Principales teorías
Pablo VI
El término violencia no es, propiamente, ni marxista ni cristiano. Tradicionalmente, el cristiano ha hablado, no de violencia, sino de “insurrección legítima”. Pero “el derecho de insurrección no puede ejercerse de manera permanente, sino en condiciones estrictamente limitadas (Bigo, 1968, p. 575). Por lo tanto,
si se llama violencia un estado permanente de guerrilla fuera de estas condiciones, hay que decir que “la violencia no es ni cristiana ni evangélica” (Pablo VI en Bogotá)… En este sentido, si se quiere, hay una condenación cristiana de la violencia (Bigo, 1968, p. 575).
En Populorum Progressio, Pablo VI (1967) aborda francamente el tema:
Hay situaciones cuya injusticia exige en forma tajante el castigo de Dios… Es grande la tentación de rechazar con la violencia tan graves injusticias contra la dignidad humana (Nº 30)
Sin embargo, ya se sabe: la insurrección revolucionaria – salvo en el caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y damnificase peligrosamente el bien común del país– engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor (Nº 31).
El P. Bigo realiza el siguiente análisis de este párrafo:
1. No es la violencia, sino la insurrección la que puede ser legítima en un caso: el de una “tiranía evidente”.
2. El inciso: “salvo el caso…” alude directamente a la doctrina tradicional, expresando una de las condiciones de la insurrección legítima: la tiranía. El pueblo debe estar en legítima defensa contra una tiranía que puede compararse con una verdadera agresión.
3. El Papa no habla de un tirano, sino de una tiranía. Aquí insinúa lo que afirmaron los obispos en Medellín, es decir que la tiranía puede provenir “ya de una persona, ya de estructuras evidentemente injustas” o sea de “una violencia institucionalizada”
4. En el texto de la encíclica, el Papa, mucho más que a la eventual legitimidad, es sensible a los males atroces que provoca toda insurrección, aún legítima.
5. En otro párrafo (nº 32) invita a “transformaciones audaces que renueven radicalmente las estructuras (Bigo, 1968, pp. 575-576).
En su discurso del 24 de agosto de 1968, dirigido a los obispos presentes en Bogotá, el Papa les dice que no pueden “ser solidarios con sistemas y estructuras que encubren y favorecen graves y opresoras desigualdades entre las clases”. Pero recalca: “ni el odio, ni la violencia son la fuerza de nuestra caridad” (Bigo, 1968). Fuera de ello, en otros diversos discursos, condena clara y rotundamente la violencia y la revolución.
¿Se puede decir que Pablo VI se contradice en estos discursos con respecto a la Populorum Progressio? El P. Bigo opina que no, sino que, al mismo tiempo que insiste en la condena de la injusticia social, no alude nunca en ellos a la eventualidad de una insurrección legítima, lo que no significa su exclusión. Quizás –dice Bigo (1968, p. 577)– Pablo VI “prefirió no hablar del caso excepcional que mencionaba su encíclica” porque algunos comentaristas, “citando solamente el famoso inciso y olvidando todo el resto, habían presentado sus palabras como un permiso dado y casi una invitación a la violencia”.
Comentario: Es muy arriesgado emitir un juicio sereno sobre la enseñanza de Pablo VI en materia de revolución. Mientras que Populorum Progressio es, en este aspecto, bastante clara, sus discursos de Bogotá (a pesar de las explicaciones del P. Bigo) nos parecen decir lo contrario. No es cuestión de hacer filigranas a fin de hacer decir al Papa lo que nadie entendió que dijo. En otras palabras, si sus discursos y afirmaciones pueden salvarse mediante equilibrios escolásticos, su actitud pública junto a las autoridades políticas (el poder establecido) no deja duda alguna sobre su sentido obvio. El principio de la insurrección legítima no nos parece apropiado moralmente apara juzgar la conveniencia y valor de la revolución. En todo caso, Pablo VI se muestra demasiado ambiguo en su doctrina sobre la revolución, y parece avanzar a base de contradicciones. Dolorosa comprobación: cuando la Iglesia ha tenido que salir históricamente en defensa de sus “intereses” no ha dudado en justificar moralmente la guerra santa. Pero a la hora de salir en defensa del pobre y del oprimido, y de oponerse al poderoso, parece que –al menos en declaraciones oficiales– le cuesta aplicar el mismo patrón.
A. Z. Serrand
Traeos a Serrand como representante de una línea teórica, claramente definida en el seno del cristianismo. Serrand hace partir su análisis de una cuádruple distinción terminológica: constreñimiento (“contrainte”), violencia, no-violencia y dulzura. Es constreñimiento:
el uso de cualquier fuerza de presión para provocar en una persona –o en un grupo de personas– un comportamiento contrario, o al menos extraño, a su voluntad inmediata. Llamaremos violencia esa clase particular de presión que, con la misma finalidad, emplea o despliega medios físicos de presión, apropiadas para disminuir o aniquilar, a menudo con brutalidad, la libertad, la integridad corporal, los bienes materiales. Llamaremos no-violencia ese tipo de acción o, más a menudo de reacción que, sin recurrir a los medios brutales físicos de presión, busca objetivamente neutralizar o cambiar una situación juzgada como insoportable. Será dulzura una renuncia semejante a los medios violentos, que rechaza toda preocupación inmediata por presionar al contrario (Serrand, 1968, p. 26)
Según Serrand (196), la Palabra de Dios profetiza para el fin de los tiempos, de una parte oleadas de violencia, de otra, una época más tranquila (?), en la que una justa presión mantendrá sumisos a los enemigos del Reino de Dios. Pero antes de conocer esta violencia divina, de la que se beneficiarán, los fieles cristianos conocerán la violencia satánica, de la que serán presa. Según Serrand (1968), ante esta violencia satánica, sólo hay dos actitudes posibles para el cristiano: o la huida, o la dulzura. En ningún caso, según Serrand (1968), se debe reaccionar por la violencia, lo que constituirá un testimonio contra los mismos opresores.
Por otra parte, el tiempo evangélico es definido por Jesús como una situación de violencia (Mt 11, 12), es decir, como na exasperación de la vieja lucha contra los poderes malignos. En este tiempo evangélico, los cristianos deben permanecer en el mundo sin ser de él, a fin de dar testimonio. La única lucha que puede mantener el cristiano debe ser contra los “poderes malignos”. Pero a la violencia que sufra tanto como ciudadano que como cristiano debe someterse. De ahí que al cristiano no le quede más respuesta que la dulzura, ya que su vista se encuentra puesta en un Reino que no se realizará sobre esta tierra.
En definitiva, el Nuevo Testamento nunca anima la revolución o la protesta política contra las injusticias.
Se diría que para él estas injusticias son, en cierto sentido, fatales, que remite su juicio sobre ellas para después, que por el momento prefiere el orden (…) Su revolución, importada desde lo alto, le hace desinteresarse de cualquier otro tipo de revolución (Serrand, 198, p. 31).
Comentario: Serrand se inclina, a través de una exégesis tradicional, ahistórica y barata, por un pacifismo a ultranza. No explica en qué consisten esos “poderes malignos” de que habla, que nunca llegan a encarnarse de una forma palpable en este mundo. El Reino de Dios no es más que un ideal evasivo, que desliga al cristiano de este mundo, dejando el campo libre al “enemigo”. Una interpretación demasiado literal de ciertos pasajes bíblicos le llevan a una concepción de la autoridad y, por consiguiente, de la obediencia, totalmente estática y ahistórica. Permanece en un individualismo espiritualista que, desgraciadamente, ha tenido mucha vigencia en la Iglesia, y la ha conducido a graves errores históricos. Ese supuesto respeto absoluto del evangelio por el orden (el orden-desorden) no está muy en concordancia con el testimonio vital de los profetas –ni tampoco de Jesús– y sí parece contener mucho de idolatría.
Jean Lasserre
Jean Lasserre se enfrenta con el mundo en su estado actual de injusticia y de violencia, y se pregunta por el papel que el cristiano puede y debe desempeñar en él. En ningún momento admite Lasserre que el cristiano se pueda marginar de la situación histórica en que se encuentra, ya que, si es cierto que Cristo ganó “la primera batalla”, y que ganará la última, el problema se sitúa en quién ganará esta segunda batalla planteada a los hombres. Es decir, el problema se cifra en la lucha histórica en la que se halla sumergido el hombre actual. De hecho, los cristianos han aceptado “sin vergüenza un desdoblamiento de la moral” y han encontrado “normal, natural, hacer como ciudadanos u hombres de negocios, lo contrario de lo que hacen en cuanto padres de familia o miembros de la ‘Iglesia’” (Lasserre, 1965, p. 11). Actitud inadmisible, ya que:
Cristo no se contenta con una parte de nuestro corazón, de nuestra vida, con un sector limitado de nuestras actividades sino que quiere reinar sobre la totalidad de nuestra existencia de hombres, incluida nuestra vida de ciudadanos y nuestras actividades políticas (Lasserre, 1965, p. 12).
De ahí que el cristiano deba enfrentar con toda seriedad, a partir de la Palara de Dios, la realidad concreta en que vive. Esta actitud se especificará de dos maneras: mediante un testimonio profético, y –llegando el caso– mediante una desobediencia política a las autoridades, mantenedoras de la situación injusta. Es decir, mediante una revolución no-violenta.
Admitida, en una circunstancia histórica determinada (como la actual, por ejemplo), la necesidad de una revolución, el problema que preocupa a Lasserre (1965) es el de los medios que debe usar el revolucionario cristiano. En primer lugar, hay que distinguir entre fuerza y violencia. La fuerza es una presión ejercida sobre el contrario, pero una presión de tipo neutro, mientras que la violencia supone una dominación despiadada del contrario, que lleva en sí misma un elemento destructivo y que manifiesta un desprecio por la persona del rival.
Mientras que la presión se opone a un acto, pasado o posible, considerado como nefasto o criminal, para sancionarle o prevenirle, la violencia se dirige contra la persona misma de aquel a quien pretende reducir a la impotencia, con riesgo de matarle. Mientras que la presión permite e incluso supone el diálogo, en el cuadro de la legalidad, la violencia, por definición, se ejerce más allá de todo diálogo, que rechaza, despreciando igualmente la ley, jurídica o moral, y llegando enseguida a considerar al otro como una bestia malhechora que hay que exterminar, o como na cosa que hay que liquidar (Lasserre, 1965, pp. 07-08).
Hay que distinguir también la violencia de la no-violencia, dentro del plano de los medios revolucionarios. Con una comparación brillante, Lasserre (1965) afirma que la no-violencia es a la violencia, lo que la seducción a la violación, con la diferencia de que la no-violencia es algo noble, mientras que la seducción no lo es.
¿En qué consiste la no-violencia, como medio de acción revolucionaria? Según Jean Lasserre (1965; 1968), la no violencia tiene cinco rasgos característicos:
1. La no-violencia distingue entre la injusticia y la persona que ejerce la injusticia. Ataca la injusticia misma, no a las personas que son los instrumentos de esa injusticia.
2. Respeta al adversario como ser humano que es, y le considera como interlocutor de un posible diálogo. En este sentido, la lucha no- violenta trata no sólo de vencer, sino también de convencer.
3. La lucha no-violenta expresa necesariamente a una llama dirigida a la conciencia del adversario, cuya libertad respeta absolutamente. “Mientras que la violencia, como la violación, prescinde por reducirle a su interés, la no-violencia busca apasionadamente el convencer a sus adversarios, para conducirles a descubrir la injusticia de su empresa, y a que se decidan por sí mismos, libremente, a renunciar a ella” (Lasserre, 1965, p. 204).
4. “Una acción no-violenta implica necesariamente una desobediencia precisa a las leyes del adversario. Por ello, la no-violencia se distingue claramente de la pasividad, de la no-resistencia, y hasta de l resistencia pasiva. La no-violencia se concretiza en una acción por el hecho mismo de que se comete una infracción o que se desobedece abiertamente a una ley” (Lasserre, 1965, p. 205). Esta desobediencia se realiza, precisamente, por respeto a uno mismo y por respeto al legislador. Es una manera de apelar a su conciencia sin amenazar su persona.
5. Finalmente, la no-violencia supone una disposición para el sufrimiento, que se sabe de antemano llegará, como efecto de la desobediencia al legislador, sin tratar de responder a su vez al adversario con otro sufrimiento físico o moral (fuera de la molestia que se produce deliberadamente en su conciencia).
Existen, según Jean Lasserre (1965), numerosas razones, tanto de orden espiritual como de orden práctico, por las cuales el cristiano debe rechazar el empleo de la violencia. Por el contrario, existen muchas razones positivas para que el cristiano adopte la no-violencia como arma revolucionaria. Para Jean Lasserre, el motivo fundamental de esta elección está en el carácter esencialmente evangélico de la no-violencia. Cristo es el prototipo del hombre no-violento, cuyo mensaje es profundamente revolucionario, y cuya victoria pasa por la muerte en la cruz. El amor, núcleo de la doctrina cristiana, es incompatible con el empleo de la violencia, mientras que se adecúa perfectamente al uso de la no-violencia.
Comentario: La postura es perfectamente consecuente con el planteo. El problema sería ver si la definición de violencia no es demasiado artificial o si, en otras palabras, no se puede dar una violencia amorosa. En efecto, para Lasserre se pasa de la fuerza (admisible) a la violencia (inadmisible) en el momento en que se desprecia a la persona del adversario (Lasserre, 1965). ¿No es concebible, sin embargo, una violencia sin este desprecio?
¿No puede darse una situación en la que, el estado de alienación del opresor sea tal, que sólo una acción violenta constituya una llamada a su conciencia y, a la vez, el único camino expedito para el restablecimiento de la justicia? En todo caso, si es cierto que una justicia sin amor no es cristiana, también es cierto que no puede haber verdadero amor donde no reina la justicia. En este sentido, podría darse una situación donde la búsqueda del amor presuponga una violencia, instauradora de la justicia. Siempre, claro está, que no traspase sus límites de medio provisional. La vida no es el valor máximo, aunque sí el valor fundamental. En un conflicto de valores, podría llegarse a la situación de tener que matar por amor para hacer reinar la justicia. Aunque, juzgando con realismo, es difícil que una acción violenta continuada pueda conservar en el que la realiza un clima psicológico de amor. Y este es el punto fuerte de Jean Lasserre.
Martin Luther King
No es necesario subrayar la personalidad de Martin L. King, mártir de la no-violencia, premio Nobel de la paz, y una de las figuras cristianas más extraordinarias de nuestro tiempo. Él ha sido la cabeza y el motor principal del movimiento por los derechos cívicos del negro en Estados Unidos, movimiento que ya cuenta en su haber con numerosas victorias.
Para Martin L. King el problema se plantea al enfrentar las exigencias evangélicas con la realidad social actual. En efecto:
el evangelio bien comprendido interesa a la totalidad del hombre, no sólo a su alma, sino también a su cuerpo, no sólo a su bienestar espiritual, sino también a su bienestar material. Una religión que se diga preocupada por las almas de los hombres y que no lo esté igualmente por las chabolas que les condenan, las condiciones económicas que les estrangulan y las situaciones sociales que les paralizan, no es más que una religión espiritualmente moribunda (King, 1968a, p. 225).
Por otra parte, una mirada al mundo que nos rodea nos hace comprender inmediatamente la existencia de un desorden social institucionalizado. Un desorden que Martin L. King encuentra en su propia nación, los Estados Unidos de Norteamérica. Como negro, debe respirar “en una atmósfera donde las falsas promesas son una realidad cotidiana, donde la realización de los sueños es aplazada cada noche, donde la violencia hacia los negros se ejerce impunemente y constituye incluso un modo de vida” (King, 1968b, pp. 36-37). La segregación, ya no legal, pero no por ello menos real, se extiende a todos los planos de la vida: trabajo, alojamiento, educación, vida religiosa… Lo más desdichado de este desorden es precisamente su institucionalización social, su consagración como orden establecido. De ahí que los más peligrosos adversarios de la justicia “no sean el fanático del Ku-Klus-Klan, o de la John Birch Society, sino más bien el blanco liberal, más preocupado por el ‘orden’ que por la justicia, más defensor de la tranquilidad que de la igualdad” (King, 1968b, p. 107).
Este desorden establecido, evidente en la nación más desarrollada del mundo contemporáneo, se hace todavía más estridente al contemplar el conjunto de naciones de todo el mundo. En este sentido, Martin L King, como norteamericano, reconoce su propia falta:
Nosotros, occidentales, no debemos olvidar que los países pobres lo son más que nada porque notros les hemos explotado a través de un colonialismo político o económico. Los americanos en particular deben ayudar a su país a repudiar su neo-imperialismo económico (King, 1968c, p. 96).
Contraponiendo este estado del mundo con la exigencia evangélica, Martin L. King llega a la consecuencia de que es necesario realizar una revolución, a escala nacional primero, a escala mundial después. Si el evangelio, enfrentado a esta situación de desorden que reina en el mundo, no tiende a cambiarlo, es falso. El cristiano, la Iglesia entera como institución deben estar por la revolución. Esta revolución, para que sea evangélica, debe ser na revolución constructiva, una revolución de amor.
El amor que no se preocupa de su deuda de justicia no merece tal nombre. No es más que un afecto sentimental, como el que se tiene a un animal familiar. En el mejor sentido del término, amar es hacer aplicar la justicia (King, 1968b, p. 109).
De hecho, Martin L. King encontró que este amor se lo inspiraba Cristo, y así pudo afirmar de toda su acción que estaba imbuida por el espíritu de Cristo.
Ahora bien, a la hora de realizar esta revolución de amor, no hay que olvidar que una revolución se mide por sus efectos, y no por sus deseos. En este sentido, King comprendió que debía elegir los medios más eficaces para llevar a cabo su revolución (su lucho por los derechos cívicos del negro en Estados Unidos). Es precisamente su deseo de eficacia lo que lleva a King a rechazar la violencia y a escoger el camino de la no-violencia:
Ser eficaz, tal es uno de los problemas esenciales del negro que quiere conquistar su libertad. ¿Cómo hacer para llegar al término tan deseado? (…) Es un hecho innegable, una verdad inexorable, que toda tentativa de los negros para librarse de su opresor por medio de la violencia está avocada al fracaso (King, 1968b, p. 71)
Por ello “no tenemos más que una arma para luchar contra los retrasos, la duplicidad, el ‘tokenismo’ y el racismo: la acción no-violenta masiva y las elecciones” (King, 1968b, p. 154). La no-violencia no es pasividad ni violencia, sino una síntesis de las dos.
De acuerdo con el método persuasivo, admitimos que no hay que destruir por la violencia ni la vida ni la propiedad de nadie, pero, de acuerdo con los partidarios de la violencia, afirmaremos que hay que obrar contra el mal. Así evitaremos la falta de resistencia del primero y el exceso del segundo. La resistencia no-violenta nos permite rechazar el mal para transformarle en bien, sin por ello acudir a la violencia (King, 1968b, p. 154).
La única violencia de la no-violencia (su fuerza) consiste en “hacer presión sobre las autoridades para que cedan a las exigencias de la justicia” (King, 1968c, p. 32), una presión sobre “las estructuras de las que se sirve la sociedad” (King, 1968c, p. 92). Por lo demás, la acción no-violenta constituye una llamada a la conciencia pública, puesto que hace salir a la luz la violencia establecida, la hace salir a la calle, e incita así al ciudadano medio y a la opinión mundial a una reflexión sincera. “Es preciso que los liberales blancos comprendan que no es el oprimido quien crea la tensión al luchar por sus derechos. El no hace más que poner en evidencia una realidad subyacente” (King, 196b, p. 110).
Según King (1968c, p. 51) “el verdadero valor de la no-violencia consiste en que nos ayuda a ver el punto de vista del enemigo, a escuchar sus preguntas, a conocer el juicio que tiene sobre nosotros”, es decir, que posibilita un auténtico diálogo. King admiraba los efectos extraordinarios de la revolución no violenta de Gandhi en la India, y aspiraba a realizar algo análogo en los Estados Unidos. Por lo demás, esta lucha no-violenta a escala nacional (y de la que King terminó siendo mártir), debe extenderse al mundo entero, a fin de hacer reinar la justicia (King, 1968c).
Muy importante para Martin L. King es el papel que la Iglesia como institución debe realizar en esta acción revolucionaria.
Como entidad, la Iglesia (…) ha concedido a menudo su bendición a un estado de cosas que había que denunciar y ha confirmado un orden social que había que reformar. Por ello, la Iglesia debe ahora confesar sus faltas, reconocer que ha sido débil y que ha vacilado en su testimonio y faltado a menudo a su vocación de servicio (King, 1968b, pp. 116-117).
En otras palabras, “corresponde a la Iglesia tomar la dirección de la reforma social. La Iglesia debe descender a la arena y combatir para salvaguardar la santidad de su misión y conducir a los hombres por el camino de la verdadera integración” (King, 1968b, p. 120). Si no lo hace, la Iglesia habrá fracasado en su misión de portadora del mensaje evangélico, y se convertirá en un “club social anacrónico” (King 1968b, p. 120).
Comentario: No se puede juzgar a Martin L. King desde un plano puramente teórico. Para él la teoría estaba encarnada en la acción misma. Sin embargo, es de alabar la sinceridad evangélica de su compromiso, que le hizo vivir personalmente lo que consideró como exigencia cristiana, y que le llevó a morir en el campo de batalla. Es interesante subrayar cómo las dos razones fundamentales por las que King rechaza la violencia no son de tipo bíblico: la eficacia y la convicción de que sólo el amor puede engendrar la paz y la justicia. Muy importante es su concepción del papel de la Iglesia en la acción revolucionaria. Para él, este papel es consecuencia de dos motivos: 1) el evangelio se dirige al hombre concreto; 2) la Iglesia debe reparar el mal que ha hecho al haber bendito y consagrado el desorden establecido. Una y otra razón abonan la trascendencia que tiene el aspecto histórico del mensaje divino. Es decir, la concepción histórica de la Palabra de Dios lleva al cristiano y a la Iglesia a constituirse en oponentes de todo desorden establecido, sea cual sea.
Helder Câmara
El planteamiento de Monseñor Helder Câmara es en todo semejante al de Martin L. King. También para él el problema se sitúa en el encuentro entre la Palabra de Dios y la situación de desorden de nuestro mundo (para él, la situación de miseria e injusticia existente en el Brasil).
¿Cómo olvidar que la vida divina es anunciada a auditores que viven en condiciones inhumanas? (…) Insistir en una pura evangelización espiritual equivaldría a dar en breve plazo la idea de que la religión es una teoría desplegada de la vida, incapaz de unirse a ella y de modificarla en lo que tiene de absurdo y de falso. Sería, entre otras cosas, dar aparentemente razón a quienes mantienen que la religión es la gran alienada y la gran alienadora, el opio del pueblo. Al evangelizar en nombre de Cristo regiones como la nuestra, se llega a una plena humanización (Câmara, 1968a, p. 24).
Es evidente que en el mundo subdesarrollado existe un estado escandaloso de violencia, socapa de legalidad. “Las masas en situación infrahumana son violentadas por los pequeños grupos de privilegiados, de poderosos… ¡El orden-desorden! (Câmara, 1968a, p. 158).
Ante esta confrontación evangélica con la sociedad actual, se impone la necesidad de la revolución. Y esto precisamente en nombre del cristianismo, que nos compromete con el hombre concreto. “Si nosotros, los cristianos de América Latina, asumimos nuestra responsabilidad frente al subdesarrollo del continente, podemos y debemos ayudar a promover cambios profundos en los dominios de la vida social particularmente en la política y en la enseñanza” (Câmara, 1968a, p. 155).
Revolución, pue, a escala nacional, liberando al pobre de su esclavitud y al rico de su alienación. La primera labor revolucionaria que se impone es la “concientización”, tanto del rico (despertando su conciencia) como del pobre (haciéndole consciente de sí mismo y de su situación), del poderoso como del miserable, “pues si las mentalidades no llegan a cambiar en profundidad, las reformas de estructuras, las reformas de base, quedarán sobre el papel, ineficaces” (Câmara, 1968a, p. 163). Monseñor Câmara insiste mucho sobre esta toma de conciencia en los países desarrollados, donde parecería que las cosas ya marchan bien. En efecto, también os países de la abundancia “tienen necesidad de una revolución cultural que aporte una nueva jerarquía de valores, una nueva visión del mundo, una estrategia global del desarrollo, la revolución del hombre” (Câmara, 1968a, p. 163). Revolución, por lo tanto, a escala internacional, puesto que:
esta revolución social no será posible en el mundo subdesarrollado más que si el mundo del progreso tiene la humildad de comprender y de aceptar el hecho de que la revolución social en África, en Asia, y en América Latina presupone necesariamente una revolución social en Europa y en América del Norte (Câmara, 1968a, pp. 98-99).
Así, por ejemplo, “no haremos más que jugar al desarrollo en tanto que no obtengamos una reforma profunda de la política internacional del comercio” (Câmara, 1968a, p. 42).
Ahora bien, esta revolución ha de ser una revolución de amor ya que “sólo el amor es creador. El odio y la violencia no sirven más que para destruir” (Câmara, 1968a, p. 42). Una revolución de amor que debe estar inspirada por el mensaje evangélico: “Es preciso que el cristianismo nos inspire la mística de servicio para que, progresando en nuestro desarrollo, no nos volvamos egoístas ni violentos” (Câmara, 1968a, p. 14).
Es este espíritu evangélico, pero también la urgencia y la necesidad de eficacia, lo que determina la elección de los medios. Y, hoy, por hoy, el único medio viable de acción revolucionaria para América Latina es el de la no-violencia.
Nosotros, cristianos, estamos del lado de la no-violencia, que no es ni mucho menos una elección de debilidad ni de pasividad. La no-violencia es creer, más que en la fuerza de las guerras, de los asesinatos y del odio, en la fuerza de la verdad, de la justicia, del amor… Pero la opción por la no-violencia si por una parte se enraíza en el Evangelio, se funda también en la realidad. ¿Queréis realismo? Entonces yo os digo: Si en no importa qué parte del mundo, pero sobre todo en América Latina, una explosión de violencia debiera estallar, podéis estar seguros de que, inmediatamente llegarán los Grandes –incluso sin declaración de guerra– las Super-Potencias estarán allá y tendremos un nuevo Vietnam (Câmara, 1968a, p. 162; cfr. También, 1968b).
También para Monseñor Câmara, como para Martin L. King, la Iglesia debe jugar un papel importante en este movimiento revolucionario. En efecto:
la Iglesia está llamada a denunciar el pecado colectivo, las estructuras injustas y rígidas, no solamente juzgándolas desde fuera, sino incluso reconociendo su propia parte de responsabilidades y faltas. La Iglesia debe tener el valor de sentirse responsable al mismo tiempo que los demás de este pasado y, para el presente y el futuro, hacer prueba de una solidaridad más grande (Câmara, 1968a, p. 129).
Dentro de la Iglesia, tanto la jerarquía, como los sacerdotes y laicos, deben participar en la revolución. Nadie puede rehuir sus responsabilidades. Es interesante observar, a este propósito, cómo Monseñor Câmara concreta en diversos puntos la labor que debe realizar la jerarquía, siempre tan temeroso de enfrentarse con los poderosos” (Câmara, 1968a, p. 68).
Comentario: Es admirable la capacidad de Monseñor Câmara de vislumbrar la complejidad del problema de la injusticia, y su sensibilidad práctica para concretar y realizar puntos de acción realista (Câmara, 1968b; 1968c; 1968d). Por otra parte, aunque juzga la no-violencia como evangélica, admite la posibilidad de que un cristiano llegue a juzgar la violencia como necesaria, y respeta su conciencia. “Personalmente yo prefiero mil veces que me maten a matar” (Câmara, 1968a, pp. 161-162). Es muy importante el reto que Monseñor Câmara lanza a la moral cristiana, al desenmascarar una serie de principios que justifican aparentemente situaciones abominables: principios como el del valor del orden, la propiedad privada y la dignidad humana que esconden a menudo la injusticia, la explotación o la defensa de intereses inconfesables (Câmara, 1968a). Las dificultades que afronta hoy día el movimiento de Helder Câmara contra la dictadura militar imperante en el Brasil y el neofascismo de un cristianismo paternalista y explotador, muestran hasta qué punto su acción es auténtica y ha puesto el bisturí en la llaga.
Michel Blaise, o.f.m.
Para Blaise (1966) enfocar el problema de la violencia a partir de los movimientos armados de América Latina es plantearlo al revés. De hecho, la violencia no es un problema sino un hecho, un proceso en el que unos ejercen la violencia (los ricos) y otros la sufren (los pobres). Por lo tanto, hay que partir de la comprobación de un estado actual de violencia legalizada. Son los ricos quienes hacen de la violencia un problema (de la violencia contra el orden-desorden), porque afecta sus intereses propios.
Tradicionalmente los católicos se han opuesto a la violencia en nombre de la persona humana (Blaise, 1966). Pero esta postura católica,
¿proviene del evangelio o de otras motivaciones ajenas a la fe? De hecho, una cierta concepción de la Iglesia, que erige en fin la institucionalidad jerárquica –lo que no es más que un medio histórico de la Iglesia– le ha llevado a comportarse como un reino de este mundo, y a solidarizarse así con un orden que favorecía o toleraba esta pretensión eclesiástica. La violencia de los pobres se presenta entonces como una amenaza contra la institución de la Iglesia.
Por otra parte, la Iglesia ha buscado a menudo una justificación teológica para conductas puramente humanas. Así, ha llegado a hacer de la fe una defensa del orden establecido; del amor a la persona, una disculpa para sostener situaciones injustas; de la caridad, un sistema paternalista y apologético. En estas circunstancias, la moral se convierte en una defensa de la institución y la ley se hace el instrumento privilegiado de la autoridad. El fiel busca la seguridad en el legalismo, sujeto siempre al dictamen del clero (clericalismo). El legalismo engendra a su vez el individualismo y el idealismo utópico, alejando al cristiano –presa de un formalismo paralizador– de las realizaciones temporales: la fe se convierte en un opio.
Cristo murió a manos de los ricos, de los establecidos socialmente. Su muerte tiene un carácter político, ya que su doctrina ponía en peligro las estructuras político-religiosas de los poderosos. Por desgracia, han sido los cristianos quienes, a lo largo de la historia, se han alineado de parte de los ricos, en contradicción expresa con la voluntad de Cristo.
La Iglesia admite la violencia en caso de una tiranía evidente. El problema que se plantea a todo católico es cuándo se da la tiranía. Por desgracia, los moralistas ponen tales y tantas condiciones que, para cuando hubiera podido dar una respuesta a tales condiciones, el cristiano se encontraría con que ya era tarde. Y, en todo caso, difícilmente podría superar el sentimiento de estar haciendo algo malo que le dejaría un tal proceso.
Sin embargo, la violencia supone una singularidad peculiar, ya que cada situación de violencia es diferente. A menudo sólo se puede dar un juicio sobre ella después de realizada. En este sentido, habríamos que propugnar, no una moral de situación, sino una moral en situación (Oraison). No es cuestión de justificar la violencia por el recurso a la legítima defensa –lo que sería oponer el amor al prójimo al amor propio y, por lo tanto, una concesión al egoísmo. Lo que está en juego en las situaciones de violencia es un dilema entre el amor al prójimo y la justicia, dilema no de conciencia, sino de situación social. Es decir, es la situación de la sociedad actual la que puede conducir en ocasiones a la disyuntiva entre la justicia y el amor al prójimo, un dilema entre dos valores auténticamente evangélicos. Ante esta colisión de valores, si el cristiano opta por la violencia en favor de los pobres, no escoge la violencia por sí misma. Lo que escoge es la justicia. Y, al usar la violencia, lo hace consciente de que se trata de un medio extremo y relativo. Con ello, opta por un mundo en el que la justicia y el amor podrán ir a la par.
Comentario: Es muy valioso el enfoque histórico y concreto del problema de la violencia, aunque quizá ésta quede vagamente definida. Lo más valioso de Blaise (1966) es el planteo moral: se considera cómo, en una situación concreta, dos valores evangélicos pueden entrar en colisión, sin que sea posible eludir el dilema. Lo cual supone una relativización sana de la moral, relativización por supuesto en función de Cristo, que llama al cristiano en su vida concreta. Es el principio de la “ponderación de bienes” expuesto por Schüller (1966).
Ignacio Martín-Baró, en dialnet.unirioja.es/
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