1. Introducción: la idea moderna de autonomía.- 2. Las posiciones criticadas: a) La «autonomía teónoma»; b) «Moral autónoma en el contexto cristiano»; c) La problemática de la moral autónoma.- 3. Teonomía y autonomía de acuerdo con la «Veritatis splendor»: a) La fundamentación de la autonomía humana mediante la ley natural; b) Autonomía como «teonomía participada».- 4. Importancia de la idea de participación: a) Una objeción de tipo gnoseológico; b) Primera refutación: La tesis de la «autonomía teónoma de la razón creadora» es una conclusión metodológicamente falsa; c) Segunda refutación: La diferencia entre universal y particular; d) Tercera refutación: Imposibilidad metafísica de una «autonomía autónoma»; e) Conclusión: La «autonomía teónoma», un antropomorfismo.- 5. Otros aspectos desarrollados por la Encíclica: a) Autonomía, conciencia moral, verdad: Originalidad de la «veritatis splendor»; b) Autonomía y libertad (fe, revelación, magisterio); c) Autonomía, razón práctica y virtud moral; d) ¿Autonomía de la razón o autonomía de la voluntad?.- 6. El problema de una «moral autónoma en el contrato cristiano»: a) Dicotomía entre moralidad y orden natural; b) Razón práctica y funcionamiento de la actividad normativa en el contexto de la «moral autónoma»; c) Disociación entre ethos mundano y ethos de salvación; d) El discernimiento de lo específicamente «moral» por parte de la «moral autónoma en el contexto cristiano»; e) La autonomía moral y el problema de la fundamentación de las normas morales.
1. Introducción: La idea moderna de autonomía
La encíclica inicia sus explicaciones sobre «Libertad y ley» tratando el problema de la autonomía moral. La cuestión de la autonomía recorre toda la encíclica de principio a fin. En ella se afirma que «el requerimiento de autonomía que se da en nuestros días no ha dejado de ejercer su influencia incluso en el ámbito de la teologia moral católica» (nº 36). Tal reivindicación rechaza aquellas pretensiones normativas de carácter moral cuya validez pretende fundarse en la autoridad y no en la comprensión racional del sujeto. Esto confirma la existencia de un conflicto de carácter fundamental entre «ley moral» y «libertad». El carácter autónomo del hombre modemo presenta a éste como subjetividad moralmente responsable, que se propone a sí mismo sus propios fines y tiene capacidad para configurar creativamente el sentido de su vida.
La encíclica reconoce que en la base de la recepción teológico-moral de la idea moderna de autonomía se encuentran «determinados postulados verdaderos» que, por otra parte, pertenecen, en su mayoría, a la mejor tradición del pensamiento católico» (nº 36). Se hace especial hincapié en dos afirmaciones fundamentales.
Primera: Aquellas normas morales que pertenecen al ámbito de la llamada «ley moral natura» son, de principio, «universalmente comprensibles y comunicables», es decir, también susceptibles de una fundamentación racional [1].
Segunda: Toda exigencia moral, en cuanto moral, tiene carácter intemo. En efecto, sólo se la puede experimentar como exigencia moral, esto es, como obligación, y la voluntad puede prestarle su asentimiento únicamente en virtud «del reconocimiento previo de la razón humana y, concretamente, de la conciencia personal» (ibid.).
Ambos puntos son desde luego extraordinariamentc importantes. Y no resulta inmediatamente manifiesto cómo pueda conciliarse esta clara afirmación de la comprensión racional de las normas morales y de la subjetividad humana con la afirmación igualmente clara de la encíclica cuando dice: «Dios —sólo Él es bueno— conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y movido por su amor al hombre se lo propone en los mandamientos» (nº 35). A tal efecto cita VS el pasaje de Gén 2,17: «Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás». Así pues, la libertad humana, en cuanto libertad limitada, está llamada a «aceptar la ley moral que Dios 1e da» (nº 35).
De este modo, el hombre, incluso en la dimensión práctica del conocimiento del bien y del mal, parece depender entonces de Dios como su «legislador». Con ello Juan Pablo II hace suya la doctrina de la Gaudium et spes, de acuerdo con la cual una autonomía que negase la dependencia de la criatura respecto del creador tendría como consecuencia el que la criatura se perdiese en la nada. No obstante, sigue sin estar claro cómo pueda conciliarse la autonomía en cuestión con la afirmación categórica de que la revelación nos enseña «que el poder de decidir sobre el bien y el mal no es competencia del hombre, sino únicamente de Dios». Ha habido comentaristas de la encíclica que, procediendo con precipitación, han afirmado demasiado pronto, bien en sentido favorable o desfavorable, que la VS enseña lisa y llanamente que las normas morales no procederían precisamente de la razón humana, sino de Dios y de la ley por El revelada.
Que la VS no defiende una posición tan simplista es algo que resulta patente no sólo por el reconocimiento de la idea de autonomía, anteriormente mencionada, sino sobre todo en el siguiente título, tomado de una segunda cita de la Escritura (Eclo 15,14): «Dios quiso dejar al hombre en manos de su propio albedrío» (nº 38ss). En la práctica, toda la tradición filosófico-teológica cristiana está penetrada por la idea de que el hombre, creado a imagen de Dios, se halla confiado a su propio cuidado, responsabilidad y autodeterminación tanto en lo referente al gobierno del mundo como respecto de su propia perfección personal. Por consiguiente, en plena concordancia con la tradición cristiana, se puede y se debe hablar de verdadera autonomia del hombre.
Precisamente en este sentido abre la encíclica una vía que, sin ser absolutamente contraria a la tradición, aporta, sin embargo, esenciales correcciones a la unilateral visión de la teología moral preconciliar en su rechazo de la idea de autonomía; y de ese modo abre también perspectivas completamente nuevas. Pero al mismo tiempo rechaza una concepción de autonomía como la que después del Concilio es inherente a los conceptos de «autonomía teónoma» y de «razón crea-dora». Asimismo, aunque de forma menos explícita, se cuestiona críticamente el programa de una «moral autónoma en el contexto cristiano». Ambos planteamientos se abordarán a continuación.
2. Las posiciones criticadas
a) La «autonomía teónoma».- La posición rechazada de una «autonomía teónoma de la razón (humana) creadora» es, para decirlo simplemente, un intento inaceptable de disolver la paradoja que acabamos de exponer: por una parte, la irrenunciable autonomía del sujeto moral, sin la que no podría darse en absoluto la «moralidad», y, por otra, la simultánea preservación de la total dependencia de la criatura respecto de su creador.
La encíclica da algunas indicaciones de por qué la mencionada concepción es inadmisible (y eso significa inconciliable con la «verdad revelada» [2] y sobre cómo puede resolverse la paradoja en cuestión. La expresión «autonomía teónoma» no es empleada desde luego por la encíclica, seguramente para evitar referencias a determinados autores.
La idea fundamental de la encíclica consiste en que toda concepción referente a la autonomía tiene que preservar la fundamental dependencia del hombre respecto de Dios; y esta dependencia ha de poder entenderse como la que corresponde a la criatura respecto de su Creador, es decir, como fundamental inserción de carácter ontológico y normativo en un orden que se halla prefigurado ya en la sabiduria divina y cuya revelación, y por tanto, su respectiva interpretación por medio del magisterio de la Iglesia, tiene que ser posible por principio, sin que esto lleve a una negación de la libertad humana.
La VS entiende que esto se pone en peligro con una «teoría» sobre «una completa soberania de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este mundo» (nº 36c). Esta forma de concebir la autonomía considera la «moral humana» como «exclusivamente» basada en la razón humana (ibid.): «Dios en modo alguno podría ser considerado autor de esta ley; sólo en el sentido de que la razón humana ejerce su autonomía legisladora en virtud de un mandato originario y total de Dios al hombre» (ibid.).
Se alude así con toda exactitud a lo que en la teología moral de hoy se denomina «autonomía teónoma»: La idea de que Dios ha creado al hombre, pero le ha dejado en una libertad o autonomía en la que se le ha encomendado establecer bajo su propia responsabilidad las normas del bien y el mal, bien entendido que esto se «lleva a cabo en un proceso histórico-cultural que se rige por sus propias leyes» [3]. En este caso, Dios no es ya causa de un hombre inserto en un orden moral, sino únicamente fundamento de un sujeto dejado a la autonomía de una libre formación de normas que él mismo a su vez tiene que administrar. La obligación moral absoluta tiene, pues, su fuente exclusivamente en esta referencia trascendental al origen divino y se agota en el mandato de obrar racionalmente y sin incurrir en contradicción. La teonomía queda así prácticamente reducida a la idea residual de que el sujeto autónomo tiene en Dios el fundamento del carácter autónomo de su ser. El hombre se encuentra, pues, simultáneamente en «total dependencia de Dios» (puesto que ha recibido su libertad como un don), pero al mismo tiempo se caracteriza también por su «total independencia», en cuanto que es libre y le está encomendada la configuración de esa libertad [4]. La razón humana es «activocreadora [5] y la «ley natural» en el hombre no es otra cosa que la «natural inclinación de la razón práctica a una actividad normativa en orden a su tarea de perfección y cumplimiento» [6]. La postura mencionada por la encíclica no es desde luego una invención. Sería, sin embargo, una ligereza si se viese en la misma simplemente un intento fácil de apartar al hornbre de Dios y del orden moral para conducirlo al paraíso de una nueva independencia. De hecho, la postura en favor de una «autonomía teónoma» articula un problema de fundamentación ética, que más adelante es objeto de tratamiento bajo el concepto de «moral autónoma».
Sobre esta cuestión se volverá al final de este comentario.
b) «Moral autónoma en el contexto cristiano».- En un determinado pasaje (nº 75) la encíclica acepta, incluso positivamente, el concepto de moral autónoma. «Moral autónoma» significa lo mismo que «moral conforme a la razón», una moral, por tanto, que se halla en consonancia con la ya mencionada exigencia de que las normas morales en el ámbito de la «moral natural» sean, en principio, susceptibles de fundamentación racional y comprensibles.
En realidad la «sinonimia entre "moral autónoma" y "moral iusnaturalista"» es plenamente tradicional [7]. «Autonomía» de la moral equivale a afirmar que la distinción entre «el bien y el mal» es, en principio, algo accesible a la razón natural del hombre y que para ello no es necesario que vaya precedida por una revelación de normas morales.
Estrechamente unida a ésta se halla una segunda tesis consistente en afirmar que, con independencia de la revelación, puede el hombre, únicamente mediante su razón, saber lo que está bien y lo que está mal y conocer, por tanto, lo que está en consonancia con la voluntad de Dios. También esta tesis resulta convincente y perfectamente acorde con la tradición. Es ella la que abre la vía a la legítima pretensión de la «moral autónoma» de que, más allá de los límites de la fe y de la religión, puede y tiene que haber un discurso racional sobre cuestiones morales, así como la posibilidad de fundamentar las normas morales.
En el contexto de la concepción correspondiente a la posición de la «autonomía teónoma» se añade, sin embargo, una tercera tesis, y es entonces cuando aquélla se vuelve problemática. En efecto como, en este planteamiento, teonomía designa únicamente la fundamentación de la autonomía humana en la creación (y por tanto el hecho, por así decirlo, de que la autonomía humana tiene su origen en un acontecimiento emancipador), resulta entonces que no sólo es posible para la razón humana el conocimiento del bien y el mal, sino que también se afirma la validez de una tesis rnás radical, a saber, que sólo mediante el proceso de la invención humana de normas tiene lugar el discernimiento entre el bien y el mal. Tal discernimiento no es algo que haya sido pensado previamente por Dios, sino que es algo creado por el pensamiento del hombre («razón creadora»), y esto de una forma nueva y distinta cada vez, en un proceso histórico-cultural [8].
Precisamente ése es el punto al que el magisterio pone objeciones. De ningún modo se trata de una cuestión de sutileza o de falta de comprensión para con las ideas de los teólogos moralistas de hoy. La VS ha comprendido perfectamente la problemática y la ha puesto de relieve con las ya mencionadas expresiones de «la completa autonomía de la razón» (nº 36c), «exclusivamente en la razón humana» (ibid.), así como con la declaración de que el hombre no está dotado «al principio» del conocimiento del bien y el mal como acosa propian (nº 41b). Con esta afirmación no se niega en absoluto que posea dicho conocimiento; no se niega que el discernimiento del bien y el mal sea de hecho acto de conocimiento de la persona. De hecho, la «moral autónoma», debido a la idea de «autonomía teónoma», experimenta un giro hacia la marginalidad metafisica [9].
c) La problemática de la moral autónoma.- La tesis fundamental de la «moral autónoma en el contexto cristiano» consiste, pues, en la afirmación de una autonomía del hombre para el establecimiento de normas, que debe su posibilidad a la teonomía, pero que en sus contenidos funciona con independencia de aquélla. La autonomía consistiría así en un espacio de libre normativa, en el que Dios deja al hombre para que, bajo su propia responsabilidad y en el curso de la historia y de la multiplicidad de culturas, configure este mundo siempre de nuevo una y otra vez [10].
Los problemas que se derivan de esta concepción comprenden, a modo de resumen, los siguientes puntos:
—Una revelación de mandamientos morales concretos resulta inconcebible. Por consiguiente, la hermenéutica bíblica tiene que presentar las enseñanzas concretas de la Escritura como mero parenesis o como catálogo de vicios condicionado por su época.
—Resulta asimismo inconcebible un orden de salvación al que pertenece una Iglesia con un magisterio vivo, al que correspondería la tarea de recordar con la autoridad de Cristo al hombre, incluso respecto de su acción concreta, aquella verdad que «lo hace libre». Se rompería entonces la conexión existente entre «mandamientos» y «orden de perfección», tal como se pone de relieve en la primera parte de la VS.
—Inconcebible es la existencia de una «naturaleza humana» que no sólo es libertad: existe un núcleo en el hombre que trasciende toda historia y toda cultura y que por eso es medida de las mismas, «es la condición para que el hombre no sea esclavo de cultura alguna, sino que confirme su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser» (nº 53b).
Se trata, en su totalidad, de cuestiones respecto de las cuales la Iglesia se siente llamada a emitir su palabra esclarecedora debido a su competencia para la conservación del legado de la fe. A ello, sin duda, se añaden también objeciones desde el punto de vista meramente filosófico, que la encíclica, a lo sumo, toca de pasada y sólo parcialrnente. En los apartados siguientes se estudiarán primeramente los enunciados fundamentales de la «Veritatis splendor» sobre «autonomía y teonomía» (3) y se pondrá de manifiesto su significado frente a la posición de la «autonomía teónoma» criticada por la encíclica (4). A continuación se indican algunas implicaciones capitales de la idea de autonomía tal como es entendida por la encíclica (5) y finalmente se emite un juicio sobre la concepción denominada «moral autónoma en el contexto cristiano» (6).
3. Teonomía y autonomía de acuerdo con la «Veritatis splendor»
a) La fundamentación de la autonomía humana mediante la ley natural.- La encíclica no ofrece ningún tipo de soluciones simplistas. Al contrario, sus enunciados están extraordinariamente matizados y sopesados. Con ellos, por lo demás, tampoco se pretende solucionar los problemas de una ética normativa, pero sí mostrar el marco para unos intentos de solución, que resulta irrenunciable de acuerdo con dos datos fundamentales:
1) La persona humana es autónoma, es decir, es sujeto responsable de sus acciones y de su propio perfeccionamiento moral, que por una autodeterminación propia de su esencia tiende al bien; ella puede discernir entre el bien y el mal por su propia inteligencia.
2) Hay para el hombre un «orden del bien» fundamental (orden moral), que es creación de Dios, es decir, determinado «teonómicamente» y que, en cuanto tal, se halla objetivamente dado de antemano y a la autonomía humana se le ha encomendado hacerlo efectivo.
Así, pues, el enunciado fundamental de la VS puede resumirse del siguiente modo: Hay una verdadera autonomía del hombre; ésta tiene su fundamento en una dependencia respecto de Dios que es de carácter originario-ontológico. Precisamente eso es lo que deja abierta la vía para un recto juicio de la razón práctica, entendida ésta como aquella capacidad propia —esto es, «autónoma»— del hombre, a la que compete discernir entre lo que está bien y lo que está mal.
Lo principal de los enunciados de la VS es, pues, que la autonomía humana, de hecho, es teonomía. El hombre no sólo es criatura de Dios, sino que además ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Pero esto no en el sentido de que entonces pudiese considerarse al hombre mismo autor originario de la distinción entre el bien y el mal. Respecto de la distinción entre el bien y el mal, o, lo que es lo mismo, respecto de la normatividad moral, la razón humana no es una razón creadora. Sin embargo, la imagen y semejanza de Dios en el hombre es orìgen de verdadera autonomía, ya que para enseñar al hombre la diferencia entre el bien y el mal no se requiere, en principio, ninguna revelación divina. Dios ha dotado al hombre de su ley precisamente por el hecho de haberlo creado a su imagen y semejanza; por haberlo dotado de la facultad de hacer efectiva él mismo —autónomamente— esa distinción en su corazón.
La razón humana se encuentra con anterioridad respecto a cualquier revelación suplementaria, que ha de entenderse no sólo como una ayuda para la debilidad humana, sino como una vía que le abre los horizontes completamente nuevos de la santidad y de sus correspondientes requerimientos morales, que superan las facultades meramente naturales. La razón humana desempeña plenamente un «papel activo en el descubrimiento y aplicación de la ley mora» (nº 40), de una «ley» cuyos mandatos de validez universal se corresponden con los planes que Dios tiene respecto del hombre.
Aun cuando esta ley procede totalmente de Dios, es, sin embargo, «al mismo tiempo la ley propia del hombre». Esta identidad tiene su fundamento en el hecho de que la razón humana proviene de la misma sabiduría divina, en la que tienen su fundamento también las leyes de Dios. Y como la razón es elemento constitutivo de la naturaleza humana, por eso esta ley de la razón práctica recibe la denominación de «ley natural». La encíclica hace aquí suya la concisa y significativa fórmula de Santo Tomás de Aquino, según la cual la ley natural no es otra cosa que «la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella sabemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios nos ha dado esta luz y esta ley en la creación» (ibid.).
La encíclica habla, pues, de autonomía en la misma medida en que habla de la ley natural. El tema de la «autonomía moral» es idéntico al tema de la «ley natural». Esto es a su vez posible únicamente porque la VS concibe esta ley natural no como «orden natural», moralmente relevante, que se halle dado de antemano, sino formal y esencialmente como actos ordenantes de la razón natural del hombre que establecen un tal orden, respectivamente, como contenido y resultado de dichos actos. «Ley natural» no es ningún objeto que haya de conocer la razón natural; «ley natural» son más bien los juicios práctico-directivos de la acción que la razón del hombre emite respecto del bien y el mal y que tienen el carácter de «mandatos» de la razón. «Obrar conforme a la ley natural» significa, básica y lapidariamente, «obrar —lisa y llanamente— conforme a aquellas distinciones del bien y el mal que la razón natural del hombre lleva a cabo», secundum rationem agere. Por eso, tampoco se podrá sobrevalorar el hecho de que la VS cite la definición, de clara inspiración tomista, que de ley natural da León XIII como praescriptio rationis [11], según la cual la ley natural «no es otra cosa que la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos prohíbe pecar» (nº 44a).
b) Autonomía como «teonomía participada».- Es esencial aquí que el orden moral correspondiente a la ley natural no se entienda como «orden natural», sino como un orden de la razón divina (= ley eterna, lex aeterna). En la «ley natural» se manifiesta no la «naturaleza», sino el plan eterno de la sabiduría divina, y esto significa la razón ordenadora de Dios mismo. Por eso es de capital importancia el enunciado siguiente: «La vida moral exige la creatividad y la inventiva propias de la persona, y que son fuente y fundamento de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón recibe su verdad y su autoridad de la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina» (nº 40).
Esto además significa que la respectiva razón natural propia tiene para el sujeto de la acción el carácter de autoridad. Precisamente esta pretensión de obligación que caracteriza a lo racional remite al hecho de tener su fundamento en una sabiduría superior. Por eso no es creadora la razón humana —y en los juicios en que discierne entre el bien y el mal tampoco se experimenta a sí misma como «creadora de algo»—, sino que «descubre», «halla» y «comprueba»: En sus juicios prácticos sobre el bien y el mal capta una verdad que ha de buscarse de modo responsable, es decir, consciente de la posibilidad de poder ser engañada por lo que aparece como bueno, pero en verdad no lo es. Este desfasamiento entre el «bien aparente» y el «bien que de verdad lo es», debido a las deficientes disposiciones de la voluntad y de las tendencias sensibles, es punto de partida y tema de la ética clásica de las virtudes.
Hay que destacar aquí, sobre todo, el hecho de que esa referencia a la verdad, propia de la razón práctica, que en el concepto de «razón creadora»se píerde, tiene su fundamento precisamente en la dependencia de la razón humana respecto de la razón divina, esto es, en su carácter teónomo. Ahora bien es esa referencia a la verdad lo que justifica el carácter de autoridad propio de la razón humana. Mientras que, en la concepción denominada «autonomía teónoma», por la teonomía sólo se fundamenta la mera autonomía y libertad, mediante el concepto de teonomía empleado por la encíclica también queda clara la referencia a la verdad propia de la autonomía y de la libertad [12].
Con otras palabras: así como la bondad de todo lo creado sólo se justifica por el hecho de saber que ontológicamente depende totalmente del Creador divino, del mismo modo también la autoridad de la razón humana sólo encuentra fundamento y apoyo cuando se muestra que, propiamente y en última instancia, ella es la misma razón de su Creador, siendo aquélla una manifestación de ésta (cfr. toda la cita de León XIII en nº 44a). Mediante el concepto de «autonomía teónoma» —autonomía como ámbito normativamente aún indefinido de la libertad— no se gana, pues, propiamente nada para la razón, sino que se pierde todo. Pues a esa «razón creadora» no le corresponde otra autoridad que la que se le reconoce por parte de su entorno cultural, social y político, en el que ella tiene efectividad. Pero es incapaz de trascender esa autoridad en nombre de una verdad que está por encima de la cultura y de la historia.
La autonomía humana, aunque defectible, se ve entonces como auténtica y activa participación del hombre en el gobierno divino del mundo y en la providencia que Dios tiene respecto del hombre mismo: La razón práctica del hombre, en cuanto fuente de la ley moral natural, es parte verdaderamente activa de la providencia divina por la que está regido el mundo. El hombre está llamado a una efectiva «participación en la soberanía divina» (nº 38a). La autonomía humana no sólo es libertad humana, sino al mismo tiempo también sabiduría divina: En la razón humana, que mediante la conciencia moral se convierte en norma de verdad se revela la ley eterna de Dios, que precisamente de ese modo aparece promulgada como ley natural [13]. Por eso es la ley moral «la ley propia del hombre». El hombre se encuentra de hecho «confiado al poder de su propia decisión».
La autonomía humana, por tanto, no sólo se halla fundada teónomamente, sino que ella misma es teonomía. El hombre posee autonomía porque lleva en sí mismo la ley eterna de Dios como algo propio, a saber, como ley, es decir, como razón práctica que distingue entre el bien y el mal [14]. La encíclica denomina a ese tipo de autonomía «teonomía participada»; pues la misrna es, efectivamente, teonomía, pero en el plano de la realidad de la creación. O, por decirlo con palabras de De Finance, esta autonomía es una «mediación de la teonomía» [15], la mediación de un orden moral —de la ley eterna— establecido por un legislador divino. De ahí se sigue también que toda rebelión del hombre contra la «ley de Dios» es siempre una rebelión contra su propio «ser-hombre» y, por tanto, contra su propio bien; y viceversa.
La prohibición divina, expresamente revelada, de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal no se halla en absoluto en contradicción con la efectiva realidad de tal autonomía humana. Todo lo contrario, sólo así recibe fundamento y apoyo. Dios advierte al hombre de que no pretenda ser la fuente originaria, exclusiva, única, es decir, «creadora», de la distinción entre el bien y el mal (VS 41b).
La verdadera autonomía lleva implícito el reconocimiento de Deus semper maior, es decir, la conciencia de la obligación de buscar en lo más profundo la inmutable y universal verdad moral. Está en juego, pues, la relación entre libertad y verdad. En un falso concepto de autonomía, por el contrario, toda «verdad» se disuelve por completo en pura relatividad histórica y cultural. De ese modo, en el interior de la conciencia moral desaparece la idea de la necesidad de subordinar la propia libertad a la «verdad de la creación». En el concepto de «autonomía teónoma», esta creación parece más bien «asentada en un origen amorfo» [16] y de tal modo necesitada de ser reestructurada por parte del hombre, que queda desviada la atención del hecho de que el mal en el mundo no procede de la creación ni de su carácter inacabado, sino del pecado original, de la voluntad del hombre; y de que por eso no es tanto el «mundo de las cosas», sino el corazón del hombre, el que está necesitado de un redentor.
4. Importancia de la idea de participación
a) Una objeción de tipo gnoseológico.- Pero ahora se plantea la cuestión de cuál es la relevancia ético-normativa de esta condición que tiene resonancias sumamente abstractas y metafisicas. La cuestión de la verdad es algo que ya se ha planteado: de conformidad con la noción de una razón creadora en el marco de una autonomía teónoma, parece imposible poder justificar la referencia de la razón práctica a la verdad; igualmente problemático parece resultar el hablar de una naturaleza humana capaz de servir de marco a una estructura fundamental para una ética material que permanezca a través de la historia y de las diferencias culturales.
Sin embargo, también podría objetarse contra este diagnóstico que defìnir la autonomía humana como teonomía participada es algo irrelevante para la cuestión principal de cómo puede el hombre saber qué es lo que tiene que hacer. Ya que, en todo caso, la ley eterna lo regula todo absolutamente; pero como para nosotros resulta en sí misma absolutamente inaccesible, y, por el contrario, sólo se manifiesta mediante los conocimientos de nuestra propia razón —la ley natural—, resulta entonces que de nuevo nos hallamos pendientes únicamente de nuestra propia razón (a no ser que quisiéramos acogernos al positivismo de la revelación o del magisterio, en cuyo caso toda autonomía, aun cuando legítima, quedaría obsoleta). Una vez referido a la razón, no juega ningún papel el que yo la llame «creativa» o «descubridora». Decisivo es el hecho de que la autonomía humana en última instancia tiene su base en Dios [17].
De hecho la «ley eterna» —por ser idéntica a la sabiduría divina— en sí misma es desconocida para el hombre. Sólo se la conoce mediante la ley natural (es decir, mediante el conocimiento humano del bien y el mal) y mediante revelación [18]. La «ley eterna» es, pues, siempre una dimensión a la que se llega por inferencia; pero de ella misma nada podemos deducir. Si no se ve esto, habrá que volverse directamente a la revelación o habrá que recurrir al magisterio de la Iglesia. La tesis fundamental (correcta) de la «moral autónoma» era, sin embargo, que, al menos en el ámbito de la «moral natural», el «bien y el mal» de lo humano es inmediatamente accesible a la razón, con independencia de la revelación. La pregunta que ahora se plantea es: ¿qué aportan entonces estas artificiosas distinciones entre dos conceptos de autonomía como: 1) «razón creadora» teónomamente fundada (= «autonomía teónoma»), y 2) autonomía como «teonomía participada»?
O de forma más acuciante: ¿Qué aporta la tesis de que la idea de participación fundamenta la relación entre libertad y verdad y que, por el contrario, el concepto de razón creadora sólo puede fundamentar una «pura» libertad, pero no su referencia a la verdad? ¿Qué aportación implica eso, supuesto que la verdad moral sólo resulta intuible en los actos de aquella razón a los que nosotros no podemos aplicar la «ley eterna» como argumento del que pudiese deducirse cualquier otra conclusión?
Estas son cuestiones filosóficamente decisivas, que sólo pueden contestarse con los medios propios de una reflexión filosófica. Evidentemente una encíclica no puede ni pretende llevar a cabo ese tipo de labor. Pero tales cuestiones han de tratarse en un comentario. Sólo así puede quedar claro el sentido y alcance de la VS.
La clave para responder a las cuestiones anteriores reside precisamente en el hecho de que la «ley eterna» es una dimensión a la que se llega por deducción. La noción de ley eterna presupone ya la experiencia moral del sujeto humano de la acción. La «ley eterna» es el concepto de la causa inferida de un fenómeno para nosotros ya conocido: la ley moral en nosotros.
b) Primera refutación: La tesis de la «autonomía teónoma de la razón creadora» es una conclusión metodológicamente falsa.- Un primer argumento en contra dìce así: La tesis de una «razón creadora» deriva, en modo de subrepción, de una falacia. Al margen de la revelación, nosotros no podemos llegar a Dios por vía de conclusión más que a partir de la experiencia de una realidad creada. La doctrina de que la «ley natural» —y con ella la autonomía moral— es una participación en la ley eterna existente en el espíritu de Dios, procede de ese tipo de razonamiento que parte de una realidad finita para concluir en su fundamento último, es decir, creador. Esta conclusión presupone, por tanto, la experiencia de un orden natural de la razón práctica que tiende hacia el bien propio del hombre, para explicarlo a continuación como participación en la sabiduría divina.
Pero si la razón humana fuese «creadora», entonces ya no seria necesario ese tipo de razonamiento y por lo mismo carecería de fuerza, es decir, sería lógicamente imposible. Al contrario, el concepto de una «ley eterna» —en el horizonte del obrar moral resultaría entonces simplemente obsoleto; pues lo que de por sí es «creado», no necesita de ningún fundamento creador consistente en una «ley eterna». Designar ese fundamento como «ley» significa precisamente que la razón humana no es creadora; por eso la razón misma busca un fundamento. Sobre la base del concepto de «razón creadora» podría seguir afirmándose la mera existencia de Dios; pero se trataría de un Dios que nada tendría que ver con el orden de nuestro obrar, sino que nos dejaría abandonados únicamente a la libertad creadora de nuestro puro y propio albedrío. Así pues, la concepción de la «razón creadora» lleva implícita otra idea de Dios que se retrotrae a las proxirnidades del deísmo y que sería al menos compatible con una concepción atea.
Que esto, empero, no resulte notorio entre los defensores de la «autonomía teónoma» se debe simplemente al hecho de que el concepto de la razón creadora del hombre, de procedencia filosófica, lo relacionan retrospectivamente con la imagen de Dios propia de la revelación cristiana, que, desde el punto de vista teológico, se presenta como no deísta. El Dios de la Biblia y de la fe es precisamente un Dios providente; en efecto, se trata explícitamente de un Dios que no. abandona al hombre a la libertad de su independencia normatìva. De este modo, una tesis genuinamente filosófica es simplemente afianzada mediante presupuestos teológicos. Pero lo que ocurre así es que la tesis resulta inconsistente, apareciendo, desde el punto de vista metodológico, como «subrepción teológica» de un enunciado filosófico.
c) Segunda refutación: La diferencia entre universal y particular.- De esta primera refutación se deriva una segunda: La ley eterna regula absolutamente todo, pero no todo de la misma manera; en efecto, unas cosas las regula in universali, otras, in particulari. Esto lo sabemos precisamente porque la ley eterna existente en el espíritu de Dios es una dimensión metafisicamente creadora (cosa que nadie discute), pero inferida por nosotros. La realidad creada a partir de la cual se deduce la existencia de una ley eterna es, de nuevo, el conocimiento moral humano. Y en dicho conocimiento, junto a juicios particulares sobre acciones individuaies, también se encuentran juicios universales sobre tipos de acciones, o sea, normas morales formuladas universalmente.
Esta diferencia no puede anularse con el argumento de que la razón sea creadora. Esto, en realidad, sería una petitio principii. Quien, por el contrario, parte de afirmar que la razón es creadora, no tendrá ninguna base para considerar fundada en la ley eterna la diferencia existente entre el juicio práctico de tipo universal y el particular. En tal caso interpretará la diferencia de forma distinta, a saber, como «creación» del hombre y, por consiguiente, discrecional. Pero lo importante es que esto no puede justificarse con ningún tipo de teonomía, pues la teonomía es siempre, desde el punto de vista filosófico-ético, conclusión, resultado, y no punto de partida del discurso.
Así, pues, en el caso de que no partamos del concepto de razón creadora (para ello no hay ningún fundamento objetivo en absoluto), entonces llegamos a la conclusión de que, de hecho, la diferencia entre universal y particular es la que se encuentra en la ley eterna. Pues la idea de participación significa naturalmente que la ley eterna no nos es absolutamente desconocida la conocemos exactamente en la medida que conocemos la ley natural, es decir, mediante nuestros juicios prácticos, que en parte son universales, en parte, particulares.
De este modo se ve que la idea de participación significa mucho más que el mero hecho de que la ley, natural, en su caso, nuestra autonomía, tenga su fundamento en Dios. Sïgnifica más bien que por medio de nuestra autonomia —en la ley natural— logra expresión efectiva un «plan» existente en la sabiduria divina desde la eternidad, respecto al obrar humano orìentado hacia su fin. En caso contrario, no tendría ningún sentido hablar de una «ley eterna».
d) Tercera refutación: Imposibilidad metafísica de una «autonomía teónoma».- Precisamente por lo ya dicho, resulta más que problemática la idea de que la ley natural establezca un ámbito de normatividad «creadora» específicamente humana. Desde el punto de vista metafisico no se puede ya seguir sosteniendo tal idea. Pues si la ley natural —y con ella la autonomía humana— es participación de la ley eterna y, por consiguiente, entre ley natural y ley eterna existe una identidad por participación (una inmanencia de la ley eterna en la ley natural), entonces la ley natural no puede limitarse a ser una «natural inclinación de la razón práctica a una actividad normativa», como suponen los defensores de una «razón creadora». Pues en tal caso la misma ley eterna —al menos en relación con el hombre— sería igualmente sólo una «inclinación» o «potencial racionalidad» (de la razón divina) respecto de una actividad normativa (cuya actualización deja Dios entonces a cargo de la criatura abandonada a su autonomía); y no sería ya una actual, universal y perfecta ordinatio de la sabiduría divina, existente desde la eternidad, que es lo que, en cambio, hay que afirmar expresamente ahora.
La concepción de una razón creadora, teónomamente fundada, implica, pues, que la ley eterna no contiene ninguna ordinatio de los actos humanos a su propio fin, sino que esta ordinatio más bien se ha dejado a cargo de la autonomía de las criaturas. Pero esta idea, desde el punto de vista metafisico, es sencillamente insostenible. Dicho más claramente, tal concepción equivaldría a afirmar que en Dios se da una libertad que no representa ya una ordenación del bien. Esto implicaría admitir en la sabiduría divina, en la que se encuentra la ley eterna, una «apertura» como indeterminación. Tal implicación sería de hecho inevitable, puesto que, como resulta incuestionable, la ley eterna es una dimensión a la que se ha llegado por vía de inferencia.
Se llega así a una imagen de Dios que resulta bastante problemática. Y lo es ya por razones meramente filosóficas. En efecto, un Dios que crea un hombre y lo abandona a su propia providencia sin que ésta, también en su contenido, tuviera el soporte de una providencia del Creador mismo, no es la imagen de un «Dios bueno». De un Dios así apenas podría decirse con respecto del hombre: «Y vio Dios que era bueno»; más bien tendría que decirse: «Y dijo Dios: vamos a ver cómo resulta». De ese modo podría cuestionarse al mismo tiempo la problemática teológica: el Dios de la razón creadora, teónomamente ordenada, incurre en contradicción con el Dios de la revelación bíblica. Que el Dios de la «autonomía teónoma» sea el verdadero Dios es algo que sólo podríamos saber basados en la revelación. Pero la revelación apunta justamente en la dirección contraria.
e) Conclusión: La «autonomía teónoma», un antropomorfismo.- Sobre la base de lo dicho, no sería desdeñable reconocer que la plausibilidad de la concepción de la «autonomía teónoma» tiene su fundamento en un notorio antropomorfismo. La tesis de la «autonomía teónoma» funciona con la idea —tomada de las relaciones humanas— de que la teonomía es una especie de orden de rango superior, en cuyo marco el hombre recibe de Dios la concesión de un espacio de libertad en el que él tiene que disponer a su antojo. Faltar frente a la voluntad de Dios sería única y exclusivamente no hacer uso de esa libertad, permanecer como quien dice inactivo; utilizar la propia razón de forma irresponsable y contradictoria. De acuerdo con esta concepción, el hombre, en un plano «trascendental», está absoluta y totalmente obligado ante Dios a disponer de sí mismo con libertad.
El modelo funciona del mismo modo que en el caso de la transferencia de competencias de puestos superiores a subordinados, según el esquema de «independencia» y «emancipación»: La creación se convierte en un acto de emancipación para la «autonomía». Pero tales ideas son por completo inadecuadas para concebir la relación entre Creador y criatura. La grandeza de la autonomía humana reside precisamente en la inmanencia de la sabiduría de Dios en el conocimiento moral humano, y no en la independencia y en la propia competencia «creadora» de este último. Como toda perfección creada, también la autonomía humana es responsable participación en la perfección divina, no simplemente un «espacio de libertad». De ese modo se pone de manifiesto, una vez más, cuán íntimamente afecta la idea de autonomía a la relación existente entre libertad y verdad, y cuánto se pone en juego con ello: en última instancia, la comprensión de la relación entre Creador y criatura y, por último, la propia idea de Dios.
Por supuesto que con tales afirmaciones no quedan todavía resueltas en modo alguno las cuestiones referentes a la fundamentación de las normas. Habrá que volver sobre ello al final de este comentario. Antes hay que tratar todavía algunos aspectos esenciales de la concepción de la autonomía en la VS, como son sus consecuencias, en primer lugar, para la cuestión de la vinculación de la conciencia moral con la verdad, y, en segundo lugar, para la autonomía del sujeto en el acto de fe y de obediencia frente al magisterio. Ambas cuestiones se van a tratar aquí sólo brevemente.
5. Otros aspectos desarrollados por la Encíclica
a) Autonomía, conciencia moral, verdad: Originalidad de la VS.- Como se ha dicho, es característico de la VS tratar el problema de la autonomía en conexión con la doctrina sobre la ley moral natural. Es decisivo tenerlo en cuenta para poner en su debido lugar la doctrina sobre la relación entre conciencia moral y verdad (nº 54-64). La encíclica rechaza naturalmente la idea de que la conciencia moral sea una instancia «creadora». Antes bien, así se subraya, la conciencia se halla obligada ante la ley de Dios como norma objetiva y universal de su verdad.
Es cierto que, para la VS, el juicio de la conciencia moral es autónomo en la medida que es precisamente la más próxima e irrenunciable norma de acción y, por ende, ningún acto puede calificarse de bueno si se ejecuta contra el juicio de la conciencia. La encíclica, sin embargo, hace hincapié en que la conciencia no posee por sí misma la noción del bien y del mal —es decir, no «decide» sobre ella—, sino que ésta es esencialmente receptora de dicha noción.
De ello no se deduce, empero, que la conciencia individual tenga que orientarse precisamente por la revelación o por la doctrina de la Iglesìa. La VS enseña ante todo otra cosa: la verdad a la que el juicio de la conciencia moral está obligado y por la que ha de regirse es precisamente la de la ley natural, es decir, en primer lugar, la autoridad de la razón práctica natural propia del sujeto moral.
Esta vinculación de la conciencia moral con la verdad del conocimiento autónomo de la razón viene expresada de distintas formas:
—«La conciencia formula así la obligación moral a la luz previa de la ley natural» (nº 59b).
—«La dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus juicios brotan de la verdad sobre el bien y el mal moral, que ella debe escuchar y expresar. Esta verdad es señalada por la "ley divina", norma universal y objetiva de moralidad. El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que da testimonio de la autoridad de la ley natural» (nº 60). Este pasaje es importante porque muestra que la relativización de la autonornía del acto de conciencia no es una relativización de la autonomía sin más, sino únicamente la afirmación de que el juicio de la conciencia moral tiene que ajustarse a la «verdad sobre el bien y el mal moral», verdad que tiene su expresión fundamentalmente en la ley natural. Ahora bien, la ley natural es precisamente expresión de la autonomía moral del hombre. Esto se confirma en el parágrafo que sigue inmediatamente a continuación:
—«La verdad sobre el bien moral, manifestada por la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el juicio de la conciencia...» (nº 61a).
El resultado se expresa en estos términos (nº 61b): «Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por eso la conciencia se expresa con actos de "juicio", que manifiestan la verdad sobre el bien, y no con "decisiones" arbitrarias». La conciencia precisamente no «decide» nada, sino que es un juicio sobre actos concretos a la luz de la verdad; pero una verdad que es accesible al hombre fundamentalmente a través de la ley natural, por tanto, a través de su propia razón en tanto que ésta distingue el bien y el mal [19].
Esta vinculación retrospectiva de todos los juicios de la conciencia con la razón práctica de la ley moral natural, que es la que colige la verdad, no merma en absoluto la autonomía humana, sino que la obliga a la verdad. Todas las proposiciones que tienden a mostrar la dependencia de la conciencia respecto de la «norma objetiva de moralidad», es decir, respecto de la «ley divina», hay que entenderlas ante todo como expresión del vínculo fundamental de la conciencia con la verdad. Pues la «norma objetiva de moralidad» o, lo que es lo mismo, la «ley divina» (la «ley eterna») se manifiesta ante todo y fundamentalmente en la «ley de la razón» que forma parte de la naturaleza del hombre. Sólo en segundo lugar pueden entrar en juego la revelación y el magisterio de la Iglesia. Mas tampoco entonces es anulada en absoluto la autonomía humana. Al contrario, una revelación sobrenatural, y, tampoco las enseñanzas de un magisterio (en materia moral), no podrían siquiera ser comprensibles sin una previa «ley natural» de la razón humana que es el receptor de la Palabra de Dios. La revelación y el magisterio no se dirigen a un sujeto como mera imposición, sino como aumento de luz y de comprensión.
b) Autonomía y libertad (fe, revelación, magisterio).- El vínculo de la autonomía humana con la verdad, en general, y el del juicio de la conciencia, en particular, son signos del hecho de que el hombre, antes de proyectar su propia vida, es ya un proyecto de Dios. La obediencia a una norma moral, para un hombre que vive con la conciencia de tal condición, no puede ser vivida ni como amenaza ni como limitación de su autonomía, supuesto de antemano que existe la garantía de que esa norma procede precisamente de Dios, esto es, de su autoridad, a la que se obsequia con esa fe que racionalmente sólo se puede atribuir a una autoridad dotada de la garantía divina.
Es evidente que para un creyente católico tanto la palabra de Dios, tal como se revela en la Sagrada Escritura y en la tradición, como el auténtico magisterio de la Iglesia aceptado en la fe, poseen en realidad tales garantías de«autenticidad». Un creyente no puede, por tanto, interpretar como imposición «heterónoma» procedente de fuera la palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura y, bajo la dirección del Espíritu Santo, en la tradición de la Iglesia. Pues esta palabra de Dios y la enseñanza moral en ella contenida es aceptada precisamente en la fe y se presenta con pretensión de verdad sólo sobre la base del don de la fe. Mas recibir este don de la fe presupone, a su vez, por parte del hombre, un acto de libertad; en conclusión, un juicio libre de la conciencia que, en la búsqueda de la verdad y en su apertura a la misma, acepta la luz infusa de la fe.
De ello se sigue, empero, que tanto el acto de fe como su lógica consecuencia, la obediencia a la palabra de Dios (también en cuanto proclamada por el magisterio), son ineludiblemente actos que tienen su origen en la autonomía y la libertad del hombre. También en este sentido se halla, por tanto, el hombre confiado por Dios «al poder de su libre albedrío». Sin la fundamental autonomía y libertad, que son elemento constitutivo de la humana naturaleza, el hombre no tendría en absoluto posibilidad de reconocer autoridad alguna en cuanto tal. Reconocimiento de autoridad y su correspondiente obediencia es algo que presupone autonomía. De lo contrario, la autoridad sería mera violencia, y la obediencia sería autosometimiento por parte del más débil [20].
Tampoco se incurre en contradicción con la autonomía moral por el hecho de aceptar y seguir una instrucción moral que no se es capaz de comprender en su racionalidad, si se presupone que hay motivos racionales para reconocer como tal a la correspondiente autoridad. De acuerdo con esto, un ser libre y racional, precisamente en el ejercicio de su autonomía, puede obedecer absolutamente una norma cuyo contenido él mismo no comprende, pero de cuya racionalidad responde la autoridad de la que aquélla procede. Claro que para eso se requiere también humildad.
La pregunta se plantea sin duda de forma impertinente: ¿Por qué puede darse este caso? ¿Cómo es que generalmente, en la revelación y en la doctrina de la Iglesia, se encuentran normas morales que, en principio, resultan accesibles también a la razón humana? Los partidarios de la «moral autónoma» defienden la opinión de que el magisterio, por principio, no tendría ninguna competencia específica para el ámbito intramundano —el plano de la «moral natural»—. Pero, una vez más, esto sólo puede justificarse desde su específico concepto de autonomía. La cuestión que se plantea, no obstante, y en última instancia, es la pregunta acerca de la relación entre razón práctica del hombre, autonomía y virtud moral.
c) Autonomía, razón práctica y virtud moral.- Esa razón práctica, cuyos juicios universales sobre el bien y el mal —comenzando por el juicio de que «hay que hacer el bien y evitar el mal» constituyen la ley moral natural, es la razón de una persona que siente las afecciones de las pasiones y cuya voluntad, a la vista de lo que es conocido como bueno, puede negarse a seguir dicho conocimiento. Se trata de una voluntad libre.
La razón práctica humana, y con ella la ley natural, posee, pues, toda su fuerza allí donde la emotividad, la afectividad, las pasiones y, finalmente, la voluntad misma no desfiguran la verdad, que en última instancia sólo es accesible al entendimiento, sino que la favorecen y apoyan. La verdad moral resulta accesible para el hombre a través de su razón natural; la cual puede también hallarse mal dispuesta debido a inclinaciones viciosas como la injusticia, el orgullo, una sensibilidad desordenada; hasta el punto de que esa verdad, que tiene su origen en Dios, no se pueda oír ya en la conciencia o no se la quiera oír.
Precisamente ahí es donde está el puesto y, en última instancia, el fundamento de todo discurso ético. Este se basa en el hecho de que el hombre, en cuanto ser racional y, por ende, esencialmente autónomo, sólo puede orientar racionalmente su libertad dirigiéndola hacia aquello que ha conocido como «bueno» y, por tanto, «como lo que debe hacer». Mas el simultáneo condicionamiento afectivo de todo conocimiento moral hace que no siempre «lo que aparece» como bueno sea bueno de verdad. Es precisamente la virtud moral la que hace que lo que en cada caso aparece como bueno sea también lo que es bueno de verdad. La virtud moral produce y es la verdad de la subjetividad
Por eso mismo es el hombre virtuoso la encarnación propiamente dicha de la ley moral. El «es para sí mismo ley» [21]. La autonomía humana sólo se realiza, pues, mediante la virtud moral, necesitando así de desarrollo y de «educación». Resulta evidente que en ese proceso también puede intervenir la autoridad doctrinal sin que esto vaya contra la fundamental autonomía del hombre. La revelación divina de los mandamientos morales tiene precisamente un sentido eminentemente pedagógico. Esta pretende ser una ayuda, como pretende serlo la doctrina moral proclamada por el magisterio de la Iglesia con la autoridad de Cristo. Rechazarlas con el pretexto de la autonomía y la libenad humanas es señal de poca fe, así como de no haber entendido en qué consisten la autonomía y la libertad; es decir, de no haber entendido que la autonomía se halla siempre obligada a la verdad, para la cual «lo que nos parece bueno» no es el último criterio. Es, pues, imposible que la persona creyente y humilde, que es consciente de la necesidad de esta interna lucha por el logro de la virtud —por el logro del interno orden afectivo—, vea una amenaza para su libertad en la mediación que respecto de la verdad realiza el magisterio de la Iglesia; pues se pondría en contradicción consigo mismo precisamente en cuanto creyente desde la libertad.
d) ¿Autonomía de la razón o autonomía de la voluntad?.- Lo que se acaba de decir puede completarse así: En la doctrina de la encíclica se halla implícita la distinción de dos tipos de autonomía. Siguiendo toda la tradición clásica, aboga por una verdadera autonomia cognitiva del hombre: El hombre tiene que regirse por la verdad del bien; dicha verdad es capaz de conocerla básicamente con su propia razón. Sobre esta base, todas las instancias y autoridades que Ilevan implícita la garantía de promover el conocimiento de la verdad han de ser vistas como un apoyo para la libertad, sobre todo Dios mismo en su revelación.
Por eso insiste la encíclica en un pasaje central: «Y por tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos defienden, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad» (nº 4la). Dios aparece aquí no como «voluntad ajena», sino como plenitud y garantía de aquella verdad de la que el hombre necesita para encontrar su perfección y felicidad.
La autonomía cognitiva implica, por tanto, la actitud de la humildad. Esta se halla prefigurada ya en la constante disposición de someter libertad y voluntad a lo que es conocido como bueno. Frente a éste hay otro tipo de autonomía, la autonomia de la voluntad. A ésta le importa —siguiendo a Kant— no tanto la verdad, sino la independencia de la propia voluntad y de las tendencias respecto de todo condicionamiento «empírico». Ella ve en el principio «bueno es lo que yo quiero» el signo de la verdadera libertad. Es finalmente una libertad que en cada acto sólo quìere afirmarse a sí misma como libertad; nadie como Jean-Paul Sartre ha expresado esto de forma más consecuente y franca.
6. El problema de una «moral autónoma en el contexto cristiano»
Llegamos ahora a una crítica final de la concepción denominada «moral autónoma en el contexto cristiano», contra la cual se dirige la encíclica muy expresamente. «Moral autónoma en el contexto cristiano», como programa teológico-moral, significa que el fenómeno «moral» y con él también el discurso moral transcurre en dos niveles:
—El plano de la moral intramundana de lo humano, por consiguiente, el ámbito de las normas materiales de la acción (= ethos mundano). Es un ámbito accesible, por principio, a la razón de cada uno de los hombres. La única justificacion de las normas en este dominio es la razón. Este es el ámbito propio que Dios ha querido para la autonomía humana y para la razón creadora.
—El plano de la intencionalidad cristiana: Este es un plano específicamente cristiano. Aquí actúan la revelación, la gracia, etc. (= ethos de la salvación). La encíclica alude a esta divistón en el nº 37a.
Los cristianos, por tanto, son sujetos que, con intencionalidad cristiana (seguimiento de Cristo, amor, etc.), hacen aquello que los demás hombres tienen la posibilidad de hacer en virtud de su razón autónoma.
Esta concepción tiene algo a su favor. Como ya se ha dicho al principio, la idea de reconocer plenamente que las norrnas de la acción en el ámbito («iusnaturalista») de lo humano son susceptibles de fundamentación racional y, por consiguiente, no son específicamente cristianas. Tampoco puede negarse que los cristianos, en el plano de la intencionalidad, se distinguen por algo específico. Los problemas se dan en otro orden.
a) Dicotomía entre moralidad y orden moral.- Lo moral se equipara con lo personal, lo que de suyo es correcto; pero lo que no es correcto es identifìcar lo personal con una libertad opuesta a la «naturaleza». De este modo se hace posible desligar a la razón práctica de presupuestos metafisico-naturales relacionados con la creación y dotarla de la independencia normativa que su concepto exige. En este sentido la postura que establece una disociación entre naturaleza y libertad —un dualismo antropológico de profundas consecuencias—, y que más adelante es criticada por la encíclica (nº 46-50), es un presupuesto lógico para la «autonomía teónoma».
Tal disociación resulta ineludible en la fundamentación del concepto de «razón creadora». Pues la razón sólo puede ser «creadora» si no se halla ligada a ningún tipo de presupuestos materiales. Sin duda que, para los defensores de la «autonomía moral», la razón tiene que «tener en cuenta» también lo natural, como todos los demás datos de tipo social o cultural. La «autonomía moral» admite también que hay un ámbito no discrecional en lo natural. Pero ese reconocimiento se queda en una mera afirmación; la medida de la «falta de discrecionalidad en lo natural» es en última instancia la técnica «inalterabilidad» de lo natural. La «moral autónoma» es incapaz de proporcionar criterios éticos para la falta de libre disposición en el plano natural, que a su vez tampoco serían discrecionales. Que sea «lícito hacer» tiende a equipararse así con el «poder hacer».
Como muy acertadamente declara la VS (nº 46b), la razón creadora es la razón de una libertad que se contrapone absolutamente a la naturaleza. Naturaleza significa en este caso «lo que en el hombre y en el mundo se sitúa fuera de la libertad». De esa forma la libertad se determina por sí misma y «el hombre no sería nada más que su libertad» (ibid.).
Podrían aducirse muchas pruebas al efecto, tomadas de los escritos de los autores criticados. Ellos, por el contrario, protestan de vez en cuando contra dichas críticas, pero las corroboran por el mero hecho de que una y otra vez pasan por alto la cuestión decisiva. En efecto, los defensores de la «moral autónoma» y de la «razón creadora» hablan siempre de «naturaleza» indiferenciadamente, al no distinguir entre la naturaleza que es para el hombre su «mundo-ambiente» y la naturaleza que el hombre mismo es. Justamente por eso remite la VS, dentro de este contexto, a la doctrina del anima forma corporis (nº 48c), según la cual el hombre es una unidad sustancial de cuerpo y alma espiritual. El concepto indiferenciado de naturaleza que, en perfecta consonancia con reminiscencias gnósticas, hace del hombre un «espíritu en la naturaleza» [22], conduce a interpretaciones erróneas de la razón práctica del hombre, especialmente respecto de la relación entre inclinaciones naturales y razón, que forman una unidad esencial del dinamismo humano, del mismo modo que la de cuerpo y alma la es en el plano sustancial.
Una autonomía que es consciente de ser «teonomía participada» no tiene problemas con la idea de que también los elementos de su naturaleza pueden indicar su dirección a la autonomía humana. Claro que la «naturalidad» de cualesquiera datos no es nunca un argumento en pro de su relevancia moral [23]. Pero dicha autonomía tratará lo «natural», en el argumento ético, en forma completamente distinta de una razón que se concibe como «creadora», como abandonada por Dios a la independencia de una actividad normativa.
b) Razón práctica y funcionamiento de la actividad normativa en el contexto de la «moral autónoma».- A la razón creadora de la moral autónoma y a una concepción que parte de la unidad sustancial de espíritu y cuerpo, de razón e inclinaciones naturales, les corresponden dos tipos distintos de discurso ético y de establecimiento de normas. A la primera le corresponde un ethos del «trato correcto de bienes, cosas, estructuras»; a la segunda, una ética «del recto aspirar». Lo segundo lo llamamos también una ética de las virtudes. Lo primero sólo puede aparecer como «ética de las normas» [24].
Los defensores de la moral autónoma denominan ellos mismos su posición como un «Ethos de la atenencia a lo objetivo» (Ethos der Sachlichkeit) [25], que, por lo demás, de principio y con anterioridad a toda revelación o contenidos de fe específicamente cristianos, procede de la razón humana y a ella es accesible. En esto último hay que estar de acuerdo con ellos, y a menudo se lo ha tenido poco en cuenta en el contexto tradicional de la «ética de la fe», proclive a un positivismo de la revelación.
Sin embargo, los defensores de la moral autónoma, generalmente, son partidarios de una «ética teleológica». Ven en ella el modelo sin más de una fundamentación racional de las norrnas. Este modelo, que en la práctica es idéntico al utilitarismo regulativo (se le puede denominar también «utilitarismo de la norma»), procede del mundo anglosajón; lo importaron de Oxford especialistas alemanes de teología moral y, finalmente, fue exportado de nuevo al mundo anglosajón y latino como corriente de teología moral.
El modelo le viene al concepto de una razón creadora como hecho a su medida; pues, como declara la encíclica en varios pasajes, en dìcho planteamiento todos los objetos o bienes a disposición de la acción humana se consideran «premorales». Según eso, es recta aquella acción que saca el mejor partido de tales bienes. La «razon creadora» se presenta aquí como razón configuradora-de-mundo, bien entendido que «mundo», «naturaleza», pueden referirse indistintamente —esto es lo triste— lo mismo a los montes circundantes que al cuerpo del sujeto de la acción. Al «medio» pertenecen incluso otras personas; y la relación de persona a persona, o de la persona con su propio cuerpo, se concibe en última instancia (por lo que respecta a la rectitud del acto) no de forma distinta, por ejemplo, que la relación de una persona con una central de energía atómica. Con todo hay que «proceder responsablemente» y el método es, por lo general, el de la óptima ponderación y balance de los bienes.
A este respecto no son necesarias más precisiones. Sólo interesa ahora la relación existente entre los conceptos de autonomía y determinados modelos de establecimiento de normas. El concepto de una autonomía como teonomía participada, tal como enseña la VS, corresponde, por el contrario, a una moral del aspirar recto. En este planteamiento, «la otra persona», por ejemplo, o su vida, no es simplemente un bien premoral, sino que la relación con el otro se concibe ya como fundamental relación de derecho, en la que se da un «deber» (debitum) fundamental, así como límites de carácter absoluto como la «matanza de un inocente». Pues en ese tipo de acción la carencia de rectitud de la intención resulta implícita, de principio una injusticia, y en ello no hay nada más que sopesar u optimizar. En efecto, una razón práctica que reconoce tales límites no puede concebirse como creadora. Más bien se siente ligada a un orden moralmente objetivo, cuya verdad es la regla de la rectitud de toda aspiración humana y, eo ipso, también de la bondad de la persona [26].
c) Disociación entre ethos mundano y ethos de salvación.- El ámbito de la invención normativa, tal como se halla delimitado por la razón práctica del hombre, se refiere, de acuerdo con la «moral autónoma en el contexto cristiano», a lo que se denomina lo humano, esto es, el conjunto de normas de conducta intramundanas o ethos mundano. Hay que distinguirlo de aquel otro que se refiere al orden de salvación (ethos de salvación). Este último no comprende ningún tipo de normas concretas, sino motivaciones, intencionalidades. De ello resulta la posibilidad de una «moral áutónoma en el contexto cristiano»: una moral que en su relación con el mundo es simplemente racional, humana; no específicamente cristiana, aunque inspirada por una «intencionalidad cristiana» en la que sólo interesa la fe, la salvación, etc.
Pero de ese planteamiento se deriva el que la revelación y el magisterio de la Iglesia no pueden referirse al ámbito «autónomo» de la moral, esto es, al ethos mundano. Aquí el magisterio de la Iglesia sería una voz más —sin duda especialmente importante— en el concierto de las demás voces, cuyo peso para el creyente sería tan decisivo como lo fuesen los fundamentos que el magisterio pudiese hacer valer para su posición. Sólo para el ámbito del ethos de salvación podría haber entonces normas reveladas, es decir, en el plano de las motivaciones y de la aceptación «trascendental» del deber. Una «intervención» de Dios mediante la revelación de normas para la acción sería una contradicción en relación con la autonomía humana. El magisterio rebasa, pues, su competencia cuando, en el marco de una tal revelación, que no es posible en absoluto, proclama una instrucción moral concreta.
Por eso hay que reinterpretar también los respectivos mandamientos morales contenidos en la revelación bíblica: Los mandamientos del Decálogo propiamente se reducen a la mera advertencia de que no se debe «obrar injustamente nunca» (no matar injustamente, no vulnerar la fidelidad conyugal, no faltar al amor al prójimo, etc.). La doctrina moral de la Biblia se convierte en meramente «parenética», pero no se le atribuye ningún carácter normativo. Los modos concretos de obrar son, en definitiva, únicamente «rectos» o «equivocados» pero no deciden sobre si la persona que actúa es «buena» o «mala»; esto se decide en el plano de la intencionalidad (por ejemplo, cristiana) [27].
Por eso resulta problemática la «moral autónoma en el contexto cristiano». Ante todo porque en esta corriente se pasa por alto la doctrina que ocupa el punto central de la encíclica, en que se afirma que hay normas prohibitivas universales con validez semper et pro semper, es decir, para todos los casos sin excepción. Claro que ningun partidario de la «moral autónoma» defiende el criterio de que se pueda transgredir preceptos morales, mandamientos del Decálogo o normas prohibitivas universales en aras de un fin bueno o que se pueda hacer mal para sacar un bien. Hay críticos de la encíclica que, indignados y ofendidos, le reprochan a la misma esa errónea interpretación.
Pero la encíclica opina otra cosa. Opina que las doctrinas criticadas por ella podrían terminar por admitir que se pueda justificar como bueno y recto la transgresión de aquello que la tradición católica reconoce como norma absolutamente prohibitiva; que podrían concluir en que, en última instancia, sólo el conjunto de los puntos de vista o una optimización de todas las consecuencias previstas de una acción puedan decidir si una acción es recta, esto es, buena en general, «objetivamente» por tanto (cfr. especialmente nº 79a). Y esto es lo que ocurre en la práctica, pero no hay necesidad de hacer una exposición en el presente contexto. Para terminar hay que mencionar aquí otro aspecto más.
d) El desconocimiento de lo específicamente «moral» por parte de la «moral autónoma en el contexto cristiano».- La disociación entre ethos mundano y ethos de salvación, entre el intramundano «ethos de la objetividad», de un lado, y la «intencionalidad cristiana», del otro, no da cuenta de principio del fenómeno de la moral. Pues en el plano «objetivo» del ethos mundano no parece que la «moral autónoma en el contexto cristiano» sea una moral en absoluto, ya que pasa por alto el proprium de lo moral; a saber, que el hombre, mediante su acción concreta, se hace a sí mismo bueno o malo y no sólo transforma las circunstancias del mundo externo. Y en el plano del ethos de salvación, en el que ya se trata de la bondad de la persona, es decir, de la «moral», resulta que ésta no es ya «autónoma», puesto que aquí todo depende de la fe cristiana. A los críticos de la «moral autónoma» les parece, pues, que, debido a eso, el problema propiamente dicho de fundamentación ética permanece sin resolver, ya que en el plano en que cuestiona la fundamentación moral no se puede encontrar ya moral alguna, sino únicamente atenencia a lo objetivo («Sachlichkeit») [28].
Ya el dualismo de las dos esferas resulta precisamente falso. Es inaceptable tanto por razones puramente filosófico-éticas como teológicas, y es interesante que la VS reaccione aquí en ambos niveles.
El fundamento filosófico-ético: Consiste en el hecho de que el hombre, cuando actúa, representa una unidad intencional indisoluble. Sólo hay una esfera de actuación del hombre; es decir, todo acto humano procede, en todos sus niveles, de la voluntad humana (su «corazón»). Es falso suponer implícitamente que en el plano del ethos mundano, intramundanamente por así decir, se encuentran la racionalidad, la ponderación de bienes, la atenencia a lo objetivo, etc.; factores que deciden sobre la «rectitud de las acciones»; y en el plano del ethos de salvación, las intencionalidades, voluntad y corazón, es decir, los factores que deciden sobre la «bondad de la persona».
Nada más lejos de la realidad. Como ya se ha dicho, no ocurre así; de modo que en el caso de juicios y normas que, por ejemplo, tienen por objeto los experimentos con embriones humanos, en el plano de lo «intramundano» o del ethos mundano, en que se trata de la «rectitud de la acción», sólo desempeñase un papel la racionalidad de la ponderación y de la optimización de las consecuencias, y no la toma de posición de quien actúa respecto de otros sujetos de derecho, en este caso embriones humanos. El mayor error de la fundamentación de normas por la vía consecuencialista y proporcionalista, en el contexto de la «moral autónoma», consiste en pasar por alto el hecho de que en la elección de cualquier acción concreta está ya comprometida la voluntad. Es mérito de la encíclica haber puesto de manifiesto esta cuestión en los más distintos contextos [29].
Lo decisivo aquí es que en cada acto individual se elige siempre también el todo; es decir, que en cada elección de un modo concreto de conducta se decide también el fin, la intencionalidad por los que el acto concreto y con él también el interior de la persona quedan marcados [30]. Los modos de conducta elegidos deciden, por tanto, también sobre los contenidos intencionales sobre intenciones. Por el contrario, critica la encíclica el que la posición recusada por ella considere los resultados de las acciones análogos a procesos naturales (nº 65c).
En ese sentido tiene validez la declaración que dice así: «Toda elección exige siempre una referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males, indicados por la ley natural como bienes que hay que conseguir y males que hay que evitar» (nº 67b). Es verdad que dicha estructura no puede establecer de forma universal lo que en concreto hay que hacer (para ello se requiere la prudencia); pero sí puede establecer lo que en concreto y en cualquier caso hay que abstenerse de hacer (cfr. Ibid.). Pues hay acciones cuya elección, en cualquier caso, implica falta de rectitud de la intención y que ya solamente por eso, independientemente de otros propósitos o bienes resultantes, son moralmente equivocadas y malas, es decir, hacen mala la voluntad del agente. Sin embargo, esto sólo se puede justificar, en definitiva, desde una perspectiva de la ética de las virtudes, pero no desde una exposición de la moral que tiene su fundamento en el concepto de «ley» y de «norma» [31].
En todo caso se confirma así la existencia de normas prohibitivas de carácter universal y, por consiguiente, la diferencia entre normas de conducta de tipo universal y de tipo particular. Y eso significa también la comprobación de la existencia de límites reales, más allá de los cuales no se puede llevar lo moralmente posible. Ahora bien, como se ha dicho más arriba, esto precisamente resulta incompatible con el concepto de autonomía como «razón creadora». Una razón que es «creadora» no puede conocer tales límites. La mera demostración de la existencia de límites demuestra ya que la autonomía se halla vinculada a una verdad —en definitiva, a una verdad sobre el hombre mismo—, sobre la que ella misma no puede disponer.
El fundamento teológico: Consiste en que, desde un punto de vista cristiano es imposible distinguir sin más entre ethos de salvación y ethos mundano, como hace la teoría de la «moral autónoma en el contexto cristiano». Lo que sí es posible es distinguir en el plano de lo humano un ethos de la razón como «subconjunto» de un ethos cristiano, que en última instancia tiene su fundamento en la revelación. Pero eso implica precisamente que también el «ethos mundano» sería parte constitutrva del ethos cristiano de salvación. Lo cual tendría ya consecuencias para la cuestión de la competencia del magisterio de la Iglesia. Al mismo tiempo, dicha distinción resulta significativa para el sentido de salvación de las normas intramundanas de conducta, así como para el complejo de relaciones entre los mandamientos y la perfección cristiana, cuestiones ambas que constituyen el tema de la primera parte de la VS.
Sin detrimento de la autonomía de la razón moral humana, también reconocida por la encíclica, y, por consiguiente, sin detrimento de un ethos racional autónomo derivado de la misma, es absolutamente esencial el hecho de que también hay un ethos especificamente cristiano de lo humano, por consiguiente, un ethos mundano específicamente cristiano [32]. Esto tiene su fundamento ante todo en el hecho de que el cristiano, en virtud de la fe, sabe que la falla existente entre el deber moral y el poder moral, susceptible de comprobación por cualquier persona, ha sido superada por la redención en Cristo y por la gracia que, mediante ella, asiste al hombre. Un deber superior al «poder», y que no es capaz de implicar ninguna promesa de felicidad ni de plenitud, está claro que no resulte comprensible como deber capaz de obligar; ésa es una de las principales razones por las que tantas normas morales son objeto de controversia.
Con palabras de Cristo hace hincapié en ello la VS: «En el principio no era así». Y esta perspectiva de historia de la salvación es esencial. Desde la misma resulta inadmisible hacer de la humana «debilidad el criterio de verdad sobre el bien» (nº 104a). La verdad sobre el hombre —y esto lo sabemos sólo por revelación— consiste precisamente en que sólo es capaz de encontrar su perfección y su felicidad en algo que supera las fuerzas de su mera naturaleza.
Pues bien, esa verdad le está confiada a la Iglesia. El hecho, por tanto, de que ésta reaccione contra concepciones erróneas de la autonomía, que pasan por alto esta verdad y la hacen ineficaz, no es una intromisión en la libertad de la teología moral, sino sensibilidad para su cometido más genuino consistente en transmitir fielmente la verdad revelada.
e) La autonomía moral y el problema de la fundamentación de las normas morales
.- Es sabido que el propósito de la teoría de la «moral autónoma» tiene su origen en una reacción frente al desafio que supuso la «Humanae vitae» [33]. El desafio consistía en que, con los medios empleados por la teología moral tradicional para fundamentar las normas, no podía explicarse de forma suficiente la doctrina de la HV. Por eso se buscó una concepción de teología moral de acuerdo con la cual se pudiese justificar por qué el magisterio de la Iglesia no era propiamente competente para ese tipo de cuestiones. Más bien, así se pretendía hacer ver, tendrían que dilucidarse dichas cuestiones por medio de una síntesis de conocimientos de las ciencias humanas y sociales y de las ideas de la antropología filosófica en consonancia con las exigencias y necesidades de una humanidad lograda y traducidas al lenguaje de la obligación moral». Por eso entienden que la «ética para hallar la verdad está avocada a la continua y sincera cooperación con las ciencias empíricas y con las interpretaciones filosoficas del ser humano» [34].
Un trabajo tan complejo es algo que, sin duda, no puede realizar el magisterio de la Iglesia. Es tarea de los teólogos de moral católica. Lo sorprendente del caso es que una «moral autónoma» así entendida declare precisamente la conciencia moral autónoma del individuo como de poca importancia y hasta incapaz de poder proporcionar efectivamente orientación moral responsable y racional. La doctrina de la ley natural sólo se utiliza aquí para justificar la teoría de la «autonomía teónoma» como programa de teología moral; mas como autonomía de la conciencia moral del individuo parece no poder funcionar, al menos no sin la intervención y dirección de competentes moralistas. Ahora resulta que «autónomos» sólo son ya los especialistas de teología moral con su capacidad para sintetizar, en una amplia concepción, los resultados de investigación de las ciencias humanas y sociales en conjunción con los conocimientos filosóficoantropológicos. Pero eso tiene que hacerse en un proceso permanente que, a la vista del cúmulo siempre creciente de saber y experiencia, genera soluciones siempre nuevas; pues «la racionalidad de lo moral se desvela menos en la especulación abstracta que en la reflexión sobre las experiencias históricas de la humanidad» [35].
Cuando el magisterio de la Iglesia se defiende contra un concepto de autonomía moral hasta tal punto elitista, defiende propiamente la autonomía moral cognitiva del individuo, sosteniendo que ésta por esencia no es creadora. De ese modo protege la dignidad de la persona y la imagen y semejanza de Dios existente en la misma. Pues una «razón creadora» a la que correspondiese hallar normas de tipo racional, sólo podría ser la razón de expertos especialistas, pero no la autónoma razón práctica del sujeto individual; ésta precisamente es una ley moral natural en la que se revela la eterna sabiduría divina, que sí es creadora. La razón de los expertos propia de la teoría de la «moral autónoma» es congruente con la razón de expertos propia de la ponderación de bienes del consecuencialismo. Ese tipo de racionalidad se corresponde con el que es propio de la resolución de problemas objetivos, de carácter técnico y económico [36]. Evidentemente ese tipo de racionalidad es legítimo en muchos sectores. Pero nunca dispensa, sin embargo, de la pregunta acerca de si este o aquel modo de actuación, en general y de principio, es «moralmente posible» [37].
Tales objeciones son califcadas de insignificantes mediante todo un arsenal de técnicas argumentales de tipo consecuencialista. Sólo se entienden como objeciones decisivas en el contexto de una ética de las virtudes. La «ética de las virtudes» cuenta precisamente con la estructura autónoma, aunque en absoluto «creadora», del conocimiento moral ordinario. Según éste, sabe que ciertas cosas simplemente no se pueden hacer, con total independencia del cálculo de sus ulteriores consecuencias; y ello es así, debido a que el acto de elección del respectivo modo de comportamiento se lo ve carente de la rectitud fundamental en cuanto a la intención, a la voluntad, y, por ende, se lo ve como mal moral, como culpa. Quien por sí mismo es capaz de tener ese conocimiento es verdaderamente autónomo, ya que, al menos para lo fundamental, no depende de la razón de los expertos.
La ley moral natural en el hombre —la luz de su entendimiento capaz de distinguir entre el bien y el mal—, entendida como teonomía participada, es auténtica autonomía precisamente porque no es «creadora». Si nuestra razón prácáca fuese creadora, entonces no podríamos convivir en absoluto como hombres. No nos entenderíamos; la regla fundamental de la justicia, la regla de oro («no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti», etc.), carecería de todo sentido, ya que presupone la universalidad cognitiva de contenidos morales sobre los que el sujeto no tiene libre disposición desde el punto de vista del conocimiento, sino que los «descubre», teniendo así la virtud de proporcionarle orientación. Precisamente por eso se convierte la experiencia moral en una vía para comprender la propia autonomía como obligada ante una verdad y para plantearse la cuestión sobre el origen de la distinción entre el bien y el mal.
En la teoría de la «moral autónoma en el contexto cristiano» hay algo que, desde el punto de vista fundamental, no encaja. Aun cuando pone el acento en justificadas demandas que la encíclica destaca legítimamente, ha surgido, sin embargo, como un concepto «ad hoc» para la contestación contra la HV. Por eso, bien pronto la «moral autónoma» no será sino un capítulo más dentro de la agitada historia de la teología moral católica. No obstante, como todo error en la historia de la Iglesia, dejará tras de sí algunas huellas positivas. La VS da fe de ello: Una nueva sensibilidad y reconocimiento de la autonomía moral cognitiva, como elemento constitutivo de la imagen y semejanza de Dios en el hombre, y, en consonancia con ello, una mayor exigencia a las teorías sobre fundamentación de normas tanto desde el punto de vista de la ética como de la teología moral.
Notas
[1] Cfr. VS, 74: «Con razón se dan cuenta de la necesidad de encontrar argumentos racionales, cada vez más consistentes, con los que probar las obligaciones de la vida moral y establecer sus normas. Dicha búsqueda es legítima y necesaria por el hecho de que el orden moral establecido por la ley natural es, por lo general, accesible a la razón humana».
[2] Cfr. VS, 29 in fine: El criterio del dictamen es «la incompatibilidad de determinadas orientaciones del pensamiento teológico y de algunas afirmaciones filosóficas con la verdad revelada».
[3] F. Bockle, Fundamentalmoral (München 197?), 86.
[4] Ibid., 91.
[5] Ibid., 90.
[6] Ibid., 91.
[7] B. Schüller, Eine autonome Moral,was ist das?: Theotogische Revue 78 (1982) 103-106, cita 104.
[8] Véase, además de F. Böckle, sobre todo: A. Auer, Autonome Moral und crhristlicher Glaube (Düsseldorf 2 1984); ID., Die Autonomie des Sïttlichen nach Thomas von Aquin, en K. Demmer-B. Schüller (ed.), Christlich glauben und handeln-Fragen einer fundamentalen Moraltheologie in der Diskussion, (Festschrift für J. Fuchs) (Düsseldorf 1977), 31-54; ID., Hat die autonome Moral eine Chance in der Kirche?, en G. Virt (ed.), Moral begründen-Moral verkünden (Innsbruck-Viena 1985), 9-30.
[9] Cfr. ampliamente para lo que sigue: M. Rhonheimer, Natur als Grundlage der Moral. Eine Auseinandersetzung mit autonomer und teleologischer Ethik (Innsbruck-Viena 1987).
[10] La nueva edición del Lexikon für Theologie und Kirche, t.1 (3ª ed. 1993), en el artículo «Autonomie» («II. Theologischethisch», autor G. Höver) presenta la «moral autónoma» como un tipo normal de la nueva teología moral. La existencia de críticos de esta concepción no es objeto de mención ni de cita en la bibliografía. La exposición, por lo demás, es de carácter propagandístico y carente de precisiones.
[11] La expresión correspondiente en Santo Tomás es ordinatio rationis; esta ordinatio constituye al mismo tiempo un praeceptum. Para toda esta temática cfr. M. Rhonheimer, Natur als Grundlage der Moral, cit.
[12] Cfr. el acertado trabajo de T. Stycen, Autonome Ethik mit einem crhristlichen «Proprium» als methodologisches Problem, en D. Miet/F. Compagnoni, Ethik im Kontext des Glaubens. Probleme-Grunsätze-Methoden (Friburgo de Ue., Friburgo de Br., Viena 1978), 75-100 (especialmente 79-81).
[13] De forma plenamente consecuente (y de acuerdo también con la terminología de Sto. Tomás) reserva la encíclica el término«ley divina», (lex divina), por lo general, para la ley sobrenaturalmente revelada y, por tanto, positiva; cfr. VS, 72a.
[14] Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 90 a. 1, donde «ley» en general se define ante todo como «quaedam regula et mensura actuum, secundum quam inducitur aliquis ad agendum, vel ab agendo retrahitur». A continuación se declara que «ley» es «aliquid pertinens ad rationem». Ibid. ad 2 se dice finalmente: «... propositiones universales rationis practicae ordinatae ad actiones, habent rationem legis». Cfr. más adelante: ibid., q. 92 a. 2: «... sicut enuntiatio est rationis dictamen per modum enuntiandi, ita etiam lex per modum praecipiendi»; q. 91 a. 2 ad 3: «... participatio legis aeternae in creatura rationali proprie lex vocatur: nam lex est aliquid rationis...»; q. 94 a. 1: «... lex naturalis est aliquid per rationem constitutum: sicut etiam propositio est quoddam opus rationis».
[15] Cfr. J. De Finance, Autonomie et Théonomie, en M. Zalba (ed.), L’Agire Morale (Atti del Congreso Internazionale Roma-Napoli 17/24, Aprile 1974): Tomasso d'Aquino nel suo settimo centenario, tomo 5) (Nápoles 1974), 239-260.
[16] A. Auer, Autonome Moral und christlicher Glaube, cit. 23.
[17] Más o menos así argumenta el alumno de Böckle K./W. Merks, Theologische Grundlegung der sittlichen Autonomie. Strukturmomente eines «autonomen» Normbegründung-verständnisses im lex-Traktat der Summa Theologiae des Thomas von Aquin (Düsseldorf 1978).
[18] Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.19 a.4 ad 3: «licet lex aeterna sit nobis ignota secundum quod est in mente divina; innotescit tamen nobis aliqualiter vel per rationem naturalem, quae ab ea derivatur ut propria eius imago; vel per aliqualem revelationem superadditam».
[19] Para la crítica de una «conciencia decisoria», cfr. también G.B. Sala, Gewissensent-scheidung. Philosophisch-teologische Analyse von Gewissen und sittlichen Wissen (Innsbruck-Viena 1993).
[20] En ese sentido defendía J.H. Newmann (en su escrito Kirche und Gewissen) la convicción de que la autortdad del Papa únicamente podia basarse en la conciencia de los creyentes. Pensaba que si el Papa hablase contra la conciencia, perdería entonces toda autoridad e influencia. La indicación la tomo de A. Laun, Das Gewissen. Oberste Norm sittlischen Handelns (Innsbruck-Viena 1984), 111.
[21] Cfr. Tomás de Aquino: Ad Rom. II, lect. 3.
[22] Karl Rahner define al hombre como «espíritu en el mundo»; Wilhelm Korff, como «razón en la naturaleza».
[23] Cfr. M. Rhonheimer, Zur Begründung sittlicher Normen aus der Natur Grundsätliche Erwägungen und Exemplifizierung am Beispiel der I.v.F., en J. Bonelli (ed.), Der Menrch als Mitte und Masstab der Medizin (Viena-Nueva York 1992), 39-94.
[24] Una exposición amplia y sistemática sobre esta cuestión en M. Rhonheimer, La prospettiva della morale. Fondamenti dell’Etica filosofica (Roma 1994).
[25] A. Auer, Autonome Moral und christlicher Glaube, 160.
[26] Cfr. también : M. Rhonheimer, «"Intrinsically Evil Acts" and the Moral Viewpoint: Clarifying a Central Teaching of «Veritaús splendor»: The Thomist, 58,1 (1994) 1-39.
[27] Todos estos aspectos son mencionados claramente por la encíclica en el nº 37.
[28] Cfr. M. Rhonheimer, Natur als Grundlage der Moral, cit.,157 (esto se refiere sobre todo a Alfons Auer). Un juicio, en parte positivo y en parte negativo, de esta crítica lo formula E. Guillen, en Wie Christen ethisch handeln und denken. Zur Debatte um die Autonomie der Sittlichkeit im Kontext katholischer Teologie (Echter, Würzburgo 1989).
[29] Así en relación con el tema de la «opción fundamental», (especialmente VS, nn. 65-67), y en relación con el tratamiento del concepto de «objeto» de la acción (especialmente VS, nº 78).
[30] Cfr. también J. Finnis, «Object and Intention in Aquinas»: The Thomist, 55 (1991) 1-27.
[31] Cfr. mis trabajos arriba citados «"Intrinsically Evil Acts" and the Moral Viewpoint...» así como M. Rhonheimer, «"Ethics of Norms" and the Lost Virtues»: Anthropotes IX, 2 (1993), 231-243.
[32] Cfr. un tratatniento más amplio en mi estudio Natur als Grundlage der Moral, cit., 416ss. («Philosophische Schluss-folgerungen und moraltheologischer Ausblick, 9).
[33] Así lo expresa por escrito el propio Alfons Auer; cfr. A. Auer, Hat die autonome Moral eine Chance in der Kirche?, cit.,12.
[34] Ibid.,13.
[35] A. Auer, Autonome Moral und christlicher Glaube, cit., 29.
[36] Cfr. VS, 76a. Uno de los representantes del proporcionalismo, Peter Knauer, denomina incluso «cálculo económico» a la «fórmula fundamental para tomar decisiones morales», tratándose así de una especie de logro de máximas ganancias; el cálculo se convierte en «ético» mediante el criterio de «a la larga y en total». Cfr. P. Knauer SJ, «Fundamentalethik: teleologische als deontologische Normenbegründung»: Theologie und Philosophie, 5 (1980) 321-360; cit., 333. Knauer repite este criterio en un comentario a la encíclica; cfr. P. Knauer, «Zu Grundbegriffen der Enzyklika "Veritatis splendor"»: Stimmen der Zeit, 119 (1994) 14-26.
[37] Cfr. VS, 77a.
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