1. Claves filosóficas de la contemplación de la belleza
La belleza ha ocupado un lugar privilegiado en la historia de la filosofía occidental. Su contemplación se considera una actividad genuina del alma humana y manifestación de su espiritualidad. También se reconoce la belleza como reflejo de lo eterno y lo perfecto, revelación del bien y de Dios. Esta perspectiva encuentra acogida dentro del pensamiento cristiano, donde se explicita la relación personal del Creador con las criaturas, y se adopta la vía de la belleza como un camino de encuentro con Dios. San Josemaría propone una noción original de vida contemplativa y con ella enseña que amando a Dios se vislumbra la belleza de lo cotidiano, incluso de lo más prosaico. Se podría decir que su doctrina revela la belleza divina de lo humano.
En la Modernidad y, especialmente tras la Ilustración, ha prevalecido un concepto de contemplación centrado sólo en el conocimiento. En el esquema kantiano, hallamos únicamente razón en la parte intelectiva y el apetito es sólo sensible. La reducción de las facultades superiores a la razón, provoca la dificultad en comprender la naturaleza del amor. La capacidad de querer a alguien con un deseo que supera el placer y el interés queda obviada.
Por otro lado, durante más de veinticinco siglos la filosofía ha considerado la contemplación de la belleza como manifestación inequívoca de la espiritualidad humana, incluyendo la dimensión amorosa: desde la armonía celeste pitagórica, hasta la belleza celestial a la que se refiere Schelling en el Sistema del Idealismo Trascendental o Hölderlin en Hiperión:
«He visto una vez lo único, lo que mi alma buscaba, y la perfección que situamos lejos, más allá de las estrellas, que relegamos al final del tiempo, yo la he sentido presente. ¡Estaba aquí, lo más elevado estaba aquí, en el círculo de la naturaleza humana y de las cosas.
Ya no pregunto dónde está; estaba en el mundo, puede volver a él, sólo que ahora está más oculto en él. Ya no pregunto qué es; lo he visto, lo he conocido.
¡Oh vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado, en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba de las estrellas! ¿Sabéis su nombre? ¿El nombre de lo que es uno y todo?
Su nombre es belleza» [1].
La belleza es símbolo de lo más elevado y lo mejor, es una extraña presencia de lo eterno dentro del mundo espacial y temporal. Con cierta perspectiva histórica, merece especial atención la aportación de Platón y Aristóteles en la historia del pensamiento en Occidente. Por lo que se refiere a Platón, la contemplación de la idea de belleza significa la realización máxima de la actividad contemplativa del hombre y de su alma. En el Banquete, la dimensión amorosa queda explícita y clara. Expone, además, el proceso de elevación del alma, por la fuerza del amor, desde la belleza corporal hasta la idea de Belleza: la belleza en sí, imperecedera, ingénita e inmortal, sin partes, toda ella completamente perfecta [2]. La perfección de la belleza y el lugar que ocupa en el mundo de las ideas revela su identificación con el Bien. Esta identidad de bien y belleza perdura en autores posteriores, tomando connotaciones y matices diversos.
En las referencias de Aristóteles a lo bello, la importancia del amor no es tan explícita como en el texto platónico mencionado. Habría que subrayar, de un modo que no se ha hecho aún, dos aspectos clave. El primero, que toda la ética aristotélica –podemos centrarnos en Ética Nicomaquea– se centra en la filia. En efecto, está estructurada de tal modo que en los primeros libros se prepara la exposición de la amistad. Pero hay que notar que si bien “amistad” es una traducción correcta; el desarrollo de la idea de filia sobrepasa los límites de la amistad y puede entenderse como amor, en sentido más amplio. En segundo lugar, habría que desmentir la reducción de la función humana a la razón. Esta reducción no está en el texto Aristotélico, sino que al describir la función propia del hombre se dice, literalmente, que es una actividad “conforme a la razón o no sin razón”: “katá logón, e mén anéu logón” [3]. De modo que no reduce la función humana a una sola facultad. En el contexto de la Ética Nicomaquea vemos que en la parte más alta del alma esta también el amor, cuando supera el placer y el interés.
La belleza, por su naturaleza, habla directamente de la inmensidad: cada cosa bella está remitiendo a la belleza en sí, a un absoluto o un infinito. Como en los demás trascendentales, el encuentro del alma humana con ellos se realiza a través de lo limitado, pero bien, verdad y belleza son infinitos de elocuente presencia en aquellos cuerpos que los participan. La belleza, que también es percibida a través de cosas delimitadas, es ella misma sin límite. El gozo de lo bello presente nos hace intuir la inmensidad del gozo de lo bello ausente, intangible, eterno. En toda la historia del pensamiento, se suceden los autores y los textos que siguen una línea neoplatónica; en el sentido de reconocer la belleza como objeto de contemplación espiritual, entendiendo por espiritual lo que concierne a las facultades superiores del alma: entendimiento y voluntad o amor más allá de lo sensible. En esta tradición reconocemos el valor de las Enéadas de Plotino, el amor de la belleza en Ficino, la exultación de lo bello en el Idealismo; a veces apasionada, pero otras veces muy íntima y serena. Se podría destacar la espiritualidad de Novalis o de Schiller, por ejemplo. En la obra de Schiller resulta representativa la distinción entre Venus y Urania: la primera, diosa de la belleza sensible; la segunda, diosa de la belleza celestial. Esta distinción enseña a ver la diferencia entre el amor sensible y el amor espiritual, a descubrir su relación y complementariedad; a comprender que el espíritu humano está formado de entendimiento y voluntad, es decir, de conocimiento y amor. La contemplación exige la convergencia de ambos.
En efecto, la contemplación filosófica ha señalado los puntos más altos de la actividad humana. La contemplación es de lo bello, de lo infinito, de Dios. . . pero es un ejercicio sólo humano. El ser humano emprende su elevación, y gracias a sus facultades superiores puede acercarse a lo más alto hasta ver aquello que es «la belleza en sí, que es siempre específicamente única, mientras que todas las otras cosas bellas participan de ella» [4]. En cambio, la contemplación cristiana es un don de Dios. Ya no es sólo el ser humano el que actúa. «En la contemplación filosófica está presente el amor al bien y el gozo por la percepción de la belleza, pero no como en la contemplación cristiana. Ésta es un don de Dios que consiste en un sencillo conocimiento –un simplex intuitus– que deriva del amor sobrenatural y lleva a conocer a Dios y sus designios de salvación de un modo simple y profundo, y a gozarse en ellos» [5].
Podemos concluir que la aproximación filosófica a la contemplación de lo bello ha iluminado la identidad de bien y belleza, ha desvelado el gozo estético como algo genuino del espíritu humano y ha manifestado la apertura a lo infinito y a Dios que la belleza propicia.
2. Contemplación del PULCHRUM en la tradición cristiana
Dentro de la tradición cristiana, además de los aspectos que muestra la filosofía, se descubre la acción de un Dios personal relacionándose amorosamente con el ser humano. La belleza juega un papel excepcional en esa relación de Dios con los hombres. Se suceden a lo largo de la Sagrada Escritura bellas imágenes de ese amor, sea como padre: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo [. . .] enseñé a andar a Efraím yo lo llevé en mis brazos» [6]; o como esposo: «yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón» [7].
A lo largo de la historia del pensamiento cristiano sobresalen algunos hitos que hacen brillar esta dimensión con una luz especial. En este sentido, resultan emblemáticos algunos textos de San Agustín en los que directamente emplea el nombre de belleza o hermosura para hablar con Dios. San Agustín asume la idea platónica de participación de la Belleza: todo lo bello existe porque está en Dios. Pero este es ahora un Dios personal, creador; y todas las cosas bellas, criaturas suyas que le revelan, pero también pueden poner una distancia:
«¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti» [8].
Todos los términos empleados por San Agustín en este conocido fragmento son términos amorosos: describe el encuentro con Dios como el descubrimiento de la belleza y el inicio de una relación amorosa. Pero hay otro aspecto que puede llamar la atención: las cosas creadas “le retenían lejos de Dios”. Así se ve que las cosas creadas son mensaje de Dios. Pero depende del ser humano escucharlo. En esta ocasión, parece que el autor gozaba de la belleza creada sin advertir la presencia de Su Autor. Las tomaba como término de su atención y su gozo. Pero en otros momentos no es así. El mismo San Agustín lo expone: «De este modo imaginaba yo tu creación, finita, llena de ti, infinito, y decía: “He aquí a Dios y he aquí las cosas que ha creado Dios, y un Dios bueno, inmenso e infinitamente más excelente que sus criaturas; mas como bueno, hizo todas las cosas buenas; y ¡ved cómo las abraza y llena!”» [9]. En el segundo caso sí se alcanza a adivinar el reflejo divino en la creación, se reconoce la presencia de Dios en lo creado.
Otro hito, incomparable por su impacto posterior, es la obra de Tomás de Aquino. Encontramos un escollo en la doctrina de la deducción de los trascendentales, pues se refiere solamente al uno, algo, verdad y bondad; sin hacer mención expresa de la belleza [10]. Si se describe, en cambio, cómo el ente es en cierto modo completo en su entidad y es imposible añadirle nada. Los trascendentales son modos de decir, según nuestro conocimiento del ente y según su relación con las facultades del alma. Por eso, tras afirmar que entendemos que es “uno” y es “aliquid”, se describe como «en el alma se da la potencia cognoscitiva y apetitiva», por lo que decimos que el ente es bueno o verdadero. Esta omisión del Pulchrum en De Veritate, es muy lógica, puesto que no hay una facultad humana propia para la contemplación del Pulchrum. Sin embargo, en el conjunto de la obra de Sto. Tomás hay una doctrina sobre el Pulchrum; que es definido como aquello que «al conocerlo agrada» [11]. Luego, en la contemplación de la belleza se unen conocimiento y amor. Porque en la contemplación, «la esencia de la acción pertenece al entendimiento; pero, en cuanto al impulso para ejercer tal operación, pertenece a la voluntad» [12].
En la historia más reciente destacan los últimos pontífices, que han reconocido y subrayado la importancia de la belleza en el camino cristiano. Juan Pablo II recordó la identidad de bien y belleza y su raíz griega: «La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza» [13]. Pero también destaca su papel en el camino hacia Dios: «La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable» [14].
Ratzinger, por su parte, señaló explícitamente el poder salvador de la belleza, aclarando que la auténtica belleza viene de Dios y remite a Él. La belleza salvadora es la belleza de Cristo:
«Es bien conocida la famosa pregunta de Dostoievski: “¿Nos salvará la Belleza?”. Pero en la mayoría de los casos se olvida que Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de Cristo. Debemos aprender a verlo. Si no lo conocemos simplemente de palabra, sino que nos traspasa el dardo de su belleza paradójica, entonces empezamos a conocerlo de verdad, y no sólo de oídas. Entonces habremos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad redentora. Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz» [15].
En continuidad con estos precedentes, en el año 2006, el Pontificio Consejo para la Cultura llevó a cabo una reflexión profunda sobre este aspecto. Como resultado de este estudio, redactó un documento en que se expone la relevancia y el papel de la Belleza para la vida de fe: «La vía de la belleza responde al íntimo deseo de felicidad que habita en el corazón de todos los hombres. Ella abre horizontes infinitos que empujan al ser humano a salir de sí mismo, de la rutina y del instante efímero que pasa, a abrirse a lo transcendente y al misterio, a desear como último fin de su deseo de felicidad y de su nostalgia absoluta, aquella Hermosura original que es Dios mismo, Creador de toda belleza creada» [16].
En este trabajo se recogen diversos aspectos de la belleza y se analiza el modo en que ésta deviene camino de encuentro con Dios. Especialmente se destaca la belleza de la naturaleza, la belleza del arte y la belleza de Cristo. Son tres caminos de encuentro con Dios, si se descubre en la belleza su trasfondo divino, si se intuye su dimensión trascendental, si es mirada con la disposición abierta de que nos conduzca al bien y a la verdad.
3. Noción de contemplación en san Josemaría
La contemplación adquiere en las enseñanzas de San Josemaría un sentido peculiar y novedoso. En efecto, en sus escritos la contemplación tiene un significado espiritual muy preciso: se trata de convertir todo en oración, en diálogo con Dios. «Las obras de un hijo de Dios, si son cumplimiento perfecto de sus deberes, por amor a Dios y a las almas, son oración» [17]. Ser contemplativos, como lo fueron San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Ávila, significa amar a Dios y orientar toda la vida a Él; alcanzar la unión con Dios identificándose con Jesucristo. Pero el mundo y la actividad humana son ahora el núcleo, la base, el lugar propio de la vida contemplativa. Se trata de ser amigos de Dios, manteniendo un diálogo continuo con Él. Ese diálogo mismo es la contemplación, que viene a ser una amorosa mirada desde el alma: «El diálogo, a veces, no es más que mirarse [. . .] puede bastar una mirada de paz que no es con los ojos de la carne» [18]. Lo más original en su predicación es que esa contemplación, a la vez que verdadero amor de Dios, es algo al alcance de todos los cristianos y posible de ejercer en la vida corriente.
Su mensaje puede resumirse en la afirmación de que los cristianos hemos de ser «contemplativos en medio del mundo» [19]. Esta expresión encierra toda una doctrina de la vida espiritual, cuya característica propia y original es precisamente que el mundo –la creación, las realidades humanas, y muy especialmente el trabajo– son lugar y ocasión adecuada para la vida contemplativa. «En la enseñanza del fundador del Opus Dei trabajo y oración se unen, y se unen hasta tal punto que desembocan en esa cúspide que es la vida contemplativa» [20].
En este sentido resulta clave la homilía a la que puso el significativo título de “Amar al mundo apasionadamente”. Ahí se describe cómo el mundo y concretamente el trabajo humano, es directamente un lugar de encuentro con Dios. La condición es precisamente ser “almas contemplativas”. Es decir, no son las cosas externas las que por sí mismas llevan a Dios, sino que el contemplativo “ve” en ellas la ocasión del diálogo con Dios, ve a Dios mismo. Dentro de este marco y, como veremos más adelante, la belleza es algo que el alma contemplativa puede adivinar de forma privilegiada: es propio del alma enamorada descubrir cosas hermosas, en medio de lo más corriente, incluso con la apariencia más común, pero que son ocasión y objeto de su amor. Es decir, se ve algo que resulta bello porque se advierte su relación con Dios, se descubre que es algo divino:
«Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir» [21].
El mismo mensaje se repite, con distintas palabras: «Nosotros vivimos en la calle, ahí tenemos la celda: somos contemplativos en medio del mundo» [22]. El significado y alcance de esta afirmación va más allá de la posibilidad de encontrar a Dios, digamos, “en ese lugar”. Se trata de algo mucho más profundo: la posibilidad de encontrar a Dios a través y por medio de las tareas ordinarias. En cierto modo la oración es trabajo y el trabajo es oración. El trabajo oración porque conversación con El. Pero oración trabajo: «toda actividad intelectual, aun la más contemplativa, exige al menos el esfuerzo de atención, que implica al cuerpo y bien puede denominarse trabajo» [23].
La contemplación es un hábito del alma, que se ha hecho “amiga de Dios”. La amistad y el amor, son hábitos (solemos decir virtudes) por los cuales se da una disposición permanente de la voluntad y el afecto hacia el objeto de su amor. Esta disposición de ver y querer a Dios a través de las cosas humanas, de las realidades ordinarias, hace posible la unidad de vida. Es decir, facilita que el trato con Dios sea continuo y penetre las más diversas actividades. Por este motivo no es tarea exclusiva de cada ser humano, sino que es hecha posible por la acción del Espíritu Santo: logramos ser «Contemplativos, con los dones del Espíritu Santo» [24]. De este modo la vida de relación con Dios está completamente identificada con la vida profesional, familiar, social. Ser contemplativo no es algo que se reduzca a un momento o lugar concreto, como si dependiera de algo externo; sino que es una inclinación interior que arraiga por el trato personal habitual con Dios. La vida contemplativa se cultiva como se cultiva una amistad. El efecto es que esa luz interior ilumina todo cuanto hacemos, la vida entera.
«¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» [25]. Esta valoración de lo material lleva a emplear la expresión “materialismo cristiano” que significa aprecio por lo material, pero de modo opuesto a los materialismos cerrados al espíritu [26].
Este materialismo cristiano encierra una doctrina que se remonta al Génesis: «Dios vio que todo lo que había hecho era bueno, y por eso la materia es capaz de esa apertura, y el trabajo es capaz de convertir en trascendente lo corporal [. . .] por eso se descubre en la materia algo que hasta el momento nunca se había afirmado: un quid divino» [27]. La condición para reconocer esto es presentar el trabajo como acto propio del alma racional, Por tanto, como acto libre, en que hay una acción del alma y del cuerpo. Se apunta a una dimensión inédita de la unión de materia y espíritu [28].
Esta unión de materia y espíritu hace posible la acción del alma a través de lo corpóreo. La acción humana libre y amorosa, puede realizarse a través de lo material. La materia se convierte en algo apto para percibir la presencia de Dios y corresponder a Su amor a través de la actividad humana. Y así ocurre con la Belleza, que no es ella misma visible pero se deja ver a través de lo material o sensible.
4. Contemplación de la belleza en san Josemaría
La originalidad del mensaje de San Josemaría, revelando que el mundo material y el trabajo es ocasión verdadera y propia de encuentro con Dios, hace descubrir la belleza de lo prosaico. En expresión suya: Convertir en endecasílabos la prosa diaria: «El milagro que os pide el Señor es la perseverancia en vuestra vocación cristiana y divina, la santificación del trabajo de cada día: el milagro de convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico, por el amor que ponéis en vuestra ocupación habitual. Ahí os espera Dios, de tal manera que seáis almas con sentido de responsabilidad, con afán apostólico, con competencia profesional» [29].
Contemplar la belleza forma parte de esa vida contemplativa que hemos descrito, porque al amar a Dios, se reconoce Su bondad en todo lo bueno que existe y la bondad se presenta en formas bellas. Por eso ser amigo de Dios, lleva a descubrir la belleza de su amor y su reflejo en las personas y las cosas.
La belleza de Dios es “visible” por el amor. Reconocer la belleza de Dios ya es manifestación de amor, un signo de enamoramiento. El modo en que San Josemaría trata del amor de Dios está penetrado de ternura: en diversas ocasiones se refiere a la grandeza de Dios subrayando el matiz de su hermosura. Como para hacer “visible” que Dios merece ser amado. Como para hacer más próxima su Bondad, en un modo que los seres humanos somos capaces de comprender y que hace más fácil orientar el corazón hacia Él. Así lo vemos, por ejemplo, en este pasaje de Es Cristo que pasa:
«Considerad con qué finura nos invita el Señor. Se expresa con palabras humanas, como un enamorado: Yo te he llamado por tu nombre. . . Tú eres mío. Dios, que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos, que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia vida de fe para no desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en nuestras manos» [30].
Además del amor, la belleza de Dios expresa su perfección y su grandeza. Toda una tradición teológica y filosófica reconoce en Dios la máxima Belleza como consecuencia natural de su condición de Acto Puro y Ser Subsistente. La plenitud del ser es plenitud de los trascendentales y la belleza es uno de ellos: «Como era en un principio y ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. El Señor no cambia; no necesita moverse para ir detrás de cosas que no tenga; es todo el movimiento y toda la belleza y toda la grandeza. Hoy como antes» [31]. Esta observación se repite en varias ocasiones [32], también hablando de la trinidad: «Dios tres veces Santo, que es toda la Hermosura y toda la Bondad. . .» [33].
También son varias las ocasiones en que se refiere a la belleza de Jesucristo. Los comentarios de textos del Evangelio reflejan una rica imaginación que ha penetrado los detalles que recogen los evangelistas, ha recreado las escenas con profundidad y ha contemplado la Humanidad Santísima de Cristo con Admiración. Uno de los textos más elocuentes es el que se refiere a la Transfiguración y a la apariencia gloriosa de Cristo. Puesto que es propio de la belleza despertar el deseo de contemplación, lo verdaderamente hermoso enciende un deseo de permanecer mirándolo, pues produce un gozo espiritual. Estas características propias de la contemplación de la Belleza quedan bien reflejadas en este texto: «¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación! ¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti!» [34]
De la belleza de Dios participa el hombre y la creación entera. La naturaleza refleja, en su orden, la acción de la providencia. Los seres humanos, cuando actúan según el orden de la Ley natural se unen al orden bello de lo creado. Pero además, por la vida de la gracia, son capaces de reflejar con más nitidez, por una mayor proximidad, su vínculo con Dios. La unión con la Divinidad hermosea el alma.
Cuando un alma ama a Dios, Él mismo «dará al amante la hermosura, la ciencia, y el poder» [35]. El amor, todo lo embellece en la lucha por mantener esa amistad con Dios, Él presta su favor y su gracia preciosa:
«¡Gracias Señor, porque –al permitir la tentación– nos das también la hermosura y la fortaleza de tu gracia, para que seamos vencedores!» [36]. La vida de entrega, una vida de amor a Dios y a los demás es bella: «¿has considerado despacio la hermosura de “servir” con voluntariedad actual?» [37], «Imaginabas la hermosura de morir como grano de trigo» [38]. La fe abre una perspectiva completamente distinta de una vida que se vive cara a Dios: «La inteligencia –iluminada por la fe– te muestra claramente no sólo el camino, sino la diferencia entre la manera heroica y la estúpida de recorrerlo. Sobre todo, te pone delante la grandeza y la hermosura divina de las empresas que la Trinidad deja en nuestras manos» [39].
Toda esta vida, de entrega y de trabajo, el modo de enfocarla y comprenderla; pero sobre todo, el modo de vivirla junto a Dios, tienen su culminación en la belleza del Cielo: «¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?» [40].
Hay otro modo de resumir la relación de Dios con el ser humano: es amorosa y cercana, y Él mismo plasma la Belleza de la Bondad en el corazón que desea serle cercano. Es una verdadera participación en la vida divina, operada por Dios, concedida por él a quienes quieren ser fieles a la Gracia:
«Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si El fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que El mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios» [41].
La admiración de San Josemaría por lo bello destaca en los textos dedicados a la Virgen, por el modo abierto de enaltecer su belleza y por el cariño que rebosan los comentarios sobre Ella: «Toda la bondad, toda la hermosura, toda la majestad, toda la belleza, toda la gracia adornan a nuestra Madre. –¿No te enamora tener una Madre así?» [42].
Pero no es sólo Dios, Cristo, La Virgen y el amor de los hombres: el mundo es también precioso cuando se considera lugar de encuentro con Dios, donde transcurre la vida del cristiano, donde se hace santo, donde lleva a los demás a un encuentro con Cristo. Por eso las referencias al mundo son positivas, denotan una valoración y aprecio hondos, y es considerado bello. En primer lugar se reconoce como rasgo propio del cristianismo valorar de modo positivo todas las cosas humanas buenas y nobles: «Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo» [43]. En efecto, una consecuencia lógica al considerar la Creación es apreciar la bondad del mundo, puesto que salió de Sus manos. La palabra mundo tiene otros significados en algunos momentos de la Sagrada Escritura. Sin contradicción ninguna con ellos, el mundo creado invita a la celebración y la alegría:
«La fe cristiana, al contrario, nos lleva a ver el mundo como creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y todo lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno» [44].
Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a El, si aprendemos a arrepentirnos [45].
Un aspecto especial de la relación del mundo con Dios es el culto, por ese “materialismo cristiano” del que hablábamos antes, en el que se valora lo material como parte de lo humano, como ocasión de trabajo, como lenguaje. Las cosas materiales tienen un significado, y en el culto a Dios, es lógico prestar atención a ese elemento que puede ser expresión de amor o de desidia. Por esto afirma San Josemaría que «Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco» [46] y que «el cuidado de la liturgia, nos hace intuir la belleza de los misterios de la Religión» [47]. Porque el alma se expresa a través del cuerpo; porque hay una relación íntima de lo divino y lo humano; las cosas materiales pueden ser expresión de amor. Del mismo modo que las maneras externas de presentarse las personas son reflejo de sus actitudes interiores. Por esto son importantes y por esto, en Camino y otros escritos se dé importancia a la elegancia, al tono humano, a las “maneras”: «Modales bruscos, facha ridícula. . . » [48]. La facilidad por descubrir, gozar y manifestar realidades de hermosura sencilla se evidencia en muchos de los escritos de San Josemaría. Cuida la belleza formal de sus escritos, emplea citas de personajes importantes de la literatura [49]: Bécquer, Maragall, Machado. . . pero no como un preciosismo o cultismo; sino como modos de escritura que responden realmente a lo que quiere expresar. Conoce fórmulas bellas, las recuerda y las emplea con naturalidad, porque él mismo las aprecia. Se hace patente, además, una fina sensibilidad por parte del autor, al describir escenas reales que poseen cierto encanto o ternura, imágenes evocadoras de algo que resulta bello por el modo en que el autor las capta y relata: alusiones a elementos de la naturaleza: al mar, a las estrellas; a personajes de la realidad o del Evangelio: los rudos pescadores que se dejan ayudar por un niño, la imagen de los apóstoles cogiendo espigas de trigo por el camino, los amigos de Jesús, la mirada de Cristo, la belleza de María.
5. La belleza divina de lo humano
«Todo lo que se hace por Amor adquiere hermosura y se engrandece» [50]. El trasfondo espiritual de esta afirmación es mucho más profundo de lo que pueda parecer en una primera impresión. De alguna manera resume toda una teología de santificación a través de lo ordinario, de encuentro con Dios precisamente en el mundo y a través de las realidades que lo componen. Todas las acciones de la persona contemplativa se transforman. Todo lo que hace se embellece por su unión con el Amor.
Illanes ha empleado la voz esplendor para designar este embellecimiento y observa que «Dante tiene una intención teológica al usar este término, en sus escritos el vocablo esplendor remite, directa o indirectamente, a la divinidad. Algo parecido ocurre también en los textos de Josemaría Escrivá de Balaguer» [51]. Cada acción se convierte en manifestación de cariño y así abandona su posible insignificancia para adquirir brillo, luz, valor eterno; porque el amor a Dios, y los actos movidos por ese amor, se abren a la eternidad divina.
En esta propuesta se asumen dos condiciones. En primer lugar, entender la contemplación en su sentido más amplio. No reducida a la contemplación –como se entendía en al pensamiento clásico– de las cosas y el mundo, la naturaleza; presuponiendo que la actividad más alta del ser humano es improductiva [52]. Aquí se acepta que la contemplación es la actividad más alta del ser humano, pero es verdadera actividad; incluso verdadero trabajo. En segundo lugar, esta espiritualidad, enfocada a descubrir “el valor divino de lo humano”, admite cierta presencia de lo infinito en lo finito. Así se ve cierto paralelismo entre el contemplativo y el artista. El artista es siempre un contemplativo de la belleza, pero además puede ser un «evangelizador de la cultura» [53]: mostrando la belleza, presentándola a los demás, facilita el camino al bien y a la verdad [54].
La expresión acerca de lo infinito y su presencia en la realidad finita han marcado uno de los hitos más importantes de la historia del pensamiento estético. Es la definición de belleza propia de los románticos, de algunos autores del idealismo alemán; San Juan Pablo II la empleó en la Carta a los artistas. Se trata de una definición de belleza que remite a Dios. En efecto, bello es lo que siendo limitado, refleja lo que no tiene límites; lo que, siendo material, es capaz de evocar lo que trasciende la materia; lo que, estando presente, evoca lo invisible y la inmensidad. Bello es lo imperfecto capaz de reflejar perfección. Schelling, a lo largo de todo el Sistema del idealismo trascendental trata de esa contradicción entre lo finito y lo infinito, y la reconoce irresoluble. Sin embargo, al final del texto y a modo de conclusión, explica que es en la belleza donde se resuelve [55] y es el artista el artífice de esa superación de lo que parece contradictorio [56]. Lo infinito es, además, una aspiración humana. La belleza, además de la infinitud, revela que el ser humano es capaz de esa intuición y que tiene deseos de lo eterno. El alma humana tiene la capacidad de adivinar lo infinito y a la vez, cierta necesidad de ello. «En última instancia –el ser humano aspira a algo más que a una felicidad superficial y pasajera–, mediante la radiación en un bien y en un valor que, dotados de virtualidad infinita, permiten unificar los múltiples y variados hilos de la historia» [57]. Pero ¿cómo puede lo infinito estar presente en lo limitado? ¿Cómo, la actividad cotidiana, tener valor de eternidad? Y ¿cómo, lo humano, adquirir un valor divino? La respuesta es doble. Por un lado, se ha de ver la presencia natural de lo divino en la creación y en el ser humano. Dios como ser subsistente mantiene todo en el ser, como creador es principio de todo lo que existe, como Perfección es participado por todo lo bueno. El segundo aspecto, se centra en el ser humano y presupone la libertad. «El núcleo último del acontecer no radica en cuanto rodea al hombre, sino en el hombre mismo, en su capacidad para auto-determinarse y para decidir, o sea, en su libertad» [58]. Mediante la libertad Dios se hace presente en el ser humano. Eligiendo el bien, y especialmente en la oración, nos abrimos a la vida de la gracia que nos hace partícipes de la naturaleza divina. «La oración como diálogo con Dios presupone la presencia sobrenatural de la Santísima Trinidad en el alma –la inhabitación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo– el contacto con Dios establecido por la participación en la naturaleza divina por la gracia» [59]. Y una de las dimensiones de la gracia y del amor es su belleza, que, por su poder de evocar lo perfecto, refleja lo infinito. Además, se puede ver un parecido entre la inspiración artística y la gracia: «lo que tienen en común es que no tenemos el poder sobre ellos» [60]. La actitud contemplativa exige la admiración, exige por su propia naturaleza reconocer la personal pequeñez ante la inmensidad.
La belleza de los idealistas, lo infinito presente en lo finito, manifiesta lo eterno, incluso en cierto modo de lo divino; pero no marca un itinerario personal. Esto difiere en la predicación de San Josemaría sobre el amor –que siempre es necesariamente personal– que engrandece todo, y que santifica cada acción. Así todo adquiere la belleza del encuentro personal con Dios, de Su presencia. Descubrir el valor divino de lo humano es descubrir la belleza de Dios iluminando la vida corriente, hermoseando la actividad cotidiana.
Magdalena Bosch en cedejbiblioteca.unav.edu/
Notas:
1 F. Hölderlin, Hyperion, oder der Eremit in Griechenland 1797, vol. I, lib. 2, carta 3.
2 Cfr. Platón, Banquete, 210 e.
3 Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, 7, 1098a 5
4 Platón, Banquete, 211 b.
5 E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. I, Rialp, Madrid 2010, p. 313.
6 Oseas 11,1 y 3.
7 Oseas 2,16.
8 San Agustín, Confesiones, libro 7, capítulo 10.
9 Ibíd., capítulo 5.
10 Cfr. Santo Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a. 1
11 Santo Tomás de Aquino, S.Th., I-II, q. 27, a. 1, ad 3
12 Id., II-II, q. 180, a. 1, c.
13 «La relación entre bueno y bello suscita sugestivas reflexiones. La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza. Lo habían comprendido acertadamente los griegos que, uniendo los dos conceptos, acuñaron una palabra que comprende a ambos: “kalokagathia”, es decir “belleza-bondad”. A este respecto escribe Platón: “La potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello”». San Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 3.
14 Ibíd., n. 16.
15 “La auténtica belleza salvará al mundo”. J. Ratzinger, Mensaje a los asistentes al Meeting por la amistad entre los pueblos, Rimini, agosto de 2005.
16 Pontificio Consejo para la Cultura, “Via Pulchritudinis”, Asamblea plenaria 27-28. III.2006.
17 E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad, o. c., vol. I, p. 310.
18 San Josemaría, Apuntes de la predicación, 21.II. 1971, citado en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad. . . , o. c., vol. 1, p. 312.
19 Es Cristo que pasa, nn. 65 y 174.
20 J.L. Illanes, La santificación del trabajo, Palabra, Madrid 1980, p.112
21 Homilía Amar al mundo apasionadamente (Pamplona 8. X.1967), en Conversaciones, n. 114.
22 Carta 31-V-1954, n. 7 (texto citado en J.L. Illanes, La santificación del trabajo, cit., p. 113).
23 J.I. Murillo, “El trabajo como manifestación de Dios”, en Aa.Vv., Trabajo y Espíritu. Actas del cuarto simposio internacional sobre Fe cristiana y cultura contemporánea, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2005
24 Citado por E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. I, cit., p. 321.
25 Homilía “Amar al mundo apasionadamente”, (Pamplona 8. X.1967), en Conversaciones, n. 114.
26 Cfr. Conversaciones, n. 115; H. Thomas (ed.), Creatividad artística, Congreso internacional “La grandeza de la vida corriente”, Edusc, Roma 2003, p. 24.
27 M.P. Chirinos, Humanismo cristiano y trabajo. Reflexiones en torno a la materia y al espíritu, en: Aa.Vv., “Trabajo y Espíritu”, cit., vol. 37, p. 62.
28 Cfr. ibíd., pp. 60-63.
29 Es Cristo que pasa, nn. 49 -50.
30 Ibíd., n. 32.
31 Amigos de Dios, n. 190.
32 «Hijos, pasmaos agradecidos ante este misterio, y aprended: todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas». Ibíd. n. 111.
33 Ibíd., n. 277.
34 Santo Rosario, Cuarto misterio de luz, n. 20. Apuntes de la predicación oral, 4. VI. 37
35 Forja, n. 298.
36 Ibíd., n.313.
37 Camino n.293.
38 Surco, n. 617.
39 Ibíd., n. 166.
40 Camino, n. 891.
41 Es Cristo que pasa, n. 134.
42 Forja, n. 491.
43 Es Cristo que pasa, n. 24.
44 Ibíd., n. 99.
45 Cfr. Amigos de Dios, n. 219.
46 Camino, n. 527.
47 Ibíd., n. 382.
48 Ibíd., n. 661.
49 No nos detenemos en este análisis. Seoane ha realizado ya un estudio sobre esta cuestión. (M.J. Alonso Seoane, Homilías y escritos breves. Algunos aspectos de la retórica literaria, en: M.A. Garrido, (ed.), La obra literaria de San Josemaría, Eunsa, Astrolabio, Pamplona 2002)
50 Camino, n. 429.
51 J.L. Illanes, Esplendor del trabajo, en: Aa.Vv., Trabajo y espíritu, cit., p. 67.
52 Cfr. J.I. Murillo, El Trabajo como manifestación de Dios, cit., p. 140.
53 Cfr. I. Azcárraga, La potencia creadora de una mirada contemplativa, en: H. Thomas (ed.), Creatividad artística, cit., p. 101.
54 Cfr. ibíd., p. 110.
55 Cfr. F. Schelling, System des transzendentalen idealismus, párrafo 466 (edición de Meiner).
56 «. . . el arte concilia una contradicción infinita». Ibid. Párrafo 469 (edición de Meiner).
57 J.L. Llanes, El esplendor del trabajo, en: Aa.Vv., Trabajo y espíritu, cit., p. 77.
58 Ibíd., p. 76.
59 E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad. . . , cit., p. 311.
60 N. Schapfl, Being children of god lend us to Truth and Beauty, en: H. Thomas, (ed.) Creatividad artística, cit., p. 63.
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