La extrañeza ante la ‘cosa en sí’ manifestada por algunos discípulos de Kant obedece al postulado idealista
En la filosofía moderna la noción de elemento juega en conexión con el análisis y con la intuición:
1) Si se admite la intuición intelectual –Leibniz, Hegel o Husserl, entre otros– también se admite la elementalidad de la razón. A partir de ella se propone la exención de supuestos.
En esta línea el principio de razón suficiente se compenetra con la identidad y es incompatible con la noción de causa trascendental real, interpretada a veces como ‘cosa en sí’: nada extramental puede fundar la objetividad si ésta depende analíticamente del fundamento racional. La fórmula de Tomás de Aquino ‘esse rei non veritas eius causat veritatem intellectus’ queda en suspense en el planteamiento idealista, pues la clave de la noción de razón suficiente es la suficiencia.
Respecto de la observación aristotélica acerca de la pluralidad de sentidos del ente, el idealismo acepta la autosuficiencia del ente en cuanto verdadero; de modo que el ente real, en cuanto distinto del ente verdadero, no es el significado principal del ente. De este modo se reconstruye una ontología en simetría con la metafísica clásica desde el estatuto especulativo de la objetividad de Escoto. La substantivación de la operación cognoscitiva a que a veces nos he- mos referido es esta ontología.
2) Si no se admite la intuición intelectual, se propone otra, por ejemplo, sensible, y a ella se traslada el elemento –Kant–. Así es posible admitir la ‘cosa en sí’, pues la suficiencia de la razón se ha quebrantado. La extrañeza ante la ‘cosa en sí’ manifestada por algunos discípulos de Kant obedece al postulado idealista, más o menos explícito, y a no comprender que tal noción es el correlato de la negación de la intuición intelectual en su versión especulativa.
También a dicha negación se debe la noción kantiana de ‘espontaneidad’ con que se caracteriza la índole de la prioridad sintética del entendimiento. La noción de ‘espontaneidad’ es de estirpe escotista y voluntarista. El propósito kantiano de poner límites a la razón equivale a la limitación de esta espontaneidad. En rigor la espontaneidad es ajena al conocimiento intelectual –no es praxis–, por lo que de suyo no se conmensura con el objeto; pero si ha de conectarse con él, ha de limitarse. Esto comporta que una espontaneidad sin límites es arbitrariedad, irreductibilidad al elemento racional; por tanto, una evagación lindante con la locura, o con el delirio imaginativo, con la ensoñación sin trabas –recuerden algunos motivos centrales de Goya o de Feyerabend–. Kant pone coto al descontrol del visionario a base de pura disciplina. Pero ello es una petición de principio que, o bien se resuelve en moralismo, o ha de apelar a un elemento ajeno a la espontaneidad: en definitiva, a lo que se ha llamado ‘atenencia al objeto de experiencia’. A lo cual se añade la ambigüedad del proyecto de ‘emancipación de la razón’, claramente incoherente con la doma de la espontaneidad. Después de esto, la reconquista del elemento por parte de la filosofía romántica es patética y difícil debido a la dualidad descoyuntada de espontaneidad y rigidez, o de arbitrismo subyacente a la coraza del criticismo.
3) Y si no se admite elemento alguno reaparece el nominalismo con su característica oscilación entre arbitrariedad y contingentismo.
En la medida en que el elemento racional ha recabado para el ente en cuanto verdadero la ontología, y en que la elementalidad de espacio y tiempo conlleva la incognoscibilidad de la cosa en sí, el ente real se confunde con el ente ‘per accidens’ en el mismo momento en que se pretende dirigir la atención a él. Pero también en ese mismo momento el ente en cuanto verdadero se derrumba.
Hay en todo esto una aguda paradoja: entender la realidad extramental con una objetividad cuya suficiencia estatutaria se ha establecido arruinando precisamente dicha realidad es evidentemente absurdo. Es asimismo evidente que el positivismo depende del idealismo lo mismo que Ockham deriva de Escoto; la ambigüedad kantiana no contribuye en absoluto a clarificar el panorama. Por eso estimo que el reciente intento de Kolakowsky de apelar a Kant con vistas a remediar lo arbitrario del orden nominalista es inconducente; diría lo mismo del recurso a una dialéctica –recortada– de Habermas. Es preciso un planteamiento más radical, mucho más que la idea de elemento. Tratar de embridar la razón desbocada con consideraciones morales es reincidir en el equívoco, pues la perturbación viene precisamente de una injerencia voluntarista.
Razón como elemento significa: resolución analítica del objeto, según la cual la comprensión o visión del objeto es completa, exhaustiva: no queda nada por ver, y además la visión es suficiente o se satisface a sí misma. El elemento es, pues, la exhibición completa, el cumplimiento del criterio de suficiencia, la resolución sin ulterioridad, el estar por completo del objeto en su estar conocido, la eliminación de oscuridades y sombras.
Sin embargo, esta plenitud no corre a cargo del objeto mismo sino que ha de serle proporcionada, y por ello el objeto se reduce al elemento. El criterio de suficiencia elemental es la pura identidad de la razón en la que el objeto está inmerso y escrutado. Se ve a la vez el objeto y el verlo, de manera que verlo es haberlo visto como objetividad arquetípica absorbente y, en definitiva, como totalidad. La identidad del todo que compenetra y articula los objetos suele llamarse sistema. El lema de la filosofía sistemática aparece en el argumento ontológico cartesiano, si bien no desarrollado, en la forma de una discusión sobre la diferencia entre la evidencia y lo evidenciado; así lo expuse en un libro mío dedicado a Descartes.
Sin llegar a formular el ideal de elemento racional también es posible sostener la intuición del objeto. El objeto en cuanto tal, distributivamente considerado, se reduce a sí mismo de acuerdo con su contenido; es decir, está por sí y no por otro: se muestra o está dado de modo que su significado indica o desemboca en lo dado o aparecido. Es, por ejemplo, la noción de intuición o reducción eidética de Husserl (antes de la reducción trascendental); la representación versus la representación, el rechazo de la lógica extensional y del empirismo. El objeto se muestra a sí mismo en sí mismo: consiste significativamente en su mostrarse, y no en el señalar a otra cosa. Por ejemplo, el rojo es en lo rojo y no en la cosa roja, sino justamente con independencia de ella. Es patente que el ideal de elemento racional es antecedido por la intuición del objeto y se toma de ella, aunque elevándola o tratando de eliminar la referencia a lo distinto de ella que, siquiera indirectamente, todavía la adhiere al objeto.
Este planteamiento contrasta con el empirista, o mejor, con su veta nominalista: para el rojo la radicación en lo distinto de él es intrínseca, y al margen de ella carece de significado. No hay lo rojo sino este rojo no dado en sí mismo. Se suprime el elemento y la consistencia del sentido, y se sustituyen por un factor opaco al conocimiento al que se refiere lo objetivo negándole cualquier otro estatuto real o cognoscible. En la polémica acerca de los universales se aprecian ambos planteamientos.
Conviene notar que algunos empiristas no se niegan a aceptar la dación inmediata de un objeto exento, pero extreman los requisitos de su aislamiento objetivo y exigen que no se suplan con simples aspiraciones postuladas. Se reclama, por ejemplo, que el objeto diga la instancia cognoscitiva a que es referido, que no diga otra cosa y que la instancia cognoscitiva misma no aluda a interpretaciones distintas de su revelación en el objeto. No examinaré aquí este último criterio porque estimo que se cumple tan sólo en un caso, y ahora nos ocupamos del conocimiento de pluralidades.
La discrepancia con los planteamientos reseñados se centra en la noción de su- posición. La suposición corresponde al objeto pensado por cuanto lo pensado se conmensura con la praxis con que se ha pensado. En las operaciones de la inteligencia esta conmensuración es concedida al pretérito perfecto poseído o habido en exclusividad: es el haber-lo, la suposición. Fuera de las praxis intelectuales no hay objeto supuesto, ni cabe hablar de suposición.
Ahora bien, la idea de elemento racional no ha lugar porque la suposición es cierto ocultamiento o, con un término de la filosofía clásica, cierta ‘obumbratio’. Supuesto, ningún objeto es plenamente inteligible. Para usar un ejemplo anterior, el rojo está en lo rojo, consiste en ello, justamente como supuesto; pero al resolverse, compareciendo, en lo mismo –sólo se piensa lo uno, es decir, lo mismo que se piensa– no cabe identificarlo con todo lo pensable (pues no agota la capacidad de pensar) ni con lo real (pues no se conoce su estatuto real, ya que no ha sido devuelto a él). En tales condiciones la idea de elemento es quimérica: no hay arquetipo correspondiente al objeto supuesto, pues cada objeto está supuesto, es decir, sujeto a cierto oscurecimiento de acuerdo con el cual se reduce a sí mismo. También el elemento se reduce a sí mismo.
Por eso el ideal del elemento del pensar es de índole especulativa y desaparece al tomar en cuenta el carácter práxico del conocimiento. Poseer lo conocido teóricamente significa: dar por pensado ya, haberlo ya (como) pensado. Al pensar ya se ha pensado, esto es, ya hay pensado, pues lo pensado no es un resultado sino pretérito perfecto. Se habla de perfecto porque a lo pensado no le falta nada de acuerdo con su mismidad: no tiene sentido decir que está “a medio pensar”. Y como ningún pensado está “a medio pensar” o no acabado de pensar, cabe llamar a la suposición constancia. El elemento no supera la constancia. Es claro que el rojo no puede reducirse a lo rojo de otra manera. Nótese que la suposición es compatible con el intelecto agente; pero el inteligible en acto, o especie intelectual, no se identifica con el acto de los inteligbles –el intelecto agente–, no lo agota. Aunque lo rojo se piense como lo rojo y no de otra manera –de otra manera no se piensa lo rojo; lo eidético es átomo al igual que los números–, ello es cierto oscurecimiento u ocultamiento, no precisamente de lo rojo, sino justamente imprescindible para que haya rojo pensado.
Por eso, la diferencia entre especulación y teoría, que es, en principio, mí- nima, es también drástica, y prohíbe cualquier proyecto o desarrollo especulativo. A su vez, el criterio empirista de significado es inadmisible: no conozco mejor por referir objetos a hechos; el hecho interpretado como extramental no es el supuesto ni la suposición; el paso o referencia desde el objeto al hecho, lejos de ser intrínseca, es por completo ajena al haber objeto pensado. Más aún: dicha referencia es una consagración positiva de la suposición, una equiparación de realidad y suposición, que ha de declararse falsa sin más.
Desde este enfoque la devolución del objeto a la realidad es un quid pro quo, una pura frustración. Si se sostiene que la realidad es la posición en sí del objeto se desconoce que in re no se da el inteligible en acto, se reduce la adecuación de la mente con la realidad a una mera copia y se desvirtúa la pluralidad de los significados del ente.
Leonardo Polo en Studia Poliana revistas.unav.edu
* En torno a los años 1980 Juan García mecanografió páginas de Polo que sirvieron para sus libros Hegel (1985), Curso de teoría del conocimiento (1984–96) y Psicología general (2009). Este es un fragmento inédito de aquéllas páginas mecanografiadas.
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