Un día, después de dar una clase sobre lo que dice santo Tomás de Aquino de las relaciones intratrinitarias, me vino un alumno, con la cara radiante de alegría, y me gritó que, por fin, había entendido el misterio de la Santísima Trinidad. No pueden imaginarse el esfuerzo descomunal que tuve que hacer para intentar convencerle (sin éxito) de que Dios infinito no cabe en nuestra cabeza finita
En esos días de polémicas informativas sobre la próxima ley de libertad religiosa, mis amigos me preguntan sobre la supresión de los crucifijos en instituciones públicas o ceremonias oficiales. Intento entonces explicar que deseo un mundo que me permita vivir libremente el sentido de mi vida. Pero algunos de ellos opinan que, al contrario, un signo religioso coacciona la conciencia de los demás porque impone una concreta visión del hombre que no corresponde a datos objetivos sobre lo meramente humano: se puede vivir más libremente sin las imposiciones a los demás de creencias religiosas privadas y subjetivas. Saben que como sacerdote respeto su opinión y les pido también que escuchen y respeten la mía: de hecho me hablan del tema porque quieren oírla.
Su planteamiento me parece fundarse en algunos prejuicios de moda. Uno de ellos es olvidar que es imposible imponer el amor, y la religión católica anuncia un Dios que nos ama y nos crea libres para que podamos corresponder a su amor amándole: sin libertad no hay amor posible. Por lo tanto, estamos en las antípodas de una posible “imposición” de una creencia. Pero suelo intentar mostrarles también que afirmar que Dios no existe es tan subjetivo como afirmar lo contrario: nadie me ha probado que Dios no existe y tanto mi entendimiento como mi experiencia me conducen a pensar (no pretendo que todos hayan llegado a la misma conclusión) que la existencia de Dios es tan objetiva como el hecho de que dos y dos son cuatro (en base diez, para los puristas). Es más: ambos me han llevado a descubrir que como humano existo para tratar y amar (gozando con este amor) al ser que me ama con locura infinita, y no sólo en el Cielo después de la muerte, sino también ya en la tierra. Por eso imponerme vivir en la sociedad como si Dios no existiese es como imponerme vivir como si no fuera hombre.
Mis amigos, que saben que intento considerar sus argumentos, me replican, unos que no ven a Dios y que por tanto es una mera hipótesis sin fundamento, muchos que la mayoría de la gente vive sin tratar a un supuesto Dios, sin que eso les afecte lo más mínimo en sus vidas, y bastantes me dicen que hay muchas personas de otras religiones que podrían sentirse coaccionadas o molestas por la presencia de un crucifijo. No pretendo tener una opinión especialmente autorizada, pero voy sólo a atreverme a hacer tres constataciones, una por cada uno de esos argumentos.
La primera es que conozco con certeza humana la existencia de muchas cosas que no he visto jamás: no he visto jamás un electrón, pero me guardo bien de meter un dedo en un enchufe de corriente eléctrica. Que no se me diga que los “científicos” han “visto” un electrón. Todo lo que se ve son sus efectos. Y no hablemos de los “quarks”. De todos modos, por desgracia, no he visto jamás Japón, pero no soy tonto cuando me creo lo que me dicen los libros de historia y geografía sobre Japón, o unas mujeres y hombres con los ojos distintos de los europeos sobre una supuesta isla en el Pacífico (océano que tampoco he visto). Lo que me dicen no es absurdo. Efectivamente tampoco yo he visto a Dios, pero sus efectos que me rodean y lo que mujeres y hombres tan racionales como yo me dicen sobre Él, me llevan a descubrir que su existencia es todavía más razonable que la existencia de un océano del que nunca he visto los efectos a mi alrededor. Se han escrito millares de libros sobre las pruebas de la existencia de Dios y no soy quien para teorizar sobre el asunto. Lo que quiero decir es más bien una constatación: constato que hay mucha maldad, mentira, fealdad en los corazones de las mujeres y de los hombres que me rodean y en el mío, pero en esos corazones, y en el universo animado e inanimado, destacan la bondad, la verdad, la belleza en todas sus dimensiones y en grados. No digo que esos “conceptos” o ideas remiten a un concepto o idea de bien, verdad y belleza infinitos. Eso no prueba nada porque se queda en el mundo mental, sin poder concluir que Dios no es un producto de nuestra mente. Lo que me lleva a ver la racionalidad de la existencia de Dios es el bien concreto, no el concepto de bien, la verdad en las cosas y las personas, la belleza en lo real, no los conceptos. Esas perfecciones de las cosas tangibles, no mentales, que capto en el universo, son limitadas, con una intensidad graduada en escala de perfecciones. Mi mente me conduce a preguntarme sobre la existencia de un ser que sea plenitud de esas perfecciones, Verdad, Bondad, Belleza en plenitud, no mental sino subsistente, al que remiten esas perfecciones limitadas del universo tangible como a una fuente y origen (no sólo ejemplar) que las produce. Las razones que me suelen dar acudiendo a causas meramente físicas o biológicas, que me satisfacen y me gustan tanto para las realidades del ámbito meramente espaciotemporal, no me aclaran nada sobre realidades como la verdad, el bien, la belleza, que trascienden lo corpóreo y lo temporal. Eso no quiere en absoluto ser una demostración, sino una invitación a razonar sobre la pobreza racional de los planteamientos sin trascendencia basados en el manido e irracional argumento de que no veo a Dios.
La segunda constatación es que el hecho de que muchos no tratan a Dios no implica en absoluto que no tratar a Dios sea realmente lo humano. Me hace pensar en una persona con quién vivo desde hace años, y que sufrió en su niñez una enfermedad que le hizo perder el sentido del olfato: desde hace decenas de años no puede oler nada. Se ha acostumbrado a no experimentar lo que es oler algo. Supongamos que yo entre en su habitación y le diga que huele a cerrado. Me puede contestar que no le importa, puesto que no tiene olfato. Le diría que aunque no lo huela, el aire viciado puede dañar su salud. También puedo no decir nada, porque sé que ha tenido un día ajetreado y no quiero cargarle más. Si pasa lo mismo en la sala de estar, mi amor por toda la familia hará que le diga algo, porque entra en juego la salud de otros que tienen derecho a poder vivir en un ambiente agradable al olfato. No me molestaría mucho si en el jardín me tomara el pelo porque huelo unas rosas, argumentando que se puede vivir sin esas tonterías, aunque interiormente yo pensaría que oler el aroma de las rosas es un gozo tan humano como otros. El asunto toma un cariz totalmente distinto si pone un cartel en el jardín prohibiendo oler las flores, argumentando que el hombre auténtico no necesita oler para ser hombre: él vive así sin que se sienta menos hombre por eso, y querer insistir en los perfumes y aromas sería imponer un entorno marcado por una determinada opinión. Tendré entonces que explicarle que coacciona mi libertad en la manifestación de un gozo del que tengo derecho por ser humano. No le pido que él viva como si tuviera olfato, ni le impongo, aunque pueda aconsejarle, que busque un médico que le permita recuperar el olfato, ni siquiera le digo que le obligo a pensar que necesita olfato. Todo lo que pido es que se dé cuenta de que él me impone su propio entorno como si fuese un dogma incontestable que no hay olfato, y que me permita vivir, y sembrar en los que quieren, la vida con el deleite de los perfumes, porque son deleites humanos.
Quizá alguno no entienda esta parábola que se basa en una anécdota real (vivo efectivamente con una persona sin olfato). Unos cuantos, por diversos motivos que pueden ser independientes de su voluntad o no, no experimentan el gozo del trato con Dios. No sienten el más mínimo interés por él ni su necesidad en la vida. Sin embargo, no pueden por eso concluir que “el olfato es ajeno a la felicidad del hombre”. De todos modos, como el que no tiene olfato y yo gozamos de buena voluntad y nos apreciamos, podemos buscar, los dos, iniciativas encaminadas a mejorar la calidad de vida en nuestra casa.
Por mi parte, puedo ofrecerle libros de anatomía para que sepa cómo funciona el olfato. Pero él puede decir que no sabe nada de medicina y no va a estudiar esa materia tan desconocida para él cuando tiene cosas más urgentes que atender. Efectivamente un libro de teología no atrae siempre… Puedo también intentar explicarle lo que es el gozo de oler un perfume. En el caso que nos ocupa, podría explicarle que yo hablo con Dios directamente, de tú a tú, y que con ese trato me enamoré de Él. Cuando empiece a afirmarle que vivo enamorado, me podría parar y exclamar: ¡patético! Tengo entonces una idea: proponerle narraciones de otras personas que describen la sensación de oler. Hay montones de novelas, biografías y autobiografías, que cuentan experiencias de trato con Dios. Algunas descripciones son bastantes expresivas, como la conocida de San Agustín: “¡Tarde os amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde os amé! Y he aquí que estabais Vos dentro de mí, y yo fuera, y fuera os buscaba yo y sobre esas hermosuras que Vos creasteis me arrojaba deforme. Lejos de Vos me tenían aquellas cosas, que si no estuviesen en Vos, no tendrían ser. Clamasteis, y disteis voces, y rompisteis mi sordera; relampagueasteis, resplandecisteis y ahuyentasteis mi ceguera; exhalasteis fragancia, la respiré y anhelo por Vos; gusté de Vos y tengo hambre y tengo sed; me tocasteis y me abrasé en deseo de vuestra paz” (Confesiones, l, 10, 38). Con eso intentaría que entendiera la realidad que expresa el Prelado del Opus Dei en su carta mensual del mes de julio del 2010: en el trato con Dios, “como el cuerpo necesita del aire para respirar y de la circulación de la sangre para mantenerse en vida, así el alma precisa permanecer en contacto con Dios a lo largo de las veinticuatro horas de la jornada. Por eso, la piedad auténtica impulsa a referir todo al Señor: el trabajo y el descanso, las alegrías y las penas, los éxitos y los fracasos, el sueño y la vigilia” (Mons. Javier Echevarría, web opusdei.org).
Por su parte, él puede ponerse conciliador: “de acuerdo, no afirmo que sea absurdo que haya olfato. Todo lo que pido es que no tenga consecuencias en la vida de la casa”. Entonces le tendré que explicar que no oler teniendo olfato es ilusorio e injusto. Que un católico viva en la sociedad como si Dios no existiese es ilusorio, porque todas las personas actúan en base a sus convicciones culturales (religiosas, filosóficas, artísticas, etc.) derivadas o no de una fe religiosa. Son, por tanto, convicciones que influyen sobre el comportamiento social de los ciudadanos. Sería también injusto, porque los católicos tienen tanto derecho como los no católicos a actuar en sociedad según su visión de la vida. Son ciudadanos de pleno derecho, con los mismos derechos y deberes cívicos que los demás. Por supuesto, tener olfato no quiere decir uniformidad de conducta y opiniones, pues no implica juzgar un mismo asunto de la misma manera. No hay una solución católica única en las cuestiones profesionales, sociales, políticas o económicas. Cada uno tiene sus propias convicciones y aptitudes humanas sobre estos problemas, y toma, a la luz de los principios enunciados por el Magisterio, sus propias decisiones, según su conciencia, libre y responsablemente, cargando con la independencia personal que le corresponde.
Por lo que concierne los signos o símbolos religiosos, conviene subrayar un hecho: que en una casa haya en un lugar común, como es la sala de estar, un florero con rosas, no tiene como connotación que el cabeza de familia tenga o no olfato, ni que tome partido en el debate sobre la existencia o no del olfato, ni que haga un favor a los que le gustan oler las rosas y no los lilas. Sencillamente refleja una realidad sociológica de esa casa concreta: ha arraigado en ella una costumbre propia de personas con olfato, a quienes les gustan las rosas. Ese reflejo de la situación de la casa no es inhumano, ni vergonzoso, ni perturba la buena administración de la casa. Prohibir el florero sería dejar de ser imparcial, imponer que el olfato no es humano. Así, la laicidad del estado no significa irreligiosidad, agnosticismo o ateísmo de estado: en este caso, sería justamente un estado confesional. Un estado aconfesional supone tener en cuenta los sentimientos y las tradiciones religiosas de un pueblo, con tal que se respeten las justas exigencias del orden público. En este sentido, la presencia de signos religiosos en instituciones públicas no implica de por sí una manifestación de estado confesional.
La cosa podría “ponerse fea” si el otro, por curiosidad, empezara a ojear un libro de divulgación sobre el olfato. Lo que quiero decir, es que si uno comienza a leer el Catecismo de la Iglesia Católica, se encuentra con que la primera frase es: “Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad, ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada” (Prólogo, n. 1). Reaccionaría airado: “¡Hombre me tomas el pelo! ¡Participar de la vida divina no puede ser el sentido de la vida de un simple hombre!” Y si se decide a curiosear este Catecismo, encontraría a menudo afirmaciones en el mismo sentido, como el número 460 que no permite interpretaciones metafóricas: “El Verbo se encarnó para hacernos ‘partícipes de la naturaleza divina’ (2 P 1, 4): ‘Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios’ (san Ireneo). ‘Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos hijos’ (san Atanasio). ‘El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres’ (santo Tomás de Aquino)”. Habría además el agravante de que se daría cuenta de que esta meta de participar de la vida divina es plena después de la muerte, pero ya es una realidad, aunque imperfecta, aquí en la tierra. Sin contar que el hombre no puede alcanzar su propio fin por sus propias fuerzas: es una vida sobrenatural; y el Camino no es tan solo hombre: es una persona divina. Por lo tanto, airado, me diría, con razón, que sus deseos de hombre normal no determinan ni este fin ni este camino por el que se alcanza. En la religión católica, sabemos por revelación el fin del hombre y no podemos alcanzarlo con nuestras fuerzas.
Para no alargar la discusión, le contaría lo que sucedió a un amigo mío, Eduardo, cuando conducía en las cercanías de Pamplona, donde vive. Llegaba a una rotonda cuando otro coche le pasó a toda velocidad. Y sucedió lo inevitable: el conductor perdió el control, el coche dio vueltas y acabó, destrozado, sobre un terraplén. Eduardo salió y, mientras corría hacia el coche accidentado, llamó con su móvil al 112. Al llegar al coche, contrariamente a lo que se esperaba, la puerta del conductor se abrió y un hombre joven salió: estaba ileso. La primera cosa que dijo al ver a Eduardo fue: “¡Esa placa de hielo!” La verdad es que Eduardo se quedó dubitativo, porque estábamos en junio, con 25 grados de calor. A pesar de todo, el joven se mantuvo firme con su versión de los hechos, y cuando los bomberos llegaron, no sabían que decir sobre una posible placa de hielo en la calzada. Vino un coche de la guardia civil, y otra vez lo del hielo. Uno de los dos guardias preguntó a Eduardo si era testigo. Como respondió que sí, el guardia quiso tomarle declaración. A Eduardo no le parecía “de tráfico”, pero él le informó, mostrando sus galones, que era sargento. Total: al día siguiente llamaron a Eduardo desde el cuartel para que viniera a completar lo que había testificado. El sargento se había olvidado un montón de preguntas.
Este sucedido me brinda la ocasión de aclarar dos cosas. La primera, es que porque tenemos galones, pensamos que lo sabemos todo. En este “sabemos” incluyo a los creyentes y no creyentes. No es raro ver a un creyente pensar que no tiene nada que aprender de un ateo; pero además cuando Dios nos da un poco de luz sobre un misterio, pensamos enseguida que lo hemos descubierto nosotros y que ya sabemos todo. Un día, después de dar una clase sobre lo que dice santo Tomás de Aquino de las relaciones intratrinitarias, me vino un alumno, con la cara radiante de alegría, y me gritó que, por fin, había entendido el misterio de la Santísima Trinidad. No pueden imaginarse el esfuerzo descomunal que tuve que hacer para intentar convencerle (sin éxito) de que Dios infinito no cabe en nuestra cabeza finita. Somos así todos, creyentes y no creyentes. Hay ateos o agnósticos que están convencidos de que los creyentes no tienen nada que aportarles.
La segunda es que a menudo uno se topa con alguien que niega lo evidente: se empecina en echar la culpa a la placa de hielo. Lo que dice la Iglesia sobre el fin del hombre no es evidente; la fe es un don de Dios. Pero no se puede negar un deseo profundamente humano que experimentamos todos: el deseo de sentido, de conocimiento, de amar y ser amado, de superar la muerte y también la injusticia y el pecado. Esa evidencia se completa con una experiencia constante de la vida humana: la malicia del corazón, la violencia, la injusticia, el sufrimiento y la muerte. Esas miserias de la condición humana tienen un carácter absurdo e irracional, escandaloso para la conciencia, hasta tal punto que el cardenal Ratzinger pudo constatar que “el tema del pecado se ha convertido en nuestro tiempo sencillamente en un tema tabú” (En el principio creó Dios). Pues justamente, el cristiano toma conciencia de que tiene la respuesta revelada por Dios a este doble misterio tan patente. Como afirma el concilio Vaticano II, “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et spes 22).
Entender el contenido de esta frase requiere tener en cuenta todo el Catecismo de la Iglesia Católica. Todo intento de aclararlo en pocas líneas sería desfigurar la belleza de Dios, del hombre y del mundo. Para aproximarse al tema que nos ocupa, basta con subrayar que el mundo es obra de amor de un Ser trascendente, inteligente y bueno. No tiene su sentido en el azar, un destino ciego, o una necesidad anónima. Lo que no significa que sea un inconveniente para la fe una posible aparición de la vida por evolución, incluso con la intervención del azar. Dios gobierna todas las cosas, azar incluido. Santo Tomás entiende el ser no sólo como mero hecho de existir, sino como perfección originaria y última de todas las perfecciones. Dios, siendo Ser subsistente, da a participar el ser según una pluralidad de modos de ser limitados (no como se toma una “parte” de una tarta, y al final no queda tarta; sino como se tiene “parcialmente” la alegría del que cuenta un chiste, y por muchos que sean los que participan parcialmente de esa alegría, el que cuenta el chiste se queda con su alegría intacta). Crear no consiste entonces en poner en la existencia algo en sí ya perfecto, sino que todas las cosas del universo no son más que participaciones finitas (“parciales”) del ser, acto de toda perfección. Así las criaturas poseen en sí mismas su principio de ser (realidades auténticas) y, al mismo tiempo, no pueden desvincularse nunca de su fundamento trascendental. Dios está íntimamente presente en las cosas y, a la vez, es totalmente otro. No necesita nada preexistente para crear y conserva el mundo en el ser. Además, nada obliga a Dios para crear el mundo: ni éste ni otro cualquiera, ni el mejor de los mundos, ni a modo de emanación o expansión necesaria, ni para alcanzar una perfección que no tenga ya. La creación es libérrima y manifiesta la infinita bondad de Dios; da gloria a Dios, pero no porque la necesite.
El hombre es la única criatura en el mundo visible a la que Dios ha amado por sí misma, a la que creó capaz de conocer y amar a su Creador y administrar la tierra; no sólo algo sino alguien, persona, capaz de conocerse, y darse libremente, a imagen de Dios, y con cada alma creada directamente por Él. Cristo nos revela que ese amor de Dios al hombre en el plano natural, que reclama ya una correspondencia de amor libre por parte del hombre, es sublimado, sin ninguna necesidad por parte de Dios ni por parte del ser humano en el plano natural, con el querer divino libre de hacernos partícipes de su naturaleza divina, comunicándonos su “semejanza”, su vida divina. Cristo, por quien y para quien todo fue creado, es el verdadero arquetipo a cuya imagen ha sido creado el hombre.
A su vez, “la realidad del pecado, y más particularmente del pecado de los orígenes, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 387). Ese abuso de la libertad, rompiendo la armonía de la creación, hizo que el hombre perdiera la semejanza divina, participación de la vida divina, y que la imagen de Dios, inserta en él en el plano natural, quedara oscurecida, con una libertad herida. Dios no quería esclavos, “obligados” a quererle; en sí es imposible amar sin libertad.
La respuesta de Dios se ha revelado poco a poco en la historia, por etapas sucesivas y progresivas, y la liberación radical se ha realizado en Cristo en un momento dado de la historia. Pero Jesucristo no es una figura fijada en el pasado. Resucitado, opera en la actualidad. Es el centro y el fin de la historia. Cristo es infinitamente más que un ejemplo de vida: es Dios encarnado, que redimiendo y expiando nuestros pecados y venciendo la muerte por su resurrección, ilumina las inteligencias, atrae los corazones, purifica la imagen de Dios oscurecida por el pecado, nos devuelve la semejanza o divinización mediante nuestra identificación con Él, por la acción en el alma del Espíritu Santo. Por el bautismo, somos hijos de Dios Padre en el Hijo por la acción del Espíritu Santo. Cristo es el camino hacia Dios y a la vez el término: es Dios. Como dice san Agustín, “siguiendo el camino de su Humanidad, llegarás a la Divinidad” (Sermo 141, 4). Supera todas las expectativas de la humanidad. La salvación es sobrenatural, pero, sin confundir lo natural con lo sobrenatural ni oscurecer su gratuidad, llena al mismo tiempo todas las aspiraciones naturales. Además, “el precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él (perfecto Dios y perfecto hombre)” (san Josemaría Escrivá, Amigos de Dios 75).
Cristo nos ha liberado del pecado, del demonio y de la muerte, de tal modo que pueden ser perdonados todos los pecados y en cualquier tiempo. Pero es preciso que esa causa universal de salvación se aplique al individuo, requiriendo su cooperación libre para que el perdón y la vida divina lleguen hasta él. Santo Tomás de Aquino compara esa realidad con la de un médico que hubiera preparado una medicina capaz de curar cualquier enfermedad: para que llegue a surtir efecto, el individuo debe tomarla (S. Th. III, q. 49. a. 1, ad 3 y ad 4). Como dice san Agustín, “el que te ha hecho a ti sin ti, no te salvará sin ti” (Sermo 169, 11, 13). Y san Josemaría explica: “no destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente Él nos ha hecho libres. Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la intimidad del corazón” (san Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa 100). La fe cristiana nos lleva a asegurar un clima de libertad, alejar cualquier tipo de engañosas coacciones en la presentación de la fe. San Josemaría solía recordar que Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto…, si alguno quiere venir en pos de mí…
Cuando se explica que el misterio de Cristo se prolonga en el misterio de la Iglesia, no es una metáfora, sino una realidad. San Pablo afirma que la Iglesia es Cuerpo de Cristo (Ef 1, 20-28), porque de Él, como de su Cabeza, recibe constantemente la vida divina y la comunica. Es “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium 1). Sólo así se entiende la eficacia sobrenatural, divina, que Cristo, Dios, ha dado a unos signos materiales que son los sacramentos. Por esta razón, por ejemplo, “si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que ‘no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva’ (Ez 33, 11). Verdaderamente es infinita la ternura de Nuestro Señor. Mirad con qué delicadeza trata a sus hijos” (san Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa 78). Buscar y tratar a Cristo en la oración y en los sacramentos es un trato de amor, libérrimo. En esta visión del hombre, cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal. La libertad tiene entonces una consecuencia que le da toda su consistencia: la responsabilidad. En efecto, implica que “la libertad adquiere su auténtico sentido, cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres” (Idem 27). Se comprende mejor entonces la afirmación de santo Tomás de Aquino: “cuanto más amor tiene uno, tiene más libertad” (In III Sent., d. 29, q. un., a. 8. qla. 3 sc).
Puede parecer que me alargué demasiado en este argumento, pero opino que esas aclaraciones permiten entender mejor el derecho de la libertad religiosa tal como lo describe Vaticano II (Dignitatis humanae 2): “en materia religiosa, ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella, pública o privadamente, solo o asociado con otros, dentro de los debidos límites”. También aclaran por qué el concilio afirma que se trata de un derecho de libertad enraizado en la naturaleza misma de la persona humana. Como subrayaba san Josemaría, “yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitir imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios” (san Josemaría Escrivá, Amigos de Dios 32).
Intentaré ser breve para el tercer argumento: personas de otras religiones podrían sentirse coaccionadas o molestas por la presencia de un crucifijo. Mi constatación se limitará a dos hechos, no a dos anécdotas largas. El primero es que, en un servicio del International Harald Tribune de 2008, se analiza cómo en Francia un número cada vez mayor de familias musulmanas prefieren enviar a sus hijos a escuelas católicas. La presencia del crucifijo en las aulas, lejos de coaccionar o molestar a personas de otras religiones, les puede gustar, o lo pueden respetar, por su valor humano. El segundo, lo veo cada día. Resulta que el Opus Dei es una Prelatura Personal de la Iglesia católica, y tiene una peculiaridad: sin que pertenezcan a la Prelatura, tiene cooperadores católicos, no católicos y no cristianos. El fundador tuvo que “pelear” para que se aprobara esta voluntad de Dios para su Obra. Los cooperadores cooperan con la Prelatura con su oración, su trabajo o su dinero. Cuando un no católico va a un centro de la Obra, sabe que no va a una casa religiosa o confesional, sino a una casa de familia. Conoce la casa. Lejos de sentirse coaccionado o molesto por la presencia de un cuadro de la Virgen en la sala de estar, o de un crucifijo en la sala de estudio, se encuentra allí a gusto: como en su casa. Lo que digo de los cooperadores pasa con cualquier persona no católica, o no cristiana, o no creyente que va por allí, aunque sea sólo para ver a su amigo que vive en esta casa. En una ocasión san Josemaría llegó a comentar con confianza filial al Papa Juan XXIII: “Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad”.
San Josemaría, cuya fiesta se celebra el 26 de junio, insistía en que tenemos que convivir, comprender, disculpar, respetar, en una palabra amar a todos, también los que no nos entienden, como Cristo ama: tenemos que ser otros Cristos, Cristo mismo. Pero sería un amor hipócrita si engañáramos a los que nos rodean sobre el sentido de la vida, y sobre lo que no nos pertenece porque lo hemos recibido del Amor. Sólo con un amor sincero seremos “sembradores de paz y alegría”. Me ayuda siempre, para intentar vivir la verdad con caridad, verdadero amor a la libertad, estas palabras del fundador del Opus Dei: “He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer, ni para vencer. El error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio, nunca con la fuerza, siempre con la caridad” (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer 44).
Al querer explicar que la presencia de símbolos religiosos en las instituciones públicas no supone mermar la aconfesionalidad del Estado, hemos argumentado temas más de fondo: primero, la racionalidad de la existencia de Dios, después la falacia de querer reducir las convicciones religiosas al ámbito de la conciencia individual, sin aceptar su dimensión colectiva y pública. Aclarar nuestro punto de vista nos ha llevado a considerar una realidad que llena de esperanza: en su revelación del misterio de Dios, Jesús nos da la respuesta al misterio del hombre, subrayando el valor incomensurable de la libertad, que encuentra en Cristo su auténtico sentido.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
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Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
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La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
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