eso, el derecho a la educación está fundamentado en la naturaleza humana y hunde sus raíces en realidades que son semejantes para todas las personas y, en último término, fundamentan la sociedad misma; por eso, los derechos a educar y ser educados no dependen de que estén recogidos o no en una norma positiva, ni son una concesión de la sociedad o del Estado. Son derechos primarios, en el sentido más fuerte que cupiera dar al término.
Así, el derecho de los padres a educar a sus hijos está en función de aquel que tienen los hijos a recibir una educación adecuada a su dignidad humana y a sus necesidades; es éste último el que fundamenta el primero. Los atentados contra el derecho de los padres constituyen, en definitiva, un atentado contra el derecho del hijo, que en justicia debe ser reconocido y promovido por la sociedad.
Sin embargo, que el derecho del hijo a ser educado sea más básico, no implica que los padres puedan renunciar a ser educadores, tal vez con el pretexto de que otras personas o instituciones puedan educar mejor. El hijo es, ante todo, hijo; y para su crecimiento y maduración resulta fundamental el ser acogido como tal en el seno de una familia.
Es la familia el lugar natural en el que las relaciones de amor, de servicio, de donación mutua que configuran la parte más íntima de la persona se descubren, valoran y aprenden. De ahí que, salvo casos de imposibilidad, toda persona debería ser educada en el seno de una familia por parte de sus padres, con la colaboración —en sus diversos papeles— de otras personas: hermanos, abuelos, tíos...
A la luz de la fe, la generación y la educación adquieren una dimensión nueva: el hijo está llamado a la unión con Dios, y aparece ante los padres como un regalo que es, a la vez, manifestación del propio amor conyugal.
Cuando nace un nuevo hijo, los padres reciben una nueva llamada divina: el Señor espera de ellos que lo eduquen en la libertad y en el amor, que lo lleven poco a poco hacia Él. Espera que el hijo encuentre, en el amor y la atención que recibe de sus padres, un reflejo del amor y la atención que Dios mismo le dedica. De ahí que, para un padre cristiano, el derecho y deber de educar a un hijo sea irrenunciable por motivos que van más allá de un cierto sentido de la responsabilidad: es irrenunciable también porque forma parte de su respeto a la llamada divina recibida con el bautismo.
Ahora bien, si la educación es una actividad primordialmente paterna y materna, cualquier otro agente educativo lo es por delegación de los padres y subordinado a ellos. «Los padres son los primeros y principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental: son educadores por ser padres. Comparten su misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiariedad»[2].
Lógicamente, es legítimo que los padres busquen ayudas para educar a sus hijos: la adquisición de competencias culturales o técnicas, la relación con personas más allá del ámbito familiar, etc., son elementos necesarios para un correcto crecimiento de la persona, que los padres —por sí solos— no pueden atender adecuadamente. De ahí que «cualquier otro colaborador en el proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su consentimiento y, en cierto modo, incluso por encargo suyo»[3]: tales ayudas son buscadas por los padres, que en ningún momento pierden de vista lo que esperan de ellas, y están atentos para que respondan a sus intenciones y expectativas.
Padres y escuelas
La escuela ha de ser vista en este contexto: como una institución destinada a colaborar con los padres en su labor educadora. Cobrar conciencia de esta realidad se hace más acuciante cuando consideramos que, en la actualidad, son numerosos los motivos que pueden llevar a los padres —a veces sin ser enteramente conscientes— a no comprender la amplitud de la maravillosa labor que les corresponde, renunciando en la práctica a su papel de educadores integrales.
La emergencia educativa, tantas veces evidenciada por Benedicto XVI, hunde sus raíces en esta desorientación: la educación se ha reducido a «la transmisión de determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolas de objetos de consumo y de gratificaciones efímeras»[4], y de este modo los jóvenes quedan «abandonados ante los grandes interrogantes que surgen inevitablemente en su interior»[5], a merced de una sociedad y una cultura que ha hecho del relativismo su propio credo.
Frente a estos posibles inconvenientes, y como consecuencia de su derecho natural, los padres han de sentir que la escuela es, en cierto modo, una prolongación de su hogar: un instrumento de su propia tarea como padres y no sólo un lugar donde se proporciona a los hijos una serie de conocimientos.
Como primer requisito, el Estado debe salvaguardar la libertad de las familias, de modo que éstas puedan elegir con rectitud la escuela o los centros que juzguen más convenientes para la educación de sus hijos. Ciertamente, en su papel de tutelar el bien común, el Estado posee unos derechos y unos deberes sobre la educación: sobre ellos volveremos en un próximo artículo. Pero tal intervención no puede chocar con la legítima pretensión de los padres de educar a sus propios hijos en consonancia con los bienes que ellos sostienen y viven, y que consideran enriquecedores para su descendencia.
Como enseña el Concilio Vaticano II, el poder público –aunque sea por una cuestión de justicia distributiva– debe ofrecer los medios y las condiciones favorables para que los padres puedan «escoger con libertad absoluta, según su propia conciencia, las escuelas para sus hijos»[6]. De ahí la importancia de que quienes trabajan en ambientes políticos o relacionados con la opinión pública busquen que tal derecho quede salvaguardado, y en la medida de lo posible se promueva.
El interés de los padres por la educación de los hijos se manifiesta en mil detalles. Independientemente de la institución en la que estudien los hijos, resulta natural interesarse por el ambiente existente y por los contenidos que se transmiten.
Se tutela así la libertad de los alumnos, el derecho a que no se deforme su personalidad y no se anulen sus aptitudes, el derecho a recibir una formación sana, sin que se abuse de su docilidad natural para imponerles opiniones o criterios humanos de parte; así se permite y fomenta que los chicos desarrollen un sano espíritu crítico, a la vez que se les muestra que el interés paterno en este ámbito va más allá de los resultados escolares.
Tan importante como esta comunicación entre los padres y los hijos es la que se da entre los padres y los profesores. Una clara consecuencia de entender la escuela como un instrumento más de la propia labor educadora, es colaborar activamente con las iniciativas o el ideario del colegio.
En este sentido, es importante participar en sus actividades: por fortuna, es cada vez más común que los colegios, independientemente de que sean de iniciativa pública o privada, organicen cada cierto tiempo jornadas de puertas abiertas, encuentros deportivos, o reuniones informativas de corte más académico. Especialmente en este último tipo de encuentros, conviene que acudan —si es posible— los dos cónyuges, aunque requiera cierto sacrificio de tiempo o de organización: de este modo, se transmite al hijo —sin necesidad de palabras— que ambos padres consideran la escuela un elemento relevante en la vida familiar.
En este contexto, implicarse en las asociaciones de padres —colaborando en la organización de eventos, haciendo propuestas positivas, o incluso participando en los órganos de gobierno— abre toda una serie de nuevas posibilidades educativas. Sin duda, desempeñar correctamente una función así requiere un notable espíritu de sacrificio: es necesario dedicar tiempo al trato con otras familias, conocer a los profesores, acudir a reuniones...
Sin embargo, estas dificultades se ven ampliamente compensadas —sobre todo, para el alma enamorada de Dios y ansiosa de servir— por la apertura de un campo apostólico cuya amplitud no se puede medir: aunque las reglamentaciones del colegio no permitan intervenir directamente en algunos aspectos de los programas educativos, se está en condiciones de implicar e impulsar a profesores y directivos para que la enseñanza transmita virtudes, bienes y belleza.
Los demás padres son las primeras personas que agradecen tal esfuerzo, y para ellos un padre implicado en la labor del colegio —ya sea porque tiene ese encargo, ya sea porque por propia iniciativa muestra su preocupación por el ambiente de la clase, etc.— se convierte en un punto de referencia: una persona a cuya experiencia acudir, o cuyo consejo buscar en la educación de los propios hijos.
Se abre así el camino a la amistad personal, y con ella a un apostolado que acaba beneficiando a todas las personas del ámbito educativo en el que se desenvuelven los hijos. Vale aquí plenamente lo que San Josemaría dejó escrito en Camino, sobre la fecundidad del apostolado personal: Eres, entre los tuyos —alma de apóstol—, la piedra caída en el lago. —Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?[7].
Ciertamente, de esa consideración es fácil pasar a entender la escuela como prolongación de la labor formativa que se ha de llevar a cabo en el propio hogar. Y, sin embargo, hay que afirmar que no sólo los padres son legítimamente competentes en cuestiones que tienen que ver con la educación: el Estado, y también la Iglesia, por otros títulos, poseen obligaciones ineludibles en este campo.
La función del estado en materia de educación
Son múltiples las razones que justifican el interés de los poderes públicos por la enseñanza. Desde el punto de vista práctico, es un hecho contrastado a nivel internacional que el crecimiento efectivo de la libertad y el progreso socio-económico de las sociedades se basa en la necesidad de que los poderes públicos garanticen un cierto nivel cultural en la población; pues una sociedad compleja sólo podrá funcionar correctamente si se da una adecuada distribución de la información y los conocimientos proporcionados para su oportuna gestión; así como la suficiente comprensión de las virtudes y de las normas que posibilitan la convivencia civil y condicionan los comportamientos individuales y colectivos.
Basta pensar, por ejemplo, en la importancia de combatir el analfabetismo para mejorar la justicia social, para entender que el Estado tiene poderes, funciones y derechos indeclinables en materia de promoción y difusión de la educación, a la que todo hombre tiene un derecho inalienable[8].
Esto justifica, como concreta exigencia del bien común, que el ordenamiento estatal establezca ciertos niveles de enseñanza cuyo eficaz aprovechamiento puede legítimamente condicionar el acceso a determinadas carreras universitarias o a otros tipos de actividades profesionales.
En este contexto, se puede plantear el problema de si las competencias de los padres y las del Estado resultan desacordes o incompatibles o, por el contrario, pueden llegar a ser complementarias. En todo caso, cabe preguntarse: ¿cómo se relacionan entre sí?, ¿hasta dónde puede legislar el Estado sin suplantar el derecho de los padres, o cuándo podría intervenir para garantizar los derechos de los niños frente a sus padres?
En realidad, se trata de cuestiones que no tocan la función que, de suyo, respecto a la enseñanza, corresponde al Estado. Sin embargo, contrariamente a lo que sería deseable, se observa una tendencia en los poderes públicos, que se viene manifestando en muchos países al menos desde el siglo XVIII, a asumir de modo cada vez más exclusivo la función educativa, alcanzando en ocasiones niveles de monopolio casi total de la escuela.
En el fondo de este interés se encuentra la pretensión de extender a todas las personas una ética única, que correspondería a una moral ciudadana cuyo contenido estaría formado por unos mínimos principios éticos de validez universal y compartidos por todos; y que en los casos más extremos ha caído en una concepción casi totalitaria, pues pretende sustituir al ciudadano en la responsabilidad de poseer un propio juicio de moralidad y de conciencia, impidiendo otros proyectos o estilos de vida que no sean los promovidos desde la opinión pública creada o sostenida por el Estado.
El instrumento para impulsar estos objetivos ha sido la defensa a ultranza de la enseñanza neutra en la llamada escuela pública, el aislamiento o el ahogo económico de las iniciativas de enseñanza nacidas en el seno de la sociedad civil o, de modo indirecto, el establecimiento por la legislación estatal de requisitos de homologación o programación general con tal grado de concreción y exhaustividad que eliminan en la práctica las posibilidades de especificidad de las alternativas de carácter social, dando lugar por la vía de los hechos a un monopolio sobre la educación, o a la existencia puramente formal del pluralismo escolar.
En estos contextos, se puede afirmar que la pretendida neutralidad de los programas estatales es sólo aparente, pues implican una concreta posición ideológica. Además, en Occidente, se puede constatar que ese tipo de iniciativas suelen estar relacionadas con el deseo de emancipar la cultura humana de toda concepción religiosa, o con el afán de relativizar bienes morales que son fundamentales, como el sentido de la afectividad y del amor, de la maternidad, el derecho a la vida desde el primer instante de la concepción hasta la muerte natural...
En los últimos años, esta postura ha sido reforzada al aplicar a la escuela principios más propios del ámbito universitario, como la libertad de cátedra y de expresión de quien se dedica a la función docente. De ese modo, la libertad educativa se ve restringida a la presunta libertad que tendría el profesor para expresar sus ideas y formar a su capricho a sus alumnos, como una concesión que le ha delegado el Estado.
En el fondo de esos modos de concebir la libertad se aprecia un profundo pesimismo acerca de las posibilidades de la persona humana y de la capacidad de los padres, y de la sociedad en general, para garantizar una formación en la virtud y en la responsabilidad ciudadana a los hijos.
Las dificultades se superan cuando se considera que la escuela cumple una función de suplencia respecto de los padres, y que «los poderes públicos tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de asegurar las condiciones reales de su ejercicio»[9], es decir, deben ser guiados por el principio de subsidiariedad.
La libertad de enseñanza
La defensa del derecho de los padres a la educación de los hijos en el ámbito escolar, sea respecto a la extralimitación de los poderes públicos, sea respecto a las pretensiones ideologizantes del profesor, es lo que usualmente se denomina libertad de enseñanza o también libertad de educación. Es el mismo derecho natural de los padres visto desde la perspectiva de la relaciones con el Estado o con otros agentes educativos.
La libertad de enseñanza es, por tanto, un derecho humano que tiene como sujeto a los padres de familia para educar a sus hijos según sus preferencias, que pueden ser de todo tipo[10]: desde cuestiones que afectan al currículo (la elección de los idiomas, o de los deportes que se practican), hasta metodológicas o pedagógicas (donde entra, por ejemplo, la enseñanza diferenciada u otros aspectos de índole más bien disciplinar).
Lógicamente, cabe en este campo la orientación religiosa: es normal que un padre desee educar a su hijo en su misma fe, de un modo coherente con lo que cree y practica. No se trata, pues, de una cuestión confesional o ideológica, sino del mismo derecho natural de los padres.
Esta libertad garantiza que serán ellos quienes se ocuparán de la educación de sus hijos, bien por sí mismos, bien eligiendo las escuelas u otros medios que consideren oportunos o necesarios, o también creando sus propios centros de educación. El Estado tiene evidentes funciones de promoción, de control, de vigilancia. Y eso exige igualdad de oportunidades entre la iniciativa privada y la del Estado: vigilar no es poner obstáculos, ni impedir o coartar la libertad[11].
En cualquier caso, este derecho no se limita al ámbito doméstico, sino que justamente tiene como objeto propio la enseñanza, que satisface la obligación legítimamente impuesta por el poder público acerca de llevar a cabo una instrucción mínima del menor, es decir, durante todo el tiempo en que el hijo se encuentre bajo la tutela de sus padres.
En consecuencia, la libertad de enseñanza no versa sobre cualquier tipo de educación, sino que se refiere a las actividades educativas que tienen una concreta relevancia social, de modo que la educación recibida por el menor de edad tenga valor jurídico. La libertad de enseñanza conlleva, por tanto, admitir que no sólo la escuela estatal es capaz de certificar el cumplimiento de la obligación de la instrucción mínima establecida legítimamente por el poder público.
Durante este tiempo de minoría de edad, la actividad de los profesores no se rige por la libre transmisión de conocimientos ni por la libertad de investigación propia del ámbito y quehacer universitario; los profesores actúan principalmente como delegados de los padres, poniendo a su servicio el talento profesional que poseen para cooperar con ellos en el tipo de educación que quieren proporcionar a sus hijos.
En el ámbito de la escuela, la actividad docente del profesor es una actividad que habría que calificar de “paterna”, nunca una actividad ideológica. La libertad de enseñanza se rebela ante el cambio de paradigma que implica la sustitución del principio según el cual la escuela actúa como delegada de los padres, por aquel otro que sostiene que la escuela actúa como agente ideológico-administrativo de los poderes estatales.
El deber de intervenir en el ámbito público en materia de educación
Todos los ciudadanos, y de modo especial los padres, individualmente o unidos en asociaciones, pueden y deben intervenir en el ámbito público cuando está en juego la educación, aspecto fundamental del bien común. Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas[12].
Esta firmeza, que corresponde soberanamente a la familia fundada en el matrimonio, se apoya en una potestad que es originaria –no concedida por el Estado, ni por la sociedad, sino anterior a ellos pues tiene su fundamento en la naturaleza humana– y, por tanto, debe aspirar a ver reconocido el derecho propio de los padres a educar a los hijos por sí mismos o el derecho para delegar dicha actividad en quienes deseen poner su confianza, en tanto que manifestación de la subjetividad social de la familia, y ámbito de soberanía frente a otros poderes que pretendan interferir en dicha actividad. Tal actitud por parte de los padres requiere a su vez gran espíritu de responsabilidad e iniciativa.
[1] Declaración Universal de los Derechos del Hombre, 10-XII-1948, n. 26.
[2] Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-II-1994, n. 16.
[3] Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-II-1994, n. 16.
[4] Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea Diocesana de Roma, 11-VI-2007.
[5] Benedicto XVI, Discurso a la Conferencia Episcopal italiana, 28-V-2008.
[6] Concilio Vaticano II, decl. Gravissimum educationis, n. 6.
[7] San Josemaría. Camino, n. 831.
[8] Cfr. Juan Pablo II, Alocución a la UNESCO, 2-VI-1980; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia, n. 92.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2229.
[10] Cfr. Ibid.
[11] San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 79.
[12] San Josemaría, Forja, n. 104.
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