El ciclo evolutivo de una pareja puede ser categorizado en diferentes etapas, definidas por las características individuales, familiares y sociales sobre las que se asienta su desarrollo. En el estudio de la pareja occidental de nuestros días, existe un cierto consenso respecto a las fases más clásicas que definen este proceso; pero todavía persisten controversias que hacen referencia a evoluciones más actuales del modelo familiar. La separación, ruptura, divorcio o disolución del matrimonio (utilizaremos estos términos indistintamente) es uno de esos fenómenos. Arraigada socialmente en algunos países desde hace varias décadas, en otros como el nuestro aún supone una innovación legal relativamente reciente (Ver gráfico). Así, es posible entender que haya posturas que oscilen entre valorar la ruptura conyugal como un paso más en el crecimiento adaptativo de una familia, como el final de la misma o, más bien, como un episodio degenerativo que dificulta el desarrollo de los miembros que la sufren.
En cualquier caso, la separación de una pareja constituye una crisis de transición cuyo resultado suele definir una realidad familiar probablemente más compleja, aunque no por ello necesariamente más perjudicial. Determinadas dosis de conflicto son necesarias para dar este paso, un conflicto que en función de los casos, puede hacer las veces de motor o de freno del proceso. Siguiendo a Milne (1988), " puede ser productivo cuando conduce a una solución creativa que podría haber pasado desapercibida de no existir la disputa. Puede ser funcional cuando provoca la distancia emocional necesaria entre dos individuos dolidos. En cambio, el conflicto es destructivo cuando conlleva tensión prolongada, produce hostilidad crónica, reduce drásticamente el nivel de vida, perjudica el bienestar psicológico o destruye las relaciones familiares".
La ruptura genera dolor en todos los miembros de la familia, y afecta especialmente a los hijos, cuando los hay. Pero sus efectos no deben ser concebidos únicamente como perniciosos. Son necesarias tareas de adaptación en padres e hijos que permitan "llorar las pérdidas ocasionadas, al mismo tiempo que hacer frente a los numerosos y radicales cambios con capacidad para negociar y reorganizarse, de forma que se salvaguarde el desarrollo de todos" (Isaacs, Montalvo y Abelsohn, 1986). Esta doble tarea requiere de la pareja un esfuerzo importante, dirigido de forma primordial a un aislamiento suficiente del conflicto conyugal, que permita garantizar la continuidad de las funciones parentales y evitar que los hijos queden atrapados en el interior de las desavenencias, al mismo tiempo que éstas se van resolviendo.
El divorcio como crisis. Pittman (1990) propone que una crisis se produce cuando una tensión (una fuerza que tiende a distorsionar) afecta al sistema familiar, exigiendo un cambio en su repertorio usual, y permitiendo, además, la entrada de influencias externas de una forma incontrolada. Este autor describe cuatro categorías de crisis:
1. Desgracias inesperadas. Son sucesos imprevisibles, cuyas causas suelen ser extrínsecas a la familia (fallecimientos, accidentes, etc.). Su resolución puede suponer un esfuerzo común para adaptarse a la situación, o puede implicar el riesgo de una búsqueda de culpables que genere mecanismos de ataque y defensa.
2. Crisis de desarrollo. Son universales y previsibles. Forman parte de la evolución normal de cada familia (matrimonio, nacimientos de hijos, etc.). Una superación adecuada facilita el crecimiento, aunque los problemas pueden aparecer cuando una parte de la familia intenta impedirla o provocarla antes de tiempo.
3. Crisis estructurales. Son recurrentes y se insertan en las propias pautas intrínsecas de una familia (psicosis, alcoholismo, etc.). Suelen manifestarse en un solo miembro, aunque afectan directamente a todos los demás, de forma que dificultan cualquier posible proceso de cambio.
4. Crisis de desvalimiento. Ocurren en familias en las que los propios recursos se han agotado o son ineficaces, de tal forma que dependen de instancias externas para uno o varios aspectos de su supervivencia (familias que dependen de los recursos sociales, incapacidades crónicas, etc.).
Parece obvio que una separación pueda ser integrada en la categoría de crisis del desarrollo. Como tal, estaríamos ante una auténtica situación adaptativa cuyo resultado, una vez superada, debería colocar al sistema familiar en un punto más avanzado de su desarrollo. Pero ésto no ocurre con todas las rupturas. Existe un porcentaje elevado de ellas que pudiera ser enmarcado en las restantes categorías. Así, en separaciones cuyo detonante último es una relación extramatrimonial, puede ocurrir que una parte de la familia reaccione como si de una desgracia inesperada se tratase, creándose un persistente rechazo del miembro "infiel", que es identificado como culpable, y evitándose cualquier tipo de interacción con él. Por otro lado, hay familias en las que el conflicto conyugal se reactiva periódicamente, incluso pasados varios años desde la separación, cada vez que son necesarias nuevas negociaciones o nuevos cambios en la relación. El conflicto mediatiza todas las interacciones, y adquiere el carácter de una crisis estructural que forma parte de la evolución familiar y de la de todos sus miembros. En el extremo estarían aquellas parejas que deben recurrir constantemente a intervenciones judiciales. La capacidad para tomar decisiones sobre su propia vida se ha visto tan disminuida que, desde una situación de desvalimiento, han generado una irreversible dependencia de la institución legal.
Estos tres últimos casos incluirían diversos grados de disfuncionalidad, a veces difícilmente superable. En muchas ocasiones suelen expresarse en intensos e interminables conflictos legales que, acumulados en los juzgados, tratan de poner a prueba la eficacia de la Justicia en determinadas crisis psicosociales.
El divorcio como proceso. Desde un modelo evolutivo de crisis, podemos concebir la separación como un proceso que transcurre en diferentes niveles relacionados entre sí, ubicable temporalmente, y contextualizable en función de las múltiples cuestiones que deben resolverse en cada uno de sus estadios. Algunos autores (Bohannan, 1970; Giddens, 1989) distinguen hasta seis "procesos de divorcio" (emocional, legal, económico, coparental, social y psíquico) que una pareja debería afrontar indefectiblemente para completar su ruptura. Todos ellos tienen que ser abordados, y en todos puede surgir el conflicto cuando no se obtienen los resultados deseados. Este puede ir expresándose alternativamente en cada proceso, al mismo tiempo que van generándose las diferentes soluciones. También es posible que alguno de ellos adquiera una especial preponderancia conflictiva sobre los demás, impidiendo la resolución de los otros y provocando que el tiempo de elaboración de la ruptura se alargue más de lo debido.
Los diferentes procesos no son temporalmente paralelos, aunque en algunos momentos transcurren solapados, y se interelacionan mutuamente. Así, la ruptura emocional suele iniciarse mucho antes de llegar la separación física, y puede prolongarse una vez finalizado el proceso legal. Este va intimamente asociado al económico, mientras que el social y el psicológico suelen ser los últimos en resolverse.
Kaslow (1988) propone un modelo explicativo de las fases por las que atraviesa una ruptura (divorcio), al que define como ecléctico y dialéctico, y denomina "diacléctico". Con él pretende integrar diferentes interpretaciones, ofreciendo un esquema sintetizador de etapas y estadios, así como de los diferentes sentimientos y actitudes asociados a cada uno de ellos. El modelo, esquemáticamente resumido, es el siguiente:
A. Pre-divorcio: un periodo de deliberación y desaliento.
I. Divorcio emocional. Hace referencia al deterioro de la relación y al aumento de la tensión que conducen a la ruptura.
*Sentimientos: Desilusión, insatisfacción, alienación, ansiedad, incredulidad, desesperación, temor, angustia, ambivalencia, shock, vacío, enojo, caos, inadecuación, baja autoestima, pérdida.
*Actitudes: Evitación, llantos, confrontaciones, riñas, negación, abandono físico y emocional, pretensión de que todo está bien, intentos de recuperar el afecto, búsqueda de consejo en la red social.
B. Divorcio: un periodo de compromisos legales.
II. Divorcio legal. Legitima la separación y regula sus efectos.
*Sentimientos: Depresión, separación, enojo, desesperanza, autocompasión, indefensión.
*Actitudes: Negociación, gritos, teatralidad, intentos de suicidio, consulta a un abogado.
III. Divorcio económico. Conlleva el reparto de los bienes y la búsqueda de garantías que salvaguarden la subsistencia de ambos cónyuges y de sus hijos.
*Sentimientos: Confusión, furia, tristeza, soledad, alivio, venganza.
*Actitudes: Separación física, intentos de terminar con el proceso legal, búsqueda de arreglos económicos y sobre la custodia de los hijos.
IV. Divorcio coparental. Regulación de las cuestiones de custodia y visitas respecto a los hijos.
*Sentimientos: Preocupación por los hijos, ambivalencia, insensibilidad, incertidumbre.
*Actitudes: Lamentos, búsqueda de apoyo en amigos y familiares, ingreso o reingreso en el mundo laboral (sobre todo en mujeres), falta de poder para tomar decisiones.
V. Divorcio social. Reestructuración funcional y relacional ante la familia, las amistades y la sociedad en general.
*Sentimientos: Indecisión, optimismo, resignación, excitación, curiosidad, remordimiento, tristeza.
*Actitudes: Finalización del divorcio, búsqueda de nuevas amistades, inicio de nuevas actividades, exploración de nuevos intereses, estabilización del nuevo estilo de vida y de las rutinas diarias para los hijos.
C. POST-DIVORCIO: UN PERIODO DE EXPLORACION Y REEQUILIBRIO.
VI. Divorcio psíquico. Consecución de independencia emocional y elaboración psicológica de los efectos de la ruptura.
*Sentimientos: Aceptación, autoconfianza, energía, autovaloración, entereza, tonificación, independencia, autonomía.
*Actitudes: Recomposición de la identidad, búsqueda de una nueva relación estable, adaptación al nuevo estilo de vida, apoyo a los hijos para aceptar el divorcio y la continuidad de las relaciones con los dos padres.
Carter y McGoldricK (1980) describen el proceso en función de cinco "problemas de desarrollo" que se plantean en cada etapa y las correspondientes "actitudes emocionales" necesarias para resolver adecuadamente cada uno de ellos. Esencialmente serían:
1. Aceptación de la inhabilidad para resolver los problemas maritales y para mantener la continuidad de la relación.
- Aceptación de la parte de responsabilidad en el fracaso del matrimonio.
2. Disponibilidad para lograr arreglos viables para todas las partes del sistema.
- Cooperar en los decisiones de custodia, visitas y finanzas.
- Afrontar el divorcio con las familias extensas.
3. Disposición para colaborar parentalmente.
- Superar el duelo por la pérdida de la familia intacta.
- Reestructuración de las relaciones paternofiliales.
- Adaptación a la vida en soledad.
4. Trabajar para resolver los lazos con el esposo(a).
- Reestructuración de la relación con el cónyuge.
- Reestructuración de las relaciones con la propia familia extensa, manteniendo contacto con la del cónyuge.
5. Elaboración emocional de las heridas, angustias, odios, culpas, etc.
- Renunciar a las fantasías de reunificación.
- Recuperar esperanzas y expectativas por la vida en pareja.
- Permanecer conectado con las familias extensas.
En los casos más conflictivos es fácil observar cómo el divorcio psíquico y muchas de las tareas necesarias para lograrlo son prácticamente inalcanzables.
Parejas conflictivas y procesos contenciosos. Del mismo modo que existen diferentes formas de llevar a cabo una relación de pareja, podríamos sintetizar estilos conyugales diferentes a la hora de abordar la separación. Lo cierto es que la pareja no se inventa una nueva relación durante la ruptura o tras ella. La esencia de las pautas interaccionales es la misma, adaptada a una nueva situación y con diferentes niveles de intensidad. Igualmente, por tanto, podríamos predecir cómo determinadas parejas irían más encaminadas hacia procesos legales contenciosos, donde el enfrentamiento en el juzgado sustituye al del hogar, o hacia acuerdos más civilizados, en función del estilo relacional que han ido negociando durante su convivencia.
Diversos autores han tratado de describir varios tipos de ruptura relacionándolos con el grado de perturbación familiar posterior a la misma, las repercusiones en los hijos o los estilos de resolución de conflictos. En general han encontrado tres factores básicos: la forma en que se ha tomado la decisión de separarse, el estilo de interacción y comunicación en la pareja y la intensidad emocional
5. asociada al conflicto.
6. *La decisión de separarse. Finalizar una relación de pareja no es fácil. La experiencia clínica (igual que la vida) nos demuestra cómo innumerables personas mantienen una convivencia con la que no están satisfechas ante la imposibilidad de tomar una decisión de ruptura. Hay varios modelos teóricos que han intentado explicar este proceso, poniendo especial énfasis en los obstáculos que lo impiden y que facilitan la pervivencia de muchos "matrimonios de conveniencia", emocionalmente separados pero físicamente unidos ante la imposibilidad de tomar una decisión definitiva de ruptura.
7. Desde la "teoría del intercambio social" (Chadwick-Jones, 1976), se concibe la decisión como un proceso en el que los miembros de una pareja evaluan los costes y beneficios de una relación en función del balance entre atracciones internas, que orientan hacia la continuidad, y atracciones alternativas, que orientan hacia la ruptura; así como de las "barreras prohibitivas" que impiden la decisión (Albrecht y Kunz, 1980; Kitson y col., 1983). Entre los factores positivos que inciden en la atracción hacia la continuidad, están el nivel de compañerismo, el afecto, el acuerdo sobre el tipo de relación o la calidad de la comunicación. Son factores negativos la insatisfacción, el desacuerdo y el conflicto abierto. Por su parte, las atracciones alternativas pueden depender del apego con otras personas (familiares, amigos o nuevas parejas), de la búsqueda de un estilo de vida individual o de las oportunidades percibidas de desarrollo personal. Incluso cuando hay un desequilibrio en favor de la ruptura, hay barreras que pueden bloquear la decisión. Algunas de ellas son: el sentido de obligación hacia los hijos y el vínculo conyugal, prohibiciones morales o religiosas, desaprobación familiar y social. Según la visión económica de este modelo, podemos pensar, por tanto, que, incluso cuando la atracción hacia la continuidad de la relación es mínima, si las alternativas son escasas y los obstáculos importantes, hay parejas que pueden permanecer juntas en un estado crónico de insatisfacción.
8. La "teoría del apego y del duelo" de Bowlby (1960, 1961) también ha sido utilizada como modelo explicativo de las dificultades para decidir una ruptura de pareja (Brown y col. 1980; Stephen, 1984). Las personas tienen una tendencia natural a establecer vínculos afectivos con los otros, y a mostrar algunos problemas emocionales cuando dichos lazos se rompen. El duelo es el consiguiente proceso psicológico puesto en marcha ante la pérdida de un "objeto" amado, y transcurre en cuatro fases: negación, protesta, desesperación y desvinculación. Este proceso, pleno de sentimientos confusos y contradictorios, estaría presente en cualquier situación de alejamiento y separación emocional. En muchos casos es previo a la ruptura y, en los más complicados, sería posterior a ella. En otros, la pareja puede mantener una relación inviable en un intento desesperado por evitar los efectos más dolorosos de una desvinculación total.
9. La "teoría de la disonancia cognitiva" (Festinger, 1957) describe un estado psicológico desagradable (la disonancia) que conduce a los individuos a reducirlo mediante estrategias como el cambio de actitudes, de opinión y de conducta, así como la búsqueda de la información consonante o la evitación de la información disonante (Jorgensen y Johnson, 1980). Cuando en una relación de pareja aparecen indicios que amenazan su continuidad, es fácil que surjan actitudes negadoras en uno o ambos cónyuges encaminadas a mantener la estabilidad, al mismo tiempo que intentos autoconvencedores de que todo está bién. Sólamente cuando la pérdida de complicidad emocional es innegable, uno de los dos puede llegar a un punto de no retorno que hace la ruptura inevitable. En este momento, la búsqueda de la consistencia puede funcionar en un sentido inverso e iniciarse un proceso de búsqueda de elementos negativos en el otro que justifiquen la decisión tomada.
10. Desde el modelo de los "procesos de toma de decisiones" (Janis y Mann, 1977) se postula que la decisión última de la ruptura es la salida final a una larga serie de pequeñas decisiones previas. Estas pueden haber sido tomadas mediante una estrategia "satisfactoria" o mediante una estrategia "óptima". La primera tiene en consideración un único factor relevante a la hora de valorar qué acción tomar. La segunda tiene en cuenta todos los factores relevantes y, en realidad, es un ideal teórico difícil de conseguir. La sobrecarga de variables que influyen en la decisión de separarse, así como las inevitables interferencias emocionales, no sólo dificultan aún más el empleo de una estrategia lo más "óptima" posible, sinó que tienden a determinar salidas tomadas con informaciones incompletas (Donovan y Jackson, 1990). Ello suele generar inevitables conflictos basados en el arrepentimiento post- decisional.
Wallerstein y Kelly (1980) propusieron cuatro formas de decidir la ruptura: como una salida racional mutuamente afrontada, como resultado de una consulta profesional, como respuesta a una situación de estrés incontrolable o de una forma impulsiva. Las dos últimas serían predictoras de una ruptura más conflictiva. Estos autores encontraron además que los motivos que mujeres y hombres ofrecían sobre la causa de su ruptura eran diferentes. Así, las mujeres aludían a no sentirse queridas, sentirse despreciadas en la relación o actitudes hipercríticas de sus cónyuges hacia ellas. Por su parte, los hombres citaban mayoritariamente actitudes desatentas y negligentes de sus compañeras respecto a sus deseos y necesidades.
En general, los estudios más actuales no acentúan tantas diferencias de género y obtienen consenso respecto a la pérdida de intimidad, la pobreza emocional, el aburrimiento o las diferencias en estilos de vida y valores como elementos importantes en las decisiones de separación (Gigy y Kelly, 1992). Este tipo de argumentos parecen estar asociados a rupturas menos traumáticas que las marcadas por quejas sobre conductas vejatorias o infidelidades conyugales (Kitson y Sussman, 1982).
*Estilos interaccionales y comunicacionales en la ruptura. Muchas personas deciden separarse en fases muy avanzadas de alejamiento emocional. Son parejas que se han ido desligando progresivamente y a las que la ruptura no supone más que un nuevo paso en dicho proceso. Otras han podido comunicarse sus insatisfacciones y deseos de cambio, han intentado alternativas de relación y han llegado a una conclusión más o menos conjunta. Pero no es fácil cumplir con todos los requisitos para una "buena separación". Son inevitables unos ciertos niveles de conflicto.
Lisa Parkinson (1987) propuso una tipología de las rupturas conflictivas basada en siete patrones:
1. Parejas "semi-desligadas". La pareja ha evolucionado por separado previamente a la ruptura, y ésta ha sido manejada con un relativo bajo nivel de conflicto. La aparición posterior de problemas prácticos en cuanto a la custodia o las visitas, puede indicar la persistencia de vínculos emocionales no resueltos entre los padres.
2. Conflictos de "puertas cerradas". Son parejas que evitan la confrontación directa refugiándose, tanto física como psicológicamente, tras un silencio que pretende indicar rechazo, ira o frustración, pero tras el que se ocultan sentimientos de apego, dolor profundo y miedo al abandono. Este patrón puede ser facilmente transmitible a los hijos.
3. La "batalla por el poder". La separación puede constituir un intento de desequilibrar el reparto de poder dentro de la familia. Aquel que siente que más ha perdido durante la vida en común, puede ahora reaccionar luchando por conseguir una posición dominante en el proceso, poniendo en juego para ello armas como la culpabilización del otro, la utilización de los hijos o la explotación de ventajas legales en el juzgado.
4. El "enganche tenaz". Un cónyuge intenta dejar al otro, mientras que éste hace lo posible por evitarlo. Puede utilizar el chantaje emocional, a veces bajo la forma de intentos de suicidio o autolesiones. En ocasiones, el que deja se ve impulsado al retorno, pero el intento de reconciliación suele durar poco tiempo, y el que es abandonado se sentirá más lastimado y enfadado que antes. Algunos autores han descrito esta misma situación como el "síndrome del esposo ambivalente" (Jones, 1987).
5. "Confrontación abierta". Muchas parejas se sienten negativamente conmocionadas y humilladas cuando se descubren a sí mismos agrediéndose verbalmente de una forma completamente inusual. El conflicto puede llegar a ser tan intenso que, inevitablemente, cada vez que se produce una discusión se desencadena una brusca escalada de la violencia. Ambos pueden sentirse avergonzados por lo que ocurre, al mismo tiempo que incapaces de controlar sus reacciones.
6. "Conflictos enredados". Se trata de parejas que dan la impresión de estar realizando una fuerte inversión emocional en un intento de procurar que su lucha continue. Son capaces de sabotear todo tipo de decisiones relacionadas con su ruptura por continuar con la batalla. Reavivan el conflicto cuando están a punto de solucionarlo. Su resistencia a encontrar y aceptar soluciones frustra cualquier intento de ayuda legal o psicosocial.
7. "Violencia doméstica". Cuando se ha creado una dinámica en la que un cónyuge (normalmente una mujer) es repetidamente maltratado por el otro, la ruptura puede resultar algo inalcanzable. La conjunción de agresiones y amenazas coloca a muchas personas en un permanente estado de temor e intimidación que dificulta sus intentos de romper con la violencia o con la relación. Dicho estado puede continuar mucho tiempo después de materializada la ruptura.
Kressel y col. (1980) elaboraron una interesante tipología de parejas basada en tres dimensiones primarias: grado de ambivalencia respecto a la decisión de ruptura, frecuencia y apertura de la comunicación y nivel de conflicto. Así, describieron cuatro patrones de interacción:
Parejas Conflicto Comunicación Ambivalencia
1. Las parejas "enredadas" debaten intensa e interminablemente los pros y contras de la ruptura. Acuerdan separarse pero no llevan a cabo su decisión. Suelen mantener la misma residencia, e incluso dormir en el mismo lecho y mantener relaciones sexuales, hasta que tienen una decisión judicial. Son proclives a conflictos legales crónicos.
2. Las parejas "autistas" se evitan física y emocionalmente. Evitan el conflicto por ansiedad. Las dudas y la incertidumbre sobre el destino de la pareja se extienden a todos los miembros de la familia. La ruptura suele ser brusca y decidida unilateralmente, lo que produce un mayor rechazo comunicativo en el otro.
3. Las parejas con "conflicto abierto" pueden expresar claramente sus deseos de ruptura y llegar a acuerdos al respecto con relativa facilidad. Son capaces de negociar sobre los bienes o los hijos con una intensidad aceptable de conflicto, pero habitualmente no se quedan conformes con los resultados y pueden provocar nuevas negociaciones o litigios años después de la separación.
4. Las parejas "desligadas" han perdido todo tipo de interés mútuo. Han pasado un periodo relativamente largo en el que uno o los dos, de forma incomunicada, han considerado la posibilidad de la ruptura, de forma que cuando esta se produce no suele generar grandes reacciones emocionales. Las decisiones posteriores se toman por separado o a través de los abogados, pero sin excesivo conflicto.
Taxonomía de las disputas. No es difícil comprobar cómo una pareja puede enfrascarse en la búsqueda del "motivo" de sus desavenenias, enredando para ello a familiares, amigos, abogados, jueces o psicólogos. Pero, desde un punto de vista psicosocial, el origen del conflicto no puede ubicarse en una única causa. Cuando así se hace, es fácil caer en la individualización del problema y, por tanto, en la culpabilización.
Una taxonomía aceptable es la expuesta por Milne (1988), quien concibe la disputa como el resultado de la interacción entre cuatro niveles de conflictos: psicológicos, comunicacionales, sustantivos y sistémicos.
A. CONFLICTOS PSICOLOGICOS. Son privados y personales, y, posiblemente, los factores más potentes en los desacuerdos del divorcio. Vendrían producidos por una disfunción en los sentimientos de bienestar emocional o de autoestima generada paralelamente al declive de la pareja.
*Conflictos internos: Cuando dichos sentimientos afectan a uno mismo (confusión, fracaso, inadecuación), pueden provocar conductas contradictorias que generan disputas e inducen a otros conflictos.
*Ajuste disonante: La falta de sincronía entre los procesos de ajuste de ambos cónyuges a la ruptura, puede suponer un conflicto, cuando uno de ellos comienza a centrar su atención en nuevos asuntos externos a la pareja, mientras que el otro se encuentra aún en el inicio de su proceso de duelo.
*Decisión de separarse: Cuando se ha tomado de forma unilateral, la falta de simetría al respecto puede generar un ciclo de conflicto. La incapacidad o falta de voluntad para negociar la decisión refuerza la incomprensión y tiende a provocar el inicio de problemas en otros ámbitos.
*Recuento de la ruptura. En un esfuerzo por comprender los motivos, cada individuo puede intentar montar una explicación, basada en hechos y transgresiones, que suponga un repaso de la relación, y en la que las responsabilidades y las culpas siempre recaigan en el otro. La forma en que se construye esa historia regula el alcance y tipo de conflicto.
B. CONFLICTOS COMUNICACIONALES. El conflicto no existe sin un canal de comunicación, y éste puede venir definido por la persistencia de conflictos previos no resueltos, la ineficacia comunicativa, el empleo de estrategias determinadas o la existencia de impedimentos estructurales.
*Conflictos previos no resueltos: Aparecen cuando se derrumban los motivos para contener las insatisfacciones. Las discusiones sobre el pasado impiden una comunicación efectiva y la resolución de los problemas actuales.
*Comunicación ineficaz. La capacidad para escuchar y entender determinados mensajes puede verse afectada durante el divorcio. Cada parte implicada reacciona ante lo que supone que el otro siente o piensa. El conflicto aumenta cuando uno siente que lo que dice está siendo incomprendido o lo que hace mal interpretado y, por tanto, contesta desde esa perspectiva.
*Comunicación táctica. Las negociaciones y discusiones propias de una ruptura pueden llevar a utilizar estrategias comunicativas encaminadas a obtener posiciones de poder. Una forma sería adoptar posturas extremas con la esperanza de conseguir concesiones de la otra parte. También es posible enviar mensajes inapropiados sobre la propia situación, con el fin de elicitar determinados efectos en el otro. O, tal vez, intentar conducir la comunicación por terrenos ventajosos utilizando tecnicismos, actitudes supuestamente informadas u opiniones incuestionables.
*Impedimentos estructurales. Son barreras comunicacionales propias de la situación, como el envío de mensajes, que suelen resultar distorsionados, a través de terceras personas (abogados, hijos), o la inexistencia de un lugar físico en el que hablar tras la ruptura.
A. CONFLICTOS SUSTANTIVOS. Forman parte de la dinámica esencial de todos los divorcios y afectan básicamente a las decisiones sobre los hijos y las propiedades.
*Conflictos posicionales. Cada parte adopta una posición relativa respecto al asunto que se discute. El conflicto puede resolverse por convencimiento, por cansancio o por el arbitrio de un tercero. Pero las posiciones pueden hacerse rígidas, siendo imposible cualquier tipo de replanteamiento que implique alguna concesión hacia el otro.
*Incompatibilidad de intereses y necesidades. Suelen implicar conflicto porque las alternativas son únicas e indivisibles (el domicilio, los hijos) o porque los intereses de uno respecto a los bienes comunes chocan directamente con los del otro, y cualquier tipo de reparto mermaría los intereses de los dos.
*Recursos limitados. Cuando el dinero, el tiempo o la energía (física o mental) son escasos, el reparto de los bienes o de las responsabilidades hacia los hijos supone una dimensión que puede afectar a la propia supervivencia económica o afectiva.
*Diferencias en conocimiento y experiencia. El abordaje de nuevas situaciones financieras o relacionales puede provocar conflictos que suelen partir del cuestionamiento hacia el trato de los hijos, desacuerdos respecto a sus necesidades o discrepancias educativas.
*Conflicto de valores. Acerca del estilo de vida, religión, ideología política o filosofía sobre el cuidado de los hijos. Son conflictos que pueden transformarse en disputas sobre el poder, el control y la autonomía.
B. CONFLICTOS SISTEMICOS. Sobrepasan a la pareja y pueden servir como expresión de la disputa y, al mismo tiempo, ser generadores de ella. Básicamente afectan al sistema familiar y al sistema legal.
Conflictos familiares y conflictos legales. Cuando no son posibles los acuerdos sobre los hijos o los bienes, adquiere relevancia el proceso legal, tramitado de forma contenciosa, para regular aspectos psicosociales que aparecen como innegociables.
El proceso legal no sustituye al psicosocial. Desde un punto de vista terminológico, existen referentes jurídicos para componentes emocionales, afectivos o sociales. Pero éstos últimos no necesariamente se resuelven cuando se arbitran medidas más o menos definitivas sobre ellos. Es indudable que las pautas establecidas por el procedimiento contribuyen a canalizar comportamientos y sentimientos difícilmente centrables. Por su parte, las medidas adoptadas por el juez definen una nueva realidad para la que son necesarios esfuerzos de adaptación personales y familiares.
El tiempo legal y el tiempo psicosocial son diferentes. Los procesos emocionales se inician con anterioridad a los trámites legales y finalizan posteriormente. El juzgado no supone un paréntesis, y cuando la pareja sale de él, con una sentencia que acredita y regula su separación, los sentimientos ambivalentes y las cogniciones disociativas aún requerirán del tiempo preciso para encontrar su definitivo asentamiento. Llamamos, por tanto, proceso psico-jurídico de separación y divorcio (Bellido, Bolaños, García y Martín, 1990) al conjunto de las interacciones entre el procedimiento legal y el psicosocial, quienes, influyéndose mútuamente, transcurren conectados durante un periodo de tiempo limitado, desligándose cuando se ha conseguido definir una nueva realidad legalmente legitimada y psicosocialmente funcional. En los procedimientos contenciosos, es probable que las diferentes tareas adaptativas requeridas para llevar a cabo una adecuada separación se vean mezcladas, obstaculizándose las unas con las otras y ampliando su campo de expresión al proceso legal. En él se barajan conflictos de pareja y conflictos de padres que, como ya hemos apuntado, requieren soluciones judiciales y psicosociales diferentes (Bolaños, 1993).
Figura I. Dimensiones del conflicto psicojurídico.
CONFLICTO LEGAL
Divorcio Legal Relaciones paternofiliales
Disolución del matrimonio P.Potestad,G.Custodia,R.Visitas
CONFLICTO de PAREJA CONFLICTO de PADRES
Divorcio Psicosocial Relaciones entre padres e hijos Relaciones de pareja Relaciones afectivo-emocionales
CONFLICTO PSICOSOCIAL
La patria potestad, la guarda y custodia y el régimen de visitas son conceptos legales que pasan a formar parte del vocabulario y de la vida familiar tras la ruptura. Cuando los padres no han podido ponerse de acuerdo sobre la forma de regular la continuidad de las relaciones con sus hijos, derivan al juez la responsabilidad sobre una decisión tan crucial. Se da la circunstancia de que si las medidas adoptadas no resultan eficaces o apropiadas para una de las dos partes, o para las dos, es la propia Justicia quien debe también cargar con la responsabilidad del fracaso. Esta proyección de poder y de culpa es la "trampa" que muchas parejas le plantean al juez, haciéndole creer que no son capaces de resolver por sí mismas y que solamente él puede aportar una solución.
En ocasiones, los niños expresan sus preferencias hacia uno de los padres. Si los padres no pueden decidir, los hijos están aún menos preparados para ello. Pero la realidad es que su opinión adquiere un elevado grado de trascendencia desde el momento en que se hace explícita en el juzgado. Sin saberlo, su voz puede inclinar el equilibrio de la balanza hacia uno u otro lado, con importantes consecuencias para todos los miembros de la familia, incluido él mismo. A veces los niños tienden a sentirse responsables de la ruptura. Si además deciden, asumen también el peso de sus consecuencias. Por otra parte, su opinión siempre estará mediatizada, en mayor o menor grado, por el conflicto en el que están inmersos y por las presiones afectivas de los padres. En determinados casos es fácil apreciar cómo el niño adquiere un papel protector del padre al que siente como más débil, el perdedor o el abandonado, ejerciendo una función defensora que no le corresponde. Esta función puede llevarle incluso a rechazar cualquier contacto con el otro padre.
Una situación particular se plantea cuando, después de un tiempo de convivencia continuada con uno de los padres, el niño comienza a mostrar su deseo de vivir con el otro. A menudo ocurre este hecho con hijos varones, próximos a la adolescencia, que piden vivir con su padre. Hay una parte lógica en ello, que es coherente con las leyes del desarrollo: el niño necesita una mayor presencia de la figura paterna en ese momento, y el cambio no tiene por qué ser negativo si hay acuerdo entre los padres. Pero su actitud puede estar significando una huída de las normas impuestas por la madre, con las que el padre no concuerda y ante las cuales ejerce un rol más condescendiente. En esta discrepancia educativa, el niño busca salir ganando. Además, si la madre no acepta el cambio y el padre lo apoya, el enfrentamiento precisará de argumentos que justifiquen la decisión y el hijo focalizará en los aspectos maternos más negativos. Todo ello puede plasmarse en el conflicto legal. La consecuencia final, en numerosos casos, suele ser la ruptura de la relación maternofilial una vez modificada la medida.
Tal vez en un intento de mantener el equilibrio, hay ocasiones en que los hijos prefieren repartirse entre sus padres, incluso sacrificando con ello la relación fraterna. Suele ocurrir que han tomado partido en el conflicto, pasando a formar parte de dos bloques enfrentados, en los que los niños reproducen las disputas de los adultos. En estos casos, la relación puede llegar a romperse, aunque habitualmente hay una parte "rechazada" que muestra su deseo de que ello no ocurra, mientras que la otra, "rechazante", adopta la postura contraria.
Como alternativa al desequilibrio, no solo temporal, en la presencia de ambos padres respecto a la educación y cuidado de los hijos tras la separación, ha surgido la idea de custodia compartida. En algunos paises es una práctica bastante habitual (USA), en otros ha sido muy cuestionado su uso (Francia). Esta modalidad de custodia supone una total corresponsabilidad parental, que va más allá de la recogida en los criterios de la patria potestad. Es importante distinguir dos conceptos: hablaríamos de custodia compartida "legal" cuando ésta hace referencia a compartir todo tipo de decisiones que afectan a la vida de los hijos. Si lo que significa es que los niños vivan alternativamente en dos hogares, de una forma temporalmente equitativa, se denomina custodia compartida "física". Dentro de ésta posibilidad, podría darse el caso de que quienes cambiasen de hogar fuesen los padres, residiendo los hijos siempre en el mismo. Los americanos lo han llamado "nido de aves". En cualquier caso, el objetivo pretendido es positivo: garantizar la continuidad de las figuras paterna y materna por igual.
Las dificultades surgen en la aplicación práctica. Se requiere un adecuado nivel de comunicación entre los padres, pues este régimen exige un contacto entre ellos más cotidiano. Además, en el caso de la custodia compartida física, es necesario delimitar cual es la periodicidad más adecuada. No hay datos concluyentes sobre ello. Las investigaciones parecen demostrar que los cambios constantes generan ansiedad y precisan continuas adaptaciones en los niños. Estos estudios tienden a apoyar la reducción del número de traslados y el aumento del tiempo de convivencia continuada con cada padre. Con respecto a la polémica relativa a qué modelo de custodia es más apropiado (individual o compartida), los datos no confirman que uno garantice un mejor desarrollo de los hijos que el otro, dando fuerza a la evidencia de que la adaptación está más vinculada con la calidad que con la cantidad de las relaciones (Wallerstein, 1989), pero sin olvidar que la cantidad favorece la calidad.
El razonamiento anterior podría aplicarse al pensar en las "visitas". Se abre así una difícil controversia entre la flexibilidad y la rigidez, entre los sistemas generales y los adaptables. La flexibilidad se hace más viable cuanta más capacidad de comunicación conservan los padres. De lo contrario se convierte en una constante fuente de problemas. En los casos conflictivos, un sistema estructurado reduce la posibilidad de discusiones. De todas formas, el niño tiende a sentirse más seguro cuando puede integrar la periodicidad de las visitas con un grado suficiente de estabilidad.
Para el niño no es fácil acostumbrarse a la separación y, en ocasiones, amoldarse a un sistema de visitas requiere un esfuerzo de adaptación muy costoso. A veces se siente abandonado por el padre que ha salido del hogar, y eso genera rabia que debe ser convenientemente manejada. Hay padres que exigen el cumplimiento estricto desde el primer dia. En el otro lado estarían los que, amparándose en las evidentes muestras de ansiedad que presenta el niño, intentan protegerle evitando la "causa" que las produce. Es injusto pedirle a un hijo que asimile la separación en un tiempo breve, cuando los adultos pueden necesitar años para asimilarla totalmente y, más aún, cuando la elaboración del niño depende directamente de la de los padres.
En muchas ocasiones es el propio menor quien rechaza el contacto con el padre ausente del hogar. El dolor por las consecuencias derivadas de la ruptura y los conflictos de lealtades a los que está sometido, le impiden mantener una posición neutral en el conflicto. Con su postura protege a uno de los padres, garantiza su afecto mediante un proceso de "identificación defensiva" (Chethik y col., 1986) y, al mismo tiempo, expresa su protesta ante una realidad que no puede aceptar. Ambos progenitores pueden culparse mutuamente de lo que ocurre. Acusaciones de manipulaciones y de ineficacia en el trato con el hijo no son suficientes, por sí mismas, para entender los motivos, aunque son utilizadas en el proceso legal en un intento por responsabilizar al otro. Normalmente, el comportamiento del niño da pie al inicio de procedimientos de ejecución de sentencia que ofrecen una difícil resolución. Una respuesta judicial que presione al padre custodio o que obligue al menor, puede agudizar el rechazo. Los dos verán justificada su actitud ante las iniciativas legales "agresivas" que ha promovido el padre rechazado. Por el contrario, una actitud judicial pasiva seguramente incrementará las acusaciones paternas, quien además descalificará a la Justicia por su falta de contundencia. El problema tiende a cronificarse porque nadie está dispuesto a modificar su posición.
La pérdida de una figura paterna asociada a vivencias conflictivas, genera efectos negativos en el desarrollo posterior del niño. Este ha adquirido un falso poder para controlar las relaciones y, al mismo tiempo, participa de una relación simbiótica con el padre "aceptado", con quien comparte sentimientos que no le son propios. Los nuevos procesos de identificación son inadecuados, eligiendo a otras figuras (nuevas parejas, abuelos) que implícita o explícitamente apoyan su postura. Este aprendizaje repercute inevitablemente en las competencias sociales del niño. Algunos estudios han demostrado que los niños que poseen un régimen regular de visitas desde el primer año de separación, son socialmente más competentes que los que han carecido de él inicialmente, pero lo han obtenido después; luego vendrían los que, habiendo tenido visitas inicialmente, las han perdido después y, por último, aquellos que nunca las han tenido. Tienden a ser los peor ajustados (Isaacs, Montalvo y Abelsohn, 1986).
Algunos factores predictivos de la aparición de conflictos en las visitas, extraídos de la clínica, han sido resumidos por Hodges (1986), y pueden suponer un importante instrumento preventivo:
*Utilización de los hijos en el conflicto marital.
*Una causa del divorcio fué el inicio de una nueva relación afectiva por parte del padre que no tiene la custodia.
*Los desacuerdos sobre el cuidado de los hijos han sido un contenido importante en el conflicto que llevó a la ruptura.
*El conflicto marital ha sido generado por un cambio radical en el estilo de vida de uno de los padres.
*Resentimientos relacionados con cuestiones económicas.
*Cuando una de las quejas en el conflicto marital es la irresponsabilidad crónica de uno de los padres.
*Cuando el nivel de enojo es extremo.
*Cuando hay una batalla por la custodia.
*Cuando uno o ambos padres presentan una psicopatología que interfiere con su actividad parental.
Parece claro que la falta de concordancia respecto a la decisión de separarse y a los motivos que la desencadenan, dificulta la posibilidad de conseguir acuerdos viables entre las partes. La intensidad del contencioso y la intensidad del conflicto aparecen directamente relacionadas a partir de ese momento. Entran en juego factores que van más allá de la propia búsqueda de soluciones, utilizándose el proceso legal como un campo de batalla reglamentado, en el cual volcar todos los sentimientos desagradables que se han ido generando durante la involución de la convivencia. El domicilio, los bienes, los hijos, pueden convertirse en instrumentos de poder que otorgan el triunfo moral en la disputa. Siguiendo a Clulow y Vincent (1987), "el sistema adversarial está peculiarmente emparejado con los deseos de padres que se sienten perseguidos, asediados o profundamente equivocados en la ruptura. El litigio constituye un medio de construir y desarrollar una historia, y de imponérsela a los otros. El propósito de la historia es convencer a los demás y validarse a sí mismo. Las decisiones judiciales pueden ser recibidas, en estos casos, como una forma de absolución pública, una exculpación o, simplemente, una sentencia de vida".
Los hijos ante el divorcio. Como hemos ido viendo, la participación de los hijos en el proceso de ruptura de sus padres supone una serie de repercusiones importantes. Pero esta participación no es meramente pasiva. En ciertos momentos adquieren una responsabilidad activa, tanto en las disputas legales como en las familiares. De ahí que algunas de sus actitudes puedan ser interpretadas como un intento de responder adaptativamente al conflicto que están viviendo. Pero, en lugar de ello, suele ocurrir que sus respuestas sean utilizadas en el mismo conflicto y pasen a constituir un argumento de un valor innegable.
Podríamos pensar que los hijos, en función de su edad, utilizan una serie de estrategias, conscientes e inconscientes, que les ayudan a enfrentarse a los aspectos más impredecibles, incontrolables y dolorosos del divorcio. Saposnek (1983) describe algunas de ellas:
*Al principio, ante el miedo a ser abandonados, los niños de todas las edades suelen intentar que sus padres se reconcilien y vuelvan a vivir juntos (p.e. contando a un padre los cambios positivos del otro).
*Tras la ruptura, las ansiedades ante las separaciones pueden expresarse mediante dificultades para alejarse de uno y otro padre cada vez que se produce el intercambio correspondiente a las visitas (p.e. llorando al ir con su padre y llorando al regresar con su madre).
*Los niños pueden ofrecerse como detonantes de la tensión entre sus padres, atrayéndola hacia sí mismo (p.e. hablando a su padre de las nuevas relaciones afectivas de su madre).
*El miedo al rechazo afectivo provoca que, a menudo, intenten asegurarse constantemente del amor que sienten por ellos (p.e. telefoneando repetidamente a su madre cuando está con su padre).
*Una forma más de garantizar el afecto de al menos uno de sus padres, es probándole su lealtad mostrando su rechazo hacia el otro padre (p.e. negándose a las visitas).
*En algunos casos pueden pretender evitar los conflictos intentando mantener una difícil posición de neutralidad entre sus padres (p.e. mostrando su deseo de permanecer exactamente el mismo tiempo con cada uno de ellos).
*Haciendo esfuerzos por proteger la autoestima de sus padres, debilitada tras la ruptura, se aseguran de no ser emocionalmente abandonados por ellos (p.e. expresando a cada uno de ellos su deseo de convivir más tiempo con él que con el otro).
*En niños mayores y adolescentes son posibles los intentos de manipular la ruptura para obtener ventajas inmediatas (p.e. expresando su deseo de convivir con el padre más permisivo).
En cuanto a los innumerables estudios sobre las repercusiones del divorcio en los hijos cabe destacar la llamativa evolución de sus resultados, en función de la época en que han sido realizados y el método utilizado, habiéndose pasado en los últimos treinta años de considerar la ruptura como un trauma irresoluble a una crisis superable.
Los estudios más clásicos se basaron en las comparaciones entre familias "intactas" y familias "rotas", sin controlar si estas últimas lo eran por ruptura conyugal, por fallecimiento de uno de los padres o por otros motivos, siendo las familias uniparentales vistas como formas no naturales de convivencia y los resultados acordes con esta concepción (Tuckman y Regan, 1967; Thomes, 1968).
En los años 70 y 80 aparecieron las primeras investigaciones serias centradas exclusivamente en la comparación de familias "divorciadas" y familias "unidas". En general, los datos tendían a encontrar que los "hijos del divorcio", sobre todo los varones, presentaban más problemas de ajuste, más agresividad, impulsividad, antisocialidad y dificultades escolares (Camera y Resnick, 1988). Otros trabajos, por el contrario, cuando controlan la edad, los niveles socioeconómicos y el ajuste previo al divorcio, no encuentran esas diferencias (Johnston y col., 1989) o detectan que las dificultades ya existían antes de la ruptura (Block y col., 1986).
Paralelamente a estos estudios, ha ido apareciendo como un elemento central en la investigación el factor "conflicto interparental", valorándose la importancia de los efectos sobre los hijos de la relación conflictiva entre los padres una vez separados. Así, se ha podido concluir que una elevada intensidad de conflicto parental, más que la ruptura en sí, puede estar asociada con dificultades en el ajuste emocional de los hijos (Jacobson, 1978; Wallerstein y Kelly, 1980; Kurdek, 1981; Emery, 1982). Por el contrario, cuando los padres tienen habilidad para colaborar en la reorganización familiar, mantener una disciplina adecuada, conservar los rituales y garantizar unos mínimos de seguridad emocional para los hijos, el riesgo de que éstos sufran dificultades disminuye notablemente (Brown y col. 1992).
También han sido estudiadas las relaciones entre padres e hijos posteriores a la separación como fuente de influencia en el ajuste de éstos. Así, en el caso del progenitor que ejerce la custodia, parece innegable que la ruptura produce cambios en las interacciones afectivas, en la eficacia de la autoridad o en el reparto de funciones del hogar que pueden incidir en peores niveles de comunicación, menores exigencias de maduración y pautas normativas más inconsistentes que oscilan entre la permisividad y la rigidez (Hetherington y Colletta, 1979; Shaw, 1991).
Con respecto al padre que no ejerce la custodia, se ha dado prioridad a los efectos de los diferentes modelos de "régimen de visitas", encontrándose, como ya hemos destacado anteriormente, que los sistemas en que éstas son frecuentes y regulares suelen estar positivamente relacionados con mejores niveles de ajuste en los hijos cuando existe una buena relación paternofilial previa (Heley, Malley y Stewart´s, 1990), cuando el padre que ejerce la custodia las aprueba (Kurdek, 1988) y cuando la intensidad de conflicto interparental no es elevada (Wallerstein y Kelly, 1980). Algunos factores externos como el paso del tiempo, la distancia entre hogares, los bajos niveles socioculturales y el sistema legal adversarial; o internos, como las dificultades para asumir los sentimientos de pérdida y para adaptar el rol paterno a la situación de visitas, parecen influir negativamente en la continuidad de las mismas (Furstenberg y col., 1983).
En la mayoría de los trabajos citados suelen aparecer diferencias notables entre el grado de ajuste de niños y niñas, mostrando más dificultades los primeros. Focalizando en este hecho se ha encontrado que los niños continuan viviendo mayoritariamente con el padre de sexo contrario, presencian mayores disputas, son confrontados con más pautas inconsistentes y reciben más sanciones negativas (Hetherington, 1972; Santrock y Warshak, 1979; Hodges y Bloom, 1984). Por el contrario, parece que los chicos experimentan más beneficios cuando la madre inicia una nueva convivencia de pareja, mientras que las chicas responden más desfavorablemente (Chapman, 1977; Clingempeel y col., 1984). Los niños pueden encontrar en ello un complemento del padre y una amortiguación de la relación diádica con la madre, mientras que para las niñas puede suponer una intrusión en dicha relación.
En un intento de integrar la contribución de éstos y otros factores en el proceso de ajuste a la ruptura de los hijos, Peterson, Leigh y Day (1984) elaboraron un interesante modelo explicativo basado en la "teoría del estrés familiar" (Hill, 1949). El concepto clave es el de "definición de la situación", es decir, el grado subjetivo de severidad asignado a un acontecimiento estresante (la ruptura de pareja) por cada miembro de la familia, que, en interacción con las características específicas del evento y con los recursos familiares de afrontamiento, determina la singularidad de una situación de crisis y, por tanto, los efectos en cada miembro de la familia. El modelo predice que la severidad de la definición de crisis en el niño, depende directamente de la de los padres y se ve además afectada por la percepción que el niño tenía de la relación marital previa, por las relaciones paternofiliales previas a la ruptura, por la calidad de las relaciones parentales posteriores a la misma, y por el grado de tolerancia hacia la separación existente en el entorno social del niño. Cuando éste no logra una adecuada definicón de la situación los efectos sobre su adaptación a la ruptura y su posterior competencia social se hacen más evidentes.
Por último, merecen destacar por su especial relevancia los trabajos realizados por Hetherington (1979) y Wallerstein y col. (1980, 1983, 1989).
Hetherington profundizó en los efectos de la ausencia del hogar de uno de los padres y en las influencias de las familias monoparentales. Concluyó, como muchos autores, que una familia intacta, pero conflictiva, puede ser mucho más perniciosa para la salud mental de los hijos que un hogar estable tras el divorcio. Sus datos demuestran que si el funcionamiento familiar es positivo y el apoyo del sistema suficiente, los hijos de padres separados pueden alcanzar idéntica competencia social, emocional e intelectual a los hijos de parejas no separadas.
Wallerstein, en su estudio longitudinal de diez años de duración, describió ampliamente los sentimientos y reacciones de los hijos en función de su edad. De una forma resumida, podríamos destacar los siguientes:
*Edad pre-escolar (de 2 a 4 años). Son los niños que presentan mayor dificultad para comprender la complejidad de los sentimientos adultos y por ello tienden a sentirse culpables o a temer ser abandonados. Pueden aparecer ansiedades para separarse, conductas regresivas, problemas para dormirse, caprichos, etc.
*Primera etapa escolar (de 5 a 8 años). Son más conscientes de los motivos y razones de los adultos. Suelen mostrar sentimientos de pérdida, rechazo y culpa. Ante los conflictos de lealtades pueden reaccionar defensivamente llegando incluso a negar la relación con uno de los padres. Son los niños que conservan más fantasías de reconciliación.
*Segunda etapa escolar (de 9 a 12 años). Su mayor capacidad empática y de comprensión hace que tiendan a identificar sus sentimientos con los de los padres. Pero ante la angustia, la furia, el sufrimiento o el desamparo, pueden tomar partido por uno solo de ellos para garantizarse al menos una protección. A la vez, asumen papeles adultos convirtiéndose a sí mismos en protectores de uno de sus padres. Pueden aparecer síntomas psicosomáticos.
*Adolescentes. Tienen más elementos cognitivos y más apoyos externos para enfrentarse a la nueva situación, pero al mismo tiempo están más expuestos ante el conflicto y, por tanto, tienen mayores posibilidades de verse implicados. El temor ante el derrumbe de la estructura familiar contenedora que necesitan puede generar sentimientos de rechazo y ansiedad al comprobar la vulnerabilidad emocional de sus padres.
Esta misma autora resalta una serie de "tareas psicológicas" esenciales que los hijos deben realizar para superar el divorcio de sus padres. Básicamente tendrían que ser capaces de comprender su significado y consecuencias, afrontar la pérdida y el enojo que les produce, y elaborar las posibles culpas. El niño debe proseguir su vida cuanto antes, aceptar el carácter permanente del divorcio y aferrarse a la idea positiva de que, a pesar de todo, es posible "amar y ser amado".
Estamos de acuerdo con J.B. Kelly (1993) en la necesidad de tener en cuenta la interacción de múltiples variables a la hora de valorar las repercusiones del divorcio en los hijos. Como hemos visto, entre ellas, destacan variables del niño como edad, sexo, personalidad y ajuste emocional previos a la ruptura; variables de los padres como el ajuste psicológico y la capacidad de controlar impulsos; variables familiares como la intensidad de conflicto, el tipo de comunicación, el grado de cooperación, la calidad de las relaciones paternofiliales y las pautas de crianza; variables legales como los acuerdos de custodia y de visitas; y variables relacionadas con el estatus económico y el soporte social.
José Ignacio Bolaños Cartujo, en dialnet.unirioja.es/
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