Gentileza de Temes d´Avui
Introducción[1]
En el mes de julio de 2008, en un ayuntamiento de un municipio de la provincia de Barcelona (Rubí), el grupo político formado por ICV-EUiA presentó una moción «por la laicidad y la fiesta mayor de la ciudad», que finalmente fue rechazada. Sin embargo, las argumentaciones que dichas formaciones utilizaron son muy luminosas para comprender los planteamientos de una parte de la ciudadanía que quiere erradicar el hecho religioso del ámbito público. En la exposición de motivos aducían que según la Constitución ninguna confesión tendrá carácter estatal y la conveniencia de la separación o distinción entre el poder político y las creencias religiosas, distinción que es propia, según dicho grupo, de la «laicidad que favorece la convivencia en el plan de igualdad entre todas las posibles opciones espirituales de la ciudadanía, sin oponerse a ninguna y respetándolas todas». En el texto presentado se afirma que «el ámbito político, que rige la organización general de las sociedades humanas, pertenece al ámbito público y define lo que es común», mientras que «el ámbito religioso, que permite a todo ser humano elegir el sentido que da a su vida, pertenece a la esfera privada, en el sentido de no ser compartido por todos». La moción presentada añade que el Ayuntamiento no debe identificarse con ninguna creencia religiosa. A la luz de esta exposición de motivos, el grupo político pide, entre otras cosas, que la corporación municipal no asista «institucionalmente» a la misa de la Fiesta Mayor, sino que las autoridades que acudan lo hagan a título individual como fieles de la religión católica.
Cada año, en torno a la Fiesta de la Virgen de la Merced, creyentes y no creyentes debaten intensamente sobre la oportunidad de la presencia de los miembros del Ayuntamiento en la Misa que se celebra en el Santuario de la que es patrona de la ciudad de Barcelona. El debate, sin embargo, no se agota aquí sino que se extiende a muchas otras manifestaciones religiosas presentes en el ámbito público, como la asignatura de religión en las escuelas de titularidad pública o concertada, y los signos religiosos en edificios públicos, como son los hospitales, las residencias, los edificios municipales, etc. Muchas de estas cuestiones serán tratadas en esta jornada de hoy.
¿Cómo se articula la dimensión religiosa en la vida ciudadana? Al reflexionar sobre el tema, pienso que hay que tener en cuenta varios aspectos: ¿Cuál es la estructura de la sociedad? ¿Qué relación hay entre la fe y la razón? ¿Qué se entiende por libertad religiosa? ¿Qué relación hay entre democracia, pluralismo ético y diálogo? ¿Qué significa la tolerancia? ¿Cómo debe ser la participación de los cristianos en la vida pública? Intentaremos, en este artículo, dar respuesta a algunas de estas cuestiones, aunque no pretendo agotar el tema ni ofrecer una solución práctica de todas las problemáticas que la acompañan.
Quiero enmarcar el tema recordando algunos fragmentos de los dos únicos puntos del Compendio de la Doctrina social de la Iglesia sobre la laicidad y el laicismo.[2] Ofrece un doble significado a la «laicidad». En primer lugar, en sentido positivo, la laicidad se corresponde con «la distinción entre la esfera política y la esfera religiosa», implica «la actitud de quien respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues la verdad es una», y se formula normativamente como un principio moral el principio de laicidad que recuerda al Estado el deber de respetar cualquier confesión religiosa y asegurarle «el libre ejercicio de las actividades del culto, espirituales, culturales y caritativas de las comunidades de creyentes». En la segunda significación, cuyo contenido es rechazado, se entiende la laicidad como «autonomía respecto a la ley moral». A este segundo significado se le denomina, en el punto posterior, con el término de «laicismo», que es calificado de excluyente en la medida en que el Estado obstaculiza «todo tipo de relevancia política y cultural de la fe, buscando descalificar el compromiso social y político de los cristianos sólo porque estos se reconocen en las verdades que la Iglesia enseña y obedecen al deber moral de ser coherentes con la propia conciencia».
Me adhiero, en este trabajo, a la terminología empleada por el Magisterio, y profundizaremos posteriormente sobre esta cuestión.
La estructura de la sociedad. Fundamentación teológica
La mejor praxis es una buena teoría. De no ser así, el comportamiento humano se convierte en fuente de roturas interiores y de conflictividad social. Toda la Doctrina social de la Iglesia intenta dar respuesta a una construcción de la sociedad de acuerdo con la dignidad humana. La antropología cristiana afirma que todo lo humano tiene sólo en Cristo su razón de ser y su plenitud. Juan Pablo II, citando unas palabras de un poeta polaco, A. Mickiewicz, expresaba de manera lapidaria una convicción profunda que será muy recurrente en todo su magisterio: «Una civilización verdaderamente digna del hombre ha de ser cristiana"[3], Cualquier otra propuesta antropológica que pretenda construir un mundo sin referencia a Cristo lleva a un mundo que, tarde o temprano, acaba por ir contra el hombre. La historia de un pasado todavía reciente lo demuestra. No se rechaza a Dios sin rechazar también al hombre[4].
¿Cómo está Cristo presente en la persona y en la sociedad? Proponemos, pedagógicamente, unos esquemas elaborados por D. Antoni M. Oriol. Dentro de la vida social se encuentra el hecho cultural [C], individual [I], político [P], económico [E], familiar [F], religioso [R], etc. ¿Qué lugar ocupa la dimensión religiosa y cómo se articula?
El primer modelo (A) corresponde a un cristianismo en el cual el hecho religioso no afecta a ninguna de las otras dimensiones de la vida personal. Es, tristemente, la manera sociológica más habitual de vivir la fe. Estadísticas actuales hacen notar que el 70% de las personas de nuestro Estado que se declaran católicas reconoce que no hacen caso a las directrices eclesiales en lo que se refiere a asuntos políticos, económicos y de sexualidad. La fe no se convierte en vida que impregna todas las actuaciones del cristiano. El Papa Benedicto XVI, en uno de sus discursos en Estados Unidos, constató la influencia de este tipo de laicismo en la vida cristiana como una de las grandes deficiencias del cristianismo[5], A este modelo lo podemos denominar «laicismo intraeclesial».
Para el mundo ideológicamente liberal (modelo B), el hecho religioso puede formar parte de la intimidad de la persona, pero no puede estar presente en la sociedad. Francia, con las últimas legislaciones que hacen referencia a los signos religiosos, es un buen ejemplo, si bien, hay que destacar con satisfacción el cambio de orientación en algunas intervenciones del presidente Sarkozy sobre el sentido que atribuye a la laicidad positiva. Desde esta perspectiva liberal no se niega la existencia del hecho religioso, pero no se le da cabida en la vida pública que, según sus defensores, participa de una neutralidad en este campo. En lugar de una laicidad bien entendida, se ejerce un laicismo excluyente. Este modelo defiende que la sociedad tiene una racionalidad que le es propia, donde la fe no aporta más que nuevas motivaciones de los que actúan. La distinción entre el espacio público y el privado es una de las claves de comprensión de este modelo y fuente, a la vez, de confusión.
Otros proponen aniquilar el hecho religioso, tanto de las vidas de las personas como de la sociedad, porque lo consideran el opio del pueblo. El mundo marxista, que se profesa ateo, es su concreción histórica (modelo C).
Hay quienes defiendes que la vertiente religiosa abraza a todas las dimensiones de la realidad política, economía, familia, etc., y las impera (modelo D). Este es el modelo propio de una cierta «cristiandad» y de todas las teocracias, en las que el mundo civil está sujeto a la condición religiosa. Desde este punto de vista, es casi imposible un diálogo con el mundo y, menos aún, con otras concepciones religiosas. Quienes defienden dicho modelo se incapacitan para comprender la justa autonomía de las realidades creadas[6]. Los Estados teocráticos islámicos actuales son un exponente.
La comprensión cristológica del hombre que nos ofrece el Concilio Vaticano II pone, no sólo el hecho religioso, sino Cristo mismo, en el centro de la persona y de la sociedad, que impregna, no impera, toda otra dimensión humana y la dota de sentido y de plenitud[7] (Modelo E).
De que Cristo sea el origen, el centro y el fin de la persona, de la sociedad y de toda la historia, se pueden extraer muchas consecuencias para la vida y el comportamiento humano. No hay ninguna realidad humana, ni personal ni social, que en Cristo no encuentre su más profundo sentido y plenitud[8].
¿Qué aportan al mundo los cristianos y la Iglesia con su doctrina y acción? Una visión del hombre, de la sociedad y de la actividad humana que redimensiona toda la realidad secular sin confundir los ámbitos y la autonomía de cada uno.
Laicidad y laicismo
Al hablar de las relaciones entre la Iglesia y el Estado es común, en nuestro entorno europeo, describir al Estado como «laico»[9]. Ahora bien, qué significa esta característica y qué alcance tiene, no hay unanimidad a la hora de determinarlo. Algunos consideran que debería, por ejemplo, revisarse la financiación de la Iglesia Católica, sacar la clase de religión del horario escolar, confiscar los bienes de la Iglesia y negar el ejercicio de la objeción de conciencia, entre otros. En definitiva, lo que pretenden es acallar la voz de la Iglesia en el ámbito público.
La definición del Estado como laico, sin embargo, requiere matices y a menudo es equívoca. No todo el mundo emplea las palabras laico, laicismo y laicidad en el mismo sentido. Por ejemplo, el Diccionario de la Enciclopedia Catalana entiende por «laicismo» la «doctrina que defiende la independencia del hombre, de la sociedad y, más particularmente, del estado de toda influencia eclesiástica o religiosa». Parece que éste es el significado que está en el trasfondo de los que mayoritariamente hablan de un Estado laico. No obstante, a los partidarios del laicismo a menudo no les gusta ser llamados laicistas, sino laicos, y prefieren el término laicidad y no laicismo. Así, hablan de moral laica, de concepción laica de la vida, de laicidad del Estado, laicidad de la escuela, etc.
Debemos clarificar estos términos, y lo haré recurriendo a las definiciones que el Papa Juan Pablo II utilizó en algunos de sus discursos. El santo Padre, ante la Conferencia Episcopal Francesa, en el centenario de la ley de separación de la Iglesia y el Estado, hizo referencia al «principio de laicidad» en un doble sentido[10]. Por un lado, negativo, como consecuencia de un error antropológico: «esta ley regulaba la manera de vivir el principio de laicidad y, en este marco, sólo mantenía la libertad de culto, relegando al mismo tiempo el hecho religioso a la esfera privada, sin reconocer a la vida religiosa y a la institución eclesial un lugar en el seno de la sociedad. La vida religiosa del hombre sólo se consideraba entonces como un simple sentimiento personal, desconociendo así la naturaleza profunda del hombre, ser a la vez personal y social en todas sus dimensiones, también la espiritual». Laicidad, significa, en este sentido, lo que el mismo pontífice llama laicismo en la exhortación Ecclesia in Europa, Y lo define como «exclusión del hecho religioso del ámbito público, hostilidad entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas»[11].
A continuación, el Papa retoma la palabra y le da un verdadero sentido humano, que está presente en la propia doctrina eclesial: «Bien comprendido, el principio de laicidad pertenece también a la Doctrina social de la Iglesia. Recuerda la necesidad de una justa separación de poderes, que se hace eco de la invitación de Cristo a sus discípulos: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Lc 20, 25). Por su parte, la no confesionalidad del Estado, que es una no intromisión del poder civil en la vida de la Iglesia y de las diferentes religiones, así como en la esfera de lo espiritual, permite que todos los componentes de la sociedad trabajen juntos al servicio de todos y de la comunidad nacional». Este es también el sentido que ya expresó el Papa Pío XII cuando habló en el Discurso a la colonia de las Marcas en Roma, en 1958, de una «legítima y sana laicidad» y que ha sido retomado recientemente por Benedicto XVI[12].
El Cardenal Ratzinger, en una entrevista, mostraba el deslizamiento conceptual del laicismo, que, de ser un elemento de neutralidad que abre espacios de libertad a todos la sana y recta laicidad se ha transformado en una ideología que se impone a través de la política y no concede espacio público a la visión cristiana. Ante este hecho, el Cardenal constata una lucha que nos debe llevar a «defender la libertad religiosa contra la imposición de una ideología que se presenta como si fuera la única voz de la racionalidad, cuando sólo es expresión de un cierto racionalismo»[13].
La equivocidad de los términos, sobre todo por el uso que se hace, se convierte en fuente de incomprensiones y dificulta el diálogo. No obstante, y haciéndome eco del contenido conceptual más común en nuestros ámbitos de reflexión, «laicidad» hace referencia al hecho positivo del mutuo respeto entre las confesiones religiosas y el Estado, fundamentado en la autonomía de cada parte independencia y respeto, que no indiferencia y hostilidad entre Estado y el hecho religioso, mientras que «laicismo» conduce a la exclusión y separación hostil o desaparición de la dimensión religiosa de las instituciones cívicas. La laicidad no debe confundirse con el laicismo. La justa laicidad es la libertad de religión: el Estado no impone una religión, sino que deja espacio libre a las religiones, con una responsabilidad hacia la sociedad civil y, por lo tanto, admite que estas religiones sean factores en la construcción de la vida social.
Independencia del poder público en cuanto a la confesión religiosa no significa, sin embargo, aislamiento, sino cooperación. Como recordó el Concilio Vaticano II, la Iglesia no está llamada a gestionar el ámbito temporal; sin embargo es necesario, a la vez, que todos trabajen por el bien común. «La comunidad política y la Iglesia afirma el Concilio aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas»[14].
Relación entre la fe y la razón
El que la Iglesia y los laicos quieran intervenir en la construcción de la sociedad, iluminando toda su actividad a la luz de la fe, tiene su fundamento metafísico en la relación entre la fe y la razón. «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él, para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo»[15]. La fe no anula la razón sino que la lleva a su plenitud. Una razón que se cierra a la fe, lo hace desde un prejuicio racionalista, impropio de la razón que busca la verdad. El acceso a la verdad, al conocimiento, posee caminos que trascienden a la misma razón. «La fe libera la razón cuando le permite alcanzar coherentemente su objeto de conocimiento y colocarlo en el orden supremo en el cual todo adquiere sentido»[16].
Ante la tarea del Estado de promover la justicia entre los ciudadanos para construir una sociedad justa, debemos previamente preguntarnos qué es la «justicia». Benedicto XVI, al hablar de la relación entre los binomios «Iglesia y Estado», «justicia y caridad» y «fe y razón», ofrece la siguiente respuesta: «Este es un problema que concierne a la razón práctica, pero para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente. En este punto, política y fe se encuentran. Sin duda, la naturaleza específica de la fe es la relación con el Dios vivo, un encuentro que nos abre nuevos horizontes mucho más allá del ámbito propio de la razón. Pero, al mismo tiempo, es una fuerza purificadora para la razón misma. Al partir de la perspectiva de Dios, la libera de su ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica»[17].
La libertad religiosa
La «justa laicidad» comporta, como elemento clave, el reconocimiento de la libertad religiosa. «La libertad religiosa afirmaba Juan Pablo II en el mensaje de la Jornada mundial de la Paz de 1988, exigencia ineludible de la dignidad de cada hombre, es una piedra angular del edificio de los derechos humanos y, por tanto, es un factor insustituible del bien de las personas y de toda la sociedad, así como de la realización personal de cada uno. De ello se deriva que la libertad de los individuos y de las comunidades, de profesar y practicar la propia religión, es un elemento esencial de la pacífica convivencia de los hombres. La paz, que se construye y consolida a todos los niveles de la convivencia humana, tiene sus propias raíces en la libertad y en la apertura de las conciencias a la verdad»[18].
En orden a nuestro propósito, queremos recordar el alcance de la libertad religiosa, en particular según la Declaración de los Derechos Humanos de la Asamblea General de las Naciones Unidas. En su artículo 2.1 establece que «toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración sin distinción alguna de [...] religión». El artículo 18, además, indica que «toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad a cambiar de religión o de creencia, así como la libertad a manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, en la enseñanza, la práctica, el culto y el cumplimiento». El artículo 30, que cierra dicha Declaración, prohíbe que se interpreten estos derechos en el sentido en que se confiera derecho al Estado para realizar actividades o actos que tiendan a suprimir cualquiera de los derechos proclamados por la misma Declaración.
Esta libertad religiosa ha sido reconocida también, en el ámbito católico, por documentos importantes, en especial, la declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II. «Este Concilio Vaticano declara leemos en el número 2 que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben ser inmunes de coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto, de tal manera que, en materia religiosa, no se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos».
¿Cuáles son los límites debidos a qué se hace referencia? Estos quedan circunscritos dentro del «orden público». Fuera de los casos en los que el ejercicio de la libertad religiosa atente contra el orden público, el Estado debe garantizar el libre ejercicio del derecho a vivir y manifestar la propia creencia religiosa. Una de las consecuencias más importantes que se derivan es la regulación de la objeción de conciencia, cosa que en los últimos años, en algunas declaraciones de responsables del gobierno estatal motivadas por la reacción por parte de la ciudadanía ante la legalización de uniones homosexuales, la imposición de la asignatura de la Educación para la ciudadanía, o la nueva legislación sobre el aborto, ha sido ignorada y, más aún, despreciada.
Reiterémoslo: el Estado debe garantizar el hecho religioso, no reprimirlo ni menos aún obligar a recluir la religión al ámbito de lo privado. Cualquier prohibición de hecho o de derecho de las manifestaciones externas de la religión es contraria a la letra y el espíritu de la Declaración de los Derechos Humanos y a la misma dignidad humana.
Algunos pretenden equiparar el hecho religioso, en cuanto que algo privado, a la elección de cualquier otra actividad relacionada con el mundo de los sentidos o sentimientos. Así, argumentan, por ejemplo, contra la asignatura de religión en la escuela pública, diciendo que la autoridad sólo debe garantizar una educación en aquello que es común de los ciudadanos, pero no debe proporcionar una educación en temas opcionales, que cada uno puede acceder fuera de la escuela. El error radica en situar la libertad de religión en el ámbito de los sentimientos. Dicha libertad religiosa no es accidental en la vida de las personas, sino esencial y nuclear. La libertad es la prerrogativa más noble del hombre. «Sin libertad afirmó Juan Pablo II[19], los actos humanos quedan vacíos de contenido y desprovistos de valor». Pertenece a la dignidad de la persona poder corresponder al imperativo moral de la propia conciencia en la búsqueda de la verdad. Esta comprensión de la libertad, especialmente de la libertad religiosa, como elemento esencial de la dignidad humana, «para ser mantenida inmune de cualquier coacción de individuos, de grupos sociales y de cualquier potestad humana, debe encontrar una garantía precisa en el ordenamiento jurídico de la sociedad, es decir, debe ser reconocida y ratificada por la ley civil como derecho inalienable de la persona»[20].
Esta comprensión de la libertad religiosa ofrece elementos importantísimos en la construcción de la sociedad[21]: Por el hecho de incidir en la esfera más íntima de la dignidad, «sostiene y es como la razón de ser de las restantes libertades»; contribuye, además, a la «formación de ciudadanos auténticamente libres, pues al consentir la búsqueda y la adhesión a la verdad sobre el hombre y el mundo favorece en cada hombre una mayor conciencia de la propia dignidad y una aceptación más motivada de sus responsabilidades»; refuerza, a la vez, la cohesión moral de un pueblo, ya que por el esfuerzo por actuar de acuerdo con sus aspiraciones hacia todo lo que es verdadero y justo, contribuye para la consecución de la paz; más aún, la fe religiosa, al hacernos conscientes de la fraternidad humana, lleva a la persona a encontrarse plenamente, a través de una entrega sincera de sí, al lado de los demás hombres. «La fe constata el Pontífice acerca y une a los hombres, los hermana, los hace más solícitos, más responsables, más generosos en la dedicación al bien común»[22].
A la luz de lo expuesto, en principio, porque se requiere aportar algunos matices que trascienden el propósito de este trabajo, y que dejo a la consideración del diálogo posterior, no se pueden justificar las actuaciones de un Estado que prohíbe el uso de signos distintivos de una religión, o excluye la presencia del hecho religioso del ámbito público. Conviene recordar que también quedan protegidas por el derecho a la libertad religiosa otras manifestaciones religiosas, como por ejemplo la difusión de la propia religión, la propaganda siempre que sea respetuosa, las procesiones, las peregrinaciones y similares[23].
El verdadero Estado laico que garantiza a sus ciudadanos el ejercicio de la religión en todas sus manifestaciones permanece independiente de cualquier confesión religiosa. Independencia del hecho religioso no quiere significar exclusión de éste del ámbito ciudadano, sino el respeto de su ejercicio dentro de los límites del orden público. Esta es la correcta comprensión de la laicidad: independencia y respeto del poder público ante las confesiones religiosas.
Lo público y lo privado
La moción por la laicidad propuesta por uno de los grupos políticos del ayuntamiento de Rubí, mencionado al inicio de este artículo, sostenía, como argumento de fondo, la distinción entre lo público y lo privado, con el fin de atribuir al gobierno el espacio público y a la vez arrinconar y excluir de la vida pública el hecho religioso y reducirlo al ámbito de la privacidad. ¿Dónde se encuentra el error de este razonamiento? Justamente en la distinción entre lo público y lo privado. ¿Deberían, las autoridades, participar en acontecimientos sociales promovidos por entidades privadas económicas, culturales, deportivas, etc.? ¿Han de regular las actividades de empresas o iniciativas privadas? La multitud de legislaciones actuales manifiestan su evidencia. De hecho, lo hacen, y ello muestra la no contradicción entre lo público y lo privado. ¿Qué relación hay entre ambos ámbitos? ¿Por qué decimos, por ejemplo, que los transportes de titularidad privada son un servicio público? Este servicio público se extiende a los tanatorios, hospitales, etc., aunque sus propietarios no sean las mismas autoridades civiles.
«Público» no es lo que no es privado, ni tampoco se reduce a lo que es de titularidad de la autoridad. El ámbito público, la res publica, al que debe atender tutelar y regular los poderes públicos, se refiere también a aquellas realidades «privadas» que poseen una innegable trascendencia social. Taxis, medios de transporte, empresas, restaurantes, medios de comunicación social y tiendas, entre otros, que aún siendo de titularidad privada, por su incidencia en la vida social trascienden la mera «privacidad» para adentrarse en el ámbito de lo «público», de la res publica y, por lo tanto, objeto de atención para las autoridades. El hecho religioso, en cuanto que posee una vivencia comunitaria y unas manifestaciones sociales, e influye en la vida de muchos ciudadanos, entra también bajo este aspecto de lo público.
Afirmamos, así, la no contradicción entre lo público y lo privado, y distinguimos entre lo público de titularidad pública (público-público), lo privado que no afecta al orden público (privado-privado), y lo privado que incide notablemente en la esfera pública (privado-público), que cae también bajo la responsabilidad de las autoridades públicas, no en orden a su vida interna, sino a su ejercicio en la plaza pública. Desde esta perspectiva defendemos, según una «sana laicidad», la participación de las autoridades civiles a título institucional y no meramente voluntario por aquellos que se siente personalmente involucrados, en actos organizados por entidades privadas (deportivas, económicas, lúdicas, culturales y también religiosas) cuya presencia en la vida ciudadana sea considerable.
Los conflictos de derechos
El Derecho arbitra entre los conflictos de derechos y libertades de los ciudadanos. Por lo que se refiere a nuestro tema, conviene conocer de qué libertades y derechos goza cada ciudadano en materia religiosa y en qué medida estos afectan a otros. Las diversas sentencias actuales sobre esta cuestión ponen de manifiesto la disparidad de criterios ante los conflictos, así como ante el contenido de los mencionados derechos y libertades en religión[24].
Se afirma, de manera coloquial, que la libertad de uno termina cuando comienza la del otro. Este planteamiento, que desde un punto de vista jurídico posee una cierta razón de ser, desde un punto de vista antropológico aboca a una sociedad individualista y conflictiva. En efecto, imaginémonos que una parte de nuestros conciudadanos prefieren playas nudistas, pero otra parte de los ciudadanos las rechazan por diversos motivos. ¿Cómo podemos hacer compatibles los deseos de ambos sectores de la población para que las libertades de unos no perjudiquen a las de los otros? Se solucionaría, en principio, haciendo la mitad de playas nudistas y la otra mitad sin serlo. Si proseguimos con el ejemplo, puede darse que haya ciudadanos que no soportan el tabaco, y otros que querrían fumar también en las playas. ¿Cómo debemos legislar? Ahora sería necesario tener cuatro tipos de playas, unas nudistas y fumadores, nudistas sin fumadores, no nudistas con fumadores y no nudistas sin fumadores. Sin embargo, los gustos y las libertades no se agotan aquí. Hay quienes desearían oír música en la playa, y otros que son amantes del silencio. Sigamos con nuestras divisiones, lo que da lugar a ocho tipos distintos de playas: nudistas, fumadores y con música, nudistas fumadores y sin música,... Si continuamos la reflexión, al final, cada bañista debería tener su trocito de playa y si la vista, la música o el humo del vecino interfieren en su rinconcito, entonces aparecen los conflictos. Es decir, si mi libertad termina donde empieza la del otro, forjamos un mundo en el cual el prójimo se convierte en el limitador de la propia libertad y me impide ser aquello que querría ser. Como podemos darnos cuenta, este planteamiento dificulta enormemente el amor al prójimo.
La libertad necesita de dos elementos que la garanticen y la lleven a plenitud. Necesita de una guía, no elegimos a oscuras. Y esta luz y guía es la verdad. La verdad es la gran liberadora de la libertad. Como afirmó Jesús en el Evangelio de Juan, «la verdad os hará libres». Pero, a la vez, la libertad está finalizada. Todo nuestro obrar tiende a un fin, y el fin de la libertad que nos hace más humanos es el amor. El Papa Benedicto XVI nos lo recordaba en su última encíclica cuando enunciaba que la «Caridad en la verdad» es la vocación del ser humano. La persona está hecha para amar y ser amada, y en el don de sí mismo encuentra su realización[25]. Y como amar significa querer el bien del otro, podemos concluir que la verdadera libertad es la que hace más libres a los demás. A la luz de esta perspectiva debemos afirmar que «mi libertad empieza con la del otro». El «otro» deja de ser un limitador, para ser aquel que nos ayuda a ser «más» nosotros mismos. Cuando el otro es en mayúsculas, Dios mismo, la libertad humana alcanza su plenitud. Cristo es la Verdad y el Amor y, por lo tanto, la mayor garantía de nuestra libertad.
Si partimos de una correcta comprensión del ser humano y de su libertad de una antropología adecuada, y atendiendo a la dimensión educativa del Derecho, obtenemos un nuevo enfoque para afrontar los conflictos de derechos y libertades: lo que contribuye a hacer un mundo más humano debe ser el verdadero criterio que guíe al Derecho. Ya Aristóteles afirmó que toda la vida de la comunidad política ha de hacer posible la amistad[26]. En el debate que nos ocupa, cualquier sentencia cuyo dictamen impida manifestaciones religiosas que no contradigan el bien común, educaría, o mejor dicho, deseducaría a la ciudadanía en la intolerancia y en el desamor e instauraría como estilo de vida la falta de respeto por la manera de ser del otro, dificultando así la convivencia civil. Sin embargo, toda sentencia que facilite la acogida del otro en sus propias expresiones religiosas educaría en el amor y favorecería la convivencia. Con este planteamiento pretendo poner de relieve la afirmación pontificia, reiteradamente explicitada en su última encíclica, sobre la necesidad de incorporar la lógica del amor a la racionalidad no sólo económica sino también política[27].
La agresividad del debate con el laicismo
El debate sobre la laicidad y el laicismo prosigue con fuerza. En nuestro país, en el ámbito de la medicina, la Real Academia de Medicina de Cataluña promovió, a finales de 2005, unas conferencias con el título «El humanismo en la medicina: el laicismo», cuya tesis de fondo era la necesidad de erradicar todo pensamiento que provenga de la Iglesia en relación con la investigación médica. Antonio Caralps, uno de los ponentes, lo expresó con estas palabras: «La tesis de este trabajo es la siguiente: la Iglesia cristiana, y más concretamente la católica, ha interferido a menudo de manera negativa en el progreso de la medicina, y lo continúa haciendo. Por otra parte, no ha aportado ni un solo avance científico a su conocimiento. Por este motivo, se considera la necesidad de separar la medicina de la Iglesia y de mantener definitivamente esta separación. La laicidad parece que es la mejor doctrina para conseguirlo». Nos podemos dar cuenta de cómo la ideología oscurece la percepción de la verdad y lleva a afirmaciones tan superficiales y falsas como la citada.
Sin embargo, aseveraciones de este tipo las encontramos también en otros ámbitos de la vida pública, sobre todo, en el político y el educativo. Podemos traer a colación el Manifiesto del Partido Socialista Obrero Español sobre «Constitución y laicidad» y las discusiones que suscitó. En dicho manifiesto, los socialistas que lo elaboraron toman partido por la laicidad, según ellos, como garantía democrática y fundamento de los «nuevos derechos de ciudadanía», entre los que citan la interrupción voluntaria del embarazo, el matrimonio entre personas del mismo sexo..., y dan a entender que sin la laicidad cuya contrapartida significaría, según los autores del texto, la imposición de los «fundamentalismos monoteístas o religiosos», dejaría de ser delito el maltrato de la mujer, la ablación o la discriminación por razón de sexo». Las conclusiones de esta manera de enfocar la vida pública son obvias: hay que evitar que la educación de los ciudadanos caiga en manos de todo tipo de «fundamentalismos monoteístas o religiosos» y pienso que se refieren a cualquier planteamiento de la vida pública que tenga un referente objetivo sobre el bien y la verdad de la persona humana, y hay que lograr que el Estado asuma la educación para la ciudadanía a fin de asegurar lo que llaman «el mínimo común ético constitucional».
El fundamento de esta laicidad es, según los autores del Manifiesto, el hecho de que «el Estado democrático y la Ley, así como la soberanía, no obedecen a ningún orden preestablecido de rango superior». Hasta ahora se nos enseñaba que el Estado y la Ley están subordinados a la verdad y el bien humano. Ahora, con la nueva educación para la ciudadanía, el nuevo fundamento de la verdad y el bien humano es el Estado y la Ley. Este sí es un verdadero giro copernicano en la concepción del hombre, de la sociedad, del Estado, de la democracia, que, al no tener ningún fundamento objetivo, queda a merced de las mayorías, de la opinión pública, y aboca, en palabras de Juan Pablo II, en un totalitarismo encubierto[28].
Estos planteamientos son intrínsecamente contradictorios: en principio, el mínimo común ético constitucional es lo que democráticamente decide, y nunca mejor dicho, la ciudadanía a la que los redactores del Manifiesto atribuyen «la única voluntad y soberanía», y a la que teóricamente están sometidos el Estado y la Ley y a ello se obliga el Estado en la elaboración de las leyes; pero a la vez resulta que es el Estado, a la luz de este Manifiesto, que ha de educar a la ciudadanía en lo que debe «creer y vivir» como valores ciudadanos. Romper este círculo vicioso queda en manos de la opinión pública y los poderes fácticos y mediáticos, capaces de influir en la ciudadanía. ¿Qué ocurre cuando estos poderes están en manos de los gobernantes? Se instaura así una oligarquía que en nombre de una supuesta ciudadanía ejerce una dictadura. Y quien no piensa así no es escuchado, no tiene carta de ciudadanía.
¿Por qué se preguntaba el obispo Fernando Sebastián los ateos, agnósticos, liberales, socialistas, y cualquier tipo de ciudadanos, cada uno con su bagaje de convicciones y proyectos, pueden intervenir en el foro abierto y común de la vida pública y, al mismo tiempo, se plantea continuamente como objeto de crítica la presencia y la actuación de los católicos en la vida pública, provocando que eso constituya para muchos un problema o una cuestión polémica? A la luz del preámbulo presentado, encontramos la respuesta.
¿Cómo y por qué surge esta agresión del laicismo ante el hecho religioso? Lo que en principio parecía un planteamiento tolerante, ahora arrincona cualquier aportación de la fe cuando se trata de contribuir a la construcción de la sociedad. ¿Cuáles son sus fundamentos? Sintetizando un artículo sobre estas cuestiones[29], podemos apuntar una triple base ideológica del laicismo: el racionalismo absoluto, el inmanentismo radical y la libertad absoluta. Estas tres características son consecuencia de la negación de Dios, del ateísmo.
Con su racionalismo absoluto, el laicismo postula que la única fuente y medida de la verdad es la razón humana. Hay que rechazar, entonces, toda verdad que pretenda basarse en una revelación.
En cuanto al inmanentismo radical, se afirma que no existe nada que trascienda al hombre. No existe un Ser Absoluto y, por tanto, no existe una ley moral cuyo fundamento y obligatoriedad emanen de un Legislador supremo. Las distintas leyes, que tienen su origen sólo en el hombre, no son realidades absolutas, siempre válidas, sino que evolucionan con el hombre. La ética laica es una ética puramente humana, no basada en normas absolutas. El inmanentismo conduce necesariamente al relativismo.
En cuanto a la comprensión de la libertad, su único límite, según el laicismo, consiste en no perjudicar la libertad de los demás.
Con estos presupuestos, se entiende el rechazo de toda injerencia de los puntos de vista religiosos en la vida del Estado, en la elaboración de las leyes y en la administración pública. Si cualquier ciudadano cristiano quiere participar en la vida pública, puede hacerlo, pero procediendo en su actividad pública «etsi Deus non daretur», como si Dios no existiera, es decir, sin pretender hacer valer y prevalecer sus principios religiosos y morales.
¿Debe ser realmente así? Si para ser buenos ciudadanos tuviéramos que abdicar, en el ámbito público, de nuestras convicciones, entonces se darían dos tipos de personas: unos, de primera categoría, que son aquellos que tienen reconocido su derecho a ser como son al participar en el debate público; y otros, de segunda categoría que, para convertirse en buenos ciudadanos, deben dejar de ser lo que son, al exigirles que abandonen las creencias que los configuran.
¿Cómo se ha llegado hasta este punto? Las razones son muchas, y algunas proceden del mismo ámbito cristiano. Externamente, una de las razones proviene de la consideración de la democracia fundamentada en el relativismo, lo que conlleva que toda visión de la persona y de la sociedad anclada en una verdad objetiva se vea como un peligro para la misma y para la convivencia civil. Es entonces cuando la laicidad neutralidad religiosa positiva, es decir, una no confesionalidad respetuosa con toda manifestación religiosa recta, como hecho positivo para las personas degenera en laicismo, ya que no reconoce el hecho religioso como algo positivo que forma parte del bien común, sino como algo peligroso para la convivencia, que debe ser, como mínimo, ignorado, pero que a menudo es marginado e incluso políticamente reprimido.
El laicismo intraeclesial
No toda la culpa con relación al entendimiento entre la Iglesia y el Mundo radica en los planteamientos externos a la religión. Entre las razones internas al mismo cristianismo que dificultan la vivencia de una sana laicidad se encuentra la presencia de cristianos que, por falta de experiencia y de preparación, no saben cómo situarse en la democracia. Unos viven de añoranzas de un mundo de «cristiandad» y no entienden el tipo de diálogo Iglesia-Mundo que propuso el Concilio Vaticano II en la Constitución Pastoral Gaudium et spes. Otros han llegado a identificar el compromiso cristiano con un determinado compromiso político, y esto ha llevado históricamente a la identificación del católico sea con las derechas sea con el socialismo, según la ideología de fondo. Ninguna de estas visiones nos aporta suficiente cordura para afrontar el verdadero diálogo del cristianismo con el mundo moderno.
Se encuentran también fieles cristianos que han sucumbido ante los postulados laicistas, y pretenden vivir en sociedad rehuyendo de la presencia pública tanto institucionalmente como en manifestaciones privadas del hecho religioso en el ámbito público. Véase, por ejemplo, cómo se expresa el Manifiesto por la laicidad del grupo Redes Cristianas. Tras un preámbulo en el que intentan justificar su posición, denuncian los Acuerdos de 1979 del Estado Español con la Santa Sede y rechazan su renovación (n.1); abogan por un «Pacto por la laicidad» entre confesiones religiosas y Estado, que establezca el marco para un «Estatuto de laicidad» que regule la presencia y las actuaciones de los poderes políticos en las ceremonias religiosas y de las jerarquías religiosas en los actos políticos, suprimiendo los símbolos religiosos en el espacio público civil (n.3); defienden «la laicidad escolar que posibilite la formación integral de la persona, el aprendizaje, la socialización y la inculturación sin proselitismos ni adoctrinamientos y que responda a principios de igualdad, libertad y formación crítica para todos», y denuncian «la actual presencia de la religión confesional católica en el sistema educativo y en la escuela pública y concertada» (n.5), y abogan «por mantener la autonomía de la ética en una sociedad laica en todos los ámbitos propios de una sociedad secular (en el tejido social, político, productivo, cultural, científico...), sin necesidad de acudir a motivaciones religiosas para legitimarla». Y, en consecuencia, denuncian «las presiones de la jerarquía católica para imponer su moral sobre la ética pública» (n.7).
No se acaban aquí las dificultades internas. Existe otra variante de este tipo de laicismo, más práctico que teórico, al que hacía referencia Benedicto XVI en su discurso a los obispos de Estados Unidos[30], al señalar tres grandes deficiencias del cristianismo norteamericano: el laicismo, el materialismo y el individualismo. En cuanto a la primero, afirmó: «la sutil influencia del laicismo puede indicar, sin embargo, la manera en la que las personas permiten que la fe influya en sus propios comportamientos. ¿Es coherente profesar nuestra fe el domingo en el templo y luego, durante la semana, dedicarse a negocios o promover intervenciones médicas contrarias a esta fe? ¿Es coherente para católicos practicantes ignorar o explotar a los pobres y marginados, promover comportamientos sexuales contrarios a la enseñanza moral católica, o adoptar posiciones que contradicen el derecho a la vida de cada ser humano desde su concepción hasta su muerte natural? Es necesario resistir a toda tendencia que considere la religión como un hecho privado. Sólo cuando la fe impregna cada aspecto de la vida, los cristianos se abren verdaderamente a la fuerza transformadora del Evangelio». Cuando esto no se da, cuando la fe no impregna todo nuestro actuar, cuando deja de ser «performativa»[31], aparece el divorcio entre fe y vida, que el Concilio Vaticano calificó como uno de los errores más graves de nuestra época[32], idea que ha reiterado posteriormente por sus enormes consecuencias[33], en especial, la separación de la libertad de la verdad. Cabe recordar que la libertad y la verdad o van juntas o juntas desaparecen miserablemente[34].
¿Cómo se ha llegado a este laicismo que podríamos llamar «intraeclesial»? Ollero Tassara, en un artículo, ofrece su respuesta con un interesante análisis[35]. Él habla de un laicismo «autoasumido» por el que algunos cristianos se autoexcluyen de la vida pública como cristianos, profesando ellos mismos las tesis laicistas. Se trata de un «déficit de laicidad», consecuencia de la falta de unidad de vida y de formación doctrinal. Añade, además, tres elementos que han alimentado esta actitud, con respecto a los cristianos del estado español: la resaca del franquismo, con su tópica condena del llamado nacional-catolicismo; la generalización, en la transición, de una idea de democracia vinculada al relativismo, que defiende que en el ámbito público nada es verdad ni mentira, lo que convertiría en antidemócrata a quien considerara que existen verdades objetivas; la admisión acrítica de una receta de imposible cumplimiento, según la cual no se pueden imponer convicciones a los demás[36].
La participación de los laicos
A la luz de las reflexiones precedentes, se puede comprender por qué el compromiso cristiano radica en la misma vocación bautismal y es una exigencia y una dimensión imprescindible. Somos corresponsables de nuestro mundo. Y lo somos, desde una perspectiva teológica, por diversos motivos: porque hay un único plan de creación y salvación, porque la esperanza de la vida eterna y la construcción del Reino son realidades inseparables[37]; porque la vocación a la plenitud de la caridad incluye el dominio y el cuidado del mundo y el ordenamiento de la sociedad, y porque el mundo no es ajeno a Cristo: todo tiene una referencia crística (Cristo como centro, clave hermenéutica de toda la realidad, y fin de toda la historia; Cristo como Creador y destinatario de toda la realidad [Col 1, 15ss]). Es necesario que se convierta en realidad la plena redención del mundo, y mientras esto no ocurra, la criatura gime con dolores de parto (Rm 8, 22).
Trayendo a colación palabras del Santo Padre ya fallecido, en virtud de aquella legítima y sana laicidad, los miembros de las confesiones religiosas están llamados «a intervenir en el debate público sobre las grandes cuestiones de la sociedad. De igual manera, en nombre de la propia fe, personalmente o en asociaciones, deben poder tomar públicamente la palabra para expresar sus opiniones y manifestar sus convicciones, aportando así su contribución a los debates democráticos, interpelando al Estado y a sus conciudadanos sobre sus responsabilidades de hombres y mujeres, especialmente en el campo de los derechos fundamentales de la persona humana y del respeto de su dignidad, del progreso de la humanidad que no puede buscarse a cualquier precio, de la justicia y la equidad, así como de la conservación del planeta, sectores que comprometen el futuro del hombre y de la humanidad, y la responsabilidad de cada generación. Con esta condición, la laicidad, lejos de ser lugar de enfrentamiento, es verdaderamente el espacio para un diálogo constructivo»[38].
¿Pueden o deben, los cristianos, intervenir en la vida pública de una sociedad democrática, no confesional, tratando de influir en ella según la inspiración de sus convicciones religiosas y morales? Muchos, como hemos visto, dicen que no. Nosotros afirmamos que no sólo pueden intervenir, sino que deben hacerlo, y ello por un doble motivo, por derecho de ciudadanía y por exigencia de la fe. Los cristianos, por el hecho de ser también ciudadanos, tienen los mismos derechos y las mismas responsabilidades que los demás de contribuir al bien de la sociedad. Y contribuimos siendo como somos, es decir, con nuestros juicios, ideas, proyectos y visión de lo que es la persona y la sociedad, sin imponerse, pero sí ofreciéndoles y difundiendo lo que creemos que es bueno para todos. Debemos contribuir, y como cristianos. iQué importante es que nosotros mismos no nos arrinconemos del debate público para no hacernos incómodos! Si lo hiciéramos nos negaríamos a nosotros mismos, decepcionaríamos a la sociedad y dejaríamos de contribuir con la luz que ofrece la fe sobre la grandeza de la dignidad y la vocación de la persona humana.
Sostener que el ciudadano religioso no debe participar en la vida pública en cuanto que religioso, aboca a una concepción discriminatoria y autoritaria de la sociedad. Una democracia concluye el obispo Fernando Sebastián que no admite la presencia y la actuación de los católicos, como católicos, no será nunca una verdadera democracia. ¿Por qué todos tienen derecho a promover en la vida pública las propias ideas y convicciones y no lo puede hacer el católico? Hacer del laicismo excluyente la única ideología presente y operante en las instituciones públicas no deja de ser una «confesionalidad laica», con todas las limitaciones democráticas propias de cualquier dogmatismo.
¿Cómo dialogar con el laicismo?
A partir de una reflexión atenta sobre los presupuestos del laicismo, nos damos cuenta de la incapacidad de diálogo entre éste y planteamientos de origen religioso. Algunos, como consecuencia, plantean la cuestión como un enfrentamiento social donde no hay cabida ni entendimiento entre los dos puntos de vista y conviene erradicar al contrario de la construcción de la sociedad. Así lo hace el laicismo excluyente, pero también otras posturas que, en lugar de ofrecer puntos de encuentro, presionan tanto como pueden para vencer al contrario y echarlo fuera de la plaza pública.
Sin embargo, a la luz de una antropología adecuada, descubrimos en el ser humano algo que nos abre a la esperanza para que nuestra propuesta sea escuchada, acogida y seguida. Esto puede ser posible porque, a pesar de los condicionamientos ideológicos, la persona humana es como es, y su entendimiento está abierto, por naturaleza, a la verdad, que es su objeto propio. Por este motivo no podemos desistir en ofrecer la verdad que profesamos, porque se juega el futuro de nuestra sociedad.
¿Qué debemos hacer para que esta verdad llegue a su destinatario? Benedicto XVI, en un discurso durante su viaje a Austria nos brindó una respuesta[39]. Para que la verdad llegue al interlocutor y éste sea capaz de asimilarla y ponerla en práctica debemos seguir el modelo divino. «Necesitamos la verdad dijo el Papa. Pero ciertamente, debido a nuestra historia, tememos que la fe en la verdad comporte intolerancia. Si nos asalta ese miedo, que tiene sus buenas razones históricas, debemos contemplar a Jesús como lo vemos aquí, en el santuario de Mariazell. Lo vemos en dos imágenes: como un niño en brazos de su Madre y sobre el altar principal de la basílica, crucificado». De la primera imagen se sigue que «la verdad no se afirma mediante un poder externo sino que es humilde y sólo se da al hombre por su fuerza interior: por ser verdadera. La verdad se demuestra a sí misma en el amor. No es nunca propiedad nuestra, un producto nuestro, de la misma manera que el amor no se puede producir sino que sólo se puede recibir y transmitir como un don. Necesitamos esta fuerza interior de la verdad. Como cristianos, nos fiamos de esta fuerza de la verdad. Somos sus testigos. Hemos de transmitir este don de la misma manera que lo hemos recibido, tal como nos ha sido entregado». Con otras palabras, la verdad llegará al corazón de los oyentes sólo en la medida en que sea expresión del amor que les tenemos. Quien, al proponer la verdad, no ama al otro; lo podrá vencer, pero nunca lo cambiará.
La segunda imagen, Cristo clavado en la cruz, nos ofrece un nuevo dato a tener en cuenta. «Volvamos a dirigir brevemente la mirada al Crucifijo situado sobre el altar mayor. Dios no ha redimido al mundo con la espada sino con la cruz. Al morir, Jesús extiende los brazos. Este es ante todo el gesto de la Pasión: se deja clavar por nosotros, para darnos su vida. Pero los brazos extendidos son al mismo tiempo la actitud del orante, una actitud que el sacerdote asume cuando, en la oración, extiende los brazos: Jesús transformó la pasión, su sufrimiento y su muerte, en oración, en un acto de amor a Dios y a los hombres. Por ello, los brazos extendidos de Cristo crucificado son también un gesto de abrazo, con el que nos atrae hacia sí, con el que quiere estrecharnos entre sus brazos con amor». Al mirar a Cristo en la cruz nos damos cuenta de que si a la verdad que ofrecemos no le acompaña la oración, no llegará a término. Cambiar el corazón del mundo es propio sólo de Dios y sólo Él puede hacerlo realidad. «Sin mí no podéis nada», dijo el Maestro. Con Él, como expresión del amor sincero a la sociedad y como fruto de nuestra oración, podremos ser buenos instrumentos para que la Verdad, que es el mismo Cristo, sea acogida, querida y seguida fielmente.
Joan Costa
Rector de la parroquia de la Virgen del Rosario
Arzobispado de Barcelona
Doctor en Teología
[1] Este artículo es una traducción, revisión y ampliación del texto publicado originalmente en catalán en la revista Temes d´avui (J. Costa, Reflexions sobre la laïcitat i el laïcisme, en Temes d´avui, 34 (2009), pp. 14-27).
[2] Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de Doctrina social de la Iglesia (CDSE), Madrid, 2005, nn. 571-572. Aunque la referencia explícita a la laicidad y al laicismo se sintetiza en estos dos puntos, la reflexión se extiende al destacar el papel de la libertad religiosa, la función del Estado y la relación entre Estado e Iglesia.
[3] Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes, Gniezno (Polonia), 3.VI.1979, en Insegnamento Giovanni Paolo II, II / 1, 1979, pp. 1407-1409. Constituye un error interpretar la frase de Mickiewicz citada por el Papa en clave de nacionalcatolicismo.
[4] Juan Pablo II, Angelus, 4.VIII.2002.
[5] Benedicto XVI, Discurso ante los obispos de EEUU, Washington, DC, 16.IV.2008.
[6] Concilio Vaticano II, Const. Pastoral Gaudium et spes (GS), n.36: «Sin embargo, parece que muchos contemporáneos nuestros temen que, de la unión más estrecha de la actividad humana y de la religión, sea impedida la autonomía de los hombres, de las sociedades o de las ciencias. Si por autonomía de las cosas terrenales entendemos que las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios, que deben ser discernidos, usados y ordenados gradualmente por el hombre, exigirla es del todo correcto, cosa que no sólo es postulada por los hombres de nuestro tiempo, sino que se armoniza también con la voluntad del Creador».
[7] Para un estudio sobre la dimensión cristológica de la vida humana, cf. J. Costa, El discernimiento moral, Barcelona 2003, pp. 31-63.
[8] Cf. Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate (CiV), n. 78.
[9] Para una perspectiva histórica del término «laico», véase M. Rhonheimer, Transformación del mundo, Rialp, Madrid 2006, pp. 123-164; Lluís Pifarré, Gènesi del concepte de laïcisme en «Temes d´avui», 34 (2009), pp. 5-13.
[10] Juan Pablo II, Discurso ante la Conferencia Episcopal Francesa, febrero de 2005.
[11] Juan Pablo II, Exhort, Apost. Ecclesia in Europa, n. 117.
[12] Benedicto XVI, Discurso al 56º congreso nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos, sobre laicidad y laicismo, 9 de diciembre 2006; Benedicto XVI, Discurso ante las autoridades del Estado, París, 12 de septiembre de 2008. En este discurso el Papa habló de una «laicidad positiva».
[13] Entrevista al Cardenal Joseph Ratzinger, efectuada por el diario La Repubblica el 19 de noviembre de 2004.
[14] GS 76.
[15] Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio (FR), n. 1.
[16] FR 18.
[17] Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas est (DCE), n. 28.
[18] Juan Pablo II, Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, 1988.
[19] Ibid. 1.
[20] Ibid. 1.
[21] Ibid. 3.
[22] Ibid. 3.
[23] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis Humanae, n. 4.
[24] Véanse, para constatar la disparidad de criterios en las sentencias sobre cuestiones referentes a la libertad religiosa, los libros de Alex Seglers, La laicidad y sus matices, Granada 2005; La laïcitat, Barcelona 2009; Autogovern i fet religiós, Barcelona 2000.
[25] GS 24.
[26] Cfr. Aristóteles, Ética a Nicomaco, VIII, 1 (1155a 24).
[27] CiV, n. 37: Indudablemente, la vida económica tiene necesidad del contrato para regular las relaciones de intercambio entre valores equivalentes. Pero necesita igualmente leyes justas y formas de redistribución guiadas por la política, además de obras caracterizadas por el espíritu del don.
[28] Juan Pablo II, Enc. Centesimus Annus, n. 46.
[29] Cfr. Laicos, laicidad y laicismo, en Humanitas
[30] Benedicto XVI, Discurso ante los obispos de Norte América, Washington, D.C. 16 de abril de 2008.
[31] Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, n. 2 y 4.
[32] GS 43.
[33] Juan Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, n. 59; Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, n 88.
[34] FR 90.
[35] A. Ollero Tassara, Laicidad y laicismo, en Arvo.net
[36] El mismo Andrés Ollero ofrece la crítica.
[37] «La expectativa de la nueva tierra no debe debilitar, sino más bien excitar, la solicitud de perfeccionar esta tierra, donde crece el Cuerpo de esa nueva familia humana que ya es capaz de ofrecer un cierto atisbo del mundo nuevo. Por tanto, aunque el progreso terrenal deba ser cuidadosamente distinguido en relación al aumento del Reino de Cristo, sin embargo, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa grandemente al Reino de Dios» (GS, 39).
[38] Juan Pablo II, Mensaje a la Conferencia Episcopal Francesa, 11 de Febrero de 2005.
[39] Benedicto XVI, Homilía en el Santuario de Mariazell, 8 de septiembre de 2007.
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