«La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». Así comienza la Constitución dogmática Lumen gentium. Sin embargo, una simple mirada a nuestro alrededor nos muestra una cristiandad dividida, pueblos y naciones en guerra, odios de clase y raciales, discriminaciones entre sexos, y conflictos religiosos. ¿Qué sentido tiene, entonces, el enunciado del Concilio? ¿No será una simple figura retórica? ¿Ilustra de verdad la función de la Iglesia Católica en la Historia? Nuestra ponencia, con la ayuda de la revelación bíblica, quiere iluminar el significado de las palabras conciliares en una visión escatológica y apocalíptica de la Historia.
El problema de la disgregación del género humano es tan antiguo como los autores del Pentateuco, y aparece íntimamente ligado a la historia del pecado original. Protológicamente Adán, es decir, el hombre, es uno. Sin entrar en el problema del monogenismo o poligenismo, el theologoumenon de la unidad de Adán consiste en la unidad del género humano [1]. La mujer misma es originada desde Adán. De aquí que la división no procede de Dios, quien quiere que los descendientes de Adán formen una familia unida. Esta consideración gana importancia cuando, más adelante, tratamos de la contrafigura del Nuevo Adán, Cristo.
La disgregación surge, pues, con el pecado, con la ruptura de la unión entre el hombre y Dios. Una reunión de la familia humana no puede, por tanto, prescindir de la restauración del vínculo con el Creador. No olvidemos que, en el libro del Génesis, la teología del pecado original no se limita al pecado de Adán, sino que se extiende a sus nefastas consecuencias, tal y como se advierte en los once primeros capítulos [2], que narran no sólo los sucesos iniciales, sino también las constantes de la historia de una humanidad pecadora.
La primera división nace entre el hombre y la mujer, cuando en Gn 3, 12 Adán acusa a Eva: «la mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí». El llamado proto-evangelio de Gn 3, 15 traza en modo apocalíptico la futura historia de toda la humanidad y la lucha interior a cada hombre. Habrá enemistad entre la mujer y la serpiente, entre la descendencia de una y otra; entre el bien y el mal en el género humano y en el individuo [3]. El bien logrará la última victoria, pero el mal herirá y hará caer a la descendencia de la mujer. El conflicto entre bien y mal, entre luz y tinieblas se simboliza en la narración de Abel y Caín. Surge el homicidio con una raíz expresada por la altiva respuesta de Caín: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4, 9). La irresponsabilidad del hombre frente al hombre lleva al odio y a la guerra. Los descendientes de Caín añadieron la poligamia al homicidio (Gn 4, 19-23) y comenzaron la fabricación de armas (Gn 4, 22).
La extensión del pecado clama el diluvio. Pero tampoco los tres hijos del «justo» Noé regresaron a la justicia original: la relación de pueblos descendientes de Sem, Cam y Jafet, en Gn 10, indica la etiología de las divisiones raciales, que con-dividen bendición y maldición. En Gn 11, los constructores de Babel reiteran la altivez de Adán, queriendo sentarse junto a Dios con su técnica, pero provocando la confusión de las lenguas. Los hombres, con distintos idiomas, ideologías y modos de pensar, ya no se entenderán más entre sí, quedando unidos tan sólo por su común orgullo. La disgregación se ha completado: Caín, Lamec, Tubalcaín, Sem, Cam, Jafet y los constructores de Babel viven todavía entre nosotros.
En la civitas terrena o civitas diaboli [4], el pecado actúa como fuerza centrífuga. Pero la civitas Dei, iniciada con el justo Abel y descendencia de la mujer, aplastará la cabeza de la serpiente.
El primer «signo» de reintegración aparece con Abraham y el pueblo israelita, en quien «serán benditos todos los pueblos de la tierra» (Gn 12, 3). La elección de Israel es la primera iniciativa de Dios en la historia salvífica para reconducir el hombre a sí, y reunir a todos los pueblos de la tierra. Israel será un «signo», pero no un «sacramento»; signo bastante ambiguo por su exclusivismo que, si al inicio parecía necesario para preservar su identidad, consideraba a las demás naciones como enemigos que deben ser sometidos [5], aunque ya los profetas predijeran la peregrinación de todas las naciones al encuentro de Yahvéh en su monte santo.
Numerosos textos de Isaías ilustran este último punto. Podemos citar, como muestra, algunos cuantos. J. Jeremías los ha reagrupado bajo cinco títulos Jr 6, 1) Epifanía de Dios: las naciones suspiran en espera de esta manifestación. El monte del Señor será más alto que cualquier otro y en su cumbre se manifestará la gloria de Dios, luz para todas la, gentes (Is 2, 2; Is 40, 5; Is 51, 4s; Is 52, 10; Is 60, 3; Is 62, 10; Za 2, 13) [6]. El culmen se alcanzará con la venida del Mesías: «aquel día la raíz de Jesé estará enhiesta para estandarte de pueblos, las gentes la buscarán y su morada será gloriosa» (Is 11, 10). 2) Llamada de Dios: A la manifestación de la gloria de Dios, sigue su llamada: «volveos a mí y seréis salvados, confines todos de la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro» [Is 45, 22), e Israel, como su instrumento, amplifica esta llamada: «narrad su gloria en medio a los pueblos, decid a todas las naciones sus prodigios». 3) La peregrinación de los gentiles es la respuesta de todas las naciones a la invitación de Dios y de Israel: «al final de los días, el monte del Templo del Señor será elevado en la cima de los montes y estará más alto que las colinas. A él llegarán todas las gentes. Vendrán muchos pueblos y dirán: 'venid, subamos al monte del Señor'...» (Is 2, 2s; cfr. Is 19, 23; Is 60, 5-13; Is 66, 20; Zc 8, 21; Za 14, 16). 4) Adoración de Dios en su santuario: «en cuanto a los extranjeros adheridos a Yahvéh para su ministerio... yo los traeré a mi monte santo y les alegraré en mi casa de oración..., porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» {Is 56, 6s; cfr. Is 45, Is 14; Is 49, 23; Is 66, 18); allí participarán en él. 5) Banquete mesiánico junto a Israel: «hará Yahvéh Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos... consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos... consumirá a la Muerte definitivamente» (Is 25, 6-8).
Israel interpretó muchos de estos textos en modo mesiánico, pero los rabinos [7], especialmente después de la destrucción del Templo el año 70 d. C., prefirieron relacionarlos con los oráculos de la destrucción en sentido político, hasta la derrota definitiva de Bar Kochba en el 135 d. C.
Aquí surge un nuevo problema. En Israel, heredero de Abraham y «signo» de bendición para todos los pueblos, coexisten dos «almas»: por una parte, la que considera a las naciones como enemigas que, por medio de la guerra santa, deben ser exterminadas «usque ad mingentem ad parietem», hasta los oráculos de destrucción de los países circundantes; por otra, la de los oráculos que se refieren a la peregrinación de los pueblos al monte santo. El problema no es, de ningún modo, irrelevante, pues estas dos «almas», con las lógicas modificaciones, se reflejan en el Nuevo Testamento [8]. ¿Cómo conciliar la postura de Israel con el mandato de Lv 19, 18 de «amar al prójimo como a ti mismo»? Este doble espíritu, al menos después del exilio, tiene como raíz común la convicción de la unicidad de Dios y de la elección particular de Israel. El «prójimo» es el israelita. El mandamiento es necesario para mantener unido al pueblo y preservar tanto su identidad como la pureza de la auto-revelación de Yahvéh a «su» pueblo. Amigos y enemigos de Israel y de Dios se identifican. Pero si es verdad que los hebreos quieren alejar cualquier contaminación de su religión y se mantienen lejos política, cultural y religiosamente, de las demás naciones, también lo es que aspiran a que estas naciones se conviertan a Yahvéh y reconozcan que, en último caso, Israel tenía razón. Entre el odio y la esperanza, Israel es siempre un «signo» de unión de las gentes que se someten al culto del verdadero y único Dios. No es «sacramento» porque su perspectiva es, todavía, demasiado restringida y sus medios demasiado ligados a una visión política. El Espíritu de Dios actúa en Israel, pero todavía no ha sido difundido sobre todas las naciones, por aquel Siervo que ofrece su vida por todos, convirtiéndose en la luz de los pueblos (Is 53; Is 42, 6).
Cuando decimos que la Iglesia es como un sacramento de unidad, el adverbio «como» alude a la analogía con los siete sacramentos. El Sacramento radical (Ursakrament) es, sin embargo, Cristo mismo, el totes eusebeías mysterion de 1Tm 3, 16 [9]. Es «sacramento» porque es la manifestación de Dios mismo en la carne, o mejor, de la salvación de Dios, del Reino de Dios, que él anunció durante su vida en la tierra. El Reino de Dios, es decir, la amnistía del Padre y la invitación a la reconciliación, contiene el don del Espíritu «qui ipse est remissio peccatorum», res de este sacramento [10]. Pero Jesús era hebreo, más aún, era el epítome de Israel. ¿El Reino que ha predicado es propiedad exclusiva de Israel? Sin duda, se ofrece primero a los hebreos porque son los portadores de la promesa: Jesús conocía a los profetas demasiado bien como para limitar la invitación de Dios a un sólo, aunque predilecto, pueblo. Con la elección de los Doce y su misión de ir y «enseñar a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», Jesús extiende las doce tribus de Israel al mundo entero. En el nombre de la Trinidad, todas las familias de la tierra están unidas en la única familia de la Iglesia (Mt 28, 19).
Muchas veces se pregunta si este mandato de Cristo resucitado no entraba en contradicción con el exclusivismo de Jesús durante su predicación en Israel. Sin embargo, la oferta prioritaria del Reino al pueblo elegido no comportaba ningún exclusivismo por parte de Jesús. La incredulidad de sus contemporáneos ha movido a Jesús a pronunciarse claramente acerca de la apertura del Reino a todos los pueblos, no como reacción debida a un accidente histórico, sino como consecuencia lógica de las profecías. La auto-suficiencia de los jefes religiosos ha causado la exclusión de la oficialidad de Israel de un Reino destinado al mundo entero [11]. Así, a los renegados de Israel, Jesús opone explícitamente los ninivitas y la Reina del Sur (Mt 12, 41), Tiro y Sidón (Mt 11, 22), Sodoma y Gomorra, a quienes los hebreos negaban la resurrección. En el Juicio final todas las naciones estarán delante del trono de Dios y obtendrán la absolución, si han creído en Jesús (Mt 8, 10), si se han sometido a la Sabiduría de Dios (Mt 12, 42), si se han apiadado de los que sufren (Mt 25, 31-46) y si se han arrepentido con el anuncio del mensaje profético (Mt 12, 41). Estos gentiles se sentarán junto a los Patriarcas en el Reino de los Cielos (Mt 8, 11), mientras los descendientes carnales de Abraham no podrán exigir ningún derecho a la gloria de Dios (Mt 3, 9). La gracia de Dios no está ligada a Israel, tal como muestran las Escrituras y los milagros de Jesús en favor de los extraños (Lc 4, 25s). Vendrán, pues, gentes de oriente y de occidente, del norte y del sur, y se sentarán en la mesa del reino, mientras los hijos del Reino serán arrojados fuera (Mt 8, 11).
El Evangelio de Juan focaliza la universalidad del Reino en la persona de Jesús, el Ursakrament. Ante la afirmación de Jesús de que adónde iba no podían seguirle, la reacción de los judíos: «¿acaso se irá a los que viven dispersos entre los griegos para enseñar a los griegos?» Jn 7, 35), preludia la extensión de Israel. Y en Jn 10, 16, Jesús mismo explicita esta verdad: «también tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas tengo que llevarlas y escucharán mi voz; habrá un solo rebaño, un solo pastor». Jesús muere por todos: «no solo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» Jn 11, 52). Pero la expresión más explícita acerca de la potencia centrípeta de su muerte y glorificación la tenemos en el capítulo 12, donde se narra que algunos griegos querían ver a Jesús en el Templo, quizás como referencia a la peregrinación de los gentiles al monte santo. Jesús explica: «cuando yo sea levantado sobre la tierra atraeré a todos hacia mi» Jn 12, 32). La redacción joánica aclara los textos sinópticos que hablan del Reino como sacramento de unión entre todas las gentes. En Juan, como hemos dicho, el Reino de Dios queda centralizado en la persona de Cristo resucitado, que comunica su fuerza de atracción y reunificación a aquellos que son «en Él», esto es, a su Iglesia haciéndola partícipe de su sacramentalidad radical.
Pero antes de estudiar la sacramentalidad de la Iglesia misma, debemos detenernos un momento en la sacramentalidad de Cristo referida a la unidad del género humano a través de la Iglesia, su Cuerpo. Como no interesa elaborar una síntesis de cristología, nos contentaremos con examinar algunos títulos cristológicos que iluminen nuestro tema.
Col 1, 15 denomina a Cristo «imagen del Dios invisible». Estas palabras, al estar situadas en la primera estrofa del himno, se refieren al Cristo preexistente en el que todas las cosas fueron creadas. También el hombre fue creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 26s), como imagen de la imagen de Dios [12]. Y también Jesús, en su vida terrena, es imagen de Dios, tanto en su humanidad, como en su persona divina, como imagen visible: «el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» Jn 14, 9). No es, sin embargo, una imagen estática, sino dinámica y eficaz, ya que atrae todo hacia sí. Aquí radica su sacramentalidad, de la que participa la Iglesia, insertada en Cristo, como el sarmiento en la vid Jn 15, 5), de modo que solamente da fruto en virtud de esta inserción. La Epístola a los Hebreos refuerza la dosis de la expresión paulina: «este Hijo, siendo resplandor de su gloria e impronta de su esencia, sostiene todo con su palabra poderosa» (Hb 1, 3) [13]. Cristo es descrito con las palabras acerca de la Sabiduría divina de Sb 7, 26; es la sabiduría encarnada; la Iglesia, que comunica esta sabiduría con su palabra, contribuye a sostener el ser del mundo en Dios.
La Imagen de Dios hecha carne no es sólo el sacramento de la unión del hombre con Dios. Cristo, en cuanto hombre, no es un simple individuo. Como Adán, Cristo es el Hombre, el fundador de un nuevo género humano del cual es cabeza [14]. El género humano adámico, disgregado por el pecado, encuentra su nuevo principio de unidad en el nuevo Adán. San Pablo traza la antítesis entre el primer y el segundo Adán en Rm 5, 12-21 y 1Co 15, 45. Sin entrar en las cuestiones exegéticas particulares de estos pasajes, que no atañen directamente a la tesis de la sacramentalidad en relación con el género humano, esta sacramentalidad no se entendería sin el título cristológico del nuevo o segundo Adán. La razón se encuentra en la expresión paulina tantas veces usada de en Christo [15]. Ser «en Cristo» significa entrar en la esfera dinámica, en el campo de acción del Resucitado que nos penetra con su Espíritu vivificante; pero implica también que cada creyente se desvista de su personalidad adámica para revestir la nueva personalidad erística (cfr. Ef 4, 22s, Col 3, 9-11). Este cambio de personalidad sucede «ontológicamente» en el bautismo, que nos incorpora a Cristo; pero para que sea efectivo exige un cambio moral y existencial progresivo por parte del creyente, que debe crecer «hasta llegar a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13). La tesis de Cristo como nuevo Adán no se encuentra tan sólo en Pablo. A diferencia de Mateo [16], que lo indica como epítome de Israel, cuando Lc 3, 18 describe la genealogía de Jesús, no lo hace descender de Abraham, sino que lo llama «hijo... de Adán, hijo de Dios». Cristo recapitula en sí a toda la humanidad. El idou ho anthropos de Jn 19, 5, no debe traducirse como «he aquí aquel hombre», sino como «he aquí al Hombre» que encierra en sí a toda la humanidad; doctrina recogida por Hb 2, 11-13 [17]. Esta era una tesis común a toda la Iglesia primitiva, pero especialmente desarrollada por Pablo.
El Apóstol de las gentes ve las consecuencias sociales de esta realidad cuando escribe en Ga 3, 27-29: «todos los bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa». Con estas palabras, Pablo deroga las discriminaciones sociales de clase, sexo y raza. Afirmando que, con la fe en Cristo, todas las naciones descienden de Abraham, extiende el Israel según la carne a todo el mundo según el Espíritu. El «prójimo» no es tan sólo el otro israelita, como en el viejo Israel, sino que, como enseñó Jesús, indica al samaritano (Lc 10, 25-37) e incluye también al «enemigo» (Mt 5, 43-48). La revolución es completa. Los creyentes en Cristo forman un solo rebaño bajo un solo Pastor, cualquiera que sea la raza, nación, estado social o sexo: todos son el Israel de Dios (Ga 6, 16).
Si el título de nuevo Adán expresa la sacramentalidad de Cristo en favor de la unión del género humano, el título de Cabeza de su Cuerpo [18], que es la Iglesia, extiende esta sacramentalidad a la comunidad de los creyentes en El. En Rm 12, 3-7 y 1Co 12, 12-27, al hablar de distintos carismas, Pablo llama a la Iglesia el «cuerpo» de Cristo, sin diferenciar entre cabeza y miembros. Esta distinción se encuentra en Ef 1, 22; Ef 4, 15; Ef 5, 23; Col 1, 18; Col 2, 10. [19]. En referencia a nuestro tema, debemos subrayar tan sólo que el cuerpo es la visibilidad del hombre.
Es el signo. La Iglesia es, por tanto, «signum» de Cristo resucitado, nuevo Adán, convertido en Espíritu vivificante que hace al signo «efficax», haciéndole participar de su propia sacramentalidad. En este contexto (1Co 12, 13) el Apóstol reitera que los bautizados en Cristo, esto es, los miembros de la Iglesia, griegos o judíos, siervos o libres, forman un sólo cuerpo. Precisamente en este sentido la Iglesia es sacramento de la unión del género humano. Aunque las imágenes sean diferentes -cuerpo y viña, espíritu vivificante y «atraeré todo a mí»-, Pablo y Juan enseñan una misma idea acerca de la sacramentalidad de Cristo y de la Iglesia, de una Iglesia visible, de un «cuerpo».
La doctrina de Pablo y Juan acerca de aquello que llamamos la sacramentalidad de la Iglesia no es una teología a priori: surge de los acontecimientos de la historia y está reflejada en los Hechos de los Apóstoles. A la confusión de las lenguas en Babel, se contrapone el fenómeno del habla en diversas lenguas por obra del Espíritu Santo, tanto en la pentecostés de los judíos, como en la «pentecostés de los gentiles» del episodio de Cornelio (Hch 10). Alcanzada la reconciliación con Dios en Cristo, los hombres de las distintas naciones son capaces de entenderse, porque hablan la lengua común del amor.
Los Hechos narran principalmente la expansión de la Iglesia entre los gentiles. Pero esto no sucede sin dificultad. La controversia acerca de la circuncisión que llevó al llamado «Concilio» de Jerusalén (Hch 15) posee una gran importancia para nuestro tema. Todos los protagonistas estaban convencidos que el Evangelio debía ser predicado al mundo entero, pero los judeocristianos a ultranza pretendían hacer prosélitos hebreos que creyeran en Jesús. Así, el «signum» habría sido el Israel «según la carne» que, en su mayoría, había rechazado el Evangelio. La controversia paulina acerca de la suficiencia de la fe en Cristo, sin la circuncisión ni la observancia de la ley mosaica, tiene como consecuencia eclesiológica la transferencia del «signum» hacia el nuevo pueblo de Dios, enraizado sí en Israel, pero con «res» en Cristo y no en Moisés. De hecho, en Rm 11 Pablo afirma que el antiguo Israel sufrirá de ceguera hasta que no ingresen en él todas las gentes; sólo después le será quitado el velo que cubre sus ojos, para que vuelva a ser el corazón del Israel según el Espíritu (2Co 3, 14s; Rm 11, espec. 25-32) [19]. Es verdad que por la descendencia de Abraham serán bendecidas las naciones, pero basta con el «resto» que ha creído, de manera que el pueblo que se gloría del viejo Moisés sin reconocer al nuevo (Dt 18, 18) se convierte no en signo de unidad, sino de contradicción. La vocación de las naciones como coherederas en plenitud de las bendiciones de Abraham es la esencia de aquello que Pablo llama el mysterion escondido en los siglos y revelado a él en los últimos tiempos (Rm 16, 25, Ef 3, 3-7).
Hasta aquí hemos trazado la doctrina de la sacramentalidad de la Iglesia en el Nuevo Testamento. ¿Ha sido realizado este ideal en la historia? Es innegable que hoy encontramos la Iglesia Católica en todo el mundo como el árbol del grano de mostaza en que anidan todos los pájaros del cielo (Mt 13, 32). Pero los creyentes en Cristo están divididos; pueblos y naciones distintas, pertenecientes a la misma Iglesia, combaten muchas veces entre sí y encontramos todavía discriminaciones sociales y de sexo en los países católicos. ¿Cómo se explica esta situación?
Volvamos por un momento al texto de Gn 3, 15, citado al inicio de esta conferencia. El proto-evangelio había previsto una lucha continua en la historia entre las descendencias de la serpiente y de la mujer, entre los hijos de Caín y de Seth. En el acontecimiento pascual, el descendiente por antonomasia de la Mujer, Cristo, ha aplastado de una vez por todas la cabeza de la antigua serpiente y, en el lenguaje del Apocalipsis, la ha atado por mil años (Ap 20, 2s); pero su aniquilamiento definitivo tan sólo acaecerá en los últimos días (Ap 20, 10). Entretanto, la lucha entre el bien y el mal perdura. Si hay un mysterium salutis que actúa como fuerza centrípeta, hay también un mysterium iniquitatis (2Ts 2, 7) que obra de fuerza centrífuga. Este misterio del mal actúa tanto fuera de la Iglesia, donde está su propio reino, como dentro, a través de los numerosos «anticristos» (1Jn 2, 18; 2Jn 7). Así, también nosotros, cristianos, hemos merecido a lo largo de la historia la dura reprimenda de Ezequiel, por haber profanado y deshonrado el nombre de Dios entre las gentes, en vez de santificarlo (Ez 36, 17-22). El «mundo» en el sentido joánico de la palabra es un anti-sacramento; pero este mundo puede penetrar también en la Iglesia de modo que los cristianos mismos pueden convertirse en anti-sacramento (cfr. 1Jn 4, 1-6). Las epístolas a las siete iglesias de Ap 2-3 muestran la precaria situación de toda comunidad. Basta pensar que, geográficamente, aquellas iglesias, como las antaño gloriosas comunidades nord-africanas, pertenecen hoy al mundo musulmán.
Precisamente el Apocalipsis de Juan dibuja con suma maestría la parodia del mysterium iniquitatis. Los actores principales del mysterium salutis son el Padre, el Cordero inmolado y los Siete Espíritus de Dios de Ap 1, más la Mujer vestida de sol (Ap 12), madre y esposa del Hijo, Miguel (quis ut Deus, Ap 12, 7) y la nueva Jerusalén (Ap 3, 12; 21, 2) [20]. Todas estas figuras tienen su contrapartida. Fuente de todo mal es el Dragón (Ap 12; Ap 13; Ap 16; Ap 20), de quien derivan la potestad y fuerza de la Bestia que surge del mar, alusión al estado romano (Ap 13, 1) y de la otra Bestia, dependiente de la anterior, que nace de la Tierra (Ap 13, 12ss) y da vida a su progenitora. He aquí la trinidad satánica. Simboliza los poderes políticos del Asia Menor que llevan a la práctica las persecuciones decretadas por Roma. También entran en escena la gran Prostituta (Ap 17), identificada con Babilonia y contrafigura de la Jerusalén celestial; el grito de guerra: quis ut bestia? de Ap 13, 4, contrapuesto a Miguel; y el pseudo-profeta (Ap 20, 10), adversario del profeta que compone el libro. Otras oposiciones semióticas se dan entre la señal de la bestia, que sus fieles deben llevar en la frente, y el signo de Cristo de los creyentes; mientras el hén kai ouk estin de Ap 17, 8 opone la existencia de la bestia a la de Dios y de Cristo que son el Alfa y Omega, que era, que es y que vendrá. La gran Prostituta es un reflejo negativo de la Mujer vestida de Sol y de la Esposa del Cordero (Ap 17, 1; Ap 19).
La Babilonia-prostituta es, pues, el signum y el Dragón-diablo es la res del anti-sacramento diabólico, fuerza de atracción de todas las naciones, sea por medio de la potencia de Satanás o la política, como, sobre todo, por medio del comercio y el poder financiero, según se desprende del lamento de los mercaderes por la caída de Babilonia (Ap 18). Juan lo llama «príncipe de este mundo» Jn 12, 31; Jn 14, 30) y Pablo lo llama «diás» en 2Co 4, 4. Es obvio que el anti-sacramento del Apocalipsis es sólo un símbolo que puede ser aplicado en todo tiempo y lugar. Bien a Moscú, Londres, Nueva York o cualquiera de las potencias inmorales que combaten al Reino de Dios en esta tierra. Su fin y destrucción ya han sido decretados, pero antes de caer definitivamente arrojado al estanque de fuego, el Dragón hará todavía mucho daño (Ap 20, 10.14). Por otra parte, al autor del Apocalipsis ve a la Iglesia como formada por toda tribu, pueblo y nación que reina sobre la tierra (Ap 5, 10).
De todo lo dicho, surge un gravísimo problema para nuestra tesis. Hoy día, como en el Antiguo Testamento, las naciones son al mismo tiempo objeto de la fuerza de atracción y de la misión de IsraelIglesia, y enemigas que Cristo vencedor destruirá (Ap 19, 15). Para complicar más la cuestión, naciones e Iglesia no son compartimentos estancos, sino que se entrelazan: encontramos «el mundo» dentro de la Iglesia, a la vez que el poder del Reino actúa entre sus adversarios. Hay «anticristos» dentro de la Iglesia y «saulos» fuera de ella.
Otro problema nace con el milenarismo [21]. ¿Cuándo llegará la gran reunión de las naciones, atraídas por la fuerza sacramental de la Iglesia? ¿Podemos, como Teilhard de Chardin, imaginar un punto omega antes de la parusía, donde las profecías encuentren su cumplimiento?
¿No sucederá todo en el siglo futuro, mientras en éste tan sólo perdurará la lucha, pues aún se mantiene el pecado original? En otras palabras, ¿el milenarismo es posterior o contemporáneo a la situación presente?
Una última interrogación: ¿qué es la Iglesia?: ¿La Iglesia Católica tal como existe en la Historia o una Iglesia invisible compuesta por los predestinados, según afirma la doctrina luterana? Una Iglesia invisible, sin embargo, no puede ser, de ningún modo, signo visible. Y además, en la Iglesia Católica hay que distinguir entre historia e ideal. La Iglesia será sacramento de unión cuanto más crezca hacia la madurez en Cristo (Ef 4, 13). ¿Pero las Iglesias anglicana y ortodoxas, con tantos pueblos en su seno, no son entonces sacramento? En cuanto Iglesias «separadas» serían signo de división más que de unión, pero en cuanto poseen el bautismo y la fe en Cristo, aunque imperfectamente, también contribuyen al cristianismo como signo de unión con Dios y con los demás pueblos. Esta es la paradoja del cristianismo dividido, y es también el gran desafío hacia un movimiento ecuménico plenamente responsable de la misión que Cristo ha confiado a su Iglesia, para ser representado en toda su perfección y no como parodia o caricatura.
Para cerrar mi intervención, citaré un pasaje muy conocido de San Agustín que ayudará a resolver, al menos en parte, tantas interrogaciones: «Dos ciudades, una de los malvados, otra de los justos, continúan su camino, desde el principio del género humano hasta el fin del mundo. En el presente están mezcladas según el cuerpo, pero se distinguen según el espíritu; en el futuro, en el día del juicio, también se separarán según el cuerpo. Así es, todos los hombres que hinchados por su arrogancia insensata aman la soberbia y el dominio temporal, y todos los espíritus que buscan su gloria sometiendo a los hombres, están vinculados entre sí en una única sociedad; y aunque frecuentemente luchen entre sí por este dominio, todos juntos, sin embargo, precipitan en el mismo abismo, arrojados por el mismo peso de la concupiscencia, unidos por la semejanza de costumbres y méritos. Del mismo modo, todos los hombres y espíritus que buscan humildemente la gloria de Dios y no la propia, y lo siguen con piedad, pertenecen a la misma sociedad. Pero Dios, rico en misericordia, es paciente también con los inicuos y les da la posibilidad de arrepentirse y corregirse» (De catechizandis rudibus 20, 31).
Quien cree en la resurrección de Cristo cree también que la civitas Dei ha conseguido ya su victoria. Pero hasta que esta victoria se realice completamente se debe pedir que «sea santificado el nombre de Dios», que «venga su reino» y que «se haga su voluntad», aquella voluntad misteriosa que quiere recapitular todo en Cristo, tanto las cosas que están en el cielo como los que hay sobre la tierra (Ef 1, 10). Para los cristianos esto es, ciertamente, objeto de su oración, pero también de su empeño.
Prosper Grech en dianet.unav.edu/
Notas:
1. Ver Catecismo de la Iglesia, n. 360.
2. Véanse los comentarios a estos pasajes, particularmente C. WESTERMANN, Génesis (Kapitel 1-11), Neukirchener Verlag, Neukirchen 1974.
3. La lucha efectuada por el pecado es descrita muy plásticamente en Rm 7 en relación con el individuo.
4. A este respecto puede verse G. RóHSER, Metaphoric und Personifikation der Sünde: antike Sündenvorstellungen und paulinische Hamartia, Mohr, Tübingen 1987.
5. Aquí surge el problema de las «guerras santas» en el Antiguo Testamento: Cfr. P. GRECH, «La pace nella S. Srittura» en Ermeneutica e Teología Bíblica, Borla, Roma 1986, 420-435.
6. Jesu Verheissung für die Volker, Kohlmmamer, Stuttgart 1956, c. III.
7. Cfr. P. GRELOT, La speranza ebraica al tempo di Gesu, Borla, Roma 1981, 236-277.
9. El aspecto dogmático de la sacramentalidad de la Iglesia está bien tratado por O.
10. SEMMELROTH en Mysterium salutis Vol 4/1 c. IV/2, Benzinger, Einsiedeln 1972. Del Misal Romano.
12. Cfr. 1Co 15, 49; 2Co 3, 18; 2Co 4, 4.
13. Véase A. VANHOYE, Situation du Christ: Ebr 1 et 2, Cerf, Paris 1969, 70-78.
14. Se ha escrito mucho acerca del concepto de «corporate personality,,; el libro clásico es H. WHEELER ROBINSON, Corporate Personality in Ancient Israel, Clark, Edinburgh 1981 (2° ed.), seguido por J. de FRAINE, Adam et son lignage, Desclée de B. Bruges, 1959.
15. Cfr. M. BOUTTIER, En Christ, Pr. Univ. de France, Paris 1962, 132 s.
16. M. D. JOHNSON, The Purpose of the Biblical Genealogies, C. U. P., Cambridge 1969, 229-252.
17. Esta interpretación es discutida. R. BROWN en su comentario The Gospel of John, Vol. 2, p. 876, refiere algunas opiniones, pero él mismo se atiene mucho al significado histórico de las palabras en la boca de Pilatos. Creo que la intención del evangelista es más amplia. F. J. MOLONEY en The Johannine Son of Man piensa que el título en Jn 19, 5 sea equivalente a Hijo del hombre (L. A. S., Roma 1976, 202-207).
18. Cfr. J. GNILKA, «Das Kirchenmodell des Ephesesbriefes» en P. C. B., Unité et diversité dans l'Église, Vaticano 1989, 157-174.
19. Cfr. H. HüBNER, Gottes Ich und Israel, Vanderhoek und Ruprecht, Gottingen 1984.
20. Casi todos los comentarios del Apocalipsis subrayan este aspecto, pero en particular señalemos el de J. SWEET, Revelation (NT Commentaries), S. C. M., London 1990 (2ª ed.).
21. Acerca del milenarismo en los Padres véase B. E. DALEY, The Hope of the Early Church, C. U. P. 1991; C. E. Hill, Regnum Caelorum: Patterns of Future Hope in Early Christianity, Clarendon, Oxford 1992.
En torno a la ideología de género |
El matrimonio, una vocación a la santidad |
¿De dónde venimos, qué somos, a dónde vamos? |
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
La Justicia Restaurativa en España y en otros ordenamientos jurídicos |
Justicia Restaurativa: una respuesta democrática a la realidad en Méxicoxico |
Tengo derecho a no perdonar. Testimonios italianos de víctimas del terrorismo |
Construyendo perdón y reconciliación |
El perdón. La importancia de la memoria y el sentido de justicia |
Amor, perdón y liberación |
San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |