Artículo publicado originalmente en la red el 3 de octubre de 2005
Sumario
1. La crisis de la verdad.- 2. El sentido de la ciencia: la búsqueda de la verdad.- 3. La verdad científica.- 4. La ciencia al servicio de la verdad.- 5. La fe ayuda a la ciencia.- 6. Funcionalismo y pragmatismo.- 7. El relativismo.- 8. El cientifismo.- 9. Racionalidad científica, saber metafísico y fe cristiana.
Uno de los problemas principales que encontramos en la actualidad es la desconfianza en el valor del conocimiento humano. Sin duda, nuestro conocimiento es muy limitado; pero, con frecuencia, se interpreta esa limitación como si nunca pudiéramos estar seguros acerca de nada. Ese escepticismo suele aplicarse, sobre todo, a las verdades morales y religiosas, que se interpretan, de acuerdo con una postura relativista, como si fueran completamente subjetivas y nunca fuera posible llegar a conclusiones ciertas.
Es grande el interés de la Iglesia en defender que podemos alcanzar conocimientos verdaderos, tal como lo afirma el Papa Juan Pablo II: «Para la Iglesia, nada es más fundamental que conocer la verdad y proclamarla. El porvenir de la cultura depende de esto. Lo recordaba recientemente a las Universidades católicas en la Constitución apostólica "Ex Corde Ecclesiae" (1990, n.4): "Nuestra época tiene una urgente necesidad de esta forma de servicio desinteresado que consiste en proclamar el sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual perecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre". Tal es la misión primera de la Iglesia, porque es la sierva de Aquél que se ha proclamado el Camino, la Verdad y la Vida. La Iglesia hace constantemente de abogada del hombre, capaz de acoger toda la verdad. También anima la investigación que explora todos los órdenes de verdades, convencida de que todos convergen para la gloria del único Creador, que es Él mismo la Verdad suprema y la luz de todos los hombres, los de ayer y de hoy y del mañana» (1).
Juan Pablo II ha dedicado la encíclica Fides et ratio a defender la capacidad humana de conocer la verdad, y a afrontar las dificultades que el conocimiento de la verdad encuentra en nuestra época (2).
1. La crisis de la verdad
El problema de la verdad no es nuevo. Siempre se han planteado dificultades acerca de la objetividad de la verdad, tomando ocasión, por ejemplo, de la disparidad de modos de ver las cosas que existen en las diferentes sociedades e incluso dentro de cada sociedad, y de los cambios que se dan, a veces, en las opiniones y creencias en las diferentes épocas.
Pero también existen factores propios de cada época. En la actualidad, entre los factores más influyentes se cuentan los relacionados con las ciencias naturales. El gran avance que estas ciencias han experimentado en la época moderna ha suscitado no pocos problemas, porque no existe un acuerdo generalizado sobre el valor de los conocimientos que proporcionan.
Estos problemas se remontan al nacimiento de la ciencia experimental moderna en el siglo XVII. Se trató de una verdadera revolución conceptual y práctica, porque esa ciencia era realmente nueva: aunque se apoyaba en los trabajos realizados durante siglos, respondía a un método que nunca se había aplicado de modo sistemático y que se diferenciaba claramente de los enfoques que hasta entonces se habían utilizado para estudiar la naturaleza.
Así se explica el desafortunado proceso a Galileo. De hecho, Galileo no sufrió ninguna pena física y el progreso científico no se interrumpió, pero el proceso puso de manifiesto que, tanto por parte de Galileo como de sus jueces, no se comprendía bien el método y el alcance de la nueva ciencia. Posteriormente, la situación fue cada vez peor; el mismo Newton, uno de los más grandes científicos de la historia, expuso en su principal obra unas reflexiones bastante confusas acerca del método científico, y en adelante, la ciencia progresó siempre mucho más deprisa que la comprensión de su significado y alcance.
Muchos piensan que las ciencias sólo proporcionan modelos que siempre están sujetos a cambios, sin llegar nunca a conclusiones verdaderas. A la vez, la ciencia experimental suele considerarse como el conocimiento más fiable que poseemos, porque sus modelos pueden someterse a control experimental y a demostraciones intersubjetivas que son independientes de las creencias personales. Al combinar estas ideas, se concluye que, si no podemos alcanzar verdades definitivas en las ciencias, que son consideradas como el mejor conocimiento de que disponemos, mucho menos se alcanzarán en otros ámbitos, como la filosofía y la religión, en los que influyen notablemente los factores personales y sociales.
Ante esta situación, algunos reaccionan criticando las pretensiones de la ciencia, para dejar terreno libre a la fe; subrayan, por ejemplo, que los conocimientos científicos siempre son conjeturales, y que sólo en la fe encontramos certezas. Sin embargo, este camino no parece ser el más apropiado. En efecto, la fe se apoya en la razón, y si se minusvalora la razón, es fácil que la fe quede también dañada. Sin duda, las ciencias no pueden resolver todos los problemas y es importante mostrar sus límites, pero esto nada tiene que ver con rebajar los verdaderos logros científicos y la capacidad racional que los hace posibles.
2. El sentido de la ciencia: la búsqueda de la verdad
El Papa Juan Pablo II subraya que el objetivo de la ciencia es la búsqueda de la verdad: «La investigación de la verdad es la tarea de la ciencia fundamental (...). La ciencia pura es un bien, digno de ser muy amado, ya que es conocimiento y, por tanto, perfección del hombre en su inteligencia. Incluso antes de sus aplicaciones técnicas, debe ser honrada por sí misma, como una parte integrante de la cultura. La ciencia fundamental es un bien universal, que todo pueblo debe poder cultivar en plena libertad con respecto a cualquier forma de servidumbre internacional o de colonialismo intelectual» (3).
Se dice que un conocimiento es verdadero cuando expresa las cosas tal como son en la realidad. Por tanto, la verdad no puede ser objeto de manipulación, no depende de los gustos o intereses: las cosas son como son, y nuestro conocimiento sólo es verdadero si se ajusta a la realidad. Puede decirse, en consecuencia, que la verdad tiene sus derechos propios, y Juan Pablo II lo dice con palabras expresivas y claras, hablando en concreto de la verdad científica: «Al igual que todas las demás verdades, la verdad científica no tiene que rendir cuentas más que a sí misma y a la Verdad suprema que es Dios, creador del hombre y de todas las cosas» (4).
La ciencia tiene un doble compromiso. Por una parte, el compromiso teórico de buscar la verdad: «La ciencia sirve a la verdad, y la verdad al hombre, y el hombre refleja como una imagen (cfr. Gen. I, 27) la Verdad eterna y trascendente que es Dios» (5). Y por otra, el compromiso práctico de buscar, en sus aplicaciones, el servicio al hombre: «No hay ningún motivo para ver nuestra cultura técnica y científica como algo contrario al mundo creado por Dios. Es evidente que el conocimiento científico puede ser utilizado tanto para el bien como para el mal. Quien investiga sobre los efectos del veneno podrá emplear ese conocimiento bien para salvar o bien para matar. Pero debe estar perfectamente claro el punto de referencia al que debemos mirar para distinguir el bien del mal. La ciencia técnica, orientada a la transformación del mundo, se justifica por su servicio al hombre y a la humanidad» (6). Además, el sentido práctico de las aplicaciones científicas no es ajeno a la verdad, porque el éxito de esas aplicaciones se fundamenta en la verdad del conocimiento teórico.
En definitiva, la verdad ocupa un lugar central en la vida humana, y la ciencia es un camino privilegiado para buscar y encontrar la verdad.
3. La verdad científica
Las dificultades de la verdad científica se comprenden si tenemos en cuenta que, en muchas ramas de la ciencia experimental, se utilizan modelos abstractos y conceptos matemáticos que no son una simple traducción o fotografía de la realidad. Además, el método experimental exige que se adopten estipulaciones que no vienen determinadas por la naturaleza misma de las cosas. A todo ello se debe añadir que, desde el punto de vista de la lógica, no siempre es fácil conseguir demostraciones concluyentes.
Sin embargo, en muchos casos se consiguen conocimientos verdaderos. Se trata, sin duda, de una verdad contextual y parcial, porque depende del lenguaje utilizado (los conceptos propios de cada teoría) y siempre está abierta a ulteriores precisiones. Pero esta verdad puede ser, a la vez, auténtica. En las ciencias encontramos una situación semejante a la que se da en otras áreas. Por ejemplo, el resultado de un encuentro deportivo es un hecho indudable, aunque muchos aspectos relacionados con el encuentro sean menos ciertos, opinables o muy difíciles de conocer; algo semejante sucede en las ciencias: los nuevos conocimientos solucionan unos problemas pero abren otros nuevos, y no conocemos todo con el mismo grado de certeza.
A veces, se supone que el conocimiento sólo sería verdadero si pudiésemos demostrar su verdad mediante la pura lógica y de modo absolutamente cierto. Pero podemos alcanzar muchos conocimientos auténticos mediante pruebas que, si bien no son demostraciones puramente lógicas, son, sin embargo, suficientemente convincentes. Que el conocimiento sea limitado, parcial y perfectible no significa que siempre sea hipotético o conjetural.
Cuando se insiste en el carácter conjetural del conocimiento, lo que con frecuencia se pretende es subrayar que se debe adoptar una actitud abierta a posteriores precisiones o rectificaciones, evitando un dogmatismo cerril que puede impedir el ulterior progreso. Pero esta actitud racional, siempre dispuesta a matizar qué es lo que verdaderamente sabemos y la forma de expresarlo, nada tiene que ver con una actitud crítica a ultranza que niega la posibilidad de alcanzar conocimientos verdaderos o de saber que los poseemos.
4. La ciencia al servicio de la verdad
Sin descender a detalles específicos de filosofía de la ciencia, Juan Pablo II afirma la estrecha conexión entre la ciencia y la verdad, y subraya la continuidad de las enseñanzas de los Papas acerca de esta cuestión: «Me siento plenamente solidario con mi predecesor Pío XI y con los que le han sucedido en la Cátedra de Pedro, que invitó a los miembros de la Academia Pontificia de Ciencias y, con ellos, a todos los científicos, a hacer "progresar cada vez más noble e intensamente las ciencias, sin pedirles nada más; y ello porque en esta meta excelente y en este trabajo noble consiste la misión de servir a la verdad": Pío XI, In multis solaciis, 28.X.1936: AAS, 28 (1936), p. 424» (7).
La ciencia es un camino para avanzar hacia la verdad, y posee, por tanto, una peculiar bondad. Así lo afirma Juan Pablo II: «La ciencia, en sí misma, es buena, toda vez que significa conocimiento del mundo, que es bueno, creado y mirado por el Creador con satisfacción, según dice el libro del Génesis: "Dios vio todo lo que había hecho, y era bueno" (Gen. I, 31). Me gusta mucho este primer capítulo del Génesis. El pecado original no ha alterado por completo esta bondad primitiva. El conocimiento humano del mundo es un modo de participar en la ciencia del Creador. Constituye, pues, un primer nivel en la semejanza del hombre con Dios; un acto de respeto hacia Él, puesto que todo lo que descubrimos rinde un homenaje a la Verdad primera» (8).
Ciencia y fe responden a dos perspectivas diferentes, pero se complementan. El cultivo de una auténtica mentalidad científica significa apertura a la verdad, búsqueda sincera y objetiva, esfuerzo para distinguir la verdad del error. Así se explica que «cuando los científicos avanzan con humildad en su investigación de los secretos de la naturaleza, la mano de Dios los conduce hacia las alturas del espíritu» (9).
5. La fe ayuda a la ciencia
El positivismo del siglo XIX, y sus nuevas formas en el siglo XX, presentan a la religión como un obstáculo para el progreso científico, como si la ciencia implicara una actitud incompatible con las verdades de la fe. Para sostener esta tesis, con frecuencia se magnifica el caso de Galileo, prescindiendo del rigor histórico y de las circunstancias que permiten comprenderlo; además, se presenta ese caso como si fuese el exponente de una constante pugna entre la ciencia y la fe, lo cual no es cierto.
Por el contrario, muchos especialistas reconocen que, de hecho, la fe cristiana contribuyó al nacimiento y consolidación de la ciencia experimental moderna. De hecho, el nacimiento de la ciencia moderna se produjo en una Europa que había sido impregnada, durante siglos, por el cristianismo, y que poseía una cultura en la cual desempeñaba un papel importante la doctrina de la creación.
«La fe no ofrece recursos a la investigación científica como tal, pero anima al científico a proseguir su investigación sabiendo que encuentra en la naturaleza la presencia del Creador» (10). Los pioneros de la nueva ciencia, en torno al siglo XVII, creían en la existencia de un Dios personal creador que, siendo infinitamente inteligente y bueno, ha creado el mundo para hacer participar su perfección a las criaturas. Estaban convencidos, por ese motivo, de que el mundo posee un orden natural y racional, que, además, puede ser investigado por el hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza. Estas convicciones desempeñaron un papel importante en el nacimiento de la nueva ciencia, cuando hacía falta un gran empeño para levantar un edificio del que apenas existían pequeños fragmentos. Por el contrario, no es difícil advertir que las cosmovisiones de tipo panteísta, o politeísta, o fatalista, muy abundantes en la antigüedad, no eran favorables para la consolidación de la ciencia experimental.
6. Funcionalismo y pragmatismo
Las objeciones contra la verdad no suelen provenir de la ciencia misma, sino de interpretaciones poco acertadas de sus métodos y resultados.
Así, con frecuencia, se intenta explicar la ciencia prescindiendo de la verdad, como si el principal o el único valor de la ciencia fuese la capacidad de dominar la naturaleza, o sea, el éxito de sus aplicaciones técnicas. Juan Pablo II afirma al respecto: «Si la ciencia es entendida fundamentalmente como "ciencia técnica", se la puede concebir como la búsqueda de un sistema que conduzca a un éxito técnico. Aquello que conduce al éxito vale como "conocimiento" (...). El concepto de verdad resulta superfluo; a veces se prescinde expresamente de él. La razón misma aparecerá finalmente como simple función o como instrumento de un ser cuya existencia encontraría su sentido fuera del ámbito del conocimiento y de la ciencia, tal vez en el simple hecho de vivir. Nuestra cultura está impregnada en todos sus sectores de una ciencia que procede de una perspectiva funcional» (11).
La perspectiva funcionalista, que prescinde de la verdad, se encuentra relacionada con el pragmatismo, que, a veces, se denomina instrumentalismo: el conocimiento en general, y la ciencia en particular, tendrían únicamente un valor práctico, que consistiría en hacer posible la previsión y el dominio de las acciones.
Sin duda, nuestras acciones se basan sobre el conocimiento y, en este sentido, todos somos pragmatistas e instrumentalistas: buscamos el conocimiento como base de nuestras acciones. Los equívocos surgen cuando se niega la posibilidad de alcanzar la verdad o simplemente se prescinde de ella, reduciendo el valor del conocimiento a su utilidad práctica en función de intereses que no pueden justificarse apelando a la verdad.
Juan Pablo II advierte que «Nuestra cultura está impregnada en todos los campos por una noción de ciencia ampliamente funcional, según la cual lo decisivo es el éxito técnico. El hecho de ser técnicamente capaz de producir un resultado determinado es considerado por muchos como motivo suficiente para no tener que plantearse ulteriores cuestiones acerca de la legitimidad del proceso que conduce a ese resultado, o incluso acerca de la legitimidad del resultado en sí mismo. Claramente, tal perspectiva no deja lugar para un valor ético supremo ni incluso para la misma noción de verdad» (12). Las consecuencias de esta situación son muy negativas, porque se priva a la moral de su base, y se justifican las acciones recurriendo al criterio de un éxito práctico ajeno a las exigencias de la verdad objetiva. Se comprende que el Magisterio de la Iglesia haya debido exponer amplia y profundamente, en nuestra época, cuáles son los fundamentos de la moral cristiana, basada en criterios objetivos que entran en crisis cuando se adoptan doctrinas funcionalistas, pragmatistas o relativistas.
7. El relativismo
Estrechamente relacionado con el funcionalismo, el relativismo considera que no existe una verdad objetiva, o al menos que no podemos alcanzarla: sólo existirían verdades relativas a los sujetos o grupos, dependientes de las condiciones particulares de su existencia. En sus versiones más radicales, el relativismo prescinde también de la noción misma de verdad.
Ciertamente, nuestro acceso a la verdad está condicionado por circunstancias personales y sociales. Además, la realidad es, en muchos casos, compleja, y es preciso tener en cuenta diferentes perspectivas para poder representarla de modo fidedigno. Sin embargo, tenemos la capacidad de advertir esos condicionamientos y, por tanto, de matizar nuestras afirmaciones teniendo en cuenta nuestros límites. Si no se reconoce la posibilidad de alcanzar conocimientos verdaderos, no sería posible discusión alguna: ni siquiera tendría sentido enunciar las tesis del relativismo.
Para sostener el relativismo, con frecuencia se recurre a una pretendida base científica, que vendría proporcionada por dos teorías físicas: la teoría de la relatividad, y la mecánica cuántica. La teoría de la relatividad significaría supuestamente el abandono, por parte de la ciencia física fundamental, de la pretensión de alcanzar conocimientos absolutos: todo dependería de los puntos de vista subjetivos. Y el principio de indeterminación de la física cuántica significaría la imposibilidad de alcanzar conocimientos precisos y ciertos.
Sin embargo, ambas pretensiones se basan en equívocos. La teoría de la relatividad subraya la necesidad de tener en cuenta el marco de referencia en el que se observan y miden los fenómenos físicos; pero, una vez fijado ese marco, los cálculos y mediciones tienen valores precisos. Además, la teoría contiene expresiones que son invariantes para cualquier sistema de referencia. Por su parte, el principio de indeterminación afirma que existen unos límites en la precisión de las mediciones, cuando se intenta medir a la vez determinadas magnitudes; pero cada una de ellas puede medirse por separado con gran precisión, y, en cualquier caso, la existencia de límites en nuestro conocimiento no significa, en modo alguno, que no podamos alcanzar la verdad: sólo significa que la verdad de nuestro conocimiento es contextual y parcial, pero al mismo tiempo puede ser auténtica.
8. El cientifismo
Las dificultades en torno a la verdad provienen, en buena parte, de doctrinas cientifistas, según las cuales las ciencias naturales serían el único modo válido de conocer la realidad, o al menos, el modelo que debería imitar cualquier pretensión de conocimiento. Pero esa tesis no puede ser probada por ninguna ciencia concreta, y por tanto, el cientifismo es contradictorio: afirma lo mismo que prohíbe.
En la actualidad suele reconocerse, al menos en el ámbito de los especialistas, que la ciencia natural, aunque sea muy importante y represente el único camino para conocer con detalle los procesos naturales, no es el único conocimiento válido. La realidad es compleja, y existen diferentes niveles de problemas que deben ser abordados de acuerdo con perspectivas adecuadas. Ninguna perspectiva particular agota la realidad.
Las ciencias naturales delimitan de modo preciso el ámbito de sus objetos, construyen modelos cuya validez intentan comprobar mediante experimentos, y de este modo consiguen muchos conocimientos válidos acerca de la naturaleza material. Al adoptar esa perspectiva, se asegura un estudio riguroso, pero al mismo tiempo se dejan fuera muchos otros problemas: por ejemplo, los que se refieren al significado de la naturaleza y de la vida humana.
No se trata de poner límites a las ciencias de modo arbitrario; simplemente, la ciencia experimental no puede estudiar las dimensiones de la realidad que no puedan ser sometidas, de algún modo, al control experimental, o sea, a experimentos repetibles. Se ha comparado esta situación con la de un pescador que utilizase, en el mar, redes cuya malla estuviera formada por cuadrados de un metro de lado; si ese pescador, incluso después de emplear grandes esfuerzos y obtener buenos resultados en la pesca, afirmase que en el mar no existen peces que midan menos de un metro, habría que recordarle que su conclusión es falsa: en efecto, aunque existieran muchísimos, no podría atraparlos con su red.
Existen problemas que no pueden ser tratados con los métodos de las ciencias naturales. Por ejemplo, las investigaciones científicas sobre los orígenes de los seres naturales tienen gran interés, pero ello se debe, en buena parte, a que suelen mezclarse con «una cuestión de otro orden, y que supera el dominio propio de las ciencias naturales. No se trata sólo de saber cuándo y cómo ha surgido materialmente el cosmos, ni cuándo apareció el hombre, sino más bien de descubrir cuál es el sentido de tal origen: si está gobernado por el azar, un destino ciego, una necesidad anónima, o bien por un Ser trascendente, inteligente y bueno, llamado Dios. Y si el mundo procede de la sabiduría y de la bondad de Dios, ¿por qué existe el mal?, ¿de dónde viene?, ¿quién es responsable de él?, ¿dónde está la posibilidad de liberarse del mal?» (13).
9. Racionalidad científica, saber metafísico y fe cristiana
La ciencia experimental goza de una autonomía propia, y sus resultados deben ser valorados utilizando los cánones científicos. Pero esa ciencia no es independiente de otras perspectivas. Puede afirmarse, por ejemplo, que se apoya en unos supuestos filosóficos, tales como el realismo ontológico y gnoseológico: la existencia de un orden natural y la capacidad humana para conocerlo. Sin esos supuestos, la ciencia no podría existir y ni siquiera tendría sentido; pero el estudio de tales supuestos es una tarea filosófica, ya que exige adoptar una perspectiva diferente de la científica.
La filosofía se apoya, en parte, sobre los conocimientos adquiridos a través de las ciencias, y aporta, sobre todo en el nivel de la metafísica, un saber que llega a los principios más generales de la realidad y al significado de la vida. «La ciencia sola es incapaz de proporcionar una respuesta completa al problema del significado básico de la vida y actividad humanas. Ese significado se revela cuando la razón, yendo más allá de los datos físicos, usa métodos metafísicos para alcanzar la contemplación de las "causas finales" y ahí descubre las explicaciones supremas que pueden arrojar luz sobre los sucesos humanos y darles sentido» (14).
La reflexión filosófica es necesaria para conseguir una síntesis de los saberes, superando la fragmentación de la cultura, tan característica de nuestra época. Existe el peligro de quedarse con una gran cantidad de conocimientos especializados, pero sin una síntesis que permita encontrar su sentido. La perspectiva filosófica contempla los problemas en sus raíces, y se encuentra en condiciones de proponer una síntesis integradora de las diferentes perspectivas parciales.
En esa tarea integradora y de descubrir el sentido, la filosofía recibe una gran ayuda de la fe cristiana, que posee las respuestas a los principales interrogantes de la vida humana. La teología reflexiona sobre la fe y, ayudada por la filosofía, considera todos los problemas a la luz de los planes de Dios. «La búsqueda de un significado fundamental es complicada por naturaleza y está expuesta al peligro del error, y el hombre permanecería a menudo buscando a tientas en la oscuridad si no fuera por la ayuda de la luz de la fe» (15).
El cristiano tiene una gran tarea por delante, para conseguir integrar los diferentes aspectos de su vida personal y para proponer soluciones que sirvan también a otras personas e incluso a la entera sociedad. Refiriéndose a la crisis ideológica de nuestra época, Juan Pablo II afirma: «Esa crisis común afecta igualmente al científico creyente. Tendrá que preguntarse por el espíritu y la orientación en que él mismo desarrolla su ciencia. Tendrá que proponerse, inmediata o mediatamente, la tarea de revisar continuamente el método y la finalidad de la ciencia bajo el aspecto del problema relativo al sentido de las cosas. Todos nosotros somos responsables de esta cultura y se nos exige nuestra colaboración para que la crisis sea superada. En esta situación, la Iglesia no aconseja prudencia y precaución, sino valor y decisión. Ninguna razón hay para no ponerse de parte de la verdad o para adoptar ante ella una actitud de temor. La verdad y todo lo que es verdadero constituye un gran bien, al que nosotros debemos tender con amor y alegría. La ciencia es también un camino hacia lo verdadero, pues en ella se desarrolla la razón, esa razón dada por Dios que, por su propia naturaleza, no está determinada hacia el error, sino hacia la verdad del conocimiento» (16).
Notas
(1) Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias, 29.X.1990: Insegnamenti, XIII, 2 (1990), p. 964.
(2) Véase: Mariano Artigas, "El diálogo ciencia-fe en la encíclica Fides et ratio", Anuario Filosófico, 32 (1999), pp. 611-639.
(3) Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias, 10.XI.1979, n. 2: Insegnamenti, II, 2 (1979), p. 1108. En ese texto, el Papa habla de «ciencia fundamental» o «ciencia pura» para designar el conocimiento científico, distinguiéndola de lo que más adelante denomina «ciencia aplicada», que se refiere a las aplicaciones tecnológicas.
(4) Ibid.
(5) Juan Pablo II, Discurso a un grupo de premios Nobel, 22.XII.1980, n. 2: Insegnamenti, III, 2 (1980), pp. 1781.
(6) Juan Pablo II, Discurso a científicos y estudiantes en la Catedral de Colonia, n. 4, 15.XI.1980: Insegnamenti, III, 2 (1980), p. 1206.
(7) Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias, 10.XI.1979, n. 1: Insegnamenti, II, 2 (1979), pp. 1107-1108.
(8) Juan Pablo II, Discurso a la "European Physical Society", 31.III.1979: Insegnamenti, II, 1 (1979), pp. 748.
(9) Ibid., p. 750.
(10) Ibid.
(11) Juan Pablo II, Discurso a científicos y estudiantes en la Catedral de Colonia, n. 3, 15.XI.1980: Insegnamenti, III, 2 (1980), p. 1204.
(12) Juan Pablo II, Discurso a un grupo de premios Nobel, 22.XII.1980, n. 3: Insegnamenti, III, 2 (1980), p. 1782.
(13) Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 283-284.
(14) Juan Pablo II, Discurso a un grupo de premios Nobel, 22.XII.1980, n. 3: Insegnamenti, III, 2 (1980), pp. 1782-1783.
(15) Ibid., p. 1783.
(16) Juan Pablo II, Discurso a científicos y estudiantes en la Catedral de Colonia, nn. 3-4, 15.XI.1980: Insegnamenti, III, 2 (1980), p. 1205-1206
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