Doctor en Filosofía. Málaga
http://www.leonardopolo.net/revista/mp9.htm#Rafa Corazón
Sumario
1. Introducción.- 2. El trabajo según Aristóteles.- 3. El trabajo en la antropología moderna.- 4. La filosofía cristiana medieval y el trabajo.- 5. Doctrina de la Iglesia sobre el trabajo.- 6. Hacia una antropología del trabajo.
1. Introducción.
Llama la atención comprobar que, propiamente, no existe, ni ha existido a lo largo de la historia, una verdadera filosofía del trabajo. Esta ausencia se comprende si se tiene en cuenta la etimología del término. "La etimología de la palabra ‘trabajo’ –explica Millán-Puelles- apunta indudablemente a la actividad forzada (onerosa, molesta). La voz latina trepalium, de la cual deriva el vocablo en cuestión, es el nombre de un instrumento de tortura: una especie de cepo, con tres palos cruzados, al cual se ataba la víctima. Tripaliare, de donde viene ‘trabajar’, significó, inicialmente, atar a un hombre al trepalium, y luego, por extensión, cualquier modo o forma de suplicio" [1]. Una filosofía del trabajo sería, según este punto de vista, algo similar a una filosofía de la esclavitud, cuyo sentido no podría ser otro que condenarlo por inhumano.
Un brevísimo esquema de lo que diré a continuación para justificar esta carencia y para, finalmente, trazar las líneas maestras de una posible antropología del trabajo, es el siguiente.
1. En el pensamiento griego sólo el ciudadano es libre; su actividad propia es la política, la participación en los asuntos públicos. Con esta mentalidad se comprende que el trabajo se recluyera en la esfera privada, en la casa, y que la esclavitud fuera el status social del trabajador.
2. La Edad Moderna tampoco valoró el trabajo. Lo importante ahora es el producto y, más concretamente, la propiedad. Como el trabajo, aunque necesario, es externo al producto, su consideración no pasó de ser la de un medio imprescindible pero carente de valor en sí mismo.
3. En la Edad Media la filosofía se desarrolló sobre todo al servicio de la fe para que ésta pudiera, en la medida de lo posible, comprenderse a sí misma. Y puesto que el fin del hombre es la contemplación y el amor de Dios, ni la teología dogmática ni la moral prestaron especial atención al trabajo porque su lugar, dentro de ese esquema, se encontra entre las "obligaciones del propio estado" y, en concreto, del estado laical, o sea, del estado de aquellas personas que se ocupan del siglo, de lo temporal y caduco.
Sólo a partir de la Ilustración y más en concreto de la Revolución Industrial, el trabajo se presenta como una realidad con consistencia propia. Pero, desgraciadamente, lo logró sólo de un modo indirecto. Lo que realmente se planteó entonces fue la llamada "cuestión social", es decir, el enfrentamiento entre el capital y el trabajo. Fue al hilo de esta cuestión como el trabajo empezó a ser considerado en sí mismo, por su valor intrínseco, tratando de liberarlo de la sumisión al capital. Sin embargo, sólo la doctrina social de la Iglesia fue capaz de llevar a cabo esta tarea, pues el pensamiento marxista, al identificar al trabajador con el producto, rebajó su consideración hasta tal punto que puso la meta de la historia en la supresión del trabajo humano, sustituido por el trabajo de la máquina. Es decir, el sentido del trabajo siguió siendo, como en el resto del pensamiento moderno, el disfrute del producto.
Despreciado o en tierra de nadie, el trabajo no ha merecido la atención de la filosofía, ocupada en temas más elevados, al menos aparentemente. Y sin embargo, en la Revelación divina, en la narración de la creación del hombre, antes por tanto de la caída y de la promesa de redención, se afirma que fue creado ut operaretur [2]. Es decir, el trabajo es presentado como el cometido más propio del hombre en este mundo, como el medio imprescindible para dar gloria a Dios, como su "vocación inicial" [3].
¿Qué es lo que ha impedido considerar el trabajo en su integridad sin detenerse en aspectos importantes pero secundarios como la fatiga que le acompaña o el producto y el beneficio que de él se sigue? El hombre trasciende el mundo. Algo hay en el ser humano que no pertenece a la naturaleza. De un modo u otro, esta es la idea que del hombre ha tenido la humanidad siempre. Pero entonces, ¿no habrá que liberarse del trabajo?, ¿cómo lograr vivir sin dedicar los mayores esfuerzos y energías a la obtención de los bienes materiales que permiten subsistir? ¿Dónde situar el trabajo dentro de las actividades propiamente humanas?
La respuesta que aquí se adelanta es que es la más profundamente humana, aquella en la que el hombre manifiesta su ser personal. Es cierto que con el trabajo se atiende a las necesidades vitales, se alcanza una posición económica y social, se asciende en la escala social, se logra poder económico, social e incluso político, etc., pero todo esto, hasta cierto punto, es sólo un medio. Lo decisivo, aquello que hace del trabajo la actividad más propiamente humana, es que en él la persona manifiesta su intimidad, dispone, ilumina y aporta, recapitulando en sí el universo y haciendo de su vida un don destinado a reconocer y agradecer a Dios el don que ella misma es.
2. El trabajo según Aristóteles.
Para los griegos del periodo clásico el trabajo no es más que una actividad básica, cuyo fin es la subsistencia. Pero subsistir no es el fin del hombre. Aristóteles, por ejemplo, afirma que la ciudad nació por las necesidades de la vida pero que ahora existe para vivir bien, y señala un itinerario en su constitución: primero la familia, luego la aldea y, por fin, la ciudad. Cada etapa prepara la siguiente, pero no desaparece cuando ha sido superada; todas ellas siguen siendo necesarias, si bien subordinadas unas a otras. La inferior es la que, fundamentalmente, atiende a las necesidades primarias: la subsistencia y la reproducción [4].
Después de definir la casa como "la comunidad constituida naturalmente para la vida de cada día" [5], es decir, para atender a las necesidades más básicas, habla de los "instrumentos" necesarios para su administración –la economía- y es ahí donde sitúa a los esclavos: "las posesiones son un instrumento para la vida y la propiedad es una multitud de instrumentos; también el esclavo es una posesión animada, y todo subordinado es como un instrumento previo a los otros instrumentos" [6]. De ahí su definición del esclavo: "cuál es la naturaleza del esclavo y cuál su facultad resulta claro de lo expuesto; el que, siendo hombre, no se pertenece por naturaleza a sí mismo, sino a otro, ese es por naturaleza esclavo. Y es hombre de otro el que, siendo hombre, es una posesión. Y la posesión es un instrumento activo y distinto" [7].
Vivir, sobrevivir, no es el fin del hombre. La vida buena se alcanza mediante la virtud, que perfecciona intrínsecamente al hombre. Por eso Aristóteles pudo afirmar que "hay que considerar embrutecedor todo trabajo, arte y disciplina que inutilice el cuerpo, el alma o la inteligencia de los hombres libres para el uso y la práctica de la virtud. Por eso, llamamos embrutecedoras a todas las artes que disponen a deformar el cuerpo, y también a los trabajos asalariados, porque privan de ocio a la mente y la hacen vil" [8].
Trabajo y uso de la razón, así como trabajo y virtud son incompatibles para la mentalidad griega, ya que "el uso que hacemos de los esclavos –sigue diciendo Aristóteles- no es tan diferente al que hacemos de los animales: esperamos tanto de los unos como de los otros un uso parecido de su fuerza corporal para satisfacer nuestra necesidades" [9]. Por eso separa por completo la poiesis y la praxis: "la producción es distinta de la acción…; de modo que también el modo de ser racional práctico es distinto del modo de ser racional productivo" [10], pues "el fin de la producción es distinto de ella, pero el de la acción no puede serlo; pues una acción bien hecha es ella misma el fin" [11].
Para comprender la posición de Aristóteles es preciso tener en cuenta que "la libertad en sentido clásico es ser dueño de los propios actos, o más literalmente, ser causa sui en el orden de los actos vitales (causa sui es causa sibi en orden a actos)" [12].
La influencia aristotélica durará siglos y puede resumirse en la siguiente tesis de Aristóteles: "existe una excelencia del arte, pero no de la prudencia, y en el arte el que yerra voluntariamente es preferible, pero en el caso de la prudencia no, como tampoco en el de las virtudes. Está claro, pues, que la prudencia es una virtud y no un arte" [13].
3. El trabajo en la antropología moderna.
En el origen del pensamiento moderno deben situarse dos factores que afectaron profundamente a la antropología, a la concepción que el hombre tiene de sí mismo. Estos factores son el voluntarismo y el nominalismo. Asumidos por el protestantismo, contribuyeron a la consideración del hombre como un ser corrompido, cuya salvación sólo es posible por la predestinación divina, sin contar con la colaboración humana.
El voluntarismo implica que tanto la naturaleza como la vida humana carecen de sentido. Si Dios, para conservar su libertad, no puede trazar una línea recta, pues en ese caso se sometería a una regla racional, menos puede dotar a la criatura de una consistencia propia, llámesele naturaleza, esencia o ser. En el plano moral ocurre lo mismo: sólo por la fe sabe el hombre qué es bueno y qué es malo, pues lo malo lo es sólo porque está prohibido, no porque lo sea en sí mismo.
¿Qué puede y qué debe hacer el hombre en un mundo tan contingente y sin valor? ¿Y cómo llenar de sentido su propia existencia si Dios se reserva el destino de cada uno sin contar con el consentimiento de cada hombre? Estas serán las cuestiones a las que tratará de responder el pensamiento moderno que, desde esta perspectiva, no es más que el intento de dar valor a lo que carece de él, es decir, de crear unos valores por los que valga la pena vivir, trabajar, soportar el cansancio, la enfermedad, el sufrimiento, etc.
De entrada, con los presupuestos indicados, se admite que "a una naturaleza que no tiende de suyo a nada tampoco cabe hacerle ninguna violencia. Con ello cae la diferencia entre el movimiento natural y el violento. Lo que nosotros manipulamos era ya de todos modos resultado de un paralelogramo de fuerzas mecánicas y el mundo un reloj al que se ha dado cuerda. La contraposición de naturaleza y convención se vuelve ontológicamente indiferente" [14]. La naturaleza, por lo tanto, está disponible, no es más que la materia prima, informe, en la que el hombre ha de realizar su proyecto.
La primera pregunta acerca de la naturaleza queda contestada sin especial dificultad. Pero queda pendiente la segunda: ¿quién es el hombre? En los orígenes de la filosofía moderna, a partir de Descartes, el dualismo se presenta como la solución para comprenderlo. La distinción entre res cogitans y res extensa, percepción y apercepción, mundo fenoménico y nouménico, etc., hace posible que el hombre se sitúe más allá de la naturaleza y pueda dominarla. Llegar a ser "como dueños y poseedores de la naturaleza" [15] es el ideal que Descartes propone. Desde entonces la Física ha ocupado el lugar de la Metafísica como ciencia suprema, pues el desarrollo de la técnica marca el grado de superioridad del ser humano. El ideal del progreso indefinido va ligado a su desarrollo. Hombre y mundo están relacionados de tal modo que el hombre sólo es propiamente hombre si se libera de las necesidades naturales mediante el control y el dominio del mundo físico.
Esta doctrina alcanzará un punto de inflexión en Locke. Lo propio del hombre, para este autor, es poseer y, en primer lugar, poseerse. Dice Locke: "el yo es aquella cosa pensante y consciente –sea cual sea la sustancia de que está hecha (espiritual o material, simple o compuesta, no importa)-, que es sensible o consciente de placer y dolor, capaz de felicidad e infelicidad; y por eso, hasta allá donde alcanza aquella conciencia se preocupa de sí misma" [16]. La "propiedad" es la esencia del hombre, y se adquiere mediante la autoconciencia y la autonomía. Sentir no es ya sentir, sino ser consciente de que se siente y de qué se siente; y lo mismo hay que decir respecto del pensamiento, la voluntad y los sentimientos. Por eso Locke distingue entre "ser humano" y "persona" y afirma que "el Sócrates dormido no es el Sócrates despierto". El primero es un animal de la especie biológica hombre; el segundo, en cambio, es persona.
La propiedad debe ejercerse sobre uno mismo y sobre otros seres, y sólo puede lograrse mediante un rodeo. Por eso, aun habiéndose emancipado de la naturaleza, el hombre debe volver sobre ella para hacerla propia. Con razón se ha podido hablar de una "teleología invertida" [17] como nota distintiva de la antropología moderna. El hombre ha de volver sobre sí mismo, pero no de vacío, sino como quien conoce y dota de sentido a todo aquello que cae bajo su consideración. Es decir, el hombre es una tarea que él mismo ha de realizar, un fin, un producto de sí mismo. Este es, pues, el sentido del trabajo en el planteamiento moderno.
Kant, por ejemplo, lo explica así: "la producción de la aptitud de un ser racional para cualquier fin, en general (consiguientemente, en su libertad), es la cultura. Así, pues, sólo la cultura puede ser el último fin que hay motivo para atribuir a la naturaleza en consideración de la especie humana (no la propia felicidad en la tierra, ni tampoco ser sólo el principal instrumento para establecer fuera del hombre, en la naturaleza irracional, orden y armonía)" [18]. La naturaleza -que la razón debe pensar como finalizada-, no tiene otro sentido que ser la materia en la que el hombre, mediante la cultura, cree sus propias condiciones de vida. Por eso, lo que acaba de decir debe completarse con la siguiente frase: "la naturaleza ha querido que el hombre extraiga por completo de sí mismo todo cuanto sobrepasa el ordenamiento mecánico de su existencia animal, y que no participe de ninguna otra felicidad o plenitud que la que él mismo, libre del instinto, se procure mediante su propia razón" [19].
El hombre, pues, ha de hacerse a sí mismo y la razón de ello es que "la autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional" [20].
Más radical pero dentro de la misma lógica, Marx pasa del agnosticismo kantiano al ateísmo, porque lo considera la condición fundamental para que el hombre pueda llegar a ser el producto de su propia actividad: "ateísmo y comunismo no son ninguna huida, ninguna abstracción, ninguna pérdida del mundo objetivo engendrado por el hombre, de sus fuerzas esenciales nacidas para la objetividad; no son una indigencia que retorna a la simplicidad antinatural no desarrollada. Son, por el contrario y por primera vez, el devenir real, la realización, hecha real para el hombre, de su esencia, y de su esencia como algo real" [21].
No es difícil comprender que la antropología moderna haya pasado por alto el trabajo y no valore más que el producto, ya que –explica Polo- "el radical moderno es el principio del resultado. El hombre está a la búsqueda de sí mismo en el modo del producir… La vida consiste en autorrealizarse. El hombre depende de sus actos, pero no por el intrínseco valor de éstos, sino por los resultados que de ellos se derivan" [22].
¿Qué efectos ha tenido este planteamiento para el trabajo y para el propio hombre? Por un lado, "la transformación de los imperativos morales en imperativos técnicos viene a parar en una tutela del individuo, que no puede juzgar naturalmente lo que es bueno o malo bajo ese aspecto. El agente y el afectado por su acción quedan desposeídos de su realidad de un modo semejante. En su lugar hacen acto de presencia dos abstracciones: ‘el mundo’ y ‘la técnica’" [23]. Es decir, el hombre, que buscaba hacerse a sí mismo, ha olvidado que la técnica es obra suya y ha quedado dominado por ella. Y es que "si la relación medio-fin se invierte, el homo faber se transforma en el "aprendiz de brujo", y aparece el carácter trágico de la técnica, que, al desposeerse de sentido humano, se convierte en nuestro adversario… Los riesgos de la deshumanización inherentes a nuestra situación tecnológica son muy amplios. En crecientes sectores de la tecnología, la situación es tal que, en vez de marcar nosotros la dirección al instrumento, el artefacto captura nuestra actividad según una estructura configuradora de acción que el instrumento mismo impone. Nuestra conducta, en estas condiciones, va a remolque de la dinámica del artefacto" [24].
Las consecuencias del ideal emancipatorio ilustrado, que ha llevado al desprecio de la dignidad de la vida humana, a idolatrar el progreso técnico y a controlar y manipular la propia existencia, las resume en pocas palabras Juan Pablo II: "en el transcurso de los años me he ido convenciendo de que las ideologías del mal están profundamente enraizadas en la historia del pensamiento filosófico europeo… Cuando se publicó la Encíclica sobre el Espíritu Santo, algunos sectores en Occidente reaccionaron negativamente e incluso de modo vivaz. ¿De dónde provenía esta reacción? Surgía de las mismas fuentes de las que, hace más de doscientos años, nació la llamada Ilustración europea, especialmente la francesa, pero sin excluir la inglesa, la alemana, la española o la italiana" [25].
El trabajo, la creatividad humana, la capacidad de transformar el mundo, perdió, junto con la vida humana, su verdadero sentido, el sentido trascendente, y por eso, continúa Juan Pablo II, "el gran drama de la historia de la Salvación, desapareció de la mentalidad ilustrada. El hombre se había quedado solo; solo como creador de su propia historia y de su propia civilización; solo como quien decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo, como quien existiría y continuaría actuando etsi Deus non daretur, aunque Dios no existiera" [26].
4. La filosofía cristiana medieval y el trabajo.
Tanto en la filosofía griega como en la moderna la trascendencia, lo que está más allá del hombre y del mundo, es muy limitada. Para los paganos no hay nada fuera de la naturaleza, si bien distinguían dos mundos –mundo sensible y mundo de las Ideas, mundo sublunar y mundo celeste-. El hombre vive en el inferior, pero está llamado al superior. El pensamiento moderno debe mucho al protestantismo y, por tanto, a su concepción pesimista de la naturaleza humana. ¿Cómo superar la miserable condición humana?, ¿cómo dejar atrás la propia naturaleza manchada y corrompida?: haciendo de ella una mera fuerza vacía de contenido disparada hacia la dirección que la voluntad, entendida como espontaneidad, le señale. De este modo la naturaleza –corrupta- queda reducida a la mínima expresión, el ser humano pasa a ser una tarea y la libertad es la causa de lo que el hombre decida llegar a ser.
Pero entre ambas antropologías, insuficientes porque renuncian a lo más propiamente humano, se desarrolla la antropología cristiana. Sin embargo, también en ella, hasta finales del siglo XIX, no se planteó de modo explícito una filosofía del trabajo.
Llama la atención, en concreto, que el trabajo no sea el tema de ninguna cuestión y de ningún artículo de la Summa Theologiae de Santo Tomás. El trabajo se sitúa entre los deberes del propio estado, junto a otros deberes y con parecido valor. Es decir, no es objeto de una especial atención. Todavía en los siglos XVI y XVII, los hidalgos ocultaban su pobreza y renunciaban a ganarse la vida trabajando, por miedo a perder su condición social, pues el trabajo marcaba la diferencia entre los distintos estamentos sociales.
Siguiendo a Aristóteles, la filosofía tomista distingue y separa el agere y el facere: "del hábito del arte, según Tomás de Aquino, no separa a la prudencia ni su sujeto (razón práctica) ni su materia (lo contingente), sino la razón de hábito, pues el arte conviene más con los hábitos teóricos que la prudencia. Esa conveniencia la marca la relación de uno y otro hábito a la voluntad, pues ‘la prudencia no está simplemente en el entendimiento como el arte; pues tiene la aplicación a la obra, la cual pertenece a la voluntad’ [27]. Se puede objetar a esto que también, sin duda, el arte requiere de la voluntad para la aplicación a la obra. ¿Cuál es la distinción entonces?: que el uno, la prudencia, requiere la rectitud de la voluntad y el otro, el arte, no [28]. Más aún, la primera requiere de virtudes morales en la voluntad y el arte, en cambio, no [29]" [30].
Según este punto de vista, la rectitud moral del arte es extrínseca al propio arte; en sí mismo el arte puede ser "recto" incluso aunque se use para un fin malo, pues es neutro desde el punto de vista moral. Como el fin del hombre es la contemplación de Dios –la vida contemplativa-, Santo Tomás concluye consecuentemente que "la ocupación exterior impide al hombre ver claro en las cosas inteligibles, distintas de las sensibles, a las que se refieren los actos de la vida activa" [31].
5. Doctrina de la Iglesia sobre el trabajo.
La doctrina social de la Iglesia surge propiamente a finales del siglo XIX con la Encíclica Rerum novarum de León XIII. En ella se plantean directamente los problemas laborales y sociales derivados de la contraposición entre trabajo y capital surgidos durante la Revolución industrial. Pero desde entonces el Magisterio se ha ocupado cada vez más de la realidad del trabajo y su lugar en la vida del hombre y del cristiano. Aunque de hecho nació así, no debe olvidarse, sin embargo, que "la doctrina social de la Iglesia tiene su fuente en la Sagrada Escritura, comenzando por el libro del Génesis y, en particular, en el Evangelio y en los escritos apostólicos. Esa doctrina perteneció desde el principio a la enseñanza de la Iglesia misma, a su concepción del hombre y de la vida social y, especialmente, a la moral elaborada según las necesidades de las distintas épocas" [32].
El Concilio Vaticano II puso de manifiesto la relación intrínseca entre persona y trabajo, a partir de la cual puede y debe formularse una auténtica moral del trabajo, las relaciones laborales, la cuestión social y el desarrollo, al afirmar: "una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en el mundo" [33].
En este contexto Juan Pablo II pudo enseñar, sin que resultara ya una novedad, que "el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial" [34].
Más de treinta años antes del Concilio San Josemaría Escrivá había enseñado que "todas las cosas de la tierra, también las criaturas materiales, también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios –y ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas-, cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo: ‘porque quiso el Padre poner en Él la plenitud de todo ser y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en su cruz’ (Col. 1, 19-20). Hemos de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas" [35].
Si el trabajo, como realidad humana, no «reuniera» la vida entera con vistas al fin último del hombre, no podría ser medio y objeto de santificación. Pero no es un medio entre otros, una actividad más entre las muchas que el hombre debe desarrollar, sino aquella que, por su propia naturaleza, hace posible al hombre destinarse a Dios. Por eso San Josemaría insistía: "no me cansaré de repetir… que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro esfuerzo" [36].
6. Hacia una antropología del trabajo.
En este contexto la antropología de Leonardo Polo, inspirada en la fe y en el espíritu del Opus Dei, pone de manifiesto los fundamentos filosóficos de esta doctrina .
Para Polo la persona humana, caracterizada como co-existencia, es luz transparente que busca la réplica que le ilumine y le permita conocerse como es conocida. Ahora bien, la imposibilidad de encontrar abre la co-existencia a la intimidad de un doble modo que Polo caracteriza así: "la apertura interior es el descubrimiento de lo que he llamado carencia de réplica, y se dualiza con la apertura hacia dentro, que es el descubrimiento de que esa carencia no puede ser definitiva. Según este último descubrimiento se alcanzan los trascendentales en los que el carácter de además se trueca en búsqueda, a saber, el intelecto personal y el amar trascendental... En suma, el descubrimiento de la intimidad como apertura interior es inseparable del valor activo, libre, de la co-existencia. Sin el descubrimiento de la libertad, la carencia de réplica anularía por completo la co-existencia. Si la persona fuese única, la intimidad no sería activa y no existiría." [37].
Alcanzar la co-existencia es conocer su condición de criatura; pero –añade Polo- "si ser creado es un don, a la criatura le corresponde, ante todo, aceptarlo –es decir, aceptar ser-. Es inadmisible que el ser donal no sea aceptar, pues, en otro caso, el don divino quedaría paralizado: no sería entregado. Ahora bien, la aceptación del propio ser se traduce inmediatamente en dar, pues si entregar el ser –cuya aceptación somos- no fuese inmediatamente dar como ser, la paralización de la donación divina tendría lugar en la criatura, lo que es un absurdo. Se ha de añadir que, a su vez, el dar creado se remite, buscándola, a la aceptación divina" [38]. Por consiguiente, debe decirse que "el carácter de además equivale al aceptar y al dar creados" [39].
Que la persona carezca de réplica implica –cito de nuevo- "otra tesis acerca del dar trascendental… que el dar y el aceptar comportan el don. Esto quiere decir, en definitiva, que la estructura del dar es trina y no dual. Sin embargo, como la persona humana es dual o co-existente, pero de ninguna manera trina, el hombre necesita de su esencia para completar la estructura donal. El hombre sólo puede dar dones a través de su esencia". Por eso, y sin que esto signifique un defecto o una limitación, sino, al contrario, otro don del Creador, "la persona humana desciende a su esencia, es decir, al querer-yo, el cual, en cuanto que constituye lo voluntario, es oferente. Se trata de un don que suplica la aceptación divina" [40].
La esencia del hombre, la vida recibida, es, por eso, la manifestación y el disponer de la actividad de la persona, la extensión de la libertad trascendental, el modo como la persona puede aportar y completar la estructura donal; de ahí que Polo añada: "la co-existencia carece de réplica, pero no de esencia, esto es, no carece de esencia en tanto que carece de réplica" [41].
Recordar estas ideas centrales de la antropología poliana era necesario para captar el sentido del trabajo, pues ahora es posible comprender que la naturaleza humana, elevada a esencia del hombre mediante las virtudes, es el camino por el que la libertad se manifiesta, ilumina, dispone, y aporta, continuando la naturaleza, cultivándola, y coexistiendo con las demás personas. Pero como el destino personal es trascendente, tanto el mundo físico como el amor a los demás han de ser cauce para constituirse en don. El trabajo, por tanto, es la actividad gracias a la cual la naturaleza y el propio hombre se destinan a Dios.
El trabajo es el medio para que la persona retorne al Creador haciendo de sí misma el don con el que aceptar y agradecer su misma existencia. Una tarea que implica la vida entera y en la que han de invertirse todas las capacidades humanas. Por eso, trabajar no es un castigo, una desgracia o una necesidad; es, ante todo, el modo como el hombre puede y debe hacer de su propia existencia una oblación espiritual.
Para comprender esta conclusión aparentemente sorprendente, puesto que supone una novedad respecto de las antropologías anteriores, hay que atender a una corrección en la estructura del acto voluntario que Polo introduce en la doctrina tomista. Para el tomismo el uso activo tiene que ver sólo con las facultades y potencias de la esencia humana, a las que la voluntad mueve para realizar el acto voluntario.
Polo, en cambio, señala que al uso activo «conviene llamarle acción: es la praxis voluntaria cuya intención es la obra. En la obra el conocimiento se comunica a las facultades motoras… En esa comunicación, la forma conocida por la operación inmanente, pasa a ser configurante de lo que se hace" A su vez, "la acción tiene que ver con la obra en virtud de su propia intención de otro. Ello implica que, para la acción, la alteridad de los procesos naturales es insuficiente, y que la modificación de ellos que la obra significa es un incremento de alteridad; es decir, que la obra es más buena que los procesos naturales".
La consecuencia inmediata de esta corrección de la teoría clásica es que "la intención de otro peculiar de la acción no se detiene en la obra, sino que la atraviesa… En tanto que la intención de la acción no se detiene en la obra, ésta es un medio integrado en el plexo, y en tanto que la atraviesa, la acción desemboca en la intentio. Con otras palabras, sostengo que en tanto que la acción no se detiene en la obra, la intención incrementa dicho acto voluntario". Por eso, "el uso puede describirse como querer-más-otro."
Aristóteles, y con él el pensamiento medieval, establecía un muro infranqueable entre el agere y el facere. Este muro se derrumba en el momento en que, por lo dicho, Polo puede escribir: "lo que llamo atravesar la obra equivale a descifrar o desvelar su sentido. El sentido de la obra se prolonga de acuerdo con la inspiración de la acción en el modo de la intentio finis. Pero es claro que los fines que están más allá de los medios son, ante todo, los seres humanos" [42]. Resumiendo: el uso –la obra- perfecciona y eleva la naturaleza, pero tanto la obra como el producto están atravesados por el fin, que no puede ser el producto, pues los bienes materiales son siempre medios, sino otras personas.
En concreto, Polo señala las siguientes "razones para sostener el carácter virtuoso de los hábitos productivos. En primer lugar, dichos hábitos perfeccionan el trabajo humano, el cual, aunque está al servicio del hombre, es imprescindible para su vida. En segundo lugar, porque sin los resultados del trabajo, la justicia quedaría vacía. En tercer lugar, como el trabajo es más eficaz cuando se realiza en común, comporta cooperación, la cual es una dimensión de la amistad. El intercambio de bienes y la ayuda al amigo en desgracia no son posibles sin trabajo. En cuarto lugar, el enlace de la acción con la intención comporta una revisión de la exterioridad de la obra, porque dicho enlace sólo es posible a través de ella. De acuerdo con esta rectificación de la noción de uso, se esclarece el valor moral del trabajo.
"Por otra parte, el hombre ha sido creado para dominar el universo material, es decir, para trabajar. De suyo, el trabajo humano perfecciona el universo. La tradición cristiana entiende la obra humana como ornato. En este sentido, he descrito al hombre como el perfeccionador-perfectible. El ornato del universo perfecciona también al hombre" [43].
Virtudes morales y virtudes productivas, por tanto, forman una unidad en la que la esencia del hombre y el universo se congregan en la estructura donal de la persona. Gracias a la aportación esencial, puede afirmar Polo que "el alma es la esencialización del acto de ser del universo, es decir, de la persistencia; por eso, a través de la acción se perfecciona la esencia física y se refuerza la vida recibida" [44].
Esencializar el acto de ser del universo significa que queda en cierto modo incorporado al acto de ser humano, a la co-existencia, por la mediación de la esencia del hombre. Es decir, la libertad se incorpora también al universo, que de este modo recibe un sentido del que carece, ya que ahora es también, como la esencia humana, manifestación y aportación del acto de ser del hombre. Mediante el trabajo, pues, el hombre "asocia la esencia del mundo a la habitación humana, de manera que gracias a ella el hombre hace pasar sus fines propios (no la causa final sino su destinación) por el entramado mundano, ligando así la esencia del mundo al destino eterno del hombre. Producir es, en este sentido, potenciar y elevar humanamente la esencia del mundo" [45].
Dicho en terminología teológica, el hombre que se destina a Dios, al trabajar realiza la consecratio mundi [46], porque el mundo se transforma en don. De este modo la Creación entera vuelve a Dios, pero no por sí misma, sino a través del hombre, al que se ha incorporado al ser esencializada por el alma humana.
La antropología, pues, se eleva al nivel trascendental. No se trata ya de que la persona pueda abrirse a la trascendencia, sino de que pertenece al orden trascendental: no es un ente entre los entes, sino un ser dependiente de Dios de un modo radical, porque dicha dependencia es libre. La ampliación trascendental propuesta por Polo queda resumida, por lo que respecta al trabajo, en lo siguiente: "vista desde el radical cristiano [la persona], la acción poiética no es solamente una continuación de la naturaleza del hombre, ni un mero resultado, sino que ha de referirse a destinatarios. Éstos son: el universo material, al que perfecciona o deteriora; el actor, que se compromete en la acción y es afectado positiva o negativamente por ella; el beneficiario, que son otras personas humanas, para las que la acción es provechosa o nociva; Dios, que es quien encomienda al hombre el hacer, a quien puede –y debe- ser ofrecido, y juzga su valor en última instancia, aceptándolo o no" [47].
La antropología poliana, inspirada en la fe y en la espiritualidad de San Josemaría, permite entender la raíz profundamente humana y sobrenatural de las siguientes palabras del Fundador del Opus Dei: "todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida" [48].
Notas
[1] MILLÁN-PUELLES, A., Léxico filosófico, Rialp, Madrid, 1984, 560.
[2] Génesis, 2, 15.
[3] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, 482.
[4] Cfr. ARISTÓTELES, Política, I, 2.
[5] ARISTÓTELES, Política, I, 2, 1252a.
[6] Ibidem, 4, 1253b 34.
[7] Ibidem, 4, 1254a.
[8] ARISTÓTELES, Política, VIII, 2, 1137b 8-15.
[9] ARISTÓTELES, Política, I, 5, 1254 b 23-28.
[10] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, VI, 4, 1140a s.
[11] Ibidem, VI, 5, 1140b 5-7.
[12] POLO, L., Lo radical y la libertad, Cuadernos de Anuario Filosófico, 179, Servicio de publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2005.
[13] Ibidem, VI, 5, 1140b 23-28.
[14] SPAEMANN, R., Ensayos filosóficos, Ediciones cristiandad, Madrid, 2004, 27.
[15] DESCARTES, R., Discurso del método, 6ª parte, 32 ed., Espasa Calpe, Madrid, 1997, 93.
[16] LOCKE, J., Ensayo sobre el entendimiento humano, II, 27, 19.
[17] SPAEMANN, R, Ensayos filosóficos, 15.
[18] KANT, I., Crítica del juicio, § 83.
[19] KANT, I., Idea de una historia universal con propósito cosmopolita, en En defensa de la Ilustración, Alba editorial, Barcelona, 1999, 76.
[20] KANT, I., Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Alianza, Madrid, 2002, 125. Ak. IV, 436.
[21] MARX, K., Manuscritos económico filosóficos, 3º manuscrito, XXX.
[22] POLO, L., Sobre la existencia cristiana, Eunsa, Pamplona, 1996, 164.
[23] SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, 195.
[24] POLO, L., Sobre la existencia cristiana, Eunsa, Pamplona, 1996, 117.
[25] JUAN PABLO II, Memoria e identidad, La esfera de los libros, Madrid, 2005, 20-21.
[26] Ibidem, 24.
[27] In Ethicorum, VI, lec. 4, 12 y13
[28] «La rectitud de la voluntad es de la razón de la prudencia. Pero no de la razón del arte». S. Th., I-II, q. 57, a. 4.
[29] «Así pues, como el arte requiere cierta rectitud en las realidades exteriores, ya que el arte dispone según alguna forma, así la prudencia requiere la recta disposición en nuestras pasiones y afecciones; y por esto la prudencia requiere algunos hábitos morales en la parte apetitiva, pero no el arte». De Veritate, q. 1, a. 12 ad 17.
[30] SELLÉS, J. F., Los hábitos adquiridos. Las virtudes de la inteligencia y de la voluntad según Tomás de Aquino, Cuadernos de Anuario Filosófico, 118, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2000, 115.
[31] S. Th., II-II, q. 181, a. 2 ad 2.
[32] JUAN PABLO II, Laborem exercens, 14-IX-1981, 3.
[33] CONC. VATICANO II, Gaudium et Spes, 34.
[34] JUAN PABLO II, Exh. ap. Christifideles laici, 30-XII-1988, 15.
[35] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta, Roma, 19-III-54, cit, RODRIGUEZ, P., "Camino", una espiritualidad de vida cristiana, en AA.VV., La vocación cristiana, 4ª ed., Palabra, Madrid, 1975, 124.
[36] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 33 ed., Rialp, Madrid, 1977, 120.
[37] POLO, L., Antropología trascendental, I, 2ª ed., Eunsa, Pamplona, 2003, 196-197.
[38] Ibidem, 210.
[39] Ibidem, 211.
[40] Ibidem, 212-213.
[41] POLO, L., Antropología trascendental, II, Eunsa, Pamplona, 2003, 81.
[42] Ibidem, 168-169.
[43] Ibidem, 193.
[44] Ibidem, 229.
[45] FALGUERAS, I., Crisis y renovación de la Metafísica, 57. La doctrina de la Iglesia, en este punto, es explícita: «a los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios». CONC. VATICANO II, Lumen gentium, 31.
[46] "Somos instrumentos de Dios para cooperar en la verdadera consecratio mundi; o, más exactamente, en la santificación del mundo ab intra, desde las mismas entrañas de la sociedad civil". SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Texto de 14-II-1950, cit. ILLANES, J.L., La santificación del trabajo, 7ª ed., Palabra, Madrid, 1980, 88. «Lo que he enseñado siempre –desde hace cuarenta años- es que todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina- y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei». ID., Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, 7ª ed., Rialp, Madrid, 1969, 10.
[47] POLO, L., Sobre la existencia cristiana, 179.
[48] SAN JOSEMARÍA, Apuntes tomados de una meditación, 19-III-1968. Cit. ECHEVARRÍA, J., Eucaristía y vida cristiana, Rialp, Madrid, 2005, 173.
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