Presentar a María, no de manera aislada, sino perteneciente a la comunidad femenina que ha colaborado en la Historia de Salvación, dejando claro que ella, más que profetisa, es Madre del Salvador y Maestra nuestra.
Este artículo pretende ser una reflexión bíblica sobre el Magníficat en perspectiva profética. Por la naturaleza del mismo, se tiene en cuenta el perfil de mujeres profetisas en la Sagrada Escritura.
Para reflexionar sobre el Magníficat en perspectiva profética es necesario hacer referencia a la tradición de profetisas en la historia de Israel. En este sentido, el término “profetisa” proviene del hebreo nebiah, y del griego prophetis, pudiendo ser interpretado, en ambos casos, como “mujer de Dios”, “vocera de Dios”. La profetisa se distingue, conforme a los argumentos bíblicos, por comunicar la Palabra recibida, convirtiéndose en mediadora de mensajes divinos, los que transmite a una comunidad marcada por experiencia de sufrimiento.
Las evidencias de la Sagrada Escritura muestran varias profetisas. Mencionamos algunas con nombres concretos: Miriam, hermana de Aarón (Ex 15, 20); Débora, también jueza en Israel (Jc 4, 4); Juldá, “laica”, casada y comprometida (2R 22, 14; 2R 2 y 1Cro 34, 22); Ana, de la Tribu de Aser, viuda y de edad avanzada, a quien se le atribuye el título por haber anunciado vigente la esperanza mesiánica (Lc 2, 36)... Era la comunidad, y no ellas, la que las honraban con tal distinción, distinto de otras, como Jesabel, quien se llamó a sí misma profetisa (Ap 2, 20). La vocación de profetisa era singular, porque la sociedad pensada y estructurada a manera androcéntrica, hizo que estas mujeres revirtiesen el escenario en un eslabón para agudizar su ingenio en convivencias, relaciones interpersonales, intervenciones en la esfera social, política, religiosa. El lugar que les fuera atribuido, como mujeres, con todo el peso legal, y hasta teológico, no fue excusa para que la Palabra confiada, descansara pasivamente. Todo lo contrario, la Palabra, en mediación femenina, caminaba con ritmo creativo e itinerante, con la fuerza que confieren la pasión por Dios y su justicia.
“Ser mujer”, según el testimonio de las profetisas, no generó complejos ni frustraciones. Todo lo contrario, si leemos la historia de salvación con alma femenina, contemplamos las nuevas formas de presencia y participación empleadas, conforme a las circunstancias que la condicionaba de múltiples maneras. No es de extrañar si, por tal atrevimiento, algunas ganaron apodos “deshonestos” que, aún hoy, aguardan ser desempolvados por lecturas humanas e integradora
Uno de los recursos esenciales para la actividad profética de las mujeres fue la danza y el canto.
Existen evidencias de peregrinaciones con panderos en manos, donde se cantaban las proezas de Dios a favor de los más débiles de la sociedad (Ex 15, 20). Vemos, pues, un movimiento fantástico de salida, de “caravanas” festivas en las calles. En (Jn 5, 11) también evidenciamos que lugares de trabajos tradicionalmente femeninos, como la fuente de agua, fueron usados para las celebraciones de los hechos extraordinarios de Dios en la vida de la gente sencilla. En el pozo o en el bebedero se cantaban los frutos de la justicia.
Las profetisas no eran tristes, a pesar de las luchas que tuvieron que afrontar. Una cosa fue tener momentos tristes, otra, ser mujeres entristecidas. En este sentido, Ana, la madre de Samuel, nos instruye (1S 2, 1-10). Puede decirse, a partir de ella, que quien confía, a pesar de los aprietos, tiene esperanza de volver a cantar. Por las características que presenta, Ana comparte el mismo perfil de las mujeres profetisas; de hecho, su himno lo confirma, el cual es raíz veterotestamentaria del canto mariano en el Nuevo Testamento. Esta vez, mientras Ana profetisa en un santuario (1S 1, 24), María lo hará en casa de la prima Isabel (Lc 1, 46s). Nuevamente, y en diferente perspectiva, tenemos un desplazamiento, ahora desde el santuario al seno del hogar. La profecía ha llenado todos los espacios.
El Magníficat también está revestido de acontecimientos alegres, que se hacen notar desde el inicio del evangelio de Lucas. El ángel Gabriel comunica una buena noticia a Zacarías: ¡Isabel dará a luz! (v. 14). Él enmudece. Isabel reconoce las maravillas de Dios (v. 25). Seguidamente, el Mensajero visita a María: ¡alégrate llena de gracia, el Señor está contigo! (v. 28). Se introduce una fórmula profética que invita a confiar. Le afirma que ella ha encontrado el favor de Dios (v. 30). Después de las oportunas cuestiones concluye diciendo: “soy la servidora del Señor” (v. 38). La secuencia del gozo se constata en la visita de María a su prima. Si antes era el ángel, ahora es una mujer quien se convierte en mensajera directa. Isabel exclama: Bendita entre las mujeres (v. 42). El niño salta de alegría en el vientre de Isabel.
Otro foco de regocijo se constata en el nacimiento de Juan, nombre indicado, en fidelidad, por Isabel. El hallazgo hizo soltar la lengua del que antes estaba enmudecido. Zacarías canta. El canto nace luego de la señal divina.
En la cultura bíblica, si se recibe un favor, no se admite indiferencia. El culmen de la festividad es declarada por el ángel al confirmar que: ¡ha nacido el salvador! (Lc 2, 11).
En suma, el Magníficat no es un himno solitario. Hay un ambiente comunitario de fe y de inspiración en el Espíritu. En la tradición bíblica no se festeja solo, ni sola. Las obras de Dios se divulgan en público, a voces agradecidas. El lugar que ocupa el Magníficat está incluido en los dos primeros capítulos lucanos vinculados con la infancia de Jesús. Hay un itinerario de personas alegres en el Evangelio de Lucas, en estas líneas, la alegría es un tema fundamental.
La Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium inicia diciendo que “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son libertados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (n. 1).
Y dijo María: Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su sierva, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor, grandes cosas el poderoso, santo es su nombre, y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen.
Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada.
Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como había anunciado a nuestros padres en favor de Abraham y de su linaje por los siglos.
Magníficat es el nombre ofrecido al cantar mariano en (Lc 1, 46-55). Proviene de la primera frase del himno en latín: Magnificat anima mea Dominum. El latín la retoma del griego megalyno “engrandecer”.
En la historia de la Iglesia, el Magníficat ha gozado de una honrosa valoración, incluido en el oficio de las vísperas desde mediados del siglo V, pues los liturgistas vieron en María la “estrella vespertina” que marca el norte de la humanidad. En cada atardecer nuestras comunidades entran en contacto y hacen oración con un verdadero tratado de mariología.
Conforme a Juan Pablo II, el Magníficat es “el espejo del alma de María”, y para Benedicto XVI es “la más hermosa lectura teológica de la historia”. En él se sintetizan las voces de: María, el evangelista, la tradición bíblica y eclesial, donde se encuentran, al mismo tiempo, la comunidad de los pobres.
El Magníficat es un resumen musical sobre la historia de la salvación cantada por una mujer.
Puede considerarse punto de encuentro de los socialmente insignificantes que sueñan estructuras cada vez más humanas. Como himno de alabanza y de acción de gracias, en él se reconocen los favores recibidos por la intervención del Dios de la justicia.
Las frases utilizadas en el Magníficat pueden agruparse de varias maneras. Esta vez, distinguimos dos, con pausas literarias en su interior. A cada agrupación, le llamaremos estrofa: (v. 46-50) y (v. 51-55).
La primera estrofa puede ser titulada, por su contenido:
a. Alabanza a Dios y justificación de la acción de gracias (v. 46-50).La primera estrofa distingue los atributos que María se auto-reconoce: alegre, humilde, servidora. Al mismo tiempo, identifica la peculiaridad con que la humanidad, en adelante, la reconocerá, bienaventurada (v. 46-47). Los (v. 46-49) justifican la alegría y el júbilo mariano: “Dios ha puesto los ojos en ella”, “ha hecho maravillas en su favor”. María agradece las acciones teológicas. La estrofa enumera los títulos ofrecidos a Dios, reconocidos públicamente. Es: salvador, poderoso, santo y misericordioso.
La segunda estrofa puede ser llamada:
b. Las maravillas realizadas por Dios, conforme a su promesa (v. 51-55)
La estrofa destaca siete verbos importantes vinculados entre si: “desplegó”, “dispersó”, “derribó”, “exaltó”, “colmó”, “despidió”, “acogió”; los mismos, según la gramática griega están en tiempo aoristo profético. Esta particularidad hace que se traduzcan en pasado, pero refiriéndose al futuro escatológico. Ellos concentran la labor de Dios entre los más pobres. En todos se evidencia la misericordia divina con la humanidad sufriente.
Puede decirse que el Magníficat es la historia cantada desde abajo, en procura de rescatar la dignidad humana. Presenta un contraste entre rostros, situaciones y acciones vinculadas a “los pequeños y humildes” por un lado, y “los potentados y soberbios”, por otro.
El Magníficat conoce y acoge la tradición en la cual está incluida. Con todo, María, más que una profetisa, es la Madre del Salvador y madre nuestra. Ella es el núcleo de todas las mujeres que colaboran en la historia de salvación. Por su esencia y contenido, el Magníficat supera los textos proféticos que están en su origen; estos son:
Fuentes del Antiguo Testamento que alimentan el Magníficat (Lc 1, 46-55)
Referencias al Antiguo Testamento
1S 2, 1-2; 1S 1, 11; Gn 29, 32; Gn 30, 13; Jc 5, 24; Lc 1, 42; Is 57, 15; Dt 10, 21; Sal 103, 17; Sal 89, 13; 1S 2, 7-8; Sal 147, 6; Jb 12, 18-19; 1S 2, 5; Sal 146, 7; 2S 22, 51; Sal 98, 3; Is 41, 8-9; Mi 7, 20
Lucas es considerado el Evangelio de la misericordia de Dios, y bajo tales rasgos nos presenta a Jesús en medio de la comunidad de los pobres. El evangelista escribe en torno al año 80 y 90 d.C.
El contexto inmediato que circunda el cántico de María se localiza en una pequeña aldea montañosa (Lc 1, 65), y aún más, dentro de una casa, en su interior.
El Magníficat quebranta la centralidad de Dios en el templo. Dios se filtra en lo cotidiano, en lo que socialmente parece no contar: la vida diaria de las mujeres. Puede afirmarse que en los rincones ocultos, y también en los caminos que conducen hacia el encuentro, se festejan las maravillas del Señor.
María, está vinculada a la promesa mesiánica en contexto profético: la joven mujer dará a luz y le pondrán por nombre Emmanuel, “Dios con nosotros”, “con los pobres” (Is 7, 14). Ella recuerda que Dios está en medio del pueblo y a pueblo huele. La gente de aldea, campesinos del tiempo de María, se ganaba la vida con el trabajo de la tierra, la mayoría arrendada, o como diaristas o siervos. La realidad queda reflejada desde la época del Sal 123, 2: “como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor esperando su misericordia”. Las personas producían, pero endeudados por el sistema, no podían adquirir lo suficiente, de su propio esfuerzo, para abastecer sus necesidades. Esto hizo que muchos pasaran hambre.
Una visita por el Evangelio de Lucas nos permite percibir el contraste social y desproporcional entre ricos y pobres. Un ejemplo es el rico que, con frecuencia, banqueteaba entre los de su mismo estatus, y el mendigo Lázaro que permanecía del lado de afuera de su portón (Lc 16, 19). Lucas ve la situación social desde el nivel de la pobreza. Su análisis es realizado, no a partir de los históricamente fuertes, sino de los débiles.
La experiencia de Dios en María la llena de canto agradecido: “engrandece mi alma al Señor” (v. 47). El verbo que inaugura la primera frase, como ya mencionamos, procede del griego megalyno “engrandecer”, “alabar”.
Se utiliza para referirse a los hechos prodigiosos de Dios por su pueblo: escucharle, custodiarle, bajar para liberarlo, caminar junto a él, protegerlo, guiarlo, consolarlo, entregarle su único Hijo... El verbo también se presenta en Hch 2, 11 cuando los judíos dispersos de la diáspora, al visitar a Jerusalén, expresan su asombro al oír a los seguidores de Jesús hablar, en lengua nativa, sobre las grandezas de Dios.
Con estos argumentos podemos afirmar que el Magníficat es un himno con raíces en la humanidad doliente. Es un cantar de la historia y en la historia. Es una acción de gracias luego de la superación del conflicto o de las señales de esperanza en medio de la controversia. Esto habla de los principios proféticos: la profecía nace de la vida, es colectora de los gritos orantes del pueblo. María está en medio del pueblo. Si antes Isabel ensalzó a María, ahora María alaba a Dios, destinatario de sus alabanzas. Deja en evidencia su interioridad, que la distingue como mujer creyente.
Los conceptos “alma” y “espíritu” apuntan a su dimensión teológica/espiritual. La alegría mariana quiebra su silencio. El silencio histórico de muchas mujeres sometidas a las ataduras de diversas índoles. El canto la libera y no reprime su alegría. Su felicidad es auténtica y fecunda porque se origina en Dios, en la comunión con Él, quien la hace partícipe del obrar salvífico. Con esta actitud, se convierte en discípula al acoger la invitación de Jesús: ¡alégrense, porque su recompensa es grande! (Mt 5, 12). El don de la alegría, plasmado en el Magníficat, nace del “sí de Dios” a la existencia limitada del ser humano.
La mirada de Dios, en el Magníficat, es punto de unión de las esferas teológicas y antropológicas. María se alegra porque Dios ha detenido su mirada en ella (v. 48). Según Dolores Aleixandre, el
Magníficat nace de la mirada de Dios sobre María. La conciencia de esta mirada es lo que le da seguridad, y le hace, en medio de contextos excluyentes, recuperar su dignidad. Esa mirada la dignifica opacando todos los enjuiciados y prejuicios; la empodera y la hace entonar el canto, mediante el cual divulga su experiencia, compartida con la comunidad de los pequeños.
María se autocalifica como “humilde” y “sierva” (v. 48). Es tal humildad lo que ha prendido los ojos de Dios. La “humildad”, del griego, tapeínosis está vinculada a lo “humilde”, “pequeño”, “socialmente bajo”. Si “solo se llena lo que está vacío”, María es la mujer que se despoja de sí para dejar que Dios sea grande. Esta es la primera condición del profetismo en Israel: vivir en sintonía con el aliento de Dios, su Ruah.
Ella forma parte de la comunidad de los humildes, encabezada por el propio Jesús, humilde de corazón, o sea, totalmente necesitado de Dios (Mt 11, 28-30). Tal virtud consiste en saber lo poco que se es delante de Dios, conciencia que, al mismo tiempo, se convierte en alegría, pues en tal pequeñez se recibe la visita de Dios, engrandeciendo y dignificando lo que antropológicamente es caduco. La humildad mariana va de la mano con su condición de “sierva”. Pero, deja claro, “sierva del Señor”. El término procede del griego doule “esclava”, “criada”. En su raíz verbal, douleuo, remite, en este contexto, a la actitud de quien “está dispuesta a servir”.
Se trata de una cualidad profética. Cuando María se autodenomina “sierva”, subraya, al mismo tiempo, su sentido de: “pertenencia a”, “dependencia de”, “apertura a”, y un consecuente compromiso que se extiende más allá de la existencia. Esta opción es contraria al pensamiento helenístico, que daba un alto valora la “libertad” personal, lo contrario sería humillación y el desprecio. Servir a Dios en su pueblo, según los criterios marianos, enaltece. Por tal motivo, María es una “servidora feliz”. Jesús habla de la grandeza del servicio (Mc 10, 44), y afirma que el esclavo no es mayor que su señor (Jn 13, 16).
Conforme al sentir de la Evangelii Gaudium: la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirando a María descubrimos que la misma que alaba a Dios por sus hazañas es la que pone calidez de hogar en la búsqueda de justicia. María, meditando, reconoce las huellas del Espíritu en los grandes acontecimientos y en aquellos que parecen imperceptibles. Hay, en ella, una mezcla de justicia y ternura (Cf. n. 288). Vale decir, que los profetas y las profetisas no pocas veces son martirizados, porque su canto incomoda los oídos de los poderosos.
María, en su canto, asegura que en adelante, todas las generaciones la llamarán bienaventurada (v. 48). Se trata del griego makarios “feliz”, “dichosa”, “afortunada”. Así designada se le reconocerá su bendición especial, proclamada, inicialmente, por Isabel. María comparte el escenario teológico con los humildes, pues Jesús anuncia que los pobres, los hambrientos, y los afligidos serán felices porque gozarán del Reino de Dios. El Magníficat, podríamos decir, es un prólogo a las bienaventuranzas.
El Papa Francisco, en una de sus Homilías hace una bella relación entre María y las bienaventuranzas: María es la madre del pueblo de Dios, de los pobres y afligidos, porque siempre está consolando. De los pacientes, porque es reina de la paciencia. Madre de aquellos que claman por justicia, porque sabe la injusticia que hizo su pueblo con su Hijo.
Ángela Cabrera, en dialnet.unirioja.es/
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